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    René Guénon


     

     

    SAN BERNARDO

    (1929)

    Entre las grandes figuras de la edad media, hay pocas cuyo estudio sea más propio que la de San Bernardo, para disipar algunos prejuicios queridos del espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para este espíritu que ver a un puro contemplativo, que ha querido ser y permanecer siempre tal, llamado a desempeñar un papel preponderante en la dirección de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y que triunfa frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué hay más sorprendente e incluso más paradójico, según la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén para lo que llama «las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles», y que triunfa no obstante sin esfuerzo sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de San Bernardo podría parecer destinada a mostrar, por un ejemplo brillante, que existen, para resolver los problemas del orden intelectual e incluso los de orden práctico, otros medios que aquellos a los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así en cierto modo como una refutación anticipada de esos errores, opuestos en apariencia, pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y al mismo tiempo, confunde e invierte, para quien la examina imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores «cientificistas» que estiman, con Renan, que la «negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica», lo que, por lo demás, admitimos de buena gana, pero porque vemos en esta incompatibilidad todo lo contrario de lo que ven ellos, es decir, la condena de la «crítica» misma, y no la de lo sobrenatural. En verdad, en nuestra época, ¿qué lecciones podrían ser más provechosas que esas?

     

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    Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de la Borgoña, y, si notamos este hecho, es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos que hablar a continuación, pueden relacionarse hasta un cierto punto con este origen. No queremos decir que solo por eso sea posible explicar el ardor a veces belicoso de su celo o la violencia que aportó en varias ocasiones a las polémicas a las que fue arrastrado, y que, por lo demás, era todo de superficie, ya que la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. A lo que entendemos hacer alusión sobre todo, es a sus relaciones con las instituciones y el ideal caballeresco, a las que, por lo demás, es menester acordar siempre una gran importancia si se quieren comprender los acontecimientos y el espíritu mismo de la edad media.

    Hacia la veintena de su vida Bernardo concibió el proyecto de retirarse del mundo; y en poco tiempo logró hacer participar de sus intenciones a todos sus hermanos, a algunos de sus allegados y a un cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto «devino, dice su biógrafo, el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos». En eso hay algo de extraordinario, y sería ciertamente insuficiente invocar la fuerza del «genio», en el sentido profano de esta palabra, para explicar una influencia semejante. ¿No vale más reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierto modo toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándosela a la Santa Virgen, y que, restringiendo más o menos su alcance, se puede aplicar también a todos los santos?

    Así pues, acompañado de una treintena de jóvenes, Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Cîteaux, que había escogido en razón del rigor con el que allí se observaba la regla, rigor que contrastaba con la relajación que se había introducido en todas las demás ramas de la Orden benedictina. Tres años más tarde, sus superiores no vacilaban en confiarle, a pesar de su inexperiencia y de su salud delicada, la dirección de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux, que debía gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecerían tan frecuentemente en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse lejos, y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto, fue verdaderamente prodigioso. Cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.

     

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    El cuidado que Bernardo aportó a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgían frecuentemente con Órdenes rivales, todo eso hubiera bastado ya para probar que lo que se llama el sentido práctico puede aliarse muy bien a veces con la más alta espiritualidad. En eso había más de lo que hubiera sido necesario para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y, sin embargo, muy a pesar suyo, Bernardo iba a ver pronto abrirse ante él un campo de acción muy diferente, ya que nunca temió tanto a nada como a ser obligado a salir de su claustro para mezclarse a los asuntos del mundo exterior, de los cuales había creído poder aislarse para siempre, para librarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que, según la palabra evangélica, era a sus ojos «la única cosa necesaria». En esto, se había equivocado enormemente; pero todas las «distracciones», en el sentido etimológico de la palabra, a las que no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con alguna amargura, no le impidieron alcanzar las cimas de la vida mística. Esto es muy destacable; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y de todos los esfuerzos que hizo para permanecer en la sombra, se hizo llamada a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no hizo nada a los ojos del mundo, todos, comprendidas las más altas dignidades civiles y eclesiásticas, se inclinaron siempre espontáneamente delante de su autoridad completamente espiritual, y no sabemos si eso es más para alabanza del santo o para alabanza de la época en la que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquél donde un simple monje, únicamente por la radiación de sus virtudes eminentes, podía devenir en cierto modo el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver finalmente a ejércitos de varios centenares de miles de hombres levantarse a su predicación!

     

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    Bernardo había comenzado en buena hora a denunciar el lujo en que vivían entonces la mayoría de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus amonestaciones habían provocado conversiones resonantes, entre las cuales está la de Suger, el ilustre abad de Saint-Denis, que, sin llevar todavía el título de primer ministro del rey de Francia, desempeñaba ya sus funciones. Es esta conversión la que hizo conocer a la corte el nombre del abad de Clairvaux, a quien se consideró allí, según parece, con un respeto mezclado de temor, porque se veía en él el adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Louis le Gros y diversos obispos, y protestar duramente contra las invasiones del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, en eso no se trataba todavía más que de asuntos puramente locales, que interesaban solo a tal monasterio o a tal diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de una gravedad mucho mayor, que pusieron en peligro a la Iglesia toda entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión donde el renombre de Bernardo debía difundirse en toda la Cristiandad.

    No vamos a seguir aquí la historia del cisma en todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos facciones rivales, habían elegido sucesivamente a Inocente II y a Anacleto II; el primero, forzado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia universal. Francia fue quien respondió primero; en el concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, «como un verdadero enviado de Dios» en medio de los obispos y de los señores reunidos; todos siguieron su consejo sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocente II. Éste se encontraba entonces en suelo francés, y fue en la abadía de Cluny donde Suger vino a anunciarle la decisión del concilio; recorrió las principales diócesis y fue acogido por todas partes con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de casi toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux fue a ver al rey de Inglaterra y triunfó prontamente de sus vacilaciones; y quizás tuvo una parte, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocente II por el rey Lothaire y el clero alemán. Fue después a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d´Angouleme, partidario de Anacleto II; pero fue solo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, donde debía triunfar y destruir en ella el cisma al operar la conversión del conde Poitiers. En el intervalo, había debido trasladarse a Italia, llamado por Inocente II que había vuelto allí con el apoyo de Lothaire, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y de Génova; era menester pues encontrar un arreglo entre las dos ciudades rivales y hacérselo aceptar; es a Bernardo a quién se encargó esta misión difícil, misión que resolvió con el más maravilloso éxito. Inocente pudo finalmente entrar en Roma, pero Anacleto permaneció atrincherado en San Pedro del que fue imposible tomar posesión; Lothaire, coronado emperador en San Juan de Letran, se retiró pronto con su ejército; después de su marcha, el antipapa retomó la ofensiva, y el pontífice legítimo tuvo que huir de nuevo y refugiarse en Pisa.

    El abad de Clairvaux, que había regresado a su claustro, se enteró de estas noticias con consternación; poco después le llegó el rumor de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar toda Italia a la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurarse su propia supremacía. Bernardo escribió inmediatamente a los habitantes de Pisa y de Génova para animarles a permanecer fieles a Inocente; pero esta fidelidad no constituía más que un apoyo muy débil, y, para reconquistar Roma, era sólo de Alemania de quien se podía esperar una ayuda eficaz. Desgraciadamente, el imperio era también presa de divisiones, y Lothaire no podía volver a Italia antes de haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; allí también sus esfuerzos fueron coronados con el éxito; vio consagrar el feliz resultado en la dieta de Bamberg, que dejó enseguida para trasladarse al concilio que Inocente II había convocado en Pisa. En esta ocasión, tuvo que dirigir amonestaciones a Louis le Gros, que se había opuesto a la partida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada, y los principales miembros del clero francés, pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de la época, su puerta estaba asediada por aquellos que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje tuviera el poder de resolver a voluntad todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado después a Milán para restablecer la ciudad a Inocente II y a Lothaire, se vio aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacer de él su arzobispo, y tuvo que hacer el mayor esfuerzo para sustraerse a este honor. No aspiraba más que a volver a su monasterio; volvió en efecto, pero no fue para mucho tiempo.

    Desde comienzos del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad, conforme al deseo del Papa, para venir a incorporarse en Italia al ejército alemán, al mando del duque Henri de Baviere, yerno del emperador. La desavenencia había estallado entre éste e Inocente II; Henri, poco preocupado de los derechos de la Iglesia, afectaba en todas las circunstancias no ocuparse más que de los intereses del Estado. Así pues, el abad de Clairvaux tuvo que esforzarse aquí para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones de investiduras, en las que parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. No obstante, Lothaire, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió toda la Italia meridional; pero cometió el error de rechazar las proposiciones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomar su revancha, devastando todo a sangre y fuego. Bernardo no vaciló entonces en presentarse en el campo de Roger, que acogió muy mal sus palabras de paz, y a quién predijo una derrota que se produjo en efecto; después, siguiéndole los pasos, le encontró en Salermo y se esforzó en apartarle del cisma en el que la ambición le había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocente y de Anacleto, pero, aunque parecía conducir la encuesta con imparcialidad, solo buscó ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo como feliz resultado acarrear la conversión de uno de los principales autores del cisma, el Cardenal Pierre de Pisa, que Bernardo condujo con él junto a Inocente II. Esta conversión dio un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharla, y en Roma mismo, por su palabra ardiente y convencida, consiguió en algunos días apartar del partido de Anacleto a la mayoría de los disidentes. Esto pasaba en 1137, hacía la época de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos de los cardenales más comprometidos en el cisma eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo, y, el día de la octava de Pentecostés, todos se sometieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino de su monasterio.

    Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por lo demás no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Louis le Jeune en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia, y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante de la unidad la que le animó en su lucha contra el cisma; es también la que le hizo emprender, en 1145, un viaje en el Languedoc para conducir al seno de la Iglesia a los heréticos neomaniqueos que comenzaban a extenderse en esta región. Parece que haya tenido sin cesar presente en el pensamiento esta palabra del Evangelio: «Que sean todos uno, como mi Padre y yo somos uno».

     

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    No obstante, el abad de Clairvaux no tuvo que luchar solo en el dominio político, sino también en el dominio intelectual, donde sus triunfos no fueron menos brillantes, puesto que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abélard y Gilbert de la Porée. El primero, por su enseñanza y por sus escritos, se había granjeado la reputación de un dialéctico de los más hábiles; abusaba incluso de la dialéctica, ya que, en lugar de no ver en ella más que lo que es realmente, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la consideraba casi como un fin en sí misma, lo que resultaba naturalmente en una suerte de verbalismo. Igualmente, parece que haya habido en él, ya sea en el método, o ya sea en el fondo mismo de las ideas, una búsqueda de la originalidad que le acerca un poco a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era algo casi desconocido, este defecto no podía intentar pasar por una cualidad como ocurre en nuestros días. Así pues, algunos se inquietaron pronto ante estas novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el dominio de la fe; no es que Abélard de la Porée fuera hablando propiamente un «racionalista» como se ha pretendido a veces, ya que no hubo racionalistas antes de Descartes; pero no supo hacer la distinción entre lo que depende de la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y eso es la raíz de todos sus errores. ¿No llega a sostener que los filósofos y los dialécticos gozan de una inspiración habitual que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se haya levantado contra ellas con fuerza e incluso con un cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, que comenzó en conversaciones particulares, tuvo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios; Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al arzobispo de Sens que reuniera un concilio ante el que se justificaría públicamente, ya que pensaba conducir la discusión de tal manera que la manejaría fácilmente para confusión de su adversario. Las cosas pasaron de un modo muy diferente: en efecto, el abad de Clairvaux no concebía el concilio más que como un tribunal ante el que el teólogo sospechoso comparecería como acusado; en una sesión preparatoria, presentó las obras de Abelardo y sacó de ellas las proposiciones más temerarias, cuya heterodoxia probó; al día siguiente, habiendo sido admitido el autor, le intimó, después de haber enunciado estas proposiciones, a retractarse de ellas o a justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no atendió al juicio del concilio y declaró inmediatamente que apelaba para ello a la corte de Roma; el proceso no cambio su curso por ello, y, desde que se pronunció la condena, Bernardo escribió a Inocente II y a los cardenales cartas de una elocuencia abrumadora, tanto que, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, junto a Pierre le Venerable, que le arregló una entrevista con el abad de Clairvaux y se avino a reconciliarlos.

    El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilbert de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores provenían de que su autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, distinción que no es aplicable más que a los seres creados. Gilbert se retractó sin dificultad; así pues, se prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, a parte de los puntos particulares que estaban en causa no fue menoscabada por ello, y su doctrina permaneció en gran crédito en las escuelas durante toda la dad edia.

     

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    Dos años antes de este último asunto, el abad de Clairvaux había tenido la alegría de ver subir sobre el trono pontifical a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III, y que continuó manteniendo siempre con él las más afectuosas relaciones; es éste nuevo papa el que, casi desde el comienzo de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces, la Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy débil en las preocupaciones de San Bernardo; no obstante, sería un error creer que había permanecido enteramente extraño a lo que pasaba allí, y la prueba de ello está en un hecho sobre el que, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hablar de la parte que San Bernardo había tomado en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Órdenes militares por la fecha y por la importancia, y la que había de servir de modelo a todas las demás. Es en 1128, alrededor de diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes, y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, fue encargado de redactarla, o al menos de trazar sus primeros lineamientos, pues parece que no es sino un poco más tarde cuando fue llamado a completarla, y que no acabó su redacción definitiva sino en 1131. San Bernardo comentó después esta regla en el tratado De laude novoe mititioe, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que él llamaba la «milicia de Dios». Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran más que como un episodio muy secundario de su vida, tenía ciertamente una importancia muy diferente a los ojos de los hombres de la edad media; y ya hemos mostrado en otra parte que constituían sin duda la razón por la que Dante debía escoger a San Bernardo como su guía, en los últimos círculos del Paraíso.

     

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    Desde 1145, Louis VII había concebido el proyecto de ir en ayuda de los principados latinos de Oriente, amenazados por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros le había obligado a aplazar su realización, y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía reunirse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaud de Brescia, encargó al abad de Clairvaux reemplazarle en esta asamblea; Bernardo, después de haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la mayor acción oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron a recibir la cruz de sus manos. Alentado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía trasladarse en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó después a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos resultados que en Francia; el emperador Conrad, luego de haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia la mitad del año 1147, los ejércitos francés y alemán se ponían en marcha para esta gran expedición, que, a pesar de su formidable apariencia, iba a finalizar en un desastre. Las causas de este fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos, muy injustamente, descargar la responsabilidad de ello sobre el abad de Clairvaux. Éste debi escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mitiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así «las mesas de Dios quedaban intactas, pues no prescriben contra los derechos de justicia»; esta apología está contenida en el libro De consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene concretamente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por lo demás, todos no se dejaron llevar del desaliento, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada, e la que el abad de Clairvaux mismo debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Louis VII detuvo su ejecuc. El mismo San Bernardo murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas dan testio de que eeocupó hasta el fin de la liberación de la Tierra Santa.

    Si inmediata de la ruzada o había sido alcanzada, ¿se dbe decir por eso que ua tal expeón era enteramente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido prodigados en pura pérdida? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la edad media, d un arácter político y religioso a la vez, razones más profundas, de las que una, la única que queapuntar aquí, era mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda la civilización normal, y que iba a alcanzael siglo XIII; a la pérdida de este carácter tradicional debía seguir necesante la rupta de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue llevada a cabo en el domor la Reforma, lo fue en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida de la destrucción del régimen feudal; y, desde este último punte quienos golpes al grandioso edificio de la Cristiandad medieval fue Philippe-le-Bel, el mismo que, oincidencia que no tiene ciertamete nada de fortuito, destruyó la Orle, atentando con ello directamente a la obra misma de San.

     

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    En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación mediante numerosas curaciones milagrosas, que eran para las gentes como visibles de su misión; estos hechos han sido por testigos oculares, pero l mismo no hablaba de ello desgana. Puede ser que esta reserva le fuera impuesta por su extrema modestia; pero sin duda atribuía a estos milagros más que una importancia secundaria, considerándolos solamente como una concesión acordada por la isericordia ivina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, a la palabra de Cristo: «Bienaventurados los que cren sin haber visto». Esta actitud concuerda con el desdén que manifiesta en general por todos los medios exteriores y sensibless como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; incluso se le ha podido reprochar, con rdad, no haber tenido más que desprec el arte religioso. Aquellos que formulan esta crítica olvimbargo una distinción necesaria, la que él mismo estableció entre lo que llama la arquitectura episcopal y la ara monástica: es solo estatima la que debe tener lridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a aquellos qn el camino de la perfección a quienes prohibió el «culto de los ídoecir el culto de las formas, cuya utilidad, al contrario, proclama ceducación, para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las figuras desprovistas de significación y que no tenían más que un valor pente ornamental, dido querer, como se ha pretendido falsamente, proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, cuando él mismo hacia en sus sermones ufrecuente de él.

     

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    La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por ello entendemos qconi todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, , prería erróinterpretarlo aquí en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosiguió a través de toda su carrera; y este comentario, que permanecó siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hsta a paz suprema a a qe el alma lleen l éxtasiestado extático, tal como le comprende y com ciertamen lo sintió, es una suerte de mueras cosas do; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo y espiritual tanto en el alma misma como emor. Este misticismo debía relejarse naturalmente en los tratados dSan Bernardo; el título de uno de los principales, De diligendo Deo, muestra en efecto suficientemente qué lugar tiene en él el amor;o se estaría equivocao si se creyera que esla verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer extraño a las vanas sutilezas de la escuela, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una y como de tanteo, él llegaba a ello ediatamententuición intelectual sin la que ninguna metafísica real esible, y fuera de la cual no se puede percibir más que una sombra de la verdad.

     

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    Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar mbé el lugar eminente que tiene, en su vida y en sus obras, el culto de la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas, que son quizás aquellas pr lo que ha permanecido más popular. Amab ala Santa Virgen el título de Nuestra Señora, cuyo uso se generalizó después de su época, y sin duda en gran parte gracias a su influencia; es que era, como se ha dicho, un verdadero «caballero de María», y que la consideramente como a su «señora», en tido caballeresco de esta palabra. Si se atiende a esapel que desempeñael adoctrina, y que daba tam bajo fomas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Órenes de Caballería, se comprenderá fácilmente porqué hemos pusto cuidmencionar sorígenes familiares. Devenido monje, permaneció siempre caballero como lo eran todos aquellos de su raza; y, por eso mismo, se e decir que de alguna manera estaba predestinado a desempeñar, cohizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque tenía en su persona como una participación en la natueza del uno y de otro. Mone y caballero todo junto, ésto cres eran los dos de la «milicia de Dios», de la Orden del Temple; eran tambi primer, los del autor dea, del gran santo a qúltimo de lo Padres de la Iglesia, y en quien algunos quie, no sin alguna razón, el prtotipo de Galaad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la «gesta del Santo Grial».





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