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    LAS PERLAS

    DEL PEREGRINO

     

     

    Extractos de libros y de textos inéditos

     

    Frithjof Schuon

     

     

     

     

     

    La forma de esta antología corresponde a un modo muy particular de presentación doctrinal, y por lo tanto también a una necesidad particular de asimilación espiritual. En determinados momentos, uno puede sentirse llamado a penetrar el pensamiento de un autor explorando concienzudamente uno de sus libros; en otros momentos o en otras circunstancias, se puede preferir a este modo de asimilación una exploración menos laboriosa y en cierto modo despreocupada, comparable a un paseo meditativo por un jardín. Éste puede ser el caso cuando se elige una lectura de viaje, la cual, sin obligarnos demasiado, al menos no nos hace perder el tiempo; una lectura eventualmente no fácil por sus temas, pero facilitada por una presentación informal.

    La iniciativa y el título de la presente antología no proceden de nosotros mismos, pero nos ha parecido oportuno dar nuestra aprobación a esta forma de presentar nuestro pensamiento. Por lo demás, se encuentra un precedente de este género literario —si puede decirse así— en nuestro libro Perspectives spirituelles et faits humains, en esta obra, el pensamiento del autor es presentado, no en forma de artículos o de capítulos, sino de fragmentos escogidos, sacados de papeles inéditos o de cartas, así como de libros. Tal vez vale la pena mencionar aquí el hecho de que ya utilizamos este género libre y discontinuo en nuestra primera obra, escrita en alemán y titulada Urbesinnung (Meditación primordial), cuyos temas han sido retomados en nuestros libros franceses subsiguientes.

    Al escoger los fragmentos que constituyen el presente libro, el compilador se ha esforzado en incluir, entre otros, textos concernientes a la vida espiritual en sus aspectos simples y concretos, de modo que estas Perlas del Peregrino ofrecen por término medio un alimento del que nadie está excluido; es lo que expresa, en definitiva, el propio título de la antología, el cual sugiere una peregrinación espiritual que no se limita a la sola metafísica, sino que engloba en cierto modo «todo lo que es humano».

    La presentación de esta obra no tiene nada de sistemática; algunos extractos más largos que otros han sido añadidos al final del libro porque han sido descubiertos más tarde y sin que se haya considerado necesario clasificar los textos según los temas. Un peregrino atraviesa una región tal como se presenta; de todas formas, las experiencias espirituales se sitúan fuera del espacio y del tiempo.

     

    F.S.

     

     

     

     

     

    LAS PERLAS DEL PEREGRINO

     

    El valor del hombre está en su consciencia de lo Absoluto.

     

    *

     

    En realidad, lo que separa al hombre de la Realidad divina es una barrera ínfima: Dios está infinitamente cerca del hombre, pero éste está infinitamente lejos de Dios. Esta barrera, para el hombre, es una montaña; el hombre se encuentra ante una montaña que debe apartar con sus propias manos. Excava la tierra, pero en vano, la montaña permanece allí; el hombre, sin embargo, continúa excavando, en el nombre de Dios. Y la montaña se desvanece. Nunca ha existido.

     

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    La paradoja de la condición humana es que no hay nada que nos sea tan contrario como la exigencia de superarnos, y nada que sea tan esencialmente nosotros mismos como el fondo de esta exigencia o el fruto de esta superación.

     

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    Nuestra deiformidad implica que nuestro espíritu esté hecho de absoluto, que nuestra voluntad esté hecha de libertad, y que nuestra alma esté hecha de generosidad; dominarse y superarse es arrancar la capa de hielo o de tinieblas que tiene prisionera a la verdadera naturaleza del hombre.

     

    *

     

    Una de las claves para la comprensión de nuestra verdadera naturaleza y de nuestro destino último es el hecho de que las cosas terrenas nunca están proporcionadas a la extensión real de nuestra inteligencia. Esta, o está hecha para lo Absoluto, o no es; sólo lo Absoluto permite a nuestra inteligencia poder enteramente lo que ella puede, y ser enteramente lo que es. Lo mismo para la voluntad, que, por lo demás, no es sino una prolongación, o un complemento, de la inteligencia: los objetos que ella se propone más de ordinario, o que la vida le impone, no alcanzan su envergadura total; sólo la «dimensión divina» puede satisfacer la sed de plenitud de nuestro querer o de nuestro amor.

     

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    Lo queramos o no, vivimos rodeados de misterios, que lógica y existencialmente nos arrastran hacia la trascendencia.

     

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    La vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad hay que pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad.

     

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    El mundo nos dispersa y el ego nos comprime; Dios nos recoge y nos dilata, nos apacigua y nos libera.

     

    *

     

    Por mucho que la inteligencia afirme las verdades metafísicas y escatológicas, la imaginación —o el subconsciente— sigue creyendo firmemente en el mundo, no en Dios ni en el más allá; todo hombre es a priori hipócrita. La vía es precisamente el paso de la hipocresía natural a la sinceridad espiritual.

     

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    Sólo por la interioridad deificante, sea cual sea su precio, es el hombre perfectamente conforme a su naturaleza.

     

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    Para ser feliz, el hombre debe tener un centro; ahora bien, este centro es ante todo la certeza del Uno. La mayor calamidad es la pérdida del centro y el abandono del alma a los caprichos de la periferia. Ser hombre es estar en el centro; es ser centro.

     

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    El alma debe sustraerse a la dispersión del mundo; es la cualidad de interioridad. Después la voluntad debe vencer a la pasividad de la vida; es la cualidad de actualidad. Por último, el espíritu debe trascender la inconsciencia del ego; es la cualidad de simplicidad. Percibir intelectualmente la Substancia, más allá del estrépito de los accidentes, es realizar la simplicidad. Ser uno es ser simple; pues la simplicidad es al Uno lo que la interioridad es al centro y lo que la actualidad es al presente.

     

    *

     

    En lugar de amar el mundo hay que estar enamorado de lo interior, que está más allá de las cosas, más allá de lo múltiple, más allá de la existencia. Asimismo, hay que estar enamorado del puro Ser, que está más allá de la acción y más allá del pensamiento.

     

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    Amar a Dios no es cultivar un sentimiento —es decir, algo de lo que gozamos sin saber si Dios goza de ello—, sino que es eliminar del alma lo que impide a Dios entrar en ella.

     

    *

     

    El amor de Dios es en primer lugar la adhesión de la inteligencia a la Verdad, después la adhesión de la voluntad al Bien, y por último la adhesión del alma a la Paz que dan la Verdad y el Bien.

     

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    Conocer a Dios es amarlo, y no amarlo es no conocerlo.

     

    *

     

    No somos nosotros quienes conocemos a Dios, es Dios quien se conoce en nosotros.

     

    *

     

    Todo lo que podemos conocer lo llevamos en nosotros mismos, luego lo somos; y por esto podemos conocerlo.

     

    *

     

    Pretender que el conocimiento como tal no puede ser sino relativo equivale a decir que la ignorancia humana es absoluta.

     

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    La voluntad del Bien y el amor de lo Bello son las concomitancias necesarias, de repercusiones incalculables, del conocimiento de lo Verdadero.

     

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    Es bello, no lo que amamos y porque lo amamos, sino lo que por su valor objetivo nos obliga a amarlo.

     

    *

     

    La belleza, sea cual sea el uso que pueda hacer de ella el hombre, pertenece fundamentalmente a su Creador, que por ella proyecta en la apariencia algo de su ser.

     

    *

     

    La percepción de la belleza, que es una adecuación rigurosa y no una ilusión subjetiva, implica esencialmente, por una parte, una satisfacción de la inteligencia y, por otra, un sentimiento a la vez de seguridad, de infinidad y de amor. De seguridad: porque la belleza es unitiva y excluye, con una suerte de evidencia musical, las fisuras de la duda y de la inquietud; de infinidad: porque la belleza, por su propia musicalidad, hace que se fundan los endurecimientos y los límites y libera, así, al alma de sus estrecheces; de amor: porque la belleza llama al amor, es decir, invita a la unión y por lo tanto a la extinción unitiva.

     

    *

     

    La belleza, y el amor a la belleza, dan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. Si el alma quiere ser feliz de modo permanente debe llevar lo bello en sí misma; ahora bien, esto sólo puede hacerlo realizando la virtud, que también podríamos llamar la bondad o la piedad.

     

    *

     

    La felicidad es la religión y el carácter; la fe y la virtud. Es un hecho el que el hombre no puede encontrar la felicidad dentro de sus propios límites; su naturaleza misma lo condena a superarse y, superándose, a liberarse.

     

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    Superarse: éste es el gran imperativo de la condición humana; y hay otro que lo anticipa y al mismo tiempo lo prolonga: dominarse. El hombre noble es el que se domina; el hombre santo es el que se supera. La nobleza y la santidad son los imperativos del estado humano.

     

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    La santidad es el sueño del ego y la vigilia del alma inmortal, del ego nutrido de impresiones sensoriales y lleno de deseos, y del alma libre, cristalizada en Dios. La superficie móvil de nuestro ser debe dormir y, por consiguiente, retirarse de las imágenes y los instintos, mientras que el fondo de nuestro ser debe velar en la consciencia de lo Divino e iluminar así, como una llama inmóvil, el silencio del santo sueño.

     

    *

     

    La santidad es esencialmente la contemplatividad: es la intuición de la naturaleza espiritual de las cosas; intuición profunda que determina a toda el alma, luego a todo el ser del hombre.

     

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    Para el sabio, cada estrella, cada flor, prueba metafísicamente el Infinito.

     

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    Este es el gran absurdo: que los hombres vivan sin fe y de una manera inhumanamente horizontal, en un mundo en el que, sin embargo, todo lo que ofrece la naturaleza testimonia de lo sobrenatural, del más allá, de lo divino; de la primavera eterna.

     

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    La fe es decir sí a Dios. Cuando el hombre dice sí a Dios, Dios dice sí al hombre.

     

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    La fe como tal no resulta de nuestro pensamiento, es antes que éste; es incluso antes que nosotros. En la fe estamos fuera del tiempo.

     

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    El arquetipo divino de la fe es el «sí» que Dios se dice a Sí mismo; es el Logos que por una parte refleja la Infinidad divina y por otra la refracta.

     

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    Si la fe es un misterio, es que su naturaleza es inexpresable en la medida en que es profunda, pues no es posible dar cuenta totalmente con palabras de esta visión que todavía es ciega y de esta ceguera que ya ve.

     

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    El incrédulo, en la tierra, no cree más que lo que ve; el creyente, en el Cielo, ve todo lo que cree.

     

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    La fe sin verdad es herejía; el saber sin fe es hipocresía. La obra sin virtud es orgullo y la virtud sin obra es vanidad.

     

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    La virtud es un rayo de la Belleza divina, en la que participamos por nuestra naturaleza o por nuestra voluntad, fácilmente o difícilmente, pero siempre por la gracia de Dios.

     

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    No hay acceso al Corazón sin las virtudes.

     

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    La virtud es la conformidad del alma al Modelo divino y a la obra espiritual; conformidad o participación. La esencia de las virtudes es el vacío ante Dios, el cual permite a las Cualidades divinas entrar en el corazón e irradiar en el alma. La virtud es la exteriorización del corazón puro.

     

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    La virtud es dejar paso libre, en el alma, a la Belleza de Dios.

     

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    Esforzarse hacia la perfección: no porque queremos ser perfectos para nuestra gloria, sino porque la perfección es bella y la imperfección es fea; o porque la virtud es evidente, es decir, conforme a lo Real.

     

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    La virtud separada de Dios se convierte en orgullo, como la belleza separada de Dios se convierte en ídolo; y la virtud vinculada a Dios se convierte en santidad, como la belleza vinculada a Dios se convierte en sacramento.

     

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    Toda virtud es una participación en la belleza del Uno y una respuesta a su amor.

     

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    En el fondo de todos los vicios se encuentra el orgullo; la virtud es esencialmente la conciencia de la naturaleza de las cosas, que pone al ego en su justo lugar.

     

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    Cuando Dios está ausente, el orgullo llena el vacío.

     

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    Yo soy yo mismo, y no otro; y yo estoy aquí, tal como soy; y esto sucede ahora, forzosamente. ¿Qué debo hacer? Lo primero que se impone, y lo único que se impone de manera absoluta, es mi relación con Dios. Me acuerdo de Dios, y en este recuerdo y por el todo está bien, porque es el de Dios. Todo lo demás está en sus manos.

     

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    Hay que evitar el individualismo larvado, el deseo demasiado individual de ser perfecto y la decepción demasiado individual de no serlo. Hay que aspirar a Dios de una manera impersonal.

     

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    La realización espiritual es teóricamente la cosa más fácil y prácticamente la más difícil de todas. La más fácil: porque basta con pensar en Dios; la más difícil: porque la naturaleza humana es el olvido de Dios.

     

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    Por una parte, hay que resignarse a ser lo que uno es, y, por otra, hay que hacerse un lugar de la Presencia divina. Todo yo puede en principio ser un vehículo del Sí, y liberarse, así, en una medida suficiente, de la contingencia.

    Por una parte, hay que resignarse a encontrarse donde uno se encuentra, y, por otra, hay que hacer de este lugar un centro para el recuerdo de Dios; pues allí donde Dios es evocado, allí donde se manifiesta, allí está el centro.

    Por una parte, hay que resignarse a vivir en el momento en que uno vive, y, por otra, hay que hacer de este momento un presente eterno, lo que llega a ser todo presente por el recuerdo de Dios; pues cuando Dios es evocado, cuando se manifiesta, estamos en la eternidad.

     

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    Hay que conocer el continente y no dispersarse en los contenidos. El continente es en primer lugar el milagro permanente de la existencia; es, a continuación, el de la consciencia o de la inteligencia, y después el del gozo que, como un poder expansivo y creador, llena, por decirlo así, los «espacios» existencial e intelectual.

     

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    Ser inteligente es saber distinguir entre lo esencial y lo secundario; pero es también presentir las esencias o los arquetipos en los fenómenos. O sea que la inteligencia puede ser, o bien discriminativa, o bien contemplativa, a menos que el discernimiento y la contemplación estén en equilibrio.

     

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    El discernimiento se refiere más bien a lo Absoluto, y la contemplación a lo Infinito; podríamos decir también que la voluntad, la realización, se refiere más bien a la absolutidad del Bien Supremo, mientras que el sentimiento, el amor, se refiere más bien a su infinitud.

     

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    El misterio de la certeza es que, por una parte, la verdad está inscrita en la substancia misma de nuestro espíritu —puesto que estamos hechos a imagen de Dios— y que, por otra parte, somos lo que podemos conocer; ahora bien, podemos conocer todo lo que es, y Lo único que es.

     

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    El fundamento de la ascensión espiritual es que Dios es puro Espíritu y que el hombre se le asemeja fundamentalmente por la inteligencia; el hombre va hacia Dios mediante lo que, en él, es más conforme a Dios, a saber, el intelecto, que es a la vez penetración y contemplación y cuyo contenido (sobrenaturalmente natural) es lo Absoluto, que ilumina y libera.

     

    *

     

    En el fondo, no hay más que tres milagros: la existencia, la vida, la inteligencia; con ésta, la curva surgida de Dios se cierra sobre sí misma, como un anillo que en realidad nunca ha salido del Infinito.

     

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    La inteligencia, en cuanto nos pertenece, no se basta a sí misma, necesita la nobleza del alma, la piedad y la virtud para poder superar su particularidad humana y alcanzar la inteligencia en sí.

     

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    La inteligencia del animal es parcial, la del hombre es total; y esta totalidad sólo se explica por una realidad trascendente a la que la inteligencia está proporcionada.

     

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    La objetividad, por la que la inteligencia humana se distingue de la inteligencia animal, estaría desprovista de razón suficiente sin la capacidad de concebir lo absoluto o lo infinito, o sin el sentido de la perfección.

     

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    La objetividad es la esencia de la inteligencia, pero la inteligencia está muy lejos de ser siempre conforme a su esencia.

     

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    La inteligencia sólo es bella cuando no destruye la fe, y la fe sólo es bella cuando no se opone a la inteligencia.

     

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    El hecho de que el realismo espiritual, o la fe, proceda de la inteligencia del corazón y no de la mental permite comprender que en espiritualidad la calificación moral sea más importante que la calificación intelectual, y con mucho.

     

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    La substancia de las cualidades morales es la devoción: la actitud integral del hombre frente a Dios, hecha de temor reverencial y de amor confiado.

     

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    No se puede amar a Dios sin temerlo, como tampoco se puede amar al prójimo sin respetarlo; no temer a Dios es impedirle ser misericordioso.

     

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    Sin temor de Dios en la base, nada es posible espiritualmente, pues la ausencia de temor es una falta de conocimiento de sí.

     

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    Temer a Dios es, primeramente, ver, en el plano de la acción, las consecuencias en las causas, la sanción en el pecado, el sufrimiento en el error; amar a Dios es, en primer lugar, escoger a Dios, es decir: preferir lo que acerca a Él a lo que aleja de Él.

     

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    Se dice de buen grado que Dios, o la Esencia divina, es absolutamente indefinible o inefable; si se nos preguntara, sin embargo, qué atributo da cuenta de la Esencia divina, diríamos que es «lo Santo», pues la santidad no limita en modo alguno e incluye todo lo que es divino; además, esta noción de santidad transmite el perfume de lo Divino en sí, luego el de lo Inexpresable.

     

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    El hombre puede conocer, querer, amar. Conocemos a Dios distinguiéndolo de lo que no es Él y reconociéndolo en lo que testimonia de Él; queremos a Dios realizando lo que conduce a Él y absteniéndonos de lo que aleja de Él; y amamos a Dios amando conocerlo y realizarlo y amando lo que testimonia de Él, a nuestro alrededor y en nosotros mismos.

     

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    Siendo Dios todo lo que es, debemos conocerlo, o amarlo, con todo lo que somos; la cualidad del Objeto llama a la del sujeto. «Conocer» a Dios es tener de Él una consciencia lo más perfecta posible; «amar» a Dios es tender hacia Él de la manera más perfecta posible.

     

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    El don de sí para Dios es siempre un don de sí para todos; darse a Dios, aunque sea sin saberlo los demás, es darse a los hombres, pues en este don de sí hay un valor sacrificial cuya irradiación es incalculable.

     

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    La consciencia del Ser, o de la divina Substancia, nos libera de la estrechez, de la agitación, del estrépito y de la mezquindad; es dilatación, calma, silencio y grandeza. Todo hombre ama en su fuero interno el puro Ser, la inviolable Substancia, pero este amor está oculto bajo una capa de hielo. Todo amor es en el fondo una tendencia del accidente hacia la Substancia y, por ello mismo, un deseo de extinción.

     

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    Extinguirse en la Voluntad de Dios es al mismo tiempo estar disponible para la divina Presencia.

     

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    No se puede amar al hombre, como debe ser amado, más que en función de la verdad y en Dios.

     

    *

     

    La verdad es la razón de ser del hombre; ella constituye nuestra grandeza, y nos muestra nuestra pequeñez.

     

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    No hay grandeza real fuera de la verdad.

     

    *

     

    Si queremos que la verdad viva en nosotros, debemos vivir en ella.

     

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    Verdad y santidad: todos los valores están en estos dos términos; todo lo que debemos amar y todo lo que debemos ser.

     

    *

     

    Es necesaria la verdad para la perfección de la virtud, como es necesaria la virtud para la perfección de la verdad.

     

    *

     

    Una virtud es un perfume divino en el que el hombre se olvida a sí mismo.

     

    *

     

    La virtud implica el sentido de nuestra pequeñez tanto como el sentido de lo sagrado.

     

    *

     

    No hay virtud válida sin piedad, y no hay piedad auténtica sin virtud.

     

    *

     

    La pobreza ante Dios se convierte en riqueza hacia los hombres: es decir, que la receptividad con respecto a Dios se convierte en irradiación y generosidad con respecto al prójimo.

     

    *

     

    Sin generosidad para con el mundo, uno no puede abrirse a la Bondad o a la Misericordia divinas.

     

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    La función cósmica, y más particularmente terrestre, de la belleza es actualizar en la criatura inteligente el recuerdo de las esencias, y abrir así la vía hacia la noche luminosa de la Esencia una e infinita.

     

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    La belleza es un reflejo de la beatitud divina; y como Dios es verdad, el reflejo de su beatitud será esta mezcla de felicidad y verdad que encontramos en toda belleza.

     

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    La belleza de lo sagrado es un símbolo o una anticipación, y a veces un medio, del gozo que sólo Dios procura.

     

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    Lo sagrado es una aparición del Centro, inmoviliza el alma y la vuelve hacia el interior.

     

    *

     

    El arte sagrado ayuda al hombre a encontrar su propio centro, ese núcleo que ama a Dios por naturaleza.

     

    *

     

    Lo sagrado es la presencia del centro en la periferia, de lo inmutable en el movimiento; la dignidad es esencialmente una expresión de ello, pues también en la dignidad el centro se manifiesta en el exterior; el corazón se transparenta en los gestos. Lo sagrado introduce en las relatividades una cualidad de absoluto, confiere a cosas perecederas una textura de eternidad.

     

    *

     

    En el hombre de naturaleza «creyente» o «elegida» hay una herencia del Paraíso perdido, y es el instinto de lo trascendente y el sentido de lo sagrado; es, por una parte, la disposición a creer en lo milagroso y, por otra, la necesidad de venerar y de adorar. A esta doble predisposición debe añadirse normalmente un doble desapego, uno con respecto al mundo y a la vida terrena, y otro con respecto al ego, a sus sueños y a sus pretensiones.

     

    *

     

    La naturaleza ofrece a la vez vestigios del Paraíso terrenal y signos precursores del Paraíso celestial.

     

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    Este mundo es un exilio al tiempo que es un reflejo del Paraíso.

     

    *

     

    El Paraíso está donde está Dios. Permanece, pues, junto a Dios y el Paraíso estará allí donde tú estés.

     

    *

     

    La gracia nos rodea infinitamente, y sólo nuestro endurecimiento nos hace impermeables a su irradiación, en sí omnipresente; es el alma la que está ausente, no la gracia.

     

    *

     

    Sin duda, podemos sentir gracias, pero no podemos fundarnos en ellas. Dios no nos preguntará lo que hemos experimentado, sino que nos preguntará lo que hemos hecho.

     

    *

     

    Hay dos momentos en la vida que lo son todo, y son el momento presente, en el que somos libres de elegir lo que queremos ser, y el momento de la muerte, en el que ya no tenemos ninguna elección y en el que la decisión es de Dios. Ahora bien, si el momento presente es bueno, la muerte será buena; si estamos ahora con Dios —en este presente que se renueva sin cesar, pero que siempre es este único momento actual—, Dios estará con nosotros en el momento de nuestra muerte. El recuerdo de Dios es una muerte en la vida; será una vida en la muerte.

     

    *

     

    Es justo decir que nadie escapa a su destino; pero es bueno añadir una reserva condicional, a saber, que la fatalidad tiene grados porque nuestra naturaleza los tiene. Nuestro destino depende del nivel personal —superior o inferior— en el que nos detenemos o en el que nos encerramos; pues somos lo que queremos ser y sufrimos lo que somos.

     

    *

     

    Toda injusticia que sufrimos de parte de los hombres es al mismo tiempo una prueba que nos llega de parte de Dios.

     

    *

     

    Aceptar una prueba es dar gracias a Dios por ella, comprendiendo que nos permite una victoria, un desapego con respecto al mundo y con respecto al ego.

     

    *

     

    Es desapegado el que nunca olvida el carácter efímero de lo que posee y considera las cosas como préstamos, no como posesiones.

     

    *

     

    Ni siquiera nuestro propio espíritu nos pertenece, y no tenemos plenamente acceso a él más que en la medida en que lo sabemos.

     

    *

     

    La razón suficiente de la inteligencia humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: el conocimiento del Bien Supremo y, por consiguiente, de todo lo que se refiere a él directa o indirectamente. Así mismo, la razón suficiente de la voluntad humana es aquello de lo que sólo ella es capaz, a saber: la elección del Bien Supremo y, por consiguiente, la práctica de todo lo que lleva a él. Y también, la razón suficiente del amor humano es aquello de lo que sólo él es capaz, a saber: el amor del Bien Supremo y de todo lo que testimonia de él.

     

    *

     

    La totalidad de la inteligencia implica la libertad de la voluntad. Esta libertad no tendría razón de ser sin un fin prefigurado en lo Absoluto; sin el conocimiento de Dios y de nuestros fines últimos no sería posible ni útil.

     

    *

     

    El ser humano, por su naturaleza, está condenado a lo sobrenatural.

     

    *

     

    Lo Real Supremo nos concierne de dos maneras: por una parte es lo Inmutable que nos determina y, por otra, es lo Viviente que nos atrae.

     

    *

     

    Creer en Dios es volver a ser lo que somos; volver a serlo en la medida misma en que creemos y en que el creer se convierte en ser.

     

    *

     

    Hay que caminar todo derecho sobre la cresta de la fe, sin mirar ni a derecha ni a izquierda en los abismos del mundo, y decir «sí» al Bien Supremo que ilumina nuestro camino y que es su fin.

     

    *

     

    Se podría decir que la fe es aquello que hace que la certeza intelectual se convierta en santidad, o que es el poder realizador de la certeza.

     

    *

     

    Humanamente, nadie escapa a la obligación de creer para poder comprender.

     

    *

     

    El sentido y la razón suficiente del hombre es conocer, y conocer es ineluctablemente conocer la Divinidad.

     

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    La substancia del conocimiento humano es el Conocimiento de la Substancia divina.

     

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    Espiritualmente hablando, conocerse a sí mismo es tener consciencia de los propios límites y atribuir toda cualidad a Dios.

     

    *

     

    El hombre se cree bueno incluso ante Dios, que sin embargo es la Perfección, y, cuando se esfuerza en reconocer su miseria, se cree bueno todavía a causa de este esfuerzo.

     

    *

     

    El hombre no puede sustraerse al deber de hacer el bien, incluso le es imposible, en las condiciones normales, no hacerlo; pero es importante que sepa que es Dios quien actúa. La obra meritoria es de Dios, pero nosotros participamos en ella; nuestras obras son buenas —o mejores— en la medida en que estamos penetrados de esta consciencia.

     

    *

     

    Dios quiere nuestros corazones; no se contenta con solo nuestras acciones.

     

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    No se salva más que aquel que tiene confianza en Dios, y no puede tener confianza en Dios más que aquel que es benévolo y generoso.

     

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    La nobleza está hecha de elevación y de compasión; por la elevación se aleja de las cosas, y por la compasión vuelve a ellas.

     

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    Cuando el hombre se hace ausente del mundo por Dios, Dios se hace presente en el mundo por el hombre.

     

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    El hombre que quiere conocer lo visible —que quiere conocerlo a la vez por entero y a fondo— se obliga por eso mismo a conocer lo Invisible, so pena de absurdo y de ineficacia; a conocerlo según los principios que la propia naturaleza de lo Invisible impone al espíritu humano; luego a conocerlo sabiendo que la solución de las contradicciones del mundo objetivo sólo se encuentra en la esencia transpersonal del sujeto, a saber, en el puro intelecto.

     

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    Sólo la ciencia de lo Absoluto da un sentido y una disciplina a la ciencia de lo relativo.

     

    *

     

    Conviene distinguir entre un conocimiento que es activo y mental, a saber, el discernimiento doctrinal, por el cual tomamos consciencia de la verdad, y un conocimiento que es pasivo, receptivo y cardíaco, a saber, la contemplación invocatoria, por la cual asimilamos aquello de lo que hemos tomado consciencia.

     

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    El alma es inmortal porque es capaz de conocer lo Absoluto; y es capaz de conocer lo Absoluto porque es inmortal.

     

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    Una de las pruebas de nuestra inmortalidad es que el alma —que es esencialmente inteligencia y consciencia— no puede tener un fin que esté por debajo de ella, a saber, la materia, o los reflejos mentales de la materia; lo superior no puede depender simplemente de lo inferior, no puede no ser más que un medio en relación con aquello a lo que sobrepasa. Es, pues, la inteligencia en sí —y con ella nuestra libertad— la que demuestra la envergadura divina de nuestra naturaleza y de nuestro destino. Se comprenda o no, sólo lo absoluto está «proporcionado» a la esencia de nuestra inteligencia.

     

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    Inteligencia objetiva, luego total, capaz de discernimiento, de razonamiento, de meditación, de deificación; voluntad objetiva, luego libre, capaz de superación, de sacrificio, de ascesis; alma objetiva, luego desinteresada, capaz de bondad y de compasión; de esta naturaleza específica derivan la vocación del hombre, sus derechos y sus deberes.

     

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    El sueño habitual del hombre ordinario vive del pasado y del porvenir; el corazón está como suspendido en el pasado y al mismo tiempo es como arrastrado por el futuro, en vez de reposar en el Ser. Dios es Ser, en el sentido absoluto, Él es inmutable y omnisciente; Él ama lo que es conforme al Ser.

     

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    La vida es un sueño, y pensar en Dios es despertarse.

     

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    La vida no es, como creen los niños y los mundanos, una suerte de espacio lleno de posibilidades que se ofrecen a nuestro capricho; es un camino que se va estrechando desde el momento presente hasta la muerte. Al final de este camino está la muerte y el encuentro con Dios, y después la eternidad. Ahora bien, todas estas cualidades están ya presentes en la oración, en la actualidad intemporal de la Presencia divina.

     

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    Cada vez que el hombre se encuentra ante Dios con un corazón íntegro —es decir, pobre y sin hinchazón—, se encuentra en el terreno de la absoluta certeza, la de su salvación condicional así como la de Dios. Y por esto Dios nos ha hecho don de esta clave sobrenatural que es la oración: a fin de que pudiéramos estar ante Él, como en el estado primordial, y como siempre y en todas partes; o como en la eternidad.

     

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    La oración —en el sentido más amplio— triunfa sobre los cuatro accidentes de nuestra existencia: el mundo, la vida, el cuerpo, el alma; podríamos decir también: el espacio, el tiempo, la materia, el deseo. Se sitúa en la existencia como un refugio, como un islote. Sólo en ella somos perfectamente nosotros mismos, porque nos pone en presencia de Dios. Es como un diamante que nada puede empañar y al que nada se resiste.

     

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    Todo está ya dicho, e incluso bien dicho; pero siempre es necesario recordarlo de nuevo, y al recordarlo, hacer lo que siempre se ha hecho: actualizar en el pensamiento las certidumbres contenidas, no en el ego pensante, sino en la substancia transpersonal de la inteligencia humana. Humana, la inteligencia es total, luego esencialmente capaz de absoluto y, por eso mismo, del sentido de lo relativo; concebir lo absoluto es también concebir lo relativo como tal, y es, a continuación, percibir en lo absoluto las raíces de lo relativo y, en éste, los reflejos de lo absoluto.

     

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    La única cuestión que se plantea es nuestra relación con Dios. No hay que preguntarse nunca: «¿Cuál es mi valor?», ni «¿Soy digno de tener una relación con Dios?». Pues, en primer lugar, la cuestión de nuestro valor no se plantea; sólo cuenta nuestra relación sincera con Dios, y fuera de ella no hay valor humano decisivo. En segundo lugar, la cuestión de nuestra dignidad con respecto a Dios tampoco se plantea; siendo hombres, somos por definición «interlocutores válidos» para el Eterno, y por lo demás no tenemos elección; somos obligatoriamente interlocutores, precisamente porque pertenecemos al género humano. Y todas nuestras relaciones con la tierra dependen de nuestra relación con el Cielo.

     

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    Dios ha abierto una puerta en medio de la creación, y esta puerta abierta desde el mundo hacia Dios es el hombre; esta abertura es la invitación de Dios a mirar hacia Él, a tender hacia Él, a perseverar junto a Él y a retornar a Él. Y esto nos permite comprender por qué esta puerta se cierra con la muerte cuando ha sido despreciada durante la vida; pues ser hombre no significa otra cosa que mirar hacia fuera y pasar por la puerta. La incredulidad y el paganismo son todo lo que da la espalda a la puerta abierta; en su umbral se separan la luz y las tinieblas. La noción del infierno resulta perfectamente clara cuando se piensa cuán insensato es —y hasta qué punto es un despilfarro y un suicidio— deslizarse a través del estado humano sin ser verdaderamente hombre, es decir, no hacer caso de Dios, y, por consiguiente, no hacer caso de nuestra propia alma, como si se tuviera derecho a las facultades humanas fuera del retorno a Dios, y como si el milagro del estado humano tuviera una razón suficiente fuera del fin prefigurado en el propio hombre; o también; como si Dios nos hubiera dado sin motivo el espíritu que discierne y la voluntad que elige.

    Desde el momento en que esta puerta es un centro —y tiene que serlo, puesto que conduce a Dios—, corresponde a una posibilidad rara y preciosa, y única para su ambiente. Y esto explica por qué hay una condenación; pues el que se ha negado a pasar por la puerta nunca más podrá atravesarla. De ahí esta representación del más allá como una alternativa implacable: visto desde la puerta —es decir, desde el estado humano—, no hay más elección que el interior o el exterior.

    Lo que para el hombre es todo es que el espíritu se convierta de hecho, gracias al contenido que le corresponde, en lo que es en principio, y, asimismo, que la voluntad llegue a ser realmente libre gracias al objeto que le corresponde. En otros términos: el espíritu no es verdaderamente espíritu más que en función del discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, y la voluntad no es verdaderamente libre más que en función de su esfuerzo hacia lo Real.

    La prerrogativa del estado humano es la objetividad, cuyo contenido quintaesencial y cuya última razón de ser es lo Absoluto. Objetividad de la inteligencia en primer lugar, precisamente; a continuación, objetividad de la voluntad; y, por último, objetividad del alma, de la sensibilidad, del carácter, es decir, objetividad a la vez estética y moral. La inteligencia es objetiva en la medida en que persigue un bien real; y el alma es objetiva en la medida en que ama —realizándolo en sí misma— lo que es digno de ser amado.

    El sujeto, ya sea intelectivo, volitivo o afectivo, apunta necesariamente a lo contingente y a lo Absoluto, a lo finito y a lo Infinito, a lo imperfecto y a lo Perfecto. Apunta a lo contingente porque él mismo es contingente, y en la medida en que lo es; y apunta a lo Absoluto porque tiene algo de lo Absoluto por su capacidad de objetividad, precisamente.

    La objetividad es una especie de muerte del sujeto frente a la realidad del objeto; la compensación subjetiva de esta extinción es la nobleza del carácter. No hay que perder de vista, por lo demás, que el Objeto trascendente es al mismo tiempo el Sujeto inmanente, que se afirma en el sujeto conocedor en la medida en que éste es capaz de objetividad.

    La objetividad no es otra cosa que la verdad, en la que el sujeto y el objeto coinciden y en la que lo esencial prevalece sobre lo accidental —o en la que el principio prevalece sobre su manifestación—, ya sea extinguiéndolo, ya sea reintegrándolo, según los diversos aspectos ontológicos de la propia relatividad.

    Se ha dicho que el hombre es un animal racional, lo que, aun siendo insuficiente y malsonante, no carece de sentido: en efecto, la facultad racional indica la trascendencia del hombre con respecto al animal. El hombre es racional porque posee el intelecto que, por definición, es capaz de absoluto y, por consiguiente, del sentido de lo relativo, y posee el intelecto porque es deiforme; lo muestra, por lo demás, físicamente por su forma corporal y su forma craneana, al igual que por su posición vertical, y después por el lenguaje y por la capacidad productora. El hombre es una teofanía, por su forma tanto como por sus facultades. El hombre encuentra su plenitud colocándose en el molde del Logos humano, cuya inteligencia, voluntad y alma pertenecen plenamente a Dios.

     

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    La vía es simple; es el hombre el que es complicado. Hay que combatir esta complicación del alma, o las dificultades que el alma experimenta o que ella crea, de tres maneras. En primer lugar, por la inteligencia: el hombre toma consciencia de la relatividad —y, por lo tanto, de la nada— de las cosas en función de la absolutidad de Dios. En segundo lugar, por la voluntad: el hombre pone el recuerdo de Dios —luego la consciencia de lo Real— en el lugar del mundo, o del ego, o de determinada dificultad del mundo o del ego. En tercer lugar, por la virtud: el hombre escapa al ego y a sus miserias retirándose en su Centro, en relación con el cual el ego es exterior como el mundo. Estas son las tres perfecciones o las tres normas. Perfección de la inteligencia; perfección de la voluntad; perfección del alma.

    Cuando el alma ha reconocido que su ser verdadero está más allá de este núcleo fenoménico que es el ego empírico y se mantiene de buen grado en el Centro —y ésta es la virtud principal, la pobreza, o la autoanulación, o la humildad—, el ego ordinario se le aparece como exterior a ella, y el mundo, al contrario, se le aparece como su propia prolongación; tanto más cuanto que se siente en todas partes en la Mano de Dios.

    El fundamento de la vida espiritual, y por lo tanto la razón de ser de la vida sin más, es, por una parte, la verdad, o sea la certeza de lo Real supremo, que es el sumo Bien, y, por otra parte, la vía, o sea el deseo de la salvación, que es la felicidad suprema.

    A estos dos imperativos se unen necesariamente dos cualidades o actitudes; la resignación a la voluntad de Dios y la confianza en la bondad de Dios. Estas cualidades, a su vez, implican otras dos virtudes: la gratitud y la generosidad. La gratitud hacia Dios es que apreciemos el valor de lo que Dios nos da, y de lo que nos ha dado desde que nacimos.

    La gratitud hacia los hombres es que apreciemos el valor de lo que los demás nos dan, incluido lo que nos da la naturaleza que nos rodea; y estos dones coinciden en el fondo con los dones de Dios.

    La generosidad hacia Dios —si se puede decir así— es que nos demos a Dios, y la quintaesencia de este don es la oración sincera y perseverante.

    La generosidad hacia los hombres es que nos demos a los demás, por la caridad en todas sus formas.

     

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    Las dos grandes virtudes de base son la humildad y la caridad. Es decir: el conocimiento de sí y la generosidad para con los demás.

    El conocimiento de sí: no decimos que haya que subestimarse y sobrestimar a los demás; decimos que no hay que sobrestimarse ni subestimar a los demás. Sin embargo, es mejor subestimarse y sobrestimar a los demás que tener la actitud contraria.

    La generosidad: no decimos que haya que conceder a los demás favores contrarios a su naturaleza y de los que, por consiguiente, abusarán; decimos que hay que concederles favores de los que pueden beneficiarse sin tentación de abuso. En otros términos: no hay que colmar a los demás de aquello que no merecen, pero hay que concederles el máximo material y moralmente posible de circunstancias atenuantes. La generosidad no es realista, y por consiguiente legítima, más que a condición de no perjudicarnos a nosotros mismos ni a los demás.

    La generosidad —o la «caridad»— no es debilidad, como tampoco el conocimiento de sí —o la humildad— es necedad. Lo que equivale a decir que la virtud debe ser conforme a la naturaleza de las cosas; que extrae su nobleza y su eficacia de la verdad.

     

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    El deseo de vencer defectos porque soy «yo» quien los tiene es inoperante porque es del mismo orden que estos defectos. Todo defecto es, efectivamente, una forma de egoísmo, y hasta de orgullo.

    Debemos tender hacia la perfección porque la comprendemos y, por consiguiente, la amamos, y no porque deseemos que nuestro «yo» sea perfecto. En otros términos: hay que amar y realizar una virtud porque es verdadera y bella, y no porque nos embellecería si la poseyéramos; y hay que detestar y combatir un defecto porque es falso y feo, y no porque es nuestro y nos afea. Es necesario que el cariz del esfuerzo esté determinado por el objeto del esfuerzo.

    Hay que realizar las virtudes para que sean, y no para que sean «mías».

    Uno puede entristecerse porque desagrada a Dios, pero no porque no es santo mientras que otros lo son.

    Comprender una virtud es saber cómo realizarla; comprender un defecto es saber cómo vencerlo. Entristecerse porque uno no sabe cómo vencer un defecto es no comprender la naturaleza de la virtud correspondiente y es aspirar a ella por egoísmo. Ahora bien, la verdad está por encima del interés.

    Tener una virtud es ante todo no tener el defecto que le es contrario, pues Dios nos ha creado virtuosos. Nos ha creado a su imagen; los defectos son sobreañadidos. Por lo demás, no somos nosotros quienes poseemos la virtud, es la virtud la que nos posee.

     

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    La pobreza es no apegarse, en la existencia, ni al sujeto ni al objeto.

    Se habla mucho de las ilusiones sutiles y de las seducciones que apartan al peregrino espiritual de la vía recta y provocan su caída. Pues bien, estas ilusiones no pueden seducir más que a aquel que desea algún provecho para sí mismo, tal como poderes o dignidades o gloria, o que desea goces interiores o visiones celestiales o voces, y así sucesivamente, o un conocimiento tangible de misterios divinos.

    Pero aquel que en la oración no busca nada terrenal, de modo que le es indiferente el ser olvidado por el mundo, y que además no busca ninguna sensación, de modo que le es indiferente no recibir nada sensible, aquél tiene la verdadera pobreza y no se le puede seducir.

    En la verdadera pobreza no queda más que la existencia pura y simple, y ésta es en su esencia Ser, Consciencia y Beatitud. En la pobreza no le queda al hombre más que lo que es, luego todo lo que es.

     

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    Son menos las mezquindades del mundo las que nos envenenan que el hecho de pensar demasiado en ellas. Nunca deberíamos perder consciencia de la luminosa y calma grandeza del Bien Supremo, la cual disuelve todos los nudos de este mundo.

    El hecho de que determinado fenómeno que nos preocupa carezca de belleza no nos obliga a carecer de ella nosotros mismos; discernimiento no es mimetismo. Sin duda, debemos tomar nota de las disonancias de este mundo, pero debemos hacerlo teniendo en cuenta sus proporciones siempre relativas y sin perder contacto con la serenidad del Ser necesario. Esto, con toda evidencia, no tiene nada que ver con un falso desapego que descansa orgullosa e hipócritamente en errores e injusticias, olvidando que no hay derecho superior al de la verdad.

     

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    En espiritualidad, más que en cualquier otro terreno, es importante comprender que el carácter de una persona forma parte de su inteligencia: sin un buen carácter —un carácter normal, y por consiguiente noble— la inteligencia, aun metafísica, es en gran parte ineficaz. El carácter es, en primer lugar, lo que queremos, y en segundo lugar, lo que amamos; la inteligencia en sí es lo que conocemos, o lo que somos capaces de conocer. Y el conocimiento de lo que está fuera de nosotros va acompañado del conocimiento de nosotros mismos.

    Por esto una calificación espiritual implica una calificación moral; la voluntad y el sentimiento son prolongaciones de la inteligencia, que es esencialmente la facultad de adecuación. La voluntad, en el plano espiritual, es la tendencia a la realización; el sentimiento es —en el mismo plano— la tendencia a amar lo que es objetivamente digno de amor: lo verdadero, lo santo, lo bello, lo noble.

     

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    La belleza es un mensaje que implica una reciprocidad y un compromiso; implica una reciprocidad entre Dios y el hombre, y un compromiso por parte del hombre respecto a Dios.

    En y por la belleza, Dios nos da un mensaje de su naturaleza; revela para nosotros un arquetipo y una esencia. La belleza es una manifestación de la Misericordia, que pertenece a la Infinitud.

    Este don de Dios exige un don de parte del hombre: la revelación de la Misericordia exige por parte del hombre un don de sí. La gratitud del hombre es que, habiendo percibido la Belleza divina, se dé a Dios en su corazón; darse a sí mismo a Dios es la respuesta proporcionada a la belleza terrestre, en la que Dios, al revelar la Misericordia, se ha dado al hombre.

     

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    Para unos, sólo el olvido de lo bello —de la «carne» según ellos— nos acerca a Dios, lo que evidentemente es un punto de vista válido, en la práctica al menos; según otros —y esta perspectiva es más profunda— la belleza sensible también acerca a Dios, con la doble condición de una contemplatividad que presiente los arquetipos a través de las formas y de una actividad espiritual interiorizante que elimina las formas con miras a la Esencia.

     

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    La belleza auditiva es a la belleza visual lo que la esencia es a la forma. La música es belleza formal interiorizada, como la belleza formal es música exteriorizada.

    Del mismo modo, la belleza mental —la poesía— es a la belleza corporal actuada —la danza— lo que la esencia es a la forma. Esto es decir que hay una afinidad entre la belleza mental y la belleza auditiva —la poesía y la música—, por una parte, y entre la belleza corporal actuada y la belleza visual —la danza y la forma bella—, por otra.

    Lo que aquí importa es la relación entre la forma y la esencia, o entre la manifestación y el arquetipo, o entre lo exterior y lo interior. La belleza percibida en el exterior debe convertirse, en nosotros, en música arquetípica e interiorizante. Amamos lo que somos en nuestra esencia, y debemos ser —o llegar a ser— lo que amamos, y lo que tenemos derecho a amar por la naturaleza de las cosas. Este es el sentido de las bellezas de la creación divina y del arte sagrado.

     

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    Lo sagrado es la proyección del Centro celestial en la periferia cósmica. Ser concretamente sensible a ello es poseer el sentido de lo sagrado, y, por lo mismo, el instinto de adoración, de devoción, de sumisión; es la consciencia —en el mundo de lo que puede ser o no ser— de Aquello que no puede no ser, y cuya inmensa lejanía y milagrosa proximidad experimentamos a la vez. Si podemos tener esta consciencia es porque el Ser necesario nos alcanza en el fondo de nuestro corazón, por un misterio de inmanencia que nos hace capaces de conocer todo lo conocible y que, por lo mismo, nos hace inmortales.

     

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    El sentido de la belleza actualizado por la percepción visual o auditiva de lo bello, o por la manifestación corporal, ya sea estática o dinámica, de la belleza, equivale a un «recuerdo de Dios» si se encuentra en equilibrio con el «recuerdo de Dios» propiamente dicho, el cual, por el contrario, exige la extinción de lo perceptible. A la percepción sensible de lo bello debe responder, pues, la retirada hacia la fuente suprasensible de la belleza; la percepción de la teofanía sensible exige la interiorización unitiva.

     

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    A nuestro alrededor está el mundo del estrépito y de la incertidumbre; y hay encuentros súbitos con lo sorprendente, lo incomprensible, lo absurdo, lo decepcionante. Pero estas cosas no tienen derecho a ser un problema para nosotros, aunque sólo fuera porque todo fenómeno tiene unas causas, las conozcamos o no.

    Sean cuales sean los fenómenos y sean cuales sean sus causas, siempre está Lo que es; y Lo que es se sitúa más allá del mundo del estrépito, de las contradicciones y de las decepciones. Esto no puede ser alterado ni disminuido por nada, y Esto es Verdad, Paz y Belleza. Nada lo puede empañar, y nadie puede quitárnoslo.

    Sean cuales sean los ruidos del mundo o del alma, la Verdad será siempre la Verdad, la Paz será siempre la Paz y la Belleza será siempre la Belleza. Estas realidades son tangibles, están siempre a nuestro alcance inmediato; basta mirar hacia ellas y sumergirse en ellas. Son inherentes a la propia existencia; los accidentes pasan, la substancia permanece.

    Deja al mundo ser lo que es y toma tu refugio en la Verdad, la Paz y la Belleza, en las cuales no hay ninguna duda ni ninguna tara.

     

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    Hay personas que se atormentan por faltas incluso ligeras que cometieron en un pasado incluso lejano, mientras que en el presente hacen lo que agrada a Dios. Pues bien, es una falta echarse en cara lo que Dios no nos echa en cara.

    Dios no nos echa en cara un pecado del que tenemos plenamente consciencia y que tenemos la intención sincera de no volver a cometer, si al mismo tiempo practicamos lo que Él exige y lo que nos acerca a Él.

    Por lo demás, Dios no nos pide abstractamente que seamos perfectos, sino que nos pide concretamente que no tengamos un determinado defecto y que no cometamos un determinado pecado o una determinada necedad.

    Por otra parte, no hay que preguntarse si Dios exige de nosotros esto o aquello; si cumplimos lo que Dios nos pide ciertamente —a saber, la oración, las virtudes elementales y las actitudes razonables— sabremos ipso facto lo que Él nos pide eventualmente y por añadidura.

    Dios no nos pide lo que ignoramos, como tampoco nos echa en cara lo que ya no existe.

     

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    El hombre tiene derecho a no aceptar una injusticia, importante o menor, de parte de los hombres, pero no tiene derecho a no aceptarla como una prueba de parte de Dios. Tiene derecho —pues es humano— a sufrir por una injusticia en la medida en que no consiga situarse por encima de ella, pero tiene que hacer un esfuerzo para conseguirlo; en ningún caso tiene derecho a hundirse en un abismo de amargura, pues semejante actitud conduce al infierno.

    El hombre no tiene interés en primer lugar en vencer una injusticia; tiene interés en primer lugar en salvar su alma y en ganar el Cielo. Por esto sería un mal negocio obtener justicia a costa de nuestros intereses últimos, ganar por el lado de lo temporal y perder por el lado de lo eterno; a lo que el hombre se arriesga gravemente cuando la preocupación por su derecho deteriora su carácter o refuerza sus defectos.

    En caso de encuentro con el mal —y debemos a Dios y a nosotros mismos el mantenernos en la paz— podemos utilizar los argumentos siguientes. En primer lugar, ningún mal puede invalidar el Bien Supremo ni debe perturbar nuestra relación con Dios; nunca debemos perder de vista, en contacto con el absurdo, los valores absolutos. En segundo lugar, debemos tener consciencia de la necesidad metafísica del mal. En tercer lugar, no perdamos nunca de vista los límites del mal ni su relatividad —vincit omnia veritas—. En cuarto lugar, hay que resignarse, con toda evidencia, a la voluntad de Dios, es decir, a nuestro destino; el destino, por definición, es aquello a lo que no podemos escapar. En quinto lugar —y esto resulta del argumento anterior—, Dios quiere probar nuestra fe, y por tanto también nuestra sinceridad, nuestra confianza y nuestra paciencia; por esto se habla de las «pruebas de la vida». En sexto lugar, Dios no nos pedirá cuentas por lo que hacen los demás, ni por lo que nos ocurre sin que seamos responsables de ello; sólo nos pedirá cuentas por lo que hacemos nosotros mismos. En séptimo lugar, por último, la felicidad no es para esta vida, sino para la otra; la perfección no es de este mundo, y la última palabra la tiene la Beatitud.

     

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    La vida en la sociedad humana favorece la eclosión de los vicios sociales, pero esto no es, ciertamente, una razón para no resistirse a ellos, bien al contrario. Uno debe la victoria sobre los vicios a los hombres que nos rodean tanto como a Dios, que nos observa y que nos juzgará.

    Está en primer lugar el orgullo; es sobrestimarse al tiempo que se subestima a los demás; es la negativa a aceptar la humillación cuando la naturaleza de las c6sas la exige; y es ipso facto tomar por una humillación toda actitud que revela simplemente nuestros límites. Luego está el egoísmo: es no pensar más que en el propio interés y, por consiguiente, olvidar el de los demás. Es en este sector donde se sitúan el egocentrismo y el narcisismo, sin olvidar la susceptibilidad. Después está la necedad: es la falta de discernimiento entre lo esencial y lo secundario, y de ahí esa fealdad moral que es la mezquindad; es también la falta de sentido de las proporciones, luego de las prioridades. En cuanto a la maldad, es la voluntad de perjudicar a otro, de una forma u otra; es especialmente la maledicencia, la calumnia y el rencor. Y, por último, la hipocresía: consiste en practicar todos los vicios practicando al mismo tiempo los actos de piedad, los cuales, en ese contexto, se vuelven sacrílegos.

     

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    Los dos grandes escollos de la vida terrestre son la exterioridad y la materia; o, más precisamente, la exterioridad desproporcionada y la materia corruptible. La exterioridad es la falta de equilibrio entre nuestra tendencia hacia las cosas exteriores y nuestra tendencia hacia lo interior; y la materia es la substancia inferior —inferior con respecto a nuestra naturaleza espiritual— en la que estamos encerrados en la tierra (en el cielo nuestra materia será transubstanciada).

    Lo que se impone no es rechazar lo exterior sin admitir más que lo interior, sino realizar una relación hacia lo interior —una interioridad espiritual, precisamente— que prive a la exterioridad de su tiranía a la vez dispersante y compresiva y que, por el contrario, nos permita «ver a Dios en todas partes»; es decir, percibir en las cosas los símbolos y los arquetipos, integrar, en Suma, lo exterior en lo interior y hacer de él un soporte de interioridad. La belleza, percibida por un alma espiritualmente interiorizada, es interiorizante.

    En cuanto a la materia, lo que se impone no es negarla —si ello fuera posible—, sino sustraerse a su tiranía seductora; distinguir en ella lo que es arquetípico y puro de lo que es accidental e impuro; tratarla con nobleza y sobriedad.

     

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    El hombre experimenta dos atracciones, la del mundo exterior y la del centro interior. Atraído hacia el exterior, se hunde en la concupiscencia y la inquietud; atraído hacia el interior, encuentra la certidumbre y la paz.

    Para el hombre, la exterioridad es un derecho, y la interioridad un deber. Tenemos derecho a la exterioridad en la medida en que somos hombres, o porque somos hombres; y debemos realizar la interioridad —o sea vivir hacia el interior— porque nuestra substancia espiritual no es de este mundo; ni nuestro destino, por consiguiente.

    El exterior es la dimensión de los accidentes; el interior, la de la substancia. O dicho de otro modo: el exterior es la dimensión de las formas; el interior la de la esencia.

    Cuando el hombre ha realizado el equilibrio entre el interior y el exterior, éste ya no equivale a la concupiscencia y a la inquietud; en cierto modo es interiorizado, sus contenidos son transparentes. Es ver la substancia en los accidentes, o la esencia en las formas.

    Cuando nos retiramos hacia el interior, éste, por compensación, se manifestará para nosotros en el exterior. La nobleza del alma es tener el sentido de los arquetipos.

     

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    Hay un hombre exterior y un hombre interior; el primero vive en el mundo y experimenta su influencia, mientras que el segundo mira hacia Dios y vive de la oración. Ahora bien, es necesario que el primero no se afirme en detrimento del segundo; es lo inverso lo que debe tener lugar. En vez de hinchar al hombre exterior y dejar morir al hombre interior, hay que dejar expandirse al hombre interior y confiar los cuidados del exterior a Dios.

    Quien dice hombre exterior dice preocupaciones del mundo, o incluso mundanalidad; existe, en efecto, en todo hombre la tendencia a apegarse demasiado a tal o cual elemento de la vida pasajera, o de preocuparse demasiado por él, y el adversario se aprovecha de ello para causarnos perturbaciones. Existe también el deseo de ser más feliz de lo que se es, o el deseo de no sufrir injusticias incluso anodinas, o el deseo de comprenderlo todo siempre, o el deseo de no sufrir nunca una decepción; todo esto es mundanalidad sutil, a la que hay que responder con el desapego sereno, con la certidumbre principial e inicial de Lo único que importa, y después con la paciencia y la confianza. Cuando no viene ninguna ayuda del Cielo es porque se trata de una dificultad que podemos y debemos resolver con los medios que el Cielo ha puesto a nuestra disposición. De una manera absoluta, hay que encontrar la felicidad en la oración, es decir, hay que encontrar en ella suficiente felicidad como para no dejarnos turbar en exceso por las cosas del mundo, tanto más cuanto que las disonancias no pueden dejar de ser, siendo el mundo lo que es.

    Existe el deseo de no sufrir injusticias o incluso, simplemente, de no ser perjudicado. Ahora bien, una de dos: o bien las injusticias resultan de nuestras faltas pasadas, y entonces nuestras pruebas agotan esta masa causal; o bien las injusticias resultan de nuestro carácter, y entonces nuestras pruebas lo manifiestan; en ambos casos hay que dar gracias a Dios e invocarlo con tanto más fervor, sin preocuparnos de la paja mundana. Hay que decirse también que la gracia de la oración compensa infinitamente todas las disonancias de las que podemos sufrir y que, en comparación con esta gracia, la desigualdad de los favores terrenos es una pura nada. No olvidemos nunca que una gracia infinita nos obliga a una gratitud infinita, y que la primera etapa de la gratitud es el sentido de las proporciones.

     

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    Lo «Alto» no acepta los homenajes de lo «bajo» más que a condición de que, en el plano de lo «bajo», la «izquierda» rinda homenaje a la «derecha». Es decir, que Dios no acepta los homenajes del hombre más que a condición de que el hombre inferior rinda homenaje al hombre superior; la rectitud de la relación vertical exige la de la relación horizontal. Este es el principio de todo orden humano; quien dice orden humano, dice jerarquía. Es superior el hombre en la medida en que representa a Dios, o en cuanto lo representa, como el profeta, el santo, la autoridad espiritual, el monarca, el sacerdote, o simplemente el hombre que es mejor que nosotros, y desde el punto de vista en que lo es. Es en todo caso imposible tener una relación salvadora con Dios cuando se subestima, o incluso se desprecia, a hombres cuando menos respetables.

     

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    El primer criterio de la espiritualidad es que el hombre manifieste su consciencia de la inconmensurabilidad entre lo Real y lo ilusorio, lo Absoluto y lo relativo, Dios y el mundo.

    El segundo criterio es que el hombre manifieste su elección de lo Real: que comprenda la necesidad imperiosa de una adhesión activa a lo Real; y, por lo tanto, de una relación concreta, operativa y salvadora con Dios.

    El tercer criterio es que, sabiendo que lo Real es el Bien Supremo y que, por consiguiente, contiene y proyecta todas las bellezas, el hombre se conforme a ellas con toda su alma; pues lo que sabe que es perfecto, y lo que quiere alcanzar, debe también serlo; y lo es por las virtudes y no de otro modo.

    El hombre posee una inteligencia, una voluntad y un alma; una capacidad de comprender, una capacidad de querer y una capacidad de amar. Cada una de estas tres facultades implica una función esencial y suprema que es su razón de ser, sin lo cual no seríamos hombres; una función determinada por lo Real y que contribuye a la salvación. Conocimiento total, voluntad libre y amor desinteresado; inteligencia capaz de absoluto, voluntad capaz de sacrificio, alma capaz de generosidad.

    Todos los dogmas, todas las prescripciones y todos los medios de una religión tienen su razón suficiente en las tres vocaciones fundamentales del hombre: en el discernimiento, en la práctica y en la virtud. Y todos los dones y medios de una religión el hombre los lleva en sí mismo, pero ya no tiene acceso a ellos a causa de la caída; de ahí precisamente la necesidad —en principio relativa— de formas externas que despiertan y actualizan las potencialidades espirituales del hombre, pero que corren el riesgo, también, de limitarlas; de ahí, además, la necesidad del esoterismo.

     

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    No podríamos afirmar con bastante claridad que una formulación doctrinal es perfecta, no porque agota en el plano de la lógica la Verdad infinita, lo que es imposible, sino porque realiza una forma mental capaz de comunicar, a quien es intelectualmente apto para recibirlo, un rayo de esta Verdad, y con ello una virtualidad de la Verdad total; esto es lo que explica por qué las doctrinas tradicionales serán siempre aparentemente ingenuas, al menos desde el punto de vista de los filósofos —es decir, de los hombres que no comprenden que el fin y la razón suficiente de la sabiduría no se sitúan en el plano de su afirmación formal; que no hay, por definición, ninguna medida común ni ninguna continuidad entre el pensamiento, cuyas evoluciones no tienen, en definitiva, más que un valor simbólico, y la Verdad pura, que se identifica a lo que es y que por esto engloba al que piensa.

     

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    La función esencial de la inteligencia humana es el discernimiento entre lo Real y lo ilusorio, o entre lo Permanente y lo impermanente; y la función esencial de la voluntad es el apego a lo Permanente o a lo Real. Este discernimiento y este apego son la quintaesencia de toda espiritualidad; y llevados a su grado más elevado, o reducidos a su substancia más pura, constituyen, en todo gran patrimonio espiritual de la humanidad, la universalidad subyacente, o lo que podríamos denominar la religio perennis; es a ésta a la que se adhieren los sabios, al tiempo que se fundan necesariamente en elementos de institución divina.

    La noción de lo Absoluto y el amor de Dios son sin principio y sin fin, y por ellos o a causa de ellos posee el hombre la inmortalidad; esto es decir que la noción de lo Absoluto y el amor de Dios constituyen la esencia misma de la subjetividad humana —esta subjetividad que es una prueba de nuestra inmortalidad y de Dios, y que es propiamente una teofanía.

    El alma inmortal no ha comenzado con el nacimiento; es el espíritu divino que Dios inspiró al hombre en el momento de la creación. Así es cómo el hombre, en la medida en que es conforme a su naturaleza y por lo tanto a su vocación, es sin principio; luego increado, como algunos han dicho.

    La noción de lo Absoluto y el amor de Dios son eternos.

     

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    ¿Qué es el mundo sino un flujo de formas, y qué es la vida sino una copa que, aparentemente, se vacía entre dos noches? ¿Y qué es la oración sino el único punto estable —hecho de paz y de luz— en este universo de sueño, y la puerta estrecha hacia todo lo que el mundo y la vida han buscado en vano? En la vida de un hombre estas cuatro certezas lo son todo: el momento presente, la muerte, el encuentro con Dios, la eternidad. La muerte es una salida, un mundo que se cierra; el encuentro con Dios es como una abertura hacia una infinitud fulgurante e inmutable; la eternidad es una plenitud de ser en la pura luz; y el momento presente es, en nuestra duración, un lugar casi inasible en el que somos ya eternos —una gota de eternidad en el vaivén de las formas y las melodías—. La oración da al instante terrestre todo su peso de eternidad y su valor divino; es la santa barca que conduce, a través de la vida y de la muerte, hacia la otra orilla, hacia el silencio de luz —pero no es ella, en el fondo, quien atraviesa el tiempo repitiéndose, es el tiempo el que se detiene, por decirlo así, ante su unicidad ya celestial.

     

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    El hombre reza, y la oración forma al hombre. El santo se ha convertido él mismo en oración, lugar de encuentro entre la tierra y el Cielo; él contiene, por ello, el universo, y el universo reza con él. Está en todas partes donde reza la naturaleza, reza con ella y en ella: en las cimas que tocan el vacío y la eternidad, en una flor que se abre, o en el canto perdido de un pájaro. Quien vive en la oración no ha vivido en vano.





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