• René Guénon

     

     

    He tomado como tema para esta exposición la metafísica oriental; quizás hubiera sido mejor decir la metafísica sin epíteto pues, verdaderamente, la metafísica pura, al estar por definición fuera y más allá de todas las formas y de todas las contingencias, no es ni oriental ni occidental: es universal. Son sólo las formas exteriores con las que se reviste por las necesidades de una exposición, para expresar lo que puede ser expresado, las que pueden ser ya sea orientales, ya occidentales; pero, bajo su diversidad, es un fondo idéntico el que se encuentra en todas partes y siempre, en todas partes, al menos, donde haya verdadera metafísica, y ello por la sencilla razón de que la verdad es una.

    Si es así, ¿por qué hablar más especialmente de metafísica oriental? Porque en las condiciones intelectuales en las que se encuentra actualmente el mundo occidental, la metafísica es algo olvidado, ignorado en general y perdido casi por entero, mientras que en Oriente es siempre el objeto de un conocimiento efectivo. Si se quiere saber lo que es la metafísica, es, pues, a Oriente adonde hay que dirigirse; e incluso si se quiere encontrar algo de las antiguas tradiciones metafísicas que han podido existir en Occidente, en un Occidente que, en muchos aspectos, estaba entonces singularmente más próximo a Oriente de lo que hoy está, es sobre todo con la ayuda de las doctrinas orientales y en comparación con éstas, como podrá conseguirse, porque estas doctrinas son las únicas que, en este ámbito metafísico, pueden todavía estudiarse directamente. Sólo que, por eso, es muy evidente que hay que estudiarlas como lo hacen los propios orientales y no dedicándose a interpretaciones más o menos hipotéticas y, a veces, completamente caprichosas; se olvida demasiado a menudo que las civilizaciones orientales existen todavía y que aún tienen representantes cualificados de los que bastaría informarse para saber verdaderamente de qué se trata.

     

    He dicho metafísica oriental y no únicamente metafísica hindú, pues las doctrinas de este orden, con todo lo que implican, no sólo se encuentran en la India, contrariamente a lo que parecen creer algunos que, por lo demás, apenas se dan cuenta de su verdadera naturaleza. El caso de la India no es, en modo alguno, excepcional a este respecto; es exactamente el de todas las civilizaciones que poseen lo que puede llamarse una base tradicional. Lo que es excepcional y anormal son, por el contrarío, las civilizaciones carentes de dicha base; y, a decir verdad, sólo conocemos una: la civilización occidental moderna. Para no considerar más que las principales civilizaciones de Oriente, el equivalente de la metafísica hindú se encuentra, en China, en el Taoísmo; se encuentra también, por otro lado, en ciertas escuelas esotéricas del Islam (debe entenderse bien, por lo demás, que este esoterismo islámico no tiene nada en común con la filosofía exterior de los árabes, de inspiración griega en su mayor parte). La única diferencia es que en todas partes, salvo en la India, estas doctrinas están reservadas a una élite más restringida y más cerrada; es lo que ocurrió también en Occidente en la Edad Media con un esoterismo bastante comparable con el del Islam en muchos aspectos y tan puramente metafísico como éste, pero del que los modernos, en su mayoría, ni tan sólo sospechan la existencia. En la India, no puede hablarse de esoterismo en el sentido propio de esta palabra porque no se encuentra allí una doctrina con dos caras, exotérica y esotérica; no puede tratarse más que de un esoterismo natural, en el sentido de que cada uno profundizará más o menos la doctrina e irá más o menos lejos según la medida de sus propias posibilidades intelectuales, pues hay, en ciertas individualidades humanas, limitaciones que son inherentes a su propia naturaleza y que les son imposibles de superar.

     

    Naturalmente, las formas cambian de una civilización a otra, porque deben adaptarse a diferentes condiciones; pero, aún estando más acostumbrado a las formas hindúes, no siento ningún escrúpulo en emplear otras en caso necesario si resulta que pueden favorecer la comprensión de ciertos puntos: no hay en ello ningún inconveniente, pues no son, en suma, más que expresiones diversas de la misma cosa. Una vez más: la verdad es una y es la misma para todos aquellos que, por una vía cualquiera, han alcanzado su conocimiento.

     

    Dicho esto, es conveniente ponerse de acuerdo sobre el sentido que hay que dar aquí a la palabra "metafísica", y eso es tanto más importante cuanto que he tenido, a menudo, ocasión de comprobar que todo el mundo no la entendía del mismo modo. Pienso que lo mejor que puede hacerse con las palabras que pueden dar lugar a algún equívoco es restituirles, en lo posible, su significación primitiva y etimológica. Pues bien, por su composición, la palabra "metafísica" significa literalmente "más allá de la física", tomando "física" en la acepción que este término tenía siempre para los antiguos, la de "ciencia de la naturaleza" en toda su generalidad. La física es el estudio de todo lo que pertenece al ámbito de la naturaleza; lo que concierne a la metafísica es lo que está más allá de la naturaleza. ¿Cómo pueden pretender, pues, algunos, que el conocimiento metafísico es un conocimiento natural, ya sea respecto a su objeto, ya sea respecto a las facultades por las que se obtiene? Hay ahí un verdadero contrasentido, una contradicción en los mismos términos; y, sin embargo, lo que es más sorprendente es que esta confusión la cometen incluso los que deberían haber guardado alguna idea de la verdadera metafísica y deberían saberla distinguir más claramente de la pseudometafísica de los filósofos modernos.

     

    Pero quizás se diga: si esta palabra "metafísica" produce tales confusiones ¿no sería mejor renunciar a su uso y substituirla por otra que tuviera menos inconvenientes? A decir verdad, sería lamentable porque, por su formación, esta palabra concuerda perfectamente con aquello de que se trata; y es casi imposible, porque las lenguas occidentales no poseen ningún otro término que se adapte tan bien a este uso. Emplear pura y simplemente la palabra "conocimiento", como se hace en la India, porque, en efecto, es el conocimiento por excelencia el único que es absolutamente digno de este nombre, no hay ni que pensarlo; sería todavía mucho menos claro para los Occidentales que, respecto al conocimiento, están acostumbrados a no considerar nada fuera del ámbito científico y racional. Y además, ¿es necesario preocuparse tanto del abuso que se ha hecho de una palabra? Si tuvieran que rechazarse todas las que están en este caso, ¿de cuántas se dispondría todavía? ¿No basta con tomar las precauciones necesarias para alejar los errores y los malentendidos? No tenemos más interés en la palabra "metafísica" que en otra cualquiera; pero mientras no se nos proponga un término mejor para substituirla, continuaremos utilizándola como hemos hecho hasta aquí.

    Desgraciadamente, hay gente que tiene la pretensión de "juzgar" lo que ignora y que, porque da el nombre de "metafísica" a un conocimiento puramente humano y racional (lo que para nosotros no es más que ciencia o filosofía), se imagina que la metafísica oriental no es nada más ni nada distinto a eso, de lo que saca lógicamente la conclusión de que esta metafísica no puede conducir, realmente, a tal o cual resultado. No obstante, conduce a ellos efectivamente, pero porque es algo muy distinto a lo que ellos suponen; todo lo que consideran no tiene verdaderamente nada de metafísico, puesto que no es más que un conocimiento de orden natural, un saber profano y exterior; no es en absoluto de esto de lo que queremos hablar. ¿Hacemos, pues, "metafísica" sinónimo de "sobrenatural"?

     

    Aceptaríamos de muy buen grado tal asimilación puesto que, mientras no se supera la naturaleza, es decir, el mundo manifestado en toda su extensión (y no sólo el mundo sensible que no es más que un elemento infinitesimal de éste) se está todavía en el ámbito de la física; lo que es metafísica es, como ya hemos dicho, lo que está más allá y por encima de la naturaleza; es, pues, propiamente lo "sobrenatural".

     

    Pero, sin duda, se hará aquí una objeción: ¿es posible, pues, superar así a la naturaleza? No dudaremos en responder muy claramente: no sólo esto es posible sino que esto es. Ello no es más que una afirmación, se dirá todavía; ¿qué pruebas pueden ofrecerse? Es verdaderamente curioso que se pida el probar la posibilidad de un conocimiento en vez de intentar darse cuenta por sí mismo, haciendo el trabajo necesario para adquirirlo. Para el que posee este conocimiento, ¿qué interés y qué valor pueden tener todas estas discusiones? El hecho de substituir la "teoría del conocimiento" por el propio conocimiento es quizás la mejor confesión de impotencia de la filosofía moderna.

    Por otro lado, hay en toda certidumbre algo incomunicable; nadie puede alcanzar realmente un conocimiento cualquiera más que por un esfuerzo estrictamente personal y todo lo que otro puede hacer es el dar la oportunidad e indicar los medios para alcanzarlo. Por eso sería vano, en el orden puramente intelectual, pretender imponer una convicción cualquiera; la mejor argumentación no podría, a este respecto, servir de conocimiento directo y efectivo.

     

    Ahora, ¿podemos definir la metafísica tal como la entendemos? No, pues definir siempre es limitar y de lo que se trata es, en sí, verdadera y absolutamente ilimitado, luego no podría dejarse encerrar en ninguna fórmula ni sistema. Puede caracterizarse la metafísica de cierto modo, por ejemplo diciendo que es el conocimiento de los principios universales; pero eso no es una definición hablando con propiedad y, por lo demás, eso no puede dar de ella más que una idea bastante vaga. Añadiremos algo si decimos que el ámbito de los principios se extiende mucho más de lo que han creído algunos occidentales que, sin embargo, han hecho metafísica, pero de un modo parcial e incompleto. Así, cuando Aristóteles consideraba la metafísica como el conocimiento del ser en cuanto ser, la identificaba con la ontología, es decir, tomaba la parte por el todo. Para la metafísica oriental, el ser puro no es el primero ni el más universal de los principios, pues es ya una determinación; hay que ir, pues, más allá del ser y eso es, incluso, lo más importante. Por eso, en toda concepción verdaderamente metafísica, hay que reservar siempre la parte de lo inexpresable; e incluso todo lo que puede expresarse no es literalmente nada respecto a lo que supera toda expresión, así como lo finito, sea cual sea su magnitud, no es nada respecto al Infinito.

     

    Se puede sugerir mucho más de lo que se expresa y tal es, en suma, el papel que desempeñan aquí las formas exteriores; todas esas formas, ya se trate de palabras o de símbolos cualesquiera, no constituyen más que un sostén, un punto de apoyo para elevarse a posibilidades de concepción que las superan incomparablemente; volveremos a ello enseguida.

    Hablamos de concepciones metafísicas, por no tener a nuestra disposición otro término para hacernos entender; pero que no vaya a creerse por eso que hay ahí algo asimilable a las concepciones científicas o filosóficas; no se trata de hacer "abstracciones" cualesquiera sino de coger un conocimiento directo de la verdad tal cual es. La ciencia es el conocimiento racional, discursivo, siempre indirecto, un conocimiento por reflejo; la metafísica es el conocimiento supra-racional, intuitivo e inmediato. Esta intuición intelectual pura, sin la que no hay metafísica verdadera no debe, por lo demás, asimilarse en modo alguno con la intuición de la que hablan ciertos filósofos contemporáneos, pues ésta es, por el contrario, infrarracional.

    Hay una intuición intelectual y una intuición sensible; una está más allá de la razón pero la otra está más acá; esta última sólo puede captar el mundo del cambio y del devenir, es decir, la naturaleza o, más bien, una ínfima parte de la naturaleza. El ámbito de la intuición intelectual, por el contrario, es el ámbito de los principios eternos e inmutables, es el ámbito metafísico.

    El intelecto transcendente, para captar directamente los principios universales, debe ser él mismo de orden universal; no es ya una facultad individual, y considerarlo como tal sería contradictorio, pues no puede haber en las posibilidades del individuo el superar sus propios límites, el salir de las condiciones que le definen en cuanto individuo. La razón es una facultad propia y específicamente humana; pero lo que está más allá de la razón es verdaderamente "no-humano"; es lo que hace posible el conocimiento metafísico, y este, hay que repetirlo otra vez, no es un conocimiento humano. En otros términos, no es en cuanto hombre que el hombre puede alcanzarlo; sino que es en tanto en cuanto este ser, que es humano en uno de sus estados, es a la vez algo distinto y más que un ser humano; y es la toma de conciencia efectiva de los estados supraindividuales lo que es el objeto real de la metafísica o, mejor aún, lo que es el propio conocimiento metafísico. Llegamos, pues, aquí a uno de los puntos más esenciales y es necesario insistir en ello: si el individuo fuera un ser completo, si constituyera un sistema cerrado como la mónada de Leibnitz, no habría metafísica posible; irremediablemente encerrado en sí mismo, este ser no tendría medio alguno de conocer lo que no fuera del orden de existencia al que pertenece. Pero no es así: el individuo no representa, en realidad, más que una manifestación transitoria y contingente del ser verdadero; no es más que un estado especial entre una multitud indefinida de otros estados del mismo ser; y este ser es, en sí, absolutamente independiente de todas sus manifestaciones, al igual que, para emplear una comparación que se repite a cada momento en los textos hindúes, el sol es completamente independiente de las múltiples imágenes en las que se refleja. Esa es la distinción fundamental del "Sí" y del "yo", de la personalidad y la individualidad; y, al igual que las imágenes están unidas por los rayos luminosos con la fuente solar sin la que no tendrían ninguna existencia ni ninguna realidad, de igual modo, la individualidad, ya se trate de la individualidad humana o de cualquier otro estado análogo de manifestación, está unida a la personalidad, al centro principal del ser por este intelecto transcendente del que se acaba de tratar. No es posible, en los límites de esta exposición, desarrollar de un modo más completo estas consideraciones, ni dar una idea más precisa de la teoría de los estados múltiples del ser; pero pienso que, no obstante, he dicho bastante para hacer presentir al menos su importancia capital en toda doctrina verdaderamente metafísica.

     

    Teoría he dicho, pero no se trata sólo de teoría, y también este punto necesita ser explicado. El conocimiento teórico, que todavía no es más que indirecto y de algún modo simbólico, no es más que una preparación, indispensable por lo demás, del verdadero conocimiento. Es además el único comunicable en cierto modo y tampoco lo es completamente; por eso, toda exposición no es más que un medio de acercarse al conocimiento y este conocimiento, que no es, primeramente, más que virtual, debe después realizarse de un modo efectivo. Encontramos aquí una nueva diferencia con esta metafísica parcial a la que hemos aludido precedentemente, la de Aristóteles por ejemplo, ya incompleta teóricamente en el sentido de que se limita al ser y donde, además, la teoría parece verdaderamente presentarse como si se bastara a sí misma, en vez de estar ordenada expresamente von vistas a una realización correspondiente como ocurre siempre en todas las doctrinas orientales. Sin embargo, incluso en esta metafísica imperfecta, estaríamos tentados de decir esta semimetafísica, se encuentran a veces afirmaciones que, si se hubieran comprendido bien, habrían debido conducir a consecuencias completamente distintas: así, ¿no dice Aristóteles claramente que un ser es todo lo que él conoce? Esta afirmación de la identificación por el conocimiento es el principio mismo de la realización metafísica; pero aquí este principio queda aislado, sólo tiene el valor de una declaración completamente teórica, no se saca de ella ningún provecho y parece que, después de haberla formulado, ya ni tan sólo se piensa en ella: ¿cómo es que el propio Aristóteles y sus continuadores no vieron mejor todo lo que estaba implicado en ella? Es verdad que ocurre lo mismo en muchos otros casos y que parecen olvidar a veces cosas tan esenciales como la distinción entre el intelecto puro y la razón, después de haberlas formulado, no obstante, no menos explícitamente; son lagunas curiosas. ¿Hay que ver en ellas el efecto de ciertas limitaciones que serían inherentes al espíritu occidental, salvo excepciones más o menos raras, pero siempre posibles? Eso puede ser verdad en cierta medida pero, sin embargo, no hay que creer que la intelectualidad occidental haya estado, en general, tan estrechamente limitada en otro tiempo como lo está en la época moderna. Sólo que las doctrinas como esas no son, después de todo, más que doctrinas exteriores muy superiores a muchas otras porque encierran a pesar de todo una parte de metafísica verdadera, pero siempre mezclada con consideraciones de otro orden que no tienen nada de metafísico. Tenemos, por nuestra parte, la certidumbre de que hubo algo distinto a eso en Occidente, en la Antigüedad y en la Edad Media, que hubo para uso de una minoría, doctrinas puramente metafísicas y que podemos llamar completas, comprendiendo esta realización que, para la mayoría de los modernos, es sin duda algo apenas concebible; si Occidente ha perdido el recuerdo de ellas de un modo tan completo, es que ha roto con sus propias tradiciones y por eso la civilización moderna es una civilización anormal y desviada.

     

    Si el conocimiento teórico tuviera en sí mismo su propio fin, si la metafísica no debiera pasar de ahí, ya sería algo, sin duda, pero sería completamente insuficiente. En contra de la verdadera certidumbre, más fuerte todavía que una certidumbre matemática, que ya está ligada a tal conocimiento, no sería, en suma, en un orden incomparablemente superior, más que lo análogo de lo que es en su orden inferior, terrestre y humano, la especulación científica y filosófica. No es eso lo que debe ser la metafísica; que otros se interesen en un "juego de la mente" o en lo que pueda parecerse a ello, es asunto suyo; para nosotros, las cosas de este tipo nos son más bien indiferentes y pensamos que las rarezas del psicólogo deben ser perfectamente extrañas al metafísico. De lo que se trata para éste es de conocer lo que es y de conocerlo de tal modo que uno mismo sea, real y efectivamente, todo lo que conoce.

     

    En cuanto a los medios de la realización metafísica, sabemos bien qué objeción pueden hacer, en lo que les concierne, los que creen tener que discutir la posibilidad de esta realización. Estos medios, en efecto, deben estar al alcance del hombre; al menos en los primeros estadios, deben adaptarse a las condiciones del estado humano, puesto que es en este estado donde se encuentra actualmente el ser que, partiendo de aquí, deberá tomar posesión de los estados superiores. Es, pues, en unas formas que pertenecen a este mundo en el que se sitúa su manifestación presente donde el ser tomará un punto de apoyo para elevarse por encima de este mundo mismo; palabras, signos simbólicos, ritos o procedimientos preparatorios cualesquiera no tienen otra razón de ser ni otra función: como ya hemos dicho, eso son soportes y nada más. Pero algunos dirán, ¿cómo puede ser que estos medios puramente contingentes produzcan un efecto que les supera inmensamente, que es de un orden completamente diferente al que ellos mismos pertenecen? Haremos observar, en primer lugar, que no son, en realidad, más que medios accidentales y que el resultado que ayudan a obtener no es en modo alguno su efecto; ponen al ser en la predisposición necesaria para alcanzarlo con más facilidad y eso es todo. Si la objeción que consideramos fuera válida en este caso, valdría también para los ritos religiosos, los sacramentos, por ejemplo, en los que la desproporción entre el medio y el fin no es menor; algunos de los que la formulan quizás no hayan pensado lo bastante en ella. Por lo que a nosotros se refiere no confundimos un simple medio con una causa, en el verdadero sentido de esta palabra, y no consideramos la realización metafísica como un efecto de cualquier cosa porque no es la producción de algo que todavía no existe sino la toma de conciencia de lo que es, de un modo permanente e inmutable, fuera de toda sucesión temporal u otra, pues todos los estados del ser, considerados en su principio, están en perfecta simultaneidad en el eterno presente.

     

    No vemos, pues, ninguna dificultad en reconocer que no hay medida común entre la realización metafísica y los medios que conducen a ella o, si se prefiere, que la preparan. Por lo demás, precisamente por eso, ninguno de estos medios es estrictamente necesario, con una absoluta necesidad: o, al menos, no hay más que una sola preparación verdaderamente indispensable y es el conocimiento teórico. Éste, por otro lado, no podría ir muy lejos sin un medio que debemos considerar así como el que desempeñará el papel más importante y constante: este medio es la concentración; y eso es algo absolutamente ajeno e incluso contrario a las costumbres mentales del Occidente moderno, donde todo no tiende más que a la dispersión y al cambio incesante. Todos los demás medios sólo son secundarios en relación con éste: sirven sobre todo para favorecer la concentración y también para armonizar entre sí los diversos elementos de la individualidad humana a fin de preparar la comunicación efectiva entre esta individualidad y los estados superiores del ser.

     

    Estos medios podrán, por otro lado, en el punto de partida, ser casi indefinidamente variados pues, para cada individuo, deberán ser apropiados a su naturaleza especial, conformes a sus aptitudes y a sus disposiciones particulares. Después, las diferencias irán disminuyendo, pues se trata de vías múltiples que tienden todas hacia un mismo fin; y, a partir de cierto estadio, toda multiplicidad habrá desaparecido; pero entonces los medios contingentes e individuales habrán acabado de desempeñar su función. Esta función, para demostrar que no es en modo alguno necesaria, algunos textos hindúes la comparan con la de un caballo con cuya ayuda un hombre llegará más deprisa y con más facilidad al término de su viaje, pero sin la cual también podría llegar a él. Los ritos, los procedimientos diversos señalados con vistas a la realización metafísica podrían desdeñarse y, no obstante, sólo con la fijación constante del espíritu y de toda la capacidad del ser en el fin de esta realización, alcanzar finalmente este fin supremo; pero, si hay medios que hacen menos penoso el esfuerzo, ¿por qué desdeñarlos voluntariamente? ¿Es confundir lo contingente y lo absoluto el tener en cuenta las condiciones del estado humano, puesto que es de este estado, él mismo contingente, del que estamos obligados a partir para la conquista de los estados superiores y luego del estado supremo e incondicionado?

     

    Indiquemos ahora, según las enseñanzas que son comunes a todas las doctrinas tradicionales de Oriente, las principales etapas de la realización metafísica. La primera, que sólo es preliminar en cierto modo, se efectúa en el ámbito humano y todavía no se extiende más allá de los límites de la individualidad. Consiste en una extensión indefinida de esta individualidad cuya modalidad corporal, la única que está desarrollada en el hombre ordinario, no representa más que una porción mínima; es de esta modalidad corporal de la que hay que partir, de hecho, y de ahí el uso, para empezar, de medios sacados del orden sensible, pero que tendrán que tener, por otro lado, una repercusión en las demás modalidades del ser humano. La fase de la que hablamos es, en suma, la realización o el desarrollo de todas las posibilidades que están virtualmente contenidas en la individualidad humana y que constituyen como unas prolongaciones múltiples que se extienden en diversos sentidos más allá del ámbito corporal y sensible; y es por esas prolongaciones por las que después podrá establecerse la comunicación con los demás estados.

     

    Esta realización de la individualidad integral es designada por todas las tradiciones como la restauración de lo que llaman el "estado primordial", estado que se considera como el del hombre verdadero y que escapa ya a algunas de las limitaciones características del estado ordinario, sobre todo a la que se debe a la condición temporal. El ser que ha alcanzado este "estado primordial" todavía es solamente un individuo humano y no está en posesión efectiva de ningún estado supra-individual; y, sin embargo, está desde ese momento liberado del tiempo, y la sucesión aparente de las cosas se ha transmutado para él en simultaneidad; posee conscientemente una facultad desconocida para el hombre ordinario y que puede llamarse "el sentido de la eternidad". Eso es de suma importancia, pues aquel que no puede salir del punto de vista de la sucesión temporal y considerar todas las cosas de un modo simultáneo es incapaz de la menor concepción del orden metafísico. La primera cosa que debe hacer quien quiera alcanzar verdaderamente el conocimiento metafísico es colocarse fuera del tiempo, diríamos de buen grado en el "no-tiempo" si tal expresión no pareciera demasiado singular e inusitada. Esta conciencia de lo intemporal puede, por otro lado, alcanzarse de cierto modo, sin duda muy incompleto, pero ya real sin embargo, mucho antes de que se obtenga en su plenitud este "estado primordial" del que acabamos de hablar.

     

    Quizás se pregunte: ¿por qué esta denominación de "estado primordial"? Y es que todas las tradiciones, incluida la de Occidente (pues la misma Biblia no dice otra cosa) están de acuerdo en enseñar que este estado era el normal en los orígenes de la humanidad, mientras que el estado presente no es más que el resultado de una decadencia, el efecto de una especie de materialización progresiva que se ha producido a lo largo de los tiempos, durante la duración de cierto ciclo. No creemos en la "evolución", en el sentido que los modernos dan a esta palabra; las hipótesis supuestamente científicas que han imaginado no corresponden en modo alguno a la realidad.

     

    No es posible, por lo demás, hacer más que una simple alusión a la teoría de los ciclos cósmicos, que está particularmente desarrollada en las doctrinas hindúes; sería salir de nuestro tema, pues la cosmología no es la metafísica aunque dependa de ella de un modo bastante estrecho; no es más que una aplicación al orden físico, y las verdaderas leyes naturales no son más que consecuencias en un ámbito relativo y contingente de los principios universales y necesarios.

    Volvamos a la realización metafísica: su segunda fase se refiere a los estados supraindividuales, pero todavía condicionados, aunque sus condiciones sean completamente diferentes a las del estado humano. Aquí, el mundo del hombre, en el que estábamos todavía en el estado precedente, está entera y definitivamente superado. Hay que decir más: lo que está superado es el mundo de las formas en su acepción más general, que comprende todos los estados individuales cualesquiera que sean, pues la forma es la condición común a todos estos estados, aquella por la que se define la individualidad como tal. El ser, al que ya no puede llamarse humano, ha salido desde ahora de la "corriente de las formas", según la expresión extremo-oriental. Habría, por otro lado, otras distinciones que hacer, pues esta fase puede subdividirse: comprende, en realidad, varias etapas, desde la obtención de estados que, aunque informales, pertenecen todavía a la existencia manifestada, hasta el grado de universalidad que es el del ser puro.

     

    Sin embargo, por muy elevados que sean estos estados en relación con el estado humano, por muy alejados que estén de éste, todavía son sólo relativos, y eso es cierto incluso del más alto de ellos, el que corresponde al principio de toda manifestación. Su posesión no es, pues, más que un resultado transitorio que no debe confundirse con el fin último de la realización metafísica; es más allá del ser donde reside este fin, en relación con el cual todo lo demás no es más que camino hacia éste y preparación. Este fin supremo es el estado absolutamente incondicionado, libre de toda limitación; por esta misma razón, es enteramente inexpresable, y todo lo que puede decirse de él no se traduce más que en términos de forma negativa: negación de los límites que determinan y definen toda existencia en su relatividad. La obtención de este estado es lo que la doctrina hindú denomina la "Liberación", cuando la considera en relación con los estados condicionados, y también la "Unión", cuando la considera en relación con el Principio supremo.

    En este estado incondicionado todos los demás estados del ser se reencuentran, por lo demás, en principio, pero transformados, libres de las condiciones especiales que les determinaban en cuanto estados particulares.

    Lo que subsiste es todo lo que tiene una realidad positiva, pues es allí donde todo tiene su principio; el ser "liberado" está verdaderamente en posesión de la plenitud de sus posibilidades. Lo que ha desaparecido son sólo las condiciones limitativas, cuya realidad es completamente negativa puesto que no representan más que una "privación" en el sentido en el que Aristóteles entendía esta palabra. Además, en vez de ser una especie de aniquilamiento como lo creen algunos occidentales, este estado final es, por el contrario, la absoluta plenitud, la realidad suprema frente a la cual todo el resto no es más que ilusión.

     

    Añadamos también que todo resultado, incluso parcial, obtenido por el ser a lo largo de la realización metafísica, lo es de un modo definitivo. Este resultado constituye para este ser una adquisición permanente que nada puede hacérselo perder jamás; el trabajo cumplido en este orden, incluso si llega a ser interrumpido antes del término final, se hace de una vez por todas porque precisamente está fuera del tiempo. Eso es cierto incluso del propio conocimiento teórico, pues todo conocimiento lleva su fruto en sí mismo, muy diferente en eso de la acción, que no es más que una modificación momentánea del ser y que está siempre separada de sus efectos. Por lo demás, éstos pertenecen al mismo ámbito y al mismo orden de existencia que lo que los ha producido; la acción no puede tener como efecto el liberar de la acción y sus consecuencias no se extienden más allá de los límites de la individualidad considerada, por lo demás, en la integralidad de la extensión de la que es susceptible. La acción, sea la que sea, al no oponerse a la ignorancia que es la raíz de toda limitación, no podría hacer que se desvaneciera: sólo el conocimiento disipa la ignorancia como la luz del sol disipa las tinieblas, y es entonces cuando el "Sí", el inmutable y eterno principio de todos los estados manifestados y no-manifestados, aparece en su suprema realidad.

     

    Después de este esbozo muy imperfecto y que sin duda da más que una muy débil idea de lo que puede ser la realización metafísica, hay que hacer una observación que es absolutamente esencial para evitar graves errores de interpretación: y es que todo lo que se trata aquí no tiene ninguna relación con fenómenos cualesquiera, más o menos extraordinarios. Todo lo que es fenómeno es de orden físico; la metafísica está más allá de los fenómenos; y tomamos esta palabra en su mayor generalidad. Resulta de ello, entre otras consecuencias, que los estados de los que se acaba de hablar no tienen absolutamente nada de "psicológico"; hay que decirlo claramente porque a veces se han producido a este respecto singulares confusiones. La psicología, por propia definición, no podría tener ascendiente más que sobre los estados humanos y todavía, tal como se entiende hoy, sólo alcanza una zona muy limitada en las posibilidades del individuo, que se extiende mucho más de lo que pueden suponer los especialistas de esta ciencia. En efecto, el individuo humano es a la vez mucho más y mucho menos de lo que se cree generalmente en Occidente: es mucho más, debido a sus posibilidades de extensión indefinida más allá de la modalidad corporal a la que se refiere, en suma, todo lo que se estudia de él de ordinario; pero también es mucho menos, puesto que, muy lejos de constituir un ser completo y que se baste a sí mismo, no es más que una manifestación exterior, una apariencia fugitiva revestida por el ser verdadero y cuya esencia no se encuentra afectada en absoluto en su inmutabilidad.

    Hay que insistir en este punto: el ámbito metafísico está por entero fuera del mundo fenoménico, pues los modernos, por lo general, no conocen y no buscan apenas más que los fenómenos; es en ellos en lo que se interesan casi de un modo exclusivo, como lo atestigua, además, el desarrollo que han dado a las ciencias experimentales; y su incapacidad metafísica procede de la misma tendencia. Sin duda, puede ocurrir que ciertos fenómenos especiales se produzcan en el trabajo de realización metafísica pero de un modo completamente accidental: eso es un resultado más bien lamentable, pues las cosas de este estilo sólo pueden constituir un obstáculo para aquel que estuviera tentado a atribuirle alguna importancia. El que se deja detener y desviar de su camino por los fenómenos, aquel, sobre todo, que se deja ir en busca de "poderes" excepcionales, tiene poquísimas posibilidades de llevar la realización más lejos que el grado al que ha llegado ya cuando se produce la desviación.

    Esta observación conduce naturalmente a rectificar algunas interpretaciones erróneas al uso respecto al término de "Yoga"; ¿no se ha pretendido a veces, en efecto, que lo que los hindúes designan con esta palabra es el desarrollo de ciertos poderes latentes del ser humano? Lo que acabamos de decir basta para demostrar que tal definición debe rechazarse. En realidad, esta palabra "Yoga" es la que hemos traducido lo más literalmente posible por "Unión"; lo que designa propiamente es, pues, el fin supremo de la realización metafísica; y el "Yogui", si quiere entenderse en el sentido más estricto, es únicamente el que ha alcanzado este fin. No obstante, es verdad que, por extensión, esos mismos términos, en ciertos casos, se aplican también a estadios preparatorios de la "Unión" o incluso a simples medios preliminares y al ser que ha alcanzado los estados correspondientes a estos estadios o que emplea estos medios para alcanzarlos. Pero, ¿cómo podría sostenerse que una palabra cuyo sentido primero es "Unión" designa propia y primitivamente unos ejercicios respiratorios o alguna otra cosa de este tipo? Estos ejercicios y otros, basados, en general, en lo que podemos llamar la ciencia del ritmo, figuran, en efecto, entre los medios más usados con vistas a la realización metafísica; pero que no se tome como fin lo que no es más que un medio contingente y accidental, y que tampoco se tome por el significado original de una palabra lo que no es más que una acepción secundaria y más o menos indirecta.

    Hablando de lo que es primitivamente el "Yoga", y diciendo que esta palabra siempre ha designado esencialmente lo mismo, se puede pensar en hacer una pregunta de la que nada hemos dicho hasta ahora: ¿cuál es el origen de esas doctrinas metafísicas tradicionales de las que tomamos todos los datos que exponemos? La respuesta es muy sencilla, aunque se corre el riesgo de provocar la protesta de aquellos que quisieran considerarlo todo desde el punto de vista histórico: es que no hay origen; queremos decir con ello que no hay origen humano, susceptible de ser determinado en el tiempo. En otros términos, el origen de la tradición, suponiendo que esta palabra de origen tenga todavía una razón de ser en semejante caso, es "no-humano" como la propia metafísica. Las doctrinas de este orden no aparecieron en un momento cualquiera de la historia de la humanidad: la alusión que hemos hecho al "estado primordial" y también lo que hemos dicho sobre el carácter intemporal de todo lo que es metafísico deberían permitir comprenderlo sin demasiada dificultad, con tal de resignarse a admitir, contrariamente a ciertos prejuicios, que hay cosas en las que el punto de vista histórico no es aplicable en modo alguno. La verdad metafísica es eterna; por eso mismo, siempre ha habido seres que han podido conocerla real y totalmente. Lo que puede cambiar no son más que unas formas exteriores, medios contingentes; y este cambio mismo no tiene nada de lo que los modernos llaman "evolución", sino que no es más que una simple adaptación a estas u otras circunstancias particulares, a las condiciones especiales de una raza o una época determinada. De ello resulta la multiplicidad de las formas; pero el fondo de la doctrina no es modificado o afectado en modo alguno por ello, como tampoco la unidad y la identidad esenciales del ser son alteradas por la multiplicidad de sus estados de manifestación.

     

    El conocimiento metafísico y la realización que implica, para ser verdaderamente todo lo que debe ser son, pues, posibles en todas partes y siempre, en principio al menos, y si esta posibilidad es considerada más o menos de un modo absoluto; pero de hecho, prácticamente, si así puede decirse, y en un sentido relativo, ¿son igualmente posibles en cualquier medio y sin tener en cuenta en lo más mínimo las contingencias? Sobre eso seremos mucho menos tajantes, al menos en lo que se refiere a la realización; y ello se explica por el hecho de que ésta, en su comienzo, debe tomar su punto de apoyo en el orden de las contingencias. Puede haber condiciones particularmente desfavorables, como las que ofrece el mundo occidental moderno, tan desfavorables que dicho trabajo sea poco menos que imposible y que incluso podría ser peligroso emprenderlo, en ausencia de cualquier apoyo facilitado por el medio y en un ambiente que sólo puede oponerse e incluso anular los esfuerzos de aquel que se dedicara a ello. Por el contrario, las civilizaciones a las que llamamos tradicionales están organizadas de tal modo que podemos encontrar en ellas una ayuda eficaz que, sin duda, no es rigurosamente indispensable, como tampoco lo es todo lo exterior, pero sin la que, no obstante, es muy difícil obtener resultados efectivos. Hay ahí algo que supera las fuerzas de un individuo humano aislado, incluso si, por otro lado, este individuo posee las cualificaciones requeridas; tampoco quisiéramos incitar a nadie, en las condiciones presentes, a meterse en tal empresa inconsideradamente; y eso nos conducirá directamente a nuestra conclusión.

     

    Para nosotros, la gran diferencia entre Oriente y Occidente (y se trata aquí, exclusivamente, del Occidente moderno), incluso la única diferencia verdaderamente esencial, pues todas las demás se derivan de ella, es ésta: por un lado, conservación de la tradición con todo lo que ello implica; por el otro, olvido y pérdida de esta misma tradición; por un lado, mantenimiento del conocimiento metafísico; por el otro, ignorancia completa de todo lo que a este ámbito se refiere. Entre unas civilizaciones que abren a su élite las posibilidades que hemos intentado hacer vislumbrar, que le ofrecen los medios más apropiados para realizar efectivamente estas posibilidades y que, al menos a algunos, les permiten realizarlas en su plenitud, entre estas civilizaciones tradicionales y una civilización que se ha desarrollado en un sentido puramente material, ¿cómo podría encontrarse una medida común? ¿Y quién, pues, a menos de estar cegado por no sé qué prejuicio, se atreverá a pretender que la superioridad material compensa la inferioridad intelectual? Intelectual, decimos, pero entendiendo con ello la verdadera intelectualidad, la que no se limita al orden humano ni al orden natural, la que hace posible el conocimiento metafísico puro en su absoluta transcendencia. Me parece que basta con reflexionar un momento sobre estas cuestiones para no tener ninguna duda ni ninguna vacilación sobre la respuesta que es conveniente dar.

     

    La superioridad material del Occidente moderno es indiscutible; nadie se la discute tampoco, pero nadie la envidia. Hay que ir más lejos: a causa de este desarrollo material excesivo, Occidente corre el riesgo de perecer tarde o temprano si no se repone a tiempo, y si no pasa a considerar seriamente el "retorno a los orígenes", según una expresión que se emplea en ciertas escuelas del esoterismo islámico. En diversos lugares se habla mucho hoy de "defensa de Occidente"; pero, por desgracia, no parece comprenderse que es de sí mismo de quien Occidente necesita ser defendido, que es de sus propias tendencias actuales de donde proceden los principales y más temibles de todos los peligros que le amenazan realmente. Estaría bien meditar sobre esto con cierta profundidad y nunca se podría rogar lo suficiente a todos aquellos que son todavía capaces de reflexionar. Además, y con ello terminaré mi exposición, estaré dichoso si he podido, si no hacer comprender plenamente, al menos hacer presentir algo de esta intelectualidad oriental cuyo equivalente ya no se encuentra en Occidente, y dar una visión, por muy imperfecta que sea, de lo que es la verdadera metafísica, el conocimiento por excelencia, que es, como dicen los textos sagrados de la India, la única enteramente verdadera, absoluta, infinita y suprema.

     

     

     

     

     

    LA MÉTAPHYSIQUE ORIENTALE, Chacornac - Editions Traditionnelles, París, 1939, 1945, 1951, 1970, 1973, 1976, 1979, 1985, 1993.

     

    Traducción italiana: La metafisica orientale, Nápoles, 1950. Studi Tradizionali, Turín, 1976 (trad. de G. Frigieri). All' Insegna del Veltro, Parma, 1986. Carmagnola, Arktos, 1990 (incluido en Considerazioni sull'esoterismo islamico e il Taoismo). Traducción autorizada: Luni Editrice, Milán, 1998 (trad. de Pietro Nutrizio).

     

    Trad. castellana: La Metafísica Oriental, Olañeta, Palma de Mallorca, 1984, 1998 (48 pp.) (trad. de Victoria Argimón). Obelisco, Barcelona, 1995 (trad. de Juli Peradejordi).

     

    Trad. inglesa: Oriental Metaphysics, Hanuman Books, Nueva York, 1991.

     

    Trad. húngara: A keleti metafizika, Farkas Lorink Imre Könyvkyadó, Budapest, 1994 (en un tomo, junto a Les Etats Multiples de l' Etre, trad. de Darabos Pál).

     





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