• René Guénon LA GRAN TRÍADA

    La Gran Triada

    René Guénon

     

     

    Capítulo I: Ternario y Trinidad

    " II: Diferentes géneros de ternarios

    " III: Cielo y Tierra

    " IV: "Yin" y "Yang"

    " V: La doble espiral

    " VI: "Solve" y "Coagula"

    " VII: Cuestiones de orientación

    " VIII: Números celestiales y números terrestres

    " IX: El Hijo del Cielo y de la Tierra

    " X: El Hombre y los Tres Mundos

    " XI: "Spiritus", "Anima", "Corpus"

    " XII: El Azufre, el Mercurio y la Sal

    " XIII: El Ser y el Medio

    " XIV: El Mediador

    " XV: Entre la Escuadra y el Compás

    " XVI: El "Ming-Tang"

    " XVII: El "Wang" o el Rey-Pontífice

    " XVIII: El Hombre Verdadero y el Hombre Trascendente

    " XIX: "Deus", "Homo", "Natura"

    " XX: Deformaciones filosóficas modernas

    " XXI: Providencia, Voluntad, Destino

    " XXII: El Triple Tiempo

    " XXIII: La Rueda Cósmica

    " XXIV: El "Triratna"

    " XXV: La Ciudad de los Sauces

    " XXVI: La Vía del Medio

    LA GRANDE TRIADE, La Table Ronde, Nancy, 1946. Gallimard, París, 1957, 1980, 1983, 1986, 1997.

     

    Trad. italiana de Corrado Rocco: La Grande Triade, Roma, 1951, 1980. Adelphi, Milán, 1988.

     

    Trad. castellana: La Gran Tríada, Obelisco, Barcelona, 1986 (208 pp., trad. de F. Gutiérrez) (agotado a fecha de 2001).

     

    Trad. portuguesa: A Grande Triade, Pensamento, Sao Paulo, 1983 (trad. Daniel Camarinha).

     

    Trad. inglesa: The Great Triad, Quinta Essentia, Cambridge, 1991.

     

    PREFACIO

     

    Sólo por el título de este estudio, muchos comprenderán, sin duda, que se refiere sobre todo al simbolismo de la tradición extremo-oriental, pues es bastante conocido el papel que desempeña en ésta el ternario formado por los términos “Cielo, Tierra, Hombre” (Tien-ti-jen); este ternario se ha dado en designarlo más particularmente por el nombre de “Tríada”, aunque no siempre se comprende exactamente su sentido y alcance, los cuales nos dedicaremos a explicar aquí, señalando también, además, las correspondencias que a este respecto se encuentran en otras formas tradicionales; ya le hemos consagrado un capítulo en otro estudio (1), pero el tema merece tratarse con más desarrollos. Sabido es, también, que en la China hay una “sociedad secreta”, o lo que se ha convenido en llamar así, a la que se ha dado en Occidente el mismo nombre de “Tríada”; como no es nuestra intención tratar especialmente de ella, bueno será que digamos enseguida unas palabras a este respecto a fin de que no tengamos que volver sobre ello a lo largo de nuestra exposición (2).

    El verdadero nombre de esta organización es Tien-ti-huei, que se puede traducir por “Sociedad del Cielo y de la Tierra”, a condición de que se hagan todas las reservas necesarias sobre el empleo de la palabra “sociedad”, por los motivos que hemos explicado en otra parte (3), pues se trata de algo que, aunque es de un orden relativamente exterior, está lejos, sin embargo, de presentar todos los caracteres especiales que tal palabra evoca inevitablemente en el mundo occidental moderno.

    Obsérvese que sólo los dos primeros términos de la Tríada tradicional figuran en este título; si ello es así es porque, en realidad, la propia organización (huei), por sus miembros tomados tanto colectiva como individualmente, ocupa aquí el lugar del tercer término, como lo harán comprender mejor algunas de las consideraciones que desarrollaremos (4). Se suele decir que esta misma organización se conoce además con un número bastante grande de otros diversos apelativos, entre los cuales hay algunos en los que la idea del ternario se menciona expresamente (5); pero, a decir verdad, hay en ello una inexactitud: estas denominaciones no se aplican propiamente más que a ramas particulares o a “emanaciones” temporales de esta organización, que aparecen en tal o cual momento de la historia y desaparecen cuando han terminado de desempeñar el papel al que estaban más especialmente destinadas (6).

    Ya hemos indicado en otro lugar cuál es la verdadera naturaleza de todas las organizaciones de este tipo (7): siempre se las ha de considerar, en definitiva, como provenientes de la jerarquía taoísta, que las ha suscitado y las dirige invisiblemente para las necesidades de una acción más o menos exterior en la que ella misma no puede intervenir directamente, en virtud del principio del “no-actuar” (wou-wei), según el cual, su papel es esencialmente el del “motor inmóvil”, es decir, el centro que rige el movimiento de todo sin participar de él. Esto, la mayoría de los sinólogos naturalmente lo ignoran, pues sus estudios, dado el especial punto de vista con que los emprenden, no pueden enseñarles que, en el Extremo Oriente, todo lo que es de orden esotérico o iniciático, en el grado que sea, concierne necesariamente al Taoísmo; pero lo que es bastante curioso, a pesar de todo, es que los mismos que en las “sociedades secretas” han descubierto cierta influencia taoísta no han podido ir más allá y no han sacado de ello ninguna consecuencia importante. Advirtiendo al mismo tiempo la presencia de otros elementos, y especialmente de elementos búdicos, se han apresurado a pronunciar a este respecto la palabra “sincretismo”, sin imaginar que lo que ésta designa es algo completamente contrario, por una parte, al espíritu eminentemente “sintético” de la raza china, y también, por otra, al espíritu iniciático del que procede evidentemente aquello de que se trata, aun si sólo son, en este aspecto, formas bastante alejadas del centro (8). Por supuesto, no queremos decir que todos los miembros de estas organizaciones relativamente exteriores hayan de tener conciencia de la unidad fundamental de todas las tradiciones; pero esa conciencia, quienes están detrás de esas mismas organizaciones y las inspiran, la poseen forzosamente en su calidad de “hombres verdaderos” (chenn-jen), y esto es lo que, cuando las circunstancias lo hacen oportuno o ventajoso, les permite introducir en ellas elementos formales que pertenecen propiamente a otras tradiciones (9).

    A este respecto, hemos de insistir un poco en la utilización de los elementos de procedencia búdica, no tanto por ser sin duda los más numerosos, lo cual se explica fácilmente por el hecho de la gran extensión del Budismo en la China y todo el Extremo Oriente, como por que hay para esta utilización una razón de orden más profundo que la hace particularmente interesante, y sin la cual, a decir verdad, esta misma extensión del Budismo quizá no se hubiera producido. Se podrían encontrar sin dificultad múltiples ejemplos de esta utilización, pero, justo a los que por sí mismos sólo presentan una importancia en cierto modo secundaria, y que precisamente y sobre todo por su gran número, valen para llamar y retener la atención del observador exterior y apartarla, precisamente por ello, de lo que tiene carácter más esencial (10), hay al menos uno, extremadamente claro, que se refiere a algo más que meros detalles: es el empleo del símbolo del “Loto blanco” en el título mismo de la otra organización extremo-oriental que se sitúa al mismo nivel que la Tien-ti-huei (11). En efecto, Pe-lien-che o Pe-lien-tsong, nombre de una escuela búdica, y Pe-lien-kiao o Pe-lien-huei, nombre de la organización de que se trata, designan dos cosas totalmente distintas; pero, en la adopción de este nombre por parte de esta organización emanada del Taoísmo hay una especie de equívoco deliberado, así como en ciertos ritos de apariencia búdica, o también en las “leyendas” en que los monjes budistas desempeñan casi constantemente un papel más o menos importante. Se ve con bastante claridad, con un ejemplo como éste, de qué manera puede el Budismo servirle de “cobertura” al Taoísmo, y cómo, con ello, ha podido evitarle el inconveniente de exteriorizarse más de lo que hubiera convenido a una doctrina que, por propia definición, siempre ha de estar reservada a una minoría selecta. Por eso pudo el Taoísmo favorecer la difusión del Budismo en la China, sin que haya por qué invocar afinidades originales que no existen mas que en la imaginación de algunos orientalistas; y, por lo demás, pudo hacerlo tanto mejor cuanto que, desde que las partes esotérica y exotérica de la tradición extremo-oriental se habían constituido en dos ramas de doctrina tan profundamente distintas como el Taoísmo y Confucianismo, era fácil encontrar lugar entre una y otra para algo que depende de un orden, por decirlo así, intermedio. Es oportuno añadir que por ello el propio Budismo chino ha sido influido en gran medida por el Taoísmo, como lo muestra la adopción de ciertos métodos de inspiración manifiestamente taoísta por parte de alguna de sus escuelas, especialmente de la Chan (12), y también la asimilación de ciertos símbolos de procedencia no menos especialmente taoísta, como por ejemplo el de Kuan-yin; y apenas es necesario hacer notar que así se volvía mucho más apto todavía para desempeñar el papel que acabamos de indicar.

    Hay también otros elementos cuya presencia no podrían pensar en explicarla por “sincretismo” ni los más decididos partidarios de la teoría de los “préstamos”, pero que, a falta de conocimientos iniciáticos en aquellos que han querido estudiar las “sociedades secretas” chinas, han permanecido para ellos como un problema insoluble: nos referimos a aquellos por los que se establecen semejanzas, a veces sorprendentes, entre estas organizaciones y las del mismo orden pertenecientes a otras formas tradicionales. Algunos han llegado a considerar a este respecto, particularmente, la hipótesis de un origen común de la “Tríada” y la Masonería, sin por lo demás poder sostenerlo con razones muy sólidas, lo que sin duda no tiene nada de asombroso; sin embargo, no es que esta idea sea absolutamente rechazable, pero a condición de entenderla en un sentido completamente distinto de como lo han hecho, es decir, no referirla a un origen histórico más o menos lejano, sino solamente a la identidad de los principios que rigen toda iniciación, sea de Oriente o de Occidente; para tener la verdadera explicación, habría que remontarse bastante más allá de la historia, queremos decir hasta la Tradición primordial misma (13). En lo que respecta a ciertas semejanzas que parecen referirse a puntos más especiales, diremos tan solo que cosas como por ejemplo el uso del simbolismo de los números, o incluso el del simbolismo “constructivo”, no son en modo alguno particulares de tal o cual forma iniciática, sino que, por el contrario, son de las que se encuentran en todas partes con meras diferencias de adaptación, porque se refieren a ciencias o artes que existen igualmente y con el mismo carácter “sagrado” en todas las tradiciones; así pues, pertenecen realmente al campo de la iniciación en general, y por consiguiente, en lo que respecta al Extremo Oriente, pertenecen propiamente al campo del Taoísmo; si bien los elementos adventicios, búdicos u otros, son más bien una “máscara”, aquellos, muy al contrario, forman parte verdaderamente de lo esencial.

    Cuando aquí hablamos del Taoísmo, y cuando decimos que tales o cuales cosas son de su incumbencia, lo cual es el caso de la mayoría de las consideraciones que hemos de expresar en este estudio, hay que precisar que esto debe entenderse con respecto al estado actual de la tradición extremo-oriental, pues algunas mentes demasiado inclinadas a considerar todo “históricamente” podrían ser tentadas a concluir de ello que se trata de concepciones que no se encuentran con anterioridad a la formación de lo que propiamente se llama el Taoísmo, cuando, muy al contrario, se encuentran constantemente en todo lo que de la tradición china se conoce desde la mas lejana época a que sea posible remontarse, es decir, en suma, desde la época de Fo-hi. Y es que, en realidad, el Taoísmo no ha “innovado” nada en el campo esotérico e iniciático, así como tampoco, por otra parte, el Confucianismo en el campo exotérico y social; uno y otro, cada uno en su orden, son tan sólo “readaptaciones” necesitadas por condiciones que hacían que la tradición, en su forma primera, ya no fuese comprendida íntegramente (14). Desde aquel entonces, una parte de la tradición anterior entraba en el Taoísmo y otra en el Confucianismo, y tal estado de cosas es el que ha subsistido hasta nuestros días; referir determinadas concepciones al Taoísmo y otras al Confucianismo, no es en modo alguno atribuirlas a algo más o menos comparable a lo que los occidentales llamarían “sistemas”, y, en el fondo, no es otra cosa que decir que pertenecen respectivamente a la parte esotérica y a la exotérica de la tradición extremo-oriental.

     

    No volveremos a hablar especialmente de la Tien-ti-huei, salvo cuando convenga precisar algunos puntos particulares, pues no es eso lo que nos proponemos; pero lo que diremos a lo largo de nuestro estudio, además de su alcance mucho más general, mostrará implícitamente en qué principios se apoya esta organización, en virtud de su propio título, y permitirá comprender por ello cómo, pese a su exterioridad, tiene un carácter iniciático que asegura a sus miembros una participación, al menos virtual, en la tradición taoísta. En efecto, el papel asignado al hombre como tercer término de la Tríada es propiamente, en cierto nivel, el de “hombre verdadero” (chenn-jen), y, en otro nivel, el de “hombre transcendente” (shun-jen), indicando así los fines respectivos de los “pequeños misterios” y los “grandes misterios”, es decir, los propios de toda iniciación. Sin duda, esta organización por sí misma no es de las que permiten lograrlo efectivamente; pero al menos puede preparar para ello, por lejanamente que sea, a aquellos que están “cualificados”, y constituye así uno de los “atrios” que pueden darles acceso a la jerarquía taoísta, cuyos grados no son otros que los de la realización iniciática misma.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII.

     

    (2). Se encontrarán detalles sobre la organización de que se trata, su ritual y sus símbolos (particularmente los símbolos numéricos de que hace uso), en la obra de B. Favre Les Sociétés secrétes en Chine; esta obra está escrita desde un punto de vista profano, pero el autor, por lo menos, ha entrevisto algunas cosas que suelen escapárseles a los sinólogos, y si bien dista mucho de haber resuelto todas las cuestiones planteadas a este respecto, tiene el mérito, no obstante, de haberlas planteado bastante claramente. Véase también, por otra parte, Matgioi, La Voie rationnelle, cap. VII.

     

    (3). Aperçus sur l’Initiation, cap. XII.

     

    (4). Hay que señalar que jen significa a la vez “hombre” y “humanidad”; y además, desde el punto de vista de las aplicaciones en el orden social, es la “solidaridad” de la raza, cuya realización práctica es uno de los fines contingentes que se propone la organización de que se trata.

     

    (5). Particularmente los “Tres Ríos” (San-ho) y los “Tres Puntos” (San-tien); el uso de este último vocablo es evidentemente uno de los motivos por los cuales algunos se han visto inducidos a buscar relaciones entre la “Tríada” y las organizaciones iniciáticas occidentales como la Masonería y el Compagnonnage.

     

    (6). Esta distinción esencial nunca habrán de perderla de vista quienes quieran consultar el libro de B. Favre, ya citado, en el que desgraciadamente es ignorada, de suerte que el autor parece considerar todas estas apelaciones como pura y simplemente equivalentes; de hecho, la mayoría de los detalles que da respecto a la “Tríada” sólo conciernen realmente a una de sus emanaciones, la Hong-huei; en particular es solamente ésta, y en modo alguno la propia Tien-ti-huei, la que puede no haberse fundado más que a fines del siglo XVII o comienzos del XVIII, es decir, en fecha recientísima a fin de cuentas.

     

    (7). Véase Aperçus sur l’Initiation, cap. XII y XLVI.

     

    (8). Cf. Aperçus sur l’Initiation, cap. VI.

     

    (9). Incluidas, a veces, hasta las más completamente ajenas a Extremo Oriente, como el Cristianismo, como puede verse en el caso de la asociación “Gran Paz” o Tai-ping, una de las emanaciones recientes de la Pe-lien-huei que enseguida mencionaremos.

     

    (10). La idea del pretendido “sincretismo” de las “sociedades secretas” chinas es un caso particular del resultado obtenido por este medio, cuando el observador desde el exterior resulta ser un occidental moderno.

     

    (11). Decimos “la otra” porque efectivamente sólo hay dos, no siendo en realidad, todas las asociaciones conocidas exteriormente, sino ramas o emanaciones de una u otra.

     

    (12). Transcripción china de la palabra sánscrita Dhyâna, “contemplación”; esta escuela es conocida más corrientemente con la designación de Zen, forma japonesa de la misma palabra.

     

    (13). Es cierto que la iniciación como tal no se hizo necesaria sino a partir de cierto período del ciclo de la humanidad terrenal, y a consecuencia de la degeneración espiritual de su mayoría; pero todo cuanto implica constituía anteriormente la parte superior de la Tradición primordial, del mismo modo que, analógicamente y con respecto a un ciclo mucho más limitado en el tiempo y el espacio, todo cuanto está implicado en el Taoísmo constituía primeramente la parte superior de la tradición una que existía en Extremo Oriente antes de la separación de sus dos aspectos esotérico y exotérico.

     

    (14). Se sabe que la constitución de estas dos distintas ramas de la tradición extremo-oriental se remonta al siglo VI antes de la cristiana, época en la que vivieron Lao-tsé y Confucio.

     

    Capítulo I: TERNARIO Y TRINIDAD

     

    Antes de abordar el estudio de la Tríada extremo-oriental, conviene ponerse en guardia cuidadosamente contra las confusiones y falsas asimilaciones que están en boga en Occidente, y que provienen sobre todo de que en todo ternario tradicional, cualquiera que sea, se quiere encontrar un equivalente más o menos exacto de la Trinidad cristiana. Tal error no es cosa tan sólo de teólogos, que aún serían excusables de querer reducirlo todo a su punto de vista especial; lo más singular es que lo comete incluso gente ajena y aún hostil a toda religión, incluido el Cristianismo, pero que, a causa del medio en que viven lo conocen, a pesar de todo, más que a las otras formas tradicionales (lo cual, por otra parte, no quiere decir que lo comprendan mucho mejor en el fondo, y, a causa de esto, más o menos inconscientemente, hacen de él una especie de término de comparación al que tratan de reducir todo el resto. Entre todos los ejemplos que de tales asimilaciones abusivas se podrían dar, uno de los que más frecuentemente se encuentra es el que concierne a la Trimûrti hindú, a la que incluso se da corrientemente el nombre de “Trinidad”, que, por el contrario, para evitar todo equívoco, es indispensable reservar exclusivamente para el concepto cristiano que siempre ha estado destinado a designar propiamente.

     

    En realidad, en ambos casos, se trata muy evidentemente de un conjunto de tres aspectos divinos, pero ahí se termina toda la semejanza; como estos aspectos, en modo alguno son los mismos por una y por otra parte, y su distinción no responde de ningún modo al mismo punto de vista, es completamente imposible hacer corresponder respectivamente los tres términos de uno de estos dos ternarios con los del otro (1).

     

    En efecto, la primera condición para que se pueda pensar en asimilar más o menos completamente los ternarios que pertenecen a formas tradicionales diferentes, es la posibilidad de establecer válidamente entre ellos una correspondencia término a término; dicho de otro modo, es preciso que sus términos estén entre sí realmente en relación equivalente o similar. Además, esta condición no es suficiente para permitir que se identifiquen pura y simplemente ambos ternarios, pues puede darse que haya correspondencia entre ternarios que, aunque podría decirse que son del mismo tipo, se sitúan sin embargo a niveles diferentes, sea en el orden principial, sea en el orden de la manifestación o sea, incluso, respectivamente en uno y en otro. Naturalmente, también puede ser esto así con ternarios considerados por una misma tradición; pero, en tal caso, es más fácil desconfiar de una identificación errónea, pues ni que decir tiene que esos ternarios no han de tener entre ellos repeticiones innecesarias, mientras que cuando se trata de tradiciones distintas, más bien se está tentado, en cuanto las apariencias se prestan a ello, a establecer equivalencias que pueden ser injustificadas en el fondo. Sea lo que fuere, el error nunca es tan grave como cuando consiste en identificar ternarios que no tienen en común más que el mero hecho de ser precisamente ternarios, es decir, conjuntos de tres términos, y en los que estos tres términos están en relaciones completamente diferentes entre sí; así pues, para saber lo que hay, se ha de determinar primero con qué tipo de ternario nos las habemos en cada caso, antes incluso de buscar a qué orden de realidad se refiere; si dos ternarios son del mismo tipo, habrá correspondencia entre ellos, y, si además se sitúan en el mismo orden o más precisamente en el mismo nivel, entonces podrá haber identidad, si el punto de vista al que responden, o por lo menos equivalencia si ese punto de vista es más o menos diferente. Es ante todo por no hacer las distinciones esenciales entre los diferentes tipos de ternarios por lo que se llega a todo tipo de asociaciones quiméricas y sin el menor alcance real, como aquellas en las que se complacen especialmente los ocultistas, a quienes basta encontrar en alguna parte un grupo de tres términos cualesquiera para que se apresuren a ponerlos en correspondencia con los demás grupos que se encuentren en otras partes y contienen el mismo número de términos; sus obras están llenas de cuadros constituidos de tal manera, y algunos de ellos son verdaderos prodigios de incoherencia y confusión (2).

     

    Como veremos de forma más completa a continuación, la Tríada extremo-oriental pertenece al género de ternarios que se han formado de dos términos complementarios y un tercer término que es el producto de la unión de los dos primeros, o, si se quiere, de su acción y reacción reciproca; si se toman para símbolos imágenes sacadas del ámbito humano, los tres términos de tal ternario podrán representarse, pues, de manera general, como el Padre la Madre y el Hijo (3). Ahora bien, es manifiestamente imposible hacer corresponder estos tres términos a los de la Trinidad cristiana, en la que los dos primeros en modo alguno son complementarios y en cierto modo simétricos, sino que por el contrario el segundo se deriva del primero solo; en cuanto al tercero, aunque procede de los otros dos, tal procesión no se concibe en modo alguno como una generación o una filiación, sino que constituye otra relación esencialmente diferente de aquélla, independientemente de cómo se quiera tratar de definirla, lo cual no hemos de examinar más precisamente aquí. Lo que puede ocasionar algún equivoco es que también aquí dos de los términos se designan como Padre e Hijo; pero, en primer lugar, el Hijo es el segundo término y no ya el tercero, y, después, el tercer término no puede corresponder de ningún modo a la Madre, aunque sólo fuese, aun a falta de cualquier otra razón, porque viene después del Hijo y no antes de él. Es verdad que ciertas sectas cristianas más o menos heterodoxas pretendieron hacer femenino al Espíritu Santo, y por ello, a menudo quisieron atribuirle precisamente un carácter comparable al de la Madre; pero es muy probable que, en esto, fuesen influidos por una falsa asimilación de la Trinidad con algún ternario del tipo del que acabamos de hablar, lo que mostraría que los errores de esta clase no son exclusivamente propios de los modernos. Por lo demás, y para atenernos a esta sola consideración, el carácter femenino así atribuido al Espíritu Santo no concuerda de ningún modo con el papel, por el contrario esencialmente masculino y “paternal”, que indiscutiblemente es el suyo en la generación de Cristo; y esta observación es importante para nosotros, porque precisamente ahí, y no en la concepción de la Trinidad, podemos encontrar en el Cristianismo algo que en cierto sentido, y con todas las reservas que siempre exige la diferencia de los puntos de vista, corresponde a los ternarios del tipo de la Tríada extremo-oriental (4).

     

    En efecto, la “operación del Espíritu Santo”, en la generación del Cristo, corresponde propiamente a la actividad “no-actuante” de Purusha, o el “Cielo” según el lenguaje de la tradición extremo-oriental; la Virgen, por otra parte, es una perfecta imagen de Prakriti, que la misma tradición designa como la “Tierra” (5); y, en cuanto al propio Cristo, es todavía más evidentemente idéntico al “Hombre Universal” (6). Así, si se quiere encontrar una concordancia, habrá que decir, empleando los términos de la teología cristiana, que la Tríada no se refiere a la generación del Verbo ad intra, incluída en la concepción de la Trinidad, sino a su generación ad extra, es decir, según la tradición hindú, al nacimiento del Avatâra en el mundo manifestado (7). Por lo demás, esto es fácil de comprender, pues la Tríada, que parte de la consideración de Purusha y Prakriti, o de sus equivalentes, no puede efectivamente situarse sino del lado de la manifestación, cuyos primeros términos son los dos polos (8); y podría decirse que la llena toda entera, pues, como se verá a continuación, el Hombre aparece en ella verdaderamente como síntesis de los “diez mil seres”, es decir, de todo cuanto está contenido en la totalidad de la Existencia universal.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Entre los diferentes ternarios que considera la tradición hindú, el que se podría aproximar más válidamente a la Trinidad cristiana en ciertos aspectos, bien que el punto de vista sea naturalmente muy diferente, es el de Sat-Chit-Ananda (ver L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XIV).

     

    (2). Lo que decimos aquí a propósito de los grupos de tres términos se aplica también a aquellos que contienen otro número, y que son frecuentemente asociados de la misma manera arbitraria, simplemente porque el número de sus términos es el mismo, y sin que la naturaleza real de esos términos sea tomada en consideración. Hay igualmente quienes, para descubrir correspondencias imaginarias, llegan hasta a fabricar artificialmente agrupamientos que no tienen tradicionalmente ningún sentido: un ejemplo típico de esta clase es el de Malfatti de Montereggio, que, en su Matesis, habiendo reuniendo los nombres de diez principios muy heterogéneos tomados aquí y allá en la tradición hindú, ha creído encontrar ahí un equivalente de las diez Sefirot de la Kábala hebrea.

     

    (3). A ese mismo género de ternarios pertenecen también las antiguas tríadas egipcias, de las cuales la más conocida es la de Osiris, Isis y Horus.

     

    (4). Señalemos de pasada que es un error cuando parece creerse generalmente que la tradición cristiana no considera ningún ternario distinto a la Trinidad; por el contrario, se podrían encontrar muchos otros, y tenemos aquí uno de los ejemplos más importantes.

     

    (5). Esto se manifiesta particularmente en la figuración simbólica de las "Vírgenes negras", siendo aquí el color negro el símbolo de la indistinción y de la materia prima.

     

    (6). Recordaremos una vez más, a este propósito, que no pretendemos en modo alguno el contestar la "historicidad" de ciertos hechos como tales, sino que, muy al contrario, consideramos los hechos históricos mismos como símbolos de una realidad de orden más elevado, y que es solamente a este título que tienen para nosotros algún interés.

     

    (7). La madre del Avâtara es Mâyâ, que es la misma que Prakriti; no insistiremos sobre la aproximación que algunos han querido hacer entre los nombres de Mâyâ y María, y no lo señalamos sino a título de simple curiosidad.

     

    (8). Ver L´homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XIV.

     

    Capítulo II: DIFERENTES GÉNEROS DE TERNARIOS

     

    Lo que acabamos de decir determina ya el sentido de la Tríada, al propio tiempo que muestra la necesidad de establecer una distinción clara entre los ternarios de diferentes géneros; a decir verdad, estos géneros pueden multiplicarse, pues es evidente que tres términos pueden agruparse según muy diversos aspectos, pero insistiremos tan sólo en los dos principales, no solamente porque son los que presentan el carácter más general, sino también porque se refieren más directamente al objeto de nuestro estudio; y, además, las observaciones que vamos a tener que hacer a este respecto nos permitirán alejar ya desde ahora el error grosero de quienes han pretendido encontrar un “dualismo” en la tradición extremo-oriental. Uno de estos dos géneros es aquel en el cual el ternario está constituido por un principio primero (al menos en sentido relativo) del que derivan dos términos opuestos, o más bien complementarios, pues precisamente donde la oposición está en las apariencias y tiene su razón de ser en cierto nivel o cierto campo, el complementarismo siempre responde a un punto de vista más profundo, y por consiguiente más verdaderamente conforme a la naturaleza real de aquello de que se trata; un ternario tal podrá ser representado por un triángulo cuya cúspide está situada arriba (figura 1). El otro género es aquel en el que el ternario está formado, como hemos dicho anteriormente, por dos términos complementarios y por su producto o su resultante y a este género pertenece la Tríada extremo-oriental; este ternario, a la inversa del precedente, podrá representarse por un triángulo cuya base, por el contrario, está situada en lo alto (fig. 2)(1). Si se comparan estos dos triángulos, el segundo aparece en cierto modo como reflejo del primero, lo que indica que entre los ternarios correspondientes hay analogía en el verdadero significado de la palabra, es decir, que ha de aplicarse en sentido inverso; y, en efecto, si se parte de la consideración de los dos términos complementarios, entre los cuáles hay necesariamente simetría, se ve que el ternario, en el primer caso, se completa por el principio de ambos, y en el segundo, en cambio, por su resultante, de tal manera que los dos complementarios están respectivamente después y antes del término que, al ser de otro orden, se encuentra por decirlo así como aislado con respecto a ellos (2); y es evidente que en todos los casos es la consideración de este tercer termino lo que da todo su significado al ternario como tal.

     

     

    Ahora, lo que hay que comprender bien, antes de ir más lejos, es que en una doctrina cualquiera, no podría haber “dualismo” más que si dos términos opuestos o complementarios (y entonces serían más bien concebidos como opuestos) fuesen, en primer lugar, planteados y considerados en ella como últimos e irreductibles, sin ninguna derivación de un principio común, lo que excluye evidentemente la consideración de todo ternario del primer género; en tal ternario, pues, sólo podrían encontrarse ternarios del segundo género, y puesto que éstos, como ya hemos indicado, nunca pueden referirse más que al ámbito de la manifestación, se ve de inmediato con ello que todo “dualismo” es necesariamente, al propio tiempo, un “naturalismo”. Pero el hecho de reconocer la existencia de una dualidad y situarla en el lugar que le conviene realmente no constituye en modo alguno un “dualismo”, puesto que los dos términos de esa dualidad proceden de un principio único, que como tal pertenece a un orden superior de realidad; y así es, ante todo, en lo que concierne a la primera de todas las dualidades, la de Esencia y Substancia universal, surgidas de una polarización del Ser o Unidad principial, y entre las cuáles se produce toda manifestación. Los dos términos de esta primera dualidad son designados como Purusha y Prakriti en la tradición hindú, y como Cielo (Tien) y Tierra (Ti) en la tradición extremo-oriental; pero ni una ni otra, como tampoco por lo demás ninguna tradición ortodoxa, al considerarlas, pierden de vista el principio superior del que derivan. En otras ocasiones hemos expuesto ampliamente lo que, en este sentido, concierne a la tradición hindú; en cuanto a la tradición extremo-oriental, considera no menos explícitamente como principio común del Cielo y de la Tierra (3), lo que ella denomina el “Gran Extremo” (Tai-ki), en el cual están indisolublemente unidos, en estado “indiviso” e “indistinguido” (4), anteriormente a toda diferenciación (5), y que es el Ser puro, identificado como tal con la “Gran Unidad” (Tai-i) (6). Además, el propio Tai-ki, el Ser o la Unidad transcendente, presupone otro principio, Wu-ki, el No-Ser o Cero metafísico (7); pero éste no puede entrar con nada, sea lo que sea, en una relación tal que él sea el primer término de un ternario cualquiera, puesto que cualquier relación de este tipo no es posible más que a partir de la afirmación del Ser o la Unidad (8). Así, en definitiva, se tiene en primer lugar un ternario del primer genero, formado por Tai-ki, Tien y Ti, y luego solamente un ternario del segundo género, formado por Tien, Ti y Jen, que es el que se ha dado en llamar la “Gran Tríada”; en estas condiciones, es perfectamente incomprensible que algunos hayan podido atribuir un carácter “dualista” a la tradición extremo-oriental.

     

    La consideración de dos ternarios como aquellos de los que acabamos de hablar, que tienen en común los dos principios complementarios el uno del otro, nos conduce también a otras observaciones importantes: los dos triángulos inversos que los representan respectivamente se puede considerar que tienen la misma base, y, si se los figura unidos por esa base común, se ve en primer lugar que el conjunto de los dos ternarios forma un cuaternario, puesto que, como dos términos son los mismos en uno y otro, en total no hay más que cuatro términos distintos, y, en segundo lugar, que el último término de ese cuaternario, como se sitúa en la vertical surgida del primero y simétricamente a éste con respecto a la base, aparece como reflejo de este primer término, siendo representado el plano de reflexión por la propia base, es decir, no siendo sino el plano medio en el que se sitúan los dos términos complementarios surgidos del primer término y que producen el último (figura 3) (9).

    Esto es fácil de comprender en el fondo, pues, por una parte, los dos complementarios están contenidos principialmente en el primer término, de manera que sus naturalezas respectivas, incluso cuando parecen contrarias, no son en realidad sino el resultado de una diferenciación de la naturaleza de éste; y, por otra parte, el último término, al ser el producto de los dos complementarios, participa de uno y de otro a la vez, lo que equivale a decir que, en cierta forma, reúne en sí sus dos naturalezas, de modo que es aquí, a su nivel, como una imagen del primer término; y esta consideración nos lleva a precisar aún más la relación de los diversos términos entre sí.

    Acabamos de ver que los dos términos extremos del cuaternario, que al mismo tiempo son respectivamente el primer término del primer ternario y el último del segundo, son ambos, por su naturaleza, intermediarios en cierto modo entre los otros dos, aunque por una razón inversa: en ambos casos, unen y concilian en sí los elementos del complementarismo, pero uno en cuanto principio, y otro en cuanto resultante. Para hacer sensible ese carácter intermedio, se pueden representar los términos de cada ternario según una disposición lineal (10): en el primer caso, el primer término se sitúa entonces en el medio de la línea que une los otros dos, a los que da origen simultáneo por un movimiento centrífugo dirigido en ambos sentidos y que constituye lo que se puede llamar su polarización (fig.4); en el segundo caso, los dos términos complementarios producen, por un movimiento centrípeto partiendo a la vez de uno y de otro, una resultante que es el último término, y que se sitúa igualmente en el medio de la línea que los une (fig. 5); así pues, el

    principio y la resultante ocupan una posición central respecto de los dos complementarios, y esto hay que retenerlo particularmente con vistas a las consideraciones que seguirán.

     

     

    Hay que añadir también lo siguiente: dos términos contrarios o complementarios (y que, en el fondo, siempre son más bien complementarios que contrarios en su realidad esencial) pueden estar, según los casos, en oposición horizontal (oposición de derecha e izquierda) o en oposición vertical (oposición de arriba y abajo), tal como ya hemos indicado en otra parte (11). La oposición horizontal es la de dos términos que, situándose en un mismo grado de realidad, son simétricos, podría decirse, en todos los aspectos; la oposición vertical, por el contrario, indica jerarquización entre los dos términos, que, aunque siendo todavía simétricos en cuanto complementarios, son tales, sin embargo, que uno ha de ser considerado como superior y el otro como inferior. Es importante señalar que, en este último caso, no se puede situar entre los dos complementarios, o en el medio de la línea que los une, el primer término de un ternario del primer género, sino tan sólo el tercer término de un ternario del segundo género, pues el principio no puede en modo alguno encontrarse en un nivel inferior al de uno de los dos términos que de él han salido, sino que es necesariamente superior a ambos, mientras que la resultante, por el contrario, es verdaderamente intermediaria en este mismo aspecto; y éste ultimo caso es el de la Tríada extremo-oriental, que, así, puede disponerse según una línea vertical (figura 6) (12). En efecto, la Esencia y la Substancia universales son respectivamente el polo superior y el polo inferior de la manifestación, y se puede decir que una está propiamente encima y la otra debajo de toda existencia; por lo demás, cuando se las designa como Cielo y Tierra, ello se traduce incluso, de manera muy exacta, en las apariencias sensibles que les sirven de símbolos (13). La manifestación, pues, se sitúa totalmente entre estos dos polos; y lo mismo sucede naturalmente con el Hombre, que no solamente forma parte de esa manifestación, sino que constituye simbólicamente su centro mismo y, por este motivo, la sintetiza en su totalidad. Así, el Hombre, situado entre Cielo y Tierra, ha de ser considerado primeramente como el producto o resultante de sus influencias recíprocas; pero luego, por la doble naturaleza que posee de los dos, se convierte en el termino medio o “mediador” que los une y que, por decirlo así, según un simbolismo sobre el que volveremos, es el “puente” que va de uno a otro; se pueden expresar estos dos puntos de vista por una simple modificación del orden en el que se enumeran los términos de la Tríada: si se enuncia ésta en el orden “Cielo, Tierra, Hombre”, el Hombre aparece como el Hijo del Cielo y de la Tierra; si se la enuncia en el orden “Cielo, Hombre, Tierra”, aparece como Mediador entre el Cielo y la Tierra.

     

    NOTAS:

     

    (1). Enseguida se verá por qué razón, en esta segunda figura, indicamos los tres términos por los números 2-3-4, y no por los números 1-2-3 como en la primera.

     

    (2). Es lo que precisa también, en ambas figuras, el sentido de las flechas, que va, en la primera, desde la cúspide superior hacia la base, y, en la segunda, desde la base hacia la cúspide inferior; podría decirse también que el número 3 de los términos se descompone en 1+2 en el primer caso, y en 2+1 en el segundo, y aparece claramente aquí, que, si bien estos dos conjuntos son equivalentes desde el punto de vista cuantitativo, no lo son en modo alguno desde el punto de vista cualitativo.

     

    (3). Y también, por supuesto, de los términos de todas las demás dualidades más particulares, que, en suma, nunca son sino especificaciones de aquélla, de suerte que, directa e indirectamente, todas ellas derivan, en definitiva, del mismo principio.

     

    (4). Esta indistinción principial no ha de confundirse con la indistinción potencial que sólo es la de la Substancia o de la materia prima.

     

    (5). Quede bien claro que en modo alguno se trata aquí de anterioridad temporal, no de sucesión en un modo cualquiera de duración.

     

    (6). El carácter ki es el que designa literalmente la “techumbre” de un edificio; por eso Tai-i se dice simbólicamente que reside en la Estrella polar, que es efectivamente la “cumbre” del Cielo visible, y que como tal representa naturalmente la del Cosmos entero.

     

    (7). Wu-ki corresponde, en la tradición hindú, al Brahma neutro y supremo (Para-Brahma), y Tai-ki a Ishwara o al Brahma “no supremo” (Apara-Brahma).

     

    (8). Por encima de cualquier otro principio, hay aún el Tao, que, en su sentido más universal, es a la vez No-Ser y Ser, pero que además no es realmente diferente del No-Ser en cuanto este contiene al Ser, el cual es el principio primero de toda manifestación, y se polariza en Esencia y Substancia (o Cielo y Tierra) para producir efectivamente esta manifestación.

     

    (9). La figura así formada tiene ciertas propiedades geométricas bastante notables que señalaremos de pasada: los dos triángulos equiláteros opuestos por su base se inscriben en dos circunferencias iguales de las que cada una pasa por el centro de la otra; la cuerda que une sus puntos de intersección es naturalmente la base común de los dos triángulos, y los dos arcos sostenidos por esta cuerda y que limitan la parte común a ambos círculos forman la figura llamada mandorla (almendra) o vesica piscis, bien conocida en el simbolismo arquitectural y sigilario de la Edad Media. En la antigua Masonería operativa inglesa, el número total de los grados de estas dos circunferencias, o sea 360 x 2 = 720, proporcionaba la respuesta a la pregunta relativa a la longitud del cable-tow; no podemos traducir este término especial, primero porque no tiene ningún equivalente exacto en castellano, y luego porque presenta fonéticamente un doble sentido que evoca (por asimilación al árabe qabeltu) el compromiso iniciático, de suerte que expresa, podría decirse, un “lazo” en todos los sentidos de la palabra.

     

    (10). Esta figura puede considerarse resultante de la proyección de cada uno de los triángulos precedentes sobre un plano perpendicular al suyo y que pasa por su base.

     

    (11). Le Regne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XXX Trad. Castellana: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, Editorial Ayuso, Madrid, 1976. Paidós, Barcelona, 1996.

     

    (12). En esta figura representamos el término superior (el Cielo) por un círculo, y el término inferior (la Tierra) por un cuadrado, lo que, como se verá, está conforme con los datos de la tradición extremo-oriental; en cuanto al término medio (el Hombre), lo representamos por una cruz, siendo ésta, como hemos puesto en otro lugar, símbolo del “Hombre Universal” (Cf. Le Symbolisme de la Croix).

     

    (13). Por ello, la “cumbre del Cielo” (Tien-ki) es también, como indicábamos en una nota anterior, la del cosmos entero.

     

    Capítulo III: CIELO Y TIERRA

     

    “El Cielo cubre, la Tierra sostiene”: esta es la fórmula tradicional que, con extrema concisión, determina los papeles de estos dos principios complementarios, y define simbólicamente sus situaciones, superior e inferior respectivamente, con respecto a los “diez mil seres”, esto es, a todo el conjunto de la manifestación universal (1). Así se indican, por una parte, el carácter “no-actuante” de la actividad del Cielo o de Purusha, (2) y, por otra, la pasividad de la Tierra o de Prakriti, que es propiamente un “terreno” (3) o un “soporte” de manifestación (4), y que también es, como consecuencia, un plano de resistencia y detención para las fuerzas o influencias celestiales que actúan en sentido descendente. Esto, por lo demás, puede aplicarse a cualquier nivel de existencia, ya que siempre se puede considerar, en sentido relativo, que la esencia y la substancia, con respecto a cualquier estado de manifestación, son, para ese estado tomado en particular, los principios que corresponden a lo que la Esencia y la Substancia universales son para la totalidad de los estados de la manifestación. (5)

     

    En lo Universal, y vistos desde su principio común, Cielo y Tierra se asimilan respectivamente a la “perfección activa” (Khien) y a la “perfección pasiva” (Khuen); ninguna de las cuales, por lo demás, es la Perfección en el sentido absoluto, puesto que hay allí ya una distinción que forzosamente implica una limitación; vistos del lado de la manifestación, son solamente Esencia y Substancia, que, como tales, se sitúan en un menor grado de universalidad, puesto que sólo aparecen así, precisamente, con respecto a la manifestación. (6) En todos los casos, y sea cual sea el nivel en el que se las considere correlativamente, Cielo y Tierra siempre son respectivamente un principio activo y un principio pasivo, o, según uno de los simbolismos más generalmente empleados a este respecto, un principio masculino y un principio femenino, lo que es realmente el tipo mismo del complementarismo por excelencia. De ahí derivan, de manera general, todos sus demás caracteres, que en cierto modo son secundarios con respecto a aquel; no obstante, a este respecto hay que tener mucho cuidado con ciertos intercambios de atributos que podrían causar equívocos, y que por lo demás son bastante frecuentes en el simbolismo tradicional cuando se trata de relaciones entre principios complementarios; habremos de volver sobre este punto en lo que sigue, especialmente con respecto a los símbolos numéricos referidos respectivamente a Cielo y Tierra.

     

    Sabido es que, en un complementarismo cuyos dos términos son considerados como activo y pasivo el uno con respecto al otro, el término activo se simboliza generalmente por una línea vertical y el termino pasivo por una línea horizontal (7); también Cielo y Tierra son representados a veces conforme a este simbolismo. Sólo que, en este caso, las dos lineas no se atraviesan formando una cruz, como lo hacen las más de las veces, pues es evidente que el símbolo del Cielo ha de estar situado por entero encima del de la Tierra: es, pues, una perpendicular que tiene su pie en la horizontal (8), y estas dos líneas pueden ser consideradas como altura y base de un triángulo cuyos lados, que parten de la “cumbre del Cielo”, determinan efectivamente la medida de la superficie de la Tierra, esto es, delimitan el “terreno” que sirve de soporte a la manifestación (fig.7) (9).

     

    Sin embargo, la representación geométrica que más frecuentemente se encuentra en la tradición extremo-oriental es la que refiere las formas circulares al Cielo y las formas cuadradas a la Tierra, como hemos explicado ya en otra parte (10). A este respecto, solamente recordaremos que, como la marcha descendente del ciclo de la manifestación (y esto en todos los grados de mayor a menor extensión en que un ciclo tal puede ser considerado), va desde su polo superior, que es el Cielo, hasta su polo inferior que es la Tierra (o lo que los representa en un punto de vista relativo si no se trata más que de un ciclo particular), puede considerarse que parte de la forma menos “especificada” de todas, que es la esfera, para terminar en aquella que, por el contrario, es más “fijada” y que es el cubo (11); y también podría decirse que la primera de estas formas tiene un carácter eminentemente “dinámico” y la segunda un carácter eminentemente “estático”, lo que también corresponde realmente a lo activo y lo pasivo. Además, se puede relacionar en cierto modo esta representación con la precedente, considerando, en ésta, la línea horizontal como la huella de una superficie plana (cuya parte “medida” será un cuadrado (12), y la línea vertical como el radio de una superficie hemisférica, que encuentra el plano terrestre según la línea de horizonte. En efecto, en su periferia o en sus confines más alejados, esto es, en el horizonte, Cielo y Tierra se unen según las apariencias sensibles; pero hay que advertir aquí que la realidad simbolizada por estas apariencias se ha de tomar en sentido inverso, pues, por el contrario según esta realidad, se unen por el centro (13), o, si se los considera en el estado de separación relativa necesaria para que el Cosmos pueda desarrollarse entre ellos, comunican por el eje que pasa por dicho centro (14), y que precisamente los separa y los une al mismo tiempo, o que, en otros términos, mide la distancia entre Cielo y Tierra, es decir, la propia extensión del Cosmos según el sentido vertical que señala la jerarquía de los estados de la existencia manifestada, al mismo tiempo que los une a través de esta multiplicidad de estados, que a este respecto aparecen como otros tantos escalones por los que un ser en vías de regreso al Principio puede elevarse desde la Tierra hasta el Cielo (15).

    Se dice también que el Cielo, que todo lo envuelve o abarca, presenta al Cosmos una cara “ventral”, es decir interior, y la Tierra, que todo lo sostiene, le presenta una cara “dorsal”, es decir, exterior (16); es lo que puede verse fácilmente con la simple inspección de la figura adjunta, en la que Cielo y Tierra están respectivamente representados naturalmente por un círculo y un cuadrado concéntricos (fig.8). Como se verá, esta figura reproduce la forma de las monedas chinas, forma que, además, es originariamente la de ciertas tablillas rituales (17): entre el contorno circular y el vacío mediano cuadrado, la parte llena en que se inscriben los caracteres corresponde evidentemente al Cosmos, en el que se sitúan los “diez mil seres” (18), y el hecho de que esté comprendida entre dos vacíos expresa simbólicamente que lo que no está entre el Cielo y la Tierra está por ello mismo fuera de la manifestación (19). Sin embargo, hay un punto sobre el que la figura puede parecer inexacta y que corresponde, por lo demás, a un defecto necesariamente inherente a toda representación sensible: si sólo se prestase atención a las posiciones respectivas aparentes de Cielo y Tierra, o más bien de lo que las figura, pudiera parecer que el Cielo está en el exterior y la Tierra en el interior; pero es que tampoco aquí hay que olvidar el aplicar la analogía en sentido inverso: en realidad, desde todos los puntos de vista, la “interioridad” pertenece al Cielo y la “exterioridad” a la Tierra, y volveremos a encontrar esta consideración un poco más adelante. Por lo demás, incluso tomando simplemente la figura tal como es, se ve que, con respecto al Cosmos, Cielo y Tierra, precisamente porque son sus límites extremos, no tienen verdaderamente más que una sola cara, y ésta es interior para el Cielo y exterior para la Tierra; si se quisiese considerar su otra cara, habría que decir que ésta no puede existir sino con respecto al principio común en el cual se unifican, y en el que desaparece toda distinción de lo interior y lo exterior, así como toda oposición y aún todo complementarismo, para no dejar subsistir sino la “Gran Unidad”.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Hemos indicado en otra parte por qué motivo se toma el número “diez mil” para representar simbólicamente lo indefinido. (Les Principes du Calcul infinitésimal, cap. IX). Acerca del cielo que “cubre, recordaremos que un simbolismo idéntico está incluido en la palabra griega Ouranos, equivalente del sánscrito Varuna, de la raíz var “cubrir”, y también en el latino Caelum, derivado de caelare, “esconder” o “cubrir” (véase Le Roi du Monde cap. VII).

     

    (2). La “operación del Espíritu Santo” de que hablamos más arriba, se designa a veces en lenguaje teológico con el término obumbratio, que expresa en el fondo la misma idea.

     

    (3). La palabra inglesa ground traducirá aún más exacta y completamente que la palabra castellana lo que queremos decir aquí.

     

    (4). Cf. el significado etimológico de la palabra “substancia”, literalmente, “lo que está debajo”.

     

    (5). Esto nos permitirá sobre todo, más adelante, comprender cómo el papel de “mediador” puede atribuirse realmente a la vez al “hombre verdadero” y al “hombre transcendente”, mientras que, sin esta observación, parece que sólo debiera aplicarse a este último exclusivamente.

     

    (6). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXIII. El primero de los dos puntos de vista indicados aquí es propiamente cosmológico, y, más precisamente, constituye el punto de partida mismo de toda cosmología tradicional.

     

    (7). Véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XI.

     

    (8). Vamos a ver que esta perpendicular tiene además otros significados que corresponden a puntos de vista diferentes; mas por el momento no consideramos sino la representación geométrica del complementarismo del Cielo y de la Tierra.

     

    (9). La figura formada por la vertical y la horizontal así dispuesta es también un símbolo bien conocido hasta nuestros días en la Masonería anglosajona, aunque sea de los que la Masonería llamada “latina” no ha conservado. En el simbolismo constructivo en general, la vertical se representa por la perpendicular o plomada, y la horizontal por el nivel. Al mismo simbolismo corresponde también una disposición similar de las letras alif y ba del alfabeto árabe.

     

    (10). El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XX.

     

    (11). En la geometría de las tres dimensiones, la esfera corresponde naturalmente al círculo y el cubo al cuadrado.

     

    (12). Con esto hay que relacionar el hecho de que, en los símbolos de ciertos grados masónicos, la abertura del compás, cuyos brazos corresponden a los costados laterales del triángulo de la fig. 7, mide un cuarto del círculo, cuya cuerda es el lado del cuadrado inscrito.

     

    (13). Por una aplicación similar del sentido inverso, el Paraíso terrenal, que es también el punto de comunicación de Cielo y Tierra, aparece a la vez como situado en el extremo del mundo según el punto de vista “interior” (véase El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXIII).

     

    (14). Este eje se identifica naturalmente con el radio vertical de la figura precedente; pero, desde este punto de vista, dicho radio, en vez de corresponder al Cielo mismo, representa tan sólo la dirección según la cual actúa sobre la Tierra la influencia del Cielo.

     

    (15). Por eso, como veremos más adelante, el eje vertical es además la “Vía del Cielo” (Tien-Tao).

     

    (16). Esta asimilación aparecería como inmediatamente evidente en una lengua como el árabe, en la que el vientre es el-bâten y el interior el-bâtin, y la espalda es ez-zahr y el exterior ez-zâhir.

     

    (17). Sobre el valor simbólico de la moneda en las civilizaciones tradicionales en general, véase El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XVI.

     

    (18). Apenas es necesario hacer notar que los caracteres son los nombres de los seres y por consiguiente representan a éstos de manera completamente natural, sobre todo cuando se trata de una escritura ideográfica como es el caso de la lengua china.

     

    (19). La expresión Tien-hia, literalmente “bajo el Cielo”, se emplea corrientemente en chino para designar al conjunto del Cosmos.

     

    Capítulo IV: “YIN” Y “YANG

     

    En su parte propiamente cosmológica, la tradición oriental atribuye capital importancia a los dos principios o, si se prefiere, “categorías” que designa con los nombres de yang y yin: todo lo activo, positivo o masculino es yang, todo lo pasivo, negativo o femenino es yin. Estas dos categorías se relacionan simbólicamente con la luz y la sombra: en todo, el lado iluminado es yang, y el oscuro es yin; pero, al no ir nunca el uno sin el otro, aparecen mucho más como complementarios que no como opuestos (1). Este sentido de luz y sombra se encuentra particularmente, con su acepción literal, en la determinación de los emplazamientos geográficos (2); y el sentido más general en que estas mismas denominaciones de yang y de yin se extienden a los términos de todo complementarismo tiene innumerables aplicaciones en todas las ciencias tradicionales. (3)

     

    Conforme a lo que hemos dicho ya, es fácil comprender que yang es lo que procede de la naturaleza del Cielo, y yin lo que procede de la naturaleza de la Tierra, puesto que de este complementarismo primero de Cielo y Tierra es de donde se derivan todos los demás complementarismos más o menos particulares; y, por ello, se puede ver inmediatamente el motivo de la asimilación de estos términos a la luz y la sombra. En efecto, el aspecto yang de los seres responde a lo que en ellos hay de “esencial” o “espiritual”, y sabido es que el espíritu es identificado con la Luz por el simbolismo de todas las tradiciones; por otro lado, su aspecto yin es aquel por el cual provienen de la “substancia”, y a ésta, debido a la “ininteligibilidad” inherente a su indistinción o a su estado de pura potencialidad, se la puede definir propiamente como la raíz oscura de toda existencia. Desde este punto de vista, cabe decir además, tomando el lenguaje aristotélico y escolástico, que yang es todo cuanto es “en acto” y yin todo cuanto es “en potencia”, o que todo ser es yang en el aspecto en que está “en acto” y yin en el aspecto en que está “en potencia”, ya que estos dos aspectos se encuentran necesariamente reunidos en todo lo manifestado.

     

    El Cielo es totalmente yang y la Tierra es totalmente yin, lo que equivale a decir que la Esencia es acto puro y la Substancia es potencia pura; pero sólo ellos lo son en estado puro, en cuanto son los dos polos de la manifestación universal; y, en todas las cosas manifestadas, el yang nunca va sin el yin, ni el yin sin el yang, puesto que su naturaleza participa a la vez del Cielo y de la Tierra (4). Si se considera especialmente a yang y yin en su aspecto de elementos masculino y femenino, se podrá decir que, a causa de esa participación, todo ser es “andrógino” en cierto sentido y medida, y que, además, lo es tanto más completamente cuanto más equilibrados están en él estos dos elementos; el carácter masculino o femenino de un ser individual (con mayor rigor, habría que decir principalmente masculino o femenino) puede considerarse, pues, que resulta del predominio de uno u otro. Naturalmente, estaría fuera de lugar proponerse desarrollar aquí todas las consecuencias que pueden extraerse de esta observación; pero basta con un poco de reflexión para entrever sin dificultad la importancia que son capaces de presentar, en particular, para todas las ciencias que se refieren al estudio del hombre individual desde los diferentes puntos de vista en que éste puede ser considerado.

     

    Antes hemos visto que la Tierra aparece por su cara “dorsal”, y el Cielo por su cara “ventral”; por eso el yin está “en el exterior”, mientras que el yang está “en el interior” (5). En otros términos, sólo las influencias terrenales, que son yin, son sensibles, y las influencias celestiales, que son yang, escapan a los sentidos y no pueden ser percibidas sino por las facultades intelectuales. Hay en ello uno de los motivos por los cuáles, en los textos tradicionales, suele nombrarse el yin antes del yang, lo que puede parecer contrario a la relación jerárquica que hay entre los principios a los que corresponden, esto es, entre Cielo y Tierra, en cuanto son el polo superior y el polo inferior de la manifestación; esta inversión del orden de los dos términos complementarios es característica de cierto punto de vista cosmológico, que es también el del Sânkhya hindú, en el que Prakriti figura asimismo al comienzo de la enumeración de los tattwas y Purusha al final. Este punto de vista, en efecto, procede en cierto modo “remontando”, del mismo modo que la construcción de un edificio empieza por la base y se termina en la cúspide; parte de lo más inmediatamente perceptible para ir hacia lo más oculto, es decir, que va desde lo exterior hasta lo interior, o de lo yin a lo yang; en eso, es inverso al punto de vista metafísico, que, partiendo del principio para ir a las consecuencias, va, por el contrario, del interior al exterior; y esta consideración del sentido inverso muestra bien que estos dos puntos de vista corresponden propiamente a dos grados distintos de realidad. Por lo demás, hemos visto en otra parte que, en el desarrollo del proceso cosmogónico, las tinieblas, identificadas con el caos, están “en el comienzo”, y la luz, que ordena ese caos para sacar de él el Cosmos, está “después de las tinieblas” (6); eso equivale también a decir que, en este aspecto, el yin está efectivamente antes del yang. (7)

     

    Yang y yin, considerados por separado uno de otro, tienen por símbolos lineales lo que se llaman las “dos determinaciones” (eul-i), esto es, el trazo entero y el trazo partido, que son los elementos de los trigramas y hexagramas del Yi-King, de tal suerte que éstos representan todas las combinaciones posibles de estos dos términos, combinaciones que constituyen la integridad del mundo manifestado. Los hexagramas primero y último, que son Khien y Khuen (8), están formados respectivamente por seis trazos enteros y seis trazos partidos; representan, pues, la plenitud del yang, que se identifica con el Cielo, y la del yin, que se identifica con la Tierra; y todos los demás hexagramas, en los que yang y yin se mezclan en proporciones diversas, se sitúan entre estos dos extremos y corresponden así al desarrollo de toda la manifestación.

     

    Por otra parte, estos dos mismos términos yang y yin, cuando están unidos, se representan por el símbolo que por este motivo se llama yin-yang (fig. 9) (9), y que ya hemos estudiado en otra parte desde el punto de vista en que representa más particularmente el “circulo del destino individual” (10). Conforme el simbolismo de la luz y la sombra, la parte clara de la figura es yang y su parte oscura es yin; y los puntos centrales, oscuro en la parte clara y claro en la parte oscura, recuerdan que, en realidad, yang y yin nunca van el uno sin el otro. En cuanto el yang y el yin están distinguidos ya, aunque estando unidos (y en eso es propiamente yin-yang la figura); es el símbolo del “Andrógino” primordial, puesto que sus elementos son los dos principios, masculino y femenino; también, según otro simbolismo tradicional más general todavía, es el “Huevo del Mundo”, cuyas dos mitades, cuando se separen, serán respectivamente el Cielo y la Tierra (11). Por otro lado, la misma figura, si se considera que forma un todo indivisible (12), lo que corresponde al punto de vista principial, se convierte en el símbolo de tai-ki, que así aparece como la síntesis del yin y el yang, pero a condición de que se precise bien que, como esa síntesis es la Unidad primera, es anterior a la diferenciación de sus elementos y, por consiguiente, absolutamente independiente de éstas; de hecho, no puede tratarse propiamente de yin y yang sino con respecto al mundo manifestado, que, como tal, procede por completo de las “dos determinaciones”. Estos dos puntos de vista según los cuáles puede ser considerado el símbolo se resumen en la siguiente fórmula: “Los diez mil seres son producidos (tsao) por Tai-i (que es idéntico a Tai-ki), modificados (hua) por yin-yang” pues todos los seres provienen de la Unidad principial (13), pero sus modificaciones en el “devenir” se deben a las acciones y reacciones reciprocas de las “dos determinaciones”.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). No habrá, pues, que interpretar aquí esta distinción de la luz y la sombra en términos de “bien” y “mal” como se hace a veces en otras partes, por ejemplo en el Mazdeísmo.

     

    (2). Puede parecer extraño, a primera vista, que el lado yang sea la vertiente sur de una montaña, pero el lado norte de un valle o la orilla norte de un río (siendo naturalmente el lado yin siempre el lado opuesto a aquél); pero basta considerar la dirección de los rayos solares, que vienen del Sur, para darse cuenta de que efectivamente, en todos los casos, es el lado iluminado el que se designa así como yang.

     

    (3). La medicina tradicional china, en particular, se basa totalmente, por decirlo así, en la distinción del yang y el yin: toda enfermedad se debe a un estado de desequilibrio, es decir, a un exceso de uno de estos dos términos con respecto al otro; hay, pues, que reforzar este último para restablecer el equilibrio, y se alcanza así la enfermedad en la causa misma, en vez de limitarse a tratar síntomas más o menos exteriores y superficiales como hace la medicina profana de los occidentales modernos.

     

    (4). Por eso, según una fórmula masónica, el iniciado ha de saber “descubrir la luz en las tinieblas (el yang en el yin) y las tinieblas en la luz (el yin en el yang).

     

    (5). Expresada de esta forma, la cosa es inmediatamente comprensible para la mentalidad extremo-oriental; pero hemos de reconocer que, sin las explicaciones que a este respecto hemos dado anteriormente, el vínculo así establecido entre las dos proposiciones podría confundir singularmente a la lógica especial del occidental.

     

    (6). Aperçus sur l’Initiation, cap. XI, VI.

     

    (7). Se puede encontrar algo análogo a eso en el hecho de que, según el simbolismo del encadenamiento de los ciclos, los estados inferiores de la existencia aparecen como antecedentes con respecto a los estados superiores, por eso la tradición hindú representa a los Asuras como anteriores a los Dêvas, y por otra parte describe la sucesión cosmogónica de los tres gunas efectuándose en el orden tamas, rajas y sattwa, luego yendo de la oscuridad a la luz (véase Le Symbolisme de la Croix, cap. V, y también L’Esotérisme de Dante, cap. VI).

     

    (8). Así como también el primero y el último de los ocho trigramas (kua), que comprenden semejantemente tres trazos enteros y tres partidos; cada hexagrama está formado por la superposición de dos trigramas semejantes o diferentes, lo que en total da sesenta y cuatro combinaciones.

     

    (9). Esta figura está situada habitualmente en el centro de los ocho trigramas dispuestos circularmente.

     

    (10). Le Symbolisme de la Croix, cap. XXII. A este respecto, la parte yin y la parte yang representan respectivamente la huella de los estados inferiores y el reflejo de los estados superiores con respecto a un estado de existencia dado, como el estado individual humano, lo que concuerda estrictamente con lo que indicábamos hace un momento sobre la relación del encadenamiento de los ciclos con la consideración del yin como anterior al yang.

     

    (11). La figura considerada plana corresponde a la sección diametral del “Huevo del Mundo”, al nivel del estado de existencia con respecto al cual se considera el conjunto de la manifestación.

     

    (12). Las dos mitades están delimitadas por una línea sinuosa, que indica una interpenetración de los dos elementos, mientras que si lo fuesen por un diámetro se podría ver en ellas una simple yuxtaposición. Es de observar que esta línea sinuosa está formada por dos semicircunferencias cuyo radio es la mitad del de la circunferencia que forma el contorno de la figura, y cuya longitud total, por consiguiente, es igual a la mitad de la de esta circunferencia, de suerte que cada una de las dos mitades de la figura está rodeada por una línea igual en longitud a la que rodea la figura total.

     

    (13). Tai-i es el Tao “con nombre”, que es “la madre de los diez mil seres” (Tao-te-king cap. I). El Tao “sin nombre” es el No-Ser, y el Tao “con nombre” es el Ser: “Si hay que dar un nombre al Tao (aunque no pueda realmente ser nombrado), se le llamará (como equivalente aproximado) la Gran Unidad”.

     

    Capítulo V: LA DOBLE ESPIRAL

     

    Pensamos que no carece de interés hacer aquí una digresión, al menos aparente, acerca de un símbolo estrechamente conexo con el del yin-yang: la doble espiral (fig.10), que desempeña un papel extremadamente importante en el arte tradicional de los más diversos países, y especialmente en el de la Grecia arcaica (1). Como muy acertadamente se ha dicho, esta doble espiral, que puede considerarse como la proyección plana de los dos hemisferios del Andrógino, ofrece la imagen del ritmo alterno de evolución e involución, de nacimiento y muerte; en una palabra: representa la manifestación en su doble aspecto” (2). Esta figuración, además, puede considerarse a la vez en sentido “macrocósmico” y en sentido “microcósmico”: a causa de su analogía, siempre puede pasarse de uno a otro de estos puntos de vista por una conveniente transposición; pero aquí nos referimos directamente sobre todo al primero, pues los paralelos más notables se presentan con respecto al simbolismo del “Huevo del Mundo”, al que hemos aludido ya acerca del yin-yang. Desde este punto de vista, cabe considerar las dos espirales como indicación de una fuerza cósmica que actúa en sentido inverso en los dos hemisferios, que, en su aplicación más extendida, son naturalmente las dos mitades del “Huevo del Mundo”, siendo los polos (3) los puntos alrededor de los cuáles se enrollan estas dos espirales. Se puede advertir enseguida que esto está en estrecha relación con los dos sentidos de rotación de la esvástica (fig.11), al representar éstos, en suma, la misma revolución del mundo alrededor de su eje, pero vista respectivamente desde cada uno de los dos polos (4); y, en efecto, estos dos sentidos de rotación expresan realmente la doble acción de la fuerza cósmica de que se trata, doble acción que, en el fondo, es lo mismo que la dualidad de yin y yang en todos sus aspectos.

     

    Es fácil darse cuenta de que, en el símbolo del yin-yang, las dos semicircunferencias que forman la línea que delimita interiormente las partes clara y oscura de la figura corresponden exactamente a las dos espirales, y sus puntos centrales, oscuro en la parte clara y claro en la parte oscura, corresponden a los dos polos. Esto nos conduce a la idea del “Andrógino”, como anteriormente indicábamos; y, a este respecto, recordaremos además que los dos principios yin y yang, en realidad, han de considerarse siempre como complementarios, aunque sus acciones respectivas, en los diferentes ámbitos de la manifestación, aparezcan exteriormente como contrarias. Se puede hablar, pues, bien de la doble acción de una fuerza única, como lo hacíamos hace un momento, o bien de dos fuerzas producidas por polarización de ésta y centradas en los dos polos, y que, a su vez producen, por las acciones y reacciones que resultan de su diferenciación misma, el desarrollo de las virtualidades comprendidas en el “Huevo del Mundo”, desarrollo que comprende todas las modificaciones de los “diez mil seres” (5).

     

    Es de señalar que estas dos mismas fuerzas también se representan de diferente forma, aunque equivalente en el fondo, en otros simbolismos tradicionales, particularmente por dos lineas helicoidales que se enroscan en sentido inverso uno del otro alrededor de un eje vertical, como se ve, por ejemplo, en ciertas formas del Brahma-danda o bastón brahmánico, que es una imagen del “Eje del Mundo”, y en el que ese doble enroscamiento es relacionado precisamente con las dos orientaciones contrarias de la esvástica; en el ser humano, estas dos lineas son los dos nâdis o corrientes sutiles de derecha e izquierda, o positiva y negativa (idâ y pingalâ) (6). Otra representación idéntica es la de las dos serpientes del caduceo, que además se vincula al simbolismo general de la serpiente en sus dos aspectos opuestos (7); y, a este respecto, la doble espiral también puede considerarse que representa una serpiente enroscada sobre sí misma en dos sentidos contrarios: tal serpiente es entonces una “amfisbena” (8), cuyas dos cabezas corresponden a los dos polos, y que, por sí sola, equivale al conjunto de las dos serpientes opuestas del caduceo (9).

     

    Esto en nada nos aleja de la consideración del “Huevo del Mundo”, pues éste, en diferentes tradiciones, frecuentemente se encuentra asociado al simbolismo de la serpiente; se podrá recordar aquí el Kneph egipcio, representado en forma de una serpiente que produce el huevo por su boca (imagen de la producción de la manifestación por el Verbo (10)), y también, claro está, el símbolo druídico del “huevo de serpiente” (11). Por otra parte, a la serpiente se la suele considerar como habitante de las aguas, como se ve particularmente con los Nâgas en la tradición hindú, y sobre esas mismas aguas es donde flota el “Huevo del Mundo”; pues bien, las aguas son el símbolo de las posibilidades, y el desarrollo de éstas se representa por la espiral, de donde la estrecha asociación que a veces existe entre esta última y el simbolismo de las aguas (12).

     

    Si bien el “Huevo del mundo” es así, en ciertos casos, un “Huevo de serpiente”, además, también es un “huevo de cisne” (13); queremos aludir, aquí, sobre todo al simbolismo de Hamsa, el vehículo de Brahmâ en la tradición hindú (14). Pues bien, a menudo, y en particular en las representaciones etruscas, la doble espiral tiene un pájaro encima; éste es evidentemente el mismo que Hamsa, el cisne que incuba el Brahmânda en las Aguas primordiales, y que, además, se identifica con el “espíritu” o “aliento divino” (pues Hamsa también es el “aliento”) que, según el comienzo del Génesis hebraico, “se cernía sobre la superficie de las Aguas”. Y no menos notable, además, es que, entre los Griegos, del huevo de Leda, engendrado por Zeus bajo la forma de cisne, salen los Dióscuros, Castor y Pólux, que están en correspondencia simbólica con los dos hemisferios, luego con las dos espirales que estamos considerando, y que, por consiguiente, representan su diferenciación en ese “huevo de cisne”, es decir, en suma, la división del “Huevo del Mundo” en sus dos mitades, superior e inferior (15). Por lo demás, no podemos pensar en extendernos aquí más largamente sobre el simbolismo de los Dióscuros, que, a decir verdad, es harto complejo, como el de todas las parejas similares formadas por un mortal y un inmortal, a menudo representados blanco el uno y negro el otro (16), como los dos hemisferios, uno de los cuáles está iluminado mientras que el otro está en la oscuridad. Diremos tan solo que, en el fondo, dicho simbolismo es bastante cercano al de los Dêvas y los Asuras (17), cuya oposición esta relacionada también con el doble significado de la serpiente, según se mueva en dirección ascendente o descendente alrededor de un eje vertical, o incluso enroscándose o desenroscándose sobre sí misma, como en la figura de la doble espiral (18).

     

    En los símbolos antiguos, esta doble espiral se sustituye a veces por dos conjuntos de círculos concéntricos, trazados alrededor de dos puntos que también representan los polos: son, al menos en una de sus significaciones más generales, los círculos celestiales e infernales, los segundos de los cuales son como un reflejo invertido de los primeros (19), y a los cuales corresponden precisamente los Dêvas y los Asuras. En otros términos, son los estados superiores e inferiores con respecto al ciclo actual (lo cual, en resumidas cuentas, no es sino otra forma de expresar la misma cosa, haciendo intervenir un simbolismo “sucesivo”); y esto corrobora también el significado del yin-yang considerado como proyección plana de la hélice representativa de los estados múltiples de la Existencia universal (20). Los dos símbolos son equivalentes, y uno puede ser considerado como simple modificación del otro; pero la doble espiral indica, además, la continuidad entre los ciclos; podría decirse, también, que representa las cosas bajo un aspecto “dinámico”, mientras que los círculos concéntricos las representan bajo un aspecto más bien “estático” (21).

     

    Al hablar aquí de aspecto “dinámico”, naturalmente, pensamos también en la acción de la doble fuerza cósmica, y más especialmente en su relación con las fases inversas y complementarias de toda manifestación, fases que, según la tradición extremo-oriental, se deben al predominio alterno del yin y el yang: “evolución” o desenvolvimiento, despliegue, e “involución” o envolvimiento (22), enroscamiento, o incluso “catábasis” o marcha descendente, y “anábasis” o marcha ascendente, salida a la manifestación y vuelta a la no-manifestación (23). La doble “espiración” (y se advertirá el muy significativo parentesco que hay entre la designación misma de la espiral y la del spiritus o “aliento” del que antes hablábamos en conexión con Hamsa), es la “espiración” y la “aspiración” universales, por los cuáles, según el lenguaje taoísta, se producen las “condensaciones” y las “disipaciones” que resultan de la acción alternada de los dos principios yin y yang, o, según la terminología hermética, las “coagulaciones”, y “disoluciones”: para los seres individuales son los nacimientos y muertes, lo que Aristóteles llama génesis y phthora, “generación” y “corrupción”; para los mundos, es lo que la tradición hindú designa como los días y noches de Brahmâ, Kalpa y Pralaya; y en todos los grados, tanto en el orden “macrocósmico” como en el “microcósmico”, se encuentran fases correspondientes en todo ciclo de existencia, pues son la expresión misma de la ley que rige todo el conjunto de la manifestación universal.

     

    NOTAS:

     

    (1). Algunos, conforme a las tendencias modernas, no quieren ver en ella más que un motivo simplemente “decorativo” u “ornamental”; pero olvidan o ignoran que toda “ornamentación” tiene en su origen carácter simbólico aunque, por una especie de “supervivencia”, haya podido continuar siendo empleada en épocas en que este carácter había dejado de comprenderse.

     

    (2). Elie Lebasquais, "Tradition hellénique et Art grec", en les "Etudes Traditionnelles", diciembre de 1935.

     

    (3). La doble espiral es el elemento principal de ciertos talismanes muy extendidos en los países islámicos; en una de sus formas más completas, los dos puntos de que se trata están señalados por estrellas que son los dos polos; en una vertical media que corresponde al plano de separación de los hemisferios, y respectivamente encima y debajo de la línea que une las dos espirales una con otra, están el Sol y la Luna; por último, en los cuatro ángulos hay cuatro figuras cuadrangulares que corresponden a los cuatro elementos, identificados así con los cuatro “ángulos” (arkân) o fundamentos de este mundo.

     

    (4). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. X.

     

    (5). Quienes se complacen en buscar puntos de comparación con las ciencias profanas podrían, por una aplicación de orden “microcósmico”, relacionar estas representaciones con el fenómeno de la “cariocinesis”, punto de partida de la división celular; pero quede bien claro que, por nuestra parte, no atribuimos a las relaciones de este tipo más que una importancia relativísima.

     

    (6). Véase L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XX. El “Eje del Mundo” y el eje del ser humano (representado corporalmente por la columna vertebral), a causa de su correspondencia analógica, son designados ambos por el término de Mêru-danda.

     

    (7). Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXX.

     

    (8). Cf. Le Roi du Monde, cap. III

     

    (9). Para explicar la formación del caduceo, se dice que Mercurio vio dos serpientes que peleaban (figura del caos), y que las separó (distinción de los contrarios) con una vara (determinación de un eje según el cual se ordenará el caos para convertirse en el Cosmos), alrededor de la cual se enroscaron (equilibrio de las dos fuerzas contrarias, que actúan simétricamente con respecto al “eje del Mundo”. Hay que señalar también que el caduceo (Kêrukeion), insignia de los heraldos, es considerado como atributo característico de dos funciones complementarias de Mercurio o Hermes: por una parte, la de intérprete o mensajero de los Dioses, y, por otra, la de “psicopompo”, que conduce a los seres a través de sus cambios de estados, o en los pasos de un ciclo de existencia a otro; estas dos funciones, en efecto, corresponden respectivamente a los dos sentidos, descendente y ascendente, de las corrientes representadas por las dos serpientes.

     

    (10). Cf. Aperçus sur l’Initiation, cap. XI, VII.

     

    (11). Se sabe que éste, de hecho, se representa por el erizo fósil.

     

    (12). Esta asociación la ha señalado Ananda K. Coomaraswamy en su estudio "Angel and Titan" (sobre las relaciones entre Dêvâs y Asuras). En el arte chino, la forma de la espiral aparece particularmente en la representación del “doble caos” de las aguas superiores e inferiores (es decir, de las posibilidades aformales y formales) a menudo en relación con el simbolismo del Dragón (véase Les Etats multiples de l’être, cap. XII).

     

    (13). El cisne recuerda además a la serpiente por la forma del cuello; es, pues, en ciertos aspectos, como una combinación de los símbolos del ave y la serpiente, que suelen aparecer como opuestos o como complementarios.

     

    (14). Se sabe, por otra parte, en lo que atañe a las demás tradiciones, que el simbolismo del cisne se relacionaba especialmente con el del Apolo hiperbóreo.

     

    (15). Para precisar este significado, a los Dióscuros se los representa con gorros de forma hemisférica.

     

    (16). Ese es particularmente el significado de los nombres Arjuna y Krishna, que representan respectivamente a jivâtmâ y a Paramâtmâ, o al “yo” y al “Sí”, la individualidad y la personalidad, y que, como tales, pueden ponerse en relación el uno con la Tierra y el otro con el Cielo.

     

    (17). Esto podrá relacionarse con lo que hemos indicado en una nota anterior acerca del encadenamiento de los ciclos.

     

    (18). Cf. el estudio de Ananda K. Coomaraswamy antes citado. En el simbolismo bien conocido del “batir el mar”, Dêvâs y Asuras tiran en sentidos contrarios de la serpiente enroscada alrededor de la montaña, que representa el “Eje del Mundo”.

     

    (19). Ya hemos señalado esta relación en L’Esotérisme de Dante.

     

    (20). Véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XXII.

     

    (21). Eso, naturalmente, no quita que el círculo represente por sí mismo un aspecto “dinámico” con respecto al cuadrado, como hemos dicho más arriba; la consideración de los dos puntos de vista, “dinámico” y “estático”, implica siempre, por su correlación misma, un asunto de relaciones. Si, en lugar de considerar el conjunto de la manifestación universal, nos limitásemos a un mundo, es decir, el estado que corresponde al plano de la figura al que se supone horizontal, las dos mitades de ésta representarían respectivamente, en todos los casos, el reflejo de los estados superiores y la huella de los estados inferiores en este mundo, como hemos indicado ya anteriormente acerca del ying-yang.

     

    (22). Por supuesto, la palabra “evolución” no la tomamos más que en su sentido estrictamente etimológico, que no tiene nada en común con el empleo que de ella se hace en las teorías “progresistas” modernas.

     

    (23). Es por lo menos curioso que León Daudet tomase el símbolo de la doble espiral como “esquema del ambiente” (Courriers des Pays-Bas: véase la figura en Les Horreurs de la Guerre, y las consideraciones sobre el “ambiente” en Melancholia): considera uno de los dos polos como “punto de partida” y el otro como “punto de llegada”, de manera que el recorrido de la espiral ha de considerarse centrífugo por un lado y centrípeto en el otro, lo que corresponde exactamente a las dos fases, “evolutiva” e “involutiva”; y lo que él llama “ambiente” no es en el fondo otra cosa que la “luz astral” de Paracelso, que contiene precisamente el conjunto de las dos corrientes inversas de la fuerza cósmica que estamos considerando.

     

    Capítulo VI: “SOLVE” Y “COAGULA “

     

     

    Puesto que acabamos de aludir a la “coagulación” y la “disolución” herméticas y, aunque ya hemos hablado de ello un poco en diversas ocasiones, quizá no sea inútil precisar todavía, a este respecto, ciertas nociones que tienen una relación bastante directa con lo que aquí hemos expuesto. En efecto se considera que la fórmula solve et coagula contiene en cierta forma todo el secreto de la “Gran Obra”, en cuanto ésta reproduce el proceso de la manifestación universal, con esas dos fases inversas que hemos indicado hace un momento. El término solve se representa a veces por un símbolo que muestra el Cielo, y el término coagula por un signo que muestra la Tierra (1); es decir que se asimilan a las acciones de las corrientes descendente de la fuerza cósmica, o, en otros términos, a las acciones respectivas del yang y el yin. Toda fuerza de expansión es yang y toda fuerza de contracción es yin. Las “condensaciones”, que dan origen a los compuestos individuales, proceden, pues, de las influencias terrenales, y las “disipaciones”, que devuelven los elementos de estos compuestos a sus principios originales, proceden de las influencias celestiales; son, si se quiere, los efectos de las respectivas atracciones del Cielo y de la Tierra; y así “los diez mil seres son modificados por yin y yang”, desde su aparición en el mundo manifestado hasta su retorno a lo no manifestado.

     

    Por lo demás, hay que fijarse bien en que el orden de los dos términos depende del punto de vista en el que uno de coloca, pues, en realidad, las dos fases complementarias a las que corresponden son a la vez alternantes y simultáneas, y el orden en que se presentan depende en cierto modo del estado que se toma por punto de partida. Si se parte del estado de no-manifestación para pasar luego a lo manifestado (lo cual constituye el punto de vista que se puede llamar propiamente “cosmogónico”) (2), lo que se presentará naturalmente en primer lugar será la “coagulación”; la “disipación” o “disolución” vendrá a continuación, con movimiento de retorno hacia lo no-manifestado, o por lo menos hacia lo que, en cualquier nivel, corresponde en un sentido relativo a lo no manifestado (3). Si, por el contrario, se partiese de un estado dado de manifestación, habría que considerar primero una tendencia que conduce a la “disolución” de lo que se encuentra en ese estado; y, entonces una fase posterior de “coagulación” seria el retorno a otro estado de manifestación; hay que añadir, además, que esta “disolución” y esta “coagulación”’ respecto del estado antecedente y del estado consecuente respectivamente, pueden ser perfectamente simultáneas en realidad (4).

     

    Por otra parte, y esto es todavía más importante, las cosas se presentan en sentido inverso según se las considere desde el punto de vista del Principio o por el contrario, como acabamos de hacerlo, desde el punto de vista de la manifestación, de tal modo que, se podría decir que lo que es yin por un lado es yang por el otro e inversamente, aunque, por otra parte, solo por una manera de hablar bastante impropia se pueda referir una dualidad como la del yin y el yang al Principio mismo. En efecto, como hemos indicado ya en otro lugar (5), lo que determina la “coagulación” de lo manifestado es la “espiración” o movimiento de expansión principial; y lo que determina su “disolución” es la “aspiración” o movimiento de contracción principial; y seria exactamente lo mismo si, en vez de emplear el simbolismo de las dos fases de la respiración, se empleara el del doble movimiento del corazón.

     

    Por lo demás, se puede evitar la impropiedad de lenguaje que señalábamos hace un instante por medio de una observación bastante simple: el Cielo, en cuanto polo “positivo” de la manifestación, representa de forma directa al Principio con respecto a ésta (6), mientras que la Tierra, en cuanto polo “negativo”, no puede representar del Principio sino una imagen invertida. La “perspectiva” de la manifestación, pues, referirá bastante naturalmente al principio mismo lo que realmente pertenece al Cielo, y es así como el “movimiento” del Cielo (movimiento en el sentido meramente simbólico, claro está, y a que nada hay, en ello de espacial) se atribuirá en cierta forma al Principio, aunque este sea necesariamente inmutable. En el fondo, lo más exacto es hablar, como hacíamos un poco más arriba, de las respectivas atracciones de Cielo y Tierra, que se ejercen en sentido inverso el uno del otro: Toda atracción produce un movimiento centrípeto, luego una “condensación”, a la que, en el polo opuesto, corresponderá una “disipación” determinada por un movimiento centrífugo, de manera que restablezca o, más bien, mantenga el equilibrio total (7). De ahí resulta que lo que con respecto a la substancia es “condensación”, con respecto a la esencia, por el contrario es “disipación”, e inversamente, lo que es “disipación” con respecto a la substancia es “condensación” con respecto a la esencia; como consecuencia, toda “transmutación”, en el sentido hermético de este término, consistirá propiamente en “disolver” lo que estaba “coagulado” y, simultáneamente, en “coagular” lo que estaba “disuelto”, no siendo, en realidad, estas dos operaciones aparentemente inversas sino los dos aspectos complementarios de una sola y misma operación.

    Por ello, los alquimistas dicen frecuentemente que “la disolución del cuerpo es la fijación del espíritu” e inversamente, no siendo, en suma, espíritu y cuerpo otra cosa que el aspecto “esencial” y el aspecto “substancial” del ser; esto puede entenderse de la alternancia de las “vidas” y las “muertes”, en el sentido más general de estas palabras, puesto que es lo que corresponde propiamente a las “condensaciones” y las “disipaciones” de la tradición taoísta (8), de modo que, se podría decir, el estado que es vida para el cuerpo es muerte para el espíritu e inversamente; y por eso a “volatilizar (o disolver) lo fijo y fijar (o coagular) lo volátil” o “espiritualizar el cuerpo y corporeizar el espíritu” (9), se le llama también “sacar lo vivo de lo muerto y lo muerto de lo vivo”, que, por lo demás, es también una expresión coránica (10). Así pues, la “transmutación”, en un grado u otro (11), implica una especie de inversión de las relaciones corrientes (queremos decir tal como son consideradas desde el punto de vista del hombre corriente), inversión que, además, es en realidad más bien un restablecimiento de las relaciones normales; nos limitaremos a señalar aquí que la consideración de una “inversión” tal, es particularmente importante desde el punto de vista de la realización iniciática, sin que podamos insistir más en ello, pues para eso serían precisos unos desarrollos que no pueden entrar en el marco del presente estudio (12).

     

    Por otra parte, esa doble operación de “coagulación” y de “solución” corresponde con gran exactitud a lo que la tradición designa como “poder de las llaves”; efectivamente, también ese poder es doble, puesto que implica a la vez el poder de “ligar” y el de “desligar”; pues bien, “ligar” es evidentemente lo mismo que “coagular”, y “desligar” es lo mismo que “disolver” (13); y la comparación de diferentes símbolos tradicionales también confirma esta correspondencia tan claramente como es posible. Sabido es que la representación más habitual del poder de que se trata es la de dos llaves, una de oro y la otra de plata, que se refieren respectivamente a la autoridad espiritual y al poder temporal, o a la función sacerdotal y la función regia, y también, desde el punto de vista iniciático, a los “grandes misterios” y a los “pequeños misterios” (y en este ultimo aspecto, entre los antiguos Romanos, eran uno de los atributos de Jano (14); alquímicamente, se refieren a operaciones análogas efectuadas en dos grados diferentes, y que constituyen respectivamente la “obra al blanco”, que corresponde a los “pequeños misterios”, y la “obra al rojo”, que corresponde a los “grandes misterios”; estas dos llaves, que, según el lenguaje de Dante, son la del “Paraíso celestial” y la del “Paraíso terrenal”, están cruzadas de manera que recuerdan la forma de la esvástica. En semejante caso, se ha de considerar que cada una de las dos llaves, en el orden al que se refiere, tiene el doble poder de “abrir” y “cerrar”, o de “ligar” y “desligar” (15); pero también hay otra representación más completa, en la que, para cada uno de estos dos órdenes, los dos poderes inversos están distintamente representados por dos llaves opuestas una a otra. Esta figuración es la de la esvástica llamada “clavígera”, precisamente porque cada uno de sus cuatro brazos está formado por una llave (fig. 12) (16), tenemos así dos llaves opuestas según un eje vertical y otras dos según un eje horizontal (17); con respecto al ciclo anual, cuya estrecha relación con el simbolismo de Jano es bien conocida, el primero de estos dos ejes es solsticial, y el segundo es un eje equinoccial (18);

     

    El eje vertical o solsticial, corresponde a la función sacerdotal, y el horizontal o equinoccial, a la función regia (19).

    La relación de este símbolo con el de la doble espiral se establece por la existencia de otra forma de la esvástica, una forma con brazos curvos que tienen la apariencia de dos S cruzadas; la doble espiral puede identificarse naturalmente, bien con la parte vertical de esa esvástica, bien con su parte horizontal. Es verdad que, las más de las veces, la espiral se coloca horizontalmente a fin de evidenciar el carácter complementario y en cierto modo simétrico de las dos corrientes de la fuerza cósmica (20); pero, por otra parte, la curva que es su equivalente en el yin-yang, por el contrario, se coloca verticalmente por lo general; según los casos, pues, podrá considerarse preferentemente una u otra de esas dos posiciones, que se encuentran reunidas en la figura de la esvástica de brazos curvos, y que entonces corresponden respectivamente a los dos ámbitos en que se ejerce el “poder de las llaves” (21).

     

    En las tradiciones hindú y tibetana, a este mismo “poder de las llaves” corresponde también el doble poder del vajra (22); como se sabe, este símbolo es el del rayo, y sus dos extremidades, formadas de puntas con forma de llama, corresponden a los dos aspectos opuestos del poder representado por el rayo (23): generación y destrucción, vida y muerte. Si se relaciona el vajra con el “Eje del Mundo”, esas dos extremidades corresponden a los dos polos, así como a los solsticios (24); debe colocarse, pues, verticalmente, lo que, además, concuerda con su carácter de símbolo masculino (25), así como con el hecho de que esencialmente es un atributo sacerdotal (26). Así sostenido, en la posición vertical, el vajra representa la “Via del Medio” (que, como se verá más adelante, es también la “Vía del Cielo”); pero puede estar inclinado a un lado o a otro, y entonces estas dos posiciones corresponden a las dos “vías” tántricas de derecha e izquierda (dakshina-mârga y vâma-mârga), pudiendo relacionarse además, esa derecha y esa izquierda, con los puntos equinocciales, del mismo modo que arriba y abajo puede relacionarse con los puntos solsticiales (27). Evidentemente, habría mucho que decir sobre todo ello, mas para no apartarnos demasiado de nuestro tema nos contentaremos aquí con estas pocas indicaciones; y concluiremos diciendo que como el poder del vajra, o el “poder de las llaves” que le es idéntico en el fondo, implica el manejo y aplicación de las fuerzas cósmicas en su doble aspecto de yin y yang, no es otra cosa, en definitiva, que el poder mismo de gobernar la vida y la muerte. (28)

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Aludimos aquí especialmente al simbolismo de los signos del grado 18º de la Masonería escocesa, y también al del rito del “calumet” entre los indios de la América del Norte, que contiene tres movimientos sucesivos que se refieren respectivamente al Cielo, la Tierra y el hombre, y que pueden traducirse por “disolución”, “coagulación” y “asimilación”.

     

    (2). El orden de sucesión de las dos fases desde este punto de vista, además, muestra también porqué el yin está aquí antes del yang.

     

    (3). Esto encuentra numerosas aplicaciones en el campo de las ciencias tradicionales; una de las más inferiores es la que se refiere a la “llamada” y la “devolución” de las “influencias errantes” al comienzo y al final de una operación mágica.

     

    (4). Es la “muerte” a un estado y el “nacimiento” a otro, considerados como las dos caras opuestas e inseparables de una misma modificación del ser (véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XXII, y Aperçus sur l’Initiation, cap. XXVI).

     

    (5). Aperçus sur l’Initiation, cap. XI, VII.

     

    (6). Por eso Tai-Ki, aunque superior al Cielo tanto como a la Tierra y anterior a su distinción, aparece no obstante para nosotros como “techumbre del Cielo”.

     

    (7). A esto se lo puede relacionar con las consideraciones que hemos expuesto en Les Principes du Calcul infinitésimal, cap. XVII.

     

    (8). Según los comentarios del Tao-te-king, esta alternancia de los estados de vida y muerte es “el vaivén de la lanzadera en el telar cósmico”; Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XIV donde también hemos referido las demás comparaciones de los mismos comentadores con la respiración y la revolución lunar.

     

    (9). Qorân, VI, 95; sobre la alternancia de las vidas y las muertes y el regreso final al Principio, Cf. II, 28.

     

    (10). Para comprender las razones de esta restricción, sólo habrá que remitirse a lo que hemos explicado en nuestros Aperçus sur l’Initiation, cap. XLII.

     

    (11). En el grado más elevado, esta “inversión” está en estrecha relación con lo que el simbolismo cabalístico designa como “desplazamiento de las luces”, y también con esta frase que la tradición islámica pone en boca de los awliyâ: “Nuestros cuerpos son nuestros espíritus, y nuestros espíritus son nuestros cuerpos” (ajsâmna arwâhnâ, wa arwâhna ajsâmnâ). Por otra parte, en virtud de esa misma inversión, se puede decir que, en el orden espiritual, es el “interior” lo que envuelve al “exterior”, lo cual termina de justificar lo que hemos dicho anteriormente con respecto a las relaciones entre Cielo y Tierra.

     

    (12). Además se dice, en latín, potestas ligandi et solvendi; la “ligadura” en sentido literal, se encuentra también en el uso mágico de los nudos, que tiene por contrapartida el de las agujas en lo que concierne a la “disolución”.

     

    (13). Véase Autorité spirituelle et pouvoir temporel, caps. V y VIII, y también, sobre la relación de los “grandes misterios” y los “pequeños misterios” con la “iniciación sacerdotal” y la “iniciación regia” respectivamente, Aperçus sur l’Initiation, caps. XXXIX y XI.

     

    (14). En cierto sentido, sin embargo, puede decirse que el poder de “ligar” prevalece en la llave que corresponde a lo temporal, y el de “desligar” en la llave que corresponde a lo espiritual, pues lo temporal y lo espiritual son yin y yang el uno respecto del otro; esto, además, podría justificarse, incluso exteriormente, hablando de “obligación” en el primer ámbito y de “libertad” en el segundo.

     

    (15). Hay diversas variantes de esta figura; la forma que reproducimos aquí se encuentra particularmente, junto a la esvástica corriente, en un vaso etrusco del Museo del Louvre. Véase una figuración cristiana similar a la esvástica clavígera en la introducción de Monseñor Devoucoux a la Histoire de l’antique cité d’Autun del canónigo Edme Thomas, p. XI. VI.

     

    (16). Habría que decir, en rigor, un eje relativamente vertical y un eje relativamente horizontal el uno respecto del otro, debiendo considerarse a la esvástica mismo como trazada en un plano horizontal (véase Le Symbolisme de la Croix, cap. X). La llave es un símbolo esencialmente “axial”, como el bastón o el cetro, que, en ciertas representaciones de Jano, sustituye a la de las dos llaves que corresponde al poder temporal o a los “pequeños misterios”.

     

    (17). En las representaciones más habituales de Jano (Janus Bifrons), los dos rostros corresponden entre otros significados a los dos solsticios; pero también hay, aunque más raramente, representaciones de Jano con cuatro caras (Janus Quadrifons), que corresponden a los dos solsticios y a los dos equinoccios, y que presentan una semejanza bastante singular con el Brahmâ Chaturmukha de la tradición hindú.

     

    (18). Señalaremos de pasada que de ello podrían deducirse ciertas consecuencias en lo que concierne al significado del predominio atribuido a los solsticios en unas formas tradicionales y a los equinoccios en otras, especialmente para la fijación del comienzo del año; diremos tan sólo que el punto de vista solsticial tiene en cualquier caso carácter más “primordial” que el punto de vista equinoccial.

     

    (19). Esta simetría también es particularmente manifiesta en el caso de las dos serpientes del caduceo.

     

    (20). La medicina, que entre los antiguos incumbía al “arte sacerdotal”, corresponde por ello a una posición vertical de la doble espiral, en cuando pone en acción, como hemos indicado más arriba, las fuerzas respectivas del yang y el yin. Esta doble espiral vertical la representa la serpiente enroscada en forma de S alrededor del bastón de Esculapio, y que además, en este caso, se representa sola para expresar que la medicina no pone en acción más que el aspecto “benéfico” de la fuerza cósmica. Es de señalar que el término “espagiria”, que designa la medicina hermética, expresa formalmente, por su composición, la doble operación de “disolución” y “coagulación”; el ejercicio de la medicina tradicional, pues, es propiamente, en un orden particular, una aplicación del “poder de las llaves”.

     

    (21). Vajra es una palabra sánscrita; la forma tibetana es dorje.

     

    (22). Es a un tiempo “rayo” y “diamante”, por una doble acepción de la misma palabra, y en ambos significados es además un símbolo “axial”.

     

    (23). Es lo que representan también algunas armas de doble filo, especialmente, en el simbolismo de la Grecia arcaica, la doble hacha, cuyo significado además se puede poner en relación con el del caduceo. Por otra parte, al rayo lo representaba en la tradición escandinava el martillo de Thor, al que se puede asimilar el mallete del Maestro en el simbolismo masónico; éste, pues, es además un equivalente del vajra, y, como él, tiene el doble poder de dar la vida y la muerte, como lo muestra su papel en la consagración iniciática por una parte y en la leyenda de Hiram por otra.

     

    (24). Estos, en efecto, en la correspondencia espacial del ciclo anual, se asimilan al Norte (invierno) y al Sur (verano), mientras que los dos equinoccios se asimilan al Este (primavera) y al Oeste (otoño); estas relaciones tienen particularmente gran importancia, desde el punto de vista ritual, en la tradición extremo-oriental.

     

    (25). Su complementario femenino, en la tradición hindú, es la caracola (shankha), y en la tradición tibetana la campanilla ritual (dilbu), sobre la que a menudo se ve una figura femenina que es la de la Prâjnâ-pâramitâ o “Sabiduría transcendente” e la que es símbolo, mientras que el vajra lo es del “Método o “Vía”.

     

    (26). Los Lamas sostienen el vajra con la mano derecha y la campanilla con la izquierda; estos dos objetos rituales no han de ser separados nunca.

     

    (27). En el simbolismo tibetano, se encuentra a veces una figura formada por dos vajras cruzados, que es evidentemente un equivalente de la esvástica; las cuatro puntas corresponden entonces exactamente a las cuatro llaves de la esvástica clavígera.

     

    (28). En antiguos manuscritos provenientes de la Masonería operativa, se trata, sin más explicación, de cierta faculty of abrac; esta palabra enigmática, abrac, que ha originado diversas interpretaciones más o menos fantásticas, y que en cualquier caso es una palabra manifiestamente deformada, parece que debiera significar en realidad el rayo o el relámpago (en hebreo ha-baraq, en árabe el-barq), de manera que, también aquí se trataría propiamente del poder del vajra. Fácilmente puede comprenderse, con todo ello, en virtud de qué simbolismo al poder de provocar tormentas se le ha considerado a menudo, en los más diversos pueblos, como una especie de consecuencia de la iniciación.

     

    Capítulo VII: CUESTIONES DE ORIENTACIÓN

     

     

    En la época primordial, el hombre era de por sí, perfectamente equilibrado en cuanto al complementarismo del yin y el yang; por otra parte, era yin o pasivo respecto al Principio, y yang o activo con respecto al Cosmos o el conjunto de las cosas manifestadas; así pues, se volvía naturalmente hacia el Norte, que es yin (1), como hacia su propio complementario. Por el contrario, el hombre de las épocas posteriores, a causa de la degeneración espiritual que corresponde al avance descendente del ciclo, se ha vuelto yin con respecto al Cosmos; ha de volverse, pues, hacia el Sur, que es yang, para recibir las influencias del principio complementario de aquel que se ha hecho predominante en él, para, en la medida de lo posible, restablecer el equilibrio entre el yin y el yang. La primera de estas dos orientaciones puede llamarse “polar”, mientras que la segunda es propiamente “solar”: en el primer caso, mirando la Estrella polar o “cumbre del Cielo”, el hombre tiene el Este a la derecha y el Oeste a la izquierda; en el segundo caso, mirando el sol en el meridiano, tiene, por el contrario, el Este a la izquierda, y el Oeste a la derecha; y esto da la explicación de una particularidad que, en la tradición extremo-oriental, puede parecer bastante extraña a quienes no conozcan su motivo (2).

     

    En la China, efectivamente, el lado al que por lo general se atribuye preeminencia es la izquierda; decimos por lo general, pues no fue así constantemente en el transcurso de la historia. En la época del historiador Sse-ma-tsien, esto es, en el siglo II antes de la era cristiana, parece que, por el contrario, la derecha prevaleció sobre la izquierda, por lo menos en lo que concierne a la jerarquía de las funciones oficiales (3); parece que por aquel entonces haya habido, al menos en este aspecto, como una especie de tentativa de “retorno a los orígenes”, que, sin duda, tuvo que corresponder a un cambio de dinastía, pues tradicionalmente tales cambios en el orden humano siempre son puestos en correspondencia con ciertas modificaciones del orden cósmico mismo (4). Pero, en una época más antigua, aunque sin duda harto alejada de los tiempos primordiales, la izquierda era la que predominaba, como lo indica particularmente este pasaje de Lao Tsé: “En los asuntos favorables (o de buen augurio), se pone por encima la izquierda; en los asuntos funestos, se pone por encima la derecha” (5). Hacia la misma época, se dice también: “la humanidad es la derecha; la Vía, la izquierda”, lo que implica manifiestamente una inferioridad de la derecha respecto de la izquierda (6); relativamente una a otra, la izquierda correspondería entonces al yang y la derecha al yin.

     

    Ahora, el que esto es realmente consecuencia directa de la orientación tomada al volverse hacia el Sur, es lo que prueba un tratado atribuido a Kuan Tsé, que, según parece, vivió en el siglo VII antes de la era cristiana, y en el que se dice: “La primavera hace nacer (los seres) a la izquierda, el otoño destruye a la derecha, el verano hace crecer delante, y el invierno pone en reserva detrás”. Ahora bien, según la correspondencia, admitida en todas partes, entre las estaciones y los puntos cardinales, la primavera corresponde al Este y el Otoño al Oeste, el verano al Sur y el Invierno al Norte (7); así pues, aquí es realmente el Sur el que está delante y el Norte detrás, el Este a la izquierda y el Oeste a la derecha (8). Naturalmente, cuando, por el contrario, se toma la orientación volviéndose hacia el Norte, la correspondencia de la izquierda y la derecha se encuentra invertida, lo mismo que la de delante y detrás; pero, en definitiva, el lado que tiene preeminencia, sea la izquierda en un caso o la derecha en el otro, es, siempre e invariablemente el lado del Este. Eso es lo que importa esencialmente, pues con esto se ve que, en el fondo, la tradición extremo-oriental está en perfecto acuerdo con todas las demás doctrinas tradicionales, en las cuáles Oriente es considerado siempre, efectivamente como el “lado luminoso” (yang) y Occidente como el “lado obscuro” (yin) el uno respecto del otro; el cambio en los respectivos significados de la derecha y la izquierda, está condicionado por un cambio de orientación, es perfectamente lógico, en suma, y no implica absolutamente ninguna contradicción.(9)

     

    Estas cuestiones de orientación, por lo demás, son harto complejas, pues no sólo hay que poner cuidado en no cometer ninguna confusión entre correspondencias diferentes, sino que, además, puede suceder que, en una misma correspondencia, derecha e izquierda prevalezcan una y otra desde diferentes puntos de vista. Eso es lo que indica clarísimamente un texto como éste: “La Vía del Cielo prefiere la derecha, el Sol y la Luna se trasladan hacia Occidente; la Vía de la Tierra prefiere la izquierda, el curso del agua corre hacia Oriente; por un igual se les dispone por encima (es decir, que cada uno de los dos lados tiene títulos para la preeminencia)” (10). Este pasaje es particularmente interesante, en primer lugar porque sean cuales sean las razones que da para ello y que han de tomarse sobre todo como simples “ilustraciones” sacadas de las apariencias sensibles, afirma que la preeminencia de la derecha se asocia a la “Vía del Cielo” y la de la izquierda a la “Vía de la Tierra”; ahora bien, la primera es necesariamente superior a la segunda, y puede decirse que si los hombres han llegado a conformarse a la “Vía de la Tierra” es porque han perdido de vista la “Vía del Cielo”, lo cual indica realmente la diferencia entre la época primordial y las épocas posteriores de degeneración espiritual. En segundo lugar, se puede ver en el pasaje la indicación de una relación inversa entre el movimiento del Cielo y el de la Tierra (11), lo cual es rigurosamente conforme con la ley general de la analogía, y siempre es así cuando se está en presencia de dos términos que se oponen de tal manera que uno de ellos es como un reflejo del otro, reflejo que está invertido como lo está la imagen de un objeto en un espejo con respecto a ese mismo objeto, de manera que la derecha de la imagen corresponde a la izquierda del objeto y viceversa. (12)

     

    Añadiremos a este respecto una observación que, por sencilla que parezca en sí misma, dista, no obstante de carecer de importancia: es que, particularmente cuando se trata de la derecha y la izquierda, hay que tener siempre el mayor cuidado de precisar con respecto a qué se las considera; así, cuando se habla de la derecha y la izquierda de una figura simbólica, ¿se quiere decir realmente, con esto, las de la propia figura, o bien las de un espectador que la mire colocándose frente a ella? Ambos casos pueden darse en realidad: cuando nos las habemos con una figura humana o la de cualquier otro ser viviente, no hay demasiada duda sobre lo que conviene denominar su derecha y su izquierda; pero no ocurre ya lo mismo para otro objeto cualquiera, por ejemplo una figura geométrica, o incluso para un monumento, y entonces la derecha y la izquierda suelen tomarse colocándose desde el punto de vista del espectador (13); pero, sin embargo, no forzosamente es siempre así, y puede suceder también que a veces se atribuya una derecha y una izquierda a la figura tomada en si misma, lo que corresponde a un punto de vista naturalmente inverso al del espectador (14); por no haber precisado en cada caso, puede uno verse llevado a cometer errores bastante graves en este aspecto. (15)

    Otra cuestión conexa con la de la orientación es la del sentido de las circunvalaciones rituales en las diferentes formas tradicionales; es fácil darse cuenta de que tal sentido lo determina, bien la orientación “polar”, bien la orientación “solar”, en la acepción que antes hemos dado a estas expresiones. Si se consideran las figuras de al lado (16), el primer sentido es aquel en que, mirando al Norte, se ven girar las estrellas alrededor del polo (fig. 13); por el contrario, el segundo sentido es aquel en que se efectúa el movimiento aparente del Sol para un observador que mira al Sur (fig. 14). La circunvalación se lleva a cabo teniendo constantemente el centro a la izquierda en el primer caso, y, por el contrario, a la derecha en el segundo (lo cual en sánscrito se llama pradakshinâ; este último modo es el que, particularmente, está en uso en las tradiciones hindú y tibetana, mientras que el otro se encuentra especialmente en la tradición islámica (17). Con esta diferencia de sentidos también se relaciona el hecho de adelantar primero el pie derecho o el izquierdo en una marcha ritual: considerando de nuevo las mismas figuras se puede ver fácilmente que el pie que se ha de adelantar primero es forzosamente el del lado opuesto al lado que está vuelto hacia el centro de la circunvalación, es decir, el pie derecho en el primer caso (fig. 13) y el izquierdo en el segundo (fig. 14);

     

    y este orden de marcha se observa por lo general, incluso cuando no se trata de circunvalaciones propiamente dichas, señalando en cierta forma el respectivo predominio del punto de vista “polar” o del punto de vista “solar”, sea en una forma tradicional dada, o sea incluso a veces para distintos períodos en el transcurso de la existencia de una misma tradición.” (18).

    Así, todas estas cosas, distan de reducirse a simples detalles más o menos insignificantes, como pudieran creer quienes nada comprenden de simbolismo ni de ritos; por el contrario, van ligadas a todo un conjunto de nociones que en todas las tradiciones tienen gran importancia, y se podían dar aún muchos otros ejemplos. Seria muy conveniente también, acerca de la orientación, el tratar de cuestiones como las de sus relaciones con el recorrido del ciclo anual (19) y con el simbolismo de las “puertas zodiacales”; además volveríamos a encontrar aplicado el sentido inverso, que señalábamos más arriba, en las relaciones entre el orden “celestial” y el orden “terrenal”; pero tales consideraciones constituirían aquí una digresión demasiado larga, y sin duda encontrarán mejor lugar en otros estudios. (20)

     

    NOTAS:

     

    (1). Por eso, en el simbolismo masónico se considera que la Logia no tiene ninguna ventana que dé al lado del Norte, del que nunca viene la luz solar, mientras que sí las tiene en los otros tres lados, que corresponden a las tres “estaciones” del Sol.

     

    (2). En los mapas y planos chinos, el Sur está situado arriba y el Norte abajo, el Este a la izquierda y el Oeste a la derecha, lo que es conforme con la segunda orientación; este uso, además, no es tan excepcional como pudiera creerse, pues también lo tenían los antiguos Romanos y subsistió incluso durante una parte de la Edad Media occidental.

     

    (3). El “consejero de la derecha” (in-siang) tenía entonces un papel más importante que el “consejero de la izquierda” (tso-siang).

     

    (4). La sucesión de las dinastías, por ejemplo, corresponde a una sucesión de los elementos en cierto orden, estando los elementos mismos en relación con las estaciones y los puntos cardinales.

     

    (5). Tao-te-king, cap. XXXI.

     

    (6). Li-ki.

     

    (7). Esta correspondencia, estrictamente conforme a la naturaleza de las cosas, es común a todas las tradiciones; es, pues, incomprensible que modernos que se han ocupado de simbolismo la hayan substituido a menudo por otras correspondencias fantásticas y totalmente injustificables. Así, para dar un solo ejemplo, la tabla cuaternaria colocada al final del Livre de l’Apprenti de Oswald Wirth hace corresponder el verano al Sur y el invierno al Norte, pero también la primavera al Occidente y el otoño al Oriente; y hay además otras correspondencias, especialmente en lo concerniente a las edades de la vida humana, revueltas de forma poco menos que inextricable.

     

    (8). Igualmente se puede relacionar con esto este texto del Yi-king: “El Sabio tiene el rostro vuelto al Sur y escucha el eco de lo que está bajo el Cielo (es decir del Cosmos), lo ilumina y lo gobierna”.

     

    (9). Puede haber aún otros modos de orientación además de los que acabamos de indicar, que naturalmente traen aparejadas adaptaciones diferentes, pero que siempre es fácil hacer concordar: así, en la India, si el lado de la derecha (dakshina) es el Sur, es porque la orientación se toma mirando al Sol en su salida, esto es, volviéndose al Oriente; pero, por lo demás, este modo actual de orientación no quita en absoluto para que se reconozca la primordialidad de la orientación “polar”, o sea, tomada girándose al Norte, designado como punto más alto (uttara).

     

    (10). Cheu-li.

     

    (11). Recordaremos además que el “movimiento” no es aquí son una representación meramente simbólica.

     

    (12). Lo mismo les ocurre, por otra parte, a dos personas situadas una frente a otra, y por eso se dice: “adorarás a tu derecha, donde está la izquierda de tu hermano (el lado de su corazón)” (Phan-khoa-Tu citado por Matgioi, La Voie rationnelle, cap. VII).

     

    (13). Así, en la figura del “árbol sefirótico” de la Kábbala, la “columna de la derecha” y la “columna de la izquierda” son las que se tienen respectivamente a la derecha y a la izquierda al mirar la figura.

     

    (14). Por ejemplo, Plutarco refiere que “los Egipcios consideran el Oriente como la cara del mundo, el Norte como su mano derecha, y el Mediodía la izquierda” (Isis y Osiris, 32; traducción de M. Meunier, p. 112); pese a las apariencias, esto coincide exactamente con la designación hindú del Mediodía como “lado de la derecha”, pues es fácil representarse el lado izquierdo del mundo extendiéndose a la derecha del que lo contempla y viceversa.

     

    (15). De ahí vienen por ejemplo, en el simbolismo masónico, las divergencias producidas acerca de la situación respectiva de las dos columnas situadas a la entrada del Templo de Jerusalén; la cuestión, sin embargo, es bastante fácil de resolver refiriéndose directamente a los textos bíblicos, a condición de saber que, en hebreo, la “derecha” siempre significa el Sur y la “izquierda” el Norte, lo que implica que la orientación se toma, como en el Islam, volviéndose al Este. Este mismo modo de orientación, además, es igualmente el que en Occidente practicaban los constructores de la Edad Media para determinar la orientación de las iglesias.

     

    (16). La cruz trazada en el círculo, de la que tendremos que hablar más adelante, señala aquí la dirección de los cuatro puntos cardinales; conforme a lo que hemos explicado, el Norte está situado arriba en la primera figura y en la segunda lo está el Sur.

     

    (17). Quizá no carezca de interés señalar que el sentido de estas circunvalaciones, que van respectivamente a la derecha e izquierda (fig. 13) y de izquierda a derecha (fig. 14), corresponde igualmente a la dirección de la escritura en las lenguas sagradas de estas mismas formas tradicionales. En la Masonería, en su forma actual, el sentido de las circunvalaciones es “solar” pero en cambio parece hacer sido primero “polar” en el antiguo ritual operativo, según el cual el “trono de Salomón” estaba además situado en el Occidente y no en el Oriente, a fin de permitir a su ocupante “contemplar el Sol en su salida”.

     

    (18). La alteración respecto a este orden de marcha en ciertos Ritos masónicos es tanto más singular cuanto que está en desacuerdo manifiesto con el sentido de las circunvalaciones; las indicaciones que acabamos de dar proporcionan evidentemente la regla correcta que hay que esperar en todos los casos.

     

    (19). Se encontrará un ejemplo de la representación de este recorrido por una circunvalación en las consideraciones relativas al Ming-tang que más adelante expondremos.

     

    (20). Sobre el carácter cualitativo de las direcciones del espacio, que es el principio mismo en el que se fundamenta la importancia tradicional de la orientación, y en las relaciones que existen entre las determinaciones espaciales y temporales, el lector puede también remitirse a las explicaciones que hemos dado en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. IV y V.

     

    Capítulo VIII: NUMEROS CELESTIALES Y NUMEROS TERRENALES

     

     

    La dualidad del yang y el yin se encuentra también en lo que concierne a los números: según el Yi-King, los números impares corresponden al yang, es decir, son masculinos o activos, y los pares corresponden al yin, es decir, son femeninos o pasivos. Nada hay en ello, por lo demás, que sea peculiar de la tradición extremo-oriental, pues tal correspondencia es conforme a lo que todas las doctrinas tradicionales enseñan; en Occidente la conoce el Pitagorismo, y quizás incluso a algunos, imaginándose que se trata de una concepción propia de éste, les sorprendería bastante conocer que se la encuentra exactamente igual hasta en Extremo Oriente, sin que sea posible, evidentemente, suponer en ello el menor "plagio" por uno u otro lado, y simplemente porque se trata de una verdad que se ha de reconocer de manera semejante en cualquier parte donde exista la ciencia tradicional de los números.

     

    Los números impares, como son yang, pueden llamarse “celestiales”, y los pares, como son yin, pueden llamarse “terrenales”; pero además de esta consideración del todo general, hay ciertos números que se atribuyen más especialmente al Cielo y a la Tierra, y esto requiere otras explicaciones. En primer lugar, son los primeros números respectivamente par e impar los considerados como propios del Cielo y de la Tierra, o como expresión de su naturaleza misma, lo cual se comprende fácilmente, porque, a causa de la primacía que cada uno de ellos tiene en su orden, todos los demás números son en cierto modo como sus derivados y sólo ocupan un lugar secundario con respecto a ellos en sus series respectivas; son aquéllos, pues, los que podría decirse que representan el yang y el yin en el más alto grado, o, lo que viene a ser lo mismo, que mas puramente expresan la naturaleza celestial y la terrenal. Ahora, hay que prestar atención a que, aquí, la unidad, al ser propiamente el principio del número, no se cuenta como número; en realidad, lo que representa no puede sino ser anterior a la distinción de Cielo y Tierra, y, en efecto, ya hemos visto que corresponde al principio común de éstos, Tai-ki, el Ser, que es idéntico a la propia Unidad metafísica. Así pues, mientras que el 2 es el primer número par, es el 3, y no el 1, el que se considera como primer número impar; por consiguiente, 2 es el número de la Tierra y el 3 el del Cielo; pero entonces, como 2 está antes de 3 en la serie de los números, la Tierra parece estar antes del Cielo, así como el yin aparece antes del yang; así, en esta correspondencia numérica se vuelve a encontrar otra expresión, equivalente en el fondo, del mismo punto de vista cosmológico de que hablábamos antes acerca del yin y el yang.

     

    Lo que puede parecer más difícilmente explicable, es que también se atribuyen otros números a Cielo y Tierra, y que para ellos se produce, al menos en apariencia, una especie de inversión; entonces, en efecto, es el 5, número impar, el atribuido a la Tierra, y el 6, numero par, el atribuido al Cielo. También aquí se tienen dos términos consecutivos de la serie numérica, correspondiendo a la Tierra el primero en el orden de dicha serie, y al Cielo el segundo, pero, además de este carácter común a las dos parejas numéricas 2 y 3 por una parte y 5 y 6 por otra, ¿cómo puede ser que un número impar o yang se relacione con la Tierra y un número par o yin con el Cielo? Se ha hablado a este respecto, y con razón a fin de cuentas, de un intercambio “hierogámico” entre los atributos de los dos principios complementarios (1); no se trata, por lo demás, de un caso aislado o excepcional, y pueden señalarse muchos otros ejemplos en el simbolismo tradicional (2). A decir verdad, habría que generalizar más todavía, pues sólo se puede hablar propiamente de “hierogamia” cuando los dos complementarios son expresamente considerados masculino y femenino el uno con respecto al otro, como efectivamente ocurre aquí; pero también se encuentra algo semejante en casos en los que el complementarismo toma aspectos diferentes de éste, y ya lo hemos indicado en otra parte en lo que concierne a tiempo y espacio y a los símbolos que a ellos se refieren respectivamente en las tradiciones de los pueblos nómadas y de los sedentarios(3). Es evidente que, en este caso en que un término temporal y otro espacial son considerados complementarios, la relación que existe entre estos dos términos no se puede asimilar a la de lo masculino y lo femenino; si bien es verdad, no obstante, que este complementarismo, lo mismo que cualquier otro, se relaciona en cierta forma con el de Cielo y Tierra, pues el tiempo se pone en correspondencia con el Cielo por la noción de los ciclos, cuya base es esencialmente astronómica, y el espacio con la Tierra en cuanto, en el orden de las apariencias sensibles, la superficie terrestre representa propiamente la extensión mensurable. Naturalmente, no habría que concluir de esta correspondencia el que todos los complementarismos pueden reducirse a un tipo único, y por eso seria erróneo hablar de “hierogamia” en un caso como el que acabamos de recordar; tan sólo hay que decir que todos los complementarismos, sean del tipo que sean, tienen por igual su principio en la primera de todas las dualidades, que es la de la Esencia y la Substancia universales, o, según el lenguaje simbólico de la tradición extremo-oriental, de Cielo y Tierra.

     

    Ahora, para comprender exactamente el diferente significado de las dos parejas de números atribuidos a Cielo y Tierra, hay que darse cuenta de que un intercambio como aquel del que acaba de tratarse sólo puede producirse cuando los dos términos complementarios son considerados en su relación entre ellos, o más especialmente como unidos uno a otro si se trata de “hierogamia” propiamente dicha, y no tomados en sí mismos y cada uno por separado del otro. Resulta de ello que, mientras que 2 y 3 son la Tierra y el Cielo en sí mismos y en su naturaleza propia, 5 y 6 son la Tierra y el Cielo en su acción y reacción reciproca, luego desde el punto de vista de la manifestación que es producto de esa acción y esa reacción; eso es lo que expresa, muy claramente además, un texto como este: “5 y 6, es la unión central (chung-ho, esto es, la unión en su centro) (4) de Cielo y Tierra” (5). Es lo que aparece aún más claramente en la propia constitución de los números 5 y 6, formados ambos por igual de 2 y 3, pero unidos entre sí de dos formas distintas, por adición el primero (2 + 3 = 5), y por multiplicación el segundo (2 x 3 = 6); por ello además, en el simbolismo de las distintas tradiciones, casi siempre se considera que estos dos números 5 y 6, que nacen así de la unión del par y el impar, tienen un carácter esencialmente “conjuntivo” (6). Para llevar la explicación más allá, hay que preguntarse además por qué hay adición en un caso, el de la Tierra considerada en su unión con el Cielo, y multiplicación en el otro, el del Cielo considerado inversamente en su unión con la Tierra; y es que, aunque cada uno de los dos principios recibe en esa unión la influencia del otro, que se une en cierta forma a su naturaleza propia, la recibe no obstante de diferente manera. Por acción del Cielo en la Tierra, el número celestial 3 simplemente se añade al número terrenal 2, porque, como esta acción es propiamente “no-actuante”, es lo que puede llamarse una “acción de presencia”; por la reacción de la Tierra con respecto al Cielo, el número terrenal 2 multiplica al número celestial 3, porque la potencialidad de la substancia es la raíz misma de la multiplicidad (7).

     

    Puede decirse además que, mientras que 2 y 3 expresan la naturaleza misma de Tierra y Cielo, 5 y 6 tan sólo expresan su “medida”, lo que equivale a decir que entonces se los considera desde el punto de vista de la manifestación, y no ya en sí mismos; pues, como hemos explicado en otra parte (8), la propia noción de medida está en relación directa con la manifestación. El Cielo y la Tierra en sí mismos no son en modo alguno mensurables, puesto que no pertenecen al ámbito de la manifestación; para lo único que se puede hablar de medida, es para las determinaciones por las que se presentan a las miradas de los seres manifestados (9), y que son lo que se puede llamar influencias celestiales e influencias terrenales, que se expresan en las respectivas acciones de yang y yin. Para comprender de forma más precisa cómo se aplica esta noción de medida, hay que volver aquí a la consideración de las formas geométricas que simbolizan los dos principios, y que, como hemos visto anteriormente, son el circulo para el Cielo y el cuadrado para la Tierra (10): las formas rectilíneas, cuyo prototipo es el cuadrado, se miden por 5 y los múltiplos de estos dos números, teniendo presentes sobre todo los primeros de tales múltiplos, esto es, el doble de uno y de otro, o sea 10 y 12 respectivamente, en efecto, la medida natural de las lineas rectas se efectúa por una división decimal, y la de las lineas circulares por una división duodecimal; y puede verse en ello la causa por la que estos dos números 10 y 12 se toman como base de los principales sistemas de numeración, sistemas, además, que a veces se emplean conjuntamente, como ocurre precisamente en la China, porque, en realidad, tienen aplicaciones diferentes, de suerte que su coexistencia en una misma forma tradicional no tiene absolutamente nada de arbitrario ni de superfluo (11).

     

    Para terminar estas observaciones, señalaremos también la importancia dada al número 11, en cuanto es la suma de 5 y 6, lo que hace de él el símbolo de esa “unión central de Cielo y Tierra” de que se ha tratado más arriba, y, como consecuencia, “el número por el que se constituye en su perfección (cheng) (12) la Vía del Cielo y de la Tierra” (13). Esta importancia del número 11, así como de sus múltiplos, es otro punto común a las más diversas doctrinas tradicionales, como ya hemos indicado en otra ocasión (14), aunque, por motivos que no resultan muy claros, suele pasar inadvertida a los modernos que pretenden estudiar el simbolismo de los números (15). Estas consideraciones sobre los números podrían desarrollarse casi indefinidamente; pero hasta aquí, todavía no hemos considerado más que lo que concierne a Cielo y Tierra, que son los dos primeros términos de la Gran Tríada, y es hora ya de que pasemos a considerar el tercer término de ésta, es decir, el Hombre.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Marcel Granet, La Pensée chinoise págs. 154-155 y 198-199. Como hemos señalado ya en otra parte, (El Reino de la Cantidad y los Signos de los tiempos, cap. V), este libro contiene una multitud de informaciones muy interesantes, y el capítulo dedicado a los números es particularmente importante; sólo hay que tener cuidado de no consultarlo más que desde el punto de vista “documental” y no tomar en cuenta las interpretaciones “sociológicas” del autor, las cuales generalmente invierten las relaciones reales de las cosas, pues no es el orden cósmico lo que se concibió, como él se imagina, sobre el modelo de las instituciones sociales, sino que, muy al contrario, son éstas las que se establecieron en correspondencia con el orden cósmico mismo.

     

    (2). Encontraremos un ejemplo tal más adelante, y también en la tradición extremo-oriental, a propósito de la escuadra y el compás.

     

    (3). El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXI.

     

    (4). Recuérdese aquí lo que anteriormente hemos indicado de que Cielo y Tierra no pueden unirse efectivamente sino por el centro.

     

    (5). Tsien-Han-chu.

     

    (6). Para los Pitagóricos, 5 era el “número nupcial”, en cuanto suma del primer número par o femenino y el primer número impar o masculino; en cuanto al carácter “conjuntivo" del número 6, basta recordar a este respecto el significado de la letra waw en hebreo y árabe, así como la figura del “sello de Salomón” que corresponde geométricamente a este número. Sobre el simbolismo de estos dos números, 5 y 6, véase también Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII.

     

    (7). De este mismo modo de formación de los dos números resulta naturalmente el intercambio del par y el impar, pues la suma de un número par y otro impar es forzosamente par. La suma de dos números no puede ser par más que si estos números son ambos pares o ambos impares; en cuanto al producto, para que sea impar, es preciso que sus dos factores sean ambos impares.

     

    (8). El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. III.

     

    (9). Estas “miradas” hay que entenderlas a un tiempo en el orden sensible y en el orden intelectual, según se trate de las influencias terrenales, que están “en el exterior” o de las influencias celestiales, que están “en el interior”, como ya hemos explicado antes.

     

    (10). Aquí es donde aparecen como instrumentos de la medida, desde el punto de vista “celestial” y desde el punto de vista “terrenal” respectivamente (es decir con respecto a las influencias correspondientes), el compás y la escuadra, de los que hablaremos más adelante.

     

    (11). Además, también aquí se produce un nuevo intercambio, en que, en ciertos casos, el número 10 se atribuye al Cielo y el 12 a la Tierra, como para señalar una vez más su interdependencia con respecto a la manifestación o al orden cósmico propiamente dicho, en la doble forma de las relaciones espaciales y temporales; pero no insistiremos más en este extremo, que nos alejaría demasiado de nuestro asunto. Señalemos tan sólo, como en caso particular de este intercambio, que, en la tradición china, los días se cuentan por períodos decimales y los meses por períodos duodecimales; pues bien, diez días son “diez soles”, y doce meses son “doce lunas”; los números 10 y 12 son respectivamente relacionados el primero con el Sol, que es el yang o masculino, y que corresponde al Cielo, el fuego y el Sur, y el segundo con la Luna, que es yin o femenina, y que corresponde a la Tierra, el agua y el Norte.

     

    (12). Este término, cheng es en el Yi-king el último de la fórmula tetragramática de Wen-wang (véase Matgioi, La Voie métaphysique, cap. V).

     

    (13). Tsien-Han-shu.

     

    (14). Véase L’Esoterisme de Dante, cap. VII.

     

    (15). En las tradiciones hermética y kabalística, 11 es la síntesis del “microcosmos” y el “macrocosmos”, representados respectivamente por los números 5 y 6, que, en otra aplicación afín a aquélla, corresponden también al hombre individual y al “Hombre Universal” (o al hombre terrenal y el Hombre celestial podría decirse también para relacionar esto con los elementos de la tradición extremo-oriental). Ya que hemos hablado de los números 10 y 12, mencionaremos además la importancia que, desde el punto de vista kabbalístico, tiene su suma, 22 (doble o primer múltiple de 11), que es, como se sabe, el número de las letras del alfabeto hebraico.

     

    Capítulo IX: El HIJO DEL CIELO Y DE LA TIERRA

     

     

    “El Cielo es su padre, la Tierra su madre”: tal es la fórmula iniciática, siempre idéntica a sí misma en las más diversas circunstancias de tiempo y lugar (1), que determina las relaciones del Hombre con los otros dos términos de la Gran Tríada, definiéndolo como “Hijo del Cielo y de la Tierra”. Además, por el hecho mismo de que se trata de una fórmula propiamente iniciática, es ya manifiesto que el ser al que ella se aplica en la plenitud de su sentido es mucho menos el hombre corriente, como lo es en las actuales condiciones de nuestro mundo, que el “hombre verdadero”, cuyas posibilidades todas está destinado a realizar en sí mismo el iniciado. Sin embargo, es conveniente insistir en ello un poco más, pues se podría objetar a esto que, puesto que la manifestación entera es y sólo puede ser el producto de la unión de Cielo y Tierra, todo hombre, e incluso todo ser, sea cual sea, es por igual y por esto mismo hijo del Cielo y de la Tierra, ya que su naturaleza necesariamente participa de ambos; y ello es verdad en cierto sentido, pues hay efectivamente en todo ser una esencia y una substancia, en la acepción relativa de estos dos términos, un aspecto yang y otro yin, un lado “en acto” y un lado “en potencia”, un “interior” y un “exterior”. Sin embargo, hay grados que observar en esa participación, porque, en los seres manifestados, las influencias celestiales y terrenales pueden evidentemente combinarse de muchas formas y en muy diferentes proporciones, y es ello, además, lo que constituye su diversidad indefinida; lo que todo ser es en cierta manera y en cierto grado, solamente el Hombre, y con esto entendemos aquí el “hombre verdadero” (2), lo es plenamente y “por excelencia” en nuestro estado de existencia, y sólo él cuenta entre sus privilegios el de poder reconocer efectivamente al Cielo como su “Verdadero Ancestro” (3).

    Ello resulta, de forma directa e inmediata, de la situación propiamente “central” que el hombre ocupa en ese estado de existencia que es el suyo (4), o al menos, habría que decir, para ser más exacto, que él debe ocuparlo en principio y normalmente, pues es aquí donde conviene señalar la diferencia entre el hombre corriente y el “hombre verdadero”. Este, que en efecto es el único que, desde el punto de vista tradicional, ha de ser considerado como hombre realmente normal, es llamado así porque posee verdaderamente la plenitud de la naturaleza humana, al haber desarrollado en sí la totalidad de las posibilidades que ésta implica; los demás hombres, en suma, podría decirse que no tienen sino una potencialidad humana más o menos desarrollada en algunos de sus aspectos (y sobre todo, de forma general, en el aspecto que corresponde a la simple modalidad corporal de la individualidad), pero que en todo caso dista mucho de estar totalmente “actualizada”; este carácter de potencialidad, predominante en ellos, los hace, en realidad, hijos de la Tierra mucho más que del Cielo, y es también lo que los hace yin con respecto al Cosmos. Para que el hombre sea verdaderamente “Hijo del Cielo y de la Tierra”, es menester que el “acto” sea en él igual a la “potencia”, lo que implica la realización integra de su humanidad, es decir, la condición misma del “hombre verdadero”; por ello éste está perfectamente equilibrado en el aspecto de yang y yin, y también por ello, al mismo tiempo, como la naturaleza celestial tiene necesariamente preeminencia sobre la naturaleza terrenal, allí donde son realizadas en igual medida, él es yang respecto del Cosmos; sólo así puede ocupar de forma efectiva el papel “central” que le pertenece en cuanto hombre, pero a condición de ser en efecto hombre en la plena acepción de la palabra, y sólo así, con respecto a los demás seres manifestados, “es la imagen del Verdadero Ancestro” (5).

     

    Ahora, es importante acordarse de que el “hombre verdadero” es también el “hombre primordial”, es decir, que su condición es aquella que era natural en la humanidad en sus orígenes, y de la que se apartó poco a poco, en el transcurso de su ciclo terreno, para llegar al estado en que se encuentra actualmente lo que hemos llamado el hombre corriente, y que propiamente no es sino el hombre caído. Esta decadencia espiritual, que al mismo tiempo trae aparejado un desequilibrio en lo que toca a yang y yin, puede describirse como un apartamiento gradual del centro en el que se situaba el “hombre primordial”; un ser es tanto menos yang y tanto más yin cuanto más apartado se encuentra del centro, pues, precisamente en la misma medida, lo “exterior” prevalece en él sobre lo “interior”; y por eso, como decíamos hace un momento, no es entonces sino un “hijo de la Tierra”, que cada vez menos se distingue “en acto”, si bien no “en potencia”, de los seres no humanos que pertenecen al mismo grado de existencia. Por el contrario, el “hombre primordial”, a estos seres, en vez de simplemente situarse entre ellos, los sintetiza a todos en su humanidad plenamente realizada (6); debido precisamente a su interioridad, que envuelve todo su estado de existencia como envuelve el Cielo a toda la manifestación (pues en realidad es el centro el que lo contiene todo), los comprende por decirlo así en sí mismo como posibilidades particulares incluidas en su propia naturaleza (7); y por ello el Hombre, como tercer término de la Gran Tríada, representa efectivamente el conjunto de todos los seres manifestados.

    El “lugar” en el que se sitúa ese “hombre verdadero” es el punto central en que se unen efectivamente las potencias del Cielo y de la Tierra; es pues, por ello mismo, el producto directo y acabado de su unión; y también por ello los demás seres, en cuanto producciones secundarias y parciales en cierto modo, no pueden sino proceder de él según una gradación indefinida, determinada por su mayor o menor apartamiento de ese mismo punto central. En eso, como indicábamos al principio, sólo de él puede decirse propiamente y con toda veracidad que es “Hijo del Cielo y de la Tierra”; lo es “por excelencia” y en el más eminente grado que pueda ser, mientras que los otros seres no lo son mas que por participación, siendo además necesariamente él mismo el medio de esa participación, ya que sólo en su naturaleza están Cielo y Tierra inmediatamente unidos, si no en sí mismos, sí al menos por sus respectivas influencias en el ámbito de existencia al que pertenece el estado humano (8).

     

    Como hemos explicado en otro lugar (9), la iniciación, en su primera parte, la que concierne propiamente a las posibilidades del estado humano y que constituye lo que llaman los “pequeños misterios”, tiene por comienzo, precisamente, la restauración del “estado primordial”; en otras palabras, por esta iniciación, si se realiza efectivamente, el hombre, desde la condición “descentrada” que actualmente es la suya, es restituido a la situación central que normalmente ha de pertenecerle, y restablecido en todas las prerrogativas inherentes a esa situación central. El “hombre verdadero”, pues, es aquel que ha llegado efectivamente al término de los “pequeños misterios”, es decir, a la perfección misma del estado humano; de este modo, en lo sucesivo está definitivamente establecido en el “Invariable Medio” (Chung-yung) y, consecuentemente, escapa a las vicisitudes de la “rueda cósmica”, ya que el centro no participa en el movimiento de la rueda, sino que es el punto fijo e inmutable alrededor del cual se efectúa dicho movimiento (10). Así, sin haber alcanzado todavía el supremo grado que es el objeto final de la iniciación y el término de los “grandes misterios”, el “hombre verdadero”, habiendo pasado de la circunferencia al centro, del “exterior” al “interior”, desempeña realmente, respecto de este su mundo (11) , la función del “motor inmóvil”, cuya “acción de presencia” imita en su ámbito la actividad “no-actuante” del Cielo (12).

     

    NOTAS:

     

    (1). Su rastro se encuentra hasta en el ritual de una organización tan completamente desviada hacia la acción exterior como es el Carbonarismo; además son tales vestigios, naturalmente incomprendidos en semejante caso, los que atestiguan el origen realmente iniciático de organizaciones llegadas así a un grado extremo de degeneración (véase Aperçus sur l’Initiation, cap. XIII).

     

    (2). No vamos a hablar ahora del “hombre transcendente”, que nos reservamos considerar más adelante; por eso no puede tratarse aquí más que de nuestro estado de existencia, y no de la Existencia universal en su totalidad.

     

    (3). Esta expresión de “Verdadero Ancestro” es una de las que se encuentran entre las designaciones de la Tien-ti-huei.

     

    (4). Véase Le Symbolisme de la Croix, cap. II y XXVIII.

     

    (5). Tao-te-king, cap. IV. Es el hombre “hecho a imagen de Dios” o más exactamente de Elohim, es decir, de las potencias celestiales, y que además no puede serlo realmente más que si el “Andrógino” constituido por el perfecto equilibrio de yang y yin, según las propias palabras del Génesis (1, 27): “Elohim creó al hombre a Su imagen (literalmente “Su sombra”, esto es, Su reflejo); a imagen de Elohim Él lo creó; macho y hembra Él los creó”, lo que en el esoterismo islámico se manifiesta por la equivalencia numérica de Adam wa Hawâ con Allâh (Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. III).

     

    (6). El término chino Jen puede traducirse igualmente, como hemos indicado ya, por el “Hombre” y por la “Humanidad”, entendiéndose ésta ante todo como la naturaleza humana, y no como la simple colectividad de los hombres; en el caso del “hombre verdadero”, “hombre” y “humanidad” son plenamente equivalentes, puesto que han realizado íntegramente la naturaleza humana en todas sus posibilidades.

     

    (7). Por ello, según el simbolismo del Génesis (11, 19-20), Adán podía “nombrar” verdaderamente todos los seres de este mundo, o sea, definir en el sentido más completo de la palabra (que implica a un tiempo determinado y realización), la naturaleza propia de cada uno de ellos, que él conocía inmediatamente e interiormente como una dependencia de su naturaleza misma. En esto como en todo, El Soberano ha de desempeñar en la tradición extremo-oriental un papel que corresponde al del “hombre primordial”: “Un príncipe sabio da a las cosas los nombres que les convienen, y cada cosa ha de ser tratada según el significado del hombre que él las da” (Liun-yu, cap. XIII).

     

    (8). Esta última restricción la necesita la distinción que hay que hacer entre el “hombre verdadero” y el “hombre transcendente” o entre el hombre individual perfecto como tal y el “Hombre Universal”.

     

    (9). Véase especialmente Aperçus sur l’Initiation, cap. XXXIX.

     

    (10). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII, y Aperçus sur l’Initiation, cap. XI, VI.

     

    (11). Podría decirse que ya no pertenece a este mundo, sino que, por el contrario, es el mundo quien le pertenece.

     

    (12). Es al menos curioso, en Occidente y en el siglo XVIII, ver a Martines de Pasqually reivindicar para sí mismo la cualidad de “hombre verdadero”; fuese esto con razón o sin ella, cabe en todo caso preguntarse cómo habría tenido conocimiento de este término específicamente taoísta, que por lo demás parece realmente ser el único que empleara nunca.

     

    Capítulo X: EL HOMBRE Y LOS TRES MUNDOS

     

     

    Cuando se comparan entre sí diferentes ternarios tradicionales, si realmente es posible hacerlos corresponder término a término, hay que evitar concluir de ello que los términos correspondientes son necesariamente idénticos, y esto incluso en los casos en que algunos de estos términos llevan designaciones similares, pues muy bien puede ocurrir que tales designaciones se apliquen por transposición analógica en niveles diferentes. Esta observación se impone particularmente en lo que concierne a la comparación de la Gran Tríada extremo-oriental con el Tribhuvana hindú: los “tres mundos” que constituyen este último son, como es sabido, la Tierra (Bhu), la Atmósfera (Bhuvas) y el Cielo (Swar); pero el Cielo y la Tierra no son aquí el Tien y el Ti de la tradición extremo-oriental, que corresponden siempre al Purusha y la Prakriti de la tradición hindú (1). En efecto, mientras que éstos se encuentran fuera de la manifestación, cuyos principios inmediatos son, los “tres mundos” representan por el contrario el conjunto de la manifestación misma, dividida en sus tres grados fundamentales, que respectivamente constituyen el ámbito de la manifestación aformal, el de la manifestación sutil y el de la manifestación grosera o corpórea.

    Dado esto, para justificar el empleo de términos que en ambos casos se está obligado a traducir por las mismas palabras “Cielo” y “Tierra”, basta señalar que la manifestación aformal es evidentemente aquella en la que predominan las influencias celestiales; y la manifestación grosera, aquella en la que predominan las influencias terrenales, en el sentido que anteriormente hemos dado a estas expresiones; puede decirse también, lo que viene a ser lo mismo, que la primera está del lado de la esencia y la segunda del de la substancia, sin que, sin embargo, sea posible en modo alguno identificarlas con la Esencia y la Substancia universales mismas (2). En cuanto a la manifestación sutil, que constituye el “mundo intermedio” (antariksha), es en efecto un término medio a este respecto, y procede de las dos categorías de influencias complementarias en proporciones tales que no se puede decir que una predomine claramente sobre la otra, al menos en cuanto al conjunto, y aunque en su enorme complejidad contenga elementos que pueden estar más cerca del lado esencial o del lado substancial de la manifestación, pero que, de todos modos, no dejan de estar siempre del lado de la substancia con respecto a la manifestación no formal y, por el contrario, de la esencia con respecto a la manifestación grosera.

     

    Este término medio del Tribhuvana, al menos, en modo alguno puede confundirse con el de la Gran Tríada, que es el Hombre, aunque no obstante presenta con él cierta relación, que, si bien no es inmediatamente aparente, no por ello deja de ser real, y que vamos a indicar enseguida; de hecho, no desempeña el mismo papel que él desde todos los puntos de vista. En efecto, el término medio de la Gran Tríada es propiamente el producto o resultante de ambos extremos, lo cual se expresa por su designación tradicional como “Hijo del Cielo y de la Tierra”; aquí, por el contrario, la manifestación sutil no procede sino de la manifestación informal, y la manifestación grosera, a su vez, procede de la manifestación sutil, es decir que cada término, en orden descendente, tiene su principio inmediato en el que le precede. Así pues, la concordancia entre los dos ternarios no puede establecerse válidamente en este aspecto del orden de producción de los términos; sólo puede serlo “estéticamente”, por decirlo así, cuando, estando ya producidos los tres términos, los dos extremos aparecen como correspondientes relativamente a la esencia y a la substancia en el ámbito de la manifestación universal tomada en su conjunto como si tuviese una constitución análoga a la de un ser particular, es decir, propiamente como el “macrocosmos”.

    No vamos a volver a hablar detenidamente de la analogía constitutiva del “macrocosmos” y el “microcosmos”, sobre la que ya nos hemos explanado suficientemente a lo largo de otros estudios; lo que aquí hay que retener sobre todo es que un ser como el hombre, en cuanto “microcosmos”, necesariamente ha de participar de los “tres mundos” y tener en sí elementos que les correspondan respectivamente; y, en efecto, la misma división general ternaria le es igualmente aplicable: por el espíritu pertenece al ámbito de la manifestación informal, por el alma al de la manifestación sutil, y por el cuerpo al de la manifestación grosera; volveremos sobre ello un poco más adelante con unos cuantos desarrollos, pues es ésta una ocasión de mostrar de forma mas precisa las relaciones de distintos ternarios de entre los más importantes que puedan considerarse. Además, es el hombre -y con esto hay que entender sobre todo el “hombre verdadero” o plenamente realizado- quien, más que ningún otro ser, es verdaderamente el “microcosmos”, y ello también a causa de su situación “central”, que hace de él como una imagen o más bien una “suma” (en el sentido latino de la palabra) de todo el conjunto de la manifestación, pues su naturaleza -como decíamos antes- sintetiza en sí misma la de los otros seres, de suerte que nada puede encontrarse en la manifestación que no tenga representación y correspondencia en el hombre. No se trata de una simple forma de hablar más o menos “metafórica”, como demasiado fácilmente estarían inclinados a creer los modernos, sino la expresión de una verdad rigurosa, en la que se funda una notable parte de las ciencias tradicionales; ahí radica particularmente la explicación de las correlaciones existentes, de la manera más “positiva”, entre las modificaciones del orden humano y las del orden cósmico, y sobre las que insiste la tradición extremo-oriental, quizás más aun que ninguna otra, para sacar de ellas prácticamente todas las aplicaciones que implican.

     

    Por otro lado, hemos aludido a una relación más particular del hombre con el “mundo intermedio”, que es lo que se podría llamar una relación de “función”: situado entre Cielo y Tierra, no sólo en el sentido principal que tienen en la Gran Tríada, sino también en el sentido más especializado que tienen en el Tribhuvana, es decir, entre el mundo espiritual y el corporal, y participando de ambos a la vez por su constitución, el hombre tiene precisamente por ello un papel intermediario con respecto al conjunto del Cosmos, comparable al que en el ser vivo tiene el alma entre espíritu y cuerpo. Ahora bien, a este respecto es de notar que, precisamente, en el ámbito intermedio, cuyo conjunto es designado como alma, o también como “forma sutil”, es donde se encuentra comprendido el elemento propiamente característico de la individualidad humana como tal, que es la “mente” (manas), de suerte que podría decirse que ese elemento específicamente humano se sitúa en el hombre como el propio hombre se sitúa en el Cosmos.

    Y a partir de ahí, es fácil comprender que la función respecto de la cual se establece la correspondencia del hombre con el termino medio del Tribhuvana, o con el alma que en el ser vivo lo representa, es propiamente una función de “mediación”: el principio anímico ha sido calificado a menudo de “mediador” entre espíritu y cuerpo (3); y, del mismo modo, el hombre tiene verdaderamente un papel de “mediador” entre Cielo y Tierra, como explicaremos después más ampliamente. Solamente en eso, y no en cuanto el hombre es “Hijo del Cielo y de la Tierra”, puede establecerse una correspondencia término a término entre la Gran Tríada y el Tribhuvana, sin que además tal correspondencia implique en modo alguno una identificación de los términos del uno con los del otro; ese es el punto de vista que hemos llamado “estático” para distinguirlo del que se podría llamar “genético” (4), es decir, aquel que concierne al orden de producción de los términos, y para el cual tal concordancia no es posible ya, como se ha de ver aún mejor por las consideraciones que van a seguir.

     

    NOTAS:

     

    (1). Cf. L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XII y XIV.

     

    (2). Señalaremos incidentalmente, a este respecto, que los propios caracteres “paterno” y “materno” de que hemos hablado en el capítulo anterior son a veces transpuestos de manera similar: cuando por ejemplo se trata de los “Padres de arriba” y de las “Madres de abajo”, tal como se encuentra sobre todo en ciertos tratados árabes, los “Padres” son los Cielos considerados distintivamente, o sea, los estados aformales o espirituales de que procede la esencia de un ser como el individuo humano, y las “Madres” son los elementos de que está constituido el “mundo sublunar”, es decir el mundo corpóreo representado por la Tierra en cuanto proporciona su substancia a ese mismo ser, tomados naturalmente aquí los términos de “esencia” y "sustancia” en sentido relativo y particularizado.

     

    (3). Puede recordarse aquí especialmente el “mediador plástico” de Cudworth.

     

    (4). Aunque “estático” se opone habitualmente a “dinámico”, preferimos no emplear aquí esta última palabra que sin ser en absoluto impropia, no expresaría bastante claramente aquello de que se trata.

     

    Capítulo XI: “SPIRITUS”, “ANIMA”, “CORPUS”

     

    La división ternaria es la más general y al propio tiempo la más sencilla que pueda establecerse para definir la constitución de un ser vivo, y en particular la del hombre, pues está claro que la dualidad cartesiana de “espíritu” y “cuerpo”, que en cierto modo se ha impuesto en todo el pensamiento occidental moderno, de ninguna forma puede corresponder a la realidad; ya hemos insistido en ello lo bastante a menudo en otros lugares como para no tener necesidad de volver sobre ello ahora. La distinción de espíritu, alma y cuerpo es además la unánimemente admitida por todas las doctrinas de Occidente, fuese en la Antigüedad o en la Edad Media; el que más tarde se haya llegado a olvidarla hasta el extremo de no ver ya en los términos de “espíritu” y “alma” más que especies de sinónimos, bastante vagos además, y de emplearlos indistintamente uno por otro, cuando propiamente designan realidades de orden totalmente diferente, es quizá uno de los ejemplos más asombrosos que puedan darse de la confusión que caracteriza a la mentalidad moderna. Tal error, además, tiene consecuencias que no todas son de orden puramente teórico, y evidentemente ello lo hace aún más peligroso (1); pero no es de esto de lo que hemos de ocuparnos aquí, y en lo que concierne a la división ternaria tradicional, queremos precisar tan sólo algunos puntos que tienen más directa relación con el tema de nuestro estudio.

     

    Esta distinción de espíritu, alma y cuerpo se ha aplicado al “macrocosmos” lo mismo que al “microcosmos”, siendo análoga la constitución del uno a la del otro, de modo que necesariamente han de encontrarse elementos que se corresponden rigurosamente por una y otra parte. Esta consideración, en los Griegos, parece vincularse sobre todo a la doctrina cosmológica de los Pitagóricos, que, por lo demás, no hacían en realidad sino “readaptar” enseñanzas mucho más antiguas; Platón se inspiró en esta doctrina y la siguió mucho más de cerca de lo que comúnmente se cree, y, en parte por mediación de él, algo de ella se transmitió a filósofos posteriores, como por ejemplo los estoicos, cuyo punto de vista, por lo demás, mucho más exotérico, mutiló y deformó demasiado a menudo las concepciones de que se trata. Los Pitagóricos consideraban un cuaternario fundamental que comprendía en primer lugar al Principio, transcendente con respecto al Cosmos, después, al Espíritu y el Alma universales, y por ultimo, a la Hyle primordial (2); es importante señalar que esta última, en cuanto pura potencialidad, no puede asimilarse al cuerpo y corresponde más bien a la “Tierra” de la Gran Tríada que a la del Tribhuvana, mientras que el Espíritu y el Alma universales recuerdan manifiestamente a los otros dos términos de este último. En cuanto al Principio transcendente, en ciertos aspectos corresponde al “Cielo” de la Gran Tríada, pero, no obstante, por otra parte se identifica también con el Ser o la Unidad metafísica, esto es, Tai-ki; parece faltar aquí una distinción clara, que por lo demás quizá no era exigida por el punto de vista, mucho menos metafísico que cosmológico, desde el que se establecía el cuaternario de que se trata. Sea lo que fuere, los estoicos deformaron esta enseñanza en sentido “naturalista”, perdiendo de vista el Principio transcendente y no considerando ya mas que un “Dios” inmanente que, para ellos, se asimilaba pura y simplemente al Spiritus Mundi; no decimos al Anima Mundi, contrariamente a lo que parecen creer algunos de sus intérpretes afectados por la confusión moderna de espíritu y alma pues en realidad, para ellos, lo mismo que para aquellos que seguían más fielmente la doctrina tradicional, esa Anima Mundi nunca tuvo sino un papel simplemente “demiúrgico”, en el más estricto sentido de la palabra, en la elaboración del Cosmos a partir de la Hyle primordial.

    Acabamos de decir elaboración del Cosmos, pero quizá fuera más exacto decir aquí formación del Corpus Mundi, en primer lugar porque la función “demiúrgica”, en efecto, es propiamente una función “formadora” (3), y luego porque, en cierto sentido, el Espíritu y el Alma universales mismos también forman parte del Cosmos; en cierto sentido, pues, a decir verdad, pueden considerarse desde un doble punto de vista, que también corresponde en cierto modo a lo que antes llamábamos punto de vista “genético” y punto de vista “estático”, sea como “principios” (en sentido relativo), sea como “elementos” constitutivos del ser “macrocósmico”. Esto proviene de que, puesto que se trata del ámbito de la Existencia manifestada, estamos de este lado de la distinción entre Esencia y Substancia; del lado “esencial”, Espíritu y Alma son como “reflexiones” del Principio mismo de la manifestación a niveles distintos; del lado “substancia”, por el contrario, aparecen como “producciones” surgidas de la materia prima, aunque determinando ellos mismos sus producciones posteriores en sentido descendente (4), y ello porque para situarse efectivamente en lo manifestado, es menester que ellos mismos también se hagan parte integrante de la manifestación universal. La relación entre estos dos puntos de vista se representa simbólicamente por el complementarismo del rayo luminoso y el plano de reflexión, necesarios ambos para que se produzca una imagen, de suerte que, por una parte, la imagen es verdaderamente un reflejo de la fuente luminosa misma, y, por otra, se sitúa en el grado de realidad señalado por el plano de reflexión (5); para emplear el lenguaje de la tradición extremo-oriental, el rayo luminoso corresponde aquí a las influencias celestiales, y el plano de reflexión a las influencias terrenales, lo cual coincide bien con la consideración del aspecto “esencial” y el aspecto “substancial” de la manifestación (6).

    Naturalmente, estas observaciones que acabamos de formular acerca de la constitución del “macrocosmos” se aplican también en lo que concierne al espíritu y el alma en el “microcosmos”; sólo el cuerpo no puede ser jamás considerado como “principio”, hablando con propiedad, porque siendo resultado y término final de la manifestación (ello, naturalmente, por lo que se refiere a nuestro mundo o estado de existencia), no es más que “producto” y no puede convertirse en “productor” en ningún aspecto. Por este carácter, el cuerpo expresa la pasividad substancial tan completamente como en el orden manifestado es posible; Mas al propio tiempo, también así se diferencia evidentísimamente de la Substancia misma, que en cuanto principio “maternal” concurre a la producción de la manifestación. En este aspecto, se puede decir que el ternario de espíritu, alma y cuerpo está constituido de otro modo que los ternarios formados de dos términos complementarios y en cierto modo simétricos y un producto que ocupa una posición intermedia entre ellos; en este caso (y naturalmente también en el del Tribhuvana, al cual corresponde exactamente), los dos primeros términos se sitúan del mismo lado con respecto al tercero, y si bien éste, a fin de cuentas, puede ser considerado todavía como su producto, ya no desempeñan un papel simétrico en tal producción: el cuerpo tiene su principio inmediato en el alma, pero no procede del espíritu sino indirectamente y por intermedio del alma. Solamente cuando se considera al ser como enteramente constituido, esto es, desde el punto de vista que hemos llamado “estático”, viendo en el espíritu el aspecto “esencial” y en el cuerpo el aspecto “substancial”, puede encontrarse una simetría en este aspecto no ya entre los dos primeros términos del ternario, sino entre el primero y el último; entonces, en el mismo aspecto, el alma es intermedia entre el espíritu y el cuerpo (y así se justifica su designación como principio “mediador” que anteriormente indicábamos), pero no por ello deja de ser, como segundo término, forzosamente anterior al tercero (7), y, por consiguiente, en modo alguno puede ser considerada como producto o resultante de los dos términos extremos.

     

    Todavía puede plantearse otra cuestión: ¿cómo es que, pese a la falta de simetría que entre ellos acabamos de indicar, espíritu y alma, no obstante, se toman a veces en cierta forma como complementarios, siendo entonces generalmente considerado el espíritu como principio masculino y el alma como principio femenino? Y es que, siendo el espíritu el que, en la manifestación, más cerca está del polo esencial, el alma se encuentra, respecto a él, del lado substancial; así, con respecto el uno del otro, el espíritu es yang y el alma yin, y por ello suelen simbolizarse respectivamente por el Sol y la Luna, lo que además puede justificarse aún más completamente diciendo que el espíritu es la luz emanada directamente del Principio, mientras que el alma no presenta sino una reflexión de esa luz. Además, el “mundo intermedio”, que también puede llamarse esfera “anímica”, es propiamente el medio en el que se elaboran las formas, lo que, en suma, constituye un papel “substancial” o “maternal”; y esta elaboración se produce bajo la acción o, más bien, la influencia del espíritu, que así tiene en este aspecto un papel “esencial” o “paternal”; por lo demás, está claro que para el espíritu en esto sólo se trata de una “acción de presencia”, a imitación de la actividad “no-actuante” del Cielo (8).

    Agregaremos unas palabras a propósito de los principales símbolos del Anima Mundi: uno de los más habituales es la serpiente, a causa de que el mundo “anímico” es el ámbito propio de las fuerzas cósmicas, que, aunque también actúan en el mundo corporal, pertenecen en sí mismas al orden sutil; y ello está relacionado, naturalmente, con lo que anteriormente hemos dicho del simbolismo de la doble espiral y el del caduceo; además, la dualidad de los aspectos que toma la fuerza cósmica, corresponde realmente al carácter intermedio de ese mundo “anímico”, que hace de él propiamente el lugar de encuentro de las influencias celestiales y las terrenales.

    Por otra parte, la serpiente, en cuanto símbolo del Anima Mundi, se representa las más de las veces en la forma circular del Uroboros; tal forma, en efecto, le conviene al principio anímico en cuanto está del lado de la esencia con respecto al mundo corporal; pero, por supuesto, está por el contrario, del lado de la substancia con respecto al mundo espiritual, de suerte que, según el punto de vista desde el que se lo considere, puede tomar los atributos de la esencia o los de la substancia, lo que, por decirlo así, le da la apariencia de una doble naturaleza. Estos dos aspectos se encuentran reunidos de forma bastante notable en otro símbolo del Anima Mundi que pertenece al hermetismo de la Edad Media (fig.15): se ve en él un circulo en el interior de un cuadrado “animado”, es decir, puesto sobre uno de sus ángulos para sugerir la idea de movimiento, mientras que, por el contrario, el cuadrado que descansa sobre su base expresa la idea de estabilidad (9); y lo que hace a esta figura particularmente interesante desde el punto de vista en que nos situamos ahora, es que las formas circular y cuadrada que son sus elementos tienen en ella significaciones respectivas exactamente concordantes con las que tienen en la tradición extremo-oriental (10).

     

    NOTAS:

     

    (1). Véase El Reino de la Cantidad y los Signos de los tiempos, cap. XXXV.

     

    (2). Cf. el comienzo de los Rasâil Ikhwân Es-Safâ, que contiene una exposición clarísima de esta doctrina pitagórica.

     

    (3). Es importante subrayar que decimos “formadora” y no “creadora”; esta distinción tomará su sentido más preciso si se considera que a los cuatro términos del cuaternario pitagórico se los puede poner respectivamente en correspondencia con los “cuatro mundos” de la Kábbala hebrea.

     

    (4). Recordemos a este respecto que, según la doctrina hindú, Buddhi, que es el Intelecto puro y que, como tal, corresponde al Spiritus y a la manifestación informal, es ella misma la primera de las producciones de Prakriti, al mismo tiempo que es también, por otro lado, el primer grado de la manifestación de Atmâ o del Principio trascendente (V. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VII)

     

    (5). Véase Le Symbolisme de la Croix, capítulo XXIV.

     

    (6). El rayo luminoso y el plano de reflexión corresponden exactamente a la línea vertical y a la línea horizontal tomadas para simbolizar respectivamente el Cielo y la Tierra (V. anteriormente, fig. 7)

     

    (7). Es evidente que se trata aquí esencialmente de una anterioridad lógica, siendo además considerados los tres términos en simultaneidad como elementos constitutivos del ser.

     

    (8). Estas últimas observaciones pueden permitir el comprender que, en el simbolismo hermético de la Masonería escocesa, el Spiritus y el Anima sean representados respectivamente por las figuras del Espíritu Santo y de la Virgen, lo que es una aplicación de orden menos universal que la que hace corresponder éstos a Purusha y a Prakriti como hemos dicho al principio. Hace falta añadir que, en este caso, lo que se considera como el producto de los dos términos en cuestión no es el cuerpo, sino algo de otro orden, que es la Piedra filosofal, frecuentemente asimilada, en efecto, simbólicamente a Cristo; y, desde este punto de vista, su relación es aún más estrictamente conforme a la noción del complementarismo propiamente dicho que en lo que concierne a la producción de la manifestación corporal.

     

    (9). Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XX.

     

    (10). Comparando esta figura con la figura 8, se comprobará que la imagen esquemática del "mundo intermedio" aparece en cierto modo como una "vuelta" o un "giro" de la del conjunto del Cosmos; sería posible deducir de esta observación, en lo que concierne a las leyes de la manifestación sutil, ciertas consecuencias bastante importantes, pero que no podemos ni pensar en desarrollar aquí.

     

    Capítulo XII: AZUFRE, MERCURIO Y SAL

     

    La consideración del ternario de espíritu, alma y cuerpo nos conduce bastante naturalmente a la del ternario alquímico de Azufre, Mercurio y Sal (1), pues éste le es comparable en muchos aspectos, aunque sin embargo procede de un punto de vista algo diferente, lo que se manifiesta principalmente en el hecho de que el complementarismo de los dos primeros términos esta en él mucho más acentuado, de donde una simetría que, como hemos visto, no existe verdaderamente en el caso del espíritu y el alma, Io que constituye una de las grandes dificultades para la comprensión de los escritos alquímicos o herméticos en general, es que en ellos los mismos términos se toman a menudo en múltiples acepciones, que corresponden a diversos puntos de vista; pero, si bien ocurre así particularmente para el Azufre y el Mercurio, no es menos cierto que el primero es considerado constantemente como un principio activo o masculino, y el segundo como un principio pasivo o femenino; en cuanto a la Sal, es neutra en cierto modo, como corresponde al producto de los dos complementarios, en el cual se equilibran las tendencias inversas inherentes a sus naturalezas respectivas.

     

    Sin entrar en detalles que aquí no harían al caso, se puede decir que el Azufre, cuyo carácter activo hace que se le asimile a un principio ígneo, es esencialmente un principio de actividad interior, que se considera que se irradia a partir del centro mismo del ser. En el hombre, o por semejanza con éste, tal fuerza interna suele identificarse en cierta forma con el poder de la voluntad; ello, por otra parte, sólo es exacto a condición de entender la voluntad en un sentido mucho más profundo que el sentido psicológico corriente, y de análoga manera a aquella en que se puede hablar, por ejemplo, de la “Voluntad divina” (2) o, según la terminología extremo-oriental, la “Voluntad del Cielo”, puesto que su origen es propiamente “central”, mientras que todo cuanto la psicología considera es simplemente “periférico” y no corresponde a fin de cuentas sino a modificaciones superficiales del ser. Además, si mencionamos aquí la “Voluntad del Cielo” es a propósito, pues el Azufre, por su “interioridad”, sin que pueda ser asimilado al Cielo mismo, pertenece al menos, evidentemente, a la categoría de las Influencias celestiales; y, en lo que concierne a su identificación con la voluntad, se puede decir que, si bien no es verdaderamente aplicable al caso del hombre corriente (que la psicología toma exclusivamente como objeto de su estudio), está plenamente justificada, por el contrario, en el del “Hombre verdadero”, que se sitúa en el centro de todo, y cuya voluntad, como consecuencia, está necesariamente unida a la “Voluntad del Cielo” (3).

     

    En cuanto al Mercurio, su pasividad, correlativamente a la actividad del Azufre, le hace ser considerado como principio húmedo (4); y se considera que reacciona desde el exterior, de suerte que en este aspecto desempeña el papel de fuerza centrípeta y compresiva, que se opone a la acción centrifuga y expansiva del Azufre y en cierta manera la limita. Por todos estos caracteres respectivamente complementarios, actividad y pasividad, “interioridad” y “exterioridad”, expansión y compresión, se ve, volviendo al lenguaje extremo-oriental, que el Azufre es yang y el Mercurio yin, y que, si al primero se lo relaciona con el orden de las influencias celestiales, al segundo se lo ha de relacionar con el de las influencias terrenales. No obstante, hay que fijarse bien en que el Mercurio no se sitúa en la esfera corporal, sino en la esfera sutil o “anímica”: en razón de su exterioridad, se puede considerar que representa el “ambiente”, debiendo concebirse entonces este último como constituido por el conjunto de las corrientes de la doble fuerza cósmica de la que anteriormente hemos hablado (5). Además, a causa de la doble naturaleza o del doble aspecto que esta fuerza ofrece, y que es como un carácter inherente a todo cuanto pertenece al “mundo intermedio”, el Mercurio, sin embargo, aunque siendo considerado principalmente como principio húmedo, como acabamos de decir, es descrito a veces como un “agua ígnea” (e incluso alternativamente como un “fuego liquido” (6), y ello sobre todo en cuanto experimenta la acción del Azufre, que “esfuerza” a esa doble naturaleza y la hace pasar de la potencia al acto (7).

    De la acción interior del Azufre y la reacción exterior del Mercurio, resulta una especie de “cristalización” que determina, se podría decir, un límite común al interior y al exterior, o una zona neutra en la que se encuentran y se estabilizan las influencias opuestas que proceden respectivamente de uno y otro; el producto de esa “cristalización” es la Sal (8), que se representa por el cubo, en cuanto éste es a la vez el tipo de la forma cristalina y el símbolo de la estabilidad (9). Precisamente porque, en cuanto a la manifestación individual de un ser, señala la separación del interior y el exterior, este tercer término constituye para ese ser como una “envoltura” por la que a la vez está en contacto con el “ambiente” en cierto aspecto y aislado de éste en otro aspecto; en esto corresponde al cuerpo, que efectivamente desempeña este papel “terminante” en un caso como el de la individualidad humana (10). Por otra parte, por lo que antecede se ha visto la evidente relación del Azufre con el espíritu y del Mercurio con el alma; pero también hay aquí que tener sumo cuidado al comparar entre sí distintos ternarios, ya que la correspondencia de sus términos puede variar según el punto de vista desde el que se los considera. En efecto, el Mercurio, en cuanto principio “anímico”, corresponde al “mundo intermedio” o al término medio del Tribhuvana, y la Sal, en cuanto es, no diremos idéntica, pero sí al menos comparable con el cuerpo, ocupa la misma posición extrema que el ámbito de la manifestación grosera; pero, en otro aspecto, la situación respectiva de estos dos términos aparece como inversa de aquélla, es decir que la Sal es entonces la que se convierte en término medio. Este último punto de vista es el mas característico de la concepción específicamente hermética del ternario de que se trata, a causa del papel simétrico que da a Azufre y Mercurio: la Sal es entonces intermedia entre ellos, en primer lugar porque es como su resultante, y luego porque se sitúa en el propio limite de los dos ámbitos “interior” y “exterior” a los que respectivamente corresponden; es “terminante” en este sentido, podríamos decir, aún más que con respecto al proceso de la manifestación, aunque en realidad lo sea a la vez de ambas formas.

     

    Esto ha de permitir comprender por qué motivo no podemos identificar sin reservas la Sal con el cuerpo; sólo se puede decir, para ser exactos, que el cuerpo corresponde a la Sal en cierto aspecto o en una aplicación particular del ternario alquímico. En otra aplicación menos limitada, lo que corresponde a la Sal es la individualidad entera (11): entonces, el Azufre sigue siendo el principio interno del ser, y el Mercurio es el “ambiente” sutil de un determinado mundo o estado de existencia; la individualidad (suponiendo naturalmente que se trata de un estado de manifestación formal, como el estado humano) es la resultante del encuentro del principio interno con el “ambiente”; y se puede decir que el ser, en cuanto manifestado en ese estado, está como “envuelto” en la individualidad, de manera análoga a como, en otro nivel, la individualidad misma esta “envuelta” en el cuerpo. Para decirlo con un simbolismo que ya hemos empleado anteriormente, el Azufre es comparable con el rayo luminoso y el Mercurio con su plano de reflexión, y la Sal es el producto del encuentro del primero con el segundo; pero esto, que implica toda la cuestión de las relaciones del ser con el medio en que se manifiesta, merece ser considerado con más amplios desarrollos.

     

    NOTAS:

     

    (1). Apenas hay necesidad de decir que no se trata aquí de los cuerpos que portan los mismos nombres en la química vulgar ni tampoco de cuerpos cualesquiera, sino más bien de principios.

     

    (2). Señalemos al respecto que la palabra griega theion, que es la designación del Azufre, significa al mismo tiempo "divino".

     

    (3). Encontraremos más adelante esta consideración de la voluntad a propósito del ternario "Providencia", Voluntad, Destino". El "hombre trascendente", es decir, aquel que ha realizado en sí mismo al "Hombre Universal" (el-insânul-kâmil), es, en el lenguaje del hermetismo islámico, designado como el "Azufre rojo" (el-kebrîtul-ahmar), que es también representado simbólicamente por el Fénix; entre él y el "hombre verdadero" u "hombre primordial" (el-insânul-qadîm), la diferencia es la que existe entre la "obra al rojo" y la "obra al blanco", correspondientes a la perfección respectiva de los "grandes misterios" y de los "pequeños misterios"

     

    (4). Por ello se encuentra también, entre sus diversas designaciones, la de "húmedo radical".

     

    (5). Se recordará aquí lo que hemos indicado anteriormente con respecto a la doble espiral considerada como "esquema del ambiente"; el Mercurio de los hermetistas es en suma la misma cosa que la "luz astral" de Paracelso, o lo que algunos autores más recientes, como Eliphas Lévi, han denominado más o menos justamente el "gran agente mágico", si bien, en realidad, su actuación en el dominio de las ciencias tradicionales, esté muy lejos de limitarse a esta aplicación de orden inferior que constituye la magia en el sentido propio de la palabra, como lo muestran suficientemente las consideraciones que hemos expuesto a propósito de la "solución" y de la "coagulación" herméticas. Cf. también Aperçus sur l´Initiation, cap. XLI.

     

    (6). Las corrientes de fuerza sutil pueden además dar efectivamente una impresión de este género a los que las perciben, y ello mismo puede ser una de las causa de la ilusión "fluídica" tan común al respecto, sin perjuicio de las razones de otro orden que han contribuido también a dar nacimiento a esta ilusión o a mantenerla. Cf. Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XVIII.

     

    (7). Se trata entonces de lo que los hermetistas denominan el Mercurio "animado" o "doble" para distinguirlo del Mercurio ordinario, es decir, tomado pura y simplemente como es en sí mismo.

     

    (8). Hay analogía con la formación de una sal en el sentido químico de la palabra, en tanto que ésta es producida por la combinación de un ácido, elemento activo, y de un álcali, elemento pasivo, que desempeñan respectivamente, en este caso especial, funciones comparables a las del Azufre y del Mercurio, pero que, entiéndase bien, difieren esencialmente de éstos en que son cuerpos y no principios; la sal es neutra y se presenta generalmente bajo forma cristalina, lo que puede acabar de justificar la transposición hermética de esta designación.

     

    (9). Es la "piedra cúbica" del simbolismo masónico; hay que precisar, por lo demás, que se trata aquí de la "piedra cúbica" ordinaria, y no de la "piedra cúbica en punta", que simboliza propiamente la Piedra filosofal, la pirámide sobre el cubo representa un principio espiritual que viene a fijarse sobre la base constituida por la Sal. Se puede destacar que el esquema plano de esta "piedra cúbica en punta", es decir, el cuadrado cubierto por el triángulo, no difiere del signo alquímico del Azufre sino por la sustitución de la cruz por el cuadrado; los dos símbolos tiene la misma correspondencia numérica, 7= 3+4, donde el septenario aparece como compuesto por un ternario superior y por un cuaternario inferior, relativamente "celeste" y "terrestre" uno con relación a otro; pero el cambio de la cruz en cuadrado expresa la "fijación" o la "estabilización" en una "entidad" permanente, de la cual el azufre ordinario no representaba aún más que el estado de virtualidad, y que él no ha podido realizar efectivamente más que tomando un punto de apoyo en la resistencia misma que le opone el Mercurio en tanto que "materia de la obra".

     

    (10). Por lo que hemos indicado en la nota precedente, se puede entonces comprender la importancia del cuerpo (o de un elemento "terminante" correspondiente a este en las condiciones de otro estado de existencia) como "soporte" de la realización iniciática. Añadamos a este respecto que, si es primero el Mercurio la "materia de la obra" como acabamos de decir, la Sal se convierte en ella a continuación y bajo otro aspecto, como lo muestra la formación del símbolo de la "piedra cúbica en punta"; es a lo que se refiere la distinción que hacen los hermetistas entre su "primera materia" y su "materia próxima".

     

    (11). Desde este punto de vista, la transformación de la "piedra bruta" en "piedra cúbica" representa la elaboración que debe sufrir la individualidad ordinaria para poder ser apta para servir de "soporte" o de "base" a la realización iniciática; la "piedra cúbica en punta" representa la inserción efectiva en esta individualidad de un principio de orden supraindividual, que constituye la realización iniciática misma , la cual, por lo demás, puede ser considerada de una manera análoga y, por lo tanto, ser representada por el mismo símbolo en sus diferentes grados, siendo estos siempre obtenidos por operaciones correspondientes entre ellas, bien que a niveles diferentes, como la "obra al blanco" y la "obra al rojo" de los alquimistas.

     

    Capítulo XIII: EL SER Y EL MEDIO

     

    En la naturaleza individual de todo ser hay dos elementos de distinto orden que conviene distinguir claramente, aunque señalando sus relaciones de forma tan precisa como sea posible: en efecto, dicha naturaleza individual, procede primero de lo que el ser es en sí mismo, que representa su lado interior y activo, y luego, en segundo lugar, del conjunto de influencias del medio en el que se manifiesta, que representan su lado exterior y pasivo. Para comprender cómo está determinada la constitución de la individualidad (y ha de quedar bien claro que aquí se trata de la individualidad integra, de la cual la modalidad corporal es sólo la parte más exterior) por la acción del primero de ambos elementos sobre el segundo, o, en términos alquímicos, cómo resulta la Sal de la acción del Azufre sobre el Mercurio, podemos servirnos de la representación geométrica a que acabamos de aludir al hablar del rayo luminoso y su plano de reflexión (1); y, para ello, debemos relacionar el primer elemento con el sentido vertical, y el segundo con el horizontal. En efecto, la vertical representa entonces lo que vincula entre sí todos los estados de manifestación de un mismo ser, y que es necesariamente la expresión de ese ser mismo, o, si se quiere, de su “personalidad”, la proyección directa por la que esta se refleja en todos los estados; mientras que el plano horizontal representará el ámbito de un determinado estado de manifestación, considerado aquí en sentido “macrocósmico”; por consiguiente, la manifestación del ser en ese estado la determinará la intersección de la vertical considerada con ese plano horizontal.

    Siendo así, es evidente que el punto de intersección no es cualquiera, sino que está determinado por la vertical de que se trata, en cuanto se distingue de cualquier otra vertical, es decir, en suma, por el hecho de que ese ser es lo que es, y no lo que es otro ser cualquiera que se manifiesta igualmente en el mismo estado. Se podría decir, en otras palabras, que es el ser mismo el que, por su propia naturaleza, determina las condiciones de su manifestación, con la reserva de que, naturalmente, estas condiciones no podrán ser de todos modos sino una especificación de las condiciones generales del estado considerado, puesto que su manifestación ha de ser necesariamente un desarrollo de posibilidades contenidas en ese estado, con exclusión de las que pertenecen a otros estados; y esta reserva viene señalada geométricamente por la previa determinación del plano horizontal.

    El ser, pues, se manifestará revistiéndose, por decirlo así, de elementos tomados del ambiente, y cuya “cristalización” será determinada por la acción, sobre dicho ambiente, de su propia naturaleza interna (que, en sí misma, ha de considerarse de orden esencialmente supraindividual, así como lo indica el sentido vertical según el cual se ejerce su acción); en el caso del estado individual humano, estos elementos pertenecerán naturalmente a las diferentes modalidades de ese estado, es decir, a la vez al orden corporal y al orden sutil o psíquico. Este punto es particularmente importante para alejar ciertas dificultades que se deben tan sólo a concepciones erróneas o incompletas: en efecto, si por ejemplo se traduce esto más especialmente en términos de “herencia”, se podrá decir que no solo hay una herencia fisiológica, sino también una herencia psíquica, explicándose ambas exactamente de la misma forma, esto es, por la presencia, en la constitución del individuo, de elementos tomados del medio especial en que se ha efectuado su nacimiento.

    Pues bien, en Occidente, algunos se niegan a admitir la herencia psíquica, porque, no conociendo nada más allá del ámbito al que ésta se refiere, creen que ese ámbito ha de ser el que pertenece propiamente al ser mismo, que representa lo que él es independientemente de toda influencia del medio. Otros, que, por el contrario, admiten esa herencia, creen poder concluir de ellos que el ser, en todo cuanto es, está totalmente determinado por el medio, y que no es otra cosa que lo que éste le hace ser y sólo eso, porque tampoco ellos conciben nada fuera del conjunto de los ámbitos corporal y psíquico. Se trata, pues, de dos errores en cierto modo opuestos, pero con una sola y misma fuente: ambos reducen el ser entero a su simple manifestación individual, e ignoran por igual todo principio transcendente con respecto a ésta. Lo que hay en el fondo de todas estas concepciones modernas del ser humano es siempre la idea de la dualidad cartesiana “cuerpo-alma” (2), que, de hecho, equivale pura y simplemente a la dualidad de lo fisiológico y lo psíquico, indebidamente considerada irreductible, última en cierto modo, y como si comprendiesen todo el ser en sus dos términos, cuando en realidad éstos no representan sino los aspectos superficiales y exteriores del ser manifestado, y no son sino simples modalidades que pertenecen a un solo y mismo grado de existencia, el que figura el plano horizontal que hemos considerado, de suerte que el uno no es menos contingente que el otro, y que el ser verdadero está más allá tanto de uno como de otro.

    Para volver a la herencia, hemos de decir que no expresa totalmente las influencias del medio sobre el individuo, sino que constituye tan sólo su parte mas inmediatamente perceptible; en realidad, tales influencias se extienden mucho más allá, y hasta se podría decir, sin ninguna exageración y de la forma mas literalmente exacta, que se extienden indefinidamente en todos los sentidos. En efecto, el medio cósmico, que es el ámbito del estado de manifestación considerado, no puede concebirse más que como un conjunto cuyas partes todas están ligadas entre si, sin ninguna solución de continuidad, pues concebirlo de otro modo equivaldría a suponer en él un “vacío”, cuando éste, como no es una posibilidad de manifestación, no puede tener cabida en él (3). Como consecuencia, necesariamente ha de haber relaciones, es decir, en el fondo, acciones y reacciones recíprocas, entre todos los seres individuales manifestados en ese ámbito, sea simultáneamente, sea sucesivamente (4); desde el mas próximo hasta el más alejado (y ello ha de entenderse tanto en el tiempo como en el espacio), no es, en suma, sino asunto de diferencia de proporciones o grados, de suerte que la herencia, cualquiera que pueda ser su importancia relativa con respecto a todo lo demás, aparece tan sólo como un simple caso particular.

    En todos los casos, se trate de influencias hereditarias o de otro tipo, lo que hemos dicho al principio sigue siendo igual de cierto: como la situación del ser en el medio está determinada, en definitiva, por su naturaleza propia, los elementos que toma de su ambiente inmediato, y también los que atrae a sí en cierto modo de todo el conjunto indefinido de su ámbito de manifestación (y ello, por supuesto, se aplica tanto a los elementos de orden sutil como a los de orden corporal), han de estar en correspondencia necesariamente con esa naturaleza, sin lo cual no podría asimilárselos efectivamente de modo tal que hiciese de ellos como otras tantas modificaciones secundarias de sí mismo. En esto consiste la “afinidad” en virtud de la cual se podría decir que el ser toma del medio sólo aquello que es conforme con las posibilidades que lleva en sí, que son las suyas propias y no son las de ningún otro ser, sólo aquello que en razón de esta misma conformidad ha de proporcionar las condiciones contingentes que permitan a esas posibilidades desarrollarse o “actualizarse” en el transcurso de su manifestación individual (5). Además, es evidente que toda relación entre dos seres cualesquiera, para ser real, forzosamente ha de ser expresión de algo que pertenece a la vez a la naturaleza de ambos; así, la influencia que un ser parece sufrir del exterior y recibir de otro distinto, considerándolo desde un punto de vista más profundo, nunca es verdaderamente más que una especie de traducción, con respecto al medio, de una posibilidad inherente a la naturaleza propia de ese mismo estado (6).

    Hay un sentido, sin embargo, en el que se puede decir que, en su manifestación, el ser sufre realmente la Influencia del medio; pero eso tan sólo en cuanto esa influencia es considerada por su lado negativo, es decir, en cuanto constituye propiamente una limitación para ese ser. Ello es una consecuencia inmediata del carácter condicionado de todo estado de manifestación: en él, el ser se encuentra sometido a ciertas condiciones que tienen un papel limitativo, y que comprenden en primer lugar las condiciones generales que definen el estado considerado, y, luego, las condiciones especiales que definen el modo particular de manifestación de ese ser en ese estado. Por lo demás, es fácil de comprender que, sean cuales sean las apariencias, la limitación como tal no tiene ninguna existencia positiva, y que no es otra cosa que una restricción que excluye determinadas posibilidades, o una “privación” con respecto a aquello que ella excluye así, es decir, de cualquier manera que se exprese, algo puramente negativo.

    Por otra parte, ha de quedar bien claro que condiciones limitativas tales son esencialmente inherentes a un determinado estado de manifestación, que se aplican exclusivamente a lo que está comprendido en ese estado, y que, por consiguiente, en modo alguno pueden unirse al ser mismo y seguirlo a otro estado. Para manifestarse en éste, el ser encontrará naturalmente también ciertas condiciones de carácter análogo al de aquellas a las que estaba sometido en el estado que hemos considerado al principio, pero que serán diferentes y jamás podrán describirse en términos que convengan únicamente a éstas, como los del lenguaje humano, por ejemplo, que no pueden expresar condiciones de existencia distintas de las del estado correspondiente, puesto que ese lenguaje, en suma, se encuentra determinado y como formado por esas mismas condiciones. Insistimos en ello porque, si se admite sin gran dificultad que los elementos sacados del ambiente para entrar en la constitución de la individualidad humana -lo que propiamente es una “fijación” o una “coagulación” de esos elementos- han de serle restituidos, por “disolución”, cuando esa individualidad ha terminado su ciclo de existencia y el ser pasa a otro estado, como todo el mundo puede, por lo demás, comprobar directamente por lo menos en lo que concierne a los elementos de orden corporal (7), parece menos sencillo admitir, aunque, no obstante, ambas cosas estén bastante estrechamente ligadas en realidad, que entonces el ser sale totalmente de las condiciones a las que estaba sometido en ese estado individual (8); y sin duda ello obedece sobre todo a la imposibilidad, no de concebir, por supuesto, sino de representarse condiciones de existencia completamente distintas de aquéllas, y para las cuáles no puede encontrarse en este estado ningún término de comparación.

    Una aplicación importante de lo que acabamos de indicar es la que se refiere al hecho de que un ser individual pertenece a determinada especie, como por ejemplo la especie humana: en la naturaleza de ese ser hay algo, evidentemente, que ha determinado su nacimiento en esta especie antes que en cualquier otra (9); pero, por otra parte, se encuentra sometido, por consecuencia, a las condiciones que la definición misma de la especie expresa, y que figurarán entre las condiciones especiales de su modo de existencia en cuanto individuo; son esos, pudiera decirse, los aspectos positivo y negativo de la naturaleza especifica, positivo en cuanto ámbito de manifestación de ciertas posibilidades y negativo en cuanto condición limitativa de existencia. Unicamente que, y esto hay que comprenderlo bien, sólo en cuanto individuo manifestado en el estado considerado, pertenece efectivamente al ser a la especie de que se trata, y en cualquier otro estado le escapa totalmente y de ninguna manera permanece ligado a ella. En otras palabras, la consideración de la especie únicamente se aplica en sentido horizontal, es decir, en el ámbito de un estado de existencia determinado, y en modo alguno puede intervenir en sentido vertical, esto es, cuando el ser pasa a otros estados. Por supuesto, lo que a este respecto es verdad para la especie lo es también, y con mayor motivo, para la raza, la familia y, en una palabra, para todas las porciones más o menos restringidas del ámbito individual en las que el ser, por las condiciones de su nacimiento, se encuentra incluido en cuanto a su manifestación en el estado considerado (10).

    Para terminar estas consideraciones, diremos unas palabras de la manera en que, con arreglo a lo que antecede, puede considerarse lo que se ha dado en llamar las “influencias astrales”; y, en primer lugar, es conveniente precisar que no hay que entender por tal exclusivamente, ni tampoco principalmente, las influencias propias de los astros cuyos nombres sirven para designarlas, aunque éstas, como las de toda cosa, sin duda tienen también su realidad en su orden, sino que dichos astros representan sobre todo simbólicamente -lo cual no quiere decir “idealmente” o por manera de hablar más o menos figurada, sino, por el contrario, en virtud de correspondencias efectivas y precisas fundadas en la constitución misma del “macrocosmos”- la síntesis de todas las diversas categorías de influencias cósmicas que se ejercen sobre la individualidad, y cuya mayor parte pertenece propiamente al orden sutil. Si, como suele hacerse habitualmente, se considera que esas influencias dominan la individualidad, se trata tan sólo del punto de vista más exterior; en otro orden más profundo, la verdad es que si la individualidad está en relación con un conjunto definido de influencias es que éste es aquel conjunto mismo que es conforme con la naturaleza del ser que en esa individualidad se manifiesta. Así, si bien las “influencias astrales” parecen determinar lo que el individuo es, eso, sin embargo, es sólo la apariencia; en el fondo, no lo determinan, sino que tan sólo lo expresan, en razón de la concordancia o la armonía que necesariamente ha de existir entre el individuo y su medio, y sin lo cual ese individuo no podría realizar de ningún modo las posibilidades cuyo desarrollo constituye el curso mismo de su existencia. La verdadera determinación no viene de afuera, sino del propio ser (lo que a fin de cuentas equivale a decir que en la formación de la Sal es el Azufre el principio activo, mientras que el Mercurio no es más que el principio pasivo), y los signos exteriores tan sólo permiten discernirla, dándole en cierto modo una expresión sensible, al menos para los que sepan interpretarlos correctamente (11). De hecho, esta consideración en nada modifica, ciertamente, los resultados que pueden obtenerse del examen de las “influencias astrales”; pero, desde el punto de vista doctrinal, nos parece esencial para comprender el verdadero papel de éstas, es decir, en suma, la naturaleza real de las relaciones del ser con el medio en el que se efectúa su manifestación individual, por cuanto lo que se expresa a través de esas influencias, en una forma inteligiblemente coordinada, es la multitud indefinida de elementos diversos que constituyen todo ese medio. No insistiremos mas en ello aquí, pues creemos haber dicho lo bastante para hacer entender cómo todo ser individual participa en cierto modo de una doble naturaleza, que según la terminología alquímica puede decirse “sulfurosa” por lo que toca al interior y “mercurial” por lo que toca al exterior; y es esa doble naturaleza, plenamente realizada y plenamente equilibrada en el “hombre verdadero”, lo que hace efectivamente de éste “Hijo del Cielo y de la Tierra”, y que, al propio tiempo, lo vuelve apto para ocupar la función de “mediador” entre estos dos polos de la manifestación.

     

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Para la exposición detallada de esta representación geométrica, remitiremos como siempre a nuestro estudio sobre Le Symbolisme de la Croix.

     

    (2). Decimos aquí "cuerpo-alma" más bien que "cuerpo-espíritu", porque, de hecho, en semejante caso es siempre el alma la que se toma abusivamente en lugar del espíritu, permaneciendo éste completamente ignorado en realidad.

     

    (3). Cf. Les Etats multiples de l´Etre, cap. III.

     

    (4). Esto se relaciona con el punto de vista que corresponde al sentido horizontal en la representación geométrica; si se consideran las cosas en sentido vertical, esta solidaridad de todos los seres aparece como una consecuencia de la unidad principial misma de la cual toda existencia procede necesariamente.

     

    (5). Tales condiciones son las que a veces se denominan causas ocasionales, pero es evidente que no se trata de causas en el sentido verdadero de esta palabra, bien que podrían presentar su apariencia cuando uno se atiene al punto de vista más exterior; las verdaderas causas de todo lo que le sucede a un ser son siempre, en el fondo, las posibilidades que son inherentes a la naturaleza misma de este ser, es decir, algo de orden puramente interior.

     

    (6). Véase lo que hemos dicho en otra parte, a propósito de las cualificaciones iniciáticas, sobre las enfermedades de origen aparentemente accidental (Aperçus sur l'Initiation, cap. XIV).

     

    (7). Conviene decir que la muerte corporal no coincide forzosamente con un cambio de estado en el sentido estricto de la palabra, y que puede representar solamente un simple cambio de modalidad en el interior de un mismo estado de existencia individual; pero, guardando todas las proporciones, las mismas consideraciones se aplican igualmente en todos los casos.

     

    (8). O de una parte de esas condiciones cuando se trata solamente de un cambio de modalidad, como el paso a una modalidad extra-corporal de la individualidad humana.

     

    (9). Es de señalar que, en sánscrito, la palabra "jâti" significa a la vez "nacimiento" y "especie" o "naturaleza específica".

     

    (10). Naturalmente, el caso de la casta no se exceptúa aquí; ello resulta, por lo demás, más visiblemente que para cualquier otro caso, de la definición de la casta como siendo la expresión misma de la naturaleza individual (varna) y formando, por así decir, uno con ésta, lo que indica bien que ella no exista más que en tanto que el ser es considerado en los límites de la individualidad, y que, si ella existe necesariamente en tanto que está ahí contenida, no podría subsistir para él más allá de esos mismos límites, encontrándose todo lo que constituye su razón de ser exclusivamente en el interior de estos y no pudiendo trasladarse a otro dominio de existencia, donde la naturaleza individual de que se trata no responde ya a ninguna posibilidad.

     

    (11). Tal es, de manera general, el principio mismo de todas las aplicaciones "adivinatorias" de las ciencias tradicionales.

     

    Capítulo XIV: EL MEDIADOR

     

    “Sube de la Tierra al Cielo, y de allí desciende nuevamente a la Tierra; de este modo recibe la virtud y eficacia de las cosas superiores e inferiores”: estas palabras de la Tabla de Esmeralda hermética pueden aplicarse muy exactamente al hombre en cuanto termino medio de la Gran Tríada, es decir, de forma más precisa, en cuanto es propiamente el “mediador” por el cual se produce efectivamente la comunicación entre Cielo y Tierra (1). La “subida de la Tierra al Cielo”, por otra parte, se representa ritualmente en muy diversas tradiciones por la subida a un árbol o poste, símbolo del “Eje del Mundo”; por esta subida, forzosamente seguida de descenso (y este doble movimiento corresponde también a la “disolución” y “coagulación”), quien realiza verdaderamente lo que está implicado en el rito se asimila las influencias celestiales y, por decirlo así, las conduce a este mundo para unirlas con las influencias terrenales, primero en sí mismo, y luego, por participación y como por “irradiación”, en el medio cósmico entero (2).

     

    La tradición extremo-oriental, como muchas otras (3), dice que, al principio, Cielo y Tierra no estaban separados; y, en efecto, están necesariamente unidos e “indistinguidos” en Tai-ki, su principio común; mas para que la manifestación pueda producirse, es preciso que el Ser se polarice efectivamente en Esencia y Substancia, lo que puede describirse como una “separación” de estos dos términos complementarios que se representan como Cielo y Tierra, pues entre ellos o en su “intervalo”, si cabe expresarse así, es donde ha de situarse la manifestación misma (4). Por consiguiente, su comunicación sólo podrá establecerse según el eje que une entre sí los centros de todos los estados de existencia, en multitud indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal, eje que se extiende así de uno a otro polo, es decir, precisamente desde el Cielo hasta la Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como hemos dicho anteriormente, según el sentido vertical que señala la jerarquía de dichos estados (5). El centro de cada estado puede ser considerado, pues, como la huella de ese eje vertical en el plano horizontal que geométricamente representa ese estado; y este centro, que es propiamente el “Invariable Medio” (Chung-Yung), es por ello mismo el punto único en que se produce, en ese estado, la unión de las influencias celestiales y las terrenales, al propio tiempo que es también el único desde el cual es posible una comunicación directa con los demás estados de existencia, al tener que efectuarse necesariamente según el eje mismo. Pues bien, en lo que atañe a nuestro estado, el centro es el “lugar” normal del hombre, lo que equivale a decir que el “hombre verdadero” se identifica con ese centro mismo en él y sólo por él, pues, se efectúa en este estado la unión; de Cielo y Tierra, y por eso todo cuanto se manifiesta en este mismo estado procede y depende totalmente de él, y en cierto modo sólo existe como proyección exterior y parcial de sus propias posibilidades. Además, su “acción de presencia” mantiene y conserva la existencia de este mundo (6), puesto que él es su centro y sin este nada puede tener existencia efectiva; tal es, en el fondo, la razón de ser de los ritos que en todas las tradiciones afirman en forma sensible la intervención del hombre para el mantenimiento del orden cósmico, y que, en suma, no son sino otras tantas expresiones más o menos particulares de la función de “mediador” que le pertenece esencialmente (7).

    Numerosos son los símbolos tradicionales que representan al Hombre, como término medio de la Gran Tríada, situado entre el Cielo y la Tierra y desempeñando así su papel de “mediador”; y, en primer lugar, haremos notar a este respecto que ese es el significado general de los trigramas del Yi-king, cuyos tres trazos corresponden respectivamente a los tres términos de la Gran Tríada: el trazo superior representa el Cielo, el trazo medio el Hombre, y el inferior la Tierra; habremos de volver sobre ello un poco más adelante. En los hexagramas, los dos trigramas superpuestos también corresponden respectivamente a Cielo y Tierra; aquí el término medio ya no está figurado visiblemente, sino que es el conjunto mismo del hexagrama, en cuanto une las influencias celestiales y terrenales, lo que expresa propiamente la función del “mediador”. A este respecto, se impone una comparación con uno de los significados del “sello de Salomón”, que además está formado también de seis trazos, aunque dispuestos de diferente forma: en este caso, el triángulo derecho es la naturaleza celestial, el triángulo inverso la naturaleza terrenal, y el conjunto simboliza el “Hombre Universal”, que, uniendo en él ambas naturalezas, es por ello mismo el “mediador” por excelencia (8).

    Otro símbolo extremo-oriental bastante generalmente conocido es el de la tortuga, colocada entre las partes superior e inferior de su concha como el Hombre entre Cielo y Tierra; y, en esta representación, la propia forma de estas dos partes no es menos significativa que su situación: la parte superior, que “cubre” al animal, también corresponde al Cielo por su forma redondeada, y, asimismo, la parte inferior, que lo “sostiene”, corresponde a la Tierra por su forma plana (9). La concha entera, pues, es imagen del Universo (10), y, entre sus dos partes, la propia tortuga representa naturalmente el término medio de la Gran Tríada, esto es, el Hombre; por lo demás, su retracción en el interior de la concha simboliza la concentración en el “estado primordial”, que es el estado del “hombre verdadero”; y esa concentración, además, es la realización de la plenitud de las posibilidades humanas, pues, aunque el centro aparentemente no sea sino un punto sin extensión, este punto, no obstante, en realidad lo contiene todo principialmente (11), y por eso precisamente el “hombre verdadero” contiene en sí mismo todo lo manifestado en el estado de existencia con cuyo centro él se identifica.

     

    Como hemos indicado ya incidentalmente en otro lugar (12), por un simbolismo similar al de la tortuga, en la China, la ropa de los antiguos príncipes había de tener forma redondeada por arriba (es decir en el cuello) y cuadrada por abajo, al ser estas formas las que representan al Cielo y la Tierra; y podemos advertir desde ahora que este símbolo presenta una relación muy particular con otro, sobre el que volveremos un poco más adelante, que coloca al Hombre entre la escuadra y el compás, por cuanto son los instrumentos que sirven respectivamente para trazar el cuadrado y el circulo. Por lo demás, en esa disposición de la ropa, se ve que al hombre-tipo, representado por el príncipe, por unir efectivamente Cielo y Tierra se lo figuraba tocando el Cielo con la cabeza, mientras que sus pies reposaban en la Tierra; es ésta una consideración que volveremos a encontrar enseguida de forma todavía más precisa. Añadamos que si la ropa del príncipe o del soberano tenla así un significado simbólico, lo mismo sucedía con todas las acciones de su vida, que estaban exactamente fijadas según los ritos, lo que hacia de él, como acabamos de decir, la representación del hombre-tipo en toda circunstancia; además, al principio, tenla que ser efectivamente un “hombre verdadero”, y si bien no siempre pudo esto ser así más tarde, a causa de las condiciones de degeneración espiritual creciente de la humanidad, no por ello dejó, en el ejercicio de su función e independientemente de lo que pudiera ser en si misma, de “encarnar” invariablemente en cierto modo al “hombre verdadero” y ocupar ritualmente su lugar, y tanto más necesariamente habla de hacerlo cuanto que, como mejor se verá por lo que sigue, su función era esencialmente la de “mediador” (13).

    Ejemplo característico de estas acciones rituales es la circunvalación del Emperador en el Ming-tang; como sobre ello volveremos más tarde con unos cuantos desarrollos, nos contentaremos, por ahora, con decir que este Ming-tang era como una imagen del Universo (14) concentrada en cierto modo en un lugar que representaba el “Invariable Medio” (y el propio hecho de que el Emperador residiese en este lugar hacia de él la representación del “hombre verdadero”); y Io era a la vez en el doble aspecto de espacio y tiempo, pues allí el simbolismo espacial de los puntos cardinales estaba en relación directa con el simbolismo temporal de las estaciones en el recorrido del ciclo anual. Pues bien, el tejado de este edificio tenía forma redondeada, mientras que su base era de forma cuadrada o rectangular; entre ese techo y esa base, que recuerdan las dos partes, superior e inferior, de la concha de la tortuga, el Emperador, pues, representaba verdaderamente el Hombre entre Cielo y Tierra. Esta disposición, por lo demás, constituye un tipo arquitectónico que, de forma muy general, se encuentra en numerosísimas formas tradicionales distintas con igual valor simbólico; es posible darse cuenta de ello por ejemplos como el del stûpa búdico, el de la qubbah islámica y muchos otros más, como quizá tengamos ocasión de mostrar más completamente en otro estudio, pues este sujeto es de los que tienen gran importancia en lo que atañe al sentido propiamente iniciático del simbolismo constructivo.

     

    Citaremos todavía otro símbolo equivalente a aquel en el aspecto ahora considerado: el del jefe en su carro; éste, en efecto, se construía conforme al mismo “modelo cósmico” que los edificios tradicionales como el Ming-tang, con un dosel circular que representaba el Cielo y un piso cuadrado que representaba la Tierra. Hay que añadir que dosel y piso estaban unidos por un poste, símbolo axial (15), del que una pequeña parte sobrepasaba incluso el dosel (16), como para señalar que la “techumbre del Cielo” está en realidad más allá del Cielo mismo; y ese poste se consideraba que media simbólicamente la altura del hombre-tipo al que se asimilaba el jefe, altura dada por las proporciones numéricas que por lo demás varían según las condiciones cíclicas de la época. Así, el hombre se identificaba a sí mismo con el “Eje del Mundo”, a fin de poder enlazar efectivamente Cielo y Tierra; hay que decir además que tal identificación con el eje, si se considera como plenamente efectiva, pertenece más propiamente al “hombre trascendente”, mientras que el “hombre verdadero” no se identifica efectivamente más que con un punto del eje, que es el centro de su estado, y virtualmente de este modo con el eje mismo; pero este asunto de las relaciones del “hombre transcendente” y el “hombre verdadero” requiere aún otros desarrollos que tendrán cabida en la continuación de este estudio.

     

    NOTAS:

     

    (1). Se puede ver también en estas mismas palabras, desde el punto de vista propiamente iniciático, una indicación muy clara de la doble realización "ascendente" y "descendente"; pero ese es un punto que no podemos ni soñar en desarrollarlo actualmente.

     

    (2). Al respecto, observaremos de pasada que, siendo simbolizado el descenso de las influencias celestiales por la lluvia, es fácil comprender cuál es en realidad el sentido profundo de los ritos que tienen como fin aparente el "hacer llover"; tal sentido es evidentemente independiente de la aplicación "mágica" que ve en él el vulgo, y que por lo demás, no se trata de negar, sino solamente de reducirlo a su justo valor contingente de orden muy inferior. Es interesante señalar que este simbolismo de la lluvia ha sido conservado, a través de la tradición hebrea, hasta en la misma liturgia católica "Rorate Coeli desuper, et nubes pluant Justum" (Isaías, XLV, 8). El "Justo" del que aquí se trata, puede ser considerado como el "mediador" que "redesciende del Cielo a la Tierra", o como el ser que, teniendo efectivamente la plena posesión de su naturaleza celestial, aparece en este mundo como el Avatâra.

     

    (3). Entiéndase bien que, en el fondo, el acuerdo se extiende a todas las tradiciones sin excepción, pero queremos decir que el modo mismo de expresión del que se trata aquí, no es exclusivamente propio de la tradición extremo-oriental.

     

    (4). Por lo demás, esto puede aplicarse analógicamente a niveles diferentes según que se considere la entera manifestación universal, o solamente un estado particular de manifestación, es decir, un mundo, o un ciclo más o menos restringido en la existencia de ese mundo: en todos los casos, habrá siempre como punto de partida, algo que corresponderá, en un sentido más o menos relativo, a la "separación del Cielo y de la Tierra".

     

    (5). Sobre la significación de este eje vertical, Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXIII.

     

    (6). En el esoterismo islámico, se dice de tal ser que "sostiene el mundo por su sola respiración"

     

    (7). Decimos "expresiones" en tanto que esos ritos representan simbólicamente la función de que se trata; pero hay que comprender que, al mismo tiempo, es por el cumplimiento de los ritos como el hombre cumple efectiva y conscientemente esta función, tal es una consecuencia inmediata de la eficacia propia que es inherente a los ritos, y sobre la cual nos hemos explicado suficientemente en otra parte para que sea necesario insistir de nuevo (Véase Aperçus sur l´Initiation).

     

    (8). En términos específicamente cristianos, es la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en Cristo, que tiene efectivamente tal carácter de "mediador" por excelencia (Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII). La concepción del "Hombre Universal" extiende a la manifestación entera, por transposición analógica, esa función que el "hombre verdadero" ejerce solamente, de hecho, con relación a un estado particular de existencia.

     

    (9). La superficie plana como tal, está naturalmente en relación directa con la línea recta, elemento del cuadrado, una y otra pudiendo definirse igualmente, de manera negativa, por la ausencia de curvatura.

     

    (10). Por ello el diagrama llamado Lo-chou fue, se dice, presentado a Yu el Grande por una tortuga; y también de ahí deriva el uso que se hace de la tortuga en ciertas aplicaciones especiales de las ciencias tradicionales, especialmente en el orden "adivinatorio".

     

    (11). Sobre las relaciones del punto con la extensión, Cf. Le Symbolisme de la Croix, capítulos XVI y XXIX.

     

    (12). Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XX.

     

    (13). Hemos ya insistido en otras ocasiones sobre la distinción que debe hacerse, de manera general, entre una función tradicional y el ser que la desempeña, lo que está vinculado propiamente a la primera siendo independiente de lo que vale el segundo en sí mismo y como individuo (ver especialmente Aperçus sur l´Initiation, cap. XLV)

     

    (14). Como la tortuga, el simbolismo de la cual estaba relacionado, como veremos, por la figuración del Lo-chou que proporcionaba su plano.

     

    (15). Este eje no siempre es representado visiblemente en los edificios tradicionales que acabamos de mencionar, pero, esté o no, no deja de desempeñar una función capital en su construcción, que se ordena en cierto modo toda entera con relación a él.

     

    (16). Este detalle, que se encuentra en otros casos y especialmente en el del stûpa, tiene mucha mayor importancia de lo que se podría creer a primera vista, pues, desde el punto de vista iniciático, se relaciona con la representación simbólica de la "salida del Cosmos".

     

    Capítulo XV: ENTRE LA ESCUADRA Y EL COMPÁS

     

     

    Un punto que da motivo para una comparación particularmente notable entre la tradición extremo-oriental y las tradiciones iniciáticas occidentales, es el que concierne al simbolismo del compás y la escuadra: éstos, como ya hemos indicado, corresponden manifiestamente al círculo y al cuadrado (1), es decir, a las figuras geométricas que representan respectivamente al Cielo y la Tierra (2). En el simbolismo masónico, conforme a esta correspondencia, el compás se coloca normalmente arriba y la escuadra abajo (3); por lo general, entre ambos se representa la Estrella resplandeciente, símbolo del Hombre (4), y más precisamente del “hombre regenerado” (5), y que así completa la representación de la Gran Tríada. Además, se dice que “un Maestro Masón siempre se encuentra entre la escuadra y el compás”, esto es, en el propio “lugar” en que se inscribe la Estrella resplandeciente, y que es propiamente el “Invariable Medio” (6); el Maestro, pues, se asimila de ese modo al “hombre verdadero”, situado entre la Tierra y el Cielo y que ejerce la función de “mediador”; y esto es tanto más exacto cuanto que, simbólica y “virtualmente” por lo menos si no efectivamente, la Maestría representa la terminación de los “pequeños misterios”, cuyo término mismo es el estado de “hombre verdadero” (7); como se ve, tenemos aquí un simbolismo rigurosamente equivalente al que hemos encontrado anteriormente, en varias formas distintas, en la tradición extremo-oriental.

     

    A propósito de lo que acabamos de decir sobre el carácter de la Maestría, incidentalmente haremos una observación: tal carácter, que pertenece al ultimo grado de la Masonería propiamente dicha, concuerda con el hecho de que, como hemos indicado en otro lugar (8), las iniciaciones de oficio y las que de ellas derivan corresponden propiamente a los “pequeños misterios”. Hay que añadir además que, en lo que se ha dado en llamar los “altos grados”, y que está formado de elementos de procedencias bastante diversas, hay ciertas referencias a los “grandes misterios”, de las que por lo menos una tiene conexión directamente con la antigua Masonería operativa, lo cual indica que ésta abría al menos ciertas perspectivas sobre lo que está más allá del término de los “pequeños misterios”: nos referimos a la distinción que, en la Masonería anglosajona, se hace entre la Square Masonry y la Arch Masonry. En efecto, en el paso “from square to arch”, o, como de modo equivalente decían en la Masonería francesa del siglo XVIII, “del triángulo al circulo” (9), se vuelve a encontrar la oposición entre las figuras cuadradas (o más generalmente rectilíneas) y las figuras circulares, en cuanto corresponden respectivamente a la Tierra y al Cielo; sólo puede tratarse aquí de un paso desde el estado humano, representado por la Tierra, hasta los estados suprahumanos, representados por el Cielo (o los Cielos (10)), es decir, un paso desde el ámbito de los “pequeños misterios” hasta el de los “grandes misterios” (11).

    Para volver a la comparación que señalábamos al comienzo, hemos de decir además que, en la tradición extremo-oriental, al compás y la escuadra, no sólo se los supone implícitamente al servir para trazar el circulo y el cuadrado, sino que ellos mismos aparecen expresamente en algunos casos, y particularmente como atributos de Fo-hi y de Niu-kua, tal como hemos señalado ya en otra ocasión (12); pero entonces no tomamos en cuenta una particularidad que, a primera vista, puede parecer una anomalía a este respecto, y que nos queda por explicar ahora. En efecto, el compás, símbolo “celestial”, luego yang o masculino, pertenece propiamente a Fo-hi, y la escuadra, símbolo “terrenal”, luego yin o femenino, a Niu-Kua; pero, en cambio, cuando se los representa juntos y unidos por sus colas de serpiente (correspondiendo así exactamente a las dos serpientes del caduceo), es Fo-hi el que lleva la escuadra y Niu-Kua el compás (13). Esto se explica en realidad por un intercambio comparable a aquel del que antes se ha tratado en lo que concierne a los números “celestiales” y “terrenales”, intercambio que, en semejante caso, con gran propiedad puede calificarse de “hierogámico” (14); no se ve cómo, sin un intercambio tal, podría el compás pertenecer a Niu-kua, tanto más que las acciones que se le atribuyen la representan sobre todo ejerciendo la función de asegurar la estabilidad del mundo (15), función que se refiere al lado “substancial” de la manifestación, y que la estabilidad se expresa en el simbolismo geométrico por la forma cúbica (16). Por el contrario, en cierto sentido, la escuadra pertenece realmente a Fo-hi en cuanto “Señor de la Tierra”, a la cual le sirve para medir (17), y en este aspecto corresponde, en el simbolismo masónico, al “Venerable Maestro que gobierna por la escuadra” (The Worshipful Master who rules by the square) (18); pero, si es así, es porque él, en sí mismo y no ya en su relación con Niu-kua, es yin-yang como reintegrado en el estado y naturaleza del “hombre primordial”. En este nuevo aspecto, la propia escuadra toma otra significación, pues, por el hecho de que está formada de dos brazos rectangulares, se la puede considerar entonces como la reunión de la horizontal y la vertical, que, en uno de sus sentidos, corresponden, como hemos visto anteriormente, a Tierra y Cielo, lo mismo que a yin y yang en todas sus aplicaciones; y, por otra parte, es así como, también en el simbolismo masónico, la escuadra del Venerable, en efecto, es considerada como la unión o la síntesis del nivel y la perpendicular (19).

     

    Añadiremos una última observación en lo que atañe a la figuración de Fo-hi y Niu-kua: el primero está colocado a la izquierda y la segunda a la derecha (20), lo que corresponde realmente a la preeminencia que la tradición extremo-oriental atribuye las más de las veces a la izquierda sobre la derecha, y cuya explicación hemos dado más arriba (21). Al propio tiempo, Fo-hi sostiene la escuadra con la mano izquierda, y Niu-kua sostiene el compás con la mano derecha; aquí, a causa del significado respectivo del compás y la escuadra mismos, hay que recordar estas palabras que ya hemos citado: “La Vía del Cielo prefiere la derecha, la Vía de la Tierra prefiere la izquierda (22)”. Se ve muy claramente, pues, en un ejemplo como este, que el simbolismo tradicional siempre es perfectamente coherente, pero también que no puede prestarse a ninguna “sistematización” más o menos estrecha, por cuanto ha de responder a la multitud de puntos de vista diversos desde los que pueden ser consideradas las cosas, y por ello abre posibilidades de concepción realmente ilimitadas.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Haremos notar que, en inglés, la misma palabra square designa a la vez la escuadra y el cuadrado; en chino igualmente, la palabra fang tiene las dos significaciones.

     

    (2). La manera como el compás y la escuadra son dispuestos uno con relación a la otra, en los tres grados de la Craft Masonry, muestra las influencias celestiales dominadas primero por las influencias terrestres, desprendiéndose después gradualmente de ellas y terminando por dominarlas a su vez.

     

    (3). Cuando esta posición es invertida, el símbolo toma un significado particular que debe ser relacionado con la inversión del símbolo alquímico del Azufre para representar el cumplimiento de la "Gran Obra", así como con el simbolismo de la lámina 12 del Tarot.

     

    (4). La Estrella flamígera es una estrella de cinco puntas, y 5 es el número del "microcosmos"; tal asimilación es además indicada expresamente en el caso donde la figura misma del hombre es representada en la estrella (la cabeza, los brazos, y las piernas se identifican a sus cinco puntas), como se ve especialmente en el pentagrama de Agrippa.

     

    (5). Según un antiguo ritual, "la Estrella flamígera es un símbolo del Masón (se podría decir más generalmente del iniciado) resplandeciente de luz en medio de las tinieblas (del mundo profano). Hay aquí una alusión evidente a estas palabras del Evangelio de San Juan (I,5): Et Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt".

     

    (6). Por tanto, no carece de razón que la Logia de los Maestros sea llamada la "Cámara del Medio".

     

    (7). En relación con la fórmula masónica que acabamos de citar, se puede citar que la expresión china "bajo el Cielo" (Tien-hia), que hemos ya mencionado y que designa al conjunto del cosmos, es susceptible de tomar, desde el punto de vista propiamente iniciático, un sentido particular, correspondiente al "Templo del Espíritu Santo, que está en todas partes", y donde se reúnen los Rosa-Cruz, que son también los "hombres verdaderos" (Cf. Aperçus sur l´Initiation, capítulos XXXVII y XXXVIII). Recordaremos también a este propósito que "el Cielo cubre, y que precisamente los trabajos masónicos deben efectuarse "a cubierto", siendo la Logia además una imagen del Cosmos (Cf. Le Roi du Monde, cap. VII)

     

    (8). Aperçus sur l´Initiation, cap. XXXIX.

     

    (9). El triángulo mantiene aquí el lugar del cuadrado, siendo como él una figura rectilínea, y ello no cambia nada del simbolismo de que se trata.

     

    (10). En rigor, no se trata aquí de los términos mismos que son así designados en La Gran Tríada, sino de algo que corresponde a ellos en cierto nivel y que está comprendido en el interior del Universo manifestado, como en el caso del Tribhuvana, pero con la diferencia de que la Tierra, en tanto que representa al estado humano en su integridad, debe encararse como comprendiendo a la vez la Tierra y la Atmósfera o "región intermedia" del Tribhuvana.

     

    (11). La bóveda celeste es la verdadera "bóveda de perfección" a la cual se hace alusión en ciertos grados de la Masonería escocesa; esperamos además poder desarrollar en otro estudio las consideraciones de simbolismo arquitectónico que se relacionan con esta cuestión.

     

    (12). Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XX.

     

    (13). Por el contrario, tal inversión de los atributos no existe en la figuración del Rebis hermético, donde el compás se tiene como la mitad masculina, asociada al Sol, y la escuadra como la mitad femenina, asociada a la Luna. Respecto a las correspondencias del Sol y de la Luna, habría que remitirse a lo que hemos dicho en nota precedente a propósito de los números 10 y 12, y también, por otra parte, a las palabras de la Tabla de Esmeralda: "El Sol es su padre, la Luna es su madre", relacionadas precisamente con el Rebis o el "Andrógino", siendo éste la "cosa única" en la cual están reunidas las "virtudes del Cielo y de la Tierra" (único, en efecto, en su esencia, bien que doble, res bina, en cuanto a sus aspectos exteriores, como la fuerza cósmica de la que hemos hablado anteriormente y que recuerdan simbólicamente las colas de serpiente en la representación de Fo-Hi y Niu-kua.

     

    (14). Marcel Granet reconoce expresamente este intercambio para el compás y la escuadra (La Pensée chinoise, p. 363) así como para los números impares y pares; ello habría debido evitarle el enojoso error de calificar al compás de "emblema femenino" como lo hace en otra parte (nota de la página 267) .

     

    (15). Véase Le Règne de la Quantité, cap. XXV.

     

    (16). A la inversión de los atributos entre Fo-Hi y Niu-Kua se puede vincular el hecho de que, en la 3ª y 4ª láminas del Tarot, un simbolismo celeste (estrellas) es atribuido a la Emperatriz y un simbolismo terrestre (piedra cúbica) al Emperador; además, numéricamente y por el rango de estas dos láminas, la Emperatriz se encuentra en correspondencia con el 3, número impar, y el emperador con el 4, número par, lo que también repite la misma inversión.

     

    (17). Volveremos un poco después sobre esta medida de la Tierra, a propósito de la disposición del Ming-Tang.

     

    (18). El Imperio organizado y regido por Fo-Hi y sus sucesores estaba constituido de modo que fuera, como la Logia en la Masonería, una imagen del Cosmos en su conjunto.

     

    (19). El nivel y la perpendicular son los atributos respectivos de los dos Vigilantes (Wardens), y son puestos así en relación directa con los dos términos del complementarismo representado por las dos columnas del Templo de Salomón. Conviene observar aún que, mientras que la escuadra de Fo-Hi parece ser de ramas iguales, debe, por el contrario, tener regularmente brazos desiguales; esta diferencia puede corresponder, de manera general, a la de las formas del cuadrado y de un rectángulo más o menos alargado; pero, además, la desigualdad de los brazos de la escuadra se refiere más precisamente a un "secreto" de Masonería operativa concerniente a la formación del triángulo rectángulo cuyos lados son respectivamente proporcionales a los números 3, 4 y 5, triángulo cuyo simbolismo encontraremos en la continuación de este estudio.

     

    (20). En ese caso, se trata naturalmente de la derecha y de la izquierda de los personajes mismos, y no de las del espectador.

     

    (21). En la figura del Rebis, la mitad masculina está, al contrario, a la derecha y la mitad femenina a la izquierda; esta figura no tiene además sino dos manos, ostentando la derecha el compás y la izquierda la escuadra.

     

    (22). Tcheu-li

     

     

    Capítulo XVI: EL “MING-TANG”

     

     

    A fines del tercer milenio antes de la era cristiana, la China estaba dividida en nueve provincias (1), según la disposición geométrica aquí figurada (fig. 16): una en el centro y ocho en los cuatro puntos cardinales y los cuatro puntos intermedios. Esta división se atribuye a Yu el Grande (Ta-Yu) (2), que, según dicen, recorrió el mundo para “medir la Tierra”; y efectuándose esta medición según la forma cuadrada, se ve aquí el uso de la escuadra atribuida al Emperador como “Señor de la Tierra” (3).

     

     

     

    La división en nueve le fue inspirada por el diagrama llamado Lo-cha o “Escrito del Lago”, que, según la “leyenda”, le había sido llevado por una tortuga (4) y en el cual los nueve primeros números están dispuestos de manera que formen lo que se llama un “cuadrado mágico” (5); de ese modo, esta división hacía del Imperio una imagen del Universo. En ese “cuadrado mágico” (6), el centro esta ocupado por el número 5, que es el “medio” de los nueve primeros números (7), y que efectivamente es, como se ha visto más arriba, el número “central” de la Tierra, lo mismo que el 6 es el numero “centro del Cielo” (8); la provincia central, que corresponde a este número, y en la que residía el Emperador, era llamada “reino del Medio” (Chung-kuo) (9), y de ahí tal denominación debió de extenderse más tarde a la China entera. Por lo demás, a decir verdad, puede haber alguna duda sobre este último punto, pues, así como el “Reino del Medio” ocupaba en el Imperio una posición central, el propio Imperio, en su conjunto, podía concebirse desde el principio ocupando en el mundo una posición semejante; y esto parece resultar del hecho mismo de que estaba constituido de tal modo que formara, como hemos dicho hace un momento, una imagen del Universo. En efecto, el significado fundamental de este hecho, es que en realidad todo está contenido en el centro, de suerte que hay que encontrar en él, de algún modo y como “arquetipo”, si cabe expresarse así, todo cuanto se encuentra en el conjunto del Universo; así pues, podía haber, en escala cada vez más reducida, toda una serie de imágenes semejantes (10) dispuestas concéntricamente y que acabasen finalmente en el propio punto central en que residía el emperador (11), que, como hemos dicho anteriormente, ocupaba el lugar del “hombre verdadero” y desempeñaba la función de este como “mediador” entre Cielo y Tierra (12).

    Por lo demás, no hay que asombrarse de esa situación “central” atribuida al Imperio chino con respecto al mundo entero; de hecho, lo mismo sucedió siempre para toda región en la que se había establecido el centro espiritual de una tradición. Tal centro, en efecto, era emanación o reflejo del centro espiritual supremo, es decir, del centro de la Tradición primordial, del que todas las formas tradicionales regulares han derivado por adaptación a circunstancias particulares de tiempo y lugar, y, por consiguiente, estaba constituido a imagen de aquel centro supremo, con el que se identificaba de algún modo virtualmente (13). Por eso, la propia región que poseía tal centro espiritual, cualquiera que fuese ésta, era por ello mismo una “Tierra Santa”, y como tal, era designada simbólicamente por apelativos como los de “Centro del Mundo” o “Corazón del Mundo”, todo lo cual, en efecto, lo era para quienes pertenecían a la tradición cuya sede ella era, a los cuáles les era posible la comunicación con el centro espiritual supremo a través del centro secundario correspondiente a esa tradición (14). El lugar en que ese centro se encontraba establecido estaba destinado a ser, según el lenguaje de la Kábbala hebraica, el lugar de manifestación de la Shekinah o “presencia divina” (15), es decir, en términos extremo-orientales, el punto en que se refleja directamente la “Actividad del Cielo”, y que, como hemos visto, es propiamente el “Invariable Medio”, determinado por el encuentro del “Eje del Mundo” con el ámbito de las posibilidades humanas (16); y lo que es particularmente de notar, a este respecto, es que la Shekinah siempre se representaba como “Luz”, así como el “Eje del Mundo”, como ya hemos indicado, era asimilado simbólicamente a un “rayo luminoso”.

    Hemos indicado hace un momento que, así como el Imperio chino en su conjunto, por la forma en que estaba constituido y dividido, representaba una imagen del Universo, una imagen semejante había de encontrarse en el lugar central que era la residencia del Emperador, y así era efectivamente: era el Ming-tang, que algunos sinólogos, no viendo sino su carácter más exterior, han llamado “Casa del Calendario”, pero cuya designación, en realidad, significa literalmente “Templo de la Luz”, lo que se relaciona inmediatamente con la observación que acabamos de hacer en último lugar (17). El carácter ming está compuesto de dos caracteres que representan el Sol y la Luna; así expresa la luz en su manifestación total, en sus modalidades directa y refleja a un tiempo, pues, aunque la luz en si misma sea esencialmente yang, para manifestarse ha de tomar, como todas las cosas, dos aspectos complementarios, que son yang y yin, el uno respecto del otro, y que corresponden respectivamente al Sol y la Luna (18), por cuanto, en el ámbito de la manifestación, el yang nunca va sin yin ni el yin sin yang (19).

    El plano del Ming-tang era conforme al que más arriba hemos dado para la división del Imperio (fig.16), es decir que comprendía nueve salas dispuestas exactamente como las nueve provincias; sólo que, el Ming-tang y sus salas, en vez de ser cuadrados perfectos, fueron rectángulos más o menos alargados, variando la relación de los lados de estos rectángulos según las distintas dinastías, como la altura del poste del carro del que hemos hablado anteriormente, en razón de la diferencia de los períodos cíclicos con los que tales dinastías eran puestas en correspondencia; no entraremos aquí en detalles al respecto, pues sólo el principio nos importa ahora (20). El Ming-tang tenía doce aberturas al exterior, tres en cada uno de sus cuatro costados, de suerte que, mientras las salas del medio de los costados no tenían sino una sola abertura, las salas de esquina tenían dos cada una; y estas doce aberturas correspondían a los doce meses del año: las de la fachada oriental a los tres meses de primavera, las de la fachada meridional a los tres meses de verano, las de la fachada occidental a los tres meses de otoño, y las de la fachada septentrional a los tres meses de invierno. Esas doce aberturas, pues, formaban un Zodiaco (21); correspondían así exactamente a las doce puertas de la “Jerusalén celestial” tal cual es descrita en el Apocalipsis (22), y que es a un tiempo el “Centro del Mundo” y una imagen del Universo en el doble aspecto espacial y temporal (23).

     

    En el transcurso del ciclo anual, el Emperador efectuaba en el Ming-tang una circunvalación en el sentido “solar” (véase fig. 14), situándose sucesivamente en doce estaciones que correspondían a las doce aberturas, y en las cuáles promulgaba las ordenes (yue-ling) que convenían a los doce meses; así se identificaba sucesivamente a los “doce soles”, que son los doce âdityas de la tradición hindú, y también los “doce frutos del Árbol de la Vida” en el simbolismo apocalíptico (24). Esta circunvalación se efectuaba siempre con regreso al centro, señalando el medio del año (25), del mismo modo que, cuando visitaba el Imperio, recorría las provincias en un orden correspondiente y volvía luego a su residencia central, y del mismo modo como, también, según el simbolismo extremo-oriental, el Sol, después del recorrido de un período cíclico (ya se trate de un día, un mes o un año), vuelve a reposar en su árbol, que, como el “Árbol de la Vida” situado en el centro del “Paraíso terrenal” y de la “Jerusalén celestial”, es una figuración del “Eje del Mundo”. Hay que ver con suficiente claridad que, en todo ello, el Emperador aparecía propiamente como “regulador” del orden cósmico mismo, lo que además supone la unión, en él o por medio de él, de las influencias celestiales y las influencias terrenales, que, como ya hemos indicado más arriba, corresponden también respectivamente, en cierta forma, a las determinaciones temporales y espaciales que la constitución del Ming-tang ponía en relación directa unas con otras.

     

    NOTAS:

     

    (1). El territorio de China parece haber estado comprendido por entonces entre el Río Amarillo y el Río Azul.

     

    (2). Es al menos curioso comprobar la singular semejanza que existe entre el nombre y el epíteto de Yu el Grande y los de Hu Gadarn; de la tradición céltica; ¿hay que concluir que hay aquí como "localizaciones" ulteriores y particularizadas de un mismo "prototipo" que se remontaría muy anteriormente, e incluso a la Tradición primordial misma? Tal vinculación no es, por cierto, más extraordinaria que la que hemos mencionado en otra parte con respecto a la "Isla de los Cuatro Maestros" visitada por el Emperador Yao, del cual precisamente Yu el Grande fue primero ministro (Le Roi du monde, cap. IX).

     

    (3). Esta escuadra es de brazos iguales, como hemos dicho, porque la forma del Imperio y la de sus divisiones eran consideradas como cuadrados perfectos.

     

    (4). El otro diagrama tradicional, llamado Ho-Tou o "Cuadro del Río", y en el cual los números están dispuestos "cruzados", es relacionado con Fo-Hi y con el dragón como el Lo-chou lo es con Yu el Grande y con la tortuga.

     

    (5). Estamos obligados a conservar esta denominación porque no tenemos otra mejor a nuestra disposición, pero tiene el inconveniente de no indicar más que un uso muy especial (en conexión con la fabricación de talismanes) de los cuadrados numéricos de este género, cuya propiedad esencial es que los números contenidos en todas las líneas verticales y horizontales, así como en las dos diagonales, dan siempre la misma suma; en el caso aquí considerado, esta suma es igual a 15.

     

    (6). Si en lugar de los números, se coloca el símbolo yin-yang (figura 9) en el centro y los ocho kua o trigramas en las otras regiones, se tiene, en una forma cuadrada o "terrestre", el equivalente del cuadro de forma circular o "celeste" donde los kua son alojados habitualmente, sea siguiendo la disposición del "Cielo anterior" (Sien-tien), atribuida a Fo-Hi, sea según la del "cielo posterior" (Keu-tien), atribuida a Wen-wang.

     

    (7). El producto de 5 por 9 da 45, que es la suma del conjunto de los nueve números contenidos en el cuadrado y del cual es el "medio".

     

    (8). Recordaremos a este respecto que 5+6=11 expresa la "unión central del Cielo y de la Tierra". En el cuadrado, las parejas de números opuestos tienen todas por suma 10=5 x 2. Hay que señalar aun que los números impares o yang están emplazados en mitad de los lados (puntos cardinales), formando una cruz (aspecto dinámico), y que los números pares o yin están colocados en los ángulos (puntos intermedios), delimitando el cuadrado mismo (aspecto estático).

     

    (9). El reino de Mide o del "Medio" en la antigua Irlanda; pero éste estaba rodeado solamente por cuatro reinos correspondientes a los cuatro puntos cardinales (Le Roi du Monde, cap. IX).

     

    (10). Esta palabra debe tomarse aquí en el sentido preciso que tiene en geometría el término de "figuras semejantes".

     

    (11). Ese punto era, no precisamente centrum in trigono centri, según una fórmula conocida en las iniciaciones occidentales, sino, de manera equivalente, centrum in quadrato centri.

     

    (12). Se pueden encontrar otros ejemplos tradicionales de semejante "concentración" por grados sucesivos, y hemos dado además en otra parte uno que pertenece a la Kábbala hebrea: "El Tabernáculo de la Santidad de Jehovah, la residencia de la Shekinah, es el Santo de los Santos que está en el corazón del Templo, que es él mismo el centro de Sión (Jerusalén), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la tierra de Israel es el centro del mundo (cf. Le Roi du Monde, c. VI).

     

    (13). Véase Le Roi du monde, y también Aperçus sur l´Initiation, cap. X.

     

    (14). Hemos dado en muchas ocasiones un ejemplo de tal identificación con el "Centro del Mundo", en lo que concierne a la Tierra de Israel; se puede citar también, entre otras, la del antiguo Egipto: según Plutarco, "los Egipcios dan a su país el nombre de Chêmia (Kêmi o "tierra negra", de donde ha venido la designación de la alquimia), y la comparan a un corazón" (Isis et Osiris, 33; traducción de Mario Meunier, p. 116); esta comparación, cualesquiera que sean las razones geográficas u otras que hayan podido darse exteriormente, no se justifica en realidad más que por una asimilación al verdadero "Corazón del Mundo".

     

    (15). V. Le Roi du Monde, cap. III y Le Symbolisme de la Croix, cap. VII. Tal era el Templo de Jerusalén para la tradición hebrea, y, por ello, el Tabernáculo o el Santo de los Santos era llamado mishkan o "habitáculo divino"; el Gran Sacerdote sólo podía penetrar en él para cumplir, como el Emperador en China, la función de "mediador".

     

    (16). La determinación de un lugar susceptible de corresponder efectivamente a este "Invariable Medio" se valía esencialmente de la ciencia tradicional que hemos ya designado en otras ocasiones con el nombre de "geografía sagrada".

     

    (17). Hay que relacionar el sentido de esta designación del Ming-Tang con la significación idéntica inherente a la palabra "Logia", como ya dijimos en otra parte (Aperçus sur l´Initiation, cap. XLVI), de donde la expresión masónica de "lugar muy iluminado y muy regular" (cf. Le Roi du Monde, cap. III). Por otro lado, el Ming-Tang y la Logia son uno y otra imágenes del Cosmos (Loka, en el sentido etimológico de este término sánscrito), considerado como el dominio o el "campo" de la manifestación de la Luz (cf. Le Règne de la Quantité et les signes des Temps, cap. III). Hay que añadir aún aquí que el Ming-Tang es figurado en los locales de iniciación de la Tien-ti-houei (cf. B. Favre, Les Societès secrètes en Chine, págs. 138-139 y 170); una de las divisas de esta es: "Destruir la oscuridad (tsing), restaurar la luz (ming)". Igualmente que los Maestros Masones deben trabajar para "extender la luz y reunir lo disperso". La aplicación que de ello se ha hecho en los tiempos modernos a las dinastías Ming y Tsing, por "homofonía", no representa más que un fin contingente y temporal asignado a algunas de las "emanaciones" exteriores de esta organización, que trabajan en el dominio de las aplicaciones sociales e incluso políticas.

     

    (18). Ellos son, en la tradición hindú los dos ojos de Vaishwânara, que están respectivamente en relación con las dos corrientes sutiles de la derecha y de la izquierda, es decir, con los dos aspectos yang y yin de la fuerza cósmica de la que hemos hablado anteriormente (cf. L´homme et son devenir selon le Vêdânta, capítulos XIII y XXI); la tradición extremo-oriental los designa también como el "ojo del día" y el "ojo de la noche", apenas hay necesidad de destacar que el día es yang y la noche es yin.

     

    (19). Nos hemos explicado ya ampliamente en otra parte sobre el significado propiamente iniciático de la "Luz" (Aperçus sur l´Initiation, especialmente los cap. IV, XVI y XLVII); a propósito de la Luz y de su manifestación "central", recordaremos también aquí lo que se indicó anteriormente respecto al simbolismo de la estrella flamígera, que representa al hombre regenerado residiendo en el "Medio" y emplazado entre la escuadra y el compás que, como la base y el techo del Ming-Tang, corresponden respectivamente a la Tierra y al Cielo.

     

    (20). Para esos detalles, se podrá consultar M. Granet, La Pensée chinoise, pp. 250-275. La delimitación ritual de un área como la del Ming-Tang constituía propiamente la delimitación de un templum en el sentido primitivo y etimológico de esta palabra (cf. Aperçus sur l'Initiation, cap. XVII).

     

    (21). Esta disposición en cuadrado representa, propiamente hablando, una proyección terrestre del Zodíaco celeste dispuesto circularmente.

     

    (22). Cf. Le Roi du Monde, cap. XI y Le Règne de la Quantité, cap. XX. -El plano de la "Jerusalén celestial" es igualmente cuadrado.

     

    (23). El tiempo es, por lo demás, "cambiado en espacio" al final del ciclo, de suerte que todas sus fases deben ser consideradas entones en simultaneidad (V. Le Règne de la Quantité, cap. XXIII).

     

    (24). Cf. Le Roi du Monde, cap. IV y cap. XI, y Le Symbolisme de la Croix, cap. IX.

     

    (25). Esta mitad del año se situaba en el equinoccio de otoño cuando el año comenzaba en el equinoccio de primavera, como fue generalmente en la tradición extremo-oriental (bien que haya habido al respecto, en ciertas épocas, unos cambios que han debido corresponder a los cambios de orientación de los que hemos hablado anteriormente), lo que, por lo demás, es norma len razón de la localización geográfica de esta tradición, puesto que el Oriente corresponde a la primavera; recordamos a este propósito que el eje Este-Oeste es un eje equinoccial, mientras que el eje Norte-Sur es un eje solsticial.

     

     

    Capítulo XVII: EL “ WANG” O REY-PONTIFICE

     

    Nos quedan por desarrollar todavía otras consideraciones para acabar de hacer comprender qué es en la tradición extremo-oriental la función real, o al menos lo que se acostumbra a traducir así pero de manera notoriamente insuficiente, porque, si bien el Wang es efectivamente el Rey en el sentido propio de la palabra, también es otra cosa al mismo tiempo. Ello resulta por lo demás, del propio simbolismo del carácter wang (fig.17), compuesto de tres trazos horizontales que, como los de los trigramas de que hemos hablado antes, figuran respectivamente al Cielo, el Hombre y la Tierra, y unidos además, en su mitad, por un trazo vertical, porque, dicen los etimologistas, “la función del Rey es unir”, por lo cual hay que entender ante todo, a causa de la posición misma del trazo vertical, unir el Cielo y la Tierra. Lo que este carácter designa propiamente, pues, es el Hombre en cuanto término medio de la Gran Tríada, considerado especialmente en su papel de “mediador”; agregaremos, para mayor precisión todavía, que el Hombre no ha de ser considerado aquí tan sólo como “hombre primordial”, sino realmente como el “Hombre Universal” mismo, pues el trazo vertical no es otro que el eje que une efectivamente entre sí todos los estados de existencia, mientras que el centro en que se sitúa el “hombre primordial”, que está marcado en el carácter por el punto de encuentro del trazo vertical con el trazo medio horizontal, en medio de éste, no se refiere más que a un solo estado, que es el estado individual humano (1); por lo demás, la parte del carácter referente propiamente al Hombre, que comprende el trazo vertical y el trazo medio horizontal (por cuanto los trazos superior e inferior representan el Cielo y la Tierra), forma la cruz, es decir, el símbolo mismo del “Hombre Universal” (2). Por otra parte, esta identificación del Wang con el “Hombre Universal” se encuentra también confirmada por textos como este pasaje de Lao-tse: “La Vía es grande; el Cielo es grande; la Tierra es grande; también el Rey es grande. En el medio, pues, hay cuatro cosas, pero sólo el Rey es visible” (3).

     

    Si el Wang, pues, es esencialmente el “Hombre Universal”, quien lo representa y desempeña su función tendría que ser, por lo menos en principio, un “Hombre trascendente”, es decir, haber realizado el fin último de los “grandes misterios”; y como tal puede, como hemos indicado ya antes, identificarse efectivamente con la “Via Central” o “Via del Medio” (Tchung-Tao), esto es, con el eje mismo, ya esté representado este eje por el poste del carro, por el pilar central del Ming-tang o por cualquier otro símbolo equivalente. Habiendo desarrollado todas sus posibilidades tanto en sentido vertical como en el horizontal, es por eso mismo “Señor de los tres mundos” (4), que también pueden representarse por los tres trazos horizontales del carácter Wang (5); y es además, con respecto al mundo humano en particular, el “Hombre único” que sintetiza en sí y expresa íntegramente a la Humanidad (considerada a un tiempo como naturaleza especifica, desde el punto de vista cósmico, y como colectividad de los hombres, desde el punto de vista social), así como la Humanidad, a su vez, sintetiza en sí a los “diez mil seres”, es decir, la totalidad de los seres de este mundo (6). Por eso, como hemos visto ya, es el “regulador” del orden cósmico tanto como del social (7); y cuando desempeña la función de “mediador”, son en realidad todos los hombres quienes la desempeñan en su persona: por eso en la China sólo el Wang o Emperador podio llevar a cabo los ritos públicos que correspondían a esta función y particularmente ofrece el sacrificio al Cielo, que es el tipo mismo de tales ritos, pues es ahí donde el papel de “mediador” se afirma de forma más manifiesta (8).

     

    En cuanto el Wang se identifica con el eje vertical, éste se designa como la “Via Regia” (Wang-Tao); mas, por otra parte, este mismo eje es también la “Via del Cielo” (Tien-Tao), como se ve por la figura en la que la vertical y la horizontal representan respectivamente al Cielo y la Tierra (fig.7), de modo que, en definitiva, la “Via Regia” es idéntica a la “Via del Cielo” (9). Por lo demás, el Wang no es realmente tal más que si posee el “mandato del Cielo” (Tien-ming) (10), en virtud del cual se le reconoce legítimamente como su Hijo (Tien-tseu) (11); y este mandato no puede ser recibido más que según el eje considerado en sentido descendente, es decir, en sentido inverso y reciproco de aquel en que se ejercerá la función “mediadora”, puesto que es esa la dirección única e invariable según la cual se ejerce la “Actividad del Cielo”. Pues bien, esto supone si no necesariamente la cualidad de “hombre trascendente”, sí al menos la de “hombre verdadero”, que reside efectivamente en el “Medio Invariable”, pues sólo en este punto central encuentra el eje el ámbito del estado humano (12).

     

    Tal eje, además, según un simbolismo común a la mayor parte de las tradiciones, es el “puente” que une, sea la Tierra al Cielo como aquí, sea el estado humano a los estados supraindividuales, o incluso el mundo sensible al mundo suprasensible; en todo ello, en efecto, se trata siempre del “Eje del Mundo”, pero considerado en su totalidad o tan sólo en alguna de sus porciones, más o menos extensa, según el grado de mayor o menor universalidad en que se toma este simbolismo en los diferentes casos; con esto se ve, además, que tal “puente” se ha de concebir como esencialmente vertical (13), y es ese un extremo importante sobre el que tal vez volvamos en algún otro estudio. En este aspecto, el Wang aparece propiamente como Pontifex en el sentido rigurosamente etimológico de la palabra (14); más precisamente todavía, debido a su identificación con el eje, es a un tiempo “el que hace el puente” y el propio “puente”; y además podría decirse que éste, por el cual se efectúa la comunicación con los estados superiores, y a través de ellos con el Principio mismo, no puede establecerlo realmente más que por aquel que se identifica a sí mismo con él de forma efectiva. Por eso pensamos que la expresión “Rey-Pontifice” es la única que puede traducir convenientemente el termino Wang, porque es la única que expresa completamente la función que implica; y se ve también que esta función ofrece un doble aspecto, pues en realidad es a un tiempo sacerdotal y real (15).

     

    Esto, además, se comprende fácilmente, porque si el Wang no es un “hombre trascendente” como ha de serlo en principio, sino tan solo un “hombre verdadero”, llegado al término de los “pequeños misterios”, está, por la situación “central” que ocupa por consecuencia efectivamente, más allá de la distinción de los poderes espiritual y temporal; podría decirse también, en términos de simbolismo “cíclico”, que es “anterior” a esta distinción, por cuanto está reintegrado en el “estado primordial”, en la que ninguna función especial está aún diferenciada sino que contiene en sí las posibilidades que corresponden a todas las funciones precisamente porque es la plenitud íntegra del estado humano (16). En todos los casos, e incluso cuando ya sólo simbólicamente es el “Hombre único”, lo que representa, en virtud del “mandato del Cielo (17)”, es la fuente misma o el principio común de estos dos poderes, principio del que derivan directamente por intermedio suyo el poder temporal y la función real; a este principio se le puede llamar propiamente “celestial”, y de allí, por el sacerdocio y la realeza, las influencias espirituales descienden gradualmente, según el eje, primero al “mundo intermedio”, y luego al propio mundo terrenal (18).

     

    Así, cuando el Wang, recibido el “mandato del Cielo” directa o indirectamente, se identifica con el eje considerado en sentido ascendente, sea, en el primer caso, efectivamente y por sí mismo (y recordamos aquí los ritos que representan esta ascensión, que anteriormente hemos mencionado), sea, en el segundo caso, virtualmente y por el desempeño de su función solamente (y es evidente que, particularmente, un rito como el del sacrificio al Cielo actúa en dirección “ascensional”), se convierte, por decirlo así, en el “canal” por el que las influencias descienden desde el Cielo a la Tierra (19). Se ve aquí, en la acción de estas influencias espirituales, un doble movimiento alternativo, ascendente y descendente sucesivamente, al que corresponde, en el orden inferior de las influencias psíquicas o sutiles, la doble corriente de la fuerza cósmica de que se ha tratado más arriba; pero hay que tener mucho cuidado en advertir que, en lo que concierne a las influencias espirituales, este movimiento se efectúa siguiendo el eje mismo o “Via del Medio”, porque, como dice el Yi-King, “la Vía del Cielo es yin con yang”, estando entonces los dos aspectos complementarios indisolublemente unidos en esta misma dirección “central”, mientras que, en el ámbito psíquico, que está más alejado del orden principial, la diferenciación del yang y el yin determina la producción de dos corrientes distintas, representadas por los diversos símbolos de que hemos hablado ya, y que pueden describirse diciendo que ocupan respectivamente la “derecha” y la “izquierda” con respecto a la “Via del Medio” (20).

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Marcel Granet parece no haber comprendido nada de las relaciones del eje y del centro, pues escribe: "La noción de centro está lejos de ser primitiva; ha sustituido a la noción de eje". (La Pensée chinoise, p. 104). En realidad, los dos símbolos siempre han coexistido, pues no son equivalentes y, consecuentemente, no pueden sustituirse uno al otro; este es un ejemplo bastante bueno de los errores a los que puede conducir el apriorismo de quererlo considerar todo "históricamente".

     

    (2). Es por esta cruz por la cual, por tal razón, hemos representado el término medio de la Tríada en la fig. 6.

     

    (3). Tao-te-king, cap. XXV. Señalemos de pasada que este texto bastaría por sí sólo para refutar la opinión de aquellos orientalistas que, tomándolo todo en un sentido "material" y confundiendo el símbolo con la cosa simbolizada, se imaginan que el Cielo y la Tierra de la tradición extremo-oriental, no son otra cosa que el Cielo y la Tierra visibles.

     

    (4). Cf. Le Roi du Monde, cap. IV. -Si se quieren denotar al respecto puntos de comparación entre diversas tradiciones, se puede señalar que es en esta calidad que Hermes, que es además representado como "rey" y "pontífice" a la vez, es llamado trismegistos o "tres veces grande"; se puede también aproximar esta designación a la de "tres veces poderoso", empleado en los "grados de perfección de la Masonería escocesa y que implica propiamente la delegación de un poder que se ha de ejercer en los tres mundos.

     

    (5). Basta para ello con un cambio de punto de vista correspondiente a lo que hemos explicado precedentemente con respecto al Tribhuvana comparado con la Tríada extremo-oriental

     

    (6). Se observará que la cualidad de "Señor de los tres mundos" corresponde aquí al sentido vertical, y la de "Hombre Único" al sentido horizontal.

     

    (7). La palabra rex, "rey", expresa etimológicamente la función "reguladora", pero aplicada de ordinario únicamente al punto de vista social.

     

    (8). De hecho, el sacrificio al Cielo es ofrecido también en el interior de las organizaciones iniciáticas, pero, desde el momento que no se trata de ritos públicos, no hay en ello ninguna "usurpación"; también los emperadores, cuando eran ellos mismos iniciados, no podían tener más que una sola actitud, que era el ignorar oficialmente esos sacrificios y es lo que hicieron en efecto; pero cuando no fueron en realidad más que simples profanos, se esforzaron a veces en prohibirlos, más o menos vanamente por lo demás, porque no podían comprender que otros distintos a ellos eran efectivamente y "personalmente" lo que ellos mismos no eran más que de manera simbólica y en el sólo ejercicio de la función tradicional de la que estaban investidos.

     

    (9). A propósito de la "Vía del Cielo", citaremos este texto del Yi-king: "Enderezar la Vía del Cielo se llama yin con yang; enderezar la Vía de la Tierra se llama blando (jeou) con duro (jo); enderezar la Vía del Hombre se denomina humanidad con justicia (o bondad con equidad). Esto es, aplicado a los términos de la Gran Tríada, la neutralización y la unificación de los complementarios, por la cual se obtiene el retorno a la indistinción principial. Es de señalar que los dos complementarios que se remitan al hombre coinciden exactamente con las dos columnas laterales del árbol sefirótico de la Kábala (Misericordia y Rigor).

     

    (10). La palabra ming, "mandato" es homófona de la que significa "luz", y también de otras palabras que significan "nombre" y "destino". -"El poder del Soberano deriva del poder del Principio; su persona es escogida por el Cielo (Tchoang-tseu, cap. XII).

     

    (11). Nos remitimos aquí a lo que hemos expuesto anteriormente sobre el Hombre como "Hijo del Cielo y de la Tierra".

     

    (12). Se admite además que el "mandato del Cielo" puede no ser recibido directamente más que por el fundador de una dinastía, que lo transmite a continuación a sus sucesores; pero, si se produce una degeneración tal que estos llegan a perderlo por falta de "cualificación", esta dinastía debe terminar y ser reemplazada por otra; hay así, en la existencia de cada dinastía, una marcha descendente que, en su grado de localización en el tiempo y en el espacio, corresponde en cierta manera a la de los grandes ciclos de la humanidad terrestre.

     

    (13). Es-Çiratul-mustaqîm en la tradición islámica (véase Le Symbolisme de la Croix, cap. XXV); se puede aún citar aquí, entre otros ejemplos, el puente Chinvat del Mazdeísmo.

     

    (14). Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. IV.

     

    (15). Podría preguntarse por qué razón no decimos más bien "Pontífice-Rey", lo que parecería sin duda más lógico a primera vista, puesto que la función "pontifical" o sacerdotal es superior por su naturaleza a la función real, y que se marcaría así su preeminencia designándola la primera; si preferimos sin embargo decir "Rey-Pontífice" es porque, enunciando la función real antes que la función sacerdotal (lo que además se hace comúnmente y sin pensar cuando se habla de los "Reyes-Magos"), seguimos el orden tradicional del cual hemos hablado a propósito del término yin-yang, y que consiste en expresar lo "exterior" antes que lo "interior", pues la función real es evidentemente de orden más exterior que la función sacerdotal; por lo demás, en sus relaciones recíprocas, el sacerdocio es yang y la realeza es yin, como Ananda Coomaraswamy lo ha mostrado muy bien en su obra Spiritual Authority and Temporal Power in the Indian Theory of Government, y que como él indica también, en el simbolismo de las llaves, la posición es respectivamente vertical y horizontal de aquellas que representan esas dos funciones, así como el hecho de ser de oro la primera, correspondiente al Sol, y de plata la segunda, correspondiendo a la Luna.

     

    (16). Cf. Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. I, y también, sobre la "remontada" del ciclo hasta el "estado primordial" en los "pequeños misterios", Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXIX.

     

    (17). Él posee entonces ese mandato por transmisión, como lo hemos indicado precedentemente, y ello es lo que le permite, en el ejercicio de su función, mantener el lugar del "Hombre Verdadero" e incluso del "Hombre Trascendente", aunque no haya realizado personalmente los estados correspondientes. Hay en ello algo comparable a la transmisión de la influencia espiritual o barakah en las organizaciones iniciáticas islámicas: por esta transmisión, un Jalifah puede ocupar el lugar del Shaij y cumplir válidamente su función, sin haber llegado sin embargo efectivamente al mismo estado espiritual que éste.

     

    (18). Cf. Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. IV.

     

    (19). Hablando aquí de "canal", aludimos a un simbolismo que se encuentra expresamente en diferentes tradiciones; recordaremos al respecto, no solamente los nâdîs o "canales" por los cuales, según la tradición hindú, las corrientes de la fuerza sutil circulan en el ser humano, sino también y sobre todo, en la Kábala hebrea, los "canales" del árbol sefirótico, por los cuales, precisamente, las influencias espirituales se expanden y se comunican de un mundo a otro.

     

    (20). La "Vía del Medio" corresponde, en el orden "microcósmico", a la arteria sutil sushumnâ de la tradición hindú, que desemboca en el Brahma-randhra (representado por el punto donde el mástil del carro sobresale del dosel, o el pilar central del stûpa del domo), y, en el orden "macrocósmico", al "rayo solar" llamado igualmente sushumna y con el cual esa arteria está en comunicación constante; las dos corrientes contrarias de la fuerza cósmica tienen por correspondencia en el ser humano, como ya hemos dicho, los dos nâdîs de derecha y de izquierda, idâ y pingalâ (cf. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XX). Se podrá relacionar también con la distinción de las dos vías tántricas de derecha y de izquierda de las que hemos hablado a propósito del vajra, y que, estando representadas por una simple inclinación del símbolo axial en un sentido o en otro, aparecen así como no siendo en realidad más que especificaciones secundarias de la "Vía del Medio".

     

    Capítulo XVIII: HOMBRE VERDADERO Y HOMBRE TRANSCENDENTE

     

    En lo que precede hemos hablado constantemente del “hombre verdadero” y el “hombre transcendente”, pero aún tenemos que aportar a este respecto algunas precisiones complementarias; y, en primer lugar, haremos notar que el “hombre verdadero” (chenn-jen) ha sido llamado por algunos “hombre transcendente”, pero que esta designación es más bien inadecuada, por cuanto es tan sólo el que ha alcanzado la plenitud del estado humano, y no se puede llamar verdaderamente “transcendente” sino a lo que está más allá de dicho estado. Por eso conviene reservar esta denominación a aquel a quien a veces se ha llamado “hombre divino” u “hombre espiritual” (shen-jen), es decir, aquel que habiendo alcanzado la realización total y la “Identificación Suprema”, ya no es, propiamente hablando, un hombre en el sentido individual de la palabra, puesto que ha dejado atrás la humanidad y está completamente liberado de sus condiciones específicas (1), así como de todas las demás condiciones limitativas de cualquier estado de existencia (2). aquél, pues, se ha convertido efectivamente en el “Hombre Universal”, mientras que esto no ocurre con el “hombre verdadero”, que, de hecho, tan sólo está identificado con el “hombre primordial”; no obstante, puede decirse que éste ya es al menos virtualmente el “Hombre Universal”, en el sentido de que, puesto que ya no tiene que recorrer otros estados de modo distintivo, por cuanto ha pasado de la circunferencia al centro (3), el estado humano habrá de ser necesariamente para él el estado central del ser total, aunque no lo sea todavía de manera efectiva (4).

    El “hombre transcendente” y el “hombre verdadero”, que corresponden respectivamente al término de los “grandes misterios” y al de los “pequeños misterios”, son los grados más altos de la jerarquía taoísta; ésta comprende además otros tres grados inferiores a aquéllos (5), que representan naturalmente etapas contenidas en el curso de los “pequeños misterios (6)”, y que son, en orden descendente, el “hombre de la Vía”, es decir, aquel que está en la Vía (Tao-jen), el “hombre dotado” (tcheu-jen), y, finalmente, el “hombre sapiente” (sheng-jen), pero de una “sabiduría” que aunque siendo algo más que la “ciencia”, no es aún, sin embargo, más que de orden exterior. En efecto, este grado más bajo de la jerarquía taoísta coincide con el grado más elevado de la jerarquía confucianista, estableciendo así continuidad entre ellas, lo cual es conforme con las relaciones normales del Taoísmo y el Confucianismo en cuanto constituyen respectivamente el lado esotérico y el exotérico de una misma tradición: el primero tiene así su punto de partida allí mismo donde se detiene el segundo. La jerarquía confucianista, por su parte. comprende tres grados, que son, en orden ascendente, “letrado” (cheu) (7), “sabio” (hien) y “sapiente” (sheng); y se dice: “El cheu mira (es decir, toma por modelo) al hien, el hien mira al cheng, y el cheng mira al Cielo”, porque, desde el punto límite entre el ámbito exotérico y el esotérico en el que este último se encuentra situado, todo cuanto está por encima de él se confunde en cierto modo, en su “perspectiva”, con el Cielo mismo.

    Este último punto es particularmente importante para nosotros, porque nos permite comprender cómo parece producirse a veces cierta confusión entre el papel del “hombre transcendente” y el del “hombre verdadero”: en efecto, no es solamente porque, como decíamos hace un momento, éste último es virtualmente lo que aquel es efectivamente, ni porque entre los “pequeños misterios” y los “grandes misterios” hay cierta correspondencia que en el simbolismo hermético representa la analogía de las operaciones que conducen respectivamente a la “obra al blanco” y a la “obra al rojo”, sino que hay algo más. Es que el único punto del eje que se sitúa en el ámbito del estado humano es el centro de ese estado, de tal suerte que, para quien no ha llegado a este centro, el eje no es perceptible directamente, sino tan sólo por ese punto que es su “huella” en el plano representativo de ese ámbito; eso equivale, en otros términos, a lo que hemos dicho ya de que una comunicación directa con los estados superiores del ser, que se efectúa según el eje, sólo es posible desde el centro mismo; para el resto del ámbito humano no puede haber más que comunicación indirecta, por una especie de refracción a partir de ese centro. Así, por una parte, el ser establecido en el centro sin haberse identificado con el eje puede desempeñar realmente, con respecto al estado humano, el papel de “mediador” que el “Hombre Universal” desempeña para la totalidad de sus estados; y, por otra parte, aquel que ha dejado atrás el estado humano, elevándose por el eje a los estados superiores, por ello mismo se ha “perdido de vista”, si cabe expresarse así, para todos aquellos que están en ese estado y no han alcanzado todavía su centro, incluidos los que poseen grados iniciáticos efectivos pero inferiores al del “hombre verdadero”. Aquellos, desde ese momento, no tienen ningún medio de distinguir el “hombre transcendente” del “hombre verdadero”, pues el “hombre transcendente”, desde el estado humano, sólo puede ser percibido por su “huella” (8), y ésta es idéntica a la figura del “hombre verdadero”; desde este punto de vista, pues, el uno es realmente indiscernible por el otro.

    Así, para el hombre corriente, e incluso para el iniciado que no ha terminado el recorrido de los “pequeños misterios”, no sólo el “hombre transcendente”, sino también el “hombre verdadero”, aparecen como “mandatario” o representante del Cielo, que se les manifiesta a través de él en cierto modo, pues su acción, o mas bien su influencia, precisamente porque es “central” (y aquí el eje no se distingue del centro que es su “huella”), imita la “Actividad del Cielo”, como hemos explicado ya anteriormente, y la “encarna”, por decirlo así, con respecto al mundo humano. Esta influencia, como es “no-actuante”, no implica ninguna acción exterior: desde el centro, el “Hombre único”, que ejerce la función de “motor inmóvil”, gobierna todas las cosas sin intervenir en ninguna, como el Emperador, sin salir del Ming-tang, ordena todas las regiones del Imperio y regula el curso del ciclo anual, pues “concentrarse en el no-actuar, esa es la Vía del Cielo (9)”. “Los antiguos soberanos, absteniéndose de toda acción propia, dejaban que el Cielo gobernara por ellos... En la cima del Universo, el Principio influye en Cielo y Tierra, los cuáles transmiten a todos los seres esta influencia, que, convertida, en el mundo de los hombres, en buen gobierno, hace surgir los talentos y las capacidades. En sentido inverso, toda prosperidad viene del buen gobierno, cuya eficacia deriva del Principio por intermedio de Cielo y Tierra. Por eso, como los antiguos soberanos no deseaban nada, el mundo estaba en la abundancia (10); no actuaban, y todo se modificaba según la norma (11); permanecían sumidos en la meditación, y el pueblo se mantenía en el orden más perfecto. Es lo que el adagio antiguo resume así: para aquel que se une a la Unidad, todo prospera; a aquel que no tiene ningún interés propio, aun los genios le están sometidos (12)”.

     

    Se ha de comprender, pues, que desde el punto de vista humano no hay ninguna distinción aparente entre el “hombre transcendente” y el “hombre verdadero” (aunque en realidad no hay ninguna medida común entre ellos, como tampoco entre el eje y uno de sus puntos), por cuanto lo que les diferencia es precisamente lo que está más allá del estado humano, de modo que si se manifiesta en dicho estado (o más bien con respecto a dicho estado, pues es evidente que esta manifestación no implica en modo alguno un “regreso” a las condiciones limitativas de la individualidad humana), el “hombre transcendente” no puede aparecer en él de otro modo que como “hombre verdadero (13)”. Si bien es verdad, indudablemente, que entre el estado total e incondicionado, que es el del “hombre transcendente” idéntico al “Hombre Universal”, y un estado condicionado cualquiera, individual o supraindividual, por elevado que pueda ser, no es posible ninguna comparación cuando se los considera tales cuáles son verdaderamente en sí mismos; pero estamos hablando solamente de lo que son las apariencias desde el punto de vista del estado humano. Por lo demás, de manera más general y en todos los niveles de las jerarquías espirituales, que no son otra cosa que las jerarquías iniciáticas efectivas, sólo a través del grado inmediatamente superior puede cada grado percibir todo cuanto está por encima de él indistintamente y recibir sus influencias; y, naturalmente, quienes han alcanzado cierto grado siempre pueden, si quieren y es conveniente, “situarse” en cualquier grado inferior a aquel, sin verse en modo alguno afectados por ese “descenso” aparente, puesto que poseen a fortiori y como “por añadidura” todos los estados correspondientes, que en suma no representan ya para ellos sino otras tantas “funciones” accidentales y contingentes (14). Así es cómo el “hombre transcendente” puede desempeñar en el mundo humano la función que es propiamente la del “hombre verdadero”, mientras que, por otra parte e inversamente, el “hombre verdadero” es en cierto modo, para este mismo mundo, como el representante o “substituto” del “hombre transcendente”.

     

    NOTAS:

     

    (1). Remitiremos aquí a lo que se dijo anteriormente de la especie a propósito de las relaciones entre el ser y el medio.

     

    (2). "En el cuerpo de un hombre, no hay ya un hombre... Infinitamente pequeño es aquello por lo cual él es aún un hombre (la "huella" de la que hablaremos después), infinitamente grande es aquello por lo cual es uno con el Cielo" (Tchoang-tseu, cap. V)

     

    (3). Es lo que el Budismo expresa con el término anâgami, es decir, "aquel que no retorna" a otro estado de manifestación (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XXXIX).

     

    (4). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII.

     

    (5). Esos grados se encuentran mencionados especialmente en un texto taoísta que data del IV o V siglo de la era cristiana (Wen-tseu, VII, 18).

     

    (6). Se observará que, por el contrario, las etapas que pueden existir en los "grandes misterios" no son enunciadas distintamente, pues son propiamente "indescriptibles" en los términos del lenguaje humano.

     

    (7). En este grado está comprendida toda la jerarquía de los funcionarios oficiales, que no corresponde así más que a lo que hay más exterior en el orden exotérico mismo.

     

    (8). Esta "huella" es lo que se llamaría, en lenguaje tradicional occidental, vestigium pedis; no hacemos más que indicar este punto de pasada, pues ahí todo un simbolismo que demandaría aún amplios desarrollos.

     

    (9). Tchoang-tseu, capítulo XI.

     

    (10). Hay algo comparable a esto en la noción occidental del Emperador según la concepción de Dante, que ve en la "concupiscencia" el vicio inicial de todo mal gobernante (cf. especialmente Convivio, IV, 4).

     

    (11). Igualmente, en la tradición hindú, el Chakravartî o "monarca universal" es literalmente "aquel que hace girar la rueda", sin participar él mismo en su movimiento.

     

    (12). Tchoang-tseu, cap. XII.

     

    (13). Esto puede acabar de explicar lo que hemos dicho en otra parte de los Sufíes y de los Rosa-Cruz (Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXVIII).

     

    (14). Cf. Les Etats multiples de l'être, cap. XIII. "En toda constitución jerárquica, los órdenes superiores poseen la luz y las facultades de los órdenes inferiores, sin que estos tengan recíprocamente la perfección de aquellos" (San Dionisio Areopagita, La Jerarquía Celestial, cap. V)

     

    Capítulo XIX: “DEUS”, “HOMO”, “NATURA”

     

    Comparemos también con la Gran Tríada extremo-oriental otro ternario, que pertenece originariamente a las concepciones tradicionales occidentales, tales como existían en la Edad Media, y que además se conoce incluso en el orden exotérico y simplemente “filosófico”: este ternario es el que se enuncia habitualmente por la fórmula Deus, Homo, Natura. Generalmente se ve en sus tres términos los objetos a los que pueden referirse los diferentes conocimientos que, en el lenguaje de la tradición hindú, se llamaría “no-supremos”, es decir, en suma, todo cuanto no es conocimiento metafísico puro y transcendente. Aquí, el término medio, o sea el Hombre, es manifiestamente el mismo que en la Gran Tríada; pero hemos de ver de qué manera y en que medida los otros dos términos, designados como “Dios” y la “Naturaleza” corresponden respectivamente al Cielo y a la Tierra.

    Es muy necesario advertir, en primer lugar, que Dios, en este caso, no puede considerarse como Principio tal cual es en sí, pues éste, como está más alla de toda distinción, no puede entrar en correlación con cosa alguna, y la forma en que se presenta el ternario implica cierta correlación, e incluso una especie de complementarismo, entre Dios y la Naturaleza; se trata, pues, necesariamente de un punto de vista que cabe llamar mas bien “inmanente” que “transcendente” con respecto al Cosmos, del cual estos dos términos son como los dos polos, que, incluso si están fuera de la manifestación, no pueden sin embargo, considerarse de otro modo que desde el punto de vista de ésta. Por lo demás, en ese conjunto de conocimientos que se designaba por el término general de “filosofía”, según la acepción antigua de la palabra, Dios era tan sólo el objeto de lo que llamaban “teología racional”, para distinguirla de la “teología revelada”, que, a decir verdad es todavía “no suprema”, pero al menos representa el conocimiento del Principio en el orden exotérico y específicamente religioso, es decir, en la medida en que es posible teniendo en cuenta a un tiempo los limites inherentes al dominio correspondiente y las formas especiales de expresión de que ha de recubrirse la verdad para adaptarse a este punto de vista particular. Ahora bien, lo “racional”, es decir, lo que sólo concierne al ejercicio de las facultades individuales humanas, no podría alcanzar, de ningún modo, evidentemente, al Principio mismo, y, en las condiciones más favorables (1), no puede captar más que su relación con el Cosmos (2). Por consecuencia, es fácil ver que, a reserva de la diferencia de puntos de vista que siempre hay que tener en cuenta en semejante caso, esto coincide precisamente con lo que la tradición extremo-oriental designa como Cielo, puesto que según aquélla, del Universo manifestado, el Principio no puede ser alcanzado en cierta forma sino por y a través del Cielo (3), pues “el Cielo es el instrumento del Principio (4)”.

     

    Por otra parte, si se entiende la Naturaleza en su sentido primero, es decir como la Naturaleza primordial e indiferenciada que está en la raíz de todas las cosas (la Mula-Prakriti de la tradición hindú), ni que decir tiene que se identifica con la Tierra de la tradición extremo-oriental; pero lo que trae una complicación es que cuando se habla de la Naturaleza como objeto estricto de conocimiento se la toma corrientemente en un sentido menos estricto y más extenso que aquel, y se le relaciona el estudio de todo lo que se puede llamar la naturaleza manifestada, es decir, todo cuanto constituye el conjunto mismo del medio cósmico entero (5). Podría justificarse esta extensión, hasta cierto punto, diciendo que esta naturaleza se considera entonces en el aspecto “substancial” más bien que en el “esencial”, o que, como en el Sânkhya hindú, las cosas se consideran propiamente como producciones de Prakriti, reservando, por decirlo así, la influencia, de Purusha, sin la cual, no obstante, ninguna producción podría realizarse efectivamente, pues a partir de la simple potencia pura, evidentemente, nada podría pasar de la potencia al acto; acaso haya, en efecto, en esta manera de considerar las cosas un carácter inherente al punto de vista mismo de la “física” o “filosofía natural (6)”. Sin embargo, una justificación más completa puede sacarse de la observación de que se considera que el conjunto del medio cósmico forma, con respecto al hombre, el “mundo exterior”; en efecto, sólo se trata, entonces, de un simple cambio de nivel, si puede decirse, que corresponde más propiamente al punto de vista humano, porque, al menos de manera relativa, todo cuanto es “exterior” puede ser llamado “terrenal”, del mismo modo que todo cuanto es “interior” puede ser llamado “celestial”. Podemos además acordarnos aquí de lo que hemos expuesto a propósito del Azufre, el Mercurio y la Sal: lo que es “divino”, como es necesariamente “interior” a todas las cosas (7), actúa, con respecto al hombre, a la manera de un principio “sulfuroso” (8), mientras que lo que es “natural”, como constituye el “ambiente”, desempeña por ello mismo el papel de principio “mercurial”, como explicábamos al hablar de las relaciones del ser con el medio; y el hombre, producto de lo “divino” y la “naturaleza” al mismo tiempo, se encuentra situado así, como la Sal, en el limite común de ese “interior” y de ese “exterior”, es decir, en otros términos, en el punto en que se encuentran y equilibran las influencias celestiales y las terrenales (9).

    Dios y Naturaleza, considerados así como correlativos o como complementarios (y, por supuesto, no hay que perder de vista lo que hemos dicho primero sobre la forma limitada en que el término “Dios” ha de entenderse aquí a fin de evitar, por una parte, todo “panteísmo”, y, por otra, toda “asociación” en el sentido de la palabra árabe shirk (10)), aparecen respectivamente como principio activo y principio pasivo de la manifestación, o como “acto” y “potencia” en el sentido aristotélico de los dos términos: acto puro y potencia pura con respecto a la totalidad de la manifestación universal (11), acto relativo y potencia relativa a cualquier otro nivel más determinado y más restringido que aquel, es decir, en suma, siempre “esencia” y “substancia” en las distintas acepciones que hemos explicado en muchas ocasiones. Para señalar este carácter respectivamente activo y pasivo, se emplea también, de forma equivalente, las expresiones Natura naturans y Natura naturata (12), en las cuáles el término Natura, en vez de no aplicarse más que al principio pasivo como anteriormente, designa a la vez y simétricamente los dos principios inmediatos del “devenir” (13). Aquí también, coincidimos con la tradición extremo-oriental, según la cual por yang y yin, luego por Cielo y Tierra, son modificados todos los seres, y, en el mundo manifestado, “La revolución de los dos principios yin y yang (que corresponden a las acciones y reacciones reciprocas de las influencias celestiales y terrenales) gobierna todas las cosas (14)”. “Habiéndose diferenciado en el Ser primordial (Tai-Ki) las dos modalidades del ser (yin-yang), comenzó su revolución, y de ello se siguió la modificación cósmica. El apogeo del yin (condensado en la Tierra), es la pasividad tranquila; el apogeo del yang (condensado en el Cielo), es la actividad fecunda. Como la pasividad de la Tierra se ofrece al Cielo, y la actividad del Cielo se ejerce sobre la Tierra, de ambos nacieron todos los seres. Fuerza invisible, la acción y la reacción del binomio Cielo-Tierra produce toda modificación. Comienzo y cesación, plenitud y vacío (15), revoluciones astronómicas (ciclos temporales), fases del Sol (estaciones) y de la Luna, todo ello lo produce esta causa única, que nadie ve, pero que siempre funciona. La vida se desarrolla hacia un fin, la muerte es un regreso hacia un término. Las génesis y las disoluciones (condensaciones y disipaciones) se suceden incesantemente, sin que se sepa su origen, sin que se vea su término (al estar ambos, origen y término, ocultos en el Principio). La acción y la reacción del Cielo y de la Tierra son el único motor de este movimiento” (16), que, a través de la serie indefinida de las modificaciones, conduce los seres a la “transformación” final (17) que los restituye al Principio uno del que han salido.

     

    NOTAS:

     

    (1). Estas condiciones se realizan cuando se trata de un exoterismo tradicional auténtico, por oposición a las concepciones puramente profanas tales como las de la filosofía moderna.

     

    (2). Relación de subordinación del Cosmos con respecto al Principio, entiéndase bien, y no correlación; importa destacarlo para evitar hasta la menor apariencia de contradicción con lo que hemos dicho un poco antes.

     

    (3). Es por lo que, según la "perspectiva" de la manifestación, el Principio aparece como "hecho de Cielo" (Tien-ki), como hemos dicho precedentemente. Es bastante curioso señalar que los misioneros cristianos, cuando quieren traducir "Dios" en chino, lo traducen siempre, sea por Tien, sea por Chang-ti, el "Soberano de lo alto", que es, bajo una u otra denominación, lo mismo que el Cielo; ello parecería indicar, probablemente sin que ellos tengan claramente conciencia, que, para ellos, el punto de vista "teológico" mismo, en el sentido más propio y más completo de esta palabra, no llega realmente hasta el Principio; ellos por otra parte, están confundidos en eso, pero, en todo caso, muestran así las limitaciones efectivas de su propia mentalidad y su incapacidad para distinguir los diferentes sentidos que la palabra "Dios" puede tener en las lenguas occidentales, a falta de términos más precisos como los que existen en las tradiciones orientales. Con relación al Chang-ti, citaremos este texto: "Cielo y Soberano, es todo uno: se dice Cielo cuando se habla de su ser; se dice Soberano cuando se habla de su gobierno; siendo su ser inmenso, se le llama Espléndido Cielo; estando la sede de su gobierno en lo alto, se le llama Sublime Soberano" (Comentario de Tcheu-li).

     

    (4). Tchouang-tseu, cap. XI.

     

    (5). El empleo de la misma palabra "naturaleza" en los dos sentidos, en las lenguas occidentales, aún siendo, por lo demás, inevitable, no deja de producir ciertas confusiones: en árabe, la Naturaleza El-Fitrah, mientras que la naturaleza manifestada es et-tabiyah .

     

    (6). Tomamos aquí la palabra "física" en el sentido antiguo y etimológico de "ciencia de la naturaleza" en general; pero, en inglés, la expresión natural philosophy, que era originariamente un sinónimo suyo, ha servido durante largo tiempo y en los tiempos modernos al menos hasta Newton, para designar incluso la "física" en el sentido restringido y "especializado" que adopta ordinariamente en nuestra época.

     

    (7). Podrán recordarse a este propósito las palabras del Evangelio: "Regnum Dei intra vos est"

     

    (8). Reencontramos aquí el doble sentido de la palabra griega theion.

     

    (9). Naturalmente, estas consideraciones, procedentes propiamente del hermetismo, van mucho más lejos que la simple filosofía exotérica, pero es que está tiene en efecto necesidad, por no ser más que exotérica de ser justificada por algo que la sobrepase.

     

    (10). En ese sentido "Dios" y la "Naturaleza" se encuentran inscritos en cierto modo simétricamente en los símbolos del grado 14º de la Masonería escocesa.

     

    (11). Se ve con ello que la definición bien conocida de Dios como "acto puro" se aplica en realidad, no al ser mismo como algunos creen, sino solamente al polo activo de la manifestación; en términos extremo-orientales, se diría que se relaciona con Tien y no con Tai-ki.

     

    (12). Los historiadores de la filosofía tienen generalmente el hábito de atribuir esas expresiones a Spinoza; pero eso es un error, pues, si es cierto que éste las ha empleado en efecto, acomodándolas, por otro lado, a sus concepciones particulares, no es ciertamente su autor y ellas se remontan mucho más lejos en realidad. Cuando se habla de Natura sin especificar otra cosa, es casi siempre de la Natura naturata de lo que se trata, bien que a veces aquel término puede también comprender a la vez la Natura naturans y la Natura naturata; en este último caso, no tiene correlativo, pues no hay fuera de él más que el Principio por una parte y la manifestación por la otra, mientras que, en el primer caso, es propiamente la Natura del ternario la que tenemos que considerar.

     

    (13). La palabra natura en latín, lo mismo que su equivalente phusis en griego, contiene esencialmente la idea de "devenir": la naturaleza manifestada es "lo que deviene", los principios de que se trata aquí son "lo que hace devenir".

     

    (14). Lie-tseu.

     

    (15). Se trata propiamente aquí del "vacío de forma", es decir, del estado informal o no-formal.

     

    (16). Tchoang-tseu, cap. XXI.

     

    (17). Es la "salida del Cosmos" a la cual hemos hecho alusión a propósito del extremo del mástil que sobrepasa el dosel del carruaje.

     

    Capítulo XX: DEFORMACIONES FILOSOFICAS MODERNAS

     

     

    Al comienzo de la filosofía moderna, Bacon considera todavía que los tres términos Deus, Homo, Natura constituyen tres objetos de conocimiento distintos, a los que hace corresponder respectivamente las tres grandes divisiones de la “filosofía”; sólo que atribuye una importancia preponderante a la “filosofía natural” o ciencia de la Naturaleza, conforme a la tendencia “experimental” de la mentalidad moderna, que él mismo representa en aquella época, como Descartes, por su parte, representa sobre todo la tendencia “racionalista (1)”. En cierto modo, todavía no es más que un simple asunto de “proporciones (2)”; le estaba reservado al siglo XIX ver aparecer, en lo que concierne a este mismo ternario, una deformación bastante extraordinaria e inesperada: nos referimos a la pretendida “ley de los tres estados” de Augusto Comte; pero como la relación de ésta con aquello de que se trata puede no parecer evidente a primera vista, quizá no sean inútiles algunas explicaciones a este respecto, pues hay aquí un ejemplo bastante curioso de la forma en que el espíritu moderno puede desnaturalizar un elemento de origen tradicional, cuando se le ocurre apoderarse de él en vez de rechazarlo pura y simplemente.

    El error fundamental de Comte, en este aspecto, es imaginarse que, sea cual sea el género de especulación al que el hombre se ha entregado, nunca se ha propuesto otra cosa que la explicación de los fenómenos naturales; partiendo de este punto de vista estrecho, se ve forzosamente llevado a suponer que todo conocimiento, de cualquier orden que sea, representa simplemente una tentativa más o menos imperfecta de explicación de estos fenómenos. Uniendo entonces a esta idea preconcebida una visión completamente fabuladora de la historia, cree descubrir, en conocimientos diferentes que en realidad siempre coexistieron, tres tipos de explicación que él considera sucesivos, porque, como sin razón los refiere a un mismo objeto, los encuentra naturalmente incompatibles entre sí; así pues, los hace corresponder a tres fases que supuestamente ha atravesado la mente humana en el correr de los siglos, y que él llama respectivamente “estado teológico”, “estado metafísico” y “estado positivo”. En la primera fase, los fenómenos, dice, fueron atribuidos a la intervención de agentes sobrenaturales; en la segunda, referidos a fuerzas naturales, inherentes a las cosas y ya no transcendentes con respecto a ellas; finalmente, la tercera, dice, se habrá caracterizado por la renuncia a la búsqueda de las “causas”, que habrá sido sustituida por la de las “leyes”, es decir, de relaciones constantes entre los fenómenos. Este último “estado”, que Comte considera además el único definitivamente valido, representa bastante exactamente la concepción relativa y limitada que en efecto es la de las ciencias modernas; pero todo cuanto concierne a los otros dos “estados” no es verdaderamente sino un montón de confusiones; no lo vamos a examinar detalladamente, lo cual tendría bien poco interés, y nos contentaremos con extraer los puntos en relación directa con el tema que estamos considerando.

    Comte pretende que, en cada fase, los elementos de explicación a los que se recurrió se coordinaron gradualmente, de forma que desembocaron finalmente en la concepción de un principio único que los comprendía a todos: así, en el “estado teológico”, los diversos agentes sobrenaturales, concebidos primero como independientes unos de otros, dice que luego se jerarquizaron, para sintetizarse finalmente en la idea de Dios (3). Asimismo, dice que en el supuesto “estado metafísico”, las nociones de las diferentes fuerzas naturales tendieron cada vez más a fundirse en la de una “entidad” única, designada como la “Naturaleza (4)”; se ve además, con esto, que Comte ignoraba totalmente qué cosa es la metafísica, pues, desde el momento en que se trata de “Naturaleza” y fuerzas naturales, se trata evidentemente de “física” y no de “metafísica”; le hubiera bastado con remitirse a la etimología de las palabras para evitar tan grosera confusión. Sea lo que fuere, vemos aquí a Dios y la Naturaleza, considerados no ya como dos objetos de conocimiento, sino tan sólo como dos nociones a las que conducen los dos primeros de los tres tipos de explicación considerados en esta hipótesis (5); queda el Hombre, y tal vez sea un poco más difícil ver cómo desempeña el mismo papel con respecto al tercero, pero no obstante es verdaderamente así en realidad.

    Ello resulta en efecto de la forma en que Comte considera las diferentes ciencias: para él, han llegado sucesivamente al “estado positivo” en cierto orden, siendo preparada cada una de ellas por las que la preceden sin las cuáles no habría podido constituirse. Pues bien, la última de todas las ciencias según este orden, aquella, por consiguiente, en la que desembocan todas las demás y que representa así el término y cumbre del conocimiento llamado “positivo”, ciencia que el propio Comte se planteó en cierto modo la “misión” de constituir, es aquella a la que atribuyó el nombre bastante bárbaro de “sociología”, que desde entonces ha pasado a ser de uso corriente; y esta “sociología” es propiamente la ciencia del Hombre, o, si se prefiere, de la Humanidad, considerada naturalmente desde el simple punto de vista “social”; además para Comte no puede haber otra ciencia del Hombre que esa, pues cree que todo lo que caracteriza especialmente al ser humano y le pertenece propiamente, con exclusión de los demás seres vivos, procede únicamente de la vida social. Por consecuencia era perfectamente lógico, pese a lo que algunos han dicho, que fuese a parar a donde lo hizo en realidad: llevado por la necesidad más o menos consciente de realizar una especie de paralelismo entre él “estado positivo” y los otros dos “estados” tales cuáles él se los representaba, vio su terminación en lo que llamó la “religión de la Humanidad (6)”. Vemos aquí, pues, como término “ideal” de los tres “estados” respectivamente a Dios, la Naturaleza y la Humanidad; no insistiremos más en ello, pues esto basta en suma para mostrar que la demasiado famosa “ley de los tres estados” proviene realmente de una deformación falseada del ternario Deus, Homo, Natura, y lo más asombroso es que no parece que nadie se haya dado cuenta de ello.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Descartes también, por lo demás, se adhiere sobre todo a la "física"; pero él pretende construirla por razonamiento deductivo, sobre el modelo de las matemáticas, mientras que Bacon quiere por el contrario establecerla sobre una base experimental.

     

    (2). Aparte, bien entendido, de las reservas que habría que hacer sobre la manera totalmente profana con la cual las ciencias son ya concebidas por entonces; pero hablamos solamente aquí de lo que es reconocido como objeto de conocimiento, independientemente del punto de vista bajo el cual es considerado.

     

    (3). Esas tres fases secundarias son designadas por Comte con los nombres de "fetichismo", de "politeísmo" y de "monoteísmo", apenas es necesario decir que, muy al contrario, es el "monoteísmo", es decir, la afirmación del Principio uno, lo que está necesariamente en el origen; e incluso, en realidad, sólo el "monoteísmo" ha existido siempre y por todas partes, salvo por el hecho de una ignorancia del vulgo y en un estadio de degeneración de ciertas formas tradicionales.

     

    (4). Comte supone además que, por todas partes donde se ha hablado así de la "Naturaleza", esta debe ser más o menos "personificada", como lo fue en efecto en ciertas declamaciones filosófico-literarias del siglo XVIII.

     

    (5). Es evidente que ello no es en efecto más que una simple hipótesis, e incluso una hipótesis muy mal fundada, que Comte afirma "dogmáticamente" dándole abusivamente el nombre de "ley".

     

    (6). La "Humanidad", concebida como la colectividad de todos los hombres pasados, presentes y futuros, es en él una verdadera "personificación", pues, en la parte seudo-religiosa de su obra, él la denomina el "Gran Ser"; se podría ver ahí una suerte de caricatura profana del "Hombre Universal".

     

     

    Capítulo XXI: PROVIDENCIA, VOLUNTAD, DESTINO

     

    Para completar lo que hemos dicho del ternario Deus, Homo, Natura, hablaremos un poco de otro ternario que le corresponde manifiestamente término a término: es el formado por Providencia, Voluntad y Destino, considerados como las tres potencias que rigen el Universo manifestado. Las consideraciones relativas a este ternario las ha desarrollado sobre todo, en los tiempos modernos, Fabre d’Olivet (1), sobre datos de origen pitagórico; por otra parte, también se refiere secundariamente varias veces a la tradición china (2), de una forma que implica que reconoció su equivalencia en la Gran Tríada. “El hombre, dice, no es ni animal ni inteligencia pura; es un ser intermedio, situado entre la materia y el espíritu, entre el Cielo y la Tierra, para ser su vinculo”; y puede reconocerse claramente aquí el lugar y la función del término medio de la Tríada extremo-oriental. “Que el Hombre universal (3) es una potencia es lo que advierten todos los códigos sagrados de las naciones, es lo que sienten todos los Sabios, es lo que incluso reconocen los verdaderos sabios... Las otras dos potencias, en medio de las cuales se encuentra situado, son Destino y Providencia. Debajo de él está el Destino, naturaleza libre y naturante. Él, como reino hominal, es la Voluntad mediadora, eficiente, situada entre esas dos naturalezas para servirles de vinculo, de medio de comunicación, y reunir dos acciones, dos movimientos que serien incompatibles sin él”. Es interesante hacer notar que los dos términos extremos del ternario se designan expresamente como Natura naturans y Natura naturata, en conformidad con lo que antes decíamos; y las dos acciones o los dos movimientos de que se trata no son otra cosa, en el fondo, que la acción y reacción de Cielo y Tierra, el movimiento alternado del yang y el yin. “Estas tres potencias, la Providencia, el Hombre considerado como reino hominal, y el Destino, constituyen el ternario universal. Nada se escapa a su acción, todo les está sometido en el Universo, todo, excepto Dios mismo que, envolviéndolos con su insondable unidad, forma con ellas esa tétrada de los antiguos, ese inmenso cuaternario, que es todo en todos, y fuera del cual nada es”. Hay aquí una alusión al cuaternario fundamental de los Pitagóricos, simbolizado por la Tetraktys, y lo que de él hemos dicho anteriormente, acerca del ternario Spiritus, Anima, Corpus, permite comprender lo suficiente para que no sea necesario volver de nuevo sobre ello. Por otra parte, hay que señalar además, por ser particularmente importante desde el punto de vista de las concordancias, que a “Dios” se lo considera aquí como el Principio en sí mismo, a diferencia del primer término del ternario Deus, Homo, Natura, de modo que, en estos dos casos la misma palabra se toma en distinta acepción; y, aquí, la Providencia, es sólo el instrumento de Dios en el gobierno del Universo, exactamente igual que el Cielo es el instrumento del Principio según la tradición extremo-oriental.

    Ahora, para entender por qué al término medio se lo identifica, no sólo con el Hombre, sino más precisamente con la Voluntad humana, hay que saber que para Fabre d’Olivet la voluntad, en el ser humano, es el elemento interior y central que unifica y envuelve (4) las tres esferas, intelectual, anímica e instintiva, a las que corresponden respectivamente espíritu, alma y cuerpo. Como además hay que encontrar en el “microcosmos” la correspondencia del “macrocosmos”, estas tres esferas representan en él lo análogo de las tres potencias universales que son Providencia, Voluntad y Destino (5); y la voluntad, con respecto a ellos, desempeña un papel que hace de ella como la imagen del Principio mismo. Esta forma de considerar la voluntad (que, por lo demás, hay que decirlo, está insuficientemente justificada por consideraciones de orden más psicológico que verdaderamente metafísico) hay que relacionarla con lo que anteriormente hemos dicho con respecto al Azufre alquímico, pues de eso exactamente se trata en realidad. Por lo demás, hay en ello como una especie de paralelismo entre las tres potencias pues, por una parte, la providencia evidentemente puede concebirse como expresión de la Voluntad divina, y, por otra, el Destino mismo aparece como una especie de voluntad obscura de la Naturaleza. “El Destino es la parte inferior e instintiva de la Naturaleza universal (6), que he llamado naturaleza naturada; llaman a su propia acción fatalidad; la forma por la cual se nos manifiesta se llama necesidad. La Providencia es la parte superior e inteligente de la Naturaleza universal, que he llamado naturaleza naturante; es una ley viva emanada de la Divinidad, por medio de la cual todo se determina en potencia del ser (7)... Es la Voluntad del hombre lo que, como potencia media (correspondiente a la parte anímica de la Naturaleza universal), une al Destino con la Providencia; sin ella, estas dos potencias extremas no sólo no se reunirían jamás, sino que ni siquiera se conocerían (8)”.

    Otro punto aún más digno de atención es éste: la Voluntad humana, uniéndose a la Providencia y colaborando conscientemente con ella (9), puede equilibrar el Destino y llegar a neutralizarlo (10). Fabre d’Olivet dice que “La concordancia de Voluntad y Providencia constituye el Bien; el Mal nace de su oposición (11)... El hombre se perfecciona o se deprava según tienda a confundirse con la Unidad universal o a distinguirse de ella (12)”, es decir, según que, tendiendo a uno u otro de los dos polos de la manifestación (13), que en efecto corresponden a la unidad y a la multiplicidad, alíe su voluntad a la Providencia o al Destino y se dirija así, o hacia el lado de la “libertad”, o hacia el de la “necesidad”. Dice también que “la ley providencial es la ley del hombre divino, que vive principalmente de la vida intelectual, cuya reguladora es”; por otra parte no precisa más en qué forma entiende a ese “hombre divino”, que sin duda puede asimilarse, según los casos, al “hombre transcendente, o tan sólo al “hombre verdadero”. Según la doctrina pitagórica, seguida además, en este punto como en tantos otros, por Platón, “la Voluntad afanada por la fe (luego asociada por ello mismo a la providencia) puede subyugar a la Necesidad misma, gobernar la Naturaleza, y obrar milagros”. El equilibrio entre Voluntad y Providencia por una parte, y Voluntad y Destino por otra, se simbolizan geométricamente por el triángulo rectángulo cuyos lados son respectivamente proporcionales a los números 3, 4 y 5, triángulo al que el Pitagorismo daba gran importancia (14), y que, por una coincidencia también notabilísima, no ha dejado de tenerla en la tradición extremo-oriental. Si la Providencia se representa por 3, la Voluntad humana por 4 y el Destino por 5, se tiene en dicho triángulo: 32 + 42 = 52; la elevación de los números a la segunda potencia indica que esto se refiere al ámbito de las fuerzas universales, es decir, propiamente al ámbito anímico (16), el que corresponde al Hombre en el “macrocosmos”, y en cuyo centro, en cuanto término medio, se sitúa la voluntad en el “microcosmos (17)”.

     

    NOTAS:

     

    (1). Especialmente en su Histoire philosophique du Genre humain; es de la disertación introductoria de esta obra (publicada primero bajo el título De l´Etat social de l´Homme) que se han sacado, salvo indicación contraria, las citas que siguen. En los Examens des Vers dorés de Pythagore, aparecidos anteriormente, se encuentra también puntos de vista sobre el asunto, pero expuestos menos claramente: Fabre d´Olivet parece a veces considerar ahí el Destino y la Voluntad como correlativos, dominando la Providencia a la vez a ambos, lo que no concuerda con la correspondencia que hemos visto ahora. Señalemos incidentalmente que sobre una aplicación de la concepción de esos tres poderes universales al orden social es como Saint Yves d´Alveydre ha construido su teoría de la "sinarquía".

     

    (2). Por lo demás, no parece haber apenas conocido más que el lado confuciano, bien que, en los Examens des Vers dorés de Pythagore, cita una vez a Lao-tsé.

     

    (3). Esta expresión debe entenderse aquí en un sentido restringido, pues no parece que tal concepción sea extendida más allá del estado propiamente humano; es evidente en efecto, que cuando se traslada a la totalidad de estados del ser, no podría hablarse ya de "reino hominal", lo que no tiene realmente sentido más que en nuestro mundo.

     

    (4). Hay que recordar todavía aquí, que es el centro quien contiene todo en realidad.

     

    (5). Se recordará lo que hemos dicho, a propósito de los "tres mundos", de la correspondencia más particular del Hombre con el dominio anímico o psíquico.

     

    (6). Esta es entendida aquí en el sentido más general, y comprende entonces, como "tres naturalezas en una sola Naturaleza", el conjunto de los tres términos del "ternario universal ", es decir, en suma todo lo que no es el Principio mismo.

     

    (7). Este término es impropio, puesto que la potencialidad pertenece, al contrario, al otro polo de la manifestación; habría que decir "principialmente" o "en esencia".

     

    (8). Por otra parte, Fabre d´Olivet, designa como los agentes respectivos de las tres potencias universales, a los seres que los Pitagóricos llamaban los "Dioses inmortales", los "Héroes glorificados" y los "Démones terrestres", "relativamente a su elevación respectiva y a la posición armónica de los tres mundos que habitan" (Examen des Vers dorés de Pythagore, 3ª examen).

     

    (9). Colaborar así con la Providencia, es lo que se llama propiamente, en la terminología masónica, trabajar para la realización del "plan del Gran Arquitecto del Universo" (cf. Aperçus sur l'Initiation, cap. XXXI).

     

    (10). Es lo que los Rosacrucianos expresaban por el adagio Sapiens dominabitur astris, representado las "influencias astrales", como hemos explicado antes, el conjunto de todas las influencias emanantes del medio cósmico y actuando sobre el individuo para determinarlo exteriormente.

     

    (11). Esto identifica en el fondo el bien y el mal con las dos tendencias contrarias que vamos a indicar, con todas sus consecuencias respectivas.

     

    (12). Examen des Vers dorés de Pythagore, 12º Examen.

     

    (13). Son las dos tendencias contrarias, una ascendente y la otra descendente, que se designan como sattwa y tamas en la tradición hindú.

     

    (14). Este triángulo reaparece en el simbolismo masónico, y hemos hecho alusión a él a propósito de la escuadra del Venerable; el triángulo completo mismo aparece en las insignias del Past Master. Digamos en esta ocasión que una parte notable del simbolismo masónico es derivado directamente del Pitagorismo, por una cadena ininterrumpida, a través de los Collegia fabrorum romanos y las corporaciones de constructores de la Edad Media, el triángulo del que aquí se trata es un ejemplo de ello, y tenemos otro ejemplo en la Estrella flamígera, idéntica al Pentalpha que servía de "medio de reconocimiento" a los Pitagóricos (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XVI).

     

    (15). Reencontramos aquí al 3 como número "celeste" y al 5 como número "terrestre", como en la tradición extremo-oriental, bien que ésta no los considere así como correlativos, puesto que 3 se asocia a 2 y 5 a 6, como lo hemos explicado antes; en cuanto al 4, corresponde a la cruz como símbolo del "Hombre Universal"

     

    (16). Este dominio es en efecto el segundo de los "tres mundos", ya se los considere, por lo demás, en el sentido ascendente o en el sentido descendente; la elevación a las potencias sucesivas, representando grados de universalización creciente, corresponde al sentido ascendente (cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XII y Les Principes du Calcul infinitésimal, cap. XX).

     

    (17). Según el esquema dado por Fabre d´Olivet, ese centro de la esfera anímica es al mismo tiempo el punto de tangencia de las otras dos esferas intelectual e instintiva, cuyos centros están situados en dos puntos diametralmente opuestos de la circunferencia de esta misma esfera mediana: "Ese centro, desplegando su circunferencia, alcanza los otros centros, y reúne sobre sí mismo los puntos opuestos de las dos circunferencias que ellos despliegan (es decir, el punto más bajo de una y el punto más alto de otra), de suerte que las tres esferas vitales, moviéndose una en la otra, se comunican sus naturalezas diversas, y transportan de una a otra su influencia recíproca". -Las circunferencias representativas de dos esferas consecutivas (intelectual y anímica, anímica e instintiva) presentan, pues, la disposición de la que hemos señalado las propiedades a propósito de la figura 3, cada una de ellas pasando por el centro de la otra.

     

    Capítulo XXII: EL TRIPLE TIEMPO

     

     

    Tras todo cuanto acaba de decirse, uno puede hacerse esta pregunta: ¿hay, en el orden de las determinaciones espaciales y temporales, algo que corresponda a los tres términos de la Gran Tríada y de ternarios equivalentes? En lo que concierne al espacio, no hay ninguna dificultad en encontrar tal correspondencia, pues viene dada inmediatamente por la consideración del “arriba” y “abajo”, consideradas, según la representación geométrica habitual, con respecto a un plano horizontal tomado como “nivel de referencia”, y que, para nosotros, es naturalmente el que corresponde al ámbito del estado humano. A este plano se lo puede considerar intermedio, primero porque nos pertenece como tal a causa de nuestra “perspectiva” propia, en cuanto es el del estado en que nos encontramos actualmente, y también porque podemos situar en él, al menos virtualmente, el centro del conjunto de los estados de manifestación; por estos motivos corresponde evidentemente al Hombre como término medio de la Tríada, así como al hombre entendido en el sentido corriente e individual. Respecto a este plano, lo que está por encima representa los aspectos “celestiales” del Cosmos, y lo que está debajo representa sus aspectos “terrenales”, y los respectivos extremos límites de las dos regiones en que se divide así el espacio (limites que se sitúan en lo indefinido en ambos sentidos) son los dos polos de la manifestación, es decir el Cielo y la Tierra mismos, que, desde el plano considerado, se ven a través de estos aspectos relativamente “celestiales” y “terrenales”. Ias influencias correspondientes se expresan por dos tendencias contrarias, a las que se puede relacionar con las dos mitades del eje vertical, tomada la mitad superior en dirección ascendente, y la inferior en dirección descendente a partir del plano medio; como este corresponde naturalmente a la expansión en sentido horizontal, intermedia entre ambas tendencias opuestas, se ve que aquí, además, tenemos la correspondencia de los tres gunas de la tradición hindú (1) con los tres términos de la Tríada: así sattwa corresponde al Cielo, rajas al Hombre, y tamas a la Tierra (2). Si se considera el plano medio como plano diametral de una esfera (que además se ha de considerar como el radio indefinido, puesto que comprende la totalidad del espacio), el hemisferio superior y el inferior, según otro simbolismo del que ya hemos hablado, son las dos mitades del “Huevo del Mundo”, que, después de su separación, realizada por la determinación efectiva del plano medio, se convierte respectivamente en Cielo y Tierra, entendidos aquí en su acepción más general (3); en el centro del propio plano medio se sitúa Hiranyagarbha, que aparece en el Cosmos, pues, como el “Avatâra eterno”, y que por ello mismo es idéntico al “Hombre Universal” (4).

    En lo que se refiere al tiempo, el asunto puede parecer más difícil de resolver, y sin embargo hay en él un ternario, puesto que se habla del “triple tiempo” (en sánscrito trikala), es decir, que el tiempo se considera bajo tres modalidades, que son pasado, presente y futuro; pero a estas tres modalidades ¿se las puede relacionar con los tres términos de ternarios como los aquí examinados? Hay que señalar, en primer lugar que al presente se le puede representar como un punto que divide en dos partes la línea según la cual se desarrolla el tiempo, y que así, a cada instante, determina la separación (pero también la unión) entre el pasado y el futuro, de los que él es el limite común, como el plano medio de que hablábamos hace un momento lo es de las dos mitades, superior e inferior, del espacio. Como explicamos ya en otro lugar (5), la representación “rectilínea” del tiempo es insuficiente e inexacta, puesto que el tiempo es en realidad “cíclico”, y este carácter se encuentra hasta en sus menores subdivisiones; pero aquí no hemos de especificar la forma de la línea representativa, pues sea cual sea, para el ser que está situado en un punto de esta línea, las dos partes en que está dividida aparecen siempre como situadas respectivamente “antes” y “después” de ese punto, así como las dos mitades del espacio aparecen situadas “arriba” y “abajo”, esto es, encima y debajo del plano tomado como “nivel de referencia”. Para completar a este respecto el paralelismo entre las determinaciones espaciales y temporales, al punto que representa el presente siempre se lo puede tomar en cierto sentido por la “mitad del tiempo”, puesto que, a partir de ese punto, el tiempo sólo puede aparecer como igualmente indefinido en las dos direcciones opuestas que corresponden al pasado y al futuro. Hay algo más: el “hombre verdadero” ocupa el centro del estado humano, es decir, un punto que ha de ser verdaderamente “central” con respecto a todas las condiciones de ese estado, incluida la condición temporal (6); así pues, puede decirse que se sitúa efectivamente en el “medio del tiempo”, al que además él mismo determina a causa de que domina en cierto modo las condiciones individuales (7). Así como, en la tradición china, el Emperador, situándose en el punto central del Ming-tang, determina el medio del ciclo anual, así el “medio del tiempo” es propiamente, si cabe expresarse así, el “lugar” temporal del “hombre verdadero”, y para él ese punto es verdaderamente siempre el presente.

    Si bien, por consiguiente, al presente se le puede poner en correspondencia con el Hombre (y por lo demás, incluso en lo que concierne simplemente al ser humano corriente, es evidente que sólo en el presente puede ejercer su acción, al menos de forma directa e inmediata (8)), queda por ver si no hay también cierta correspondencia del pasado y el futuro con los otros dos términos de la Tríada, y de nuevo nos lo indicará una comparación entre determinaciones espaciales y temporales. En efecto, los estados de manifestación inferiores y superiores con respecto al estado humano, a los que, según el simbolismo espacial se representa como situados respectivamente encima y debajo de él, se describen por otra parte, según el simbolismo temporal, constituyendo ciclos respectivamente anteriores y posteriores al ciclo actual. El conjunto de tales estados forma así dos ámbitos cuya acción, en cuanto se hace sentir en el estado humano, se expresa en este por influencias que cabe llamar “terrenales” por una parte, y “celestiales” por otra, en el sentido que constantemente les hemos dado aquí a estos términos, y aparece en él como manifestación respectiva de Destino y Providencia; es lo que la tradición hindú indica muy claramente al atribuir uno de estos ámbitos a los Asuras y el otro a los Dêvas. Acaso cuando la correspondencia es más claramente visible es cuando se consideran los dos términos extremos de la Tríada en el aspecto de Destino y Providencia; y ello precisamente porque el pasado aparece como “necesidad” y el futuro como “libre”, lo cual es exactamente el carácter propio de estas dos potencias. Es cierto que, en realidad, aún no se trata más que de un asunto de “perspectiva” y, para un ser que está fuera de la condición temporal, ya no hay ni pasado, ni futuro, ni, por consiguiente, ninguna diferencia entre ellos, aunque apareciéndole en perfecta simultaneidad (9); pero, por supuesto, hablamos aquí desde el punto de vista de un ser que, al estar en el tiempo, se encuentra necesariamente situado por ello mismo entre el pasado y el futuro.

    “El Destino, dice a este respecto Fabre d’Olivet, no da el principio de nada, sino que se apodera de él tan pronto como se da, para dominar sus consecuencias. Sólo por la necesidad de tales consecuencias influye en el futuro y se hace notar en el presente, pues todo cuanto posee propiamente está en el pasado. Se puede, pues, entender por Destino aquella potencia con arreglo a la cual concebimos que las cosas hechas están hechas, que son así y no de otro modo, y que, una vez puestas según su naturaleza, tienen resultados forzados que se desarrollan sucesiva y necesariamente”. Hay que decir que se expresa con mucha menos claridad en lo que concierne a la correspondencia temporal de las otras dos potencias, y que incluso le sucede, en un escrito anterior al que citamos, que la invierte de una manera que parece difícilmente explicable (10). “La Voluntad del hombre, desplegando su actividad, modifica las cosas coexistentes (luego presentes), crea otras nuevas, que al instante se vuelven propiedad del Destino, y prepara para el futuro mutaciones en lo que estaba hecho, y consecuencias necesarias en lo que acaba de serlo (11)... El fin de la Providencia es la perfección de todos los seres, y esta perfección recibe de Dios mismo el tipo irrefragable. El medio que tiene para alcanzar ese fin es lo que llamamos el tiempo. Pero el tiempo no existe para ella según la idea que nosotros tenemos de él (12); lo concibe como un movimiento de eternidad (13)”. Todo esto no está perfectamente claro, pero fácilmente podemos suplir esa laguna; por lo demás, lo hemos hecho ya hace un momento en lo que concierne al Hombre y, por consiguiente, a la Voluntad.

     

    En cuanto a la Providencia, es, desde el punto de vista tradicional, una noción corriente que, según la expresión coránica, “Dios tiene las llaves de las cosas ocultas (14)”, luego especialmente de aquellas que, en nuestro mundo, todavía no están manifestadas (15); el futuro, en efecto, está oculto para los hombres, al menos en condiciones habituales; pues bien, es evidente que un ser, sea cual sea, no puede ejercer ninguna acción en lo que no conoce, y que por consiguiente el hombre no puede actuar directamente sobre el futuro, el cual, además, para él no es sino lo que no existe todavía. Por lo demás, esta idea ha permanecido aun en la mentalidad común, que, tal vez sin tener conciencia de ello muy claramente, la expresa por afirmaciones proverbiales como, por ejemplo, “el hombre propone y Dios dispone”, es decir que, aunque el hombre se esfuerce, según sus medios, en preparar el futuro, este, sin embargo, no será en definitiva sino lo que Dios quiera que sea, o lo que él le hará ser por la acción de su Providencia (de donde resulta además que la Voluntad actuará tanto más eficazmente con vistas al futuro cuanto más estrechamente unida esté a la Providencia); y se dice también, más explícitamente todavía, que “el presente pertenece al hombre, pero el futuro pertenece a Dios”. No puede haber, pues, ninguna duda a este respecto, y es realmente el futuro el que entre las modalidades del “triple tiempo”, constituye el ámbito propio de la Providencia, como lo exige, además, la simetría de ésta con el Destino, cuyo ámbito propio es el pasado, pues esta simetría ha de resultar necesariamente del hecho de que estas dos potencias representan respectivamente los dos términos extremos del “ternario universal”.

     

    NOTAS:

     

    (1). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. V.

     

    (2). Se recordará lo que hemos indicado anteriormente respecto al carácter "sattwico" o "tamásico" que toma la Voluntad humana, neutra o "rajásica" en sí misma, según que se alíe a la Providencia o al Destino.

     

    (3). Esto debe ser parangonado con lo que hemos dicho de los dos hemisferios a propósito de la doble espiral, y también de la división del símbolo del yin-yang en sus dos mitades.

     

    (4). Cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XVIII.

     

    (5). Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. V.

     

    (6). No ha lugar para hablar aquí del "hombre trascendente", puesto que éste está enteramente más allá de la condición temporal tanto como de todas las otras; pero, si ocurre que se sitúa en el estado humano según lo que hemos explicado anteriormente, ocupa aquí a fortiori la posición central a todos los efectos.

     

    (7). Cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XLII, y también L´Esoterisme de Dante, cap. VIII

     

    (8). Si el "hombre verdadero" puede ejercer una influencia en un momento cualquiera del tiempo, es que, desde el punto central donde está situado, puede a voluntad tornar presente ese momento para él.

     

    (9). Con mayor razón es así en comparación con el Principio; destaquemos al respecto que el Tetragrama hebreo es considerado como constituido gramaticalmente por la contracción de los tres tiempos del verbo "ser"; De este modo, designa el Principio, es decir, el Ser puro, que envuelve en sí mismo los tres términos del "ternario universal", según la expresión de Fabre d´Olivet, como la Eternidad que le es inherente envuelve en sí misma el "triple tiempo".

     

    (10). En los Examens des Vers dorés de Pythagore (12º Examen), él dice en efecto que "el poder de la voluntad se ejerce sobre las cosas por hacer o sobre el porvenir; la necesidad del destino, sobre las cosas hechas o sobre el pasado... La libertad reina en el porvenir, la necesidad en el pasado, y la providencia sobre el presente". Ello hace de la Providencia el término medianero, y, atribuyéndole la "libertad" como carácter propio a la Voluntad, a presentar ésta como lo opuesto del Destino, lo que no podría concordar en absoluto con las relaciones reales de los tres términos, tal como las ha expuesto él mismo un poco después.

     

    (11). Se puede decir en efecto que la Voluntad trabaja con vistas al porvenir, en tanto que éste es una continuación del presente, pero, bien entendido, ello no es la misma cosa que decir que la Voluntad opera directamente sobre el porvenir mismo como tal.

     

    (12). Eso es evidente, puesto que corresponde a lo que es superior al estado humano, del cual el tiempo no es más que una de las condiciones especiales; pero convendría añadir para más precisión, que ella se sirve del tiempo en tanto que éste está, para nosotros dirigido "hacia delante", es decir, en el sentido del porvenir, lo que implica además el hecho de que el pasado pertenece al Destino.

     

    (13). Parece que eso sea una alusión a lo que los escolásticos llamaban aevum o aeviternitas, términos que designan modos de duración distintos al tiempo y condicionando los estados "angélicos", es decir, supraindividuales, que aparecen en efecto como "celestiales" con relación al estado humano.

     

    (14). Qorân, VI, 59.

     

    (15). Decimos especialmente, pues es evidente que ello no es en realidad más que una parte infinitesimal de las "cosas ocultas" (el-ghaybu), que comprenden todo lo no-manifestado.

     

     

    Capítulo XXIII: LA RUEDA CÓSMICA

     

    En ciertas obras que se vinculan a la tradición hermética (1), se encuentra mencionado el ternario Deus, Homo, Rota, es decir que en el ternario anteriormente considerado, el tercer término, Natura, es sustituido por Rota, o la “Rueda”; se trata aquí de la “rueda cósmica”, que, como hemos dicho ya en diversas ocasiones, es un símbolo del mundo manifestado, y que los Rosacrucianos llamaban Rota Mundi (2). Se puede decir, pues, que en general este símbolo representa la “Naturaleza” tomada, según hemos dicho, en su sentido más amplio; pero además es susceptible de diversos significados más precisos, entre los cuáles sólo consideramos aquí aquellos que tienen relación directa con el Tema de este estudio.

    La figura geométrica de que se deriva la rueda es la del circulo con su centro; en el sentido más universal, el centro representa el Principio, simbolizado geométricamente por el punto como lo es aritméticamente por la unidad, y la circunferencia representa la manifestación, que es “medida” efectivamente por el rayo emanado del Principio (3); pero esta figura, aunque muy sencilla en apariencia, tiene, no obstante, multiples aplicaciones desde puntos de vista diferentes y más o menos particularizados (4). Especialmente, y esto es lo que nos importa sobre todo en este momento, puesto que el Principio actúa en el Cosmos por medio del Cielo, éste podrá ser representado igualmente por el centro, y entonces la circunferencia, en la que, de hecho, se detienen los radios emanados de este, representará el otro polo de la manifestación, esto es, la Tierra, correspondiendo en este caso la propia superficie del circulo al ámbito cósmico entero; además, el centro es unidad, y la circunferencia multiplicidad, lo que expresa bien los caracteres respectivos de la Esencia y la Substancia universales. Cabe también limitarse a la consideración de un mundo o de un estado de existencia determinado; entonces, el centro será naturalmente el punto en que la “Actividad del Cielo” se manifiesta en ese estado, y la circunferencia representará la materia secunda de este mundo, que desempeña con respecto a él un papel que corresponde al de la materia prima con respecto a la totalidad de la manifestación universal (5).

    La figura de la rueda no difiere de aquella de que acabamos de hablar sino por el trazado de cierto número de rayos, que señalan más explícitamente la relación de la circunferencia en la que terminan con el centro del que han surgido; y está claro que la circunferencia no puede existir sin el centro, mientras que éste es absolutamente independiente de ella y contiene principialmente todas las circunferencias concéntricas posibles, que se determinan por la mayor o menor extensión de sus radios. Éstos, evidentemente, pueden representarse en número variable, puesto que son realmente multitud indefinida como los puntos de la circunferencia, que son sus extremidades; pero de hecho, las representaciones tradicionales contienen siempre números que tienen por sí mismos un valor simbólico particular, que se añade al significado general de la rueda para definir las distintas aplicaciones que de él se hacen según los casos (6). La forma más simple es aquí la que presenta tan sólo cuatro rayos que dividen la circunferencia en partes iguales, o sea, los diámetros rectangulares que forman una cruz en el interior de la circunferencia (7). Esta figura, desde el punto de vista espacial, corresponde naturalmente a la determinación de los puntos cardinales (8); por otra parte, desde el punto de vista temporal, la circunferencia, si nos la representamos como recorrida en cierto sentido, es la imagen de un ciclo de manifestaciones, y las divisiones determinadas en esta circunferencia por las extremidades de los brazos de la cruz corresponden entonces a los diferentes períodos o fases en las que se divide dicho ciclo, tal división puede naturalmente considerarse, por decirlo así, en distintas escalas según se trate de ciclos más o menos extensos (9). La idea de la rueda, además, evoca inmediatamente por sí misma la de “rotación”; tal rotación es la figura del cambio continuo al que está sometido todo lo manifestado, y por eso se habla también de la “rueda del devenir” (10); en un movimiento tal, no hay más que un punto único que permanezca fijo e inmutable, y ese punto es el centro (11).

    No es necesario insistir más aquí en todas estas nociones; añadiremos tan sólo que si bien el centro es en primer lugar un punto de partida, también es un punto de término: todo ha surgido de él, y todo ha de volver finalmente a él. Puesto que las cosas todas no existen sino por el Principio (o por lo que lo representa con respecto a la manifestación o a un estado determinado de ésta), ha de haber entre ellas y él un lazo permanente, representado por los radios uniendo el centro todos los puntos de la circunferencia de vuelta al centro (12). Hay aquí, pues, dos fases complementarias, la primera de las cuáles está representada por un movimiento centrifugo y la segunda por un movimiento centrípeto (13); son las dos fases que, como hemos dicho a menudo, se comparan tradicionalmente con las de la respiración, así como al doble movimiento del corazón. Como se ve, tenemos aquí un ternario constituido por el centro, el radio y la circunferencia, y en el cual el radio desempeña exactamente el papel del término medio tal como lo hemos definido anteriormente; por eso, en la Gran Tríada extremo-oriental, el Hombre es asimilado a veces al rayo de la “rueda cósmica”, cuyos centro y circunferencia corresponden entonces a Cielo y Tierra, respectivamente. Como el rayo emanado del centro “mide” el Cosmos o ámbito de la manifestación, vemos también con ello que el “hombre verdadero” es propiamente la “medida de todas las cosas” en este mundo, y asimismo el “Hombre Universal” lo es para la totalidad de la manifestación (14); y a este respecto se podrá advertir también que en la figura de que hablábamos hace un momento, la cruz forma el conjunto de todos los radios de la circunferencia (estando todos los momentos de un ciclo como resumidos en sus fases principales), da precisamente, en su forma completa, el símbolo mismo del “Hombre Universal” (15).

    Naturalmente, este último simbolismo es diferente, al menos en apariencia, del que muestra el hombre como situado en el centro mismo de un estado de existencia, y al “Hombre Universal” como identificado con el “Eje del Mundo”, porque corresponde a un punto de vista igualmente diferente en cierta medida; pero, en el fondo, no por ello dejan de concordar exactamente por lo que hace a su significación esencial, y tan sólo hay que tener cuidado, como siempre en caso semejante, de no confundir los sentidos diversos de que son susceptibles sus elementos (16). Conviene señalar, a este respecto, que, en todo punto de la circunferencia y para ese punto, la dirección de la tangente puede considerarse la horizontal, y, por consiguiente, la de un radio que le es perpendicular la vertical, de suerte que todo radio es en cierto modo un eje virtual. Lo alto y lo bajo, pues, puede considerarse que corresponden siempre a esta dirección del radio, considerada en los dos sentidos opuestos; pero, mientras que, en el orden de las apariencias sensibles, lo bajo esta hacia el centro (que es entonces el centro de la tierra) (17), hay que aplicar aquí el “sentido inverso” y considerar el centro como el punto más alto en realidad (18); y así, desde cualquier punto de la circunferencia que se parta, ese punto mas alto será siempre el mismo. Al Hombre, asimilado al rayo de la rueda, hay que representárselo con los pies en la circunferencia y la cabeza tocando el centro; y en efecto, en el “microcosmos”, puede decirse que en todos los aspectos, los pies están en correspondencia con la Tierra y la cabeza con el Cielo (19).

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Especialmente en el Absconditorum Clavis de Guillaume Postel. Podrá observarse que el título de este libro es el equivalente literal de la expresión coránica que hemos citado un poco antes.

     

    (2). Cf., la figura de la Rota Mundi dada por Leibniz en su tratado De Arte Combinatoria (Véase Les Principes du calcul infinitesimal, Prólogo); se observará que tal figura es la de una rueda de ocho radios, como el Dharma-chakra del que hablaremos más adelante.

     

    (3). Cf. Le Règne de la Quantité, cap. III.

     

    (4). En astrología es el signo del Sol, que es, en efecto, para nosotros, el centro del mundo sensible, y que, por esta razón, se toma tradicionalmente como un símbolo del "Corazón del Mundo" (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XLVII); hemos ya hablado suficientemente el simbolismo de los "rayos solares" para que haya necesidad de recordarlo a este propósito. En alquimia, es el signo del oro, que, en tanto que "luz mineral", corresponde entre los metales al Sol entre los planetas. En la ciencia de los números, es el símbolo del denario, en tanto que éste constituye un ciclo numeral completo, desde este punto de vista, el centro es 1 y la circunferencia 9, formando en conjunto el total 10, pues siendo la unidad el principio mismo de los números, debe ser colocada en el centro y no sobre la circunferencia, cuya medida natural, por otro lado, no se efectúa por la división decimal, como antes explicamos, sino por una división según múltiplos de 3, 9 y 12.

     

    (5). Para todo esto, es posible remitirse a las consideraciones que hemos desarrollado en Le Règne de la Quantité

     

    (6). Las formas que se encuentran más habitualmente son las ruedas de seis y ocho radios, y también de doce y dieciséis, números dobles de aquellos.

     

    (7). Hemos hablado en otra parte de las relaciones de esta figura con la de la esvástica (cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. X).

     

    (8). Véase anteriormente, figuras 13 y 14.

     

    (9). Se tendrá así, por ejemplo, en el solo orden de la existencia terrestre, los cuatro momentos principales del día, las cuatro fases de la lunación, las cuatro estaciones del año, y también, por otra parte, las cuatro edades tradicionales de la humanidad, tanto como las de la vida humana individual, es decir, en suma y de manera general, todas las correspondencias cuaternarias del género de aquellas a las cuales hemos ya hecho alusión en lo que precede.

     

    (10). Cf. la "rueda de la Fortuna" en la antigüedad occidental, y el simbolismo de la 10ª lámina del Tarot.

     

    (11). El centro debe además concebirse como conteniendo principialmente la rueda toda entera, y por ello Guillaume Postel describe el centro del Edén (que es él mismo a la vez el "centro del mundo" y su imagen) como la "Rueda en medio de la Rueda", lo que corresponde a lo que hemos explicado a propósito del Ming-Tang.

     

    (12). Se podría pues concebir la reacción del principio pasivo como una "resistencia" que detiene las influencias emanadas del principio activo y limita su campo de acción; por lo demás, es también lo que indica el simbolismo del "plano de reflexión".

     

    (13). Hay que tener cuidado en señalar que, aquí, esos dos movimientos son tales con relación al Principio, y no con relación a la manifestación, esto a fin de evitar los errores a los cuales podría conducir el desdeñar hacer la aplicación del "sentido inverso".

     

    (14). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XVI.

     

    (15). Sobre esta misma figura, explicada por las equivalencias numéricas de sus elementos, véase también Louis-Claude de Saint -Martin, Tableau naturel des rapports qui existent entre Dieu et l´Univers, cap. XVIII. Se designa habitualmente esta obra con el título abreviado de Tableau naturel, pero damos aquí el título completo para destacar que, la palabra "Universo" tomándose ahí en el sentido de "Naturaleza" en general, contiene la mención explícita del ternario Deus, Homo, Natura.

     

    (16). Para dar de esto otro ejemplo relacionado con el mismo tema, en la tradición hindú y algunas veces también en la tradición extremo-oriental, el Cielo y la Tierra son representados como las dos ruedas del carro cósmico"; el "Eje del Mundo" es entonces figurado por el eje que une esas dos ruedas en sus centros, y que por esta razón, debe suponerse como vertical, como el "puente" del que antes hemos hablado. En este caso, la correspondencia de las diferentes partes del carro no es evidentemente la misma que cuando, como antes dijimos, son el dosel y el suelo los que representan respectivamente el Cielo y la Tierra, siendo el mástil entonces la figura del "Eje del Mundo" (lo que corresponde a la posición normal de un carro ordinario); aquí, por lo demás, las ruedas del carro no se toman especialmente en consideración.

     

    (17). Cf. L´Esoterisme de Dante, cap. VIII.

     

    (18). Este "giro" resulta además del hecho de que, en el primer caso, el hombre está emplazado en el exterior de la circunferencia (que representa entonces la superficie terrestre), mientras que, en el segundo, está en su interior.

     

    (19). Para afirmar con más razón esta correspondencia, ya marcada por la forma misma de las partes del cuerpo tanto como por su situación respectiva, los antiguos Confucianistas portaban un bonete redondo y zapatos cuadrados, lo que ha de relacionarse con lo que antes hemos dicho con respecto a la forma de las vestiduras rituales de los príncipes.

     

     

    Capítulo XXIV: EL “ TRIRATNA

     

    Para terminar el examen de las concordancias entre diferentes ternarios tradicionales, diremos unas palabras sobre el ternario Buddha, Dharma, Sangha, que constituye el Triratna o “triple joya”, que algunos occidentales, harto impropiamente, llaman “Trinidad búdica”. Hay que decir en seguida que no es posible hacer corresponder exacta y totalmente sus términos con los de la Gran Tríada; no obstante, tal correspondencia puede considerarse en algunos aspectos por lo menos. En primer lugar, efectivamente, empezando por lo que más claramente aparece a este respecto, el Shanga o “Asamblea” (1), es decir, la comunidad búdica, representa aquí evidentemente el elemento propiamente humano; desde el punto de vista especial del Budismo, ocupa, en suma, el lugar de la Humanidad misma (2), ya que para él el Shanga es la porción “central” de esta última, aquella con respecto a la cual es considerado el resto (3), y también porque, de manera general, toda forma tradicional particular sólo puede ocuparse directamente de sus adherentes efectivos, y no de los que están, si cabe expresarse así, fuera de su “jurisdicción”. Además, la posición “central” dada al Shanga en el orden humano está realmente justificada (como podría estarlo además, y por la misma razón, la de su equivalente en cualquier otra tradición) por la presencia de los Arhats en su seno, que han alcanzado el grado de “hombre verdadero” (4), y que, por consiguiente, están efectivamente situados en el centro mismo del estado humano.

    En cuanto al Buddha, puede decirse que presenta el elemento trascendente, a través del cual se manifiesta la influencia del Cielo, y que, como consecuencia, “encarna”, por decirlo así, dicha influencia con respecto a sus discípulos directos e indirectos, que se transmiten unos a otros una participación en ella por una “cadena” continua, por medio de los ritos de admisión en el Sangha. Diciendo esto de Buddha, por lo demás, pensamos menos en el personaje histórico considerado en sí mismo, fuera lo que fuere éste de hecho (lo cual sólo tiene una importancia totalmente secundaria desde el punto de vista en que nos situamos aquí), que en lo que representa (5) en virtud de los caracteres simbólicos que se le atribuyen (6), y que lo hacen aparecer ante todo con las características del Avatâra (7). En suma, su manifestación es propiamente el “redescenso del Cielo a la Tierra” de que habla la Tabla de Esmeralda; y del ser que así trae a este mundo las influencias celestiales, después de haberlas “incorporado” a su propia naturaleza, puede decirse que representa verdaderamente el Cielo con respecto al ámbito humano. Indudablemente, esta concepción está muy lejos del Budismo “racionalizado” con el cual los occidentales se han familiarizado por los trabajos de orientalistas; es posible que corresponda a un punto de vista “mahayanista” pero ello no puede ser una objeción válida para nosotros, pues parece que el punto de vista “hinayanista” que se ha dado en presentar como “original” sin duda porque concuerda demasiado bien con algunas ideas preconcebidas, no sea, por el contrario, otra cosa que producto de una simple degeneración

    Por lo demás, la correspondencia que acabamos de indicar no hay que tomarla por una identificación pura y simple, pues, si bien Buddha representa en cierta forma el principio “celestial” esto sólo es en sentido relativo, y en cuanto es en realidad el “mediador”, esto es, en cuanto desempeña el papel que es propiamente el del “Hombre Universal” (8). Por eso, en lo que concierne al Shanga, para asimilarla a la Humanidad, hemos tenido que restringirnos a la consideración de ésta en el sentido individual exclusivamente (incluido el estado de “hombre verdadero”, que aún no es más que la perfección de la individualidad); y hay que agregar además que la Humanidad aparece aquí concebida “colectivamente” (puesto que se trata de una “Asamblea”) más bien que “específicamente”. Podría decirse, pues, que, si bien hemos hallado aquí una relación comparable a la del Cielo y el Hombre, los dos términos de esta relación, sin embargo, están comprendidos en lo que la tradición extremo-oriental designa como “Hombre” en el sentido más completo y “comprehensivo” de la palabra, y que, en efecto, ha de contener en sí misma una imagen de la Gran Tríada entera.

     

    Por lo que hace al Dharma o la “Ley”, es más difícil encontrar una correspondencia precisa, aun con reservas como las que acabamos de formular para los otros dos términos del ternario; la palabra dharma, además, tiene en sánscrito múltiples sentidos, que hay que saber distinguir en los distintos casos en que se emplea, y que hacen poco menos que imposible una definición general. Sin embargo, se puede señalar que la raíz de esta palabra tiene propiamente el sentido de “soportar” (9), y hacer, a este respecto, una asociación con la Tierra, que “soporta”, según lo que se ha explicado antes; se trata, en suma, de un principio de conservación de los seres, luego de estabilidad, al menos en la medida en que ésta es compatible con las condiciones de la manifestación, pues todas las aplicaciones del dharma conciernen siempre al mundo manifestado; y, tal como hemos dicho acerca del papel atribuido al Niu-kua, la función de asegurar la estabilidad del mundo corresponde al lado “substancial” de la manifestación. Es verdad que, por otra parte, la idea de estabilidad se refiere a algo que, en el propio ámbito del cambio, escapa al cambio, pues ha de situarse en el “Medio Invariable”; pero es algo que viene del polo “substancial”, es decir, del lado de las influencias terrenales, por la parte inferior del eje recorrida en sentido ascendente (10). Por lo demás, la noción de dharma, entendida así, no está limitada al hombre, sino que se extiende a todos los seres y a todos sus estados de manifestación; así pues, puede decirse que, en si misma es de orden propiamente cósmico; pero en la concepción búddhica de la “Ley”, se la aplica especialmente al orden humano, de suerte que, si bien presenta cierta correspondencia relativa con el término inferior de la Gran Tríada, éste ha de considerarse aquí con respecto a la Humanidad, siempre entendida en sentido individual.

    Puede señalarse también que en la idea de “ley”, en todos los sentidos y aplicaciones de que es susceptible, hay cierto carácter de “necesidad” (11) o de “constreñimiento”, que la sitúa del lado del “Destino”, y también que el dharma expresa en suma, para todo ser manifestado, la conformidad con las condiciones que se le imponen exteriormente por el medio ambiente, esto es, por la “Naturaleza” en el sentido más amplio de la palabra. Y entonces puede comprenderse porqué el Dharma búdico tiene la rueda como símbolo principal, con arreglo a lo que anteriormente hemos expuesto acerca del significado de ésta (12); y al propio tiempo, por esta representación, se ve que se trata de un principio pasivo con respecto a Buddha, puesto que es éste quien “hace girar la rueda de la ley” (13). Además ha de ser así evidentemente, puesto que el Buddha se sitúa del lado de las influencias celestiales, como lo hace el Dharma (14) si no tuviese que aplicarla a la Humanidad, así como, según hemos visto más arriba, la Providencia no tendría nada en común con el Destino sin el Hombre, que vincula uno a otro los dos términos extremos del “ternario universal “.

     

    NOTAS:

     

    (1). Evitamos el empleo del término "Iglesia", que, aun teniendo etimológicamente casi la misma significación, ha tomado en el Cristianismo un sentido especial que no puede aplicarse en otra parte, lo mismo que el término "Sinagoga", que tiene aún más exactamente la misma significación original, ha tomado por su parte un sentido específicamente judaico.

     

    (2). Podrá recordarse aquí lo que hemos dicho al principio del papel similar del término houei, o de lo que él representa, en el caso de la Tien-ti-houei.

     

    (3). Hemos ya explicado este punto de vista, en otro caso, a propósito de la situación "central" atribuida al Imperio chino.

     

    (4). Los Bodhisattwas, que podrían hacerse corresponder con el grado del "hombre trascendente", escapan por ello mismo al dominio de la comunidad terrestre y residen propiamente en los "Cielos", de donde no "regresan" por vía de realización "descendente" más que para manifestarse como Budas.

     

    (5). Además, no es sino a este respecto que el nombre de Buda le es dado y que le conviene realmente, puesto que no es un nombre propio individual, el cual, por añadidura, no podría aplicarse verdaderamente en semejante caso (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XXVII).

     

    (6). Decir que esos caracteres son simbólicos, entiéndase bien, no quiere decir en absoluto que ellos no los haya poseído de hecho un personaje real (y diríamos incluso de buena gana que tanto más real cuanto que su individualidad se borra ante esas características); hemos ya hablado bastante frecuentemente del valor simbólico que tienen necesariamente los hechos históricos mismos para que proceda el insistir más en ello (cf. especialmente Le Symbolisme de la Croix, Prólogo), y recordaremos solamente todavía una vez, en esta ocasión, que la "verdad histórica" misma no es sólida sino cuando deriva del Principio" (Tchoang-tseu, cap. XXV).

     

    (7). Para más precisiones al respecto, no podríamos hacer nada mejor que remitirnos a los diversos trabajos en los cuales Ananda Coomaraswamy ha tratado esta cuestión, especialmente sus Elements of Buddhist Iconography y The Nature of Buddhist Art.

     

    (8). Puede uno remitirse, a este propósito, a lo que antes hemos dicho sobre el "hombre trascendente" y el "hombre verdadero", y sobre las relaciones de los diferentes grados de las jerarquías taoísta y confucianista.

     

    (9). La raíz dhri significa portar, sostener, mantener.

     

    (10). La raíz dhri está emparentada, en el forma y en el sentido, con otra raíz, dhru, de la cual deriva la palabra dhruva, que designa al polo; también puede decirse que la idea de "polo" o de "eje" del mundo manifestado desempeña una importante función en la concepción misma del dharma. Sobre la estabilidad o la inmovilidad como reflejo invertido de la inmutabilidad principial en el punto más bajo de la manifestación, cf. Le Règne de la Quantité, cap. XX.

     

    (11). Puede tratarse en ello, según los casos, sea de necesidad lógica o matemática, sea de necesidad "física", sea aún de necesidad llamada "moral" bastante impropiamente por cierto; el Dharma búdico entra naturalmente en este último caso.

     

    (12). El Dharma-chakra o "rueda de la Ley" es generalmente una rueda de ocho radios; estos, que pueden naturalmente ponerse en relación, en el simbolismo espacial, con los cuatro puntos cardinales y los cuatro puntos intermedios, corresponden en el Budismo mismo, a los ocho senderos de la "Vía Excelente", así como a los ocho pétalos del "Loto de la Buena Ley"(que se puede también comparar a las ocho "beatitudes" del Evangelio). Una disposición similar se encuentra también en los ocho koua o trigramas de Fo-Hi; se puede resaltar al respecto que el título del Yi-king es interpretado como significando "Libro de las mutaciones" o "de los cambios en la revolución circular", sentido que presenta una evidente relación con el simbolismo de la rueda.

     

    (13). Juega pues en ello un papel similar al del Chakravartî o "monarca universal" en otra aplicación del simbolismo de la rueda; se dice además que Shâkya-Muni tuvo que escoger entre la función del Buda y la de Chakravartî.

     

    (14). Esta ausencia de relación con el Dharma corresponde al estado de Pratyêka-Buddha, que, llegado al término de la realización total, no "redesciende" a la manifestación.

     

    Capítulo XXV: LA CIUDAD DE LOS SAUCES

     

    Aunque, como hemos dicho desde el comienzo, no tenemos intención de estudiar especialmente aquí el simbolismo rituálico de la Tien ti huei, hay, no obstante, un punto sobre el que queremos llamar la atención, pues se refiere claramente a simbolismo “polar” que no carece de relación con algunas de las consideraciones que hemos expuesto. El carácter “primordial” de tal simbolismo, cualesquiera que sean las formas particulares que pueda adoptar, se ve especialmente por lo que hemos dicho respecto de la orientación; y eso es fácil comprenderlo, puesto que el centro es el “lugar” que corresponde propiamente al “estado primordial”, y además el centro y el polo son en el fondo una sola y misma cosa, pues en esto se trata siempre del punto único que permanece fijo e invariable en todas las revoluciones de la “rueda del devenir” (1). El centro del estado humano, pues, puede representarse como polo terrenal, y el Universo total como polo celestial; y puede decirse que el primero es así el “lugar” del “hombre verdadero”, y el segundo el del “hombre transcendente”. Además, el polo terrenal es como el reflejo del polo celestial, puesto que, en cuanto está identificado con el centro, es el punto en que se manifiesta directamente la “Actividad del Cielo”; y estos dos polos están unidos entre si por el “Eje del Mundo”, según la dirección del cual se ejerce esta “Actividad del Cielo” (2). Por eso a algunos símbolos estelares, que pertenecen propiamente al polo celestial, se los puede relacionar también con el polo terrenal, en el que se reflejan, si cabe expresarse así, por “proyección” en el ámbito correspondiente. Por consecuencia, salvo en los casos en que los dos polos son señalados expresamente por símbolos distintos, no hay por qué diferenciarlos, teniendo así su aplicación el mismo simbolismo en dos diferentes grados de la universalidad; y esto, que expresa la identidad virtual del centro del estado humano con el del ser total (3), al propio tiempo corresponde también a lo que decíamos más arriba, de que el “hombre verdadero”, desde el punto de vista humano, no se lo puede distinguir de la “huella” del “hombre transcendente”.

    En la iniciación a la Tien-ti-huei, el neófito, después de haber pasado por diferentes etapas preliminares, a la última de las cuáles se designa como el “Círculo del Cielo y de la Tierra (Tien-ti-kiuen), llega finalmente a la “Ciudad de los Sauces” (Mu-tang-cheng), llamada también “casa de la Gran Paz” (Tai-ping-chuang) (4). El primero de estos dos nombres se explica por el hecho de que, en la China, el sauce es símbolo de inmortalidad; equivale, pues, a la acacia en la Masonería, o al “ramo dorado” en los misterios antiguos (5); y, a causa de este significado, la “Ciudad de los Sauces” es propiamente la “estancia de los Inmortales” (6). En cuanto a la segunda denominación, indica, tan claramente como es posible, que se trata de un lugar considerado “central” (7), pues la “Gran Paz” (en árabe Es-Sakînah) (8) es lo mismo que la Shekinah de la Kábbala hebraica, es decir, la “presencia divina”, que es la manifestación misma de la “Actividad del Cielo”, y que, como ya hemos dicho, no puede residir efectivamente sino en tal lugar, o en un “santuario” tradicional que se le asimila. Este centro puede representar además, conforme a lo que acabamos de decir, bien el del mundo humano, bien el del Universo total, el hecho de que esta más alla del “Circulo del Cielo y de la Tierra” expresa, según el primer significado, que aquel que lo ha alcanzado escapa por ello mismo al movimiento de la “rueda cósmica” y a las vicisitudes del yin y el yang, luego a la alternancia de vidas y muertes, que es su consecuencia, de suerte que se le puede llamar verdaderamente “inmortal” (9); y, según el segundo significado, hay una alusión bastante explícita a la situación “extracósmica” de la “techumbre del Cielo”.

    Ahora, lo que es notabilísimo, es que a la “Ciudad de los Sauces” se la representa ritualmente por un celemín lleno de arroz, y en el cual están plantados diversos estandartes simbólicos (10); esta representación puede parecer más bien extraña, pero se explica sin dificultad tan pronto como se sabe que “celemín” (Teu) es en la China el nombre de la Osa Mayor (11). Pues bien, se sabe qué importancia se le da tradicionalmente a esta constelación; y, particularmente en la tradición hindú, a la Osa Mayor (sapta-riksha) se la considera simbólicamente morada de los siete Rishis, lo que la hace en verdad equivalente de la “estancia de los inmortales”. Además, como los siete Rishis representan la sabiduría “suprahumana” de los cielos anteriores al nuestro, es también como una especie de “arca” en la que esta contenido el depósito del conocimiento tradicional, a fin de asegurar su conservación y su transmisión de edad en edad (12); por ello, además, es una imagen de los centros espirituales que tienen en efecto esta función y, ante todo, del centro supremo que guarda el depósito de la Tradición primordial.

    A este respecto, mencionaremos otro simbolismo “polar” no menos interesante, que se encuentra en los antiguos rituales de la Masonería operativa: con arreglo a alguno de estos rituales, la letra G está representada en el centro de la bóveda, en el punto mismo que corresponde a la Estrella polar (13); una plomada, suspendida de esta letra G, cae directamente al centro de una esvástica trazada en el suelo, y que representa así el polo terrestre (14): es la “plomada del Gran Arquitecto del Universo”, que, suspendida en el punto geométrico de la “Gran Unidad” (16), desciende del polo celestial al terrenal, y es así la figura del “Eje del Mundo”. Puesto que nos hemos visto conducidos a hablar de la letra G, diremos que en realidad debió de ser en realidad un iod hebraico, al que sustituyó, en Inglaterra, a consecuencia de una asimilación fonética de iod con God, cosa que, en el fondo, no cambia su sentido (16); las interpretaciones diversas que de ello se han dado de ordinario (de las que la más importante es la que se refiere a la “Geometría”), como en su mayor parte sólo son posibles en las lenguas occidentales modernas, no representan, por más que digan algunos (17), sino acepciones secundarias que accesoriamente se han agrupado en torno a este significado esencial (18). La letra iod, primera del Tetragrama, representa el Principio, de suerte que se considera que constituye por sí sola un nombre divino; además, en sí misma, es por su forma el elemento principial del que derivan todas las demás letras del alfabeto hebraico (19). Hay que agregar que "I", la letra correspondiente del alfabeto latino, es también, tanto por su forma rectilínea como por su valor en las cifras romanas, símbolo de la Unidad (20); y lo que al menos es curioso es que el sonido de esta letra es el mismo que el de la palabra china "i", que, como hemos visto, también significa la unidad, bien en su sentido aritmético, bien en su transposición metafísica (21). Lo que tal vez es aún más curioso es que Dante, en la Divina Comedia, ponga en boca de Adán que el primer nombre de Dios fue I (22) (lo que corresponde además, conforme a lo que acabamos de explicar, a la “primordialidad” del simbolismo “polar”) viniendo a continuación el nombre El y que Francesco da Barberino, en su Tractatus Amoris, se hiciese representar a si mismo en actitud de adoración ante la letra I (23). Ahora es fácil comprender lo que ello significa: ya se trate del iod hebraico o del i chino, ese “primer nombre de Dios”, que con toda probabilidad era también su nombre secreto entre los Fedeli d’Amore, no es otra cosa, en definitiva, que la expresión misma de la Unidad principial (24).

     

    NOTAS:

     

    (1). Para lo que concierne más particularmente al simbolismo del polo, enviaremos a nuestro estudio sobre Le Roi du Monde.

     

    (2). Son las dos extremidades del eje del "carro cósmico", cuando las dos ruedas de este representan el Cielo y la Tierra, con el significado que tienen estos dos términos del Tribhuvana.

     

    (3). Véanse las consideraciones que hemos expuesto a este respecto en Le Symbolisme de la Croix.

     

    (4). Véase B. Favre, Les Societés secrètes en Chine, cap. VIII.

     

    (5). Cf. L´Esoterisme de Dante, cap. V.

     

    (6). Sobre la "morada de inmortalidad", cf. Le Roi du Monde, cap. VII y Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XXIII.

     

    (7). En el simbolismo masónico, la acacia se encuentra también en la "Cámara del Medio".

     

    (8). Cf. Le Roi du Monde, cap. III, y Le Symbolisme de la Croix, caps. VII y VIII. Es también la Pax Profunda de los Rosa-Cruz, y se recordará, por otra parte, que el nombre de la "Gran Paz" (Tai-Ping) fue adoptado en el siglo XIX para una organización emanada de la Pe-lien-houei.

     

    (9). Ello no es aún, para el "hombre verdadero", más que la inmortalidad virtual, pero que devendrá plenamente efectiva por el paso directo, a partir del estado humano, al estado supremo e incondicionado (cf. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XVIII).

     

    (10). Podría hacerse aquí un parangón con los estandartes del "Campo de los Príncipes" en el "Cuadro" del grado 32º de la Masonería escocesa, donde, por una coincidencia todavía más extraordinaria, se encuentra además, entre varias palabras extrañas y difíciles de interpretar, la palabra Salix que significa precisamente "sauce" en latín; no queremos, por lo demás, sacar ninguna consecuencia de este último hecho, que indicamos solamente a título de curiosidad. En cuanto a la presencia del arroz en el celemín, evoca los "vasos de abundancia" de las diversas tradiciones, de los cuales el ejemplo más conocido en Occidente es el Grial, y que tienen también un significado "central" (V. Le Roi du Monde, cap. V); el arroz representa aquí el "alimento de inmortalidad" que además tiene por equivalente el "brebaje de inmortalidad".

     

    (11). No hay ahí ningún "juego de palabras", contrariamente a lo que dice B. Favre; el celemín es realmente aquí el símbolo mismo de la Osa Mayor, como la balanza lo fue en una época anterior, pues, según la tradición extremo-oriental, la Osa Mayor era llamada "Balanza de jade", es decir, según el significado simbólico del jade, Balanza perfecta (como además la Osa Mayor y la Osa Menor fueron asimiladas a los dos platillos de una balanza), antes que este nombre de la Balanza fuera transferido a una constelación zodiacal (cf. Le Roi du Monde, cap. X).

     

    (12). El arroz (que equivale naturalmente al trigo en otras tradiciones) tiene un significado en relación con ese punto de vista, pues la nutrición simboliza el conocimiento, siendo la primera asimilada corporalmente por el ser como la segunda lo es intelectualmente (cf. L´Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IX). Esta significación se vincula además inmediatamente a la que ya hemos indicado: en efecto, es el conocimiento tradicional (entendido en el sentido de conocimiento efectivo y no simplemente teórico) el verdadero "alimento de inmortalidad" o, según la expresión evangélica, el "pan bajado del Cielo" (San Juan, VI), pues "no sólo de pan (terrestre) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (San Mateo, IV, 4; San Lucas, IV, 4), es decir, de manera general, la que emana de un origen "supra-humano". Señalemos a este propósito que la expresión ton arton ton epiousion, en el texto griego del Pater, no significa de ningún modo el "pan de cada día", como se traduce habitualmente, sino muy literalmente "el pan supraesencial" (y no "suprasustancial" como dicen algunos, confundiendo el sentido del término ousia como hemos indicado en Le Règne de la Quantité, cap. I), o "supracelestial" si se entiende el Cielo en el sentido extremo-oriental, es decir, procedente del Principio mismo y dando por consiguiente al hombre el medio de ponerse en comunicación con éste.

     

    13). La Osa Mayor está también, por otra parte, actualmente todavía en el cielo raso de muchas Logias masónicas, incluso "especulativas"

     

    (14). Señalamos esto muy particularmente a la atención de los que pretenden que "hacemos de la esvástica el signo del polo", mientras que sólo decimos que tal es en realidad su sentido tradicional; ¡quizás podrán incluso hasta suponer que nosotros hemos "hecho" también los rituales de la Masonería operativa¡

     

    (15). Este mismo punto es también, en la Kábala hebrea, aquel donde está suspendida la balanza de la que se trata en el Siphra di-Tseniutha, pues sobre el polo reposa el equilibrio del mundo; y este punto es designado como "un lugar que no existe", es decir, como lo "no-manifestado", lo que corresponde, en la tradición extremo-oriental, a la asimilación de la Estrella polar, en tanto que "hecha de Cielo", al lugar del Principio mismo; esto está igualmente en relación con lo que hemos dicho antes de la balanza a propósito de la Osa Mayor. Los dos platillos de la balanza, con su movimiento alternativo de subida y de bajada, se refieren naturalmente a las vicisitudes del yin y del yang; la correspondencia con el yin de un lado y el yang del otro vale además, de manera general para todos los símbolos dobles que presentan una simetría axial.

     

    (16). La sustitución de la iod por la G, es indicada especialmente, pero sin explicar la razón, en la Récapitulation de toute la Maçonnerie ou description et explication de l´Hiéroglyphe universel du Maître des Maîtres, obra anónima atribuida a Delaulnaye.

     

    (17). Hay incluso quienes parecen creer que no es sino después cuando la letra G habrá sido considerada como la inicial de God; ellos ignoran evidentemente el hecho de su sustitución al iod, que es la que le da toda su verdadera significación desde el punto de vista esotérico e iniciático.

     

    (18). Los rituales recientes del grado de Compañero, para encontrar cinco interpretaciones de la letra G, le dan frecuentemente unos sentidos que son más bien forzados e insignificantes; este grado ha sido, por otro lado, particularmente maltratado, si así puede decirse, tras los esfuerzos que se han hecho para modernizarlo. En el centro de la Estrella flamígera, la letra G representa el principio divino que reside en el corazón del hombre "dos veces nacido" (cf. Aperçus sur l´Initiation, cap. XLVIII).

     

    (19). Se sabe que el valor numérico de esta letra es 10, y remitiremos al respecto a lo que se dijo antes sobre el simbolismo del punto en el centro del círculo.

     

    (20). Quizá tendremos algún día la ocasión de estudiar el simbolismo geométrico de ciertas letras del alfabeto latino y el uso que de él se ha hecho en las iniciaciones occidentales.

     

    (21). El carácter i es también un rasgo rectilíneo; no difiere de la letra latina I más que en estar colocado horizontalmente en lugar de estarlo verticalmente. En el alfabeto árabe, es la primera letra alif, que vale numéricamente la unidad, la que tiene forma de un rasgo rectilíneo vertical.

     

    (22). Paradiso, XXVI, 133-134. En un epigrama atribuido a Dante, la letra I es denominada "la novena figura", según su rango en el alfabeto latino, bien que el iod al cual ella corresponde, sea la décima letra del alfabeto hebreo; se sabe además que el número 9 tenía para Dante una importancia simbólica muy particular, como se ve especialmente en la Vita Nuova (cf. L´Esoterisme de Dante, capítulos II y VI).

     

    (23). Véase Luigi Valli, Il Linguaggio segreto di Dante e dei "Fedeli d´Amore", vol. II, páginas 120-121, donde se encuentra la reproducción de esta figura.

     

    (24). Estas observaciones habrían podido utlizarse por los que han buscado establecer similitudes entre la Tien-ti-houei y las iniciaciones occidentales; pero es probable que las hayan ignorado, pues no tenían sin duda apenas datos precisos sobre la Masonería operativa, y todavía menos sobre los Fedeli d´Amore.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo XXVI: LA VIA DEL MEDIO

     

     

    Terminaremos este estudio por una última observación al respecto de la “Via del Medio”: hemos dicho que ésta, identificada con la “Vía del Cielo”, es representada por el eje vertical considerado en sentido ascendente; pero conviene añadir que esto corresponde propiamente al punto de vista de un ser que, situado en el centro del estado humano, tiende a elevarse de allí a los estados superiores, sin haber alcanzado todavía la realización total. Cuando, por el contrario, este ser se ha identificado con el eje por su “ascensión”, según la dirección de éste, hasta la “techumbre del Cielo”, se puede decir que, por ello mismo, ha hecho que el centro del estado humano, que ha sido su punto de partida, coincida para él con el centro del ser total. En otros términos, para tal ser, el polo terrenal no es sino uno con el polo celestial; y, en efecto, así debe ser necesariamente, puesto que ha alcanzado finalmente el estado principial, que es anterior (si se puede emplear todavía en semejante caso una palabra que evoca el simbolismo temporal) a la separación del Cielo y Tierra. Desde ese momento, ya no hay eje propiamente hablando, como si ese ser, a medida que se identifica con el eje, lo hubiese “reabsorbido”, por decirlo así, hasta reducirlo a un punto único; pero, por supuesto, ese punto es el centro que contiene en sí mismo todas las posibilidades, no ya tan sólo de un estado particular, sino de la totalidad de los estados manifestados y no-manifestados. Solamente para los demás seres subsiste el eje tal cual era, puesto que nada hay cambiado en su estado y han permanecido en el ámbito de las posibilidades humanas; sólo con respecto a ellos, pues, puede hablarse de “redescenso” como lo hemos hecho, y entonces es fácil comprender que este “redescenso” aparente (que, no obstante también es una realidad en su orden) en modo alguno puede afectar al “hombre transcendente” mismo.

    El centro del ser total es el “Palacio Santo” de la Kábbala hebraica, del que hemos hablado en otro lugar (1); es, podría decirse siguiendo con el simbolismo espacial, la “séptima dirección”, que no es ninguna dirección particular, sino que las contiene a todas principialmente. Además, según otro simbolismo que acaso algún día tendremos ocasión de expresar más detalladamente, es el “séptimo rayo” del sol, el que pasa por su centro mismo, y al que, como en realidad no es sino uno con ese centro, no se puede representar realmente sino por un punto único. Es además la verdadera “Via del Medio”, en su acepción absoluta, pues sólo ese centro es el “Medio” en todos los sentidos; y, cuando decimos aquí “sentidos”, no nos referimos solamente a los diferentes significados de que es susceptible una palabra, sino que, una vez más, aludimos al simbolismo de las direcciones del espacio. Los centros de los diversos estados de existencia no tienen en efecto el carácter de “Medio” más que por participación y como por reflejo, y, como consecuencia, no lo tienen más que incompletamente; si tomamos de nuevo la representación geométrica de los tres ejes de coordenadas a los que se reduce el espacio, puede decirse que ese punto es el “Medio” con respecto a dos de esos ejes, que son los ejes horizontales que determinan el plano del que es centro, pero no con respecto al tercero, esto es, al eje vertical según el cual recibe esa participación en el centro total.

    En la “Vía del Medio”, tal como acabamos de entenderla, no hay ni “derecha ni izquierda, ni delante ni detrás, ni arriba ni abajo”; y se puede ver fácilmente que, mientras el ser no ha llegado al centro total, sólo los dos primeros de estos tres conjuntos de términos complementarios pueden volverse inexistentes para él. En efecto, tan pronto como el ser ha llegado al centro de su estado de manifestación, está más allá de todas las oposiciones contingentes que resultan de las vicisitudes del yin y el yang (2), y desde ese momento ya no hay “ni derecha ni izquierda”; además, la sucesión temporal ha desaparecido, transmutada en simultaneidad en el punto central y “primordial” del estado humano (3) (y naturalmente ocurrirá lo mismo con cualquier otro modo de sucesión, si se tratase de las condiciones de otro estado de existencia), y así puede decirse, según lo que hemos expuesto a propósito del “triple tiempo”, que no hay ya “ni delante ni detrás”; pero sigue habiendo “arriba y abajo” con respecto a este punto, e incluso en todo el recorrido del eje vertical, y por eso éste último no es aún la “Via del Medio” más que en sentido relativo. Para que no haya “ni arriba ni abajo”, es preciso que el punto en que se sitúa el ser esté identificado efectivamente con el centro de todos los estados; de este punto, extendiéndose indefinida e igualmente en todos los sentidos, parte el “vórtice esférico universal” de que hemos hablado en otro lugar (4), y que es la “Vía” según la cual fluyen las modificaciones de todas las cosas; pero a ese mismo “vórtice”, como en realidad no es sino el despliegue de las posibilidades del punto central, se lo ha de concebir como por entero contenido en él principialmente (5), pues, desde el punto de vista principial (que no es ningún punto de vista particular y “distintivo”), es el centro de lo que es el todo. Por eso, según la frase de Lao-tsé, “La vía que es una vía (que puede recorrerse) no es la Vía (absoluta)” (6), porque, para el ser que se ha establecido efectivamente en el centro total y universal, es ese punto único mismo, y sólo él, lo que es verdaderamente la “Vía” fuera de la cual nada es.

     

    NOTAS:

     

    (1). Le Roi du Monde, cap. VII, y Le Symbolisme de la Croix, cap. IV.

     

    (2). Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. VII. Se podría, si se quiere, tomar como prototipo de esas oposiciones la del "bien" y del "mal", pero a condición de entender estos términos en su acepción más extensa, y de no atenerse exclusivamente al punto de vista "moral" que se les da más ordinariamente; aunque no sería este nada más que un caso particular, pues, en realidad hay muchos otros géneros de oposiciones que no pueden de ningún modo reducirse a aquel, por ejemplo las de los elementos (fuego y agua, aire y tierra) y de las cualidades sensibles (seco y húmedo, caliente y frío).

     

    (3). Cf. Le Règne de la Quantité, cap. XXIII.

     

    (4). Le Symbolisme de la Croix, cap. XX.

     

    (5). Es también aún aquí un caso de "retorno" simbólico resultante del paso de lo "exterior" a lo "interior", pues ese punto central es evidentemente ""interior" con relación a todas las cosas, bien que por otro lado, para aquel que ha llegado ahí, no hay ya realmente ni "exterior" ni "interior", sino solamente una "totalidad" absoluta e indivisa.

     

    (6). Tao-te-king, cap. I