EL ARTE DESDE EL PUNTO DE VISTA DE
LA TRADICIÓN PERENNE
TITUS BURCKHARDT

Contenido
Capítulo 1:
GENERALIDADES SOBRE EL ARTE MUSULMÁN
Capítulo 2:
PRINCIPIOS Y MÉTODOS DEL ARTE TRADICIONAL
Capítulo 3:
NATURALEZA DE LA PERSPECTIVA COSMOLÓGICA
Capítulo 4:
EL TEMPLO, CUERPO DEL HOMBRE DIVINO
Capítulo 5:
EL SIMBOLISMO DEL ESPEJO EN LA MÍSTICA ISLÁMICA
Apéndice:
EL MAESTRO MANOLE Y EL MONASTERIO DE ARGESH
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CAPÍTULO 1
GENERALIDADES SOBRE EL ARTE MUSULMÁN
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ÉTUDES TRADITIONNELLES, MARZO DE 1947,
Y POSTERIORMENTE INCLUIDO EN APERÇUS SUR LA CONNAISSANCE SACRÉE, MILANO, ARCHÈ, 1987.
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El arte musulmán está, en muy amplia medida, determinado por el rechazo de las imágenes,
especialmente de las imágenes escultóricas;1 esta negación del «ídolo» se dirige ante todo a dar
testimonio de que la trascendencia de Dios desafía cualquier comparación. De ello se desprende una
jerarquía de las formas que subordina lo «concreto» a lo «abstracto»: al igual que el símbolo verbal,
gracias a su irascibilidad, es preferido al símbolo visual, la forma puramente geométrica prevalece
sobre la forma con imágenes, y la imagen plana es más fácilmente tolerada que la que «proyecta
sombra». Pues lo que se trata de evitar es la confusión entre el símbolo y su modelo espiritual.
Sería vano buscar en la teología exterior, que debe evitar todo lo que no es accesible a la
generalidad de los fieles, es decir, de los hombres de naturaleza más activa que contemplativa, una
explicación o justificación del simbolismo de las formas. Esta posibilidad de explicación existe, en
cambio, en el esoterismo, que, por definición, está orientado hacia la «identidad esencial» (tashbîh)
de todas las cosas con la Esencia divina, y evidentemente presupone, como propio de sí, el principio
de la «incomparabilidad» (tanzîh).2 Que el ejercicio del arte, en una civilización normal, luego
teocrática, esté necesariamente ligado al esoterismo, resulta, por un lado, de que la actividad
artística puede servir de soporte a la contemplación intelectual -y el esoterismo colma todos los
«recipientes» apropiados-, y, por otro, de que sólo el esoterismo puede garantizar la corrección
intelectual de un arte religado, de una manera más o menos directa, al dominio de lo sagrado. Allí
donde una forma artística debe ser un verdadero reflejo simbólico (en sánscrito abhasa, en árabe
‘aqs) de un prototipo trascendente (en árabe namûdaj, de raíz persa), la tradición asegura la correcta
relación entre uno y otro, prescribiendo los «tipos» susceptibles de ser figurados, y no es sino en la
medida en que el artista, descubriendo la profunda «lógica» de las formas consagradas, se eleva
hasta su principio espiritual, que deviene a su vez creador.3 Así, el arte ofrece siempre al artista el
doble aspecto de una vía (en árabe tarîq) que le conduce a un conocimiento trascendente y de una
enseñanza que el artista renueva en sí mismo. En la civilización musulmana, la relación entre el
esoterismo y las artes estaba asegurada -y todavía lo está en algunos países- por las corporaciones
artesanales, emparentadas con las corporaciones similares del mundo cristiano de la Edad Media,
por ejemplo, las de los constructores.4
1 En cuanto al arte cristiano, señalemos aquí que sus fundamentos espirituales se hallan en la doctrina de las jerarquías
celestes y eclesiásticas de san Dionisio el Areopagita; fue extendida y aplicada a las artes plásticas por san Juan
Damasceno (700-750) y por Teodoro de Studion (759-828), como medio de defensa contra el iconoclasmo que la
proximidad del Islam había provocado en el imperio bizantino.
2 En teología, es el punto de vista de la incomparabilidad (tanzîh) lo que predomina como siendo lo más verdadero,
porque exime a la idea de Dios de lo que es limitado; pero en metafísica -y por lo tanto en esoterismo- es el punto de
vista de la comparabilidad lo que se hace esencial, ya que permite superar el dualismo criatura-Creador y libera así al
conocimiento intelectual de las limitaciones de la ilusión cósmica.
3 Ver a este respecto Ananda K. Coomaraswamy, «The transformation of Nature in Art» (Cambridge, 1934) [La
transformación de la naturaleza en arte, Barcelona, Kairós, 1997].
4 Al igual que algunas corporaciones de la Edad Media cristiana, las agrupaciones denominadas futuwwah estaban
ligadas, por un lado, a un oficio, y, por otro, a la caballería. Desempeñaron probablemente un papel mediador entre
las civilizaciones musulmana y cristiana, considerada ésta más particularmente en su aspecto caballeresco.
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Pero la relación entre el arte y el esoterismo implica todavía otro aspecto, que no podría
dejarse bajo silencio sin dar lugar a ciertas objeciones: el arte decorativo de todos los pueblos bebe
en la fuente de una tradición puramente popular, por otra parte no consciente de su simbolismo. Es
importante señalar que los motivos ornamentales populares que se encuentran en todas las
civilizaciones constituyen una herencia de la Tradición primordial;5 ahora bien, ésta está
representada, en el sentido de cada tradición particular, por el esoterismo, lo único que se sitúa más
allá de las formas. Esto explica, por un lado, por qué el esoterismo puede reanimar esta semilla
milenaria, muerta en apariencia, que es el «folklore», y, por otro, que en el arte de una tradición
relativamente reciente, tal como la del Islam o el Cristianismo, puedan surgir formas e imágenes
que, en cierto sentido, son más primordiales que el simbolismo general de la tradición considerada.
Hay aquí una inversión jerárquica que merece ser precisada: al consistir la razón de ser de una
forma tradicional en recordar tal aspecto de la Tradición una y primitiva, la expresión de ese aspecto
ocupará en cierto modo el «centro» de la forma en cuestión; en cambio, la «periferia» de esta forma,
ya que no tiene por qué insistir casi exclusivamente en un único aspecto de la Tradición primordial,
como el «centro», podrá predominar sobre los símbolos centrales de dicha Tradición.
En la tradición musulmana, esta ley encuentra su aplicación especialmente en ciertas formas
arquitectónicas: de modo que ni la cúpula (qubbah) que corona la base cuadrada (entre una y otra se
halla generalmente un grado intermedio octogonal),6 ni el nicho (mihrâb) sobre el que se sitúa el
imâm para dirigir la oración,7 y ante el cual a menudo se halla una lámpara suspendida,8 son una
necesidad litúrgica que responda a ninguna prescripción sagrada; ahora bien, ambas formas, que no
dejan de ser manifestaciones simbólicas del Islam, resultan precisamente del matrimonio entre el
espíritu islámico y las formas constantes de la Tradición primordial: la cúpula sobre la base
cuadrada es un prototipo del templo, ya que figura la unión entre el Cielo y la Tierra;9 en cuanto al
nicho de oración con la lámpara, es la contrapartida de lo que son, en otros sistemas tradicionales, el
tabernáculo, el santo de los santos o la cueva sagrada. Por lo demás, se los encuentra prefigurados
en algunas sentencias particularmente misteriosas del Corán y de los hadîth: en la sura de la Luz
(sûrat en-nûr), el nicho que contiene la lámpara es mencionado como símbolo de la presencia divina
en la creación; y en una sentencia del Profeta sobre su ascensión nocturna (mi’raj), habla de una
cúpula de nácar blanco que descansa sobre cuatro pilares o aristas (arkân), de donde surgen los
cuatro ríos celestiales.10
2
Vamos ahora a abordar la cuestión del arte musulmán desde otro punto de vista, buscando, en
la mentalidad musulmana, la noción a la que corresponde la idea misma del arte, y esto nos
conduce, si a este respecto nos apoyamos en los datos de la lengua árabe -la lengua sagrada del
Islam- a las nociones de «oficio» (çinâ’ah), de «ciencia» (‘ilm) y de «ornamento». Se sabe que el
Islam pone el acento en la razón (‘aql) y no en el sentimiento religioso;11 en efecto, todo lo que es
5 Ver a este respecto Ananda K. Coomaraswamy, De la mentalité primitive, en Études Traditionnelles, agostoseptiembre-
octubre de 1939, y T. Burckhardt, Folklore et art ornamental, ibid (ver cap. I de la presente recopilación)
[Difusión Traditio, nº 434].
6 El octógono intermedio resulta de la transición del cuadrado al círculo. Puede verse en él una alusión simbólica al
Trono divino que figura el paso de la manifestación formal a la manifestación informal.
7 El sentido práctico del nicho de oración consiste en hacer posible sin pérdida de espacio la distancia necesaria entre
el imâm y los fieles que oran. Además, el nicho concentra las palabras del imâm y hace que se retengan.
8 Esta lámpara figura también en numerosos tapices que reproducen el nicho de oración.
9 Ver René Guénon, Le symbolisme du dôme, en Études Traditionnelles, octubre de 1938 [forma el capítulo XXXIX
de Symboles fondamentaux de la science sacrée].
10 Los pilares laterales bajo la cúpula llevan esta inscripción: «En el Nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso»
(bismi’llhâhi rahmâni rahîm), y de cada una de las cuatro palabras sagradas brota un río de agua, de leche, de miel y
de vino. La cúpula sobre la base cuadrada constituye sobre todo la cubierta de las tumbas de los santos; en las
reliquias de los santos, en efecto, el Cielo se apoya sobre la tierra. Por otra parte, el simbolismo de los ríos de gracias
(barakât) se aplica igualmente a las tumbas de los santos, que de hecho son manantiales de gracias.
11 El ’aql en sí, en su naturaleza universal, es sin forma; pero en el hombre se refleja en las formas primordiales de la
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T itus Burckhardt E l Arte desde el punto de vista de La Tradición Perenne
razonable ocupa un lugar privilegiado en la civilización musulmana, y esto es lo que explica la
importancia atribuida a la ciencia, en primer lugar a las ciencias establecidas sobre axiomas
racionales, a saber, la lógica y las matemáticas.12 Ahora bien, la mentalidad musulmana ha sacado
de las ciencias lógicas consecuencias que abarcan un dominio mucho más basto de lo que se estaría
tentado de suponer al examinar las cosas desde fuera: es así que, sobre la aritmética general y sobre
la geometría, se fundan diversas teorías y reglas de la ciencia del ritmo y de la proporción, reglas
que, por un lado, cooperan en la formación del arte decorativo, y, por otro, penetran en el dominio
del simbolismo esotérico, y ello mediante las correspondencias cosmológicas que implican. La
estima que el Islam tiene por la razón, sin embargo, no inclina al pensamiento islámico al
racionalismo, ya que no es considerada como lo más elevado, sino como un simple mediador entre
lo humano y lo divino; el juego «planetario» de la razón, lejos de limitar el alma musulmana, le
hará por el contrario presentir posibilidades ilimitadas, de donde brotan todas las fuentes de la
nostalgia y del arrobamiento.
Ahora bien, lo que queda del arte cuando se eliminan los aspectos «ciencia» y «oficio» es la
«decoración» o el «ornamento», que no requiere de ninguna justificación particular, al ser
considerado como algo espontáneo, evidente y popular. A este respecto, el Islam jamás ha caído en
el puritanismo, pues, si bien es verdad que esta tradición implica un aspecto fundamental de
«pobreza» y de «simplicidad», la belleza siempre fue estimada como un don de Dios; fue el propio
Profeta el primero que dio ejemplo de esta alianza armoniosa entre lo simple y lo bello, alianza que
determina en amplia medida todo el arte musulmán, y, quizá de la manera más notable, los dos artes
arquitectónico y textil. Todo lo que se exige del arte decorativo es que tenga un aspecto precioso,
rico y delicioso, sin por ello traicionar una cierta monotonía abstracta característica del Islam; y,
como el Islam desaprueba las imágenes, el ritmo del ornamento será su principal medio decorativo.
El arte de los nómadas carece de imágenes, en cierto modo por naturaleza; no se dirige a la
demarcación y a la figuración, sino al ritmo y a la abstracción.13 El predominio del gusto nómada
está relacionado con la actitud espiritual del Islam, que no cesa de proclamar el carácter transitorio
de las cosas de este mundo, y cuyas instituciones litúrgicas y sociales están casi totalmente
desprovistas de elementos sedentarios: no hay, aparte de la orientación ritual hacia La Meca,
ninguna determinación local del culto, y tampoco jerarquía sacerdotal; todo musulmán es en todas
partes un viajero en el desierto y su propio sacerdote.
El hecho de que el profeta adornara su habitación con tejidos es significativo para el origen
del arte decorativo del Islam. En la tienda, los tejidos y las armas son verdaderos objetos de arte. La
tejeduría próximo-oriental, que repite motivos mesopotámicos de antigüedad inmemorial con una
simplicidad nómada e intemporal, penetra en Europa con la civilización islámica.14 La técnica del
tejido, basada en la repetición indefinida de un mismo motivo, el sentido del ritmo de los nómadas
y, finalmente, la predilección por el número y la geometría, muy característica por lo demás de la
mentalidad musulmana, y ello de acuerdo con la idea fundamental de la Unidad, son las tres raíces
del arte decorativo de los musulmanes. En cuanto a las figuras armoriales de animales15 y de formas
razón. En los rasâ’il ikhwân as-safâ (una recopilación de cartas doctrinales) se dice, a propósito del significado de
las ciencias matemáticas, que éstas demuestran cómo el espíritu libre influye sobre el alma ligada al cuerpo:
«Considerando la manera en que los sentidos asimilan sus objetos, se reconoce la forma en que el alma separada
del cuerpo actúa sobre el alma vinculada al cuerpo en el mundo de la generación y de la corrupción. La ciencia de
las matemáticas espirituales ofrece así a los contemplativos una vía que conduce al conocimiento del alma, si Dios
ayuda y dirige».
12 Es esto lo que permite comprender la particular afinidad existente entre la perspectiva islámica y el arte
arquitectónico: así, el Islam ha impreso, a la arquitectura de la que se ha hecho heredero por sus conquistas, una
forma específicamente «cristalina», es decir, eminentemente «matemática» y «estática».
13 Ver René Guénon, Caïn et Abel, en el Voile d’isis, enero de 1932, y Titus Burckhardt, Le folklore dans l’art
ornamental.
14 Parece que el verdadero tapiz nómada no es el tapiz teñido, sino el tapiz anudado; sin embargo, todo tapiz puede
servir de «mueble» en la tienda del nómada.
15 Los blasones con figuras de animales parecen tener un doble origen: por un lado, se remontan a un emblema de tribu
que en último análisis corresponde al tótem; por otro, están ligados a la tradición hermética, que se sirve de las
antiguas figuraciones mesopotámicas. Es posible que ambas corrientes se hayan combinado en Asia Menor; aún así,
bien podría tratarse de un depósito folklórico, reanimado por la intervención de un esoterismo.
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vegetales –imágenes permitidas, semi-abstractas, que el Islam recoge con el tejido- ofrecen a su vez
un punto de partida al simbolismo esotérico.
Muy significativo es el papel predominante de la escritura decorativa, que permite resumir los
diversos puntos de vista y las nociones de las que hemos hablado. La modulación correcta de la
escritura depende de la caligrafía, ciencia que fija la forma y las relaciones recíprocas de las letras y
las sílabas, y cuya ley artística es ritmo puro, un ritmo que evoluciona con una libertad que ninguna
otra escritura tolera. Con la escritura se mezcla, no sin intención simbólica, el ornamento vegetal; ya
sean zarcillos que se enroscan en filamentos ondulados tras los trazos de las más antiguas
inscripciones de las regiones orientales del Islam, ya las propias letras transformadas en arabescos
vegetales; ambos casos se refieren a la conexión simbólica, atestiguada por distintas tradiciones, del
Libro sagrado y del Árbol del mundo. En fin, desde el punto de vista islámico, la importancia de la
escritura está ligada al hecho de que la palabra es el vehículo más directo del espíritu.16 El árabe
preislámico ya atribuía el más alto valor a la palabra y al lenguaje; la doctrina islámica ve en la
palabra coránica la expresión misma del Espíritu de Dios (kalimatu Llâh), y venera su forma escrita
como el cuerpo del Verbo.17
Describiendo así la manera en que el Islam considera el arte, hemos esbozado una especie de «
psicología» del arte musulmán, tal como por lo demás aparece en casi todos los dominios de esta
civilización; es importante, sin embargo, comprender que una psicología «cerrada», es decir,
arbitrariamente limitada a las modalidades individuales del «alma», es algo desconocido e
imposible en el Islam. Con ello, no solamente queremos decir que el objeto de nuestro estudio, el
arte musulmán, se basa en realidades objetivas, concretas, prácticas, en las que halla condiciones
sociales y técnicas precisas, sino sobre todo que las ideas espirituales que suscitan la actividad
artística superan siempre el campo de las condiciones individuales. El musulmán percibe en lo
razonable lo trascendente, y las propias vibraciones psíquicas, que, consciente o inconscientemente,
animan a las facultades del artesano, están regidas por una influencia espiritual de la que un
observador exterior no podría reconocer la eficacia. Quizá sea posible formarse una idea de ello con
la representación de cómo el ritmo de los ritos cotidianos, de formas precisas y convincentes,
penetra orgánicamente en la vida del musulmán y le imprime una ley de las formas cuyos efectos
repercuten en las más lejanas orillas del ser humano.
16 Las diversas corrientes de la teología musulmana hallan su denominación en los estilos de la escritura.
17 Las disputas acerca de la naturaleza creada o increada del Corán corresponden exactamente a las discusiones
dogmáticas sobre las dos naturalezas de Cristo.
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CAPÍTULO 2
PRINCIPIOS Y MÉTODOS DEL ARTE TRADICIONAL
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ÉTUDES TRADITIONNELLES, ENERO-FEBRERO DE 1947,
Y POSTERIORMENTE INCLUIDO EN APERÇUS SUR LA CONNAISSANCE SACRÉE, MILANO, ARCHÈ, 1987.
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En las consideraciones que seguirán, partimos de la idea fundamental de que todo oficio
puede ser el soporte de una realización espiritual, y ello gracias a su simbolismo, que refleja, en el
plano terrestre, una función universal determinada; en otras palabras, el arte o el oficio -que
tradicionalmente no son sino uno- debe simbólicamente corresponder a una actividad divina, y por
ello mismo se vincula con el ángel que es su agente cósmico, lo cual se halla explícitamente
formulado en el siguiente pasaje del Aitareya-Brâhmana:18 «Es por la imitación de las obras de arte
angélicas19 que toda obra de arte se cumple aquí abajo, ya se trate de un elefante de barro cocido,
de un objeto de bronce o de oro, de un vestido o de un carro de mulas». Todo oficio tradicional
refleja entonces, según un modo particular, la producción del mundo, y es precisamente en virtud de
esta analogía entre el proceso cosmogónico y la apertura espiritual -que necesariamente se incorpora
a una «substancia» microcósmica- que el arte o el oficio se presta, por así decir, muy naturalmente,
a servir de vehículo al trabajo iniciático.
Debemos aquí prevenir un error debido a una falsa generalización: si bien es cierto que toda
actividad terrestre, sea cual sea, tiene su razón de ser en el correspondiente prototipo universal, y
que nada podría estar separado de su principio trascendente -y, bajo este aspecto, toda obra humana
se presenta forzosamente como un reflejo microcósmico de la producción del mundo-, hay no
obstante una diferencia radical entre un acto ritual -es decir, un acto directamente determinado por
un prototipo celeste- y las actividades no rituales, tales como las que predominan en los oficios
modernos. Esta diferencia es análoga a la que existe entre una figura geométrica, luego regular y
fundamental, tal como el círculo, el triángulo equilátero o el cuadrado, y la multitud indefinida de
los trazados irregulares. Las figuras geométricas regulares, «fundamentales» o «centrales» son, en el
espacio, las representantes más directas de los prototipos universales; la diferencia que las separa de
otras formas espaciales igualmente posibles es casi absoluta, es decir, es tan grande como pueda
serlo una diferencia en este dominio, y ello precisamente porque es de orden cualitativo. Ahora
bien, es sólo en el interior de un dominio determinado de la manifestación que la diferencia entre lo
que es el principio y lo que deriva de este último puede verdaderamente «manifestarse», pues fuera
de este marco la manifestación debe anularse ante su principio, o bien reducirse a él. Como estos
dos puntos de vista son incompatibles, es absurdo recurrir al argumento de la relatividad de toda
manifestación a fin de hacer desaparecer las diferencias que ésta implica, tal como por ejemplo la
diferencia entre los actos rituales y los profanos.
El carácter ritual o «central» de los oficios tradicionales es por lo demás inseparable del hecho
de que actualicen posibilidades inmediatas y necesarias de la actividad humana, y esto es conforme
18 Citado por Ananda K. Coomaraswamy en su obra The Transformation of Nature in Art, p. 8 [La transformación de
la naturaleza en arte, Barcelona, Kairós, 1997].
19 Recordemos que los «dioses» (devas) del Hinduismo son lo que las religiones propiamente dichas denominan
«ángeles».
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al origen primordial que las civilizaciones tradicionales les reconocen.20
2
La analogía entre la producción del mundo y el proceder del artesano tradicional se revela con
particular evidencia en la construcción de los templos, pues todo templo es una imagen del cosmos,
al que refleja de acuerdo con un lenguaje espiritual determinado; y, siendo una imagen del cosmos,
será a fortiori una imagen del Ser y de sus posibilidades, que están como «exteriorizadas» o
«cristalizadas» en el edificio cósmico; según esta perspectiva, la inmovilidad del templo será como
el reflejo de la inmutabilidad de las leyes cósmicas, y a fortiori del Ser. El proceso de la
construcción imita el de la producción del mundo a partir del caos primordial, y existe por ello una
semejanza y relaciones fijas entre el templo y el mundo corporal en su conjunto, lo que se expresa
por la orientación del edificio según las direcciones astronómicas. Pero mientras que el conjunto del
mundo planetario está regido por el movimiento de los astros, que evolucionan a la vez en el
espacio y en el tiempo, el edificio sagrado traslada estas mismas medidas sólo en el espacio, por la
fijación de sus ejes rectores; por lo demás, la imagen escultórica debe, también, obedecer a estas
mismas leyes de transposición.21
El arte de la construcción de los templos engloba al de la escultura, ya que, en la construcción
de los templos en piedra -y especialmente de las catedrales-, cada piedra era tallada por el cantero
antes de su colocación; el escultor era ante todo un tallador de piedra, y el propio arquitecto no era
sino el primero de entre los talladores, aquel que, por su visión de conjunto, sabía discernir la justa
talla de cada pieza. La formación del cosmos a partir del caos, trazada en la construcción del
edificio sagrado, se repite entonces en menor escala en la talla regular de la piedra bruta, que
representa así la materia prima de la obra.
Para mejor dar cuenta del sentido espiritual del oficio, es preciso ante todo lanzar una mirada
sobre los instrumentos: se comprenderá, al respecto de la analogía entre la actividad artesanal y las
funciones universales o angélicas, que los instrumentos empleados por el artesano son la imagen de
lo que podría ser denominado los «instrumentos macrocósmicos»; y recordemos a este propósito
que, en el simbolismo de las distintas mitologías, a menudo los instrumentos son identificados con
atributos divinos; lo cual explica fácilmente el hecho de que la transmisión iniciática estuviera
estrechamente ligada, en las iniciaciones artesanales, a la entrega de los instrumentos del oficio; se
podría decir entonces que el instrumento es más que el artista, en el sentido de que su simbolismo
desborda al individuo como tal.
Los instrumentos del escultor, el martillo y el cincel, son la imagen de los «agentes cósmicos»
que diferencian la materia primera, representada aquí por la piedra bruta. Este complementarismo
entre el cincel y la piedra se encuentra necesariamente, por lo demás, en distintas formas, en la
mayor parte de los oficios tradicionales, si no en todos; así, el arado desbroza la tierra22 como el
20 En el mundo musulmán, la mayoría de los oficios son considerados como remontándose a Seth, hijo de Adán.
21 Pensamos con esto en la representación escultórica de los seres vivos. El artista tradicional jamás intentará
inmovilizar simplemente una fase en la evolución espacial y temporal de un ser; lo que pretende fijar es siempre una
síntesis adecuada a las condiciones estáticas de la escultura. «Las grandes innovaciones del arte naturalista se
reducen en suma a unas cuantas violaciones de los principios del arte normal: en primer lugar, en lo que se refiere
a la escultura, violación de la materia inerte, sea de la piedra, del metal o de la madera, y, en segundo lugar, en lo
que se refiere a la pintura, violación de la superficie plana; en el primer caso, se trata a la materia inerte como si
estuviera dotada de vida, cuando en realidad es esencialmente estática y por ello permite que la representación sea
de cuerpos inmóviles, de fases esenciales o «esquemáticas» del movimiento, y no de movimientos arbitrarios,
accidentales o casi instantáneos...» (Frithjof Schuon: La question des formes d’art, en Études Traditionnelles, enerofebrero
de 1946).
22 El arte de arar es frecuentemente concebido como teniendo un origen divino. Físicamente, el acto de arar la tierra
tiene el efecto de abrirla al aire, que favorece la fermentación indispensable para la asimilación de la tierra por los
vegetales; simbólicamente, la tierra está abierta a las influencias del Cielo, y el arado es el agente activo o su órgano
generador. Señalemos de paso que la sustitución del arado por máquinas ha reducido muchas tierras fértiles a la
esterilidad, o, en otros términos, las ha transformado en desiertos: es la maldición inherente a las máquinas de la que
habla René Guénon en su libro Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps [El reino de la cantidad y los signos
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cincel trabaja la piedra, y es también de la misma manera, principialmente hablando, que la pluma
«transforma» el papel;23 el instrumento que corta o que moldea aparece siempre como el agente de
un principio masculino que determina a una materia femenina. El cincel corresponde evidentemente
a una facultad de distinción o de discriminación; activo con respecto a la tierra, se hace pasivo a su
vez cuando se lo considera en su conexión con el martillo, del que por así decir sufre el «impulso».
En su aplicación iniciática, «operativa», el cincel simboliza un conocimiento distintivo, y el martillo
la voluntad espiritual que «actualiza» o «estimula» este conocimiento; la facultad cognitiva se halla
así situada por debajo de la facultad volitiva, lo que a primera vista parece contrario a la jerarquía
normal, pero esta aparente contradicción se explica por la inversión metafísicamente necesaria que
sufre, en el dominio «práctico», la relación principial según la cual el conocimiento precede a la
voluntad. Así, el elemento espiritual o supra-individual, que por definición es del orden de la
contemplación, se manifiesta como el elemento dinámico sobre el plano del trabajo espiritual,
mientras que el elemento volitivo o individual adopta, en el mismo plano, la forma de una
contemplación; el conocimiento espiritual se hace voluntad, y la voluntad deviene discernimiento;
recordemos, por otra parte, a propósito de ello, que es la mano derecha la que maneja el martillo, y
la mano izquierda la que guía al cincel. El conocimiento principial puro, «doctrinal» si se quiere
-del que el «discernimiento» en cuestión no es sino su aplicación microcósmica práctica,
«metódica»- no interviene «activamente», o mejor dicho «directamente», en el trabajo de realización
espiritual, sino que lo ordena conforme a las verdades inmutables; este conocimiento trascendente
se halla simbolizado, en el método espiritual del tallador de piedra, por los diversos instrumentos de
medida, tales como el hilo de plomo, el nivel, la escuadra y el compás, imágenes de los arquetipos
inmutables que rigen todas las fases de la obra.24
Lo que acabamos de decir permite comprender que la enseñanza iniciática dada a los artistas
debía ser más «visual» que «verbal» o «teórica»; por otra parte, la sola aplicación práctica de los
datos geométricos elementales -por el manejo de los instrumentos de medida- debía despertar
espontáneamente en los artesanos contemplativos «intuiciones» o «presentimientos» intelectuales,
luego, en último análisis, conocimientos metafísicos. El uso de estos instrumentos debía permitir
ante todo reconocer de una manera inmediata el rigor ineluctable e incorruptible -o «lógico»- de las
leyes universales, primero en el orden «natural» mediante la observación de las leyes estáticas25, y
después en el orden «sobrenatural» por la asimilación, a través de estas leyes, de sus arquetipos
universales; esto, por supuesto, presupone que las leyes «lógicas», aún apareciendo a priori en el
mundo sensible, eran espontáneamente atribuidas a su substancia verdadera -cósmica o divina según
el grado en que se considerara-, es decir, que todavía no habían sido arbitrariamente encerradas en
los límites de la noción de materia hasta llegar a ser confundidas con la aparente inercia de lo «no
espiritual». Esta fundamental diferencia en las concepciones de las reglas de medida se revela por
otra parte de una manera casi tangible en la diferencia de tratamiento técnico entre la obra del
artesanado tradicional, por un lado, y el producto de la industria moderna, por otro: las superficies y
los ángulos de una iglesia románica, por ejemplo, se descubren siempre como inexactos cuando se
aplican medidas rigurosas, pero la unidad del conjunto se impone con una mayor claridad; la
regularidad del edificio, podría decirse, se sustrae en cierto modo al control mecánico para
integrarse en lo inteligible. En cambio, la mayoría de las construcciones modernas no muestra más
que una unidad puramente «aditiva», presentando así una regularidad «inhumana» -por
aparentemente absoluta- en el detalle, como si se tratara, no de «reproducir» el modelo trascendente
a través de modos humanos, sino de «reemplazarlo» por una especie de copia mágica absolutamente
de los tiempos, Madrid, Ayuso, 1976; Buenos Aires, CS, 1995; Barcelona, Paidós, 1996].
23 El simbolismo del cálamo y del libro -o del cálamo y de la tabla- desempeña un papel muy importante en la tradición
islámica; según la doctrina de los sufíes, el «cálamo supremo» es el «Intelecto universal», y la «tabla guardada»
sobre la que el cálamo graba los destinos del mundo corresponde a la Materia prima, a la «Substancia» increada -o
no-manifestada- que, bajo los impulsos del «Intelecto» o de la «Esencia», produce todo lo que la «creación» implica.
24 Podría igualmente decirse que estos instrumentos corresponden a diferentes «dimensiones conceptuales» (cf. Frithjof
Schuon: Des dimensions conceptuelles, en Études Traditionnelles, enero de 1940).
25 Para la ciencia medieval, toda ley física se reducía a una idea de proporción: por ejemplo, el peso específico de un
cuerpo era dado por la proporción entre su volumen y su peso. Es por las proporciones que la unidad se afirma en la
multiplicidad.
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idéntica, lo que implica una confusión luciferina entre la forma material y la forma ideal o
«abstracta».26 Las construcciones modernas demuestran, por ello, una inversión de la relación
normal entre las formas esenciales y las formas contingentes, lo que tiene como resultado una
especie de inactividad visual incompatible con la sensibilidad -diríamos gustosamente la
«substancia iniciable»- del artista contemplativo.
3
Los elementos rituales que hemos mencionado anteriormente podrían bastar, en principio,
para la validez del método, siendo las condiciones indispensables de éste las siguientes: en primer
lugar, el cumplimiento de un acto que simbólicamente describa una función universal; en segundo
lugar, la transmisión de una «influencia espiritual»27 que establece -paralelamente en cierta manera
a la relación «esencial», ontológica y lógica entre el acto ritual y su prototipo divino- una
comunicación «substancial» entre ambos planos de realidad; en tercer y último lugar, la intención
recta (la niyah en la doctrina islámica), que abre el alma al flujo «existencial» que va del prototipo al
símbolo, o, en otros términos, la intención que permite al alma «deslizarse» en el «molde» que es el
acto simbólico. En cuanto a los ritos en común, tales como los que se mantienen en la apertura y el
cierre de los trabajos en la Masonería especulativa, no podían referirse directamente al trabajo
personal de realización del artesano, sino que debían asegurar la participación en la influencia
espiritual presente en la obra colectiva.
Lo que acabamos de decir no debe excluir otra posibilidad: no nos parece improbable que los
artesanos iniciados de la Edad Media dispusieran además de otro medio espiritual, -más «interior» y
que se combinaba con el acto artesanal-, a saber, una fórmula encantatoria cuyo significado debía
estar en relación con la función cósmica reflejada por el oficio; esta encantación podía reducirse a
un acto puramente mental, y, en este caso, era fácil que permaneciera en secreto, pero también
corría el riesgo de perderse más fácilmente.28 La superposición de un medio semejante a los del
simbolismo artesanal ha podido muy bien producirse cuando las corporaciones fueron integradas en
la tradición cristiana, y esta unión ha podido tener lugar, por lo demás, en Tierra Santa; por otra
parte, un medio de esta naturaleza era susceptible de constituir un punto que religara el dominio de
los «Pequeños Misterios» con el de los «Grandes Misterios», en conformidad con la intervención
avatárica de Cristo.
Todo trabajo iniciático debe estar, por así decirlo, enmarcado en un conocimiento teórico que
se anticipe a la realización propiamente dicha. En el caso de los escultores de la Edad Media, que
tenemos aquí más particularmente a la vista, la teoría estaba visiblemente manifestada por el
conjunto del edificio, que reflejaba el cosmos o el plan divino. La maestría consistía entonces en
una participación «consciente» en el plan del «Gran Arquitecto del Universo», plan que se revela
precisamente en la síntesis de todas las proporciones del templo29 y que coordina las aspiraciones de
todos aquellos que participan en la obra cósmica.
Podría decirse, de manera general, que el elemento intelectual del método se manifestaba en la
forma regular que debía imponerse a la piedra. Así, la forma desempeña el papel de la «esencia»; y,
sin duda, es en vistas a una tal analogía artística que Aristóteles identificaba la «forma», que en
cierto modo resume las cualidades de un ser o de un objeto, con la «idea» inmutable, luego con el
arquetipo esencial de ese objeto o de ese ser, y que oponía forma y materia como complementarios
26 Este defecto es llevado a su límite extremo en las construcciones en hormigón, en hierro y en cristal.
27 Con respecto a la «influencia espiritual», ver René Guénon, Aperçus sur l’Initiation.
28 En nuestros días encontramos todavía una encantación sonora combinada con un trabajo manual rítmico en ciertas
corporaciones de oficio del Próximo Oriente.
29 Esta síntesis podría ser comparada con las proporciones de una esfera, pues es por la división regular de un círculo
cuyo centro y cuyas principales divisiones estuvieran fijadas en el momento de la orientación del templo que las
proporciones del edificio eran generalmente medidas, y ello tanto en el plano horizontal como en el vertical. Por otra
parte, el plan divino no es sino la forma del «Hombre Universal» -El-insân el-kâmil, para hablar en términos sufíescuya
imagen geométrica es precisamente una esfera.
- 9 -
que respectivamente dependían del polo «esencial» o activo y del polo «substancial» o pasivo de la
manifestación universal.
Según la aplicación microcósmica o iniciática, los modelos geométricos representan los
aspectos de la verdad espiritual, mientras que la piedra sería el alma del artista; el trabajo sobre la
piedra, que consiste en eliminar lo superfluo y en conferir una «cualidad» a lo que todavía no es
más que una «cantidad» bruta, corresponde a la expansión de las virtudes, que son, en el alma
humana, los soportes al mismo tiempo que los frutos del conocimiento espiritual. Este
perfeccionamiento del alma debía desempeñar un papel tanto más importante cuanto que el objetivo
de la vía artesanal es la reintegración en el «estado primordial»,30 en el que toda facultad se ha
convertido en pura cualidad y el individuo se ve ennoblecido, como una piedra ordinaria que se
hubiera convertido en piedra preciosa.
4
No es en absoluto necesario, en vistas al alcance espiritual del trabajo, que la forma de la obra
sea más o menos compleja, es decir, «artística» en el sentido corriente y superficial de la palabra; la
creación de una obra original o genial representa antes el fruto espontáneo de una cierta realización
interior que un medio para llegar a ella.31 Por otra parte, el genio del artista iniciado se manifiesta
menos en la riqueza imaginativa que en la inteligencia intuitiva y en la simplicidad de la operación,
cuando se trata de aplicar un prototipo «ideal» a una materia y en determinadas circunstancias. En
cuanto a la escultura de imágenes, no es solamente la piedra, sino también el conjunto de las formas
empíricas lo que desempeña el papel de «materia», y se dirá entonces que el rigor geométrico de
una escultura expresa su naturaleza intelectual, mientras que la sensibilidad del modelo dependerá
del «amor».32
La repetición de los prototipos, la simplicidad del procedimiento y una cierta monotonía de
medios son inseparables del método de los artistas tradicionales. En el interior del arte, que es
ornamento y riqueza, esta monotonía salvaguarda la pobreza y la infancia espirituales. Para ilustrar
esta actitud, que está oculta en la aparente ingenuidad del arte tradicional, relataremos aquí las
palabras que oímos, en Marruecos, de labios de un cantante callejero: habiéndole preguntado por
qué la pequeña guitarra árabe -de la que se servía para acompañar sus salmodias de leyendas- no
tenía más que dos cuerdas, obtuvimos esta respuesta: «Añadir una tercera cuerda al instrumento
significa dar el primer paso hacia la herejía. Cuando Dios creó el alma de Adán, ella no quiso
entrar en el cuerpo y revoloteó como un pájaro alrededor de esta jaula. Entonces Dios ordenó a
los ángeles tocar las dos cuerdas, llamadas «el hombre» y «la mujer», y el alma, creyendo que la
melodía residía en el instrumento -que es el cuerpo- entró y quedó allí encerrada. Por esta razón,
bastan dos cuerdas -a las que siempre se llama «el hombre» y «la mujer»- para librar al alma del
cuerpo». Este mito, que claramente indica el origen angélico del arte, demuestra que el proceso de
manifestación y el de reintegración -de lo manifestado en el Principio- se corresponden en sentido
inverso y constituyen las dos fases, «descendente» y «ascendente», del mismo ritmo cósmico. Este
ritmo repercute en el gesto y en la encantación rituales; al ritmo, que se desarrolla en el tiempo,
corresponde en el espacio la proporción, lo que demuestra que hay una relación necesaria entre el
carácter ritual del acto artístico y la regularidad de las proporciones de la obra de arte.
Para terminar, diremos lo siguiente: si se relaciona la idea de la producción de un mundo a
partir de una materia prima -lo que constituye el prototipo inmediato de todo proceso artístico- con
30 Recordemos que este término, que a menudo se encuentra en los escritos de René Guénon, designa el estado
edénico, es decir, un estado en el que todas las facultades individuales de encuentran en perfecto desarrollo, lo que
coincide necesariamente con un estado interior perfectamente «simple» y «puro».
31 En cambio, la obra genial, lejos de no tener más que un alcance «subjetivo» para el artista, es susceptible de ayudar a
los demás a tomar contacto con tales realidades espirituales, y ello precisamente porque el genio, gracias a la
profundidad y a la riqueza de sus medios, sabe tornarlas más inteligibles y, por lo tanto, más asimilables.
32 Esto aparece de la forma más evidente posible en las esculturas egipcias, cuyo modelo es de una delicadeza y de una
sensibilidad inigualadas, mientras que la actitud de los cuerpos es de un extremo rigor «ideal».
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T itus Burckhardt E l Arte desde el punto de vista de La Tradición Perenne
la idea de la manifestación universal, la materia -y la obra que de ella resulta- será comparable a un
espejo que manifiesta al Espíritu creador sus propias posibilidades latentes. Al igual que la obra de
arte profano puede convertirse, en la medida en que actualiza limitaciones de orden individual, en
una trampa que se cierne sobre el alma del artista, la obra de arte sagrado, por el hecho de estar
determinada por un símbolo, luego por un elemento supra-individual y trascendente, y de ser en
cierto modo moldeada por necesidad, será un medio de conocimiento de «sí mismo», es decir, de
nuestra esencia trascendente y divina; y es en este sentido que la obra es «más que el artista».33
33 «Dios crea Su propia imagen, mientras que el hombre trabaja en cierto modo su propia esencia, al menos
simbólicamente; sobre el plano principial, lo interior manifiesta a lo exterior, pero sobre el plano manifestado, lo
exterior forma a lo interior, y la razón suficiente de todo arte tradicional, sea cual sea, es que la obra sea en un
cierto sentido más que el artista, y que conduzca a éste, por el misterio de la creación artística, a la proximidad de
su propia Esencia divina» (Frithjof Schuon: La question des formes d’art, en Études Traditionnelles, enero-febrero
de 1946).
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CAPÍTULO 3
NATURALEZA DE LA PERSPECTIVA COSMOLÓGICA
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ÉTUDES TRADITIONNELLES, JULIO-AGOSTO DE 1948,
Y POSTERIORMENTE INCLUIDO EN APERÇUS SUR LA CONNAISSANCE SACRÉE, MILANO, ARCHÈ, 1987.
LA TRADUCCIÓN CASTELLANA QUE UTILIZAMOS ESTUVO A CARGO DE AGUSTÍN LÓPEZ,
Y FUE PUBLICADA EN EL Nº 1 DE LA REVISTA AXIS MUNDI (I ÉPOCA), EN OTOÑO DE 1994.
Las siete «artes liberales» de la Edad Media tienen por objeto disciplinas que los modernos no
dudarían en calificar de «ciencias»; tales son, por ejemplo, las matemáticas, la astronomía, la
dialéctica o la geometría. Esta identificación de ciencia y arte, conforme a la estructura
contemplativa del Trivium y el Quadrivium, se deriva de la naturaleza fundamental de la
perspectiva cosmológica.
Por regla general, los historiadores modernos no ven en la cosmología tradicional -ya se trate
de las doctrinas cosmológicas de las civilizaciones antiguas y orientales o de la del Occidente
medieval- más que ensayos infantiles y titubeantes de explicar la causalidad de los fenómenos.
Sucumben así a un error de óptica análogo al de los espectadores que, imbuidos de un prejuicio
«naturalista», juzgan las obras de arte medievales según sus criterios de observación «exacta» de la
naturaleza y de «habilidad» artística. La incomprensión moderna respecto al arte sagrado y la
cosmología contemplativa proceden de los mismos errores. Y ello no queda en modo alguno
desmentido por el hecho de que ciertos estudiosos (a menudo los mismos que adoptan ante la
cosmología medieval u oriental una actitud compasiva mezclada de ironía) rindan homenaje a tales
formas artísticas o reconozcan al artista el derecho a «exagerar» ciertos rasgos de sus modelos
naturales y a suprimir otros para sugerir realidades de orden interior; lo que esa «tolerancia»
demuestra es que para los modernos el simbolismo artístico no tiene más que un alcance
estrictamente individual, psicológico o incluso simplemente afectivo. Estos eruditos ignoran
evidentemente que la elección artística de las formas, cuando surge de principios inspirados o
regularmente transmitidos, puede hacer asentir a posibilidades permanentes e inagotables del
Espíritu, puesto que el arte tradicional implica una «lógica» en el sentido universal del término.34 La
mentalidad moderna está cegada por su apego a los aspectos sentimentales de las formas de arte y,
con frecuencia, reacciona en función de una herencia psicológica muy particular; parte, además, del
prejuicio de que la intuición artística y la ciencia constituyen dos dominios radicalmente distintos.
Si fuera de otro modo, se debería, en justicia, conceder a la cosmología lo que parece concederse al
arte, a saber, el derecho a expresarse por alusión y a utilizar formas sensibles como parábolas.
Pero para el hombre moderno toda ciencia se hace sospechosa desde el momento en que
abandona el plano de los hechos psicológicos comprobables, y deja de ser verosímil desde que se
desliga de una forma de razonamiento que está basada en la idea de una especie de supuesta
continuidad plástica de la mente: como si todo el cosmos debiera estar configurado según lo que la
facultad imaginativa tiene de «material» y cuantitativo. Sin embargo, esta actitud representa mucho
más una limitación mental, fruto de una actividad extremadamente unilateral y artificial, que una
posición filosófica, pues toda ciencia, por relativa o provisional que sea, presupone una
34 Véase Frithjof Schuon: «La question des formes d'art», en De l'Unité transcendante des religions, París, du Seuil,
1979. [«La cuestión de las formas de arte», en De la unidad transcendente de las religiones, Madrid, Heliodoro,
1980].
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correspondencia necesaria entre el orden espontáneamente inherente al espíritu cognoscente, por
una parte, y la composibilidad de las cosas, por otra, sin lo cual no habría ninguna forma de
verdad.35 Ahora bien, puesto que la analogía constitutiva del macrocosmo no puede ser negada, y
puesto que esa analogía afirma desde ambas partes la unidad principial, unidad que es como un eje
en relación al cual todo se ordena, no se ve por qué el conocimiento de la «naturaleza», en el
sentido más vasto del término, no debería abandonar las muletas de una experiencia más o menos
cuantitativa, y por qué toda visión intelectual «a vista de pájaro» sería de entrada una hipótesis
gratuita. Pero los eruditos modernos tienen una verdadera aversión contra todo lo que transcienda
esa condición de lo «pegado a la tierra» propia de la «ciencia exacta»; a sus ojos, poner de relieve
el atractivo «poético» de una doctrina es desacreditarla como ciencia. Esta torpe y pesada
desconfianza «científica» hacia la grandeza y la belleza de una concepción revela una
incomprensión total de la naturaleza del arte primordial y de la naturaleza misma de las cosas.
La cosmología tradicional implica siempre un aspecto de «arte» en el sentido primordial del
término: cuando la ciencia sobrepasa el horizonte del mundo corporal, o cuando simplemente se
considera lo que en este mundo se manifiesta de las cualidades transcendentes, se hace imposible
«registrar» el objeto del conocimiento como se registran los contornos y los detalles de un
fenómeno sensible; no queremos decir que la intelección de las realidades superiores al mundo
corporal sea imperfecta; no hablamos más que de su «fijación» mental y verbal; todo lo que puede
transmitirse de estas visiones de la realidad tiene el carácter de claves especulativas que ayudarán a
reencontrar la «visión» sintética que se busca. Ahora bien, la justa aplicación de estas «claves» a la
multiplicidad irisada de las facetas del Cosmos dependerá de lo que se puede llamar un arte, puesto
que esa aplicación supone una cierta realización espiritual o al menos el dominio de ciertas
«dimensiones conceptuales».36
En cuanto a la ciencia moderna, no sólo se limita, en el estudio de la naturaleza, a uno de sus
planos de existencia -lo que origina la dispersión «horizontal» contraria al espíritu contemplativo-,
sino que desmenuza, además, tanto como puede, los contenidos de la naturaleza, como tratando de
agarrar con más fuerza la «materialidad autónoma» de las cosas; y esta parcialización a la vez
teórica y tecnológica de la realidad se opone radicalmente a la naturaleza del arte; pues el arte no es
nada sin plenitud en la unidad, sin ritmo y proporción.
Dicho de otro modo, la ciencia moderna es fea, de una fealdad que acaba por acaparar la
noción misma de «realidad»37 y por arrogarse el prestigio del juicio «objetivo» sobre las cosas;38 de
ahí la ironía de los modernos hacia todo lo que, en las ciencias tradicionales, irradia una sensación
de ingenua belleza. Por el contrario, esa fealdad de la ciencia moderna le quita todo valor desde el
punto de vista de las ciencias contemplativas e inspiradas, pues el objeto central de estas ciencias es
la Unicidad de todo lo que existe, unicidad que la ciencia no podría propiamente negar -puesto que
todo lo afirma implícitamente- pero que puede, sin embargo, merced a su método diseccionante,
impedirnos «saborear».
35 Cf. René Guénon: «Le Nyâya», en Introduction générale à l'Étude des Doctrines Hindoues, París, Vega, 1976 [«El
Nyâya», en Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, Buenos Aires, Losada, 1945], donde dice «...si
la idea, en la medida en que es verdadera y adecuada, participa de la naturaleza de la cosa, inversamente, la
propia cosa participa también de la naturaleza de la idea».
36 Un ejemplo de tal «clave» especulativa es el esquema de un horóscopo, que representa simbólicamente todas las
relaciones entre un microcosmo humano y el macrocosmo. La interpretación del horóscopo llevará consigo
aplicaciones innumerables que no pueden ser intuidas con certeza más que en virtud de la «forma» única del ser,
forma que el horóscopo vela y revela a la vez.
37 De ahí el empleo en la estética moderna del término «realismo».
38 Para la gran mayoría de los europeos, el signo y el patrimonio de la ciencia son los aparatos complicados, el papeleo,
la actitud del cirujano.
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CAPÍTULO 4
EL TEMPLO, CUERPO DEL HOMBRE DIVINO
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ÉTUDES TRADITIONNELLES, JUNIO DE 1951,
Y POSTERIORMENTE INCLUIDO EN APERÇUS SUR LA CONNAISSANCE SACRÉE, MILANO, ARCHÈ, 1987.
La fundación de un templo o de cualquier otro edificio sagrado39, así como de una ciudad, por
ejemplo, se inicia con la orientación; ésta es, propiamente hablando, un rito, ya que establece una
relación entre el orden cósmico y el orden terrestre, o entre el orden divino y el orden humano.
Según el Nânasâra-Shilpa-Shâstra, antiguo código de la arquitectura hindú, los cimientos de
un templo se orientan por medio de un gnomón que permite localizar el eje este-oeste, y en
consecuencia el norte-sur; el cuadrado de la base se dispone según estos ejes. El mismo
procedimiento se encuentra en China, y Vitrubio40 lo indica para la fijación del cardo y del
decumanus, los dos ejes según los cuales se orientaban las ciudades romanas. Describamos
brevemente este procedimiento: se erige una columna en el centro del emplazamiento escogido para
el edificio; se observa la sombra de la columna proyectada en un gran círculo; la distancia máxima
entre la sombra del amanecer y la del atardecer indicará la dirección este-oeste; dos círculos
mayores centrados en los extremos de esta distancia, entrecruzándose según la forma del «pez»,
permitirán trazar el eje norte-sur.
Este esquema se ha perpetuado aparentemente en Occidente desde la antigüedad hasta el final
de la Edad Media, lo cual no tiene nada de extraño, ya que se desprende de la naturaleza de las
cosas, y los edificios sagrados continuaban orientándose según los ejes cardinales. Pero hubo algo
más importante, a saber, la dependencia del plano mismo del edificio con respecto al gran círculo
del gnomón: tal como demuestran numerosos hechos señalados de los edificios sagrados de la
antigüedad y de la Edad Media,41 las principales medidas de la construcción, tanto en horizontal
como en vertical, se deducen de la división regular de un círculo en el que se inscribe el rectángulo
de la base; y hay buenas razones para creer que este círculo no es otro que el del gnomón que servía
para la orientación.
Retendremos, como particularmente significativo desde nuestro punto de vista, la
transformación del círculo, reflejo natural del movimiento celeste, en el rectángulo, por mediación
de la cruz de los ejes cardinales. Se reconocerán en estos tres elementos los términos de la Gran
Tríada extremo-oriental, correspondiendo el círculo al Cielo, la cruz al hombre y el rectángulo -cuya
forma más simple es el cuadrado- a la Tierra.
Advirtamos otro aspecto del rito de la orientación: la fijación de un centro terrestre que será
desde entonces considerado como el mismo centro del cosmos. Recordemos, a este respecto, que
todos los puntos de la superficie del globo terrestre son prácticamente equivalentes con respecto a
las direcciones espaciales que, desde cada uno de ellos, irradian hacia los diversos puntos fijos de la
bóveda estrellada; ya que la distancia de los astros a la Tierra es casi indefinida, un desplazamiento
sobre ésta no implica un «cambio de perspectiva» con respecto al cielo; no cambiará más que el
horizonte. Por ello, cualquier punto de la tierra puede ser tomado como el centro espiritual del
39 Las siguientes consideraciones se relacionan directamente con lo que René Guénon ha escrito aquí mismo acerca de
ciertos aspectos de la arquitectura sagrada, y especialmente sobre el simbolismo de la cúpula: que sirvan pues para
testimoniar nuestra gratitud hacia aquel que, antes que nadie en el Occidente moderno, ha explicado la naturaleza del
simbolismo tradicional. Cf. los números de octubre y noviembre de 1938 de los Etudes Traditionnelles.
40 Arquitecto romano del siglo I antes de Cristo.
41 Ernest Moessel, Die Proportion in Antike und Mittelalter.
- 14 -
cosmos: cuando la ubicación del templo es escogida en relación con el ritmo del cielo por el rito de
la orientación, es «aquí» donde verdaderamente se halla el centro del mundo.
Pero regresemos ahora al rito de la fundación del templo hindú, tal como se describe en el
Nânasâra-Shilpa-Shâstra: en el cuadrado de la base, el «Espíritu del lugar» (vâstu-purusha) es
imaginado como un hombre extendido de manera que su cabeza se encuentre del lado de oriente,
mientras que su mano derecha alcanza la esquina sudeste, su mano izquierda la esquina noreste y
sus dos pies extendidos las esquinas sudoeste y noroeste; está entonces tumbado en la tierra, con la
cabeza hacia arriba. Se supone que la mitad de su cuerpo cubre el lugar central consagrado a
Brahma. Según esta imagen, todo el templo no es sino el cuerpo de Purusha, el Espíritu universal,
en tanto que simbólicamente se «localiza» en este espacio.
Este simbolismo parece ser de origen primordial, pues se encuentran equivalentes del mismo
en todas partes, incluso en formas de tradición tan alejadas del mundo hindú como la de los pieles
rojas. Citemos a propósito de esto el libro de Hartley Burr Alexander,42 según el cual los Osagas,
una de las tribus de las praderas, consideran la disposición ritual de su campamento como «la forma
y el espíritu del hombre perfecto», quien, en tiempos de paz, se vuelve hacia Oriente; «...en él se
halla el centro, o el lugar del medio, cuyo símbolo ordinario es el fuego que arde en el centro de la
casa de medicina...». Como el templo, el campamento de los pieles rojas, dispuesto en círculo
(camp-circle), resume el cosmos entero: la mitad de la tribu, ocupando el norte, representa el Cielo,
mientras que la otra mitad, que se ubica al mediodía, simboliza la tierra. Se observará que la
disposición del campamento difiere de la forma fundamental del templo o de la ciudad sagrada, que
jamás prescinden de la forma rectangular; la vida nómada no conoce en efecto la «cristalización»
propia de la vida sedentaria; por el contrario, el carácter corporeiforme del templo se encuentra,
entre los mismos pieles rojas nómadas, en el instrumento ritual, el calumet, cuyo simbolismo es en
cierto modo complementario del anterior, ya que es «una especie de tipo corporal de ese hombre
ideal que se forma en el gnomón del universo sensible...».43
La «incorporación» del Espíritu universal en un templo conlleva un aspecto de sacrificio, que
por lo demás recuerda al mito hindú del desmembramiento de Purusha:44 «descendiendo» en una
forma corporal, el Espíritu sufre en cierto modo sus límites, aunque este aspecto de las cosas no sea
en suma sino una apariencia, pues no se aplica más que al reflejo de Purusha en esta forma, y no a
su esencia; por otra parte, esta forma corporal es «sacrificada», en el sentido de que se sustrae a
todo empleo profano. Esta idea del sacrificio en relación con una construcción ha dejado huellas en
el folklore, especialmente en la creencia de que un edificio importante no puede durar sino a
condición de que un ser vivo sea enterrado en sus cimientos; el folklore rumano, de carácter
claramente precristiano, es particularmente explícito a este respecto.45
Según los Padres griegos, y especialmente según san Máximo el Confesor, el templo cristiano
es una imagen del cuerpo de Cristo; Honorio de Autun precisa en su «Espejo del Mundo», un
resumen del simbolismo medieval, que el plano de la Iglesia imita la forma del Cuerpo crucificado,
correspondiendo el coro a la cabeza, la nave al cuerpo y el transcepto a los dos brazos extendidos; el
altar mayor se sitúa en el lugar del corazón. Este simbolismo no es solamente la continuación y la
confirmación de un simbolismo primordial, sino que directamente se vincula a este pasaje del
Evangelio: «Jesús respondió: Destruid el templo, y en tres días lo levantaré. Los judíos replicaron:
42 L’Art et la Philosophie des Indiens de l’Amerique du Nord.
43 Cf. la obra citada.
44 Recordemos también que, según la etimología puramente simbólica del Nirukta, el nombre de Purusha significa
«habitante de la ciudad»: puri-shaya. Cf. René Guénon, L’Homme et son devenir selon le Védanta, cap. III.
45 Cf. la leyenda rumana del arquitecto Manolesco. Ocurre también que los constructores «captan» la sombra de una
persona para enterrarla en los cimientos; la persona en cuestión simula morir a consecuencia de esta operación. [Ya
que disponemos de la traducción castellana de la versión de Alecsandri, publicada originalmente en rumano
(Mânastirea Argesului, en Balade Adunate si îndreptate, Iasi, 1852), posteriormente en francés (Ballades et chants
populaires de Roumanie, París, 1855), e incluida finalmente en la obra de Mircea Eliade, De Zalmoxis a Gengis-
Khan, Études comparatives sur les religions et le folklore de la Dacie et de l’Europe Orientale, París, Payot, 1970,
traducida al castellano por Ediciones Cristiandad, Madrid, 1985, consideramos que es oportuno reproducirla aquí
como apéndice].
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hicieron falta cuarenta y seis años para construir este templo, ¿y tú lo quieres elevar en tres días?
Pero él hablaba del templo de su cuerpo» (san Juan, II, 19-21). Al igual que el cuerpo de Cristo ha
reemplazado al templo de Salomón, habitáculo de la Shekhînâh del Señor, el templo cristiano ocupa
el lugar del cuerpo de Cristo.46 Comparando el simbolismo cristiano descrito por Honorio de Autun
con el simbolismo hindú del vâstu-purusha concebido como extendido en la base del templo, se
constatará que la imagen de Cristo crucificado se identifica más claramente con la cruz de los ejes
cardinales que determinan la posición del templo; por lo demás, todo el desarrollo de la forma de la
iglesia latina hasta el final de la Edad Media tiende a resaltar esta cruz inherente al plano. Sin
considerar siquiera las razones específicas de la iconografía cristiana, esta insistencia sobre el
término medio del ternario círculo-cruz-cuadrado es muy significativa para el Cristianismo, que se
concentra en la función del Mediador; en todo caso, la analogía de que se trata no tiene nada de
fortuito, pues, en sus elementos, el lenguaje de las formas geométricas es universal.
Tal como ha expuesto René Guénon,47 los dos polos del Cielo y de la Tierra, polos que el
Templo une por su naturaleza, reaparecen en la forma de éste, el edificio rectangular o cúbico que
recuerda el principio Tierra y la cúpula del principio Cielo. Por otra parte, el elemento esférico del
Cielo se refleja, en el plano horizontal, en el semicírculo del coro.
Una de las formas más arcaicas del Templo está representada por la Kaaba, cuyo propio
nombre significa «cubo». Aquí, el movimiento circular del Cielo se refleja en la circumambulación
de los peregrinos alrededor de este cubo, de cuyo modelo eterno se dice que se encuentra en el
séptimo cielo, más allá de las esferas planetarias.
En cuanto al templo hindú, cuya base es generalmente cuadrada, su forma total recuerda, por
sus escalones gradualmente reducidos en longitud, la idea del Meru, la montaña polar, que es el tipo
del cosmos.
Del mismo modo que el templo es el cuerpo del Hombre divino, -que por otra parte es el
resumen cualitativo del Universo-, el cuerpo del hombre que ha realizado en sí la Presencia divina
es un templo, como escribe san Pablo: «...¿No sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu
Santo, que está en vosotros..? » (Epístola a los Coríntios, I, 6, 19). También el Sufismo designa al
cuerpo «Templo» (haykal).
Nos restan por decir algunas palabras sobre el significado «interior» y espiritual del rito de
orientación, cuyas tres fases son los respectivos trazados del círculo, de la cruz de las direcciones
cardinales y del cuadrado de base. Observemos en primer lugar que el círculo, que corresponde al
movimiento celeste, expresa un principio relativamente dinámico; según la perspectiva terrestre, en
efecto, la actividad principial del Cielo -o del Espíritu- se manifiesta por el movimiento; pero la
regularidad de éste expresa la inmutabilidad del Acto celestial. La inmovilidad pertenece entonces
al aspecto pasivo, la Tierra. Por otra parte, la forma «cristalina» del cuadrado de base, que resulta de
la diferenciación del círculo por la cruz de las direcciones cardinales, implica a su vez un aspecto de
inmutabilidad principial; posee igualmente el sentido de un «acabamiento», luego de una perfección
y, en consecuencia, de una reintegración consciente en el Principio, mientras que el ciclo del Cielo
aparece a priori bajo un aspecto de indiferenciación o de perfección inasible. Puede verse entonces
en este rito, en diversos grados, la «fijación» de la influencia celestial, o de la Presencia espiritual,
en un «soporte», y más particularmente en la conciencia corporal, haciéndose ésta desde ese
momento como un cristal inundado de luz, o como el Templo de Salomón ocupado por la
Shekhînâh.
46 Hay una cierta relación entre la crucifixión y la destrucción del templo, o también entre la Encarnación del Verbo y
la destrucción del Templo de Jerusalén, devenido superfluo. En cuanto a la caída del velo del Santo de los Santos en
el momento de la muerte de Jesús sobre la cruz, corresponde también a la puesta al desnudo del misterio que ese
velo ocultaba.
47 Cf. el artículo anteriormente citado sobre el simbolismo de la cúpula.
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CAPÍTULO 5
EL SIMBOLISMO DEL ESPEJO EN LA MÍSTICA ISLÁMICA
ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN ALEMÁN EN LA REVISTA SYMBOLON, Nº 1, 1960.
TRADUCIDO AL FRANCÉS POR SYLVIE GIRARD
E INCLUIDO EN APERÇUS SUR LA CONNAISANCE SACRÉE, MILANO, ARCHÈ, 1987.
De entre la riqueza de los símbolos que sirven para expresar la mística islámica, elegiremos la
imagen del espejo, pues se presta mejor que cualquier otra para mostrar la naturaleza de esta
mística, es decir, su carácter esencialmente «gnóstico», basado en una percepción directa. El espejo
es en efecto el símbolo más directo de la visión espiritual, de la contemplatio, y en general de la
gnosis, pues a través de él se concreta la relación entre el sujeto y el objeto.
Al mismo tiempo, puede demostrarse a partir de este ejemplo de qué manera los diferentes
significados de un símbolo relativos a distintos niveles de realidad, que a veces parecen
contradecirse, poseen todos una profunda vinculación entre sí, y se encuentran reunidos en el
significado más elevado de la imagen, que es un significado puramente espiritual.
Estas interpretaciones múltiples forman parte del carácter propio del símbolo; es ahí donde
reside su ventaja con respecto a la definición conceptual. Mientras que esta última integra un
concepto dado en un contexto lógico y, en consecuencia, lo determina en un cierto nivel, el símbolo
permanece abierto, sin por ello ser impreciso; es ante todo una «clave» que da acceso a realidades
que superan el ámbito de la razón.
Igualmente pueden estas «realidades» que superan la razón ser llamadas «verdades»; e
insistiremos sobre este hecho, pues demasiado corrientemente se admite hoy en día que el
simbolismo puede tener una explicación puramente psicológica. La interpretación psicológica de un
símbolo no puede descartarse de antemano; puede corresponder a una posibilidad; es preciso, por el
contrario, rechazar la tesis según la cual el verdadero origen de un símbolo se encontraría en el
supuesto «inconsciente colectivo», es decir, en las profundidades caóticas del alma humana. El
contenido de un símbolo no es irracional, sino, si puede decirse, «supra-racional», es decir,
puramente espiritual. No emitimos con esto una nueva tesis, sino que nos referimos al conocimiento
del simbolismo tal como se halla en toda tradición auténtica, y tal como ha sido expuesto por
autores como René Guénon, Ananda Coomaraswamy y Frithjof Schuon.
Nuestro objeto es una cuestión de principio: la simbólica del espejo es a este respecto
particularmente instructiva, ya que el espejo es, en un cierto sentido, el símbolo de los símbolos. En
efecto, puede considerarse a la simbólica como el reflejo figurado de las ideas no-cautivas, o de los
arquetipos. El apóstol Pablo dice en este sentido: «Vemos ahora como por espejo, de manera
oscura, pero entonces veremos cara a cara. En el presente, mi ciencia es parcial; pero entonces lo
conoceré todo como yo soy conocido» (I Corintios, 13-12).
¿Qué es ese espejo en el que el símbolo aparece como imagen de un arquetipo eterno? Ante
todo la imaginación, si se piensa en el carácter figurativo, «plástico», del símbolo, contrariamente al
de la noción abstracta. Pero en un sentido más amplio es la razón, que, en tanto que capacidad para
conocer y discernir, refleja el espíritu puro; y, en un sentido aún más amplio, el espíritu mismo es el
espejo del Ser absoluto. Plotino dice del espíritu absoluto (noûs) que mira al Uno infinito y que, con
esta visión, que jamás llega a asimilar enteramente su objeto, pone en evidencia el mundo como una
imagen siempre incompleta; es como un reflejo quebrado ininterrumpido.
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Según una sentencia del Profeta Muhammad, «hay para cada cosa un medio para pulirla, y
quitarle la herrumbre. Y lo que sirve para pulir el corazón es el recuerdo (dhikr) de Dios». El
corazón, el verdadero centro del ser humano, es entonces como un espejo que debe ser puro para
poder recibir la luz del espíritu divino.
Puede establecerse una comparación con el dogma del Budismo T’chan del Norte. «Todos los
seres poseen en el origen la iluminación espiritual, de la misma manera que brillar está en la
naturaleza del espejo. Si, por el contrario, las pasiones velan el espejo, éste es entonces invisible,
como si estuviera cubierto de polvo. Si los malos pensamientos son domeñados y destruidos según
las indicaciones del Maestro, cesan entonces de manifestarse. Entonces el espíritu se aclara, como
corresponde a su naturaleza propia, y en él nada permanece oculto. Es como pulir un espejo...»
(Tsung-mi). Esta frase podría encontrarse en un texto sufí, es decir, en un texto de la mística
islámica.
Cuando el corazón se convierte en un espejo puro, entonces el mundo se refleja en él tal como
realmente es, es decir, sin las deformaciones debidas al pensamiento pasional. Por otra parte, el
corazón refleja la verdad divina de manera más o menos directa, es decir, primero en forma de
símbolos (ishârât), después en forma de las cualidades espirituales (çifât) o de las entidades (a’yân)
que están en la base de los símbolos, y finalmente como verdad divina (haqîqah).
Recordemos aquí el espejo sagrado, que desempeña un papel tan importante en las tradiciones
del Tao y del Shinto. El espejo sagrado del Shinto, conservado en el templo de Ise, significa la
verdad o la veracidad. Según la leyenda, los dioses lo fabricaron para que la diosa del Sol
Amaterasu saliera de la gruta en la que se había retirado y para traer así la luz al mundo. Cuando la
diosa lanzó una mirada al exterior vio su propia luz en el espejo, la tomó por un segundo sol y, por
curiosidad, salió de la cueva. Esto indica, entre otros significados, que el corazón, por su capacidad
de reflejar -por su veracidad-, atrae a la luz divina.
Todo lo que depende de la ley de la reflexión puede igualmente servir para describir el
proceso espiritual correspondiente. Según estos términos, la imagen reflejada se comporta de una
manera inversa con respecto a su imagen de origen. Así, la Realidad divina, que lo abarca todo,
aparece en su imagen especular como un centro reducido a un punto que no se puede alcanzar. La
bondad del puro Ser aparece en su reflejo como un rigor que fulmina, la eternidad como un
momento fugitivo, y así sucesivamente.
La ley de la reflexión significa también que la imagen reflejada se parece a su imagen de
origen desde un punto de vista cualitativo, aunque distinguiéndose de ella materialmente; el símbolo
es su arquetipo, en la medida en que se hace abstracción de sus límites materiales -incluso
imaginables- y en que no se considera sino su naturaleza propia.
La ley de la reflexión significa por otra parte que la imagen de origen aparece de manera más
o menos completa y precisa, según la forma y la posición del espejo. Esto es igualmente válido para
la reflexión espiritual, y es por ello que los maestros del Sufismo dicen habitualmente que Dios se
manifiesta a su servidor según la disposición o las aptitudes de su corazón. En un cierto sentido,
Dios se adapta a la forma espiritual del corazón, al igual que el agua adopta el color de su recipiente.
En este sentido, el espejo del corazón es igualmente comparado con la luna, que refleja la luz
del sol de manera más o menos perfecta, según su posición en el espacio. La luna es el alma (nâfs),
que es iluminada por el espíritu puro (rûh), pero que permanece prisionera de lo temporal, de modo
que sufre un cambio (talwîn) en el nivel de su receptividad.
El proceso de la reflexión es quizá el símbolo más perfecto del «proceso» del conocimiento,
que la razón no alcanza a agotar completamente en cuanto a su sentido. El espejo es lo que refleja,
en la medida exacta en que lo refleja. Al igual, el corazón -o el espíritu de conocimiento-, que
refleja el mundo múltiple, es este mundo, a la manera de este mundo, a saber, con la separación
entre el objeto y el sujeto, el interior y el exterior. En la medida en que el espejo del corazón refleja
al Ser divino, él lo es, y ello a la manera entera, indivisible, del Ser puro. En este sentido, el apóstol
Pablo dice: «Pero en el presente se refleja en nosotros la claridad del Señor a rostro descubierto, y
somos iluminados en la misma imagen, de una claridad a otra...».
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Consideremos ahora el mismo símbolo desde otro punto de vista. Hasan al-Basrî, uno de los
primeros místicos del Islam, compara al mundo en su relación con Dios con un reflejo que el sol
proyecta sobre un plano de agua. Todo lo que podemos percibir de ese reflejo proviene de su
imagen original, pero ésta es independiente de su imagen reflejada, e infinitamente superior a ésta.
Para comprender este símbolo según la doctrina de la «unicidad de la existencia» (‘wahdat alwujûd),
que ocupa un lugar fundamental en la mística islámica, es necesario recordar que la luz
representa al Ser y que, en consecuencia, la oscuridad representa la nada; lo que es visible es la
presencia, y lo que no es visible es la ausencia. Se ve entonces del espejo lo que en él se refleja. La
existencia del espejo se descubre por la posibilidad de ese reflejo. En tanto que tal, no obstante, sin
la luz que cae sobre él el espejo es invisible, lo que significa, según el sentido del símbolo, que no
hay espejo en tanto que tal.
A partir de aquí, existe una conexión con la teoría india de la Mâyâ, la fuerza divina mediante
cuyo poder el infinito se manifiesta de manera finita y se disimula tras el velo de la ilusión. Esta
ilusión consiste justamente en el hecho de que la manifestación, es decir, igualmente el reflejo,
aparece como algo que existe aparte de la unidad infinita. Es la Mâyâ lo que produce este efecto, la
Mâyâ que, fuera de los reflejos que sobre ella se proyectan, no es nada más que una simple
posibilidad o una capacidad del infinito.
Si el mundo en tanto que totalidad es el espejo de Dios, el hombre, en su naturaleza original,
que en sí misma resume el mundo entero cualitativamente, es igualmente el espejo del Uno. A
propósito de ello, Muhyîd-Dîn Ibn ‘Arabî (del siglo XII) escribe: «Dios (al-haqq) quiso ver las
esencias (a’yân) de Sus Nombres perfectos (al-asmâ al-husnâ), que el número no podría agotar, y,
si tú quieres, puedes igualmente decir: Dios quiso ver Su propia esencia (‘ayn) en un objeto (kawn)
global, que, dotado de la existencia (al-wujûd), resume todo el orden divino (al-amr), a fin de
manifestar con ello Su misterio (sirr) a Sí mismo. Pues la visión (ru’yâ) que tiene el ser de sí mismo
en sí mismo no es igual a la que le procura otra realidad de la que se sirve como de un espejo: él se
manifiesta a sí mismo en la forma que resulta del «lugar» de la visión; ésta no existiría sin ese
«plano de reflexión», y sin el rayo que se refleja...». Este objeto, comenta Ibn ‘Arabî, es por un lado
la materia original (al-qâbil), y por otro Adán; la materia original es, en cierta medida, el espejo que
es aún oscuro y en el que ninguna luz ha aparecido todavía, pero Adán es en cambio «la claridad
misma de ese espejo y el espíritu de esta forma...» (Fuçûç al-Hikam, capítulo sobre Adán).
El hombre es entonces el espejo de Dios. Pero, desde otro punto de vista más secreto, Dios es
el espejo del hombre. En la misma obra (capítulo sobre Seth), Ibn ‘Arabî escribe también: «...el
sujeto que recibe la revelación esencial no verá sino su propia «forma» en el espejo de Dios; no
verá a Dios -es imposible que Le vea-, aunque sabe que no ve su propia «forma» más que en virtud
del ese espejo divino. Esto es análogo a lo que ocurre con un espejo corporal; contemplando las
formas, tú no ves el espejo, aunque sepas que no ves estas formas -o tu propia forma- sino en virtud
del espejo. Este fenómeno lo ha manifestado Dios como símbolo particularmente apropiado a Su
revelación esencial, para que aquel a quien Él se revele sepa que no Le ve; no existe símbolo más
directo y más conforme a la contemplación y a la revelación de la que tratamos. Intenta pues ver el
cuerpo del espejo mirando la forma que en él se refleja; jamás lo verás al mismo tiempo. Esto es
tan cierto que algunos, observando esta ley de las cosas reflejadas en los espejos [corporales o
espirituales], han pretendido que la forma reflejada se interpone entre la vista del que contempla y
el propio espejo; esto es lo más alto que han logrado en el dominio del conocimiento espiritual;
pero, en realidad, la cosa es tal como acabamos de decir, [a saber, que la forma reflejada no
oculta esencialmente al espejo, sino que éste la manifiesta]. Por lo demás, ya hemos explicado esto
en nuestro libro de las «Revelaciones de la Meca» (al-Futûhât al-Makkiyah). Si supieras esto,
sabrías el límite extremo que la criatura como tal puede alcanzar [en su conocimiento «objetivo»];
no aspires pues a más, y no fatigues tu alma tratando de superar este grado, pues no hay allí, en
principio y en definitiva, sino pura no-existencia [al ser la Esencia no manifestada]».
El Maestro Eckhart escribe a propósito de ello: «El alma se contempla a sí misma en el espejo
de la divinidad. Dios es él mismo el espejo que desvela a quien él quiere y que vela a quien él
quiere... En la medida exacta en que el alma es capaz de superar toda palabra, en esta medida ella
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se acerca al espejo. Es en el espejo donde se cumple la unión como una igualdad pura e
indiferenciada».
El sufí Suhrawardi de Alepo (siglo XII) escribe que el hombre en camino hacia su Sí descubre
primero que el mundo entero está contenido en él mismo, pues es sujeto conocedor; se ve como el
espejo en el que todos los arquetipos eternos aparecen como formas efímeras. Pero después toma
conciencia de que él no posee existencia propia; su propio Yo en tanto que sujeto se le escapa, y no
queda sino Dios como sujeto de todo conocimiento.
Muhyîd-Dîn Ibn ‘Arabî escribe en otro lugar: «Dios es entonces el espejo en el que tú te ves a
ti mismo, así como tú eres Su espejo en el que Él contempla Sus Nombres. Ahora bien, éstos no son
sino Él mismo, de manera que la realidad se invierte y deviene ambigua...».
Tanto en un caso como en otro, sea Dios el espejo del hombre o el hombre el espejo de Dios,
el espejo significa siempre el sujeto conocedor, que en tanto que tal no puede ser al mismo tiempo
el objeto del conocimiento. Pero esto no es válido sin ninguna restricción más que para el sujeto
divino, el «testigo» eterno (shahîd) de todos los seres manifestados; es el espejo infinito, cuya
«substancia» no puede ser asimilada en modo alguno, pero que no obstante puede ser conocida en
un cierto sentido, ya que se puede saber que todos los seres no pueden ser conocidos más que en él.
Todo esto ilumina igualmente las palabras que Dante pone en boca de Adán, y sobre las
cuales se han afrontado ya muy diversas interpretaciones. Adán dice del deseo de Dante:
«porque la veo en el veraz espejo
que hace de sí reflejo en otras cosas,
mas las otras en él no se reflejan»
«perch’io la veggio nel verace speglio
che fa di sé pareglio all’altre cose,
e nulla face lui di sé pareglio»
Paraíso, XXVI, versos 106 y siguientes.
En cuanto a esto, dice Farid-ud-Dîn ‘Attar:
«Venid, átomos errantes, volved a vuestro centro
y convertíos en el espejo eterno que habéis contemplado...»
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APÉNDICE
EL MAESTRO MANOLE Y EL MONASTERIO DE ARGESH
A ORILLAS DEL ARGESH, EN EL VALLE AMENO, VIENE EL PRÍNCIPE NEGRO PARA CONVERSAR CON NUEVE
ALBAÑILES, MAESTROS, COMPAÑEROS, Y MANOLE EL DÉCIMO, SU MAESTRO SUPREMO, PARA QUE ELIJAN UN PARAJE
PROPICIO EN SUS TIERRAS DILATADAS PARA ALZAR UN MONASTERIO.
I
Pero al pronto advierten mientras van de camino que un pastor les mira tocando su flauta. Al
verlo ante sí, el Príncipe le habla: -«Bravo pastorcillo, que con dulces sones guías río arriba a tus
corderos o vas río abajo con tu rebaño. ¿Acaso no has visto en tu ir y venir unos muros caídos y
nunca acabados, entre pilares y avellanos?» –«Los he visto, señor: muros caídos, nunca acabados,
y al verlos, mis perros aúllan y ladran, cual si presintieran que les ronda la muerte». El Príncipe
escucha y parte con prisa. Sigue su camino con los nueve albañiles, maestros, compañeros, y
Manole el décimo, su maestro supremo. –«¡Aquí están mis muros! Así, pues, compañeros, maestros
albañiles, ¡manos a la obra! Sin perder un instante, tenéis que levantar y construir mi hermoso
monasterio, sin igual en la tierra. Mis riquezas ofrezco y títulos de nobleza. Mas, si no lo hacéis, os
haré emparedar vivos a todos».
II
Sin tregua trabajan y se eleva el gran muro, pero la obra acabada por la noche se cae. Durante
tres noches, todo lo hecho se hunde. Enojado el Príncipe, los reprende. Furioso los increpa y hasta
los amenaza con emparedarlos vivos. Los maestros albañiles y los compañeros tiemblan mientras
trabajan y temblando trabajan, mientras que Manole, en el suelo recostado, se queda dormido, y un
sueño asombroso contempla. Cuando al fin despierta, su sueño les cuenta: -«Maestros albañiles,
amigos y compañeros, mientras dormía, tuve un sueño asombroso: oí que del cielo alguien me
decía: lo que construís caerá con la noche, hasta que todos de acuerdo decidamos emparedar a la
esposa o la hermana que la primera venga a traer al esposo o hermano mañana el yantar, al
romper el alba. Si queréis, por tanto, dar cima y remate a este santo monasterio, sin igual en la
tierra, habremos de jurar y comprometernos a inmolar y emparedar a la que primero venga
mañana al romper el alba».
III
Al romper el alba, ligero salta Manole a lo alto del muro derruido y el camino a lo lejos
escruta con ahínco. Pero, ¿qué es lo que ve el desdichado maestro? ¡Ana, su amada, cual flor
hermosa de la pradera! Ve cómo se acerca, trayendo en sus brazos bebida y vianda. De rodillas,
entre lágrimas, ruega al Señor: -«¡Derrama sobre el mundo la lluvia que inunda, haz que los ríos en
torrentes se muden, que suban las aguas, que mi amada, sin fuerzas, no pueda avanzar!». El buen
Dios, piadoso le escucha, y hace caer del cielo agua a torrentes. Mas la mujer, desafiando el peligro,
las aguas y corrientes atraviesa, y Manole suspira, a la vez que su corazón se desgarra. Se signa,
llorando, y ruega al Señor: -«Haz que sople el viento, un viento tan fuerte que curve los abetos, que
desgaje los pinos y abata las montañas». Mas su compañera, desafiando al viento, con paso
vacilante llega al fin agotada.
IV
Los otros albañiles, maestros, compañeros, se sienten aliviados al verla llegar. Manole la
abraza, turbado la estrecha, y en sus brazos la lleva por la escala a lo alto. –«Nada has de temer, mi
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T itus Burckhardt E l Arte desde el punto de vista de La Tradición Perenne
amada, pues estamos de broma y queremos jugar a emparedarte aquí».
Crece el muro y la sepulta, primero los pies, luego las rodillas. Mas su pobre amada ya no
sonríe. –«Manole, amado Manole, ¡Maestro Manole, el recio muro me estrecha y mi cuerpo gime!».
Pero él queda mudo, trabaja y se calla. Crece el muro y la sepulta, primero los pies, luego las
rodillas, después la cintura y los senos al fin.
Ana, infeliz, ignora sus planes e implora: -«Manole, amado Manole, ¡Maestro Manole, el
recio muro me estrecha y aprieta mis senos, gime mi niño!». Pero crece el muro y la sepulta de los
pies a la cintura y luego los senos, también el mentón y la frente al final. Pero él construye tan bien
que al final ya nada se ve. Pero sigue oyendo gemidos que escapan del muro: -«Manole, amado
Manole, ¡Maestro manole, el grueso muro me estrecha y mi vida se apaga!».
V
A orillas del Argesh en el valle ameno, viene el Príncipe Negro, junto al hermoso río a elevar
sus plegarias en el monasterio. El Príncipe y su guardia con asombro lo miran. –«Albañiles», -les
dice-, «maestros, compañeros, sin temor, decidme, la mano en el corazón, ¿podría vuestra ciencia
con facilidad hacer para gloria mía y en mi memoria un monasterio más bello?». Los diez
albañiles, maestros, compañeros, desde el caballete de la alta cumbrera responden alegres,
henchidos de orgullo: -«Cual nosotros, albañiles, maestros, compañeros, no hallarás otros iguales
en toda la tierra. Sabe, pues, que nosotros seríamos capaces de edificar donde quieras otro
monasterio más bello, asombroso y resplandeciente». El príncipe escucha, y lleno de ira ordena
quitar los andamios para que los albañiles, los diez compañeros, allí abandonados queden por
siempre sobre el caballete de la alta cumbrera. Pero los maestros son hábiles, y se hacen alas para
volar, con trozos de ripia... Uno a uno bajan pero allí donde caen cavan su tumba. Y el pobre
Manole, el maestro Manole, justo cuando toma impulso y se lanza, escucha una voz que surge del
muro, una voz amada, débil, sofocada, que gime y llora... –«¡Manole, amado Manole, oh maestro
Manole! El recio muro me estrecha y aprieta mis senos y mi niño gime, y se extingue mi vida».
La escucha muy cerca y queda confuso. Desde el caballete de la alta cumbrera se lanza
Manole y abajo, en el suelo, acaba su vuelo, y allí, donde cae, brotan aguas claras, saladas, amargas,
pues con la mísera onda se funden sus lágrimas.