• INTRODUCCIÓN GENERAL AL ESTUDIO DE LAS DOCTRINAS HINDÚES

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    ABD AL-WAHID YAHIA

    (RENÉ GUÉNON)

     

    PRÓLOGO

     

    PRIMERA PARTE: CONSIDERACIONES PRELIMINARES

     

    Capítulo I.- ORIENTE Y OCCIDENTE

    " II.- LA DIVERGENCIA

    " III.- EL PREJUICIO CLÁSICO

    " IV.- LAS RELACIONES DE LOS PUEBLOS ANTIGUOS

    " V.- CUESTIONES DE CRONOLOGÍA

    " VI.- DIFICULTADES LINGÜÍSTICAS

     

     

    SEGUNDA PARTE: LOS MODOS GENERALES DEL PENSAMIENTO ORIENTAL

     

    Capítulo I.- LAS GRANDES DIVISIONES DEL ORIENTE

    Capítulo II.- PRINCIPIOS DE UNIDAD DE LAS CIVILIZACIONES ORIENTALES

    Capítulo III.- ¿QUÉ HAY QUE ENTENDER POR TRADICIÓN?

    Capítulo IV.- TRADICIÓN Y RELIGIÓN

    Capítulo V.- CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA

    Capítulo VI.- RELACIONES DE LA METAFÍSICA Y DE LA TEOLOGÍA.

    Capítulo VII.- SIMBOLISMO Y ANTROPOMORFISMO

    Capítulo VIII.- PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO

    Capítulo IX.- ESOTERISMO Y EXOTERISMO

    Capítulo X.- LA REALIZACIÓN METAFÍSICA

     

     

    TERCERA PARTE: LAS DOCTRINAS HINDÚES

     

    Capítulo I.- SIGNIFICACIÓN PRECISA DE LA PALABRA "HINDÚ"

    Capítulo II.- LA PERPETUIDAD DEL VÊDA

    Capítulo III.- ORTODOXIA Y HETERODOXIA

    Capítulo IV.- ACERCA DEL BUDISMO

    Capítulo V.- LA LEY DE MANÚ

    Capítulo VI.- PRINCIPIO DE LA INSTITUCIÓN DE LAS CASTAS

    Capítulo VII.- SHIVAISMO Y VISHNUISMO

    Capítulo VIII.- LOS PUNTOS DE VISTA DE LA DOCTRINA

    Capítulo IX.- EL NYÂYA

    Capítulo X.- EL VAISHÊSIKA

    Capítulo XI.- EL SÂNKHYA

    Capítulo XII.- EL YOGA

    Capítulo XIII.- LA MIMÂNSÂ

    Capítulo XIV.- EL VEDANTA

    Capítulo XV.- OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS SOBRE EL CONJUNTO

    DE LA DOCTRINA

    Capítulo XVI.- LA ENSEÑANZA TRADICIONAL

     

     

    CUARTA PARTE. LAS INTERPRETACIONES OCCIDENTALES

     

    Capítulo I: EL ORIENTALISMO OFICIAL

    Capítulo II: LA CIENCIA DE LAS RELIGIONES

    Capítulo III: EL TEOSOFISMO

    Capítulo IV: EL VEDANTA OCCIDENTALIZADO

    Capítulo V: ÚLTIMAS OBSERVACIONES

    CONCLUSIÓN

    Apéndice: LA INFLUENCIA ALEMANA

     

     

     

    INTRODUCTION GÉNÉRALE Á L'ÉTUDE DES DOCTRINES HINDOUES, Nouvelle Librairie Nationale, París, 1921. Rivière, París, 1932, Véga, París,1939,1952 (ed. revisada y aumentada a iniciativa del autor. El capítulo II de la 4ª parte, titulado "L'influence allemande", fue eliminado en esta edición y el IV de la 3ª parte, "A propos du Bouddhisme", sufrió cambios), 1976, 1983. La Maisnie-Guy Trédaniel, París, 1997.

     

    Traducción española: Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, Losada, Buenos Aires, 1945 (trad. de Rafael Cabrera). Kalima, México, 1985. LC y Ecologic Editora Arg., Buenos Aires, 1988 (trad. de Rafael Cabrera) (a 20 de enero de 2002, sigue agotada).

     

    Trad. italiana: Introduzzione generale allo studio delle dottrine indú, Studi Tradizionali, Turín, 1964. Adelphi, Milán, 1989 (trad. de Pietro Nutrizio).

     

    Trad. inglesa: Introduction to the study of the hindu doctrines, Munshiram Manoharlal, Nueva Delhi, 1945. Hardcover, 1993.

     

    En húngaro se han traducido algunos capítulos en las revistas “Pannon Front”, ”Tradíció évkönyv” y “Arkhé”.

    PRÓLOGO

     

    Muchas dificultades se oponen, en Occidente, a un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en gene­ral, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos a este respecto, no son quizá los que pudieran provenir de los orientales mismos. En efecto, la primera condición que se requiere para este estudio, la más esencial de todas, es evidentemente la de tener la mentalidad requerida para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir pa­ra comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, ésta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, les falta por completo a los occidentales. Por lo demás, esta condición necesaria podría ser considerada al mismo tiempo como suficiente, porque, cuando se cumple, los orientales no sienten la menor repugnancia en comunicar su pensa­miento tan completamente como es posible hacerlo.

    Si no hay otro obstáculo real más que el que acabamos de indicar, ¿cómo es que los "orientalistas", es decir los occidentales que se ocupan de las cosas del Oriente, no lo han superado jamás? Y no podría tachársenos de exageración al afirmar que, en efecto, nunca lo han superado, cuando se comprueba que sólo han podido producir simples trabajos de erudición, estimables quizá desde un punto de vista especial, pero sin ningún interés para la aprehensión de la menor idea verdadera. Y es que no basta conocer gramaticalmente una lengua, ni ser capaz de traducirla palabra por palabra de manera correcta, para penetrar su espíritu y asimilar el pensamiento de los que la hablan y la escriben. Hasta podría irse más lejos y decir que cuanto más una traducción es escrupulosamente literal, más arriesga el ser en realidad inexacta y desnaturalizar el pensamiento, ya que no hay verdadera equivalencia entre los términos de dos lenguas diferentes, sobre todo cuando estas lenguas están muy alejadas una de otra, y alejadas no tanto filológicamente como en razón de la diversidad de las concepciones de los pueblos que las emplean; y es este último elemento el que no podrá penetrar jamás ninguna erudición. Se necesita para esto algo más que una vana "crítica de textos" que se ex­tienda hasta perderse de vista en cuestiones de detalle, algo más que los métodos de gramáticos y de "literatos", e incluso más que un pretendido "método histórico" aplicado a todo indistintamente. Sin duda que los diccionarios y las recopilaciones tienen su utilidad relativa, que no se trata de contestar, y no se puede decir que todo este trabajo sea inútil, sobre todo si se reflexiona en que quienes los proporcionan, a menudo serían incapaces de producir otra cosa; pero, desgraciadamente, en tanto que la erudición se vuelve una "especialidad", tiende a tomarse como un fin en sí misma, en lugar de ser un simple instrumento como debe serlo normalmente. Esta invasión de la erudición y de sus métodos particulares es lo que constituye un verdadero peligro, ya que puede absorber a los que serían capaces tal vez de entregarse a otro género de trabajos, y porque el hábito de estos métodos estrecha el horizonte intelectual de los que se someten a ellos y les impone una deformación irremediable.

    Aún no hemos dicho todo, y ni siquiera hemos tocado el aspecto más grave de la cuestión: los trabajos de pura eru­dición son, en la producción de los orientalistas, la parte más engorrosa, es verdad, pero no la más nefasta; y al decir que no había nada más, queremos decir nada que tuviese algún valor, aun de alcance restringido. Es verdad que, en Alemania principalmente, se ha querido ir más lejos y, siempre con los mismos métodos que ya no pueden aportar nada aquí, hacer obra de interpretación, añadiendo a ella todo el conjunto de ideas preconcebidas que constit­uye su mentalidad propia, y con el prejuicio manifiesto de hacer entrar las concepciones de las que se ocupan en los cuadros acostumbrados del pensamiento europeo. En resumen, el error capital de estos orientalistas, dejando a un lado la cuestión del método, es el de considerar todo desde el punto de vista occidental y a través de la mentalidad de ellos, mientras que la primera condición para poder interpretar correctamente una doctrina cualquiera es, naturalmente, hacer un esfuerzo para asimilársela y para colocarse, tanto como sea posible, en el punto de vista de los que la concibieron. Decimos tanto como sea posible, porque no todos pueden lograrlo igual­mente, pero por lo menos todos pueden intentarlo; ahora bien, lejos de ello, el exclusivismo de los orientalistas de los que hablamos y su espíritu de sistema llegan hasta llevarlos, por una aberración increíble, al punto de creerse capaces de comprender las doctrinas orientales mejor que los mismos orientales: pretensión que sería risible si no estuviese unida a una voluntad bien determinada de "monopolizar" en cierto modo los estudios en cuestión. Y, en efecto, para ocuparse de ellos, no hay en Europa, fuera de estos "especialistas", más que una categoría de soñadores extravagantes y de audaces charlatanes a los que se podría considerar como cantidad despreciable, si no ejercieran ellos también una influencia deplorable desde diversos puntos de vista, como lo expondremos en su lugar de manera más precisa.

    Para nosotros, ateniéndonos a lo que concierne a los orientalistas que se pueden denominar "oficiales", señalaremos además, a título de observación preliminar, uno de los abusos a que da lugar lo más frecuentemente el empleo de este "método histórico" al cual hicimos ya alusión: es el error que consiste en estudiar las civilizaciones orientales como se haría con las civilizaciones desaparecidas desde hace largo tiempo. En este último caso, es evidente que está uno forzado, a falta de algo mejor, a contentarse con reconstrucciones aproximadas, sin estar seguro nunca de una perfecta concordancia con lo que realmente existió antes, puesto que no hay ningún medio de proceder a comprobaciones directas. Pero se olvida que las civilizaciones orientales, por lo menos las que al pre­sente nos interesan, han continuado hasta nosotros sin interrupción, y que todavía tienen representantes autorizados, cuya opinión vale incomparablemente más, para su comprehensión, que toda la erudición del mundo; sólo que, si se piensa en consultarlos, no hay que partir del singular principio de que sabemos más que ellos sobre el verdadero sentido de sus propias concepciones. Por otra parte, hay que decir también que los orientales, que tienen, con razón, una idea más bien triste de la intelec­tualidad europea, se preocupan muy poco de lo que los occidentales, de una manera general, puedan o no puedan pensar acerca de ellos; por lo menos no tratan en manera alguna de sacarlos de su error, y, por el contrario, en razón de una cortesía algo desdeñosa, se encierran en un silencio que la vanidad occidental interpreta sin esfuerzo como una aprobación. Y es que el proselitismo se desconoce por completo en Oriente, donde por lo demás carecería de objeto y no podría ser considerado sino como una prueba de igno­rancia y de incomprehensión pura y simple; lo que después diremos mostrará las razones. Para este silencio que algunos reprochan a los orientales, y que sin embargo es tan legítimo, no puede haber sino raras excepciones, en favor de al­guna individualidad aislada que presente las condiciones requeridas y las aptitudes intelectuales necesarias. En cuanto a los que salen de su reserva fuera de este caso determinado, no se puede decir más que una cosa: que representan en general a elementos muy poco interesantes, y que, por una u otra razón, no exponen más que doctrinas deformadas bajo el pretexto de adaptarlas al Occidente; tendremos oca­sión de decir algunas palabras acerca de ellos. Lo que deseamos hacer comprender por el momento, y lo que desde el principio indicamos, es que la mentalidad occidental es la única responsable de esta situación, que hace muy difícil el papel incluso del que, habiéndose encontrado en condiciones excepcionales y habiendo llegado a asimilar ciertas ideas, quiere expresarlas de la manera más inteligible, pero sin desnatu­ralizarlas; debe limitarse a exponer lo que ha comprendido, en la medida que esto puede hacerse, absteniéndose cuidadosamente de todo deseo de "vulgarización", y sin tener siquiera la menor preocupación de convencer a nadie.

    Hemos dicho lo bastante como para definir de manera precisa nuestras intenciones: no queremos hacer aquí obra de erudi­ción, y el punto de vista en que queremos colocarnos es mucho más profundo. Como la verdad no es para nosotros un hecho histórico, nos importa muy poco en el fondo determinar con exactitud el origen de tal o cual idea, que no nos interesa, en suma, sino porque, habiéndola comprendido, sabemos que es verdadera; pero algunas indicaciones sobre el pensamiento oriental pueden ser motivo de reflexión para algunos, y este simple resultado tendría, por sí solo, una importancia insospechada. Por otra parte, si ni siquiera puede alcanzarse este fin, tendríamos todavía una razón para em­prender una exposición de este género: la de reconocer en cierto modo todo lo que debemos intelectualmente a los orientales, y acerca de lo cual los occidentales no nos han ofrecido nunca, ni siquiera parcial e incompleto, el menor equivalente. Mostraremos, pues, para comenzar, tan claramente como podamos y después de algunas consideraciones preliminares indispensables, las diferencias esenciales y fundamentales que existen entre los modos generales del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Insistiremos enseguida más especialmente en lo que se refiere a las doctrinas hindúes, sobre lo que éstas presentan de rasgos particulares que las distin­guen de las otras doctrinas orientales, aunque todas tengan bastantes caracteres comunes para justificar, en su conjunto, la oposición general del Oriente y del Occidente. Por fin, con respecto a estas doctrinas hindúes, señalaremos la insuficiencia de las interpretaciones que tienen curso en Occi­dente; hasta deberíamos, para algunas de ellas, indicar su absurdo. Como conclusión de este estudio, indicaremos, con todas las precauciones necesarias, las condiciones de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente, condiciones que, como es fácil ver, están lejos de ha­berse cumplido actualmente del lado occidental: de manera que sólo queremos indicar una posibilidad, sin creer de ninguna manera que sea susceptible de una realización inmediata o simplemente próxima.

     

    PRIMERA PARTE: CONSIDERACIONES PRELIMINARES

     

    Capítulo I: ORIENTE Y OCCIDENTE

     

    Lo primero que tenemos que hacer en el estudio que em­prendemos, es determinar la naturaleza exacta de la oposi­ción que existe entre el Oriente y el Occidente y, para ello, precisar desde luego el sentido que queremos dar a los dos términos de esta oposición. Podríamos decir, para una primera aproximación, quizás un poco somera, que el Oriente para nosotros, es esencialmente Asia, y que el Occidente es esencialmente Europa; pero esto mismo requiere algunas ex­plicaciones.

    Cuando hablamos, por ejemplo, de la mentalidad occi­dental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, queremos referirnos a la mentalidad pro­pia de la raza europea tomada en su conjunto. Llamaremos pues europeo a todo lo que se relaciona con esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han surgido de ella, en cualquier parte del mundo en que se encuentren: así pues, los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente del mismo modo que los hombres de la misma raza que continúan viviendo en Europa. Es evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región, o hasta de haber nacido en ella, no podría modificar la ra­za ni, por consecuencia, la mentalidad que es inherente a ésta; y, aun si el cambio de medio es susceptible de determi­nar tarde o temprano ciertas modificaciones, éstas serán modificaciones bastante secundarias que no afectan a los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que por el con­trario hacen resaltar a veces de manera más precisa algunos de ellos. Así es como se puede comprobar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que constituyen la mentalidad europea mo­derna.

     

    Se plantea una pregunta aquí, sin embargo, que no podemos excusarnos de indicar brevemente: hemos hablado de la raza europea y de la mentalidad que le es propia; ¿pero hay verdaderamente una raza europea? Si nos referimos a una raza primitiva, con una unidad original y una perfecta homogeneidad, hay que responder negativamente, porque nadie puede negar que la población actual de Europa se for­mó con una mezcla de elementos que pertenecen a razas muy diversas, y que hay en ella diferencias étnicas bastante acen­tuadas, no sólo de un país a otro, sino aun en el interior de cada agrupación nacional. Sin embargo, no es menos cierto que los pueblos europeos presentan bastantes caracte­res comunes que hacen que los distingamos claramente de to­dos los demás; su unidad, aunque ésta sea más bien adquirida que primitiva, basta para que se pueda hablar, como lo hacemos, de raza europea. Sólo que esta raza es naturalmente menos fija y menos estable que una raza pura; los elementos europeos, al mezclarse a otras razas, serán absorbidos más fácilmente, y sus caracteres étnicos desaparecerían con ra­pidez; pero esto no se aplica sino al caso en que haya mez­cla, y cuando sólo hay yuxtaposición, acontece por el con­trario que los caracteres mentales, que son los que más nos interesan, aparecen en cierto modo con más relieve. Estos caracteres mentales son los que, por otra parte, hacen más nítida la unidad europea; cualesquiera que hayan sido las diferencias originales a este respecto o desde otros puntos de vista, se ha formado poco a poco, durante el curso de la historia, una mentalidad común a todos los pueblos de Eu­ropa. Esto no quiere decir que no haya mentalidad especial para cada uno de estos pueblos; pero las particularidades que los distinguen son secundarias con relación a un fondo común al cual parecen sobreponerse: son, en suma, como es­pecies de un mismo género. Nadie, aun entre los que dudan que se pueda hablar de una raza europea, vacilará en admitir la existencia de una civilización europea; y una civilización no es otra cosa que el producto y la expresión de una determinada mentalidad.

     

    No trataremos de precisar, desde luego, los rasgos dis­tintivos de la mentalidad europea, porque ellos surgirán sufi­cientemente en la continuación de este estudio; indicaremos simplemente que muchas influencias contribuyeron a su for­mación: la que ha desempeñado el papel preponderante es sin discusión la influencia griega o, si se quiere, greco-romana. La influencia griega es casi exclusiva en lo que se re­fiere a los puntos de vista filosófico y científico, a pesar de la aparición de ciertas tendencias especiales, y propiamente modernas, de las que hablaremos más adelante. En cuanto a la influencia romana, es más social que intelectual, y se afirma sobre todo en las concepciones del Estado, del derecho y de las instituciones; por lo demás, intelectualmente, los Romanos habían tomado casi todo de los Grie­gos, de manera que, a través de ellos, no es más que la influencia de estos últimos la que pudo ejercerse aun indi­rectamente. Hay que señalar también la importancia, desde el punto de vista religioso especialmente, de la influencia judaica que, por lo demás, volveremos a encontrar igual­mente en cierta parte del Oriente; hay ahí un elemento extra-europeo en su origen, pero no deja de ser en parte, constitutivo de la mentalidad occidental de nuestros días.

    Si consideramos ahora el Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, aun con todas las restricciones que hemos empleado en la consideración de una raza europea. Se trata aquí de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas, y con diferencias étnicas mucho más gran­des; podemos distinguir en este conjunto varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy pre­cisas, y de las cuales cada una tiene una civilización pro­pia, muy distinta de las otras: no hay una civilización orien­tal como hay una civilización occidental, en realidad hay civilizaciones orientales. Tendremos oportunidad pues, de decir cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos adelante cuáles son las grandes divisiones generales que pueden establecerse a este respecto; pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos fijamos más en el fondo que en la forma, muchos elementos o más bien principios comunes que hacen que sea posible hablar de una mentali­dad oriental, por oposición a la mentalidad occidental.

    Cuando decimos que cada una de las razas del Orien­te tiene una civilización que le es propia, esto no es abso­lutamente exacto; sólo es verdadero en rigor para la raza china, cuya civilización tiene precisamente su base esen­cial en la unidad étnica. Para las otras civilizaciones asiá­ticas, los principios de unidad sobre los cuales descansan son de naturaleza muy diferente, como lo explicaremos más tarde, y esto es lo que les permite comprender en esta unidad elementos que pertenecen a razas extraordinariamente diversas. Decimos civilizaciones asiáticas, porque las que consideramos lo son todas por su origen, aun cuando se hayan extendido en otras regiones, como lo ha hecho sobre todo la civilización musulmana. Por otra parte, ello es evidente, fuera de los elementos musulmanes no consideraremos como orientales a los pueblos que habitan el este de Europa: no hay que confundir a un oriental con un levantino, que es más bien todo lo contrario, y que, al menos por la mentalidad, tiene los caracteres esenciales de un verdadero occidental.

     

    Llama la atención a primera vista la desproporción de los dos conjuntos que constituyen respectivamente lo que llamamos el Oriente y el Occidente; si hay oposición entre ellos, no puede realmente haber equivalencia, ni siquiera si­metría, entre los dos términos de esta oposición. Hay a este respecto una diferencia comparable a la que existe geo­gráficamente entre Asia y Europa, y en la que la segunda aparece como una simple prolongación de la primera; así también, la verdadera situación del Occidente con relación al Oriente, no es en el fondo más que la de una rama desprendida del tronco, y esto es lo que necesitamos explicar ahora de manera más completa.

    Capítulo II: LA DIVERGENCIA

     

    Si se considera lo que se ha convenido en llamar la antigüedad clásica, y se la compara con las civilizaciones orien­tales, se comprueba fácilmente que está menos alejada de ellas, desde ciertos puntos de vista al menos, que la Europa moderna. La diferencia entre el Oriente y el Occidente parece que ha ido aumentando siempre, pero esta divergencia es en cierto modo unilateral, en el sentido de que sólo el Occidente es el que ha cambiado, mientras que el Oriente, de manera general, permanece sensiblemente tal como era en esa época que se tiene la costumbre de considerar como antigua, y que sin embargo todavía es relativamente reciente. La estabilidad, se podría hasta decir, la inmutabi­lidad, es un carácter que se le reconoce de buena gana a las civilizaciones orientales, principalmente a la de China, pero es acaso menos fácil extenderse sobre su interpreta­ción: los europeos, desde que se pusieron a creer en el "progreso" y en la "evolución", es decir desde hace ya más de un siglo, quie­ren ver en esto un signo de inferioridad, mientras que por el contrario, nosotros vemos un estado de equilibrio que la civilización occidental se ha mostrado incapaz de alcanzar. Esta estabilidad se afirma, por lo demás, en las cosas peque­ñas lo mismo que en las grandes, y se puede encontrar un ejemplo notable en el hecho de que la "moda", con sus variaciones continuas, sólo existe en los países occidentales. En suma, el occidental y, sobre todo el occidental mo­derno, aparece como esencialmente veleidoso e inconstante aspirando sólo al movimiento y a la agitación, en tanto que el oriental presenta exactamente el carácter opuesto.

     

    Si se quisiera representar esquemáticamente la divergen­cia de la que hablamos, no habría pues que trazar dos líneas que de una y otra parte se fuesen separando de un eje, sino que el Oriente debería estar representado por el eje mis­mo, y el Occidente por una línea que partiera de este eje a la manera de una rama que se separa del tronco, como antes lo dijimos. Este símbolo sería tanto más justo cuan­to que, en el fondo, por lo menos desde los tiempos llamados históricos, el Occidente nunca ha vivido intelectualmente, en la medida en que ha tenido una intelectualidad, sino de préstamos tomados del Oriente, ya sea de una ma­nera directa o indirecta. La misma civilización griega está muy lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar los que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían de buen grado hasta pretender que los Griegos se calumniaron a sí mismos, cuando reconocieron lo que de­bían a Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia, y hasta a la India. Por más que estas civilizaciones son incomparable­mente más antiguas que la de los Griegos, algunos, ce­gados por lo que podemos llamar el "prejuicio clásico", están dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que han tomado préstamos de la helénica y que sufrieron su influencia, y es muy difícil discutir con ellos, precisamente porque su opinión sólo descansa en prejui­cios; pero ya insistiremos con más amplitud sobre esta cues­tión. Es verdad que los Griegos tuvieron sin embargo cier­ta originalidad, pero que de ningún modo es la que se cree por lo común, y que no consiste sino en la forma en la cual presentaron y expusieron lo que habían adoptado, modificándolo de manera mas o menos afortunada para adaptarlo a su propia mentalidad, originalidad muy dis­tinta de la de los orientales, y aun opuesta a ésta en más de un aspecto.

    Antes de ir más lejos, precisaremos que no pretendemos negar la originalidad de la civilización helénica desde éste o aquél punto de vista más o menos secundario a nuestro juicio, desde el punto de vista del arte por ejemplo, sino sólo desde el punto de vista propiamente intelectual, que por otra parte se encuentra mucho más reducido que en los orientales. Esta disminución de la intelectualidad, este empequeñecimiento por decirlo así, podemos afirmarlo claramente con relación a las civilizaciones orientales que sub­sisten y que conocemos directamente; y es verosímil tam­bién con relación a las que desaparecieron, según todo lo que podemos saber de ellas, y sobre todo según las analo­gías que han existido de modo manifiesto entre éstas y aquéllas. En efecto, el estudio del Oriente tal como se hace hoy todavía, si se quisiera emprender de manera verdaderamente directa, sería capaz de ayudar en una amplia medida para comprender la antigüedad, en razón de este carácter de fijeza y de estabilidad que hemos indicado; ayudaría también a comprender la antigüedad griega, para la cual no tenemos el recurso de un testimonio inmediato, porque se trata aquí también de una civilización que realmente se extinguió, y los Griegos actuales no tendrían nin­gún título para que se les considere como los legítimos continuadores de los antiguos, de los que sin duda no son ni siquiera los descendientes auténticos.

    Hay que fijarse bien, sin embargo, en que el pensa­miento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensa­miento occidental y que se encuentra ya en él entre algunas otras tendencias, el origen y algo así como el germen de las que se desarrollaron largo tiempo después, en los occidentales modernos. No hay pues que llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida dentro de justos límites, puede todavía prestar servicios importantes a los que quieren comprender realmente la Antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética que sea posible, y, por otra parte, se evitará cualquier peligro si se tiene en cuenta todo lo que sabemos de perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las nuevas tendencias que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de ma­nera que las reservas que hay que aportar en una compa­ración con el Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor de atribuir a los antiguos del Occidente más de lo que en verdad pensaron; cuando comprobamos que to­maron algo al Oriente, no hay que creer que se lo asimilaron por completo, ni apresurarse a concluir que existe identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproxima­ciones numerosas e interesantes, parangones que no tie­nen equivalente en lo que se refiere al Occidente moderno; pero no es menos cierto que los modos esenciales del pensa­miento oriental son enteramente distintos, y que, sin salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aun antigua, está uno condenado fatalmente a descuidar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisa­mente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo más no puede nacer de lo menos, esta sola diferencia debería bastar, a falta de cual­quiera otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha hecho aportaciones a las otras.

     

    Volviendo al esquema que indicamos antes, de­bemos decir que su defecto principal, inevitable por otra parte en cualquier esquema, es el de simplificar demasiado las cosas, representando la divergencia como creciendo de manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad ha habido tiempos de detención en esta diver­gencia y hasta ha habido épocas menos alejadas en que el Occidente recibió de nuevo la influencia directa del Oriente: nos referimos sobre todo al período alejan­drino, y también a lo que los Árabes aportaron a Europa en la Edad Media, y de lo cual una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto había sido tomado de la India; su influencia es muy conocida en lo que se refiere al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia surgió de nuevo en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas co­sas, aun desde el punto de vista de las artes, pero, sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno percibir toda la extensión y todo el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo por efecto una disminución de la intelectualidad, fe­nómeno comparable al que había tenido lugar en otro tiem­po entre los mismos Griegos, pero con esta diferencia capi­tal: que se manifestó entonces en el curso de la existencia de una misma raza y no ya en el paso de ciertas ideas de un pueblo a otro; es como si estos Griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente, se hubiesen ven­gado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia se agregó la de la Reforma, que por lo demás tal vez no fueron del todo independientes, las tendencias fundamentales del mundo moderno se estable­cieron con precisión; la Revolución, con todo lo que re­presenta en diversos dominios, y que equivale a la nega­ción de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no tenemos que entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que podría lle­varnos demasiado lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino sólo decir lo que es necesario para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que tenemos que decir a este res­pecto de los modernos, necesitamos todavía volver a los Griegos, para precisar lo que no hemos hecho más que indicar hasta aquí de manera insuficiente, y para desbrozar el terreno, en cierto modo, explicándonos con bastante pre­cisión para poner término a ciertas objeciones que es muy fácil prever.

    No agregaremos por el momento sino una palabra en lo que concierne a la divergencia del Occidente con relación al Oriente: esta divergencia ¿continuará aumentando inde­finidamente? Las apariencias podrían hacerlo creer, y, en el estado actual de las cosas, esta cuestión es seguramente de aquellas sobre las cuales se puede discutir; pero, sin em­bargo, en lo que a nosotros se refiere, no pensamos que esto sea posible; daremos las razones en nuestra conclusión.

    Capítulo III: EL PREJUICIO CLÁSICO

     

    Hemos indicado ya lo que entendemos por el "pre­juicio clásico": es propiamente el prejuicio de atribuir a los Griegos y a los Romanos el origen de toda civilización. No se puede, en el fondo, encontrar en él más razón que ésta: los occidentales, porque su propia civilización no remonta en efecto más allá de la época grecorromana y se deriva de ella casi por completo, se imaginan que así ha debido ser por doquiera, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectual­mente, incapaces de franquear el Mediterráneo. Por lo de­más, el hábito de hablar de "la civilización", de una ma­nera absoluta, contribuye también en una amplia medida para mantener este prejuicio; "la civilización", entendida así y suponiéndosela única, es algo que no ha existido nun­ca; en realidad, ha habido siempre y hay todavía "civili­zaciones". La civilización occidental, con sus caracteres es­peciales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente "la evolución de la civiliza­ción" no es más que el desarrollo de esta civilización par­ticular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que por otra parte está muy lejos de haber sido siempre "progresivo" de manera regular y sobre todos los puntos: lo que antes dijimos del pretendido Renacimiento y de sus consecuencias, podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho más que agravarse hasta nosotros. Para el que quiera examinar las cosas con imparciali­dad, es manifiesto que los Griegos tomaron realmente casi todo de los orientales, por lo menos desde el punto de vista intelectual, como ellos mismos lo confesaron a menudo; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no mintie­ron en este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, di­jimos antes, reside en la manera como expusieron las co­sas, según una facultad de adaptación que no se les pue­de negar, pero que necesariamente se encuentra limitada a la medida de su comprehensión; es pues, en suma, una origi­nalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los mo­dos de razonamiento, que se derivan de los modos gene­rales del pensamiento y sirven para formularlos, son dis­tintos entre los Griegos y los orientales; hay que tener siempre cuidado cuando se señalan ciertas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado con más o menos exactitud el si­logismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distinga por un rigor particular; no pa­rece más riguroso que los demás, excepto a quienes lo fre­cuentan de modo exclusivo, y esta apariencia sólo proviene de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado y, por lo tanto, mejor definido. Lo que verdaderamente es propio de los Griegos, en cambio, pero no muy en su favor, es cierta sutileza dialéctica de la que los diá­logos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cues­tión bajo todas sus facetas, tomándola por los aspectos más pequeños, y para terminar en una conclusión más o menos insignificante; hay que creer que los modernos, en Occidente, no son los primeros en estar afectados de miopía intelectual.

     

    No hay motivo quizá, después de todo, para reprochar más de lo debido a los Griegos el que hayan disminuido el campo del pensamiento humano como lo hicieron; por una parte, ésta fue una consecuencia inevitable de su cons­titución mental, de la que no se les puede considerar responsables, y por otra, de esta manera pusieron por lo menos al alcance de una parte de la humanidad algunos conoci­mientos que, de otro modo, corrían peligro de serle com­pletamente extraños. Es fácil darse cuenta de esto al ver de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran directamente en presencia de ciertas concepciones orientales, y que tratan de interpretarlas con­forme a su propia mentalidad: todo lo que no pueden re­ducir a formas "clásicas" se les escapa totalmente, y todo lo que reducen a ellas más o menos bien está por lo mis­mo, desfigurado hasta tal punto que lo hacen irreconocible.

    El pretendido "milagro griego", como lo llaman sus admiradores entusiastas, se reduce en suma a muy poca cosa, o por lo menos, en lo que implica un cambio pro­fundo, este cambio es una decadencia: es la individuali­zación de las concepciones, la sustitución de lo intelectual por lo racional, del punto de vista metafísico por el punto de vista científico y filosó­fico. Poco importa, por lo demás, que los Griegos hayan sabido mejor que otros dar a ciertos conocimientos un carácter práctico, o que hayan sacado de ellos consecuencias con este carácter, cuando no lo habían hecho los precedentes; hasta está permi­tido pensar que así dieron al conocimiento un fin menos puro y menos desinteresado, porque el sesgo de su espíritu no les permitió mantenerse sino con dificultad y como por excepción en el dominio de los principios. Esta ten­dencia "práctica", en el sentido más común de la pala­bra es una de las que debían irse acentuando en el desarrollo de la civilización occidental y predomina ostensiblemente en la época moderna; no se puede hacer una ex­cepción a este respecto sino en favor de la Edad Media, mucho más orientada hacia la especulación pura.

    De una manera general, los occidentales son, por na­turaleza, muy poco metafísicos: la comparación de sus lenguas con las de los orientales suministraría por sí sola una prueba suficiente, si los filólogos fueran capaces de discernir realmente el espíritu de las lenguas que estudian. En cambio, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y esto se com­prende sin dificultad, porque cualquiera que se interese esencialmente en el conocimiento de los principios universales, sólo sentirá un interés muy mediocre por las ciencias es­peciales, y como mucho puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en todo caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, por una certidumbre matemática en cierto modo, y hasta más que matemática, que las cosas no pueden ser distintas de lo que son, se vuelve uno por fuerza desdeñoso de la experiencia, porque la comprobación de un hecho particu­lar, cualquiera que sea, no prueba nunca otra cosa más que la existencia pura y simple de este mismo hecho; cuan­do mucho, tal comprobación puede servir a veces para ilus­trar una teoría, a título de ejemplo, pero de ningún modo para probarla, y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, no hay evidentemente lugar para estu­diar las ciencias experimentales por ellas mismas, y, desde el punto de vista metafísico, no tienen, como el objeto al cual se aplican, más que un valor puramente accidental y contingente; muy a menudo no se experimenta, pues, ni siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares, que se podrían, sin embargo, extraer de los principios, a título de aplicación especial en tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cuestión valía la pena. Se puede comprender ya todo lo que separa el "saber" oriental de la "investigación" occidental; pero todavía se asombra uno de que la investigación haya llegado, para los occidentales modernos, a constituir un fin en sí misma, independiente­mente de sus resultados posibles.

     

    Otro punto que importa esencialmente señalar aquí, y que por lo demás se presenta como un corolario de lo que precede, es que nadie ha estado más lejos que los orientales sin excepción, de tener, como la Antigüedad grecorromana, el culto de la naturaleza; ya que la naturaleza nunca ha sido para ellos más que el mundo de las aparien­cias; sin duda que estas apariencias, tienen también una realidad, pero sólo es una realidad transitoria y no per­manente; contingente y no universal. Así pues, el "natu­ralismo", bajo todas las formas de que es susceptible, no puede constituir, a los ojos de los hombres que se podría llamar metafísicos por temperamento, más que una des­viación y hasta una verdadera monstruosidad intelectual.

    Hay que decir, no obstante, que los Griegos, a pesar de su tendencia al "naturalismo", no llegaron nunca a con­ceder a la experimentación la importancia excesiva que le atribuyen los modernos; se encuentra en toda la antigüedad, aun occidental, cierto desdén por la experiencia, que acaso seria difícil explicar de otra manera, si no es viendo en ella un vestigio de la influencia oriental, porque perdió en parte su razón de ser en los Griegos, cuyas preocupaciones no eran metafísicas, y para los cuales las con­sideraciones de orden estético ocupaban muy a menudo el lugar de razones más profundas que se les escapaban. Es pues a estas últimas consideraciones a las que se hace in­tervenir más a menudo en la explicación del hecho de que se trata; pero pensamos que hay allí, por lo menos en el origen, algo más. De todos modos, esto no impide que se encuentre ya en los Griegos, en cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales como las comprenden los modernos, ciencias en las cuales la tendencia "prácti­ca" se une a la tendencia "naturalista", no pudiendo una y otra alcanzar su pleno desarrollo sino en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. De manera que, el hecho de que los orientales no se hayan apegado nunca a ciertas ciencias especiales, de ningún modo es signo de inferioridad por su parte, hasta es intelectual­mente todo lo contrario; esto es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad se haya dirigido siempre en otro sentido y hacia un fin por completo diferente. Son precisamente los diversos sentidos en que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada ci­vilización su carácter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y esto es al mismo tiempo lo que da la ilusión del progreso a los que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la cual se ha desarrollado y creen que es la única po­sible, sin darse cuenta de que este desarrollo sobre un punto puede ser ampliamente compensado por una regresión en otros puntos.

     

    Si se considera el orden intelectual, único esencial en las civilizaciones orientales, hay dos razones por lo menos para que los Griegos, bajo este concepto, hayan tomado todo a éstas, todo lo válido en sus concepciones: una de tales razones, acerca de la cual hemos insistido más has­ta aquí, está tomada de la ineptitud relativa de la mentali­dad griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las princi­pales civilizaciones orientales. Esto es verdad en particular para la India, aunque, allí donde hay ciertas relaciones en­tre las dos civilizaciones, algunos llevan el "prejuicio clá­sico" hasta afirmar a priori que es la prueba de una in­fluencia griega. Sin embargo, si tal influencia intervino realmente en la civilización hindú, no pudo ser sino muy tardía y debió necesariamente ser por completo superficial.

    Podemos admitir que haya habido, por ejemplo, una in­fluencia de orden artístico, por más que, aun en este punto de vista especial, las concepciones de los Hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, por completo diferentes de las de los Griegos; por otro lado, no se encuentran rastros seguros de una influencia de este género más que en una determinada porción, muy restringida a la vez en el espacio y en el tiempo, de la civilización búdica, que no puede ser confundida con la civilización hindú propia­mente dicha. Pero esto nos obliga a decir por lo menos algunas palabras sobre lo que pudieron ser, en la Antigüedad, las relaciones entre pueblos diferentes y más o menos ale­jados, luego sobre las dificultades que provocan, de manera general, las cuestiones de cronología; tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del dema­siado famoso "método histórico".

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo IV: LAS RELACIONES DE LOS PUEBLOS ANTIGUOS

     

    Se cree generalmente que las relaciones entre Grecia y la India no comenzaron, o por lo menos no adquirieron importancia apreciable, sino en la época de las conquistas de Alejandro; para todo lo que es sin duda anterior a esta fecha se habla, pues, simplemente de semejanzas for­tuitas entre las dos civilizaciones; y para todo lo que es posterior, o que se supone posterior, se habla como es na­tural de influencia griega, como lo quiere la lógica especial inherente al "prejuicio clásico". Ésta es una opinión que, como muchas otras, está desprovista de todo fundamento se­rio, porque las relaciones entre los pueblos, aun alejados, eran mucho más frecuentes en la antigüedad de lo que se cree por lo común. En suma, las comunicaciones no eran mu­cho más difíciles entonces que hace apenas uno o dos siglos, y más precisamente hasta la invención de los ferro­carriles y de los buques de vapor; se viajaba sin duda me­nos comúnmente que en nuestra época, menos a menudo y sobre todo menos deprisa, pero se viajaba de manera más provechosa, porque se tomaba tiempo para estudiar los paí­ses que se atravesaban, y a veces hasta se viajaba justamente sólo con vistas a este estudio y a los beneficios intelectuales que de él se podían obtener. En estas condiciones, no hay ninguna razón plausible para tratar de "leyenda" lo que se nos cuenta sobre los viajes de los filósofos griegos, tanto más cuanto que estos viajes explican muchas cosas que, de otro modo, serían incomprensibles. La verdad es que, mucho antes de los primeros tiempos de la filosofía griega, los medios de comunicación debieron tener un desarrollo del cual los modernos están lejos de tener una idea exacta, y esto de manera normal y permanente, fuera de las migraciones de pueblos que sin duda no se produjeron jamás sino de manera discontinua y algo excepcional.

    Entre otras pruebas que podríamos citar en apoyo de lo que acabamos de decir, sólo indicaremos una, que concierne especialmente a las relaciones de los pueblos del Mediterráneo, y lo haremos porque se trata de un hecho poco conocido o por lo menos poco observado, al cual nadie parece haber prestado la atención que merece, y del que no se han dado, en todo caso, más que interpretaciones muy inexactas. El hecho del que queremos hablar es la adopción, en torno a la cuenca del Mediterráneo, de un mismo tipo fundamental de monedas, con variaciones accesorias que servían de marcas distintivas locales; y esta adopción, aunque no se pueda fijar su fecha exacta, se remonta sin duda a una época muy antigua, por lo menos si sólo se tiene en cuenta el período de la antigüedad que más comúnmente se estudia. Sólo se ha querido ver en esto una simple imitación de las monedas griegas, que habrían llegado accidentalmente a estas regiones lejanas; éste es un ejemplo de la influencia exagerada que se ha querido atribuir siempre a los Griegos, y también de la funesta tendencia a hacer intervenir el azar en todo lo que no se sabe explicar, como si el acaso fuera otra cosa que un nombre para disimular nuestra ignorancia de las causas reales. Lo que nos parece cierto es que el tipo monetario común de que se trata, que tiene esencialmente una cabeza humana de un lado, un caballo o un carro del otro, no es específicamente griego y podría ser itálico o cartaginés, o hasta galo o ibérico; su adopción necesitó sin duda de un acuerdo más o menos explícito entre los diversos pueblos del Mediterráneo, aunque las modalidades de este acuerdo por fuerza se nos escapan. Sucede con este tipo monetario lo que con ciertos símbolos o ciertas tradiciones, que se encuentran los mismos en límites todavía más extensos; y por otra parte, si nadie discute las relaciones continuas que las colonias grie­gas mantenían con su metrópoli, ¿por qué motivo habían de discu­tirse más las que pudieron establecerse entre los Griegos y otros pueblos? Por lo demás, aún allí donde nunca haya intervenido una convención de la clase de la que acabamos de mencionar, por razones que pueden ser de órdenes diversos que no tenemos por qué investigar aquí, y que, por otro lado, sería tal vez difícil determinar con exactitud, no está probado de ningún modo que esto impidiese el establecimiento de intercambios más o menos regulares; los medios fueron simplemente otros, puesto que tuvieron que adaptarse a circunstancias diferentes.

    Para precisar el alcance que conviene reconocer al hecho que hemos indicado, aunque sólo lo hayamos tomado a título de ejemplo, hay que agregar que los intercambios comerciales nunca se han producido de manera continua sin ir acompañados, tarde o temprano, de intercambios de otro orden, y principalmente de intercambios intelectuales; y hasta puede ser que en ciertos casos las relaciones económicas, lejos de ocupar el primer lugar como lo hacen en los pueblos moder­nos, no hayan tenido más que una importancia más o menos secundaria. La tendencia a reducir todo al punto de vista económico, ya sea en la vida interior de un país, o bien en las relaciones internacionales, es, en efecto, una tendencia del todo moderna; los antiguos, aun occidentales, con excepción quizá de los Fenicios, no consideraron las cosas de esta ma­nera, y los orientales, todavía hoy, tampoco las consideran así. Ésta es la ocasión de repetir lo peligroso que es siempre querer formular una apreciación desde el propio punto de vista, en lo que se refiere a hombres que, encontrándose en otras circunstancias, con otra mentalidad, situados de otro modo en el tiempo o en el espacio, con seguridad no se colocaron nunca en este mismo punto de vista, y ni siquiera tenían alguna razón para concebirlo; este error es, sin embargo, el que cometen muy a menudo los que estudian la antigüedad, y éste es también, como lo dijimos al principio, el que nunca dejan de cometer los orientalistas.

     

    Volviendo a nuestro punto de partida, no estamos auto­rizados, en absoluto, por el hecho de que los más antiguos filósofos griegos hayan precedido en varios siglos a la época de Alejandro para concluir que no conocieron nada de las doctrinas hindúes. Para citar un ejemplo, el atomismo, largo tiempo antes de aparecer en Grecia, fue sostenido en la India por la escuela de Kânada y luego por los Jainistas y los Budistas; puede ser que haya sido importado en Occidente por los Fenicios, como lo dan a entender algunas tradiciones, pero, por otra parte, diversos autores afirman que Demócrito, que fue uno de los primeros entre los Griegos en adoptar esta doc­trina, o por lo menos en formularla con precisión, había viajado por Egipto, Persia y la India. Los primeros filósofos griegos pueden hasta haber conocido, no sólo las doctrinas hindúes, sino también las doctrinas budistas, por­que no son sin duda anteriores al Budismo, y, además, éste se difundió pronto fuera de la India, en las regiones de Asia mas vecinas a Grecia, y, por consecuencia, relativa­mente más accesibles. Esta circunstancia fortalecería la tesis, muy sostenible, de los préstamos tomados, no por cierto exclusivos, pero sí importantes, de la civilización búdica: así se explica­ría, en particular, el hecho de que la mayoría de los fi­lósofos físicos no hayan admitido más que cuatro elementos en lugar de cinco. Lo curioso en todo caso es que los acercamientos que se pueden hacer con las doctrinas de la India son mucho más numerosos y más patentes en el período pre­socrático que en los períodos posteriores; ¿en qué se convier­te entonces el papel de las conquistas de Alejandro en las relaciones intelectuales de los pueblos? En suma, no parecen haber introducido, como hecho de influencia hindú, más que la que se puede señalar en la lógica de Aristóteles, y a la cual aludimos antes en lo que se refiere al silogismo, así como en la parte metafísica de la obra del mismo filósofo, para la cual se podrían señalar también semejanzas demasiado preci­sas como para ser puramente accidentales.

    Si se objeta, para defender a pesar de todo la originalidad de los filósofos griegos, que hay un fondo intelectual común para toda la humanidad, resulta, como mínimo, que este fondo es algo demasiado general y demasiado vago para suministrar una explicación satisfactoria de semejanzas precisas y clara­mente determinadas. Por lo demás, la diferencia de mentalidades va mucho más lejos, en bastantes casos, de lo que creen los que nunca conocieron más que un solo tipo de humani­dad; entre los Griegos y los Hindúes, particularmente, esta diferencia era de las más considerables. Está explicación sólo puede ser suficiente cuando se trata de dos civilizaciones comparables entre sí, cuando se desarrollan en el mismo sen­tido, aunque independientemente una de otra, y producen concepciones idénticas en el fondo, aunque muy distintas en forma: este caso es el de las doctrinas metafísicas de China y de la India. Aunque sería tal vez más plausible, aun en estos limites, ver ahí, como está uno obligado a hacerlo por ejemplo cuando se comprueba una comunidad de símbolos, el resultado de una identidad de tradiciones primordiales, supo­niendo relaciones que pueden remontar por lo demás a épo­cas mucho más remotas que el comienzo del período llamado "histórico"; pero esto nos llevaría demasiado lejos.

     

    Después de Aristóteles, las huellas de una influencia hindú en la filosofía griega se vuelven más y más raras, si no es que nulas por completo, porque esta filosofía se encierra en un dominio más y más limitado y contingente, más y más alejado de toda intelectualidad verdadera, y porque este dominio es, en su mayor parte, el de la moral, refiriéndose a preocupaciones que siempre fueron completamente extrañas a los orientales. No es sino entre los neoplatónicos donde se verán reaparecer influencias orientales, y es allí donde se encontrarán en los Griegos por primera vez ciertas ideas metafísicas, como la del Infinito. Hasta aquí, en efecto, los Griegos sólo habían tenido la noción de lo inde­finido, y, rasgo eminentemente característico de su mentali­dad, acabado y perfecto eran para ellos términos sinónimos; para los Orientales, por el contrario, es el Infinito lo idéntico a la Perfección. Tal es la diferencia profunda que existe entre un pensamiento filosófico, en el sentido europeo de la palabra, y un pensamiento metafísico; pero ya tendre­mos ocasión después de insistir más ampliamente sobre el particular, y estas pocas indicaciones bastan por el mo­mento, porque nuestra intención no es la de establecer aquí una comparación detallada entre las concepciones respectivas de la India y de Grecia, comparación que encontraría por lo demás muchas dificultades en las cuales no piensan los que la consideran demasiado superficialmente.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo V: CUESTIONES DE CRONOLOGÍA

     

    Las cuestiones relativas a la cronología son de las que más apuran a los orientalistas, y esta dificultad está generalmente bastante justificada; pero se equivocan, por una parte, en conceder importancia excesiva a estas cuestiones, y, por otra, en creer que podrán llegar, por sus métodos ordinarios, a obtener soluciones definitivas, cuando no llegan en efecto sino a hipótesis más o menos caprichosas, sobre las cuales, por otra parte, están lejos de ponerse de acuerdo entre sí. Hay sin embargo algunos casos que no presentan ninguna difi­cultad real, al menos cuando aceptan no complicarlos intencionadamente con las sutilezas y las argucias de una "crítica" y de una "hipercrítica" absurdas. Tal es especialmente el caso de documentos que, como los antiguos Anales chinos, contienen una descripción precisa del estado del cielo en la época a la cual se refieren; como el cálculo de su fecha exacta se basa en datos astronómicos ciertos, no puede tolerar nin­guna ambigüedad. Desgraciadamente, este caso no es general, y hasta es casi excepcional, y los otros documentos, los documentos hindúes en particular, no ofrecen en su mayoría nada de ello para guiar las investigaciones, lo que, en el fon­do, prueba simplemente que sus autores no tuvieron la me­nor preocupación por "establecer una fecha" con el objeto de reivindicar cualquier prioridad. La pretensión a la originalidad intelectual, que en buena parte contribuye al nacimiento de sistemas filosóficos, es, aun entre los occidentales, cosa muy moderna, que ignoró la Edad Media; las ideas puras y las doctrinas tradicionales nunca constituyeron la propiedad de tal o cual individuo, y las particularidades biográficas de los que las expusieron e interpretaron son de importancia mínima. Por lo demás, aun para China, la observación que hicimos hace poco no se aplica, a decir verdad, más que a los escritos históricos; pero éstos son, después de todo, los únicos para los cuales presenta verdadero interés la determinación cronológica, puesto que esta misma determinación no tiene sentido ni alcance más que desde sólo el punto de vista de la historia. Hay que señalar, por otra parte, que, para aumentar la dificultad, existe en la India, y sin duda también en ciertas civilizaciones desaparecidas, una cronología, o más exactamente algo que tiene la apariencia de una cronología, basada en números simbólicos, que no hay que tomar de nin­gún modo literalmente por números de años; ¿no se encuen­tra algo análogo hasta en la cronología bíblica? Sólo que esta pretendida cronología se aplica exclusivamente, en rea­lidad, a períodos cósmicos, y no a períodos históricos; entre unas y otras no hay confusión posible, si no es por efecto de una ignorancia bastante grosera, y sin embargo estamos obli­gados a reconocer que los orientalistas han dado demasiados ejemplos de semejantes equivocaciones.

     

    Una tendencia muy general en estos mismos orientalistas es la que les lleva a reducir lo más posible, y a menudo aun más allá de toda medida razonable, la antigüedad de las civilizaciones de que se ocupan, como si se sintieran molestos por el hecho de que estas civilizaciones hayan podido existir y estar en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se pueden asignar a la actual civilización occidental, o más bien a las que la precedieron directamente; su prejuicio a este respecto no parece tener otra excusa que ésta, que es en verdad muy insuficiente. Por lo demás, este mismo prejuicio se ejerció tam­bién sobre cosas mucho más cercanas al Occidente, en todos los aspectos, que las civilizaciones de China y de la India, y aun las de Egipto, Persia y Caldea: es así como se han esforzado, por ejemplo, en "rejuvenecer" la Qabbalah he­braica de manera que se pueda suponer en ella una influencia alejandrina y neoplatónica, cuando fue lo contrario sin duda lo que se produjo en realidad; y esto siempre por la misma razón, es decir, nada más porque se ha conve­nido a priori que todo debe venir de los Griegos, que éstos tuvieron el monopolio de los conocimientos en la antigüedad, como los europeos se imaginan tenerlo ahora, y que fueron siempre, como estos mismos europeos pretenden serlo en la actualidad, los educadores y los inspiradores del género hu­mano. Y, sin embargo, Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no teme aseverar en el Timeo que los Egipcios llamaban "niños" a los Griegos; los orien­tales tendrían todavía hoy muchas razones para decir lo mismo de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizá excesiva no les impidiesen a menudo llegar hasta ahí. Recordamos sin embargo, que esta misma apreciación fue formulada precisamente por un hindú que oía exponer por primera vez las concepciones de ciertos filósofos europeos, y que estuvo muy lejos de mostrarse maravillado cuando declaró que éstas eran "ideas buenas" todo lo más para un niño de ocho años.

    Los que piensan que reducimos demasiado el papel des­empeñado por los Griegos, haciendo de ellos casi exclusivamente una función de "adaptadores", podrían objetarnos que no conocemos todas sus ideas, que hay muchas cosas que no han llegado hasta nosotros. Eso es cierto sin duda, en algunos casos, y principalmente en la enseñanza oral de los filósofos; pero ¿lo que conocemos de sus ideas no es de todos modos ampliamente suficiente para permitirnos juzgar de lo demás? La analogía, que nos suministra el medio de ir, en cierta medida, de lo conocido a lo desconocido, nos da aquí la razón: y, además, según la enseñanza escrita que poseemos, hay por lo menos fuertes presunciones para creer que la enseñanza oral correspondiente, en lo que tenía precisamente de especial y de "esotérica", es decir, de "más interior", fue, como la de los "misterios" con la cual debió tener mu­chas relaciones, más profundamente impregnada aún de inspiración oriental. Fuera de esto, la misma "interioridad" de esta enseñanza no hace más que garantizarnos que estaba menos alejada de su fuente y menos deformada que cual­quier otra, porque estaba menos adaptada a la mentalidad general del pueblo griego, sin lo cual su comprehensión no hubiese requerido, evidentemente, una preparación especial, sobre todo una preparación tan larga y tan difícil como lo era, por ejemplo, la que estaba en uso en las escuelas pita­góricas.

    Por lo demás, los arqueólogos y los orientalistas estarían muy desacertados al invocar contra nosotros una enseñanza oral, o incluso obras perdidas, puesto que "el método histórico" que tanto estiman tiene por carácter esencial no tomar en consideración más que los monumentos que tienen a la vista y los documentos escritos que tienen entre las manos; y ahí es precisamente donde se manifiesta toda la insuficien­cia de este método. En efecto, es una observación que se impone, pero que se pierde muy a menudo de vista, la si­guiente: si se encuentra, para cierta obra, un manuscrito cuya fecha se puede determinar por un medio cualquiera, esto prueba que la obra de que se trata no es ciertamente posterior a esta fecha, pero eso es todo, y ello no prueba de ningún modo que no pueda ser muy anterior. Puede muy bien suceder que se descubran después otros manuscritos más antiguos de la misma obra y, por lo demás, si no se descubren, no se tiene el derecho de concluir que no existen, ni con mayor razón que no han existido nunca. Si la obra existe todavía en el caso de una civilización que ha durado hasta nosotros, es, por lo menos verosímil que, lo más a menudo, los manuscritos no sean entregados al azar de un descubrimiento arqueológico como el que se puede hacer cuando se trata de una civilización desaparecida, y no hay, por otra parte, ninguna razón para admitir que quienes los conservan se crean obligados un día u otro a deshacerse de ellos en beneficio de los eruditos occidentales, tanto más cuanto que puede darse a su conservación un interés sobre el que no in­sistiremos, pero acerca del cual la curiosidad, aun deco­rada con el epíteto "científico", es de muy poco valor. Por otra parte, en lo que se refiere a las civilizaciones desaparecidas, estamos obligados a darnos cuenta de que, a pesar de todas las investigaciones y de todos los descubrimientos, hay una multitud de documentos que no encontraremos jamás, por la sencilla razón de que fueron destruidos accidental­mente; como los accidentes de este género fueron, en mu­chos casos, contemporáneos de las mismas civilizaciones de que se trata, y no forzosamente posteriores a su extinción, y como todavía podemos comprobar accidentes parecidos en torno a nosotros, es extremadamente probable que lo mismo debió producirse también, poco más o menos, en las otras civilizaciones que se han prolongado hasta nuestra épo­ca; aún hay más probabilidades de que haya sido así, pues­to que ha transcurrido, desde el origen de estas civilizaciones, una sucesión más larga de siglos. Pero aún hay algo más: hasta sin accidente, los manuscritos antiguos pueden des­aparecer de manera por completo natural, normal en cier­to modo, por desgaste puro y simple; en este caso, son reemplazados por otros que necesariamente son de fecha más reciente, y que son los únicos cuya existencia se podrá com­probar en lo sucesivo. Podemos formarnos una idea, en par­ticular, por lo que sucede de manera constante en el mundo musulmán: un manuscrito circula y es transportado, según las necesidades, de un centro de enseñanza a otro, y a veces a regiones muy alejadas, hasta que esté tan gravemente dañado por el uso que quedará casi fuera de servicio; se hace entonces una copia tan exacta como es posible, copia que ocupará desde entonces el lugar del antiguo manuscrito, que se utilizará de la misma manera, y ella misma será reemplazada por otra, cuando a su vez se deteriore, y así sucesivamente. Estas sustituciones sucesivas pueden sin duda ser muy enojosas para las investigaciones es­peciales de los orientalistas; pero los que se dedican a ellas no se preocupan de este inconveniente, y, aun si las conocen, no consentirían con seguridad por tan poca cosa en cam­biar sus costumbres. Todas estas observaciones son tan evidentes en sí mismas que no valdría quizá la pena el for­mularlas, si el prejuicio que hemos señalado en los orienta­listas no los cegara hasta el punto de ocultarles enteramente esta evidencia.

     

    Ahora, hay otro hecho que no pueden tener en cuenta, sin estar en desacuerdo con ellos mismos, los partidarios del "método histórico"; es el de que la enseñanza oral precedió casi por todas partes a la enseñanza escrita, y que fue la única en uso durante períodos que pudieron ser muy lar­gos, aunque su duración exacta sea difícilmente determi­nable. De manera general, un escrito tradicional no es, en la mayoría de los casos, más que la fijación relativa­mente reciente de una enseñanza que al principio se trans­mitió por la vía oral, y al cual es muy raro que se le pueda asignar un autor; así pues, aun seguros de estar en posesión del manuscrito primitivo, de lo cual quizá no hay un solo ejemplo, haría falta saber aún cuánto tiempo había durado la transmisión oral anterior y ésta es una cuestión que arriesga permanecer lo más a menudo sin respuesta. Esta exclusividad de la enseñanza oral pudo tener razones múltiples, y no supone por fuerza la ausencia de escritura, cuyo origen es con seguridad muy lejano, por lo menos bajo la forma ideográfica, cuya forma fonética no es mas que una degeneración causada por una necesidad de simpli­ficación. Se sabe, por ejemplo, que la enseñanza de los Drui­das permaneció siempre exclusivamente oral, aun en una época en la que los Galos conocían con seguridad la escritura, puesto que se servían corrientemente de un alfabeto griego en su relaciones comerciales; de modo que la enseñanza druídica no dejó ninguna huella auténtica, y como mu­cho se pueden reconstruir con más o menos exactitud algu­nos fragmentos muy limitados. Sería pues un error creer que la transmisión oral alteró a la larga la enseñanza; dado el interés que presentaba su conservación integral, hay por el contrario razones para pensar que se tomaban las pre­cauciones necesarias para que se mantuviese siempre idén­tica, no sólo en el fondo, sino hasta en la forma; y se pue­de comprobar que este mantenimiento es perfectamente realizable, por lo que acontece hoy todavía en los pueblos orientales, para los cuales la fijación por medio de la escri­tura no acarreó nunca la supresión de la tradición oral ni fue considerada como capaz de suplirla enteramente. Hecho curioso, se admite comúnmente que ciertas obras no fueron escritas desde su origen, se admite principalmente para los poemas homéricos en la antigüedad clásica, para las canciones de gesta en la Edad Media; ¿por qué motivo, pues, no quieren admitir la misma cosa cuando se trata de obras que se refieren, no ya al orden simplemente literario, sino al orden de la intelectualidad pura, en las que la transmisión oral tiene razones mucho más profundas? Es verdadera­mente inútil insistir más sobre el particular, y, en cuanto a estas razones profundas a las cuales acabamos de hacer alusión, no es aquí el lugar de desarrollarlas; tendremos por lo demás la ocasión de decir algunas palabras después.

     

    Queda un último punto que queríamos indicar en este capitulo; el de que, si a menudo es difícil situar exacta­mente en el tiempo cierto período de la existencia de un pueblo antiguo, lo es igualmente, por extraño que esto pueda parecer, situarlo en el espacio. Queremos decir con esto que ciertos pueblos pudieron, en diversas épocas, emigrar de una región a otra, y que nada nos prueba que las obras que dejaron los antiguos Hindúes o los antiguos Persas, por ejemplo, hayan sido todas compuestas en los países donde viven en la actualidad sus descendientes. Más todavía, nada nos lo prueba aun en el caso en que estas obras contengan la designación de ciertos lugares, los nombres de ríos o de montañas que conocemos todavía, porque estos mismos nom­bres pudieron ser aplicados sucesivamente en las diversas regiones en que el pueblo considerado se detuvo durante el curso de sus migraciones. Hay aquí algo muy natu­ral; ¿los actuales europeos no tienen a menudo la cos­tumbre de dar a las ciudades que fundan en sus colonias y a los accidentes geográficos que en ellas encuentran, nom­bres tomados a su país de origen? Se ha discutido a veces la cuestión de saber si la Hélade de los tiempos homéricos era la Grecia de las épocas más recientes, o si la Palestina bíblica era realmente la región que todavía designamos con este nombre; las discusiones de este género no son quizá tan vanas como se piensa por lo común, y la cuestión se puede plantear, aun cuando en los ejemplos que acabamos de citar es muy probable que deba ser resuelta por la afirmativa. Por el contrario, en lo que concierne a la India védica, hay sobradas razones para responder negativamen­te a una cuestión de este género; los antepasados de los Hindúes debieron, en una época por lo demás indeterminada, habitar una región muy septentrional, ya que, según ciertos textos, sucedió que el sol dio la vuelta al horizonte sin ocultarse; ¿pero cuándo dejaron esta morada primitiva y al cabo de cuántas etapas llegaron desde allí a la India actual? Éstas son cuestiones interesantes desde cierto punto de vista, pero que nos contentamos con señalar sin preten­der examinarlas aquí, porque no entran en nuestro asun­to. Las consideraciones que hemos tratado hasta aquí no constituyen más que simples preliminares, que nos han pare­cido necesarios antes de abordar las cuestiones propiamente relativas a la interpretación de las doctrinas orientales; y, para estas últimas cuestiones, que son nuestro objeto principal, todavía nos falta señalar otro género de dificultades.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    CAPÍTULO VI: DIFICULTADES LINGÜÍSTICAS

     

    La dificultad más grave para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como lo indica­mos ya y como queremos exponerlo sobre todo en lo que sigue, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a ex­presar respectivamente estos modos, de donde nace una segunda dificultad, que proviene de la primera, cuando se trata de verter ciertas ideas en las lenguas del Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, esto no hace más que agravar las dificultades inherentes a cualquier traduc­ción, y que también se encuentran, aunque en grado menor, al trasladar de una lengua a otra que le es muy vecina filoló­gicamente lo mismo que desde el punto de vista geográfico; en este último caso, los términos que se consideran como co­rrespondientes, y que tienen a menudo el mismo origen o la misma derivación, algunas veces están muy lejos, a pe­sar de esto, de ofrecer para el sentido una equivalencia exac­ta. Esto se comprende con facilidad, porque es evidente que cada lengua debe estar particularmente adaptada a la mentalidad del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su mentalidad propia, distinta con más o menos am­plitud de las otras; esta diversidad de mentalidades étnicas sólo es mucho menor cuando se consideran pueblos que pertenecen a una misma raza o corresponden a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son sin duda los más fundamentales, pero los caracte­res secundarios que se superponen pueden dar lugar a variaciones que son todavía muy apreciables; y hasta podría uno preguntarse si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que compren­de elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lin­güística es a menudo reciente y un poco artificial: no sería nada extraordinario por ejemplo, que la lengua común he­redara en cada provincia, tanto en el fondo como en la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al cual se vino a sobreponer y al que reemplazó más o menos com­pletamente. Sea de ello lo que fuere, las diferencias de que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de ésta, hay sin duda una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes unas de otras desde todos los puntos de vista, o aun para lenguas emparentadas filológicamente, pero adap­tadas a mentalidades y a civilizaciones muy diversas, por­que las aproximaciones filológicas permiten mucho menos seguramente que las aproximaciones mentales el estableci­miento de verdaderas equivalencias. Por estas razones, como lo dijimos desde el principio, la traducción más lite­ral no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de ello, y por esto también el conocimiento puramente gramatical de una lengua es del todo insuficiente para dar la comprehensión de ella.

     

    Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos, y, por consecuencia, de sus lenguas, hay que hacer notar que éste puede ser un alejamiento en el tiempo así como en el espacio, de manera que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprehensión de las lenguas antiguas. Más todavía, para un mismo pueblo, si acontece que su menta­lidad sufra en el curso de su existencia modificaciones no­tables, no sólo se sustituyen términos antiguos en su len­gua por términos nuevos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, a tal punto, que en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya a las mismas concepciones, y se necesitaría entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción que reemplazase las pa­labras que sin embargo están en uso todavía, por otras palabras diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII con la de nuestros días suministraría nume­rosos ejemplos. Debemos agregar que esto es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, como lo indicamos antes, es extremadamente inestable y cambian­te; y además hay todavía una razón decisiva para que tal inconveniente no se presente en Oriente, o por lo me­nos se reduzca estrictamente al mínimo: y es que existe una demarcación muy clara entre las lenguas vulgares, que va­rían por fuerza en cierta medida para responder a las ne­cesidades de uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están inmutable­mente fijadas, y que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, dis­minuye aún la importancia de las consideraciones cronoló­gicas. Se habría podido, hasta cierto punto, encontrar algo análogo en Europa en la época en que el latín se empleaba por lo general para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y esto es precisamente lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relacio­nes internacionales, en las que las "lenguas auxiliares" arti­ficiales que preconizan los modernos fracasaron siempre de manera fatal. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es que en efecto estas doctrinas no "evolucionan" en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de cualquier "método histórico"; por extraño e incomprensible que pueda parecer ello a los occidentales modernos, que quisieran a toda costa creer en el progre­so en todos los dominios, es sin embargo así, y, si no se reconoce, está uno condenado a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen que cambiar en su fundamento, ni que perfeccionarse; pue­den sólo desarrollarse bajo ciertos puntos de vista, recibiendo expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siem­pre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si acontece por excepción que no sea así y que se produzca una des­viación intelectual en un medio más o menos restringido, esta desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en te­ner por consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde se la reemplaza por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez cierta fi­jeza relativa, porque la doctrina disidente tiende de ma­nera espontánea a colocarse como tradición independiente, aunque como es natural desprovista de toda autoridad re­gular. El oriental, aun saliendo de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que haga las veces de ella, y trataremos de hacer comprender en lo que sigue adelante todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; ahí reside, por lo demás, una de las causas profundas de su menosprecio por el occidental, que se presenta muy a menudo ante él como un ser desprovisto de cualquier vínculo tradicional.

     

    Para considerar ahora bajo otro punto de vista, y como en su principio mismo, las dificultades que acabamos de señalar especialmente en este capítulo, queremos decir que toda expresión de un pensamiento cualquiera es necesaria­mente imperfecta en sí misma, porque limita y restringe las concepciones para encerrarlas en una forma definida que nunca puede ser completamente adecuada, ya que la con­cepción contiene siempre algo más que su expresión, y aun inmensamente más cuando se trata de concepciones metafísicas, que deben siempre tener en cuenta lo inexpresable, porque corresponde a su esencia misma abrirse sobre posibilidades ilimitadas. El paso de una lengua a otra, por fuerza peor adaptada que la primera, no hace en suma más que agravar esta imperfección original e inevi­table; pero cuando se ha llegado a asir en cierto modo la concepción misma a través de su expresión primitiva, identificándose tanto como es posible a la mentalidad de aquel o aquellos que la pensaron, es claro que siempre se puede remediar en una amplia medida este inconveniente, dando una interpretación que, para ser inteligible, deberá ser un comentario mucho más que una traducción literal pura y simple. Toda la dificultad real reside pues, en el fondo, en la identificación mental que se requiere para llegar a este resul­tado; hay algunos, con seguridad, que son por completo inca­paces, y se ve cómo ello supera el alcance de los trabajos de simple erudición. Esta es la única manera de estudiar las doctrinas que puede ser realmente provechosa; para compren­derlas, se necesita por decirlo así, estudiarlas "desde den­tro", mientras que los orientalistas la han limitado siempre a considerarlas desde fuera.

     

    El género de trabajo de que se trata aquí es relativa­mente más fácil para las doctrinas que se han transmitido re­gularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía in­térpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión es­crita o figurada es la única que ha llegado hasta nosotros, sin estar acompañada de la tradición oral extinguida desde hace largo tiempo. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado siempre en descuidar, con un prejuicio involuntario tal vez para algunos, pero por lo mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía a ellos, que se proponen estudiar las civilizaciones que aún subsisten, con exclusión de aquellos cuyas investigaciones se ocupan de las civilizaciones desaparecidas. Sin embargo, como ya lo indicamos antes, estos últimos, los egiptólogos y los asiriólo­gos por ejemplo, podrían sin duda evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la mentalidad humana y de las diversas modalidades de que es susceptible; pero tal conocimiento no sería precisamente po­sible sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, al menos indirectamente, inmensos servi­cios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Sólo que, para este objeto que está lejos de ser el más importante a nuestros ojos, no habría que encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma sino un interés muy mediocre, pero que es sin duda el solo dominio en que se pueda ejer­cer sin demasiados inconvenientes la actividad de los que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la mentalidad occidental moderna. Esta es, lo repetimos una vez más, la razón esencial que hace los trabajos de los orien­talistas totalmente insuficientes para permitir la comprehensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, si no es que nocivos en ciertos casos, para un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    SEGUNDA PARTE: LOS MODOS GENERALES DEL PENSAMIENTO ORIENTAL

     

    Capítulo I: LAS GRANDES DIVISIONES DEL ORIENTE

     

    Dijimos ya que, aunque pueda oponerse la mentalidad oriental en su conjunto a la mentalidad occidental, no es posible hablar sin embargo de una civilización oriental como se habla de una civilización occidental. Hay muchas ci­vilizaciones orientales claramente distintas, y cada una posee, como lo veremos más adelante, un principio de unidad que le es propio y que difiere esencialmente de una u otra de estas civilizaciones; pero, por diversas que sean, no obs­tante todas tienen ciertos rasgos comunes, principalmente en el aspecto de los modos de pensamiento, y esto es precisamente lo que permite decir que existe, de manera general, una mentalidad específicamente oriental.

    Cuando se quiere emprender un estudio cualquiera, siempre es oportuno, para poner orden en él, comenzar por establecer una clasificación basada sobre las divisiones naturales del objeto que se va a estudiar. Por ello, antes de cualquier otra consideración, es necesario situar las diferentes civilizaciones orientales unas con relación a las otras, ateniéndonos por lo demás a las grandes líneas y a las divisiones más generales, suficientes por lo menos en una primera aproximación, puesto que no tenemos la inten­ción de entrar aquí en un examen detallado de cada una de estas civilizaciones tomada aparte.

    En estas condiciones, podemos dividir el Oriente en tres grandes regiones que designaremos, según su situación geo­gráfica con relación a Europa, como el Cercano Oriente, el Oriente Medio y el Extremo Oriente. El Cercano Orien­te, para nosotros, comprende todo el conjunto del mundo musulmán; el Medio Oriente está esencialmente constituido por la India; en cuanto al Extremo Oriente, es lo que se designa comúnmente bajo este nombre, es decir China e Indochina. Es fácil ver, desde el principio, que estas tres divisiones generales corresponden a tres grandes civilizaciones completamente distintas e independientes, que son, si no las únicas que existen en todo el Oriente, por lo menos las más importantes y cuyo dominio está mucho más extendido. En el interior de cada una de estas civilizaciones se podrían marcar subdivisiones, que ofrecen variaciones casi del mismo orden que las que, en la civilización europea, existen entre países diferentes; sólo que aquí no se podrían asignar a estas subdivisiones límites que sean los de las nacionalidades, cuya noción misma responde a una concepción que es, en general, extraña al Oriente.

    El Cercano Oriente, que comienza en los confines de Europa, se extiende no sólo sobre la parte de Asia que es la más vecina a ésta, sino también, al mismo tiempo, so­bre toda el África del Norte; comprende pues, a decir ver­dad, países que, geográficamente, son tan occidentales como la misma Europa. Pero la civilización musulmana, en todas las direcciones donde se ha extendido, ha conservado los caracteres esenciales que tiene de su punto de partida orien­tal; y ha impreso estos caracteres a pueblos extremadamente diversos, formándoles así una mentalidad común, pero no, sin embargo, hasta el punto de quitarles toda originalidad. Las poblaciones beréberes del África del Norte no se han confundido nunca con los árabes que viven sobre el mismo suelo y es fácil distinguirlas, no sólo por los vestidos es­peciales que han conservado o por su tipo físico, sino también por una especie de. fisonomía mental que les es pro­pia; es cierto, por ejemplo, que el kabilo está mucho más cerca del europeo, por ciertos aspectos, que el árabe. No es menos cierto que la civilización del África del Norte, en lo que se refiere a la unidad que posee, es, no sólo musulmana, sino aún árabe en su esencia; y además, lo que se puede llamar el grupo árabe es, en el mundo islámico, el que tiene una importancia verdaderamente primordial, pues­to que en él nació el Islam, y que su lengua propia es la lengua tradicional de todos los pueblos musulmanes, cua­lesquiera que sean su origen y su raza. Al lado de este gru­po árabe distinguiremos otros dos principales, que podemos llamar el grupo turco y el grupo persa, aunque estas deno­minaciones no sean quizá de una rigurosa exactitud. El primero de estos grupos comprende sobre todo a los pueblos de raza mongola, como los Turcos y los Tártaros; sus ras­gos mentales lo diferencian grandemente de los Árabes, lo mismo que sus rasgos físicos, pero intelectualmente de­pende en el fondo de la intelectualidad árabe; y por lo demás, desde el mismo punto de vista religioso, estos dos grupos árabe y turco, a pesar de algunas diferencias ri­tuales y legales, forman un conjunto único que se opone al grupo persa. Llegamos pues aquí a la separación más profunda que existe en el mundo musulmán, separación que se expresa por lo común diciendo que los Arabes y los Turcos son "sunnitas", mientras que los Persas son "chiítas", estas designaciones provocarían algunas reservas, pero no tenemos por qué entrar aquí en esta consideraciones. Agre­garemos nada más que los Persas presentan, étnica y men­talmente, afinidades múltiples con los pueblos de la India; por lo demás, la gran mayoría de los musulmanes indios, así como ciertas poblaciones del Asia central, se adhieren al grupo persa a la vez por su origen y por su lengua habitual, aunque el grupo árabe tenga también más allá del Golfo Pérsico cierto número de representantes.

     

    Según acabamos de decir, puede verse que las divi­siones geográficas no coinciden siempre estrictamente con el campo de expansión de las civilizaciones correspondientes, sino sólo con el punto de partida y el centro principal de estas civilizaciones. En la India, los elementos musulmanes se encuentran un poco por doquiera, y aún existen en China; pero no tenemos por qué preocuparnos cuando ha­blamos de las civilizaciones de estas dos regiones, porque la civilización islámica no es ahí autóctona. Por otra par­te, Persia debería unirse étnica y aun geográficamente a lo que hemos llamado el Oriente Medio; si no la hemos hecho entrar en él, es porque su actual población es ente­ramente musulmana. Habría que considerar en realidad en este Oriente Medio, dos civilizaciones distintas, aunque tie­nen manifiestamente una cepa común: una es la de la India, la otra la de los antiguos Persas; pero esta última no tiene hoy como representantes más que a los Parsis, que forman grupos poco numerosos y dispersos, unos en la India, principalmente en Bombay, los, otros en el Cáucaso; nos basta aquí con señalar su existencia. No queda pues por conside­rar, en la segunda de nuestras grandes divisiones, más que la civilización propiamente india, o más precisamente hindú, que abraza en su unidad a pueblos de razas muy diversas: entre las múltiples regiones de la India, y sobre todo en­tre el Norte y el Sur, hay diferencias étnicas tan grandes por lo menos como las que se pueden encontrar en toda la extensión de Europa; pero todos estos pueblos tienen sin embargo una civilización común, y también una lengua tra­dicional común, que es el sánscrito. La civilización de la India, en ciertas épocas, se difundió más al este y dejó huellas evidentes entre ciertas regiones de Indochina, como Birmania, Siam, Camboya, y hasta en algunas islas de Oceanía, principalmente en Java. Por lo demás, de esta misma civilización hindú ha surgido la civilización bú­dica, que se ha extendido, bajo formas diversas, sobre una gran parte del Asia central y oriental; pero la cuestión del Budismo exige explicaciones que daremos más adelante.

     

    Por lo que hace a la civilización del Extremo Oriente, que es la sola cuyos representantes pertenecen en realidad a una raza única, es propiamente la civilización china; se extiende, como lo dijimos, a Indochina, y de manera más especial a Tonkín y Anam, pero los habitantes de estas regiones son de raza china, o bien pura, o bien mezclada con algunos elementos de origen malayo, pero que están lejos de ser preponderantes. Hay motivo para insistir so­bre el hecho de que la lengua tradicional inherente a esta civilización es esencialmente la lengua china escrita, que no participa en las variaciones de la lengua hablada, ya sea que se trate por lo demás de variaciones en el tiempo o en el espacio; un chino del Norte, un chino del sur y un anamita pueden no comprenderse al hablar, pero el uso de los mis­mos caracteres ideográficos, con todo lo que en realidad implica, establece entre ellos un lazo cuya potencia es total­mente insospechada por los europeos. En cuanto al Japón, que hicimos a un lado en nuestra división general, se liga al Extremo Oriente en la medida que ha sufrido la influencia china, si bien posee además, también con el Shinto, una tradición propia de un carácter muy diferente. Cabría preguntarse hasta qué punto estos di­versos elementos han podido mantenerse a pesar de la mo­dernización, es decir, de la occidentalización, que fue im­puesta a este pueblo por sus dirigentes; pero ésta es una cuestión demasiado particular para que podamos detenernos aquí. Por otra parte, con toda intención omitimos, en lo que precede, hablar de la civilización tibetana, que, sin embargo, está lejos de merecer nuestro olvido, sobre todo desde el punto de vista que más particularmente nos ocupa. Esta civilización, en ciertos aspectos, participa a la vez de la de la India y de la de China, sin dejar de presentar caracteres que le son absolutamente especiales; pero como los euro­peos la ignoran más completamente que cualquiera otra civilización oriental, no se podría hablar de ella útilmente sin entrar en desarrollos que estarían aquí fuera de propósito.

     

    No consideraremos, pues, teniendo en cuenta las res­tricciones que hemos indicado, más que tres grandes ci­vilizaciones orientales, que corresponden respectivamente a las tres divisiones geográficas que indicamos al principio, y que son las divisiones musulmana, hindú y china. Para hacer comprender los caracteres que diferencian más esen­cialmente estas civilizaciones entre sí, pero sin entrar en demasiados detalles sobre el par­ticular, lo mejor que podemos hacer es exponer tan clara­mente como sea posible los principios sobre los cuales descansa la unidad fundamental de cada una de ellas.

    Capítulo II: PRINCIPIOS DE UNIDAD DE LAS CIVILIZACIONES ORIENTALES

     

    Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental: hasta se podría decir que su unidad, que descansa siempre culturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una determinada confor­mación mental, no es ya verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio, principio que también le falta a esta misma civilización, desde que rompió, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era, precisamente para ella, el principio esencial, y que la hizo ser, en la Edad Media, lo que se llamó la "Cristiandad". La intelectualidad occidental no podría tener a su disposición en los límites en que se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de otro orden que fuese susceptible de sustituir a aquél; creemos que tal elemento no podía, fuera de las excepciones no susceptibles de generalizarse en este medio, concebirse más que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, como es, según dijimos, demasiado vaga y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización, se corría el peligro desde enton­ces, de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin nin­gún lazo efectivo y consciente; y, en efecto, a partir del momento en que fue rota la unidad fundamental de la "Cris­tiandad" es cuando se constituyeron en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades se­cundarias, fragmentarias y disminuidas de las "nacionalidades". Pero Europa conservó sin embargo hasta en su desvia­ción mental, y como a pesar de ella, el sello de la formación única que recibiera durante el curso de los siglos precedentes; las mismas influencias que habían acarreado la desviación se ejercieron por todas partes de modo semejante, aunque en grados diversos; resultó otra vez una mentalidad común, y una civilización que permaneció muy a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuese por lo demás, iba a estar desde entonces, si puede decirse así, al servicio de una "ausencia de principio" que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener con seguridad que éste era el precio del progreso material hacia el cual ha ten­dido exclusivamente desde entonces el mundo occidental porque hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea de ello lo que fuere, era realmente, a nuestro juicio, pa­gar muy caro este progreso tan ensalzado.

     

    Este resumen muy somero permite comprender, en pri­mer lugar, por qué razón no puede haber en Oriente nada que sea comparable a lo que son las naciones occidentales: y es que, en suma, la aparición de las nacionalidades, en una civilización, es el signo de una disolución parcial que resulta de la pérdida de lo que hacía su unidad profunda. Sólo el Japón, anormal en esto como en casi todo lo demás, pudo tener algunas razones para constituirse en nación; no estan­do unido a ninguna civilización más general, y no teniendo sino una extensión comparable a la de la mayoría de los Estados europeos, era por otra parte el único que podía hacerlo impunemente. En el mismo Occidente, lo repeti­mos, la concepción de la nacionalidad es cosa esencialmente moderna; no podría encontrarse nada análogo en todo lo que había existido antes, ni las ciudades griegas, ni el Im­perio Romano, surgido por los demás de las extensiones su­cesivas de la ciudad original, o sus prolongaciones medievales más o menos directas, ni las confederaciones o las ligas de pueblos a la manera celta, ni siquiera los Estados organizados jerárquicamente según el tipo feudal.

     

    Por otro lado, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la "Cristiandad", unidad de naturaleza esencialmente tra­dicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. La civilización islámica es, en efecto, entre las civilizaciones orientales, la que está más cerca del Occidente, y hasta se podría decir que, por sus caracteres así como por su situación geográfica, es, desde diversos puntos de vista, intermediaria entre el Oriente y el Occidente; así, pues, su tradición nos parece que puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los cuales uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, digámoslo desde ahora, es muy a menudo difícil aplicar propiamente el término de "religión", por poco que se desee conservarle su sentido preciso y claramente definido; pero en el Islamismo este aspecto estrictamente religioso no es en realidad sino el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales insistiremos después. Si se considera nada más por el momento que el aspecto exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa sobre la que descansa toda la organización del mundo musulmán; no es, como en la Europa actual, la religión la que funciona como elemento del orden social; es, al contrario, todo el orden social el que se integra en la religión, del cual es inseparable la legislación, encontrando en ella su principio y su razón de ser. Esto es lo que nunca han comprendido bien, desgraciadamente para ellos, los europeos que han tenido que tratar con los pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha arrastrado a errores políticos de lo más crasos e inextricables; pero no queremos detenernos sobre estas consideracio­nes, y sólo las indicamos de paso. Agregaremos nada más a este propósito dos observaciones que tienen su interés; la primera, es que la concepción del "Califato", única base po­sible de todo "panislamismo" verdaderamente serio, no es asimilable en ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que tiene por otra parte todo lo que se necesita para desorientar a los europeos, acostumbrados a considerar una separación absoluta, y hasta una oposición, entre el "poder espiritual" y el "poder temporal"; la segun­da, es que para pretender instaurar en el Islam "nacionalis­mos" diversos, es necesaria toda la ignorante suficiencia de algunos "jóvenes" musulmanes, como se califican a sí mismos para ostentar su "modernismo", y en los cuales la enseñanza de las Universidades occidentales ha obturado por completo el sentido tradicional.

    Todavía nos falta, en lo que se refiere al Islam, insistir sobre otro punto, que es el de la unidad de su lengua tra­dicional: hemos dicho que esta lengua es el árabe, pero debe­mos precisar que es el árabe literal, distinto en cierto modo del árabe vulgar; éste es una alteración y, gramaticalmente, una simplificación de aquel. Hay aquí una diferencia algo semejante a la que señalamos para China, entre la len­gua escrita y la lengua hablada: sólo el árabe literal puede presentar toda la fijeza que se requiere para llenar el pa­pel de lengua tradicional, en tanto que el árabe vulgar, como toda lengua que sirve para el uso corriente, sufre, como es natural, ciertas variaciones según las épocas y se­gún las regiones. Sin embargo, estas variaciones están lejos de ser tan considerables como se cree ordinariamente en Eu­ropa: se refieren sobre todo a la pronunciación y al empleo de algunos términos más o menos especiales, y son insuficientes para constituir una pluralidad de dialectos, porque todos los hombres que hablan árabe son perfectamente capa­ces de comprenderse; no hay en suma, aun en lo que se refiere al árabe vulgar, más que una lengua única, que se habla desde Marruecos hasta el Golfo Pérsico, y los llamados dialectos árabes más o menos variados son una pura inven­ción de los orientalistas. En cuanto a la lengua persa, aunque no sea fundamental desde el punto de vista de la tradición musulmana, su empleo en los numerosos escritos relativos al "Sufismo" le da, por lo menos en la parte más oriental del Islam, una importancia intelectual incontestable.

    Si ahora pasamos a la civilización hindú, su unidad es de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende en efecto elementos que pertenecen a razas y a agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmen­te hindúes en el sentido estricto de la palabra, con exclusión de otros elementos que pertenecen a estas mismas razas, o por lo menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiese sido así en su origen, pero su opinión se funda nada más sobre la suposición de una pretendida "raza aria", que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito "ârya", del que se ha tomado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica a los hombres de las tres primeras castas, y esto independien­temente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, considera­ción sobre la cual no tenemos por qué ocuparnos aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como otras muchas cosas, ha sido de tal manera incomprendido en Occidente, que no es nada extraño que cuanto a él se re­fiere de cerca o de lejos, haya dado lugar a toda clase de confusiones; pero insistiremos en otra parte sobre esta cues­tión. Lo que hay que retener por el momento es que la unidad hindú descansa enteramente sobre el reconocimiento de cierta tradición, que aquí también envuelve a todo el orden social, pero, por lo demás, a título de simple aplicación a contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata no es ya del todo religiosa como en el Islam, sino que es de orden más puramente inte­lectual y esencialmente metafísico. Esta especie de doble pola­rización, exterior e interior, a la cual hicimos alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde no se puede, por consiguiente, llevar a cabo con el Occidente las comparaciones que permite por lo menos el lado exterior del Islam; no hay aquí nada absolutamente que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y no puede haber, pa­ra sostener lo contrario, más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del pen­samiento oriental. Como vamos a tratar de manera muy es­pecial la civilización de la India, no es necesario, por el momento, hablar más sobre este asunto.

     

    La civilización china es, como lo indicamos ya, la única cuya unidad es esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este concepto, es lo que los chinos llaman "jen", concepción que se puede traducir, sin mucha inexactitud, por "solidaridad de raza". En tal solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la idea de "vida", aplicación del principio metafí­sico de la "causa inicial" a la humanidad existente; y de la transposición de esta noción en el dominio social, con el em­pleo continuo de todas sus consecuencias prácticas, nace la estabilidad excepcional de las instituciones chinas. Esta mis­ma concepción permite comprender que la organización so­cial toda entera descansa aquí en la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente se habría podido encontrar algo semejante, hasta cierto punto, en la ciudad antigua, en la que la familia formaba también el núcleo inicial, y en la que el mismo "culto de los antepasados", con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que con dificultad se dan cuenta los modernos. Sin embargo, no creemos que, en ninguna parte fuera de China, se haya ido nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, suprimiendo por ejemplo la propiedad individual y, por lo tanto, la herencia, y haciendo en cierto modo imposible la vida al hom­bre que, voluntariamente o no, se encuentra separado de la comunidad de la familia. Ésta desempeña, en la sociedad china un papel tan considerable por lo menos como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en ciertos puntos: pero su principio es del todo diferente. Por lo demás, la parte propiamente metafísica de la tradición está claramente separada de todo el resto en China, más que en cualquiera otro lugar, es decir, en suma, de sus aplicaciones a diversos órdenes de relatividades; sin embargo, ni que decir tiene que tal separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una absoluta discontinuidad, que tendría por resultado privar de todo principio real las formas exteriores de la civilización. Esto se ve demasiado en el Occidente moderno, en el que las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando consigo algunos ves­tigios del pasado, incomprendidos en lo sucesivo, hacen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una "superstición", con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa.

     

    Hemos dicho lo bastante para mostrar que la unidad de cada una de las grandes civilizaciones orientales es de un orden distinto al de la civilización occidental actual, que se apoya en principios mucho más profundos e independientes de las contingencias históricas, y por lo tanto eminentemente aptos para asegurar su duración y su continuidad. Las consi­deraciones precedentes se completarán por sí mismas, en lo que va a seguir, cuando tengamos ocasión de tomar en una u otra de las civilizaciones en cuestión los ejemplos que serán necesarios para comprender nuestra exposición.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo III: ¿QUÉ HAY QUE ENTENDER POR TRADICIÓN?

     

    En lo que precede, hemos hablado a cada instante de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, y hasta de lenguas tradicionales, y no se puede hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; pero ¿qué es, más precisamente, la tradición? Decimos desde luego, para evitar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido res­tringido en que el pensamiento religioso del Occidente opone a veces "tradición" y "escritura", entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido objeto de una transmisión oral. Por el contrario, para nosotros, la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita lo mismo que oral, aunque habitualmente, si no siempre, haya debido ser antes que nada oral en su ori­gen, como lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas, la parte escrita y la parte oral forman por doquiera dos ramas complementarias de una misma tradición, ya sea religiosa o de otra especie, y no vacilamos en hablar de "es­crituras tradicionales", lo que sería evidentemente contradictorio si diésemos a la palabra "tradición" sólo su significado más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente "lo que se transmite" de una manera o de otra.

     

    Además, es necesario comprender en la tradición a titulo de elementos secundarios y derivados, pero sin embargo impor­tantes para tener de ella una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la misma doctrina tradicional.

    Considerada así, la tradición puede parecer que se con­funde con la misma civilización que es, según ciertos sociólogos, "el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un determinado tiempo"1. Pero, ¿qué vale exactamente esta definición? No creemos, a decir verdad, que la civilización sea suscepti­ble de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado estrecha en ciertos aspectos, exponiéndose a dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización, y a comprender en cambio otros elementos que sólo pertenecen propiamente a algunas civilizaciones particulares. Así pues, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, porque esto es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llama las "técnicas", que se nos dice que son "conjuntos de prácticas especialmente destinadas a modificar el medio físico"; por otra parte, cuando se habla de "creencias", agregando que esta palabra debe ser "tomada en su sentido habitual", hay ahí algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso lo cual es en realidad especial a ciertas civilizaciones y no se encuentra en otras. Para evitar cualquier inconveniente de este género nos hemos contentado, al principio, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso, reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.

     

    De todos modos, no es menos cierto que, en lo que se refiere al Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: cualquier civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos presenta como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que dimos en el capitulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, dijimos que está por el contrario desprovista de todo carácter tradi­cional, con excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Y es que las instituciones so­ciales, para que se las pueda Ilamar tradicionales, deben estar efectivamente unidas, como a su principio, a una doctrina de carácter tradicional también, ya sea esta doctrina metafí­sica, ya religiosa o de cualquier otra clase concebible. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son las que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, más o menos intencionada y consciente, con relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual, pero la intelectualidad puede hallarse en ella en estado puro, y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien encontrarse mezclada a diversos elementos heterogéneos, lo que da nacimiento al modo religioso y a los otros modos de los que puede ser susceptible una doctrina tradicional.

    En el Islam, lo hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos distintos, de los cuales uno es religioso, y es al que se adhiere directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la Edad Media con la doctrina escolástica, en la que, por otra parte, se ejerció fuertemente la influencia árabe; pero es necesario agregar, para no llevar más lejos las analogías, que la metafísica jamás ha sido separada, tan nítidamente como debería serlo, de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en la teolo­gía de propiamente metafísico no es completo, permaneciendo sometido a ciertas limitaciones que parecen inheren­tes a toda la intelectualidad occidental; sin duda hay que ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.

     

    En la India, se está en presencia de una tradición pura­mente metafísica en su esencia, a la cual vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplica­ciones diversas, ya sea en ciertas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a la cosmología por ejemplo, o bien en el orden social, que está por lo demás determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que él implica esencial­mente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir al dominio de los principios universales.

     

    En China, la separación muy clara de la que hemos hablado, nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vis­ta no sólo distintas, como lo son en efecto, sino aun relativa­mente independientes una de otra, tanto más cuanto que la tradición metafísica ha sido siempre el patrimonio casi exclusivo de una "élite" intelectual, mientras que la tradi­ción social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige en el mismo grado su participa­ción efectiva. Sólo que es necesario fijarse en que la tra­dición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del "Taoísmo", es el desarrollo de los principios de una tra­dición más primordial, contenida principalmente en el "Yi­-King", y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de manera menos inmediata y sólo como aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que es habitualmente conocido bajo el nombre de "Confucianismo". Así se encuentra restableci­da, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esen­cial de los dos aspectos principales de la civilización extremo-oriental, continuidad que estaría uno expuesto a desconocer casi inevitablemente, si no supiese remontar hasta su fuente común, es decir hasta esta tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de casi cincuenta siglos.

     

    Debemos ahora, después de esta visión de conjunto, seña­lar de manera más precisa lo que constituye propiamente esta forma tradicional especial que denominamos la forma reli­giosa, luego lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir, de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que lo distingue del pensamiento filosófico, en el sentido occidental de esta palabra. En estas distinciones profundas encontraremos ver­daderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, comunes al mundo occidental, los caracteres fundamentales de Ios modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental.

    Capítulo IV: TRADICIÓN Y RELIGIÓN

     

    Parece que es bastante difícil ponerse de acuerdo sobre una definición exacta y rigurosa de la religión y de sus ele­mentos esenciales, y la etimología, a menudo preciosa en caso semejante, es aquí apenas una débil ayuda, por­que la indicación que nos suministra es extremadamente vaga. La religión, según una derivación de esta palabra, es "lo que une"; pero ¿hay que entender por esto lo que une al hombre a un principio superior, o simplemente lo que une a los hombres entre sí? Si se considera la antigüedad greco-romana, de donde nos vino la palabra, si no la cosa misma que ahora designa, es casi seguro que la noción de religión participaba de esta doble acepción, e incluso, que la segunda tenía lo más a menudo una parte preponderante. En efecto, la religión, o por lo menos lo que se entendía en aquel entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de manera indisoluble, con el conjunto de las instituciones sociales, de donde el reconoci­miento de los "dioses de la ciudad" y la observancia de las formas de culto legalmente establecidas que constituían sus condiciones fundamentales y garantizaban su estabilidad; y esto era, por lo demás, lo que daba a estas instituciones un carácter verdaderamente tradicional. Sólo que, desde entonces, por lo menos en la época clásica, había algo de incomprendido en el principio mismo sobre el cual debía descansar intelectualmente esta tradición; puede verse en esto una de las primeras manifestaciones de la ineptitud metafísica común a los occidentales, ineptitud que tiene por consecuencia fatal y constante una extraña confusión en las modalidades del pensamiento. En los Griegos en particular, los ritos y los símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, perdieron pronto su significado original y preciso; la imaginación de este pueblo eminentemente artista, expresándose al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los había recubierto de un velo casi impenetrable, y por esto vemos a filósofos tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los más antiguos escritos que poseían relativos a la naturaleza de los dioses2. Los símbolos degeneraron así en simples alegorías, y, por el hecho de una tendencia invencible a las personificaciones antropomórficas, se volvieron "mitos", es decir fábulas de las que cada uno podía creer lo que le parecía, con tal que guardara en la práctica la actitud convencional impuesta por las pres­cripciones legales. No podía subsistir, en estas condiciones, más que un formalismo tanto más puramente exterior cuanto que se había vuelto más inaprehensible para los mismos que es­taban encargados de asegurar su mantenimiento de confor­midad con reglas invariables, y la religión, por haber perdido su razón de ser más profunda, no fue ya más que un asunto exclusivamente social. Esto es lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía al mismo tiempo cambiar de religión y podía hacerlo sin el menor escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre los cuales se establecía, y desde entonces debía obediencia a su legislación que se volvía la de él, y, de esta legislación, la religión constituida formaba parte integrante, exactamente con el mismo título que las instituciones gubernamentales, jurídicas, militares y de otra especie. Esta concepción de la religión como "lazo social" entre los habitantes de una misma ciudad, a la cual se sobreponía por encima de variedades locales otra religión más general, común a todos los pueblos helénicos y que constituía entre ellos el único lazo verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la "religión de Estado" en el sentido en que se la debía entender mucho más tarde, pero tenía ya con ella relaciones evidentes, y debía con seguridad contribuir por una parte a su formación ulterior.

    Entre los Romanos sucedió casi lo mismo que entre los Griegos, con esta diferencia sin embargo, que su incomprehen­sión de las formas simbólicas que habían tomado a las tradiciones de los Etruscos y a otros diversos pueblos provenía, no de una tendencia estética que invadiera todos los dominios del pensamiento, aun los que debían serle más herméticos, sino de una completa incapacidad para todo lo que es del orden propiamente intelectual. Esta insuficiencia radical de la mentalidad romana, casi exclusivamente dirigida hacia las cosas prácticas, es demasiado visible y demasiado reconocida generalmente para que sea necesario insistir en ella; la influencia griega, que se hizo sentir después, no la remedió sino en una medida muy restringida. Sea como fuere, los "dioses de la ciudad" tuvieron un papel preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que subsistieron siempre en concurrencia con él, pero quizá sin ser mejor comprendidos en su razón profunda; y estos "dioses de la ciudad", a causa de extensiones sucesivas que recibió su do­minio, se volvieron finalmente "los dioses del Imperio". Es evidente que un caso como el de los emperadores, por ejemplo, no podía tener un alcance únicamente social; y se sabe que si el Cristianismo fue perseguido, cuando tantos elementos heterogéneos se incorporaron sin inconveniente a la religión romana, es porque sólo él traía consigo, práctica lo mismo que teóricamente, un desconocimiento formal de los "dioses del Imperio", esencialmente subversivo contra las instituciones establecidas. Este desconocimiento no hubiera sido necesario, por lo demás, si el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiese sido definido y limitado con claridad; lo fue, por el contrario, en razón de múltiples confusiones que se produjeron en los dominios más diversos y que, nacidas de elementos incomprendidos que contenían estos ritos y de los cuales algunos venían de muy lejos, les daban un carácter "supersticioso" en el sentido riguroso en que hemos empleado ya esta palabra.

    No hemos tenido simplemente por objeto, con esta expo­sición, mostrar lo que era la concepción de la religión en la civilización greco-romana, lo cual tal vez podría parecer fuera de lugar; hemos querido sobre todo hacer comprender cuán profundamente difiere esta concepción de la que existe sobre la religión en la civilización occidental actual, a pesar de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Podría decirse que el Cristianismo, o, si se prefiere, la tradición judeo-cristiana, al adoptar, con la lengua latina, esta palabra de "religión", que se tomó prestada, le impuso un significado casi enteramente nuevo; hay otros ejemplos de este hecho, y uno de los más notables es el que ofrece la palabra "creación", de la que hablaremos más tarde. Lo que dominará desde entonces es la idea de ligazón a un principio superior, y no ya la de lazo social, que todavía subsiste has­ta cierto punto, pero aminorada y en el rango de elemento secundario. Aun ésta, a decir verdad, no es más que una primera aproximación; para determinar con más exactitud el sentido de la religión en su concepción actual, que es la única que ahora consideraremos bajo este nombre, sería evidentemente inútil insistir más en la etimología, cuyo uso se ha apartado grandemente de él, y sólo por el examen directo de lo que efectivamente existe es posible obtener una información precisa.

     

    Debemos decir, desde luego, que la mayoría de las defini­ciones, o más bien de los ensayos de definición que se han propuesto, en lo que se refiere a la religión, tienen como defecto común el poderse aplicar a cosas en extremo diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada de religioso en reali­dad. Así pues, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que "lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria"3. Sería oportuno hacer notar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer en el mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea por prácticas y creencias diversas en el interior de una misma religión, ya sea generalmente de una religión a otra; pero aun admitiendo que sea más o me­nos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serles propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo "a todo lo definido", sino también, "a lo sólo definido". De hecho, la obligación, im­puesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de cualquiera naturaleza, es un elemento que se en­cuentra de manera casi constante en todo lo que son institu­ciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se imponga como más rigurosamente obligatorio que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se adhiera directa­mente a la religión como en el Islam, o que esté por el contrario enteramente separada e independiente como en los Estados europeos actuales, tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en otro, y lo tiene siempre necesaria y simplemente porque ésta es una condición de posibilidad para no importa qué forma de organización social; ¿quién se atrevería, pues, a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un ca­rácter religioso? Tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos detenemos en ella un poco más de lo que quizá conviene, es porque se trata de teorías que han adquirido, en ciertos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para terminar con este punto, no es sólo en las sociedades que se ha convenido en llamar "primitivas", erróneamente a nuestro juicio, donde todos los fenómenos socia­les tienen el mismo carácter "obligatorio", en tal o cual grado; esta comprobación obliga a nuestros sociólogos, cuan­do hablan de esas sociedades tituladas "primitivas" cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto que su "con­trol" es más difícil, a confesar que "la religión es todo en ellas, a menos que se prefiera decir que no es nada"4. Es verdad que agregan inmediatamente, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: "si se la quiere considerar como una función especial"; pero precisamente, si no es una "función especial", no es de nin­gún modo la religión.

     

    Pero aún no terminamos con todas las fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es querida consiste en decir que la religión se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual; en otras palabras, donde quiera que se compruebe la existencia de no importa qué ritos, debe concluirse, sin otro examen, que por esto mismo se está en presencia de fenómenos religiosos. Cierto, en toda religión se encuentra un elemento ritual, pero este elemento no basta, por sí solo, para caracterizar como tal a la religión; aquí, como un poco antes, la definición propuesta es demasiado amplia, porque hay ritos que de ningún modo son religiosos, y hasta los hay de varias clases. Hay, en primer lugar, ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente social, civil si se quiere: este caso debió encontrarse en la civilización greco-romana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existe actualmente en la civilización china, en la que no hay ninguna confusión del mismo género, y donde las ceremonias del Confucianismo son efecti­vamente ritos sociales, sin el menor carácter religioso: sólo en tal sentido estas ceremonias son objeto de un recono­cimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en cualquiera otra condición. Esto lo comprendieron muy bien los jesuitas establecidos en China en el siglo XVII, cuando en­contraron muy natural participar en estas ceremonias, sin ver en ellas nada de incompatible con el Cristianismo, en lo que tenían mucha razón, porque el Confucianismo, al co­locarse enteramente fuera del dominio religioso, y no haciendo intervenir sino lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del cuerpo social sin ninguna distinción, es por lo mismo perfectamente conciliable con cualquier religión, y también con la ausencia de cualquiera religión. Los sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron en otra época los adversarios de los jesuitas, cuando los acusaron de estar sometidos a las prácticas de una religión extraña al Cristianismo: al ver que allí había ritos, pensaron como es natural que estos ritos debían, como los que estaban acostumbrados a considerar en su medio europeo, ser de naturaleza religiosa. La civilización extremo-oriental nos servirá todavía de ejemplo para otro orden de ritos no religiosos: en efecto, el Taoísmo que es, como lo hemos dicho, una doctrina pura­mente metafísica, posee también ciertos ritos que le son propios; y es que existen, por extraño y hasta incomprensible que pueda parecer a los occidentales, ritos que tienen un carácter y un alcance esencialmente metafísicos. Como por el momento no queremos insistir más en esto, agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como a China o a la India, se podrían encontrar tales ritos en ciertas ramas del Islam (si éste no permaneciera tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo el resto del Oriente). Después de todo, son excusables los sociólogos al equivocarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el mundo occidental, sobre el cual deberían estar mejor informados, no les presentara mas que ritos semejantes; pero nos permitiríamos de buena gana pregun­tarles, por ejemplo, si los ritos masónicos, cuya verdadera naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que efectivamente son ritos, un carácter religioso en cualquier grado que sea.

     

    Mientras nos ocupamos de este asunto, aprovecharemos la ocasión para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso entre los chinos ha dado lugar a otro error, pero que es inverso del precedente, y que esta vez se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que tiene, en cierto modo por naturaleza, el mayor respeto por todo lo que es de orden tradicional, adoptará con gusto, cuando se encuentre transportado a otro medio, lo que le parecerá que cons­tituye la tradición; ahora bien, en Occidente, como nada más que la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de manera por completo superficial y pasajera. De retorno a su país de origen, que nunca abandonó de manera definitiva, porque la "solidaridad de la raza" es demasiado poderosa para permitírselo, este mismo chino ya no se preocupará en absoluto de la religión cuyos usos siguió temporalmente; y es que esta religión, que lo es para los otros, él mismo jamás la concibió en modo religioso, porque este modo es extraño a su mentalidad, y por lo demás, como no encontró nada en Occidente que tuviera un carácter siquiera un poco metafísico, esta religión no podía ser a sus ojos sino el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del Confucianismo. Los europeos cometerían, pues, un gran error al calificar tal ac­titud de hipocresía, como les acontece hacerlo; no es para el chino más que una simple cuestión de cortesía, porque según la idea que él se formó, la cortesía quiere que se amol­de uno tanto como es posible a las costumbres del país en el que vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su puesto en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que les correspondían.

    En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que notar es el de que, en el Japón, el Shintoismo tiene, en cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el Confucianismo en China; aunque tenga otros aspectos defi­nidos con menos claridad, es antes que nada una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son "sacerdotes", son enteramente libres para adoptar la religión que les agrade o de no tener ninguna. Recordamos haber leí­do a este propósito, en un manual de historia de las religiones, esta reflexión singular: que "en el Japón lo mismo que en China la fe en las doctrinas de una religión no excluye en absoluto la fe en las doctrinas de otra religión"5; en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y esto debería bastar para probar que de ningún modo se puede tratar aquí de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido te­ner una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso es tan desconocido de los Japoneses como de los Chinos; hasta es uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos.

     

    Hasta aquí sólo hemos tratado de manera negativa la cuestión que planteamos, porque hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de ciertas denominaciones, insuficiencia que va hasta provocar su falsedad; ahora debemos indicar, si no una definición propiamente hablando, por lo me­nos una concepción positiva de lo que verdaderamente constituye la religión. Diremos que la religión permite esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes di­versos: un dogma, una moral, un culto; cuando falte uno de estos elementos, no se tratará ya de una religión en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos desde luego que el primer elemento forma la parte intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el ter­cero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin investigar más por el momento cuáles son las características especiales de tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no es sin embargo de orden puramente intelectual; y, por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no religiosa. Se necesita, pues, que esta doctrina, para que tome la forma particu­lar que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extra-intelectuales, que son, en su mayor parte, de orden sentimental; la misma palabra "creencias", que sirve por lo común para designar las concepciones re­ligiosas, marca bien este carácter, porque es una observación psicológica elemental la de que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certi­dumbre que es toda intelectual, es un fenómeno en el que la sentimentalidad desempeña un papel esencial, una especie de inclinación o de simpatía por una idea, lo que, por lo demás, presupone necesariamente que esta idea fue concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, se vuelve preponderante y aun casi exclusivo en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afir­mación sobre todo teórica; esta moral cuya razón de ser es puramente social, podría ser considerada como una especie de legislación, la única que continúa surgiendo de la religión allí donde las instituciones civiles son independientes. En fin, los ritos cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se los consi­dera como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se los ve como practicas que solicitan, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la co­munidad religiosa. El nombre de culto se debería reservar propiamente a los ritos religiosos; sin embargo, de hecho, se emplea también corrientemente, pero de un modo algo abusivo, para designar otros ritos, los ritos puramente sociales por, ejemplo, como cuando se habla del "culto de los antepasados" en China: Hay que hacer notar que, en una religión en la cual el elemento social y sentimental supera al elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente más y más, de manera que tal religión tiende a degenerar en un "moralismo" puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro en el caso del Protestantismo; en el límite que casi ha alcanzado en la actualidad cierto "protestantismo liberal", lo que queda no es ya en absoluto una religión, porque no ha conservado más que una de las partes esenciales de ella, sino que es simple­mente una especie de pensamiento filosófico especial. Im­porta precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando se une en principio a un dogma al cual se subor­dina, o bien en modo filosófico, cuando se la considera como independiente; insistiremos más adelante sobre esta segunda forma. Ahora se podrá comprender por qué motivo decíamos antes que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fue­ra del conjunto formado por el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, lo que confirma el origen específicamente judaico de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Y es que, por dondequiera que sea, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una mis­ma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral está ausente en absoluto, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este punto de vista moral el que falta: si la legislación no es religiosa como en el Islam, es que está desprovista por completo del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelec­tual, es decir metafísica, sin ninguna huella tampoco de esta forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la cual la unión de una moral a un principio doctrinal es del todo inconcebible. Pue­de decirse que el punto de vista moral y el mismo punto de vista religioso suponen esencialmente cierta sentimentalidad, que en efecto se ha desarrollado sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Hay pues aquí algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que habría que agregar los musulmanes, pero sin hablar si­quiera del aspecto extra-religioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser con­siderada como existente por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una "moral indepen­diente", es decir "filosófica", idea que se encontró en otro tiempo en los Griegos y en los Romanos, y que se ha difundido de nuevo en Occidente en la época actual.

     

    Es indispensable aquí una última observación: no admi­timos de ningún modo, como los sociólogos de que hablamos antes, que la religión sea pura y simplemente un hecho so­cial; sólo afirmamos que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que, evidentemente, no es en absoluto la misma cosa, puesto que este elemento es normal­mente secundario con relación a la doctrina, que es de otro orden, de manera que la religión, siendo social bajo cierto aspecto, es al mismo tiempo algo más. Por otra parte, hay casos en que todo lo que es del orden social se encuentra unido y como supeditado a la religión: es el caso del Islamismo, como ya tuvimos ocasión de decirlo, y también del Judaísmo, en el cual la legislación también es esencialmente religiosa, pero con la particularidad de no ser aplicable sino a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del Cristianismo que podríamos llamar "inte­gral", y que tuvo en otro tiempo una realización efectiva. La opinión sociológica sólo corresponde al estado actual de Europa, y eso haciendo abstracción de consideraciones doctri­nales, que no han perdido sin embargo realmente su importancia primordial sino en los pueblos protestantes; cosa bas­tante curiosa, podría servir para justificar la concepción de una "religión de Estado", es decir, en el fondo, de una reli­gión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre peligro de ser reducida a un papel de instrumento político: concepción que, en ciertos aspectos, nos lleva a la de la religión greco-romana, así como antes lo indicamos. Esta idea aparece como diametralmente opues­ta a la de la "Cristiandad": ésta, anterior a las nacionalida­des, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución sino a condición de ser esencialmente "supranacio­nal"; por el contrario, la "religión de Estado" ha sido con­siderada siempre de hecho, si no de derecho, como nacional, ya sea por completo independiente o que admita una unión a otras instituciones similares por una especie de lazo fede­rativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la "Cristiandad", es eminentemente la de un "Catolicismo" en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una "religión de Estado", encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o bien en el Anglicanismo o en ciertas formas de la religión pro­testante, a la cual, en general, no parece repugnarle este descenso. Agreguemos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin excepción alguna, la mentalidad oriental.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo V: CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA

     

    Mientras que el punto de vista religioso implica esencial­mente la intervención de un elemento de orden sentimental, el punto de vista metafísico es exclusivamente intelectual; pero esto, por más que tiene para nosotros un significado muy claro, podría parecer a muchos que caracteriza de manera insuficiente este último punto de vista, poco familiar a los occidentales, si no tuviésemos cuidado de aportar otras precisiones. La ciencia y la filosofía, en efecto, tal y como existen en el mundo occidental, tienen también pretensio­nes de intelectualidad; si nosotros no admitimos que estas pretensiones estén fundadas, y: si sostenemos que hay una di­ferencia de las más profundas entre todas las especulaciones de este género y la metafísica, es que la intelectualidad pura, en el sentido en que la consideramos, es otra cosa que lo que se entiende ordinariamente por ella de manera más o menos vaga.

     

    Debemos declarar desde luego que, cuando empleamos el término "metafísica" como lo hacemos, poco nos im­portar su origen histórico, que es algo dudoso, y que se­ría puramente fortuito si hubiese que admitir la opinión, por lo demás muy poco verosímil a nuestros ojos, según la cual habría servido al principio para designar simplemente lo que venía "después de la física" en la colección de las obras de Aristóteles. No tenemos tampoco por qué preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas que al­gunos atribuyeron a esta palabra en esta o en aquella época; éstos no son motivos suficientes para hacérnosla abando­nar, porque, tal como es, es muy apropiada para lo que debe designar normalmente, al menos tanto como puede serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más natural, aun etimológicamente, es aquel se­gún el cual designa lo que está "más allá de la física", entendiendo aquí por "física", como lo hicieron siempre los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerado de una manera por completo general, y no simplemente una de estas ciencias en particular, según la acepción restringida que es propia a los modernos. Es pues con tal interpretación como tomamos este término de metafísica, y debe entenderse bien de una vez por todas que, si nos adherimos a él, es nada más por la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre desagradable tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de absoluta necesidad?

    Diremos ahora que la metafísica, comprendida así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los principios de orden universal, únicos a los que conviene este nombre de principios; pero no queremos verdaderamente dar con esto una definición de la metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta misma universalidad que consideramos como el primero de sus caracteres, del cual se derivan todos los otros. En realidad, sólo puede ser definido lo que es limitado, y la metafísica es por el contrario, en su esencia misma, absolutamente ili­mitada, lo que evidentemente, no nos permite encerrar su noción en una fórmula más o menos estrecha; una definición en este caso sería tanto más inexacta cuanto más se esforzase uno por hacerla más precisa. Importa resaltar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, en esto, es indicar la distinción pro­funda que hay que establecer necesariamente entre la me­tafísica por una parte, y, por la otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir todas las cien­cias particulares y especializadas, que tienen por objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales. Ésta es, en el fondo, la misma distinción de lo universal y de lo in­dividual, distinción que no se debe tomar por una oposi­ción, porque no hay entre sus dos términos ninguna medi­da común ni ninguna relación de simetría o de coordina­ción posible. Por otra parte, no podría haber oposición o conflicto de ninguna especie entre la metafísica y las cien­cias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; sucede exactamente lo mismo, por lo demás, con la religión. Hay que comprender bien, sin em­bargo, que la separación de que se trata no se refiere tanto a las cosas mismas como a los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que diremos de manera más especial sobre el modo como deben ser concebidas las relaciones que tienen entre si las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuen­ta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; así también, todo lo que consideramos desde ciertos puntos de vista individuales y es­peciales puede igualmente, por una transposición adecuada, considerarse desde el punto de vista universal, que por lo demás no es ningún punto de vista especial, al igual que aquello que no se puede considerar de modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo cual es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; y los dominios propios de las diversas ciencias no quedan por ello menos distintos del de la metafísica, porque ésta, como no se coloca sobre el mismo terreno de las ciencias particulares, no es su análoga en ningún grado, de tal manera que no pue­de haber jamás motivo para establecer ninguna comparación entre los resultados de la una y los de las otras. Por otra parte, el dominio de la metafísica no es de ningún modo, como lo piensan ciertos filósofos que no saben de lo que se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incom­pleto, sino lo que, por su misma naturaleza, escapa al alcance de estas ciencias y supera inmensamente la extensión a la cual pueden aspirar legítimamente. El dominio de cualquier ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está esencialmente constituido por aquello donde no hay nin­guna experiencia posible: como está "más allá de la física", estamos también, y por ello mismo, más allá de la experiencia. Por consecuencia, el dominio de cada ciencia par­ticular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar nunca a tener el menor punto de contacto con el de la metafísica.

     

    La consecuencia inmediata de lo que precede es que, cuando se habla del objeto de la metafísica, no se debe te­ner en consideración algo más o menos análogo a lo que puede ser el objeto especial de tal o cual ciencia. También, que este objeto debe siempre ser absolutamente el mismo, que no puede ser de ningún modo algo cambiante y so­metido a las influencias de los tiempos y de los lugares; lo contingente, lo accidental, lo variable, pertenecen al dominio de lo individual, y aun son caracteres que condicionan ne­cesariamente las cosas individuales como tales, o, para ha­blar de una manera todavía más rigurosa, el aspecto indi­vidual de las cosas con sus modalidades múltiples. De modo que, cuando se trata de metafísica, lo que puede cambiar con los tiempos y los lugares son nada más que los modos de exposición, es decir las formas más o menos exteriores de las que puede estar revestida la metafísica, y que son susceptibles de adaptaciones diversas, y tal es también, evidentemente, el estado de conocimiento o de ignorancia de los hombres, o por lo menos de la generalidad de ellos, con respecto a la metafísica verdadera; pero ésta permanece siempre, en el fondo, perfectamente idéntica a sí misma, porque su objeto, es esencialmente uno, o con más exactitud, "sin dualidad", como dicen los hindúes, y este objeto, por estar "más allá de la naturaleza", también está más allá del cambio: es lo que expresan los árabes al decir que "la doctrina de la Unidad es única". Yendo más lejos todavía en el orden de las consecuencias, podemos agregar que no hay absolutamente descubrimien­tos posibles en metafísica, porque, desde el momento en que se trata de un modo de conocimiento que no recurre al empleo de ningún medio especial y exterior de investigación, todo lo que es susceptible de ser conocido puede haberlo sido igualmente por ciertos hombres en todas las épocas; y esto es, efectivamente, lo que resulta de un examen profundo de las doctrinas metafísicas tradicionales. Por otra parte, aun admitiendo que las ideas de evolución y de progreso pueden tener cierto valor relativo en biología y en sociología, lo que está lejos de haberse probado, no sería menos cierto que no tienen ninguna aplicación posible con relación a la metafísica; de modo que estas ideas son completamente extrañas a los orientales, como lo fueron por lo demás hasta fines del siglo XVIII a los mismos occidentales, que ahora las creen elementos esenciales del espíritu humano. Esto implica, notémoslo bien, la condenación formal de cualquier tentativa de aplicación del "método histórico" a lo que es de orden metafísico: en efecto, el mismo punto de vista metafísico se opone radicalmente al punto de vista histórico, o llamado así, y hay que ver en esta oposición no sólo una cuestión de método, sino también y sobre todo, lo que es mucho más grave, una verdadera cuestión de princi­pio, porque el punto de vista metafísico, en su inmutabilidad esencial, es la negación misma de las ideas de evolución y de progreso; de modo que podría decirse que la metafísica no se puede estudiar más que metafísicamente. No hay que tener en cuenta aquí contingencias tales como las influencias individuales, que rigurosamente no existen a este respecto y no pueden ejercerse sobre la doctrina, pues­to que ésta, siendo de orden universal, y por lo tanto esen­cialmente supra-individual, escapa por fuerza a su acción; aun las circunstancias de tiempo y de lugar no pueden, insistimos de nuevo, influir más que sobre la expresión exte­rior, y de ningún modo sobre la esencia misma de la doctri­na; y en fin, en metafísica no se trata, como en el orden de lo relativo y contingente, de "creencias" o de "opi­niones" más o menos variables y cambiantes porque son más o menos dudosas, sino exclusivamente de certidumbre permanente e inmutable. En efecto, por lo mismo que la metafísica no participa de ningún modo de la relatividad de las ciencias, debe implicar la certidumbre absoluta como ca­rácter intrínseco, y esto desde luego por su objeto, pero también por su método, si es que esta palabra puede aplicarse aquí todavía, sin lo cual éste método, o con cualquier otro nombre con que se le quiera designar, no sería adecuado al objeto. La metafísica excluye, pues, necesariamente, cualquie­r concepción de carácter hipotético, de donde resulta que las verdades metafísicas, en sí mismas, no pueden de ningún modo ser discutibles; por lo tanto, si puede haber motivo a veces de discusión y de controversia, no será nunca sino por causa de una exposición defectuosa o de una comprehen­sión imperfecta de estas verdades. Por lo demás, cualquier exposición posible es aquí necesariamente defectuosa, porque las concepciones metafísicas, por su naturaleza universal, no son jamás totalmente expresables, ni siquiera imaginables, ni pueden ser alcanzadas en su esencia más que por la inteligen­cia pura y "no-formal"; superan inmensamente a todas las formas posibles, y especialmente a las fórmulas en que quisiera encerrarlas el lenguaje, fórmulas siempre inadecuadas que tienden a restringirlas, y por esto a desnaturalizarlas. Estas fórmulas, como todos los símbolos, sólo sirven de punto de partida, de "sostén" por decirlo así, para ayudar a concebir lo que permanece inexpresable en sí, y cada uno debe esforzarse por concebirlo efectivamente según la medida de su propia capacidad intelectual, supliendo así, en esta misma medida precisamente, a las imperfecciones fatales de la expresión formal y limitada; es por lo demás evidente que estas imperfecciones llegarán a su máximo cuando la ex­presión deba hacerse en lenguas que, como las europeas, sobre todo las modernas, parecen lo menos aptas que cabe imaginar para la exposición de las verdades metafísicas. Como lo dijimos antes, justamente a propósito de las difi­cultades de traducción y adaptación, la metafísica, porque se abre sobre posibilidades ilimitadas, debe siempre reservar la parte de lo inexpresable que, en el fondo, es para ella todo lo esencial.

    Este conocimiento de orden universal debe estar mas allá de todas las distinciones que condicionan el conocimien­to de las cosas individuales y del cual el sujeto y el objeto es el tipo general y fundamental; esto muestra también que el objeto especial de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de no importa qué otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto sino en un sentido puramente analógico, porque está uno obli­gado, para poder hablar, a atribuirle una denominación cualquiera. Así también, si se quiere hablar del medio para el conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir que este medio, si se nos permite llamarlo así, no puede ser nada que se asemeje al ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supra-individual, y, por consecuencia, suprarracional, lo que de ningún modo quiere decir irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, pero está por encima de la razón, que no puede intervenir aquí sino de una ma­nera por completo secundaria, para la formulación y la expresión exterior de estas verdades que superan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas sino por una facultad que ya no es del orden indi­vidual, y que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agre­gar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos denominan intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón y no por encima de ella. Hay que decir pues, para mayor precisión, que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia ha negado la filosofía moderna porque no la comprendía, a menos que no haya preferido ignorarla pura y simplemente; se puede de­signarla también como el intelecto puro, siguiendo en esto el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto es lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresa­mente6 que "el intelecto es más verdadero que la ciencia", es decir, en suma, que la razón construye la ciencia, pero que "nada es más verdadero que el intelecto", porque necesariamente es infalible por lo mismo que su operación es inmediata, y, como en realidad no es distinto de su objeto, no forma más que uno con la misma verdad. Tal es el fundamento esencial de la certidumbre metafísica; se ve por esto que no se puede introducir el error sino con el uso de la razón, es decir al formular verdades concebidas por el intelecto, y esto porque la razón es evidentemente falible a causa de su carácter discursivo y mediato. Por otra parte, como toda expresión es por fuerza imperfecta y limitada, el error es inevitable en cuanto a la forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer a la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más de lo que puede encerrar; pero este error puede no tener nada de positivo como tal y no ser más que una verdad menor, en suma, que reside sólo en una fórmula parcial e incompleta de la verdad total.

     

    Ahora podemos darnos cuenta de lo que es, en su sen­tido más profundo, la distinción del conocimiento metafí­sico y del conocimiento científico: el primero procede del intelecto puro, que tiene por dominio lo universal; el segun­do procede de la razón, que tiene por dominio lo general, porque, como lo dijo Aristóteles, "solamente hay ciencia de lo general". No hay pues que confundir de ninguna manera lo universal y lo general, como acontece muy a menudo a los lógicos occidentales, que no se elevan nunca realmente por encima de lo general, aun cuando le dan abusivamente el nombre de universal. El punto de vista de las ciencias, dijimos, es de orden individual; y es que lo general no se opone a lo individual sino sólo a lo particular, y es, en realidad, lo individual extendido; pero lo individual puede recibir una extensión, aun indefinida, sin perder por esto su naturaleza y sin salir de sus condiciones restrictivas y limitativas, y, por esta razón, decimos que la ciencia podría extenderse indefinidamente sin alcanzar nunca a la metafísica, de la que siempre permanecerá también profunda­mente separada, porque sólo la metafísica es el conocimiento de lo universal.

     

    Creemos haber caracterizado a la metafísica suficiente­mente, y no podríamos hacer más sin entrar en la exposi­ción de la doctrina misma, que no encontraría lugar aquí; estos datos serán completados en los siguientes capítulos, y particularmente cuando hablemos de la distinción de la metafísica y lo que generalmente se designa con el nom­bre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el Taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extra-religioso del Islamismo. Ahora bien, ¿hay algo parecido en el mundo occidental? Si se considera nada más lo que actualmente existe, con seguridad no se podría dar a esta cuestión más que una respuesta negativa, porque lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde en ningún grado a la concepción que hemos expues­to; tendremos ocasión de insistir sobre este punto. Sin em­bargo, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, por lo menos, hubo realmente en ella metafísica en cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, esto es algo acerca de lo cual la mentalidad moderna no ofrece el menor equivalente, y cuya comprehensión parece que le está prohibida. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es que hay, como antes lo dijimos, limi­taciones que parecen en verdad inherentes a toda la inte­lectualidad occidental, por lo menos a partir de la antigüedad clásica; y hemos notado ya a este respecto, que los Griegos no tenían la idea de lo Infinito. Por lo demás, ¿por qué motivo los occidentales modernos, cuando creen pensar en el In­finito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser sino indefinido, y por qué confunden invariable­mente la eternidad, que reside esencialmente en el "no-­tiempo", si cabe expresarse así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, pero no se les ocurren parecidos errores a los orientales? Es que la mentalidad occidental, dirigida casi exclusivamen­te hacia las cosas sensibles, hace una confusión constante entre concebir e imaginar, a tal punto que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece por esto mismo realmente impensable; y, ya entre los Griegos, las facultades imaginativas eran preponderantes. Esto es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en tales condiciones, no puede haber intelectualidad en el ver­dadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si se agrega a estas consideraciones otra con­fusión ordinaria; la de lo racional y de lo intelectual, se per­cibe que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de estas facultades del todo individuales y formales que son la razón y la imaginación; y entonces se puede comprender todo lo que separa de la intelectualidad oriental, para la que no hay conocimiento verdadero y que valga, si no es el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo "infor­mal".

    Capítulo VI: RELACIONES DE LA METAFÍSICA Y DE LA TEOLOGÍA

     

     

    La cuestión que acabamos de considerar ahora no se plantea en Oriente, en razón de la ausencia del punto de vista propiamente religioso, al cual es inherente el pensamiento teológico; por lo menos, no podría plantearse sino en lo que concierne al Islam, en el que se plantearía más exactamente la cuestión de las relaciones que deben existir entre sus dos aspectos esenciales, religioso y extra-religioso, que se podrían llamar justamente teológico y metafísico. En Occidente, es por el contrario la ausencia del punto de vis­ta metafísico la que hace que la misma cuestión no se plan­tee generalmente; no ha podido plantearse, de hecho más que para la doctrina escolástica, que, en efecto, era a la vez teológica y metafísica, aunque bajo este segundo aspecto su alcance fuese restringido, como ya lo indicamos; pero no parece que se haya aportado nunca una solución muy precisa. Hay, por lo mismo, mayor interés en tratar esta cuestión de manera por completo general, y lo que ella implica esencialmente es, en el fondo, una comparación entre dos modos de pensamiento diferentes, el pensamiento metafísico puro y el pensamiento específicamente religioso.

     

    El punto de vista metafísico, ya lo dijimos, es el único verdaderamente universal, por lo tanto ilimitado; cualquier otro punto de vista está, por consiguiente, más o menos especializado y obligado, por su naturaleza propia, a ciertas limitaciones. Mostramos ya que así es principalmente desde el punto de vista científico, y mostraremos también que lo mismo sucede con otros diversos puntos de vista a los que se agrupa por lo general bajo la denominación común y bastante vaga de filosóficos, y que, por lo demás, no di­fieren muy profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones mayores y del todo injustificadas. Ahora bien, esta limi­tación esencial, susceptible de ser más o menos estrecha, existe también para el punto de vista teológico; en otros tér­minos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente, no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en los límites que le asignan un alcance tan res­tringido; pero es precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, por lo que es más delicado distinguirla claramente, y por lo que pueden introducirse confusiones con más facilidad todavía aquí que en otras partes. De hecho, no han dejado de pro­ducirse estas confusiones y han llegado hasta un trastorno de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que aun en la Edad Me­dia, que fue sin embargo la única época en que la civiliza­ción occidental recibió un desarrollo verdaderamente inte­lectual, sucedió que la metafísica, por otra parte insufi­cientemente separada de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente de la teología; y si pudo ser así, fue porque la metafísica, tal como la consideró la doctrina escolástica, había perma­necido incompleta, de manera que no podía uno darse cuenta por completo de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de cualquier limitación, puesto que no se la concebía efectivamente sino dentro de ciertos límites, y que ni siquiera se sospechaba que hubiese más allá de estos límites una posibilidad de concepción. Esta observación suministra una excusa suficiente al error que se co­metió entonces, y es cierto que los Griegos, aun en la me­dida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido engañarse exactamente de la misma manera, si hubiese ha­bido entre ellos algo que correspondiese a lo que es la teología en las religiones judeo-cristianas; esto es, en suma, lo que ya dijimos, que los Occidentales, aun los que fueron verdaderamente metafísicos hasta cierto punto, no conocieron nunca la metafísica total. Acaso hubo, sin embargo, excepciones individuales, porque, así como lo notamos an­tes, nada se opone en principio a que haya habido, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que pudieran alcanzar el conocimiento metafísico completo; y esto sería posible aun en el mundo occidental de hoy, aunque más di­fícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavora­ble como es posible bajo este concepto. De todos modos, conviene agregar que si ha habido tales excepciones no existe de ellas ningún testimonio escrito, y que no han de­jado huella en lo que es habitualmente conocido, lo que por lo demás no prueba nada en el sentido negativo, y que tampoco tiene nada de sorprendente dado que, si se pro­dujeron efectivamente casos de este género, sólo pudo ser gracias a circunstancias muy particulares, acerca de cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí.

     

    Volviendo a la cuestión que nos ocupa, recordaremos que indicamos ya lo que distingue, de la manera más esen­cial, una doctrina metafísica de un dogma religioso: mien­tras que el punto de vista metafísico es puramente intelec­tual, el punto de vista religioso implica, como característi­ca fundamental, la presencia de un elemento sentimental que influye sobre la misma doctrina y que no le permite conservar la actitud de una especulación puramente desin­teresada; esto es, en efecto, lo que acontece con la teología, aunque de manera más o menos marcada según que se con­sidere una u otra de las diferentes ramas en que se la puede dividir. Este carácter sentimental en ninguna parte se acen­túa tanto como en la forma propiamente "mística" del pensamiento religioso; y decimos a este propósito que, en con­tra de una opinión muy difundida, el misticismo, por el hecho de que no podría ser concebido fuera del punto de vista religioso, es totalmente desconocido en Oriente. No entraremos aquí en detalles más amplios sobre el particular, lo que nos conduciría a desarrollos muy extensos; en la confusión tan común que acabamos de señalar, y que con­siste en atribuir una interpretación mística a ideas que de ningún modo lo son, se puede ver un ejemplo de la tenden­cia habitual de los occidentales, en virtud de la cual quie­ren encontrar por doquiera el equivalente puro y simple de los modos de pensamiento que les son propios.

    La influencia del elemento sentimental daña de modo evidente la pureza intelectual de la doctrina, y representa, en suma, hay que decirlo, una decadencia con relación al pen­samiento metafísico, decadencia que, por lo demás, ahí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, fue en cierto modo inevitable y aun necesaria en un sentido, si la doctrina tenía que adap­tarse a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en los que predominaba la sentimentalidad sobre la inteligencia, predominio que alcanzó su más alto grado en los tiempos modernos. Sea de ello lo que fuere, no es menos cierto que el sentimiento no es más que relativi­dad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él y sobre la cual él reacciona no puede ser por ella misma sino re­lativa y contingente; y esto puede observarse con particu­laridad a propósito de la necesidad de "consolaciones", a la cual responde, en una amplia medida, el punto de vista religioso. La verdad, por sí misma, no tiene por qué ser con­soladora; si alguien la encuentra así, tanto mejor para él, ciertamente, pero el consuelo que experimenta no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentimentalidad. Por el con­trario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que debe por lo tanto revestirse ella misma de una forma sentimental, no puede ser ya identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correla­tiva de un desfallecimiento intelectual de la colectividad humana a la cual se dirige. Por otro lado, de ahí nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que acarrea su incompatibilidad, porque mientras que la inteligencia es una, y la verdad en toda la medida en que es compren­dida no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es diversa, y la religión que tienda a satisfacerla deberá esforzarse por adaptarse lo mejor que sea posible a sus mo­dos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Esto no quiere decir que todas las formas re­ligiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doc­trinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación del Catolicismo y del Protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto.

     

    Podemos ver ahora que el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración pro­porcional; es, si se quiere, una aplicación a condiciones con­tingentes, una adaptación cuyo modo está determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe responder, puesto que estas exigencias especiales son, después de todo, su única razón de ser. Resulta de aquí que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la libere de su forma específica, ser encauzada a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una especie de traducción, pero sin que haya por esto equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: hay que recordar aquí lo que antes dijimos, que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por esto menos profundamente separados. Si seguidamente se consideran las cosas en sentido inverso, habrá que decir que ciertas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas en lenguaje teológico, porque hay que tener en cuenta esta vez todo lo que, no pudiendo considerarse desde ningún punto de vis­ta individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que por lo demás es la misma cosa en el fondo. Lo mismo vale para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata; esta traducción, como cualquiera otra fórmula, siempre es incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del de la metafísica pura. Ello se podría apoyar en numerosos ejemplos; pero estos mismos ejem­plos, para ser comprendidos, presupondrían desarrollos doctrinales que no podemos emprender aquí; tal sería, para limitarnos a un caso típico entre otros, una comparación establecida entre la concepción metafísica de la "Liberación" en la doctrina hindú y la concepción teológica de la "salvación" en las religiones occidentales, concepciones esencial­mente distintas, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha pretendido asimilar, de un modo, por otro lado, puramente verbal. Notemos de paso, puesto que se pre­senta aquí la ocasión, que casos como éste deben servir pa­ra poner en guardia contra otro peligro muy real: si se afirma a un hindú, al que son extrañas las concepciones oc­cidentales, que los europeos entienden por "salvación" exactamente lo que él mismo entiende por "Moksha", no tendrá ninguna razón, sin duda, para discutir esta aserción o para sospechar de su exactitud, y podría suceder después, por lo menos hasta que esté mejor informado, que él mismo emplease esta palabra "salvación" para designar una con­cepción que no tiene nada de teológica; habría entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se haría más inextricable. Sucede lo mismo con las confusiones que se pro­ducen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: recordamos el ejemplo de un musulmán que aceptó de buen grado y como cosa del todo natural la denominación de "panteísmo islámico" atribuida a la doctrina metafísica de la "Identidad suprema", pero que, en cuanto se le hubo explicado lo que es realmente el panteísmo en el sentido propio de esta palabra, principalmente en Spinoza, rechazó con verdadero horror semejante nombre.

     

    Por lo que hace a la manera como se puede com­prender lo que hemos llamado la traducción de las verda­des metafísicas en lenguaje teológico, pondremos sólo un ejemplo en extremo simple y elemental: esta verdad meta­física inmediata: "el Ser es", si se quiere expresar en modo teológico o religioso, dará nacimiento a esta otra proposi­ción: "Dios existe", que no le sería estrictamente equiva­lente sino con la doble condición de concebir a Dios como el Ser universal, lo que está muy lejos de haber tenido lu­gar siempre efectivamente, y la de identificar la existencia al ser puro, lo que es metafísicamente inexacto. Sin duda, este ejemplo, por su gran simplicidad, no responde por completo a lo que puede haber de más profundo en las concepciones teológicas; tal como es, no carece de interés, por­que es precisamente de la confusión entre lo que está im­plicado respectivamente, en las dos fórmulas que acabamos de citar, confusión que procede de la de los dos puntos de vista correspondientes, es de ahí, decimos, de donde resul­tan las controversias interminables que han surgido en tor­no del famoso "argumento ontológico", el cual es, él mismo, un producto de está confusión. Otro punto importante que podemos notar desde luego a propósito de este mismo ejemplo, es el de que las concepciones teológicas, por no estar al abrigo de las influencias individuales como lo están las concepciones metafísicas puras, pueden variar de un individuo a otro, y sus variaciones están entonces en función de las de la más fundamental de entre ellas, queremos decir de la concepción misma de la Divinidad: los que discu­ten sobre cosas tales como las "pruebas de la existencia de Dios" deberían, ante todo, para poder entenderse, asegurarse de que, al pronunciar la misma palabra "Dios", quie­ren expresar con ella una concepción idéntica, y se darían cuenta a menudo de que no es así, de manera que tienen tantas probabilidades de ponerse de acuerdo como si habla­ran lenguas diferentes. Es aquí, sobre todo, en el dominio de estas variaciones individuales, de las cuales la teología ofi­cial y docta no podría ser de ningún modo responsable, donde se manifiesta una tendencia eminentemente antimetafísica que es casi general entre los occidentales, y que constituye propiamente el antropomorfismo; pero esto re­quiere algunas explicaciones complementarias, que nos per­mitirán considerar otro aspecto de la cuestión.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo VII: SIMBOLISMO Y ANTROPOMORFISMO

     

    El nombre de "símbolo", en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal lo mismo que figurada: la palabra no pue­de tener otra función, ni otra razón de ser que la de sim­bolizar la idea, es decir, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás pura­mente analógica. Comprendido así, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o de imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del cual el len­guaje es un simple caso particular, es evidentemente natu­ral al espíritu humano, por lo tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas, las enseñanzas de la doc­trina; y por lo demás, entre uno y otro no hay, a decir verdad, límites precisos, porque es cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, también en esta segunda acepción, por más que sólo en China haya permanecido así de mane­ra exclusiva. Sea como fuere, el simbolismo, tal como se le entiende comúnmente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y esto se comprende con facilidad si se piensa que es un medio de expresión mucho me­nos estrechamente limitado que el lenguaje usual; sugirien­do más aún de lo que expresa, es el sostén más apropiado para posibilidades de concepción que no podrían alcanzar las palabras. Este simbolismo, en el cual lo indefinido con­ceptual no excluye un rigor matemático, y que concilia así exigencias aparentemente contrarias es, pues, valga la expresión, la lengua metafísica por excelencia; y, además, símbolos primitivamente metafísicos pudieron, por un proceso de adaptación secundaria paralela a la de la doctrina misma, volverse ulteriormente símbolos reli­giosos. Los ritos, sobre todo, tienen un carácter eminentemente simbólico a cualquier dominio que se vinculen, y siem­pre es posible la transposición metafísica para el significa­do de los ritos religiosos, lo mismo que para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemen­te sociales, si se quiere buscar su razón profunda, hay que remontarse del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. No pretendemos decir, por lo demás, que los ritos no sean mas que puros símbolos; son esto sin duda, y no pueden dejar de serlo, so pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero se les debe concebir al mismo tiempo como poseedores en sí mismos de una eficacia propia, como medios de reali­zación que obran con vistas al fin al cual están adaptados y subordinados. Ésta es, evidentemente, en el plano reli­gioso, la concepción católica de la virtud del "sacramento"; es también, metafísicamente, el principio de ciertas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, cuando debe servir esencialmente de apoyo a una concep­ción, tiene también una eficacia muy real; y el mismo sacramento religioso, mientras es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de sostén para la "influencia espiritual" que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de manera análoga al caso en el cual las potencialidades intelectuales incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. En este aspecto, el rito es también un caso particular del símbolo: es, podría decirse, un símbolo "producido", pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es él en realidad, y no sólo su exterioridad contingente: aquí, como en el estudio de los textos, hay que saber ir más allá de la "letra" para dar paso al "espíritu". Ahora bien, esto es pre­cisamente lo que no hacen por lo común los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas suministran un ejemplo característico, porque consisten muy a menudo en desnaturalizar los símbolos estudiados, de la misma ma­nera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente los que encuentra a su alcance. El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa por incapacidad de elevarse has­ta su significado puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda "idolatría" en el sentido propio de esta palabra, el que le da el Islamismo de manera particularmente precisa. Cuando sólo se ve la forma exterior del símbolo, su razón de ser y su eficacia actual desaparecen igualmente; el símbolo no es más que un "ídolo", es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que pura "superstición", hasta que no se encuen­tre alguien cuya comprehensión sea capaz, parcial o integral­mente, de restituirle de manera efectiva lo que perdió, o por lo menos lo que no contiene ya sino en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido cayó en el olvido, y especialmente el de toda religión a la que la incomprehensión común de sus adherentes reduce a un simple for­malismo exterior; citamos ya el ejemplo más notable quizá de esta degeneración, el de la religión griega. También en­tre los Griegos se encuentra en su grado más alto una tendencia que aparece como inseparable de la "idolatría" y de la materialización de los símbolos, la tendencia al an­tropomorfismo: no concebían sus dioses como representantes de ciertos principios, sino que se los figuraban verdadera­mente como seres de forma humana, dotados de sentimientos humanos, y obrando a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, no tenían ya nada que pudiera distin­guirse de la forma con que los habían revestido el arte y la poesía, no eran nada literalmente fuera de esta misma forma. Una antropomorfización tan completa dio pretexto a lo que se ha llamado, con el nombre de su inven­tor, el "evemerismo", es decir, la teoría según la cual los dioses no fueron en su origen más que hombres ilus­tres; no se podría en verdad, ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera todavía que la de ciertos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o un ensayo de explica­ción de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del "mito solar". El "mito", como el "ídolo", sólo ha sido siempre un símbolo incomprendido: el uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los Griegos la poesía produjo el primero como el arte produjo el segundo; pero en los pueblos donde, como en los orientales, el naturalismo y el antropomorfis­mo son igualmente extraños, ni uno ni otro podían nacer, y no lo pudieron en efecto sino en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los intérpretes de lo que no comprendían. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mis­mo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de orden inferior a lo simbolizado. De igual manera, es sin duda una tendencia general y natural del hombre la de utilizar la forma humana en el simbolismo; pero esto, que no se presta en sí a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye de ningún modo el antropomorfismo, siempre que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada semejante a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos con figura humana, aunque de uso corriente, no se tornaron "ídolos" jamás; y se puede hacer notar a este propósito cuánto se opone el sim­bolismo a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero ahí donde el arte no es más que un medio de expresión y como un vehículo de ciertas concepciones intelectuales, no se le podría evidentemente considerar como un fin en sí, lo que sólo acontece en los pueblos en los que predomina la sentimentalidad. Sólo a estos mismos pueblos les es natural el antropomorfismo, y hay que notar que es entre ellos, por la misma razón, donde se pudo constituir el punto de vista propiamente religioso; pero, por otra parte, la religión se esforzó siempre en ellos por reaccionar contra la tendencia antropomórfica y por combatirla en principio, cuando su concepción más o menos falseada en el espíritu popular contribuyó a veces por el contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los Judíos y los Arabes, son vecinos en este aspecto de los pueblos occi­dentales: no podría haber, en efecto, otra razón para la pro­hibición de los símbolos con figura humana, común al Judaísmo y al Islamismo, pero con la restricción de que, en este último, jamás se aplicó rigurosamente entre los Persas, para los cuales el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, ya que, más orientales que los Arabes, y además de otra raza, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo.

     

    Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de "creación"; esta concepción, que es tan extraña a los orientales, con excepción de los musulmanes, como lo fue a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la pa­labra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción, que recibió con el Cristianismo, porque "creare" no quiso decir al principio más que "hacer", sentido que ha guardado siempre en sánscrito, el de la raíz verbal "kri", que es idéntico a esta palabra; hubo ahí un cambio profundo de significado, y éste es, como lo hemos dicho, similar al del término "religión".

    Es evidente que la idea de que se trata pasó del Judaísmo al Cristianismo y al Islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, en el fondo es la misma que la de la interdicción de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como a un ser más o menos análogo a los seres individuales y particular­mente a los seres humanos, debe tener por corolario natural, por donde quiera que existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente "demiúrgico", queremos decir una acción que se ejerce sobre una "materia" que se supone exterior a él, lo cual es el modo de acción propio de los seres individua­les. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad y de la infinitud divinas, afirmar expre­samente que Dios ha "hecho el mundo de nada", es decir, en suma, de nada que le fuese exterior, suposición que tendría por efecto limitarlo dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica es aquí la expresión de un absurdo metafísico, lo que por lo demás es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, se volvió muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, en esta forma derivada, no apareció ya evidente. La concepción teológica de la "creación" es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la "manifestación universal", y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero no hay, por lo demás, equivalencia que establecer entre estas dos concepciones, puesto que hay necesariamente entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los cuales se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que expu­simos en el capítulo precedente.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo VIII: PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO

     

     

    Hemos dicho que la metafísica, que está profunda­mente separada de la ciencia, no lo está menos de cuanto los occidentales, y sobre todo los modernos, designan con el nombre de filosofía, bajo el cual se encuentran reunidos ele­mentos muy heterogéneos, y hasta desemejantes por comple­to. Poco importa aquí la intención primera que los Griegos hayan querido encerrar en esta palabra "filosofía", que pa­rece haber comprendido al principio para ellos, de manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los limi­tes en que eran aptos para concebirlo; sólo nos preocuparemos de lo que actualmente existe de hecho bajo esta denominación. Sin embargo, conviene hacer notar en primer lugar que, cuando hubo en Occidente metafísica verdadera, se trató siempre de unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que los caracteres esenciales de la me­tafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron separados con claridad suficiente. Diremos más: el hecho de tratar a la metafísica como a una rama de la filosofía, ya sea colocándola así en el mismo plano de no importa qué relatividades, o bien calificándola de "filosofía primera", como, lo hizo Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su verdadero alcance y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser parte de alguna cosa, y lo universal no puede ser encerrado o com­prendido en cualquier cosa que sea. Este hecho es, por sí solo, una prueba evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, la cual se reduce a la sola doctrina de Aristóteles y de los escolásticos; porque, con excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encon­trarse diseminadas aquí y allá, o bien de cosas que no son conocidas de manera bastante cierta, no se encuentra en Occidente, por lo menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de ele­mentos contingentes, científicos, teológicos o de cualquiera otra naturaleza; no hablamos de los alejandrinos, sobre los que se ejercieron directamente influencias orientales.

    Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial con el punto de vista científico: es siempre un punto de vista racio­nal, o por lo menos que pretende serlo, y cualquier conoci­miento que se mantiene en el dominio de la razón, se le ca­lifique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si pretende ser otra cosa, pierde por este hecho todo valor, aún relativo, atribuyéndose un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que lla­maremos la pseudo-metafísica. Por otra parte, la distinción del dominio filosófico y del dominio científico es tanto me­nos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus múltiples elementos, ciertas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de manera que se les pueda conceder un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, son llamadas filosóficas sólo por el efecto de un uso que no se funda en ninguna razón lógica, y la filoso­fía no tiene más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir por qué no se ha tomado o conservado la costumbre de hacer entrar en ella también a otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que fue­ron consideradas como filosóficas en cierta época no lo son ahora, y les basta con adquirir un desarrollo mayor para salir de este conjunto mal definido, sin que haya cambiado para nada su naturaleza intrínseca; el hecho de que algunas permanezcan todavía en él, es un vestigio de la extensión que los Griegos dieron primitivamente a la filosofía, que comprendía en efecto a todas las ciencias.

     

    Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de otra naturaleza, con la psicología, por ejemplo, de las que tiene con la física o con la fisiología: éstas son, exactamente del mismo modo, ciencias de la naturaleza, es decir ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón, la metafísica no puede depender en ningún grado de una ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra ex­cusa que la de ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica y, por lo mismo, propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bas­tarse a sí misma, siendo el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre otra cosa, por el hecho mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los cuales se deriva todo lo demás, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y esto, por parte de las ciencias, es sin duda legí­timo, puesto que no podrían conducirse de otro modo y unir sus objetos a principios universales, sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última observación muestra que no hay que pensar tampoco en fundar directamente las cien­cias sobre la metafísica: la misma relatividad de sus puntos de vista constitutivos es la que les asegura a este respecto cierta autonomía, cuyo desconocimiento tendería a provocar conflictos ahí donde normalmente no deberían producirse; este error, que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes que, por lo demás, sólo hizo pseudo-metafísica y que no se interesó en ella sino a título de prefacio a su física, a la que creyó dar así fun­damentos más sólidos.

     

    Si ahora consideramos la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos considerado hasta aquí, y a to­das las cuales se les puede llamar experimentales porque tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento huma­no; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se denomina los principios lógicos no son más que la aplicación y la especificación, en un dominio de­terminado, de verdaderos principios, que son de orden univer­sal; se puede, pues, con respecto a ellos, operar una transposición del mismo género que la que indicamos como posible a propósito de la teología. La misma observación puede ha­cerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que se limitan exclusivamente al solo dominio de la cantidad, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser conside­rados como constitutivos de una determinación inmediata con relación a ciertos principios universales. Así pues, la lógica y las matemáticas, son, en todo el dominio científico, las que ofrecen más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, porque entran en la definición general del conocimiento científico, es decir en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, también ellas están profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite conceder un valor efectivo a pun­tos de vista que se establecen como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de las "teorías del conoci­miento" y que han adquirido tanta importancia en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, en la parte en que pretenden superar a la lógica, no son más que fantasías pseudo-metafísícas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica sólo ocupa el sitio de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que sucede en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la Edad Media occidental, pero que ignora la filosofía moderna, no es más que una apli­cación de los principios metafísicos desde un punto de vista especial y en un dominio determinado; insistiremos sobre el particular a propósito de las doctrinas hindúes.

     

    Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafí­sica y de la lógica podrá asombrar algo a los que están acos­tumbrados a considerar que la lógica domina en un sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no es valedera sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; sin embargo, es evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser dependiente de la lógica, como no puede estarlo de no importa qué otra ciencia, y se podría decir que hay aquí un error que proviene de que no se concibe el conoci­miento más que en el dominio de la razón. Hay que dis­tinguir, eso sí, entre la metafísica misma, como concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individua­les, por lo tanto a la razón, la segunda, en la medida en que ella es posible, no puede consistir más que en una es­pecie de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la misma constitución de cualquier lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia del razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma nada más, y, si entonces debe conformarse a las leyes de la lógica, es que estas mismas leyes tienen un fundamento metafísico esencial, sin el cual carecerían de valor; al mismo tiempo, es necesario que esta exposición, para que tenga un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como lo indicamos ya, deje abiertas posibilidades ilimitadas, de concepción como el dominio mismo de la metafísica.

    En cuanto a la moral, hablando desde el punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos reservamos entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en cuanto es claramente distinta de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ya ni siquiera un conocimiento de orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuyo fin y alcance no podrían ser más que puramente prácticos, aunque a me­nudo se haga uno muchas ilusiones sobre el particular. Se trata exclusivamente, en efecto, de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está por completo en el orden social porque estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos hu­manos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aun se las formula colocándose en un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como entre los orientales, es el punto de vista específicamente moral, y extraño a la mayoría de la humanidad. Hemos visto cómo podía introducirse este punto de vista en las concepciones religiosas, por la sujeción del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero haciendo a un lado este caso, no se ve bien lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso, que da un sentido a la moral, todo lo que se relaciona con este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de puras y simples convenciones, establecidas y observadas únicamente con vistas a hacer posible y soportable la vida en sociedad; pero, si se reconociese francamente este carácter convencional y tomase uno su partido, no habría ya moral filosófica. También la sentimentalidad interviene aquí y para encontrar materia con la cual satisfacer sus necesi­dades especiales, se esfuerza por tomar y hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de allí un despliegue de consideraciones diversas, unas que permanecen nítidamente sentimentales tanto en su forma como en su fondo, otras disfrazándose bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral, como todo lo que corresponde a las contingencias sociales, varía grandemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en este mismo medio; ello bastaría para mostrar que estas teorías carecen de todo valor real, porque están construidas por cada filósofo para poner –cuando ya es tarde- su conducta y la de sus semejantes, o por lo menos la de los que están más próximos a él, de acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimien­tos. Hay que hacer notar que el nacimiento de estas teorías morales se produce sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, divagando sobre especulaciones ilusorias, se conserva por lo menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar sobre todo entre los Griegos, cuando su intelectualidad proporcionó, con Aristóteles, todo aquello de lo que era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como las de los epicúreos y de los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y lo que determinó su éxito entre los Romanos, para los que cualquier especulación más ele­vada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo ca­rácter se encuentra en la época actual, en la que el "moralismo" se vuelve extrañamente invasor pero, sobre todo esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo demuestra el caso del Protestantismo; es natural, por otra parte, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es del todo material, traten de satisfacer sus aspiraciones sentimentales con este falso misticismo que en­cuentra una de sus expresiones en la moral filosófica.

    Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda clase de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas y cuya ligazón no está constituida por algún rasgo de su propia naturaleza, sino sólo por el hecho de su agrupamiento en el interior de una misma con­cepción sistemática. Por ello, después de haber separado por completo la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, hay que distinguirla, además, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas cau­sas más comunes es, lo dijimos ya, la pretensión a la origina­lidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a cualquier espíritu tradicional, y también incompatible con cualquier concep­ción que tenga un alcance metafísico verdadero. La meta­física pura excluye esencialmente todo sistema, porque un sistema, cualquiera que sea, se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estre­chamente definido y limitado, lo que de ningún modo es conciliable con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir una construcción cuyo valor no puede ser más que individual. Además, cualquier sistema está necesariamente establecido sobre un punto de partida especial y relativo, y puede decirse que no es, en suma, sino el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certidumbre, no podría admitir nada de hipoté­tico. No queremos decir que todos los sistemas no puedan contener cierta parte de verdad, en lo que se refiere a tal o cual punto particular; pero es que son ilegítimos en tanto que sistemas, y a la forma sistemática misma le es inherente la falsedad radical de tal concepción tomada en su conjunto. Leibniz decía con razón que "todo sistema es verdadero en lo que afirma y falsa en lo que niega", es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, más sistemático, porque semejante concepción termina inevitablemente en la nega­ción de todo lo que es impotente para contener; y esto de­bería, en toda justicia, aplicarse al mismo Leibniz, así como a los otros filósofos, en la medida que su propia concep­ción se presenta también como sistema; todo lo que se encuentra en él de metafísica verdadera está, por lo demás, tomado de la escolástica, y eso, desnaturalizado a menudo, por mal comprendido. Para la verdad de lo que afirma un sistema, no habría que ver ahí la expresión de un "eclecti­cismo" cualquiera; esto equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que es evidente, pero que im­plica precisamente la condenación del sistema como tal. Como la metafísica está fuera y más allá de las relatividades, que pertenecen todas al orden individual, escapa por eso mismo a toda sistematización, y no se deja encerrar en ninguna fórmula. Ahora se puede comprender lo que entendemos exactamente por pseudo-metafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, total­mente injustificadas por el hecho de la misma forma sistemática, que basta para quitar a las consideraciones de este género cualquier alcance real. Ciertos problemas que habitualmente plantea el pensamiento filosófico aparecen hasta como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de todo significado; hay allí una multitud de cuestiones que sólo descansan sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y porque no hay motivo para plantearlas realmente; bastaría pues, en muchos casos, con precisar su enunciado para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, por el contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay tam­bién otras cuestiones, que pertenecen a órdenes de ideas muy diversos, que se pueden plantear, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto acarrearía una solución casi inmediata, porque la dificultad que en ellas se encuentra es más verbal que real; pero si entre estas cuestiones hay algu­nas cuya naturaleza sería susceptible de tener cierto alcance metafísico, lo pierden completamente por estar incluidas en un sistema, porque no basta que una cuestión sea de natura­leza metafísica, se necesita además que, siendo reconocida como tal, sea considerada y tratada metafísicamente. Es evidente, en efecto, que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea desde el punto de vista metafísico, o bien desde otro punto de vista cualquiera; así también las consideraciones a las cuales la mayoría de los filósofos han creído oportuno entregarse sobre toda clase de cosas, pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es por lo menos lamentable que la falta de precisión que es tan característica del pensamiento occiden­tal moderno, y que aparece tanto en las mismas concepcio­nes como en su expresión, y permite discutir indefinidamente sin discernimiento y sin llegar a resolver nada, deje libre el campo a una multitud de hipótesis que con seguridad tiene uno el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. A este propósito podemos también hacer notar, de ma­nera general, que las cuestiones que se plantean en cierto modo accidentalmente, que sólo tienen un interés particular y momentáneo, como se encuentran muchas en la historia de la filosofía moderna, están por esto mismo manifiestamente desprovistas de cualquier carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; las cuestiones de este género pertenecen por lo común a la categoría de los problemas cuya existencia es artificial. No puede ser verdaderamente metafísico, lo repetimos una vez más, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísico, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica lo que hace su unidad esencial, independientemente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dog­mas religiosos, y, por consecuencia, su profunda inmutabili­dad.

     

    De lo que precede resulta, asimismo, que la metafísica no tiene ninguna relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que tienen precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; es una manía común de los orientalistas la de querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en estos cuadros estrechos que no están hechos para él; señalaremos especialmente más tarde el abuso que se hace así de estas vanas etiquetas, o por lo menos de algunas de ellas. Sólo queremos por el momento insistir sobre este punto: que la querella del espiritualismo y del materialismo, en torno de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; éste es, por lo demás, un ejemplo de aquellas cuestiones que tuvieron su época y a las que aludíamos hace poco. En efecto, la dualidad "espíritu-materia" nunca se planteó como absoluta e irreductible antes de la época cartesiana; los antiguos, principalmente los Griegos, ni siquiera tenían la noción de "materia" en el sentido moderno de la palabra, como no la tiene en la actualidad la mayoría de los orientales: en sánscrito no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene por único mérito el de representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero precisamente porque se atiene a las apariencias es del todo superficial, y, colocándose en un punto de vista especial puramente individual, se torna negación de toda metafísica en cuanto se le quiere atri­buir un valor absoluto afirmando la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la cual reside el dualismo propiamente dicho. No hay que ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, porque los dos términos de la oposición po­drían ser distintos de estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, parejas inde­finidas de términos correlativos diferentes de aquel. De manera general, el dualismo tiene por carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente des­de cierto punto de vista; y ésta es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al, declarar esta oposición irre­ductible y absoluta, cuando es totalmente relativa y contingente, se le impide ir más allá de los dos términos que planteó uno frente a otro, y se encuentra así limitado en lo que hace su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición en la cual persiste obstinada­mente el dualismo, se podrán presentar distintas soluciones; y, desde luego, encontramos dos en los sistemas filosóficos que se pueden agrupar bajo la denominación común de mo­nismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto: al no admitir que haya una irreducti­bilidad absoluta, y al querer superar la oposición aparente, cree lograrlo reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata en particular de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espi­ritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende por el contrario reducir el espíritu a la materia. El mo­nismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, porque, en esto, está menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero cae casi fatalmente en otro defecto y descuida por completo, si es que no niega, la oposición que, aun no siendo más que una apariencia, siempre merece ser considerada como tal: es aquí también, donde el exclusivismo de sistema comete su primera falta. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, nun­ca se sale por completo de la alternativa planteada por el dualismo; puesto que no considera nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los cuales había hecho sus principios fundamentales; hasta habría motivo para preguntarse si, siendo correlativos estos dos términos, el uno tiene aún su razón de ser sin el otro, si es lógico conservar el uno en cuanto se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parecen superficial­mente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, esto en suma tiene poca importancia, tanto más cuanto que cada uno está obligado a atribuir al principio que conserva, las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, en este terreno, la discusión entre espiri­tualistas y materialistas degenere pronto en una simple que­rella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos faces de una so­lución doble, por lo demás del todo insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución, pero mientras que con el dualismo y el monismo sólo teníamos dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden simplemente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, por el contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que la ignora. Designaremos esta doctrina como el "no-dualismo", o mejor todavía como la "doctrina de la no-dualidad", si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito "adwaita-vâda" que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y por esto la adoptaremos de buen grado, pero tiene sin embargo un inconveniente en razón de la presencia de la terminación "ismo", que en el lenguaje filosófico va unida por lo común a la designa­ción de sistemas; se podría, es verdad, decir que hay que hacer llevar la negación sobre la palabra "dualismo" toda entera, comprendida su terminación, entendiendo por ello que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo como concepción sistemática. Sin admitir más irreductibi­lidad absoluta que el monismo, el "no-dualismo" difiere profundamente de éste, en que no pretende de ningún modo por esto que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; considera a uno y otro si­multáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal y en el cual están contenidos igual­mente, no ya como opuestos para hablar con propiedad, sino como complementarios, por una especie de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio co­mún. Así, pues, la intervención del punto de vista meta­físico tiene por efecto resolver inmediatamente la oposi­ción aparente, y ella sola permite hacerlo de verdad allí donde mostraba su impotencia el punto de vista filosófico; y lo que es cierto para la distinción del espíritu y de la materia lo es igualmente para no importa qué otra de todas las que se podrían establecer también entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en cantidad indefinida. Si se puede considerar simultáneamente toda esta infinidad de distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es que no está uno ya encerrado en una sistematización limitada a una de estas distinciones con exclusión de todas las otras; y, así, el "no-dualismo" es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden en general, bajo uno u otro concepto, unirse ya sea al dualismo, ya sea al monismo; pero sólo el "no-dualismo", tal como acabamos de indicarlo al principio, es susceptible de superar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque es pro­pia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la misma metafísica.

     

    Si hemos creído necesario extendernos sobre estas consi­deraciones tan largamente como lo hemos hecho, es debido a la ignorancia en que se está por lo común en Occidente sobre todo lo que concierne a la metafísica ver­dadera, y también porque tienen con nuestro asunto una relación muy directa, aunque no lo piensen así algunos, puesto que la metafísica es el centro único de todas las doc­trinas del Oriente, de modo que no se puede comprender nada de ellas mientras no se haya adquirido de la metafísica una noción por lo menos suficiente para evitar cualquier confusión posible. Al señalar toda la diferencia que separa un pensamiento metafísico de un pensamiento filosófico, hemos hecho ver cómo los problemas clásicos de la filosofía, aun los que ella considera como más generales, no ocupan rigurosamente ningún sitio con respecto a la metafísica pura: la transposición, que tiene por objeto hacer aparecer el sentido profundo de ciertas verdades, desvanece aquí estos pretendidos problemas, lo que demuestra precisamente que no tienen ningún sentido profundo. Por otra parte, esta exposición nos ha suministrado la oportu­nidad de indicar el significado de la concepción de la "no-dualidad", cuya aprehensión, esencial a toda metafísica, no lo es menos a la interpretación más particular de las doctri­nas hindúes; ello es evidente, por lo demás, desde el momento en que estas doctrinas son de esencia puramente metafísica.

     

    Agregaremos aún una observación cuya importancia es capital: no sólo no puede estar limitada la metafísica por la consideración de una dualidad cualquiera de aspectos complementarios del ser, ya se trate de aspectos muy espe­ciales como el espíritu y la materia, o, por el contrario, de aspectos tan universales como es posible, como los que se pueden designar con los términos de "esencia" y de "subs­tancia", sino que tampoco podría estar limitada por la concepción del ser puro en toda su universalidad, porque no debe estarlo por nada absolutamente. La metafísica no puede definirse como "conocimiento del ser" de una mane­ra exclusiva, como lo hizo Aristóteles: ésta es propiamente la ontología, que sin duda es de la incumbencia de la metafísi­ca, pero que no por esto constituye toda la metafísica; y a ello se debe que lo que hubo de metafísica en Occidente haya quedado siempre insuficiente e incompleto, lo mis­mo que bajo otro concepto que indicaremos más adelante, el ser no es verdaderamente el más universal de todos los principios, lo que sería necesario para que la metafísica se redujese a la ontología, y esto porque, aun siendo la más primordial de todas las determinaciones posibles, ya es sin embargo una determinación, y toda determinación es una limitación, en la cual no se podría detener el punto de vista metafísico. Un principio es evidentemente tanto menos uni­versal cuanto es más determinado, y por esto más relativo; podemos decir que, de una manera en cierto modo matemática, un "más" determinativo equivale a un "me­nos" metafísico. Esta indeterminación absoluta de los prin­cipios más universales, por lo tanto de los que deben ser considerados antes que todos los otros, es causa de grandes dificultades, no en la concepción, salvo quizá para los que no están acostumbrados a ellos, sino al menos en la expo­sición de las doctrinas metafísicas, y obliga a menudo a ser­virse de expresiones que en su forma exterior son puramente negativas. Así, por ejemplo, la idea del Infinito, que es en realidad la más positiva de todas, puesto que el Infinito no puede ser más que el todo absoluto, lo que, no estando limitado por nada, no deja nada fuera de si, esta idea, decimos, no puede expresarse más que por un término de forma negativa, porque, en el lenguaje, toda afirmación directa es por fuerza la afirmación de alguna cosa, es decir una afirmación particular y determinada; pero la negación de una determinación o de una limitación es propiamente la negación de una negación, por lo mismo una afirmación real, de manera que la negación de toda determinación equivale en el fondo a la afirmación abso­luta y total. Lo que decimos para la idea del Infinito podría aplicarse igualmente a muchas otras nociones metafí­sicas extraordinariamente importantes, pero basta este ejemplo para lo que nos proponemos hacer comprender aquí; y, por lo demás nunca hay que perder de vista que la metafísica pura es, en sí, absolutamente independiente de todas las terminologías más o menos imperfectas con las que tratamos de revestirla para que sea más accesible a nuestra comprehensión.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo IX: ESOTERISMO Y EXOTERISMO

     

    Señalamos ocasionalmente, en el curso de nuestras consi­deraciones preliminares, la distinción muy generalmente conocida que existe, en ciertas escuelas filosóficas de la Grecia antigua, si no en todas, entre lo que se llama el eso­terismo y el exoterismo, es decir entre dos aspectos de una misma doctrina, uno más interior y el otro más exterior: éste es todo el significado literal de estos dos términos. El exoterismo, que comprende lo que, era más elemental, más fácilmente comprensible, y por consiguiente susceptible de estar al alcance de todos de una manera más amplia, se expresa sólo en la enseñanza escrita, tal como nos ha lle­gado más o menos completamente; el esoterismo, más profundo y de orden más elevado, y que por lo mismo se dirige como tal a los solos discípulos regulares de la escuela, pre­parados especialmente para comprenderlo, era objeto de una enseñanza puramente oral, sobre la naturaleza de la cual no se han podido conservar evidentemente datos muy precisos. Por otra parte, debe entenderse bien que, puesto que se trataba de la misma doctrina bajo dos aspectos di­ferentes, y como en dos grados de enseñanza, estos dos as­pectos de ningún modo podían ser opuestos o contradicto­rios, sino que más bien debían ser complementarios: el esoterismo desarrollaba y completaba, dándole un sentido más profundo que no estaba contenido allí sino como virtualmente, lo que el exoterismo exponía bajo una forma de­masiado vaga, demasiado simplificada, y a veces más o menos simbólica, por más que el símbolo tuviese muy a menudo, en los Griegos, ese aire del todo literario y poético que lo hace degenerar en simple alegoría. Ni que decir tiene, por otro lado, que el esoterismo podía, en la misma escuela, subdi­vidirse a su vez en varios grados de enseñanza más o me­nos profundos, pasando los discípulos sucesivamente de uno a otro según su estado de preparación, y pudiendo ir más o menos lejos según la extensión de sus aptitudes intelec­tuales; pero esto es casi todo lo que se puede decir segura­mente sobre el particular.

     

    Esta distinción del esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido en absoluto en la filosofía moderna, que en realidad no es en el fondo más de lo que es exteriormente, y que, para lo que enseña, no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo se escapa del todo a su punto de vista limitado. Ahora se plantea la cuestión de saber si esta concepción de los dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular de Grecia; a decir verdad, habría algo de extraño en que una división que parece tan natural en su principio hubiese permanecido tan excepcional, y, de hecho, no es así. Primeramente, se podrían encon­trar en Occidente, desde la antigüedad, ciertas escuelas generalmente muy cerradas, más o menos mal conocidas por este motivo, y que por lo demás no eran escuelas filosó­ficas, cuyas doctrinas no se expresaban fuera sino bajo el velo de ciertos símbolos que debían parecer muy oscuros a los que no tenían la clave de ellos; y estas claves sólo se libraban a los adherentes que habían adquirido ciertos com­promisos, y cuya discreción había sido probada suficien­temente, al mismo tiempo que se habían asegurado de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas como para ser del todo extrañas a la mentalidad común, parece haber sido frecuente sobre todo en la Edad Media y es una de las razones por las cuales, cuando se habla de la intelectualidad de esta época, hay que hacer siempre re­servas sobre lo que pudo existir fuera de lo que nos es co­nocido de manera cierta; es evidente en efecto que, en esto como en el esoterismo griego, han debido perderse muchas cosas porque sólo se enseñaron oralmente, lo que es también, como lo hemos indicado, la explicación de la pér­dida casi total de la doctrina druídica. Entre estas escue­las, a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo a los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero la cosmología debe tener siem­pre por fundamento cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Podría decirse que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, en tanto que su interpretación reservada cons­tituye el esoterismo; pero la parte del exoterismo es entonces muy reducida, y como en suma no tiene razón de ser verda­dera sino con relación al esoterismo y con vistas a éste, se puede uno preguntar si conviene también aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencial­mente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de manera que, allí donde no hay exoterismo, no hay motivo del todo para hablar tampoco de esote­rismo; esta última denominación no puede pues, si se pretende guardar su sentido propio, servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para uso exclusivo de una élite intelectual.

    Se podría, sin duda, pero en una acepción mucho más amplia, considerar un esoterismo y un exoterismo en una doctrina cualquiera, si se distingue en ella la concepción y la expresión, siendo la primera por completo interior, mientras que la segunda no es más que su exteriorización; se puede también, en rigor, pero apartándose del sentido habitual, decir que la concepción representa el esoterismo, y la expresión el exoterismo, y esto de manera necesaria, que resulta de la naturaleza misma de las cosas. Si se en­tiende de este modo, hay particularmente en toda doctrina metafísica algo que será siempre esotérico, y es la parte de inexpresable que contiene esencialmente, como lo hemos ex­plicado, toda concepción verdaderamente metafísica; es algo que cada uno puede concebir por sí mismo, con ayuda de las palabras y los símbolos que sirven simplemente de punto de apoyo a su concepción, y su comprehensión de la doctrina será mas o menos completa y profunda según la medida en que la concebirá efectivamente. También en las doctrinas de otro orden, cuyo alcance no se extiende hasta lo que es verdadera y absolutamente inexpresable, y que es el "misterio" en el sentido etimológico de la palabra, no es menos cierto que la expresión nunca está por completo adecuada a la concepción, de manera que, en una proporción bastante menor, se produce aquí algo análogo: el que comprende realmente es siempre el que sabe ver más lejos que las palabras y se podría decir que el "espíritu" de una doctrina cualquiera es de naturaleza esotérica, mientras que su "letra" es de naturaleza exotérica. Esto sería princi­palmente aplicable a todos los textos tradicionales, que ofre­cen lo más a menudo una pluralidad de sentidos más o me­nos profundos; correspondiendo a otros tantos puntos de vista diferentes; pero en lugar de tratar de penetrar estos sentidos, se prefiere por lo común entregarse a fútiles investigaciones de exégesis y de "crítica de los textos", se­gún los métodos laboriosamente establecidos por la eru­dición alemana; y este trabajo, por fastidioso que sea y por más paciencia que exija, es mucho más fácil que el otro, ya que por lo menos está al alcance de todas las inteli­gencias. Un ejemplo notable de la pluralidad de sentidos nos lo proporciona la interpretación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china; todos los significados de que son susceptibles estos caracteres se pueden agrupar en torno a tres principales, que corresponden a los tres grados fundamentales del conocimiento, y de los cuales el primero es de orden sensible; el segundo de orden racional y el tercero de orden intelectual puro o metafísico; de modo que, para limitarnos a un caso muy simple, un mismo signo podrá emplearse analógicamente para designar a la vez el sol, la luz y la verdad, y sólo la naturaleza del texto permite reconocer, para cada aplicación, cuál de estas acep­ciones es la que conviene adoptar, de donde los múltiples errores de los traductores occidentales. Esto hará compren­der cómo el estudio de los ideogramas, cuyo alcance escapa por completo a los europeos, puede servir de base para una verdadera enseñanza integral, permitiendo desarrollar y coor­dinar todas las concepciones posibles en todos los órdenes; este estudio podrá, pues, desde puntos de vista diferentes, proseguirse en todos los grados de enseñanza, del más elemental al más elevado, dando lugar cada vez a nuevas posibili­dades de concepción, y es un instrumento maravillosamente apropiado para la exposición de una doctrina tradicional.

    Volvamos ahora a la cuestión de saber si la distinción del esoterismo y el exoterismo, entendida esta vez en su sentido preciso, puede aplicarse a las doctrinas orientales. Desde luego, en el Islamismo la tradición es de esencia do­ble, religiosa y metafísica, como va lo hemos dicho; se puede aquí calificar muy exactamente de exotérico el lado religioso de la doctrina, que es en efecto el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esotérico su lado metafísico, que constituye su sentido profundo y que es considerado como la doctrina de la "élite"; y esta distinción conserva bien su sentido propio, puesto que son dos aspectos de una sola y misma doctrina. Hay que notar, con este motivo, que existe algo análogo en el Judaísmo, en el cual el esoterismo está representado por lo que se llama "Qabbalah", palabra cuyo sentido primitivo no es otro que el de "tradición", y que se aplica al estudio de los signifi­cados más profundos de los textos sagrados, mientras que la doctrina exotérica o vulgar se atiene a su significado más exterior y más literal; sólo que esta "Qabbalah" es, de manera general, menos puramente metafísica que el esoterismo musulmán, y sufre también, en cierta medida, la influencia del punto de vista propiamente religioso, en lo cual es comparable a la parte metafísica de la doctrina es­colástica, insuficientemente liberada de consideraciones teológicas. En el Islamismo, por el contrario. la distin­ción de los dos puntos de vista es casi siempre muy clara, fuera del caso de algunas escuelas que están más o menos teñidas de misticismo y cuya ortodoxia es, por lo demás, menos rigurosa que la de las otras escuelas esotéricas; esta distinción permite ver mejor que en cualquiera otra par­te, por las relaciones del exoterismo y del esoterismo, cómo reciben un sentido profundo las concepciones teológicas por la transposición metafísica.

     

    Si pasamos a las doctrinas más orientales, la distin­ción del esoterismo y del exoterismo no se puede ya aplicar de la misma manera, y aun hay algunas a las que no es de ningún modo aplicable. Sin duda, en lo que se refiere a China, se podría decir que la tradición social, que es común a todos, aparece como exotérica, mientras que la tradición metafísica, doctrina de la "élite", es esotérica por lo mismo. Sin embargo, esto no sería rigurosamente exacto sino a condición de considerar estas dos doctrinas con re­lación a la tradición primordial de la cual se derivan una y otra; pero, a decir verdad, están separadas con dema­siada precisión, a pesar de esta fuente común, para que se las pueda considerar como las dos faces de una misma doctrina, lo que es necesario para poder hablar propiamente de esoterismo y exoterismo. Una de las razones de esta separación está en la ausencia de esa especie de dominio mixto al cual da lugar el punto de vista religioso, donde se unen, en la medida en que son susceptibles, el punto de vista intelectual y el punto de vista social, por otra par­te, en detrimento del primero; pero esta ausencia no siem­pre tiene consecuencias tan marcadas al respecto, como lo demuestra el ejemplo de la India, donde tampoco hay nada de propiamente religioso, y donde todas las ramas de la tradición forman sin embargo un conjunto único e indi­visible.

     

    Precisamente nos queda por hablar aquí de la India, y en ella es menos posible considerar una distinción como la del esoterismo y el exoterismo, porque la tradición tiene en efecto demasiada unidad como para presentarse, no sólo en dos cuerpos de doctrina separados, sino también bajo dos aspectos complementarios de este género. Todo lo que se puede distinguir realmente es la doctrina esencial, que es toda metafísica, y sus aplicaciones de diversos órdenes, que constituyen como otras tantas ramas secundarias con re­lación a ella; pero es evidente que esto no equivale de nin­gún modo a la distinción de que se trata. La misma doc­trina metafísica no ofrece otro esoterismo que el que se puede encontrar en ella en el sentido muy amplio que hemos mencionado, y que es natural e inevitable en toda doc­trina de este orden: todos pueden ser admitidos para recibir la enseñanza en todos sus grados, con la única reserva de estar intelectualmente calificados para obtener un beneficio efectivo; hablamos solamente aquí, como es natural, de la admisión en todos los grados de la enseñanza, pero no en todas las funciones, para las cuales se pueden nece­sitar otras condiciones; pero, necesariamente, entre los que reciben esta misma enseñanza doctrinal, como acontece con los que leen un mismo texto, cada uno lo comprende y se lo asimila más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de su propias posibilidades intelectuales, Por ello es del todo impropio hablar de "Brahmanismo esotérico", como han querido hacerlo algunos, que han aplicado sobre todo esta denominación a la enseñanza contenida en los Upanishads; es verdad también que otros, hablando por su parte de '"budismo esotérico", han obrado peor aún, pues no han presentado bajo esta etiqueta más que concepciones eminentemente fantásticas que no dependen ni del Budismo auténtico ni de ningún esoterismo verdadero.

    En un manual de historia de las religiones al cual hici­mos ya alusión, y en el que por lo demás se encuentran, aunque se distingue por el espíritu con el que fue redactado, muchas confusiones comunes en esta clase de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiosas cosas que en realidad no lo son de ningún modo; hemos señalado, a este propósito, la siguiente observación: "un pensamiento indio encuentra rara vez su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, ciertas ma­neras de considerar las cosas, que en otras doctrinas son esotéricas, individuales, extraordinarias, en el Brahmanismo y en la India son vulgares, generales, normales." (Christus, cap. VII, pág. 359, nota). Esto es justo en el fondo, pero exige sin embargo algunas reservas, porque no se podría calificar de individuales, lo mismo en la India que en otra parte, concepciones que, siendo de orden metafísico, son por el contrario esencialmente supra-individuales; por otra parte, estas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas distintas, dondequiera que existe una doc­trina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Orien­te, y sólo en Occidente no hay nada en efecto que les sea equivalente, ni siquiera de muy lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden en ninguna parte están difundidas tan generalmente como en la India, porque no se encuentra en otra parte un pueblo que tenga tan generalmente en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean frecuentes sin embargo en todos los orientales, y principalmente en los Chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de esto un carácter mucho más cerrado. Lo que debió contribuir sobre todo en la India para el desarrollo de semejante mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede par­ticipar realmente en esta unidad sino en la medida en que se asimila uno la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es natural­mente metafísico, es que debe serlo en cierto modo por definición.

    Capítulo X: LA REALIZACIÓN METAFÍSICA

     

    Al indicar los caracteres esenciales de la metafísica, di­jimos que constituye un conocimiento intuitivo, es decir inmediato, oponiéndose en esto al conocimiento discursivo y mediato del orden racional. La intuición intelectual es más inmediata todavía que la intuición sensible, porque está más allá de la distinción del sujeto y del objeto que esta última deja subsistir; es a la vez el medio del conoci­miento y el conocimiento mismo, y, en ella, el objeto y el sujeto están unificados e identificados. Por otra parte, cual­quier conocimiento no merece verdaderamente este nom­bre sino en la medida que tiene por efecto producir tal identificación, pero que, en cualquier otra parte, queda siempre incompleto e imperfecto; en otros términos, sólo es conocimiento verdadero el que participa más o menos en la naturaleza del conocimiento intelectual puro, que es el co­nocimiento por excelencia. Cualquier otro conocimiento, siendo más o menos indirecto, sólo tiene en suma un valor simbólico o representativo; y sólo es conocimiento verdadero y efectivo el que nos permite penetrar en la naturaleza mis­ma de las cosas, y, si tal penetración puede tener lugar ya hasta cierto punto en los grados inferiores del conocimiento, sólo en el conocimiento metafísico es plena y totalmente rea­lizable.

    La consecuencia inmediata de esto es que conocer y ser no son en el fondo más que una misma cosa; son, si se quie­re, dos aspectos inseparables de una realidad única, as­pectos que no se podrían distinguir siquiera verdadera­mente ahí donde todo es "sin dualidad". Esto basta para volver completamente vanas todas las "teorías del cono­cimiento" con pretensiones pseudo-metafísicas que ocupan un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces hasta tienden, como en Kant por ejemplo, a absorber todo el resto, o por lo menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos modernos, nacida del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo cual es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a que­rer sustituir el conocimiento mismo por la "teoría del conocimiento" y ello es, por su parte, una verdadera confesión de impotencia; nada es más característico sobre el particular que esta declaración de Kant: "La mayor y quizá la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es, después de todo, exclusivamente negativa; puesto que ella es, no un instrumento para extender el conocimiento, sino una dis­ciplina para limitarlo". Tales palabras ¿no equivalen simplemente a decir que la única pretensión de los filósofos debe ser la de imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento? Éste es por lo demás el resultado in­evitable del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, anti­metafísico en el más alto grado.

     

    La metafísica afirma la identidad profunda del conocer y del ser, que sólo pueden poner en duda los que ignoran sus principios más elementales; y como esta identidad es esencialmente inherente a la naturaleza misma de la intui­ción intelectual, no sólo la afirma, sino que la realiza. Por lo menos esto es verdad en la metafísica integral; pero hay que agregar que lo que ha habido de metafísica en Occi­dente parece que permaneció siempre incompleto en lo que a ello concierne. Sin embargo, Aristóteles estableció clara­mente en principio la identificación por el conocimiento, declarando expresamente que "El alma es todo lo que ella conoce"; pero no parece que ni él ni sus continuadores hayan dado nunca a esta afirmación su alcance verdadero, deduciendo todas las consecuencias que ella permite, de ma­nera que permaneció para ellos como algo puramente teórico. Vale más esto que nada, sin duda, pero es por lo menos muy insuficiente, y esta metafísica occidental nos parece como doblemente incompleta: ya lo es teórica­mente, en que no va mas allá del ser, como antes lo ex­plicamos, y, por otro lado, no considera las cosas, en la medida misma en que las considera, sino de un modo simplemente teórico; la teoría es presentada en cierta manera como bastándose a sí misma y como siendo su propio fin, cuando normalmente no debería constituir más que una preparación, por lo demás indispensable, con vistas a una realización correspondiente.

    Hay que observar aquí algo a propósito de la manera de emplear esta palabra de "teoría": etimológicamente, su sentido primero es el de "contemplación", y, si se le to­mara así, se podría decir que la metafísica toda entera, con la realización que implica, es la "teoría" por excelencia; sólo que el uso ha dado a esta palabra una acepción algo distinta, y sobre todo mucho más restringida. Desde lue­go, se ha adquirido la costumbre de oponer "teoría" y "práctica" y, en su significado primitivo, esta oposición, que es la de la contemplación y de la acción, todavía podría justificarse aquí, puesto que la metafísica está esen­cialmente más allá del dominio de la acción, que es el de las contingencias individuales; pero el espíritu occidental, orientado casi exclusivamente del lado de la acción y no concibiendo realización fuera de ésta, llegó a oponer generalmente teoría y realización. Es pues esta última oposición la que aceptamos de hecho, para no apartarnos del uso recibido y para evitar las confusiones que podrían pro­venir de la dificultad que hay en separar los términos del sentido que está uno acostumbrado a atribuirles con razón o sin ella; sin embargo, no llegaremos hasta calificar de "práctica" la realización metafísica, porque esta palabra ha permanecido inseparable, en el lenguaje corriente, de la idea de acción que expresó primitivamente, y que no se podría aplicar aquí de ningún modo.

     

    En toda doctrina que es metafísicamente completa, como lo son las doctrinas orientales, la teoría va siempre acompa­ñada o seguida de una realización efectiva, de la cual es sólo la base necesaria: no se puede abordar ninguna reali­zación sin una preparación teórica suficiente, pero la teo­ría toda entera está ordenada con vistas a la realización, como el medio con vistas al fin, y se supone este punto de vista, por lo menos implícitamente, hasta en la expresión exterior de la doctrina. Por otra parte, la realización efec­tiva puede tener, además de la preparación teórica y des­pués de ella, otros medios de un orden muy diferente, pero que no están, ellos tampoco, destinados más que a suminis­trarle un apoyo o un punto de partida, que no tienen en suma más que un papel de "auxiliares", cualquiera que sea de hecho su importancia: ésta es, principalmente, la razón de ser de los ritos de carácter y de alcance propia­mente metafísicos cuya existencia hemos señalado. No obstante, a diferencia de la preparación teórica, estos ritos nunca son considerados como medios indispensables, no son más que accesorios y no esenciales, y la tradición hindú, en la que ocupan sin embargo un sitio importante, es por completo explícita sobre el particular; pero, por su propia eficacia, facilitan grandemente la realización metafísica, es decir, la transformación de este conocimiento virtual que es la simple teoría, en un conocimiento efectivo.

     

    Con seguridad, estas consideraciones pueden parecer extrañas a los occidentales, que no han considerado nunca ni siquiera la posibilidad de algo de este género; y sin em­bargo, a decir verdad, se podría encontrar en Occidente una analogía parcial, aunque bastante lejana, con la rea­lización metafísica, en lo que llamaremos la realización mística. Queremos decir que hay en los estados místicos, en el sentido teológico de esta palabra, algo de efectivo que hace de ellos más que un conocimiento simplemente teórico, por más que una realización de este orden esté siempre limitada por fuerza. Por el hecho mismo de que no se sale del modo propiamente religioso, no se sale tampoco del dominio individual; los estados místicos no tienen nada de supra-individual, no implican más que una extensión más o menos indefinida de las solas posibilidades individua­les, que, por lo demás, van incomparablemente más lejos de lo que por lo común se supone, y que los psicólogos no son capaces de concebir aun con todo lo que se esfuerzan por hacer entrar en su "subconsciente". Esta realización no puede tener un alcance universal o metafísico, y per­manece siempre sometida a la influencia de elementos individuales, principalmente de orden sentimental; éste es el carácter mismo del punto de vista religioso, pero todavía más acentuado que en cualquiera otra parte, como ya lo señalamos, y es también, al mismo tiempo, lo que da a los estados místicos el aspecto de "pasividad" que se les reco­noce generalmente sin contar que la confusión de los dos órdenes intelectual y sentimental puede aquí ser a menudo una fuente de ilusiones. En fin, hay que notar que esta rea­lización, siempre fragmentaria y rara vez ordenada, no su­pone preparación teórica: los ritos religiosos desempeñan en ella este papel de "auxiliares" que desempeñan en otras ocasiones los ritos metafísicos, pero que es independiente, en sí misma, de la teoría religiosa que es la teología; esto no impide, por lo demás, que los místicos que poseen ciertos datos teológicos se eviten muchos errores que cometen los que están desprovistos de ellas, y son más capaces de controlar en cierta medida su imaginación y su sentimenta­lidad. Tal como es, la realización mística, o en modo reli­gioso, con sus limitaciones esenciales, es la única conoci­da en el mundo occidental; podemos decir aquí también, como hace poco, que vale más esto que nada, por más que se esté muy lejos de la realización metafísica ver­dadera.

    Hemos querido precisar este punto de vista de la reali­zación metafísica porque es esencial en el pensamiento oriental y, por otra parte, común a las tres grandes civili­zaciones de las que hemos hablado. Sin embargo, no queremos insistir más de lo debido en esta exposición, que debe por fuerza ser más bien elemental; no la consideraremos, pues, en lo que concierne espacialmente a la India, sino en lo que sea estrictamente inevitable hacerlo, porque este punto de vista es quizá todavía más difícil de comprender que cual­quier otro para la generalidad de los occidentales. Además, es necesario decir que si la teoría puede ser expuesta siempre sin reservas, o por lo menos con la sola reserva de lo que es verdaderamente inexpresable, no sucede lo mismo con lo que se refiere a la realización.

    TERCERA PARTE: LAS DOCTRINAS HINDÚES

     

    Capítulo I: SIGNIFICADO PRECISO DE LA PALABRA "HINDÚ"

     

    Todo lo que se ha dicho hasta aquí podría servir de in­troducción, de manera absolutamente general, al estudio de todas las doctrinas orientales; lo que ahora diremos se referirá más particularmente a las doctrinas hindúes, adapta­das especialmente a un modo de pensamiento que, conservan­do los caracteres comunes al pensamiento oriental en su conjunto, presentan además ciertos rasgos distintivos a los cuales corresponden diferencias en la forma, aun allí donde el fondo es rigurosamente idéntico al de las otras tradicio­nes, lo que es siempre el caso, por las razones que hemos in­dicado, cuando se trata de metafísica pura. En esta parte de nuestra exposición importa precisar, antes que nada, el significado exacto de la palabra "hindú", cuyo empleo más o menos vago da lugar en Occidente a frecuentes equi­vocaciones.

    Para determinar con precisión lo que es hindú y lo que no lo es, no podemos dispensarnos de recordar brevemente algunas de las consideraciones que ya hemos desarrollado: esta palabra no puede designar a una raza, puesto que se aplica igualmente a elementos que pertenecen a razas di­versas, ni menos a una nacionalidad, ya que nada seme­jante existe en Oriente. Si se considera a la India en su totalidad, sería más bien comparable al conjunto de Europa que a tal o cual Estado europeo, y esto no sólo por su exten­sión o por la importancia numérica de su población, sino también por las variedades étnicas que presenta; del norte al sur de la India las diferencias son tan grandes por lo menos, bajo este aspecto como las de una extremidad a la otra de Europa. No hay, por otro lado, entre sus di­versas regiones, ningún lazo gubernamental o administrati­vo, si no es el que los europeos han establecido allí recien­temente de manera del todo artificial; esta unidad adminis­trativa, es verdad, había sido realizada ya antes que ellos por los emperadores mongoles, y quizá anteriormente to­davía por otros, pero siempre tuvo una existencia pasajera con relación a la permanencia de la civilización hindú, y hay que notar que casi siempre se debió a la dominación de elementos extranjeros, o en todo caso no hindúes; ade­más, no llegó nunca hasta suprimir completamente la au­tonomía de los Estados particulares, sino que se esforzó más bien por hacerlos entrar en una organización federa­tiva. Por otra parte, no se encuentra en la India en abso­luto, nada que pueda compararse al género de unidad que realiza en otras partes el reconocimiento de una autoridad religiosa común, ya sea que esta autoridad esté representa­da por una individualidad única, como en el Catolicismo, o por una pluralidad de funciones distintas, como en el Is­lamismo; la tradición hindú, sin ser de ningún modo de naturaleza religiosa, podría sin embargo implicar una organización más o menos análoga, pero no es así, a pesar de las suposiciones gratuitas que algunos han podido hacer a este respecto, porque no comprendían cómo pudo reali­zarse efectivamente la unidad por la sola potencia inheren­te a la misma doctrina tradicional. Esto es muy distinto, en efecto, de todo lo que existe en Occidente, y sin embar­go es así: la unidad hindú, hemos insistido ya en ello, es una unidad de orden pura y exclusivamente tradicional, que no tiene necesidad, para mantenerse, de ninguna forma de organización más o menos exterior, ni del apoyo de ninguna autoridad que no sea la de la doctrina misma.

     

    La conclusión de todo esto puede formularse de la ma­nera siguiente: son Hindúes todos los que están unidos dentro de una misma tradición, con la condición, como es natural, de que estén debidamente calificados para poder adherirse real y efectivamente, y no de una manera simplemente ex­terior e ilusoria; por el contrario, no son Hindúes los que, por cualquier razón que sea, no participan de esta misma tradi­ción. Este caso es particularmente el de los Jainistas y de los Budistas; es también en los tiempos modernos, el de los Sikhs, sobre los cuales se ejercieron, por otra parte, influencias mu­sulmanas cuya huella es muy visible en su doctrina especial. Tal es la verdadera distinción; y no podría haber otra, por más que ésta sea muy difícil de percibir para la mentalidad occidental, acostumbrada a basarse sobre otros elementos de apreciación, que faltan aquí completamente. En estas con­diciones, es un verdadero despropósito hablar, por ejemplo, de "Budismo hindú", como se hace sin embargo demasiado frecuentemente en Europa y notablemente en Fran­cia; cuando se quiere designar al Budismo tal y como existió antes en la India, no hay otra designación que pue­da convenir que la de "Budismo indio", lo mismo que se puede hablar perfectamente de los "musulmanes indios", es decir, de los musulmanes de la India, que de ningún modo son "Hindúes". Se ve lo que provoca la gravedad real de un error del género de éste que señalamos, y por qué razón constitu­ye a nuestros ojos mucho más que una simple inexactitud de detalle: y es que demuestra un profundo desconocimiento del carácter más esencial de la civilización hindú; y lo más asombroso no es que esta ignorancia sea común en Occidente, sino que la compartan los orientalistas profesionales.

    La tradición de que se trata fue llevada a la región que es la India actual, en una época más o menos remota y que sería muy difícil precisar, por hombres llegados del Norte, según ciertas indicaciones que ya hemos señalado; no está probado que estos emigrantes, que debieron detenerse sucesivamente en diversas regiones, hayan constituido un pueblo propiamente dicho, por lo menos en el origen, ni que hayan pertenecido primitivamente a una ra­za única. Sea lo que fuere, la tradición hindú, o por lo menos la que ahora lleva esta designación, y que entonces pudo tener otra o no tener ninguna, esta tradición, decimos, cuando se estableció en la India, fue adoptada tarde o tem­prano por la mayoría de los descendientes de las poblacio­nes indígenas; éstos, los Drávidas, por ejemplo, se volvieron, pues, Hindúes en cierto modo "por adopción", pero lo fueron entonces tan verdaderamente como los que lo habían sido siempre, en cuanto fueron admitidos en la gran unidad de la civilización tradicional, y aunque hayan subsistido entre ellos algunas trazas de su origen, bajo la forma de modalidades particulares en la manera de pensar y de obrar, con tal que fuesen compatibles con el espíritu de la tradición.

     

    Antes de su asentamiento en la India, esta misma tra­dición era la de una civilización que no llamaremos "aria­nismo", habiendo explicado ya por qué motivo esta palabra está desprovista de sentido, pero para la cual podemos aceptar, a falta de otra denominación la de "indo-irania", aunque su lugar de desarrollo, verosímilmente, no haya sido ni el Irán ni la India, y nada más que para indicar que debió después dar nacimiento a las dos civilizaciones hindú y persa, distin­tas y aun opuestas por ciertos caracteres. En cierta época, pues, debió de producirse una división bastante análoga a la que fue más tarde en la India, la del Budismo; y la rama separada, desviada con relación a la tradición primordial, fue entonces lo que se denomina eliranismo”, es decir, lo que de­bía volverse la tradición persa, llamada también "Mazdeísmo". Señalamos ya esta tendencia, general en Oriente, de doctrinas que fueron al principio antitradicionales, a impo­nerse a su vez como tradiciones independientes; ésta de que se trata había tomado sin duda este carácter largo tiempo antes de estar codificada en el Avesta bajo el nombre de Zarathustra o Zoroastro, en el cual hay que ver no la de­signación de un hombre, sino más bien la de una colectivi­dad, como acontece a menudo en semejante caso: los ejemplos de Fo-hi para China, de Vyasa para la India, de Thoth o Hermes para Egipto, lo muestran de manera suficiente. Por otro lado, una huella muy clara de la desviación ha persistido en la misma lengua de los Persas, en la que cier­tas palabras tuvieron un sentido directamente opuesto al que tenían primitivamente y que conservaron en sánscrito; el caso de la palabra "dêva" es el más conocido, pero se po­drían citar otros, el del nombre de "Indra" por ejemplo, y esto no puede ser accidental. El carácter dualista que se atribuye de ordinario a la tradición persa, si fuese real, se­ría también una prueba manifiesta de la alteración de la doctrina; pero hay que decir sin embargo que este carác­ter parece no ser más que el hecho de una interpretación falsa o incompleta, mientras que hay otra prueba más se­ria, constituida por la presencia de ciertos elementos senti­mentales; por lo demás, no tenemos por qué insistir aquí sobre esta cuestión.

     

    A partir del momento que se produjo la separación de que acabamos de hablar, la tradición regular se puede llamar propiamente "hindú", cualquiera que sea la región donde se conservó al principio, y haya o no recibido desde entonces esta designación, cuyo empleo no debe ha­cer pensar de ningún modo que hubiese en la tradición al­gún cambio profundo y esencial; no pudo haber entonces, ni en lo sucesivo, más que un desarrollo natural y normal de lo que había sido la tradición primordial. Esto nos lleva directamente a señalar aún un error de los orientalistas, que, no comprendiendo nada de la inmutabilidad esencial de la doctrina, creyeron poder considerar, posteriormente a la época "indo-irania", tres doctrinas sucesivas supuestas diferentes, a las cuales dieron los nombres respectivos de "Vedismo", de "Brahmanismo" y de "Hinduismo".

    Si sólo se quisiera entender con esto tres períodos de la historia de la civilización hindú, sería sin duda acepta­ble, por más que las denominaciones sean muy impropias, y que sea muy difícil delimitar y situar cronológicamente tales períodos. Si se quisiera decir que la doctrina tradicional, permaneciendo la misma en el fondo, pudo recibir sucesivamente varias expresiones más o menos diversas pa­ra adaptarse a las condiciones particulares, mentales y sociales de tal o cual época, esto podría admitirse, con reser­vas análogas a las precedentes; pero no es ello lo que sostie­nen simplemente los orientalistas: al emplear una plurali­dad de denominaciones suponen expresamente que se trata de una serie de desviaciones o de alteraciones, que son in­compatibles con la regularidad tradicional y que nunca han existido más que en su imaginación. En realidad, la tradición hindú toda entera está esencialmente fundada en el Vêda, siempre lo ha estado y no ha cesado jamás de estarlo; se podría, pues, llamarla "Vedismo" y el nom­bre de "Brahmanismo" también le conviene igualmente en todas las épocas; poco importa en el fondo la designación que se prefiera darle, pero con tal de percatarse del hecho de que, bajo uno o muchos nombres, siempre se trata de la misma cosa; no es más que el desarrollo de la doctrina contenido en principio en el Vêda, palabra que significa por lo demás propiamente, el conocimiento tradicional por excelencia. No hay, pues, Hinduismo en el sentido de una desviación del pensamiento tradicional, puesto que lo que es verdadera y puramente hindú es justamente lo que, por definición, no admite desviación alguna de esta clase; y si a pesar de esto se producen a veces ciertas anomalías más o menos graves, el sentido de la tradición las ha mantenido siempre en ciertos límites, o bien las ha desechado por com­pleto de la doctrina hindú, y en todo caso, les ha impedido que adquieran nunca una autoridad real; pero esto, para ser bien comprendido, exige todavía algunas otras consideraciones.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo II: LA PERPETUIDAD DEL VÊDA

     

    El nombre de "Vêda", del cual acabamos de indicar el sentido propio, se aplica de manera general a todos los es­critos fundamentales de la tradición hindú; se sabe que estos escritos están repartidos en cuatro recopilaciones que llevan los nombres respectivos de Rig-Vêda, Yajur-Vêda, Sâma-Vêda y Atharva-Vêda. La cuestión de la fecha en la cual fueron compuestas estas recopilaciones es una de las que más preocupan a los orientalistas, y éstos no han llegado jamás a entenderse sobre su solución, ni si­quiera limitándose a una estimación muy aproximativa de su antigüedad. En esto, como en lo demás, se comprueba sobre todo, como lo indicamos ya, la tendencia a referir to­do a una época tan poco remota como es posible, y también a discutir la autenticidad de tal o cual parte de los escritos tradicionales basándose en análisis minuciosos de textos acompañados de disertaciones tan interminables como superfluas sobre el empleo de una palabra o de una forma gramatical. Éstas son, en efecto, las ocupaciones más habi­tuales de los orientalistas, y su destino ordinario está, en la intención de los que se entregan a ellas, en demostrar que el texto estudiado no es tan antiguo como se pensaba, que no debe ser del autor al que se le había atribuido siempre, si es que hubo uno, o, por lo menos, que ha sido "interpo­lado" o ha sufrido una alteración cualquiera en una época relativamente cercana; los que están nada más que un poco al corriente de los trabajos de la "crítica bíblica" pueden formarse una idea suficiente de lo que es la preparación de estos procedimientos. No debe sorprender que investigaciones llevadas a cabo con semejante espíritu termi­nen en el amontonamiento de volúmenes de discusiones ociosas, y que los lamentables resultados de esta "crítica" disolvente, cuando son conocidos por los orientales, contribuyan grandemente a inspirarles el menosprecio del Occi­dente. En suma, lo que escapa totalmente a los orientalis­tas son siempre las cuestiones de principio, y, como son precisamente aquellas sin las cuales no se puede comprender nada, puesto que todo el resto se deriva de ellas y debería lógicamente deducirse, descuidan todo lo esencial, porque son incapaces de verlo, y se pierden irremediablemente en los detalles más insignificantes o en las fantasías más ar­bitrarias.

     

    La cuestión de la fecha en la cual fueron escritas las diferentes partes del Vêda parece realmente insoluble y, por lo demás, carece de importancia real, porque antes de la época más o menos lejana en que fue escrito el texto por la primera vez, hay que considerar, como tuvimos oca­sión de hacerlo notar antes, un período de transmisión oral de una longitud indeterminada. Es probable que el origen de la escritura en la India sea notablemente más antiguo de lo que se pretende por lo común, y que los caracteres sáns­critos no sean derivados de un alfabeto fenicio, a los que no se aproximan ni por la forma ni por su arreglo. Sea lo que fuere, lo cierto es que no hay que ver más que una ordenación y una fijación definitiva de textos tradicionales preexistentes en el trabajo atribuido a Vyâsa, nombre que no designa verdaderamente ni a un personaje histórico, ni mucho menos a "un mito", sino más bien, como lo hicimos notar antes, a una colectividad intelectual. En estas condiciones, la determinación de la época de Vyasa, aun admi­tiendo que sea posible, no tiene más que el interés de un simple hecho de historia, sin ningún alcance doctrinal; es evidente, por otra parte, que esta época puede comprender un período de cierto número de siglos; hasta podría no acabarse nunca, de manera que la cuestión de su punto de partida sería la única por plantearse realmente, lo que no quiere decir que sea posible resolverla, sobre todo por los procedimientos especiales de la erudición occidental.

     

    La transmisión oral antecedente es indicada a menudo en un texto, pero sin ningún dato cronológico, por lo que se llama el "vansha" o la filiación tradicional; es lo que acontece principalmente con la mayoría de los Upanishads. Sólo que, en el origen, es necesario siempre recurrir a una inspiración directa, por lo demás indicada igualmente en el vansha, porque no se trata aquí de una obra indi­vidual; poco importa que la tradición haya sido expresada o formulada por tal o cual individuo, éste no es por ello el autor, ya que esta tradición es esencialmente de orden supra­individual. Por ello, al origen del Vêda se le llama "apaurusheya", es decir, "no humano": ni las circunstan­cias históricas, ni tampoco otras contingencias, ejercieron influencia alguna sobre el fondo de la doctrina, que tiene un carácter inmutable y puramente intemporal, y es por lo demás evidente que la inspiración de que acabamos de hablar puede producirse en no importa qué época. La sola dificultad, aquí, es quizá la de hacer aceptar a los occiden­tales una teoría de la inspiración, y sobre todo la de hacerles comprender que esta teoría no debe ser ni mística ni psi­cológica, que debe ser puramente metafísica; esto supon­dría, por otra parte, desarrollos que no entran en nuestro propósito presente. Estas cuantas indicaciones deben bastar para hacer entrever al menos lo que los Hindúes quieren decir cuando hablan de la perpetuidad del Vêda, que tam­bién está en correlación, por otra parte, con la teoría cos­mológica de la primordialidad del sonido entre las cualidades sensibles, que no pensamos exponer aquí; este último punto puede suministrar una explicación del hecho de que, aun pos­teriormente al uso de la escritura, la enseñanza oral de la doctrina ha conservado siempre en la India un papel preponderante.

     

    Como el Vêda es el conocimiento tradicional por ex­celencia, es el principio y el fundamento común de todas las ramas más o menos secundarias y derivadas de la doctrina; y, también para éstas, la cuestión del desarrollo cronológico tiene poca importancia. Es necesario considerar la tradición en su integridad, y no hay por qué preguntarse lo que en esta tradición es o no es primitivo, puesto que se trata de un conjunto perfectamente coherente, lo que no quiere decir sistemático, en el que todos los puntos de vista que contiene pueden ser considerados simultánea o bien su­cesivamente, y en el que, por consiguiente, es poco interesante conocer el orden histórico en el cual de hecho se desarrollaron. Es también tanto menos interesante, cuanto que no se trataría nunca aquí, en realidad, más que de un des­arrollo de estos puntos de vista tal y como fue formula­do por escrito en las obras que podemos conocer, porque, cuando se sabe ver más allá de los textos y se penetra más en el fondo de las cosas, se está obligado a reconocer que fueron siempre concebidos simultáneamente en su prin­cipio mismo; por ello, un texto tradicional puede ser susceptible de una pluralidad de interpretaciones o de apli­caciones, en correspondencia con estos puntos de vista. No se le puede asignar a esta o aquella parte de la doctrina un autor determinado, como tampoco se puede hacer para los mismos textos védicos en los cuales la doctrinas toda entera está encerrada sintéticamente, por lo menos tanto como puede ser expresable; y si tal autor o comentador conocido ha expuesto tal punto más o menos particular, esto no quie­re decir evidentemente que algún otro no lo haya hecho antes que él, y todavía menos que nadie haya pensado en ello hasta allí aunque ninguno lo haya formulado aún en un texto definido. Sin duda que la exposición puede modifi­carse en su forma exterior para adaptarse a las circunstancias; pero, nunca insistiremos bastante en ello, el fondo permanece siempre el mismo rigurosamente, y estas modi­ficaciones exteriores no alcanzan ni afectan en nada a la esencia de la doctrina; estas consideraciones, que llevan la cuestión al terreno de los principios, hacen comprender las razones principales del apuro de los cronologistas, al mismo tiempo que la inanidad de sus investigaciones; como estas razones, de las que por desgracia no se dan cuenta, se deben a la naturaleza misma de las cosas, lo mejor sería indudablemente el tomar una determinación y renunciar a promover cuestiones insolubles, y, por lo demás, se resignaría uno sin pe­na si percibiera solamente que estas cuestiones no tienen ningún alcance serio: esto es sobre todo lo que hemos que­rido explicar en este capítulo, en el cual no nos era posible tratar completamente el asunto hasta en sus aspectos más profundos.

    Capítulo III: ORTODOXIA Y HETERODOXIA

     

    La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en Occidente, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, sólo de esta manera se las puede comprender, puesto que no hay nada en ellas que sea propiamente religioso, mientras que para el Occi­dente no hay nada, por el contrario, verdaderamente tradi­cional fuera de la religión. Por lo que hace a la metafísica y a todo lo que de ella procede más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los prin­cipios fundamentales; y esta falsedad es también, lo más a menudo, una absurdidad manifiesta; por poco que se quiera conducir la cuestión a la simplicidad de sus antecedentes esenciales: no podría ser de otro modo, puesto que la me­tafísica, como ya lo hemos dicho, excluye todo lo que pre­senta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certidumbre. En estas condiciones, la ortodoxia forma un todo con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y como estos principios, para la tradición hindú, están esencialmente contenidos en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda lo que aquí es el criterio de la ortodoxia. Nada más que, lo que hay que comprender bien, es que se trata no tanto de recurrir a la autoridad de los textos escritos, como de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos sólo es, en suma, un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si así es, se objetará quizá; ¿por qué motivo no hablar, simplemente, de verdad o de falsedad? Es que la unidad de la doc­trina tradicional, con toda la potencia que le es inherente, suministra la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales obren a su guisa; basta para esto con el poder que tiene la tradición en sí misma, sin que sea necesario el apremio ejercido por una autoridad más o menos análoga a una autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho so­bre la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde falta este poder de la tradición, y donde no hay ni siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en cierta medida, se ve claro, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión llegan el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas nacen entonces tan fácilmente y llegan hasta a imponerse a la mentalidad común, es que no es ya posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Por el contrario, en una civilización esencialmente tradicio­nal jamás se pierden de vista los principios, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en uno u otro orden; las concepciones que se apartan de ellos se producirán pues con menos frecuencia, serán hasta excepcionales, y, si a veces se producen sin embargo, su crédito no será nunca muy grande: estas desviaciones serán siempre anomalías co­mo lo fueron en su origen, y, si su gravedad es tal que se vuelvan incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, serán por esto mismo arrojadas fuera de la civilización en que nacieron.

    Para dar un ejemplo que ilustrará lo que acabamos de decir tomaremos el caso del atomismo, sobre el cual volvere­mos a insistir más adelante: esta concepción es claramente heterodoxa, porque está en desacuerdo formal con el Vêda y por lo demás su falsedad es fácilmente demostrable, porque implica en síi misma elementos contradictorios; hete­rodoxia y absurdidad, son, pues, verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció al principio en la escuela cosmológica de Kanâda; hay que hacer notar que las concepciones heterodoxas no podían formarse en las escuelas entregadas a la especulación puramente metafísica, porque en el terreno de los principios la absurdidad resalta mucho más pronto que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista no fue nunca, entre los Hindúes, más que una simple anomalía sin gran importancia, por lo menos mien­tras no se le agregó algo más grave; no tuvo, pues, más que una extensión muy restringida, sobre todo si se la compara con la que debía adquirir más tarde entre los Griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de "filoso­fía física", porque los principios tradicionales faltaban ya, y a la que el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia todavía se ejerce en los occi­dentales modernos. Volviendo a la India, el atomismo no se presentó al principio más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba muy limitado; pero, para los que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular debía lógicamente acarrear la hetero­doxia sobre muchos otros puntos, porque todo se sostiene estrechamente en la doctrina tradicional. Así pues, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el cual se deben mover estos átomos; de ahí debía surgir tarde o temprano una teoría del "vacío universal", entendido no en un sentido metafísico relacionándose a lo "no-manifestado", sino al con­trario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que sucedió en efecto con ciertas escuelas búdicas, las cuales, identifi­cando este vacío con el Akâsha o éter, fueron naturalmente conducidas por esto mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal y a no admitir más que cuatro elementos en vez de cinco. Hay que hacer notar también, a este propósito, que la mayoría de los filósofos griegos no admitió tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que si algunos hablaron, sin embargo, del éter, siempre lo hicieron de manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los Hindúes y mucho menos precisa. Hemos dicho ya de manera sufi­ciente de qué lado están los plagios cuando se comprueban concordancias de este género, y sobre todo cuando estos pla­gios están hechos de un modo incompleto, lo que es quizá su marca más visible; y que no vaya a objetársenos que los Hindúes "inventaron" el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que lo hacen aceptar general­mente por los filósofos modernos; sus razones son de otro or­den y no son extraídas de la experiencia; no hay ninguna "evolución" de las concepciones tradicionales, así como lo hemos explicado ya y, por lo demás, el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Parece pues que los Griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hin­dú, recogieron este pensamiento, en muchos casos deformado y mutilado, y además no siempre lo expusieron fielmente, tal y como lo habían recogido; por otra parte, es posible, como lo indicamos, que se hayan encontrado en el curso de su historia, en relaciones más directas y más conti­nuas con los Budistas, o por lo menos con ciertos Budistas, que con los Hindúes. Sea como fuere, agreguemos todavía, por lo que atañe al atomismo, que lo que constituía sobre todo su gravedad, es que sus caracteres lo predisponen para servir de fundamento a este "naturalismo" que es tan gene­ralmente contrario al pensamiento oriental como es frecuen­te, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir, en efecto, que, si todo "natura­lismo" no es por fuerza atomista, el atomismo es siempre más o menos "naturalista", por lo menos en tendencia; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso entre los Griegos, hasta se vuelve "mecanicista", lo que no siempre quiere decir "materialista", porque el materialis­mo es cosa muy moderna. Poco importa por lo demás aquí, puesto que en la India no se trata de sistemas filosóficos, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y esto es verdad también para el Budismo, que es, sin embargo, en todo el Oriente, lo que parece acercarse más, en ciertos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y que, por esto mismo, se presta muy fácilmente a las fal­sas asimilaciones a las que los orientalistas están acostumbra­dos; a este respecto, y a pesar de que el estudio del Budismo no entra propiamente en nuestro tema, debemos sin embargo decir aquí de él por lo menos algunas palabras, aunque no fuera más que para disipar ciertas confusiones corrientes en el Occidente.

    Capítulo IV: ACERCA DEL BUDISMO (*)

     

    El Budismo, acabamos de decirlo, parece más próximo, o más bien menos alejado de las concepciones occidentales que cualquier otra doctrina del Oriente, y, por consiguiente, más fácil de estudiar para los occidentales; es, sin duda, lo que explica la predilección marcada que le muestran los orientalistas. Éstos, en efecto, piensan encontrar ahí algo que entre en los cuadros de su mentalidad, o que por lo menos no escape completamente a ella; en todo caso, no se encuen­tran en ella, como en las otras doctrinas, perplejos por una total imposibilidad de comprehensión que, sin confesársela a ellos mismos, deben sentir sin embargo más o menos confusamente. Tal es al menos la impresión que ellos experi­mentan en presencia de ciertas formas del Budismo, pues, como lo diremos a continuación, hay muchas distinciones que hacer a este respecto; y, naturalmente, quieren ver en estas formas que les son más accesibles el Budismo verdadero y en cierto modo primitivo, mientras que las otras no serían, según ellos, sino alteraciones más o menos tardías. Pero el Budismo, sea como sea, y aún en los aspectos más "simplis­tas" que haya podido revestir en algunas de sus ramas, es sin embargo y a pesar de todo todavía oriental; también los orientalistas llevan demasiado lejos la asimilación con los puntos de vista occidentales, por ejemplo cuando quieren hacer de él el equivalente de una religión en el sentido europeo de la palabra, lo que, por lo demás, los hace caer a veces en singulares perplejidades: ¿no han declarado algunos no retrocediendo ante una contradicción en los términos, que fuera una "religión atea"? Además, en realidad el Budismo no es ni "ateo", ni "teísta", ni "panteísta"; lo que hay que decir sencillamente es que no se coloca en el punto de vista con relación al cual estos diversos términos tienen un sentido; pero, si no se coloca, es precisamente porque no es una religión. Así pues, aquello mismo que podría parecer lo menos extraño a su propia mentalidad, los orientalistas encuentran todavía manera de desnaturalizarlo por sus interpretaciones, y aún de varias maneras, pues cuando quieren ver en ello una filosofía, no lo desnaturalizan menos que al pretender hacer de él una religión: si por ejemplo se habla de "pesimismo", como tan a menudo se hace, no se caracteriza al Budismo o por lo menos no es más que el Budismo visto a través de la filosofía de Schopenhauer; el Budismo auténtico no es ni "pesimista" ni "optimista", pues para él las cuestiones no se plantean precisamente de esta manera; pero hay que admitir que es muy incómodo para algunos el no poder aplicar a una doctrina las etiquetas occidentales.

     

    La verdad es que el Budismo no es ni una religión ni una filosofía, a pesar de que, sobre todo en sus formas más preferidas por los orientalistas, esté en ciertos aspectos más cerca de una y de otra que las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, se trata ahí de escuelas que habiéndose colocado fuera de la tradición regular, y habiendo por eso mismo perdido de vista la metafísica verdadera, se vieron pues inevitablemente obligados a sustituirla por algo que se pareciese en cierta medida al punto de vista filosófico, pero en cierta medida nada más. Asimismo, algunas veces se encuentran en ellas especulaciones que, si se las considera superficialmente pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, no es propiamente psicología, cosa puramente occidental, y en el mismo Occidente muy reciente, puesto que data realmente de Locke; no se debe atribuir a los Budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. Para ser legítimo, el acercamiento no debe ir hasta una asimilación; y de un modo semejante, por lo que atañe a la religión, el Budismo no le es efectivamente comparable más que en un solo punto, importante sin duda, pero insuficiente para llegar a la conclusión de una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, el cual además puede explicarse en todos los casos como una adaptación a las condiciones particulares del período en el cual han surgido las doctrinas que han sido afectadas, y que, por consiguiente, está lejos de implicar necesariamente que éstas sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser más esencial que una semejanza, la cual, en suma, atañe más a la forma de expresión de las doctrinas; es lo que desconocen particularmente los que hablan de "moral búdica": lo que ellos toman por la moral, y esto tanto más fácilmente cuanto que su aspecto sentimental puede en efecto prestarse a tal error, es considerado en realidad bajo un aspecto completamente diferente, y tiene una razón de ser muy distinta, que ni siquiera es de un orden equivalente. Bastará un ejemplo para poder darse cuenta de eso: la fórmula muy conocida: "Que los seres sean felices", concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no sólo a los seres humanos; es esta una extensión a la que de ningún modo es susceptible, por propia definición, el punto de vista moral. La "compasión" búdica no es la "piedad" de Schopenhauer; sería más bien comparable a la "caridad cósmica" de los musulmanes, que por lo demás se puede transponer perfectamente fuera de todo sentimentalismo. Esto no impide que el Budismo esté incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el "moralismo", constituye sin embargo un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que lo diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que lo hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la "primordialidad" tradicional.

     

    Otro punto digno de mencionar a este propósito, es que existe un lazo bastante estrecho entre la forma sentimental de una doctrina y su tendencia a la difusión, tendencia que aparece tanto en el Budismo como dentro de las religiones, como lo prueba su expansión en la mayor parte de Asia; pero aquí todavía no hay que exagerar la semejanza, y además no parece muy acertado hablar de "misioneros" búdicos que en ciertas épocas se esparcieron fuera de la India, pues además del hecho de que éstos no solamente eran unos pocos personajes aislados, tal palabra hace inevitablemente pensar en los métodos de propaganda y de proselitismo que son propios de los occidentales. Por otra parte, lo muy notable es que, a medida que se producía esta difusión, el Budismo disminuía en la India misma y terminaba por extinguirse enteramente después de haber creado ahí, por último, escuelas degeneradas y netamente heterodoxas, a las que se refieren las obras hindúes contemporáneas de esta última fase del Budismo indio, particularmente las de Shankarâchârya, quien nunca se ocupaba de ellas más que para refutar las teorías de estas escuelas en nombre de la doctrina tradicional, sin que por otra parte las imputase de ningún modo al mismo fundador del Budismo, lo que bien indicaba que no se trataba sino de una degeneración de aquellas y, lo más curioso es que precisamente son estas formas disminuidas y desviadas las que a los ojos de la mayor parte de los orientalistas representan con la más grande aproximación posible el verdadero Budismo original. Volveremos más tarde sobre este punto, pero antes de ir más lejos cabe bien precisar que en realidad la India jamás fue budista, contrariamente a lo que pretenden generalmente los orientalistas, que quieren en cierto modo hacer del Budismo el centro mismo de todo lo que concierne a la India y a su historia: la India antes del Budismo, la India después del Budismo, tal es la separación más clara que ellos creen poder introducir, entendiendo por otra parte con eso que el Budismo dejó, aún después de su extinción total, una huella profunda en su país de origen, lo que es completamente falso por la misma razón que acabamos de indicar. Es cierto que estos orientalistas, quienes se imaginan que los Hindúes tuvieron que hacer plagios a la filosofía griega, podrían sostener igualmente, sin mucha más inverosimilitud, que también los hicieron al Budismo; y no estamos muy seguros de que no sea éste el fondo del pensamiento de algunos de ellos. Se debe admitir que a este propósito hay algunas excepciones honorables; Barth, por ejemplo, ha dicho que "el Budismo tuvo solamente la importancia de un episodio", lo cual, en lo que se refiere a la India, es la estricta verdad; pero a pesar de esto no ha cesado de prevalecer la opinión contraria, sin hablar, bien entendido, de la crasa ignorancia del vulgo que, en Europa, de buena gana se figura que todavía hoy día el Budismo rige en la India. Lo que solamente habría que decir es que hacia la época del rey Ashoka, es decir, a partir del III siglo antes de la era cristiana, el Budismo tuvo en la India un período de gran extensión, al mismo tiempo que empezaba a difundirse fuera de la India, y que este período fue, por lo demás, prontamente seguido de su declinar; pero también para este período, si se quisiera encontrar una similitud en el mundo occidental, deberíase decir que esta extensión fue más bien comparable a la de una orden monástica que a la de una religión dirigiéndose a todo el conjunto de la población; sin ser perfecta, esta comparación sería sin duda la menos inexacta de todas.

    No es sin embargo esto todo lo que concierne a las fantasías de los orientalistas: vemos a algunos, como Max Muller, esforzarse en descubrir "los gérmenes del Budismo", es decir, por lo menos según la manera como ellos lo conciben, los gérmenes de la heterodoxia, hasta en los Upanishads7, que formando parte integrante del Vêda, son uno de los fundamentos esenciales de la ortodoxia hindú; sin duda es difícil llevar más lejos la absurdidad y dar pruebas de una incomprehensión más completa. Cualquiera que sea la idea que se tenga del Budismo, es sin embargo muy fácil comprender que, nacido en un medio hindú, y surgido por así decir del Hinduismo, siempre tendría, aún desprendiéndose de éste, que conservar algo de común con él, y la semejanza que se encuentra en ambas partes no se explica de otra manera; el señor Roussel exageró sin duda en el sentido contrario al insistir sobre la falta absoluta de originalidad de esta doctrina, pero esta opinión es por lo menos más plausible que la de Max Muller y no implica en todo caso contradicción; agregaremos que ella expresaría más bien un elogio que una crítica para quienes, como nosotros, se atienen al punto de vista tradicional, puesto que para ser legítimas las diferencias entre las doctrinas, no pueden ser sino una simple cuestión de adaptación, recayendo siempre sobre fórmulas de expresión más o menos exteriores y no afectando de manera alguna los principios mismos; en este caso la introducción de la forma sentimental misma es por lo menos tal que deja subsistir la metafísica intacta en el centro de la doctrina.

     

    Dicho esto, habría que preguntarse ahora hasta qué punto se puede hablar del Budismo en general, como se tiene la costumbre de hacerlo, sin exponerse a cometer múltiples confusiones; para evitar éstas se debería, al contrario, cuidar de precisar siempre de cuál Budismo se trata, pues de hecho, el Budismo ha comprendido y comprende aún un gran número de ramas o escuelas diferentes, y no se puede atribuir a todas indistintamente lo que pertenece propiamente a una u otra de ellas. Estas escuelas pueden, en conjunto, clasificarse en dos grandes divisiones que llevan los nombres de "Mahâyâna" y de "Hînayâna", que se traducen comúnmente por "Gran Vehículo" y por "Pequeño Vehículo", pero más exacto y a la vez más claro son "Gran Vía" y "Pequeña Vía"; vale más guardar estos nombres, que los designan auténticamente, que substituirlos por denominaciones como éstas de "Budismo del Norte" y de "Budismo del Sur", que solamente tienen un valor puramente geográfico, bastante indefinido, y que no caracterizan en modo alguno las doctrinas en cuestión. Sólo el Mahâyâna puede ser considerado como representando verdaderamente una doctrina completa, comprendiendo su lado propiamente metafísico, y constituyendo su parte superior y central; al contrario, el Hînayâna aparece como una doctrina reducida en cierto modo a su aspecto más exterior y no yendo más allá de lo que es accesible a la generalidad de los hombres, lo que justifica su denominación, y, naturalmente, es en esta rama disminuida del Budismo, cuyo representante más típico es actualmente el Budismo de Ceilán, donde se han producido las desviaciones a las cuales hemos hecho alusión anteriormente. Es ahí donde los orientalistas invierten verdaderamente las relaciones normales; quieren que las escuelas más desviadas, las que llevan más lejos la heterodoxia, sean la expresión más auténtica del Hînayâna, y que el Hînayâna mismo sea propiamente el Budismo primitivo, o por lo menos, su continuación regular, con exclusión del Mahâyâna que sería, según ellos, solamente el producto de una serie de alteraciones y de agregados más o menos tardíos. Con eso, no hacen más, en suma, que seguir las tendencias antitradicionales de su propia mentalidad, que naturalmente les lleva a simpatizar con todo lo heterodoxo, y se conforman también más particularmente con esta falsa concepción, casi generalizada en los occidentales modernos, según la cual lo que es más sencillo, diríamos mejor, lo que es más rudimentario, tiene que ser por esto mismo lo más antiguo; con semejantes prejuicios, no se les ocurre que lo verdadero podría ser justamente todo lo contrario. En estas condiciones, está permitido preguntarse qué extraña caricatura se ofreció a los occidentales en representación del verdadero Budismo, tal como lo habría formulado su fundador, y no podemos menos de sonreír al pensar que es esta caricatura la que llegó a ser un objeto de admiración para muchos de entre ellos y los sedujo a tal punto que algunos no han vacilado en proclamar su adhesión, puramente teórica e "ideal", a este Budismo que parece ser tan extraordinariamente conforme a su mentalidad "racionalista" y "positivista".

     

    Entiéndase bien, cuando decimos que el Mahâyâna debía estar incluido en el Budismo desde su origen, esto debe ser entendido de lo que podríamos llamar su esencia, independientemente de las formas más o menos especiales que son propias a sus diferentes escuelas; estas formas son secundarias, pero son todo lo que el "método histórico" permite ver en ellas, y es eso lo que da una apariencia de justificación a las afirmaciones de los orientalistas cuando dicen que el Mahâyâna es "tardío" o que no es más que un Budismo "alterado". Lo que complica todavía las cosas es que el Budismo, al salir de la India, se ha modificado en cierta medida, y de modos diferentes, y que además forzosamente tenía que modificarse así para adaptarse a medios muy diferentes; pero toda la cuestión reside en saber hasta dónde llegan esas modificaciones, y no parece ser muy fácil el resolverla, sobre todo para aquellos que no tienen casi ninguna idea acerca de las doctrinas tradicionales con las cuales estuvo en contacto. Es así particularmente para el Extremo Oriente, donde el Taoísmo ha manifiestamente influido ciertas ramas del Mahâyâna, por lo menos en cuanto atañe a sus modalidades de expresión; especialmente la escuela del Zen, adoptó métodos cuya inspiración taoísta es completamente evidente. Este hecho puede explicarse por el carácter particular de la tradición extremo-oriental, y por la separación profunda que existe entre sus dos partes, interior y exterior, es decir entre el Taoísmo y el Confucianismo; en estas dos condiciones el Budismo podía, en cierto modo, situarse en un dominio intermedio entre el uno y el otro, y se puede aun decir que en ciertos casos ha servido verdaderamente de "envoltura exterior" al Taoísmo, lo cual permitió a éste permanecer siempre cerrado, mucho más fácilmente de lo que hubiera podido ser sin ello. Es lo que también explica que el Budismo extremo-oriental haya asimilado ciertos símbolos de origen taoísta, y que, por ejemplo, haya identificado a veces Kwan-yin a un Bodhisattwa, o más precisamente a un aspecto femenino de Avalokiteshwara, en razón de la función "providencial" que les es común; y ésto, anotémoslo bien de pasada, causó otra equivocación de los orientalistas, quienes en su mayor parte conocen al Taoísmo sólo de nombre: se han imaginado que Kwan-yin pertenecía propiamente al Budismo, y parecen ignorar completamente su proveniencia esencialmente taoísta. De todos modos, es costumbre muy suya, cuando se encuentran en presencia de algo cuyo carácter u origen no saben determinar exactamente, salir del paso aplicándole el rótulo de "búdico"; es un medio bastante cómodo de disimular su perplejidad más o menos consciente, y ellos apelan tanto más gustosos a este recurso, por cuanto, en virtud del monopolio de hecho que han llegado a establecer en su provecho, están casi seguros que nadie vendrá a contradecirlos; ¿qué pueden temer a este respecto gentes que establecen el principio de que no hay verdadera competencia en el orden de estudio en cuestión, salvo la que se adquiere en su escuela? Es evidente, además, que todo lo que ellos declaran así como "búdico" al gusto de su fantasía, como también aquello que lo es realmente, no es en todo caso para ellos sino "Budismo alterado"; en un manual de historia de las religiones que ya hemos mencionado, y donde el capítulo relativo a la China evidencia por otra parte en su conjunto una incomprehensión harto lamentable, se declara que "del Budismo primitivo no queda en China más que el nombre"8, y que las doctrinas que existen ahí actualmente, tienen del Budismo sólo el nombre; esto sería completamente exacto si por "Budismo primitivo" se entiende lo que los orientalistas presentan como tal, pero primeramente habría que saber bien si se debe aceptar la concepción que ellos se hacen de él o si por el contrario no es ésta la que representa efectivamente un Budismo degenerado.

     

    La cuestión de las relaciones del Budismo con el Taoísmo es relativamente fácil de elucidar, a condición, bien entendido, de saber lo que es el Taoísmo; pero debe admitirse que hay problemas más complejos que éste: es sobre todo el caso cuando no se trata de elementos pertenecientes a tradiciones ajenas a la India, sino de elementos hindúes, a cuyo respecto puede ser difícil decir si estuvieron siempre más o menos estrechamente asociados al Budismo, por el hecho mismo del origen indio de éste, o si se incorporaron después en algunas de sus formas. Es así, por ejemplo, para los elementos shivaistas que tan gran lugar ocupan en el Budismo tibetano, designado comúnmente con el nombre poco correcto de "Lamaísmo"; por otra parte, eso no es exclusivamente particular al Tíbet, pues se encuentra también en Java un Shiva-Buda que prueba una asociación parecida llevada tan lejos como ha sido posible. De hecho, la solución de esta cuestión podría encontrarse en el estudio de las relaciones del Budismo, aún original, con el Tantrismo; pero este último está tan mal conocido en Occidente, que casi sería inútil hablar de él sin entrar en consideraciones demasiado largas que no pueden caber aquí; así pues, nos limitaremos a esta simple indicación, por la misma razón que nos indujo, cuando enumeramos las grandes divisiones del Oriente, a no hacer más que una breve mención de la civilización tibetana, a pesar de su importancia.

    Nos queda todavía un último punto por tratar, aunque sea tan sólo someramente: ¿por qué motivo se difundió tanto el Budismo fuera de su país de origen y tuvo un éxito tan rotundo a pesar de que, en este mismo país, degeneró bastante rápidamente terminando por extinguirse y no es precisamente en esta difusión fuera de su país donde residiría la verdadera razón de ser del Budismo mismo? Lo que queremos decir es que el Budismo parece haber sido realmente destinado a pueblos no indios; era sin embargo necesario que tuviese su origen en el Hinduismo mismo, a fin de que adquiriera los elementos que debían ser transmitidos en otras partes, después de una adaptación necesaria; pero, una vez cumplida esa misión, era normal que desapareciera de la India donde no estaba en su verdadero lugar. Podríase, a este respecto, hacer una comparación bastante acertada entre la situación del Budismo con relación al Hinduismo y del Cristianismo con relación al Judaísmo, con la condición, bien entendido, de tener siempre en cuenta las diferencias de los puntos de vista sobre los cuales hemos insistido. En todo caso, esta consideración es la única que permite reconocer al Budismo, sin cometer un ilogismo, el carácter de doctrina tradicional que es imposible negar por lo menos al Mahâyâna, al mismo tiempo que la heterodoxia no menos evidente de las últimas y desviadas formas del Hinâyâna; y ella explica también lo que ha podido ser realmente la misión de Buda. Si éste hubiera enseñado la doctrina heterodoxa que le atribuyen los orientalistas, sería completamente inconcebible que numerosos Hindúes ortodoxos no vacilen en considerarlo como un Avatâra, es decir, como una "manifestación divina", por cuanto lo que de él se refiere presenta en efecto todos sus caracteres; es cierto que los orientalistas, que saben apartar sin oír razones todo lo que es de orden "no-humano", pretenden que esto es "una leyenda", es decir algo desprovisto de todo valor histórico, y que es aún ajeno al "Budismo primitivo"; pero si se descartan estos trazos "legendarios", ¿qué queda del fundador del Budismo en cuanto a su individualidad puramente humana? Sin duda sería muy difícil decirlo, pero la critica occidental no se arredra ante tan poca cosa, y, para escribir una vida de Buda acomodada a su criterio, se llega, con Oldenberg, hasta sentar como principio que los "indo-germanos no admiten el milagro"; ¿cómo puede uno guardar su seriedad ante tales afirmaciones? Esta supuesta "reconstrucción" histórica de la vida del Buda vale justo tanto como la de su doctrina "primitiva", y procede enteramente de los mismos prejuicios; en la una como en la otra, se trata ante todo de suprimir todo lo que molesta a la mentalidad moderna, y es merced a este procedimiento eminentemente simplista como esta gente se imagina lograr la verdad.

     

    No diremos nada más sobre el particular, puesto que no es el Budismo lo que nos hemos propuesto estudiar aquí y que en suma nos bastaba "situarlo" con relación a las doctrinas hindúes, por una parte, y, por otra parte, con relación a los puntos de vista occidentales a los cuales se trata de asimilarlo más o menos indebidamente. Podemos pues, después de esta digresión, volver a las concepciones propiamente hindúes, pero no lo haremos sin formular antes una última reflexión que en cierto modo podrá servir de conclusión a todo lo que se acaba de decir: si los orientalistas, que por así decir se han "especializado" en el Budismo, cometen a su respecto tantos graves errores, ¿qué puede valer lo que dicen de las otras doctrinas, que para ellos siempre han sido solamente cosa de estudios secundarios y casi accidentales" con relación a aquél?

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo V: LA LEY DE MANÚ

     

    Entre las nociones que son susceptibles de causar gran perplejidad a los occidentales, porque no tienen equivalente entre ellos, se puede citar la que está expresada en sánscrito por la palabra dharma; sin duda, no faltan traduccio­nes propuestas por los orientalistas, pero la mayoría son groseramente aproximativas o hasta del todo erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que ya señalamos. Así pues, se quiere a veces traducir "dharma" por "religión", mientras que el punto de vista religioso no se aplica aquí; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, que por error se supone religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata de la realización de los ritos, que tampoco tienen el carácter religioso, se les designa, en su conjunto, con otra palabra: karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, porque su sentido general es el de "acción". Para los que quieren a toda costa ver una religión en la tradición hindú, quedaría entonces lo que creen que es la moral, y ésta es la que precisamente se llamaría "dharma"; de aquí, según los casos, interpretaciones diferentes y más o menos secundarias como las de "virtud", "mérito", o "deber", nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por esto mismo, no traducen de ningún modo la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el cual estas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido en ello de manera suficiente, y hasta indicamos que el Budismo, único capaz de introducirla, no había llegado hasta ahí en la vía del sen­timentalismo. Por otra parte, estas mismas nociones, noté­moslo de paso, no son todas igualmente esenciales desde el punto de vista moral; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, por ejemplo, la idea de deber o de obligación está ausente en la mayoría de las morales antiguas, principalmente en la de los estoicos; sólo entre los modernos, y sobre todo después de Kant, llegó a desempeñar un papel preponderante. Lo que importa hacer notar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más comunes, es que ideas o puntos de vista que se han vuelto habituales tienden por esto mismo a parecer esencia­les; por esto se esfuerzan en trasladarlas en la interpretación de todas las concepciones, aun de las más alejadas en el tiempo y en el espacio y, sin embargo, no habría a menudo necesidad de remontar muy lejos para descubrir su origen y su punto de partida.

    Dicho esto para alejar falsas interpretaciones que son las más corrientes, trataremos de indicar, tan claramente como sea posible, lo que hay que entender realmente por dharma. Como lo muestra el sentido de la raíz verbal "dhri" de la que se deriva, esta palabra, en su significado más general, no designa más que una "manera de ser"; es, si se quiere, la naturaleza esencial de un ser, comprendiendo todo el conjunto de sus cualidades o propiedades características, y determinando, por las tendencias o las disposiciones que ella implica, la manera de comportarse de este ser, sea en totali­dad, sea con relación a cada circunstancia particular. La mis­ma noción se puede aplicar, no ya sólo a un ser único sino a una colectividad organizada, a una especie, a todo el conjunto de los seres de un ciclo cósmico o de un estado de existencia, o hasta al orden total del Universo; es entonces, en uno u otro grado, la conformidad a la naturaleza esencial de los seres, realizada en la constitución jerárquicamente ordenada de su conjunto; es también, por consecuencia, el equilibrio fundamental, la armonía integral que resulta de esta jerar­quización, a lo que se reduce por lo demás la noción misma de "justicia", cuando se la despoja de su carácter específicamente moral. Considerada así como principio de orden, por lo tanto como organización y disposición interior, para un ser o para un conjunto de seres, dharma puede, en un sen­tido, oponerse a karma, que no es más que la acción por la cual esta disposición se manifestará exteriormente, con tal que la acción sea normal, es decir conforme a la naturaleza de los seres y de sus estados y a las relaciones que de ellos se derivan. En estas condiciones, lo que es "adharma" no es el "pecado" en el sentido teológico, como tampoco el "mal" en el sentido moral, nociones que son tan extrañas una y otra al espíritu hindú; es simplemente la "no-conformidad" con la naturaleza de los seres, el desequilibrio, la ruptura de la armonía, la destrucción o la inversión de las relaciones je­rárquicas. Indudablemente, en el orden universal, la suma de todos los desequilibrios particulares concurre siempre al equilibrio total, que nada podría romper; pero, en cada punto tomado aparte y en sí mismo, el desequilibrio es posible y concebible, y, ya sea en la aplicación social o en otra, no es necesario atri­buirle el menor carácter moral para definirlo como contrario, según su alcance propio, a la "ley de armonía" que rige a la vez el orden cósmico y el orden humano. Precisado así el sentido de la "ley", y separado de todas las aplicaciones particulares y derivadas a que puede dar lugar, podemos aceptar esta palabra "ley" para traducir dharma, de una manera imperfecta todavía sin duda, pero menos inexacta que los otros términos tomados a las lenguas occidentales; sólo que, una vez más, no se trata en absoluto de ley moral, las mismas nociones de ley científica y de ley social o jurídica, no se refieren aquí sino a casos especiales.

    La "ley" puede ser considerada en principio como un "querer universal", por una transposición analógica que no deja subsistir en tal concepción nada de personal, ni, con mayor razón, nada de antropomórfico. A la expresión de este querer en cada estado de la existencia manifestada se le designa como Prajâpati o el "Señor de los seres producidos"; y, en cada ciclo cósmico especial, este mismo querer se manifiesta como el "Manú" que da a este ciclo su propia ley. Este nombre de "Manú" no debe tomarse pues por el de un personaje mítico, legendario o histórico; es propiamente la designación de un principio, que se podría definir, según el significado de la raíz verbal "man", como "inteligencia cósmica" o "pensamiento reflejado del orden universal". Este principio es considerado, por otra parte, como el pro­totipo del hombre, al que se denomina "manava" cuando se le considera esencialmente como "ser pensante", caracterizado por la posesión del "manas", elemento mental o racional; la concepción del "Manú" es pues equivalente, por lo menos bajo ciertos aspectos, a la que otras tradiciones, principal­mente la Qabbalah hebraica y el esoterismo musulmán, designan como el "Hombre universal", y a lo que el Taoísmo llama "Rey". Hemos visto antes que el nombre de Vyâ­sa designa, no a un hombre, sino a una función; sólo que es una función histórica en cierto modo, mientras que aquí se trata de una función cósmica, que no podrá volverse histó­rica sino en su aplicación especial al orden social, y sin que por, por lo demás, esto mismo suponga alguna "personificación". En suma, la "ley de Manú", para un ciclo o para una colectividad cualquiera, no es otra cosa que la observación de las relaciones jerárquicas naturales que existen entre los seres sometidos a las condiciones especiales de este ciclo de esta colectividad, con el conjunto de prescripcio­nes que de ella resultan normalmente. Por lo que hace a la concepción de los ciclos cósmicos, no insistiremos aquí en ella, tan­to más cuanto que, para hacerla fácilmente inteligible, se necesitaría entrar en muy largas explicaciones; diremos nada más que hay entre ellos, no una sucesión cronológica, sino un encadenamiento lógico y causal, estando determinado cada ciclo en su conjunto por el antecedente y determi­nando a su vez el consecuente, por una producción continua, sometida a la ley de armonía que estableció la analogía constitutiva de todos los modos de la manifestación universal.

     

    Cuando se llega a la aplicación social, la "ley", toman­do su acepción específicamente jurídica, podrá ser formu­lada en un "shâstra" o código, que, en tanto que exprese el "querer cósmico" en su grado particular, será referida a Manú o, más precisamente al Manú del ciclo actual; pero naturalmente, esta atribución no hace del Manú el autor del "shâstra", por lo menos en el sentido ordinario en que se dice que una obra puramente humana es de tal o cual autor. Aquí también, como para los textos védicos, no hay pues origen histórico rigurosamente asignable y, por lo demás, como lo hemos explicado, la cuestión de este origen es de importancia nula desde el punto de vista doctrinal; pero hay una gran diferencia que señalar entre los dos casos: mientras que los textos védicos son designados por el tér­mino "shruti", por ser el fruto de una inspiración directa, el "dharma-shâstra" sólo pertenece a la clase de escritos tradi­cionales llamada "smriti", cuya autoridad es menos funda­mental, y que comprende igualmente los Purânas y los Itihâsas, donde la erudición occidental no ve más que poemas "míticos" y "épicos", ya que no puede percibir el sentido simbólico profundo que hace de ellos algo más que "literatura". La distinción entre "shruti" y "smriti" equivale, en el fondo, a la de la intuición intelectual pura e inmediata, que se aplica exclusivamente al dominio de los principios metafísicos, y la de la conciencia reflejada, de naturaleza racional, que se ejerce sobre los objetos de conocimiento que pertenecen al orden individual, como es el caso cuando se trata de aplicaciones sociales o de otra especie. A pesar de ello, la autoridad tradicional del dharma-shastra no viene de los autores humanos que hayan podido formularla, oralmente al principio sin duda, por escrito después y, por tal razón, estos autores han permanecido desconocidos e indeterminados; viene exclusivamente de lo que verdaderamente hace la expresión de la "Ley de Manú", es decir, de su conformidad con el orden natural de las existencias que está destinado a regir.

    Capítulo VI: PRINCIPIO DE LA INSTITUCIÓN DE LAS CASTAS

     

    En apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo pre­cedente, agregaremos algunas precisiones en lo que se refiere a la institución de las castas, de importancia primordial en la "Ley de Manú", y tan profundamente incomprendida por la generalidad de los europeos. Daremos desde luego esta definición: la casta, que los Hindúes designan indiferentemente por una u otra de estas dos palabras, "jâti" y "var­na", es una función social determinada por la naturaleza propia de cada ser humano. La palabra varna, en su sen­tido primitivo, significa "color", y algunos han querido encontrar en ello una prueba o por lo menos un indicio del hecho supuesto de que la distinción de castas estuvo fun­dada en su origen sobre diferencias de raza; pero no es así, porque la misma palabra tiene, por extensión, el sentido de "cualidad" en general, de donde su empleo analógico para designar la naturaleza particular de un ser, lo que se puede llamar su "esencia individual", y esto es lo que de­termina la casta, sin que la consideración de la raza intervenga más que como uno de los elementos que pueden in­fluir en la constitución de la naturaleza individual. En cuanto a la palabra jâti, su sentido propio es el de "na­cimiento", y de esto se pretende concluir que la casta es esencialmente hereditaria, lo que también es un error: si es lo más a menudo hereditaria de hecho, no lo es estricta­mente en principio, pudiendo ser preponderante en la mayoría de los casos el papel de la herencia en la formación de la naturaleza individual, pero no siendo sin embargo de ningún modo exclusivo; esto exige algunas explicaciones complementarias.

     

    El ser individual es considerado, en su conjunto, como un compuesto de dos elementos, llamados respectivamente nâma, el nombre, y rûpa, la forma; estos dos elemen­tos son en suma la "esencia" y la "sustancia" de la indi­vidualidad, o lo que la escuela aristotélica llama "forma" y "materia", teniendo estos dos términos un sentido técnico muy diferente de su acepción ordinaria; hay que hacer no­tar también que el de "forma", en lugar de designar el elemento que llamamos así para traducir el sánscrito rûpa, designa entonces por el contrario el otro elemento, el que es propiamente la "esencia individual". Hay que agregar que la distinción que acabamos de indicar, aunque análoga a la del alma y del cuerpo entre los occidentales, está lejos de equivaler a ella rigurosamente: la forma no es de manera exclusiva la forma corporal, aunque no nos sea posible insistir aquí acerca de este punto; en cuanto al nombre, lo que representa es el conjunto de todas las cua­lidades o atributos característicos del ser considerado. Hay motivo para hacer enseguida otra distinción en el interior de la "esencia individual" "nâmika", lo que se relaciona con el nombre, en un sentido más restringido, o lo que debe expresar el nombre particular de cada individuo, es el conjunto de cualidades que pertenecen en propiedad a éste, sin que las tenga de otra cosa que de sí mismo; "gotrika", lo que pertenece a la raza o a la familia, es el conjunto de las cualidades que tiene el ser de su herencia. Se podría encontrar una representación analógica de esta segunda dis­tinción en la atribución de un "nombre" a un indivi­duo, que le es especial, y de un "apellido"; habría, por lo demás, mucho que decir sobre el significado original de los nombres y sobre lo que deberían estar nor­malmente destinados a expresar, pero estas consideraciones no entran en nuestro designio actual; nos limitaremos a indicar que la determinación del nombre verdadero se confunde en principio con la de la naturaleza individual. El "nacimiento", en el sentido del sánscrito jâti, es la resultante de los dos elementos nâmika y gotrika: hay que tener en cuenta, pues, la parte de la herencia, y puede ser considerable, pero también la parte de aquello por lo que el individuo se distingue de sus padres y de los otros miembros de su familia. Es evidente, en efecto, que no hay dos seres que presenten exactamente el mismo conjunto de cualidades, ya sea físicas, ya psíquicas: al lado de lo que les es común, hay también lo que los diferencia; los mismos que quisieran explicar todo en el individuo por la influen­cia de la herencia, estarían muy apurados sin duda para aplicar su teoría a un caso particular cualquiera; esta influencia no se puede negar, pero existen otros elementos que hay que tener en cuenta, como lo hace precisamente la teoría que vamos a exponer.

    La naturaleza propia de cada individuo comprende ne­cesariamente, desde el origen, todo el conjunto de las ten­dencias y disposiciones, que se desarrollarán y se mani­festarán durante el curso de su existencia y que determi­narán principalmente, puesto que es de lo que se trata más especialmente aquí, su aptitud para tal o cual función social. El conocimiento de la naturaleza individual debe permitir, pues, asignar a cada ser humano la función que le conviene en razón de esta misma naturaleza, o, en otros términos, el sitio que debe ocupar normalmente en la organización social. Se puede concebir fácilmente que éste es el fundamento de una organización realmente jerárquica es decir estrictamente conforme a la naturaleza de los se­res, según la interpretación que hemos dado de la noción de dharma; los errores de aplicación, siempre posibles sin duda, y sobre todo en los períodos de oscurecimiento de la tradición, no disminuyen en nada el valor del princi­pio, y se puede decir que la negación de éste implica, teóri­camente por lo menos, si no siempre prácticamente, la destrucción de toda jerarquía legítima. Se ve al mismo tiem­po cuán absurda es la actitud de los europeos que se in­dignan de que un hombre no pueda pasar de su casta a una casta superior: esto no implicaría, en realidad, ni más ni menos que un cambio de naturaleza individual, es decir que este hombre debería cesar de ser él mismo para volverse otro hombre, lo cual es una imposibilidad manifiesta; lo que un ser es potencialmente desde su nacimiento, lo será durante su existencia individual toda entera. La cuestión de saber el porqué un ser es lo que es y no otro ser, es por lo demás de las que no hay que plantearse; la verdad es que cada uno, según su naturaleza propia, es un elemento necesario de la armonía total universal. Sólo que es muy cierto que consideraciones de este género son completa­mente extrañas a los que viven en sociedades cuya cons­titución carece de principio y no descansa sobre ninguna jerarquía, como las sociedades occidentales modernas, en las que todo hombre puede cumplir casi indiferentemente las fun­ciones más diversas, comprendidas aquellas para las que está menos adaptado, y en las que, además, la riqueza ma­terial ocupa casi exclusivamente el lugar de toda superiori­dad efectiva.

    De lo que hemos dicho sobre el significado del dharma resulta que la jerarquía social debe reproducir ana­lógicamente, según sus condiciones propias, la constitución del "Hombre universal"; entendemos por esto que hay correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano, y que esta correspondencia, que se encuentra naturalmente en la organización del individuo, ya se le considere en su integridad o simplemente en su parte corporal, debe ser realizada igualmente, bajo el modo que le conviene de ma­nera especial, en la organización de la sociedad. La concepción del "cuerpo social" con órganos y funciones compa­rables a las de un ser vivo, es familiar a los sociólogos modernos; pero éstos han ido mucho más lejos en este sen­tido, olvidando que correspondencia y analogía no quieren decir asimilación e identidad, y que la comparación legítima entre los dos casos debe dejar subsistir una diver­sidad necesaria en las modalidades de aplicación respectivas; además, ignorando las razones profundas de la analogía, no han podido nunca sacar una conclusión valedera en cuanto al establecimiento de una verdadera jerarquía. He­chas estas reservas, es evidente que las expresiones que po­drían hacer creer en una asimilación deberán ser tomadas en un sentido puramente simbólico, como lo son también las designaciones tomadas de las diversas partes del individuo humano cuando se las aplica analógicamente al "Hom­bre universal". Estas observaciones bastan para comprender sin dificultad la descripción simbólica del origen de las castas, tal como se encuentra en numerosos textos, y des­de luego en el Purusha-sûkta del Rig-Vêda: De Purusha, el brahmán fue la boca, el kshatriya los brazos, el vaishya las caderas; el shûdra nació bajo sus pies"9. Se encuentra aquí la enumeración de las cuatro castas cu­ya distinción es el fundamento del orden social, y que son susceptibles de subdivisiones secundarias más o menos numerosas: los brahmanes representan esencialmente la autoridad espiritual e intelectual; los kshatriyas, el poder administrativo, que comprende a la vez las atribuciones judiciales y militares, y en el que la función regia es el grado más alto; los vaishyas, el conjunto de las diversas fun­ciones económicas en el sentido más amplio de esta pa­labra, incluyendo las funciones agrícolas, industriales, comerciales y financieras; en cuanto a los shûdras, reali­zan todos los trabajos necesarios para asegurar la subsis­tencia puramente material de la colectividad. Importa agre­gar que los brahmanes no son en manera alguna "sacerdotes" en el sentido occidental y religioso de esta palabra: sin duda, sus funciones comprenden la realización de los ritos de diferentes órdenes, porque deben poseer los conocimientos necesarios para dar a estos ritos toda su efi­cacia; pero comprenden también; y antes que todo, la con­servación y la, transmisión regular de la doctrina tradicional; por lo demás, en la mayoría de los pueblos antiguos, la función de enseñanza, que figura la boca en el simbolismo precedente, era vista igualmente como la función sacerdotal por excelencia, por el hecho mismo de que toda la civilización descansaba sobre un principio doctrinal. Por la misma razón, las desviaciones de la doctrina aparecen generalmente como ligadas a una subversión de la jerarquía social, como es de notar particularmente en el caso de tentativas hechas en diversas ocasiones por los kshatriyas para deshacerse de la supremacía de los brahmanes, supremacía cuya ra­zón de ser aparece claramente por todo lo que hemos dicho sobre la verdadera naturaleza de la civilización hindú. Por otra parte, para completar las consideraciones que acabamos de exponer someramente, habría oportunidad de señalar las huellas que estas concepciones tradicionales y primordiales han dejado en las antiguas instituciones de Europa, principalmente en lo que se refiere a la investidura del "dere­cho divino" conferida a los reyes, cuyo papel era visto en su origen, así como lo indica la misma raíz de la palabra "rex", como esencialmente regulador del orden social; pero sólo podemos anotar estas cosas de paso, sin insistir en ellas tanto como seria conveniente quizá para hacer resaltar su interés.

    La participación en la tradición no es plenamente efec­tiva sino para los miembros de las tres primeras castas; es lo que expresan las diversas designaciones que les son re­servadas exclusivamente, como las de "ârya", que ya mencionamos, y de "dwija" o "dos veces nacido"; la concep­ción del "segundo nacimiento", entendida en un sentido puramente espiritual, es de aquellas que son comunes a todas las doctrinas tradicionales, y el Cristianismo presenta, en el rito del bautismo, el equivalente en modo religioso. Para los shûdras, su participación es sobre todo indirecta y como virtual, porque generalmente resulta de sus relacio­nes con las castas superiores; por lo demás, para reanudar la analogía del "cuerpo social", su papel no constituye pro­piamente una función vital, sino una actividad mecánica en cierto modo, y por ello se les representa como na­cidos, no de una parte del cuerpo de "Purusha", o del "Hombre universal"; sino de la tierra que está bajo sus pies, y que es el elemento en el cual se elabora el alimento corporal. A propósito de esta misma representación, debemos hacer notar también que la distinción de las castas es aplicada a veces, por la transposición analógica, no sólo al conjunto de los seres humanos, sino al de todos los seres animados e inanimados que comprende la naturaleza en­tera, de igual modo que está dicho que estos seres nacie­ron todos de Purusha10 (2); por ello el brahmán está considerado como el tipo de los seres inmutables, es decir superiores al cambio, y el kshatriya como el de los seres móviles o sometidos a un cambio, porque sus funciones se refieren respectivamente al orden de la contemplación y al de la acción. Ello nos revela cuáles son las cuestiones de principio implicadas en todo esto, y cuyo alcance supera en mucho los límites del dominio social, en el cual su apli­cación ha sido considerada aquí más particularmente; expuesta así lo que es esta aplicación en la organización tra­dicional de la civilización hindú, no nos detendremos más en el estudio de las instituciones sociales, porque no es el objeto principal de la presente exposición

     

    Capítulo VII: SHIVAISMO Y VISHNUISMO

     

    El Principio supremo, total y universal, que las doctri­nas religiosas del Occidente llaman "Dios", ¿debe ser conce­bido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables y, por lo demás, sin objeto, porque procede de concepciones parciales e in­completas, que sería vano tratar de conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, hay que decir que este Principio es a la vez impersonal y per­sonal, según el aspecto bajo el cual se le considere; impersonal o, si se quiere, "supra-personal" en sí; personal con relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta "personalidad divina" presente el menor carácter antropomórfico, porque hay que guardarse de confundir "personalidad" e "individualidad". La distinción funda­mental que acabamos de formular, y por la cual las contradicciones aparentes de puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, está expresada por la metafísica extremo-oriental como la distinción del "No-Ser" y del "Ser"; esta distinción tiene igual precisión en la doctrina hindú, como lo requiere la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de formas de que puede estar revestida. El principio impersonal, por lo tanto, absolutamente universal, es designado como "Brahma"; la "personalidad divina", que es una determina­ción o una especificación suya, y que implica un grado me­nor de universalidad, tiene por nombre más general "Ishwara". Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es "nirguna" o "más allá de toda calificación" y también "nirvishêsha" o "más allá de toda distinción"; por el con­trario, Ishwara se llama "saguna" o "cualificado", y "savishesha" o "concebido distintivamente", porque puede re­cibir tales atribuciones, que se obtienen por una transpo­sición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los cuales es el principio. Es evidente que se puede concebir así un número indefinido de "atributos divinos", y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, no importa qué cua­lidad que tenga una existencia positiva; cada uno de estos atributos no debe ser considerado en realidad sino como una base o un sostén para la meditación de cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho a propósito del simbo­lismo permite darse cuenta de qué manera la incomprehen­sión que da nacimiento al antropomorfismo, puede tener por resultado hacer de los "atributos divinos" otros tantos "dioses", es decir, entidades concebidas sobre el tipo de los seres individuales, y a las cuales se les atribuye una existencia propia e independiente. Es uno de los casos más evi­dentes de la "idolatría", que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del "panteísmo"; pero es claro que ninguna doctrina fue jamás politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía serlo sino por efecto de una deformación profunda, que no se generaliza sino con mucha menos frecuencia de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, el de la civilización greco-romana, y sin embargo tuvo por lo menos algunas excepciones en su "élite" intelectual. En Orien­te, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, fuera de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada parecido se produjo nunca; esto asombrará sin duda a muchos occidentales, cuyo conocimiento exclusivo de la Antigüedad clásica inclina a querer des­cubrir por doquiera "mitos" y "paganismo", pero así es sin embargo. En la India, en particular, una imagen simbó­lica que representa uno u otro de los "atributos divinos", y que se llama "pratîka", no es un "ídolo"; porque nunca ha sido tomada por otra cosa que por lo que es realmente, un sostén de meditación, un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno unirse de preferencia a los símbolos que están más de acuerdo con sus disposiciones personales.

     

    Ishwara es considerado bajo tres aspectos principales, que constituyen la "Trimûrti", o "triple manifestación" y de los cuales se derivan otros aspectos más particulares, se­cundarios con relación a aquellos. Brahmâ es Ishwara como principio productor de los seres manifestados; se le llama así porque se considera como el reflejo directo, en el orden de la manifestación, de Brahma, el Principio su­premo. Hay que hacer notar, para evitar cualquiera confusión, que la palabra Brahma es neutra, mientras que Brahmâ es masculino; el empleo, corriente entre los orien­talistas, de la forma Brahman, que es común a los dos géneros, tiene el grave inconveniente de disimular esta distinción esencial, que también es marcada a veces por expresiones como "Para-Brahma" o el "Supremo Brahma", y "Apara-Brahma" o el "no-supremo Brahma". Los otros dos aspectos constitutivos de la Trimûrti, que son com­plementarios uno de otro, son Vishnú, que es Ishwara, como principio animador y conservador de los seres, y Shiva, que es Ishwara como principio, no destructor como se dice por lo común, sino más exactamente transformador; éstas son pues "funciones universales" y no entidades separadas y más o menos individualizadas. Cada uno, para colocarse, como lo indicamos, en el punto de vista que se adapta mejor a sus propias posibilidades, podrá natural­mente conceder la preponderancia a una u otra de estas funciones, y sobre todo, en razón de su simetría por lo menos aparente, de las dos funciones complementarias de Vishnú y de Shiva; de aquí la distinción del "Vishnuismo" y del "Shivaismo", que no son "sectas" como lo entienden los occidentales, sino sólo vías de realización diferentes, por lo demás igualmente legítimas y ortodoxas. Sin embargo, conviene agregar que el Shivaismo, que está menos difundido que el Vishnuismo y da menos importan­cia a los ritos exteriores, es al mismo tiempo más elevado en un sentido y conduce más directamente a la realización metafísica pura: esto se comprende sin esfuerzo, por la naturaleza misma del principio al cual da la preponderancia, porque la "transformación", que debe ser entendida aquí en el sentido rigurosamente etimológico, es el paso "más allá de la forma", que no aparece como una destrucción sino desde el punto de vista especial y contingente de la manifestación; es el paso de lo manifestado a lo no mani­festado, en el cual se opera el retorno a la inmutabilidad eterna del Principio supremo, fuera del cual nada podría existir sino en modo ilusorio.

     

    Cada uno de los "aspectos divinos" se considera como dotado de una potencia o energía propia, a la que se llama "shakti", y que está representada simbólicamente por una forma femenina: la shakti de Brahmâ es Saraswatî, la de Vishnú es Lakshmî, la de Shiva es Pârvatî. Ya sea entre los Shaivas o bien entre los Vaishnavas, algunos se adhieren más particularmente a las shaktis, y se les llama por esta razón "shâktas". Además, cada uno de los principios de que acabamos de hablar puede ser considerado también bajo una pluralidad de aspectos más particularizados y de cada uno de ellos se derivan asimismo otros aspectos secundarios, derivación que es lo más a me­nudo descrita como una filiación simbólica. No podemos evidentemente desarrollar aquí todas estas concepciones, so­bre todo porque nuestro objeto no es precisamente el de las doctrinas sino sólo indicar con qué actitud se las debe estudiar si se quiere llegar a comprenderlas.

     

    Los Shaivas y los Vaishnavas tienen unos y otros, en el conjunto de escritos tradicionales que se ha designado colectivamente bajo el nombre de smriti, sus libros pro­pios, Purânas y Tantras, que corresponden de modo más particular a sus tendencias respectivas. Estas tendencias se afirman en ellos principalmente en la interpretación de la doctrina de los Avatâras o "manifestaciones divinas"; esta doctrina, que está ligada estrechamente a la concepción de los ciclos cósmicos, merecería todo un estudia especial, que no podemos hacer ahora. Agregaremos sim­plemente, para concluir sobre la cuestión del Shivaismo y del Vishnuismo, que cualquiera que sea la vía que cada uno escoja como la más conforme a su propia naturaleza, el objeto final al cual tiende, con tal que sea estrictamente ortodoxa, es siempre el mismo: es una realización efectiva de orden metafísico, que podrá ser más o menos inmediata, y también más o menos completa, según las condiciones particulares y la extensión de las posibilidades intelectuales de cada ser humano.

    Capítulo VIII: LOS PUNTOS DE VISTA DE LA DOCTRINA

     

    Las indicaciones que preceden permiten comprender la coexistencia, en la unidad esencial de una misma doctrina tradicional, de una multiplicidad de puntos de vista que no afecta en nada a esta unidad. Por lo demás, en todas las cosas cada uno aporta evidentemente en su aprehensión una especie de perspectiva que le es propia, y, por conse­cuencia, se podría decir que hay tantas maneras de compren­der más o menos diferentes, como hay individuos; pero esto no es verdad sino en el punto de partida, porque, desde el momento en que se eleva uno por encima del dominio individual, todas estas diferencias, que no provocan nin­guna incompatibilidad, desaparecen necesariamente. Ade­más de la diferencia que es inherente a la naturaleza par­ticular de los diversos seres humanos, cada uno puede tam­bién, por otra parte, colocarse en varios puntos de vista para estudiar la doctrina bajo tal o cual aspecto más o menos claramente definido, y que podrá serlo tanto más nítidamente cuanto más particularizado sea, es decir más ale­jado, en el orden descendente de las aplicaciones, de la uni­versalidad principial. La totalidad de los puntos de vista posibles y legítimos está siempre contenida, en principio y sintéticamente, en la doctrina misma, y lo que hemos dicho sobre la pluralidad de los sentidos que ofrece un tex­to tradicional basta para demostrar de qué manera puede encontrarse en el mismo; no habrá pues más que desarrollar siempre rigurosamente, según estos diversos puntos de vista, la interpretación de la doctrina fundamental. Esto es, exactamente, lo que acontece en la India, y es lo que expresa la palabra sánscrita "darshana", que no sig­nifica propiamente más que "vista" o "punto de vista", porque la raíz verbal "drish", de la que se deriva, tiene como sentido principal el de "'ver". Luego los darshanas son los puntos de vista de la doctrina, y no son, como se lo imaginan la mayoría de los orientalistas, "sistemas filosóficos" que se hacen competencia y se oponen unos a otros; en toda la medida en que estos "puntos de vista" son estrictamente ortodoxos, no podrían naturalmente entrar en conflicto o en contradicción. Hemos demostrado que toda concepción sistemática, fruto del individualismo intelectual caro a los occidentales modernos, es la negación de la metafísica, que constituye la esencia misma de la doctrina; hemos dicho también cuál es la distinción profunda entre el pensamiento metafísico y el pensamiento filosófico, porque esta doctrina no es más que un modo especial, propio del Occidente, y que no podría aplicarse admisiblemente al conocimiento de una doctrina tradicional que se ha mantenido en su pureza y en su integridad. No hay pues "filosofía hindú", como tampoco "filosofía china", por poco que se quiera con­servar a la palabra "filosofía" un significado un poco preciso, significado que se encuentra determinado por la línea de pensamiento que procede de los Griegos: y por lo demás, si se considera sobre todo lo que se ha vuelto la filosofía en los tiempos modernos, hay que confesar que la ausencia de este modo de pensamiento en una civilización no tiene nada de particularmente lamentable. Pero los orientalistas no quieren ver en los darshanas mas que filosofía y sistemas, a los cuales pretenden imponer las eti­quetas occidentales: todo esto porque son incapaces de salir de los cuadros "clásicos", y porque ignoran enteramente las diferencias más características de la mentalidad oriental y de la mentalidad occidental. Su actitud, en el aspecto de que se trata, es del todo comparable a la de un hombre que, no conociendo nada de la civilización europea actual, y habiendo tenido por acaso en las manos los programas de enseñanza de una Universidad, extrajera la singular conclusión de que los sabios de Europa están divididos en va­rias escuelas rivales, en la que cada una tiene su sistema filosófico particular, siendo las principales las de los mate­máticos, de los físicos, de los químicos, de los biólogos, de los lógicos y de los psicólogos; este error sería sin duda muy ridículo, pero no lo sería más sin embargo que la concepción corriente de los orientalistas, y éstos no de­berían tener ni siquiera la excusa de la ignorancia, o más bien es su misma ignorancia la que es inexcusable. Por inverosímil que esto parezca, es muy cierto que las cuestiones de principio, que ellos parecen hacer a un lado por prejuicio, no se han presentado nunca a su espíritu, dema­siado estrechamente especializado para poder comprenderlas y apreciar su alcance; éste es un caso extraño de "mio­pía intelectual" en último grado, y se puede estar seguro de que, con semejantes disposiciones, no llegarán nunca a penetrar el sentido verdadero del menor fragmento de cual­quiera de estas doctrinas orientales, que se han impuesto la misión de interpretar a su manera, de conformidad con sus puntos de vista del todo occidentales.

     

    Volviendo a la verdadera comprehensión de las cosas, los puntos de vista bajo los cuales puede ser considerada la doctrina son evidentemente susceptibles de ser multiplicados más o menos; pero, por otra parte, no todos son igualmente irreductibles, y los hay que en cierto modo son más fundamentales, y a los cuales se pueden subordinar los otros. Siempre se podrán pues agrupar los puntos de vista secundarios en torno de los puntos de vista principales, y son entonces estos últimos los únicos que se limitará uno a considerar separadamente, como otras tantas ramas de estudio de la doctrina, no dando motivo los otros más que a simples subdivisiones, que ni siquiera es necesario precisar en la mayoría de los casos. Las grandes divisiones, y las ramas principales, son propiamente los darshanas, en el sentido que esta palabra ha tomado habitualmente, y, se­gún la clasificación admitida generalmente en la India, se distinguen seis, que hay que tener cuidado de no confun­dir, porque su nombre es el mismo, con lo que se llama los seis "vêdângas".

     

    La palabra vêdânga significa literalmente "miembro del Vêda"; esta designación se aplica a ciertas ciencias auxi­liares del Vêda, porque se las compara a los miembros corporales por medio de los cuales un ser obra exterior­mente; los tratados fundamentales que se relacionan con estas ciencias, y cuya enumeración vamos a dar, forman parte de la smriti, y, en razón de su relación directa con el Vêda, ocupan el primer lugar. La Shikshâ es la ciencia de la articulación correcta, de la pronunciación exac­ta, que implica, con las leyes de la eufonía, que son más importantes y están más desarrolladas en sánscrito que en ninguna otra lengua, el conocimiento del valor simbólico de las letras; en las lenguas tradicionales, en efecto, el uso de la escritura fonética no es de ningún modo exclusivo de la conservación de un significado ideográfico, del cual el hebreo y el árabe ofrecen igualmente el ejemplo. Chhan­das es la ciencia de la prosodia, que determina la aplicación de los diferentes metros en correspondencia con las modalidades vibratorias del orden cósmico que deben ex­presar, y que así hace de ellos algo más que formas "poéticas" en el sentido simplemente literario de esta palabra; por lo demás, el conocimiento profundo del ritmo y de sus rela­ciones cósmicas, de donde se deriva su empleo para ciertos medios preparatorios de la realización metafísica, es común a todas las civilizaciones orientales, pero, en cambio, total­mente extraño a los occidentales. El vyâkarana es la gramática, pero que, en lugar de presentarse como un sim­ple conjunto de reglas que parecen más o menos arbitrarias porque se ignoran sus razones, como acontece por lo común en las lenguas occidentales, se basa por el contrario en concepciones y clasificaciones que siempre están en estrecha relación con el significado lógico del lenguaje. El nirukta es la explicación de los términos importantes o difíciles que se encuentran en los textos védicos; esta explicación no descansa sólo en la etimología, sino también, lo más a menudo, en el valor simbólico de las letras y de las sílabas que entran en la composición de las palabras; de ahí provie­nen innumerables errores de los orientalistas, que no pueden comprender, ni siquiera concebir este último modo de explicación, absolutamente propio de las lenguas tradicionales, y muy análogo al que se encuentra en la Qabba­lah hebraica, y que, por consecuencia, no quieren y no pue­den ver más que etimologías caprichosas, o hasta vulgares "juegos de palabras", en lo que, naturalmente, es muy otra cosa en realidad. El jyotisha es la astronomía o, más exactamente, es a la vez la astronomía y la astrología, que nunca están separadas en la India, como no lo fueron en ningún pueblo antiguo, aun entre los Griegos, que se servían indistintamente de estas dos palabras para designar una sola y misma cosa; la distinción de la astronomía y la astrología es moderna, y hay que agregar que la verdadera astrología tradicional, tal y como se ha conservado en Oriente, no tiene casi nada en común con las especulaciones "adivinatorias" que algunos tratan de constituir bajo el mismo nombre en la Europa contemporánea. En fin, el kalpa, palabra que por lo demás tiene otros muchos sentidos, es aquí el conjunto de las prescripciones que se relacionan con la realización de los ritos, y cuyo conocimiento es indispensable para que éstos tengan plena eficacia; en los sûtras que las expresan, estas prescripciones están condensadas en fórmulas de apariencia muy parecida a la de las fórmulas algebraicas, por medio de una notación simbólica particular.

    Además de los vêdângas, hay que mencionar también los Upavêdas, palabra que designa los conocimientos de orden inferior, pero que descansan sin embargo sobre una base estrictamente tradicional; el orden a que se refieren estos conocimientos es el de las aplicaciones prácticas. Hay cuatro Upavêdas, qué están vinculados a los cuatro Vêdas porque en ellos se encuentran sus principios respectivos: Ayur-Vêda, es la medicina, unida al Rig-Vêda; Dhanur-­Vêda, la ciencia militar, unida al Yajur-Vêda; Gândhar­va-Vêda, la música unida al Sâma-Vêda; Stâpatya-Vêda, la mecánica y la arquitectura, unidas al Atharva-Vêda. És­tas son, según las concepciones occidentales, artes más bien que ciencias propiamente dichas; pero el principio tradicio­nal que se les da aquí les confiere un carácter algo dife­rente. Naturalmente, estas enumeraciones de los Vêdângas y de los Upavêdas, no excluyen de ningún modo a las otras ciencias, que no están comprendidas en ellos pero de las cuales algunas por lo menos fueron igualmente cultivadas en la India desde los tiempos antiguos; se sabe que las matemáticas principalmente, que comprenden, bajo el nombre general de "ganita", pâtî-ganita o vyakta­ganita la aritmética, bîja-ganita, el álgebra, y rêkhâ-­ganita la geometría, recibieron, sobre todo en las dos pri­meras de sus tres ramas, un desarrollo notable, del cual debía beneficiarse más tarde Europa por intermedio de las árabes.

    Con esta idea sucinta del conjunto de los conocimientos tradicionales de la India, que constituyen todos como as­pectos secundarios de la doctrina, volvamos ahora a los darshanas, a los que se debe considerar como formando parte integrante de este mismo conjunto, sin lo cual nunca se comprendería nada. En efecto, no hay que olvidar que, en la India lo mismo que en China, una de las injurias más graves que se puede hacer a un pensador es la de elogiar la novedad y la originalidad de sus concepciones, carácter que, en civilizaciones esencialmente tradicionales, bastaría para quitarles cualquier alcance efectivo. Sin duda, se han podido formar, entre los que se han consagrado especialmen­te al estudio de uno u otro de los darshanas, escuelas que se distinguen entre sí por algunas interpretaciones particu­lares, pero estas divergencias jamás han ido muy lejos sin salir de los límites de la ortodoxia; como no se ocupan a me­nudo sino de puntos secundarios, son más aparentes que rea­les en el fondo, y son más bien diferencias de expresión, por lo demás útiles para adaptarse a comprensiones diver­sas. Además, es evidente que un "punto de vista" nunca ha sido la propiedad exclusiva de una escuela cualquiera, por más que, si se contenta considerándolo superficialmente en lugar de tratar de percibir su esencia, puede parecer algunas veces que se identifica con la concepción de la escuela que principalmente la ha desarrollado; la confusión sobre este punto es también de las que son naturales a los occidentales, acostumbrados a referir a individualidades, como verdade­ras "invenciones", todas las concepciones que le son familia­res: éste es uno de los postulados por lo menos implícitos de su "método histórico", y, en nuestros días, el mismo pun­to de vista religioso no se escapa a las consecuencias de esta actitud de espíritu especial, que despliega con respecto a él todos los recursos de esta exégesis antitradicional a la cual hemos hecho ya alusión.

     

    Los seis darshanas son el Nyâya y el Vaishêsika, el Sânkhya y el Yoga, la Mîmânsâ y el Vedanta; se enumeran habitualmente en este orden y por parejas, a fin, de marcar sus afinidades; en cuanto a querer asignar un orden de sucesión cronológico a su desarrollo, es una cues­tión vana y sin interés real, por las razones que ya hemos expuesto, en cuanto se trata de puntos de vista que, desde el origen, estaban implícitamente contenidos en perfecta simultaneidad en la doctrina primordial. Puede decirse, para caracterizarlos someramente, que los dos primeros de estos puntos de vista son analíticos, mientras que los otros cuatro son sintéticos; por otra parte, los dos últimos se distinguen de los demás en que son, de manera directa e inmediata, in­terpretaciones del mismo Vêda, y el resto se deriva de él más lejanamente; de modo que las opiniones heterodoxas, incluso parcialmente, no tienen ningún alcance, mientras que han podido tenerlo en algunas de las escuelas consa­gradas al estudio de los cuatro primeros darshanas. Como definiciones demasiado breves serían por fuerza incomple­tas, poco inteligibles, y por consiguiente, poco útiles, hemos creído preferible reservar un capitulo particular a las indi­caciones generales que se refieran a cada darshana, tanto más cuanto que el asunto es muy importante, dado el fin que nos proponemos aquí, para que merezca ser tratado con al­guna extensión.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo IX: EL NYÂYA

     

    La palabra Nyâya tiene por sentido propio el de "ló­gica", y aún de "método"; decir, como lo hacen algunos, que comenzó por designar una escuela, y que enseguida se volvió sinónimo de lógica, es invertir todo orden natural, porque, por poco que se admita que una escuela debe caracterizarse por un nombre que tenga un significado previo, es exactamente lo contrario lo que se habría producido, si un darshana pudiera ser monopolizado por una escuela cualquiera. De hecho, se trata y siempre se ha tratado de ló­gica en lo que se refiera al darshana en cuestión, cuyo desarrollo se atribuye a Gotama, pero sin que este nombre, que fue común a numerosos personajes y aun a familias de la India antigua, y que, por lo demás, no está acompañado aquí de ninguna indicación biográfica, por vaga que sea, se pueda referir a una individualidad precisa. Se produce aquí lo que en Oriente se ha producido siempre en semejante ca­so: las individualidades no cuentan con respecto a la doctrina; es perfectamente posible que haya habido en una época lejana e indeterminada un hombre llamado Gotama, que se consagró al estudio y a la enseñanza de esta rama del conocimiento que constituye la lógica; pero este hecho muy verosímil carece de interés en sí mismo, y el nombre de este individuo se ha conservado con un valor del todo simbólico, para designar en cierto modo al "agregado intelectual" for­mado por todos los que, durante un período cuya duración no es menos indeterminada que el origen, se entregaron al mismo estudio. Este género de "entidad colectiva" del cual tuvimos ya un ejemplo en Vyâsa, no es una escuela, por lo menos en el sentido ordinario de esta palabra, sino más bien una verdadera función intelectual; y se podría decir otro tanto a propósito de los nombres propios que se presentan como ligados de la misma manera a cada uno de los otros darshanas; hechas de una vez por todas estas obser­vaciones, nos dispensarán de volvernos a ocupar de este asunto.

     

    Decíamos que el Nyâya es esencialmente la lógica; pero debemos agregar que este término tiene aquí una acep­ción menos restringida que entre los occidentales, y ello porque lo que designa, en lugar de ser concebido como una par­te de la filosofía, lo es como un punto de vista de la doctrina total. Como se escapa a la estrecha especialización que es inevitable para la lógica considerada en modo filosófico, y como por lo demás no tiene por qué integrarse a un sistema, la lógica hindú, debido a ello, tiene un alcance mucho más grande; y para comprenderla, basta recordar aquí lo que decíamos a propósito de los caracteres de la metafísica: lo que constituye el objeto propio de una especulación, no son precisamente las cosas mismas que estudia, sino el punto de vista bajo el cual estudia las cosas. La lógica, dijimos tam­bién antes, atañe a las condiciones del entendimiento huma­no; lo que puede ser considerado lógicamente es, pues, todo lo que es objeto del entendimiento humano, en tanto que se le considera efectivamente bajo este concepto. Por consecuencia, la lógica comprende en su punto de vista las cosas consideradas como "objetos de prueba", es decir, de conocimiento razonado o discursivo: éste es, en el Nyâya, el sen­tido del término padârtha y, a pesar de ciertas diferencias, es también en la antigua lógica occidental el verdadero significado de las "categorías" o "predicamentos". Si las divisiones y clasificaciones establecidas por la lógica tienen al mismo tiempo un valor ontológico real, es que hay necesariamente correspondencia entre los dos puntos de vista, desde que no se establece, como lo hace la filosofía moderna, una oposición radical y artificial entre el sujeto y el objeto. Por lo demás el punto de vista lógico es analítico, porque es in­dividual y racional; sólo a título de simple aplicación al orden individual, los principios lógicos, aun los más generales, son derivados de los principios metafísicos o universales.

     

    El Nyâya distingue dieciséis padârthas, de los cuales el primero se llama pramâna, palabra que tiene el sentido habitual de "prueba", y que también se traduce a menudo por "evidencia"; pero esta última traducción es impropia en muchos casos, y tiene, además, el inconveniente de hacer pensar en la concepción de la evidencia cartesiana, que no tiene valor realmente si no es en el dominio matemático. Para fijar el verdadero significado de la palabra pramâna, hay que observar que su primer sentido es el de "medida"; lo que designa aquí son los medios legítimos de conocimiento en el orden racional, medios de los cuales cada uno só­lo es aplicable en cierta medida y bajo ciertas condiciones, o, en otros términos, en el interior de cierto dominio particular cuya extensión define su alcance propio; y la enumeración de estos medios de conocimiento o de prueba suministra las subdivisiones del primer padârtha. El segundo es pramêya o "lo que hay que probar", es decir, lo suscepti­ble de ser conocido por uno u otro de los medios de que se acaba de hablar; comprende, como subdivisiones, una clasi­ficación de todas las cosas que puede alcanzar el entendimiento humano en su condición individual. Los otros pa­dârthas son menos importantes y se refieren sobre todo a las diversas modalidades del razonamiento o de la demostra­ción; no trataremos de dar aquí la enumeración completa, sino que nos contentaremos con señalar especialmente el que está constituido por los miembros de un argumento regular. El argumento de que se trata, que se llama nyâya en una acepción secundaria y restringida de este término, y que es en suma el tipo de la demostración metódica, com­prende, bajo su forma enteramente desarrollada, cinco ava­yavas, miembros o partes constitutivas: pratijnâ, la pro­posición o la aserción que se trata de probar; hêtu, la ra­zón justificativa de esta aserción; udâharana, el ejemplo que viene en apoyo de esta razón, y que le sirve de ilustración en cierto modo, recordando un caso ordinariamente cono­cido; la aplicación al caso especial que está en cuestión, el de la proposición enunciada al principio; en fin, el resultado o la conclusión, que es la afirmación definitiva de esta misma proposición como demostrada. Tal es la forma completa del argumento demostrativo, pero se le dan a veces también formas simplificadas y abreviadas, conteniendo solamente, ya sea los tres primeros miembros, o ya los tres últimos; bajo esta última forma en particular, presenta un parecido muy claro con el silogismo tal y como Aristóteles estableció su teoría. Por lo demás, se encuentra aquí el equivalente del término mayor y del término menor, designados respectivamente por los nombres de vyâpaka, o continente y vyâpaya o contenido, que se refieren al mis­mo punto de vista de la extensión lógica; en cuanto al tér­mino medio, su papel está cumplido por la razón, hêtu, que se llama también linga o signo que permite reconocer la vyâpti, es decir, la unión invariable que existe entre el continente y el contenido. Sin embargo, estas analogías incontestables, que hacen pensar, como una hipótesis por lo menos verosímil, que Aristóteles pudo tener algún conoci­miento del Nyâya no deben hacer olvidar que, como lo indicamos ya, subsisten diferencias esenciales entre los dos puntos de vista: en tanto que el silogismo griego no descansa, en suma, sino sobre los conceptos o sobre las nociones de las cosas, el argumento hindú descansa más directamente sobre las cosas mismas.

     

    Esta última observación requiere algunas explicaciones; y, desde luego, es evidente que le concierne, no la forma ex­terior del razonamiento, que puede ser casi idéntico en los dos casos, sino el fondo mismo de lo que en él está implicado. Hemos dicho que la separación y la oposición del sujeto y del objeto son especiales de la filosofía moderna; pero, entre los Griegos, la distinción entre las cosas y su noción iba ya un poco más lejos, en el sentido de que la lógica consideraba exclusivamente las relaciones entre las nociones, como si las cosas no nos fuesen conocidas sino a través de éstas. Sin duda, el conocimiento racional es un conocimiento indirecto, y por esto es susceptible de error; pero, no obstante, si no alcan­zase a las cosas mismas en cierta medida, sería enteramente ilusorio y no sería verdaderamente un conocimiento en nin­gún grado; si, pues, bajo el modo racional, se puede decir que conocemos un objeto por intermedio de su noción, es que esta noción es también alguna cosa del objeto, que participa de su naturaleza expresándola con relación a nosotros. Por es­to, la lógica hindú considera, no sólo la manera como conce­bimos las cosas, sino las cosas en tanto que son concebidas por nosotros, siendo nuestra concepción verdaderamente inseparable de su objeto, sin lo cual no sería nada real; y, a este respecto, la definición escolástica de la verdad como "adaequatio rei et intellectus", en todos los grados del conocimiento, es, en Occidente, lo que más se aproxima a la posi­ción de las doctrinas tradicionales del Oriente, porque es lo que hay de más conforme con los datos de la metafísica pura. Por lo demás, la doctrina escolástica, continuando la de Aristóteles en sus grandes líneas, la corrigió y completó en muchos puntos; es lástima que no haya llegado a librarse por completo de las limitaciones que eran la herencia de la mentalidad helénica, y que tampoco haya penetrado las consecuencias profundas del principio, planteado ya por Aristóteles, de la identificación por el conocimiento. Es pre­cisamente en virtud de este principio que, en cuanto el su­jeto conoce un objeto, por parcial y aun superficial que sea tal conocimiento, algo del objeto está en el sujeto y se vuel­ve parte de su ser; cualquiera que sea el aspecto bajo el cual consideremos las cosas, son siempre las cosas mismas las que alcanzamos, al menos bajo cierto aspecto, que forma en todo caso uno de sus atributos, es decir, uno de los elementos constitutivos de su esencia. Admitamos, si así se quiere, que esto sea "realismo"; la verdad es que la cosas son así, y no importa la palabra; pero, en todo rigor, los puntos de vis­ta especiales del "realismo" y del "idealismo", con la oposición sistemática que denota su correlación, no se aplican aquí, donde estamos más allá del domino limitado del pen­samiento filosófico.

    Por lo demás, no hay que perder de vista que el acto del conocimiento presenta dos faces inseparables: si es identificación del sujeto al objeto, es también, y por esto mismo, asimilación del objeto por el sujeto; llegando a las cosas en su esencia, las "realizamos", en toda la fuerza de esta palabra, como estados o modalidades de nuestro ser pro­pio; y si la idea, según la medida en que es verdadera y ade­cuada, participa de la naturaleza, de la cosa, es que, inversa­mente, la cosa misma participa también de la naturaleza de la idea. En el fondo, no hay dos mundos separados y radicalmente heterogéneos, tales y como los supone la filosofía moderna calificándolos de "subjetivo" y "objetivo" o super­puestos a la manera del "mundo inteligible" y del "mundo sensible" de Platón; sino que; como dicen los Arabes, "la existencia es única", y todo lo que contiene no es más que la manifestación bajo modos múltiples, de un solo y mismo principio, que es el Ser universal.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo X: EL VAISHÊSIKA

     

    El nombre de Vaishêsika es derivado de la palabra vishêsha; que significa "carácter distintivo" y, por lo tanto, cosa individual"; este darshana está, pues, constituido por el conocimiento de las cosas individuales como tales, consideradas en modo distintivo, en su existencia contingente. En tanto que el Nyâya considera estas cosas en su relación con el entendimiento humano, el Vaishêsika las considera más directamente en lo que son en sí mismas; se ve inmediatamente la diferencia de estos dos puntos de vista, pero también su relación, puesto que lo que las cosas son en el conocimiento es, en el fondo, idéntico a lo que son en sí mismas; pero, por lo demás, la diferencia de los dos puntos de vista no desaparece sino cuando son superados uno y otro, de manera que su distinción tiene que ser mantenida siempre en los límites del dominio al cual se aplican pro­piamente. Este dominio es evidentemente el de la naturaleza manifestada, fuera del cual el mismo punto de vista individual, del cual estos dos darshanas representan las modalidades, no tiene ya ningún sentido posible; pero la manifestación universal puede ser considerada de dos maneras diferentes: ya sea sintéticamente, a partir de los principios de donde procede y que la determinan en todos sus modos, y es lo que hace el Sânkhya, como lo veremos más adelante; ya sea analíticamente, en la distinción de sus elementos constitutivos múltiples, y es lo que hace el Vaishêsika. Este último punto de vista puede también limitarse a la consideración especial de uno de los modos de la manifestación universal, tal como aquel que constituye el conjunto del mundo sensible; y, de hecho, está obligado a limitarse a él casi exclusivamente, porque las condiciones de los otros modos escapan necesaria­mente a las facultades individuales del ser humano; no se puede llegar a ellas sino por arriba, en cierto modo, es decir, por lo que, en el hombre, supera las limitaciones y las relatividades inherentes al individuo. Esto surge manifiestamente del punto de vista distintivo y analítico que vamos a caracterizar, pero no se puede comprender del todo un punto de vista especial sino a condición de superarlo, puesto que este punto de vista se presenta, no como independiente y te­niendo toda su razón de ser en sí mismo, sino como ligado a ciertos principios de los que se deriva, como una aplicación en un orden contingente, a algo que es de orden distinto y superior.

    Hemos visto que esta vinculación a los principios, que asegura la unidad esencial de la doctrina en todas sus ramas, es un carácter común a todo el conjunto de conocimientos tradi­cionales de la India; marca la diferencia profunda que existe entre el Vaishêsika y el punto de vista científico tal como lo entienden los occidentales, punto de vista del cual el Vaishêsika es no obstante, en su conjunto, lo que hay en él de menos alejado. En realidad, el Vaishêsika es­tá notablemente más cerca del punto de vista que constituía entre los Griegos la "filosofía física"; siendo analítico, lo es menos que la ciencia moderna, y, por esto mismo, no está sometido a la estrecha especialización que impulsa a esta última a perderse en el detalle indefinido de los hechos experimentales. Se trata aquí de algo que es, en el fondo, más racional y también, en cierta medida, más intelectual en el sentido estricto de la palabra: más racional, porque aun manteniéndose en el dominio individual, está despojado de todo empirismo; más intelectual, porque no pierde de vista nunca que el orden individual todo entero está ligado a los principios universales, de los cuales extrae toda la realidad de que es susceptible. Hemos dicho que, por "física", los antiguos entendían la ciencia de la naturaleza en toda su generalidad; esta palabra pues convendría bien aquí, pero hay que tener en cuenta, por otra parte, la restricción que ha sufrido su acepción entre los modernos, y que es muy característica del cambio de punto de vista al cual corres­ponde. Por ello, si hay que aplicar una designación occiden­tal a un punto de vista hindú, preferimos para el Vaishêsika la de "cosmología"; y, por lo demás, la "cosmología" de la Edad Media, que se presenta nítidamente como una apli­cación de la metafísica a las contingencias del orden sensi­ble, está más cerca también de lo que estaba la "filosofía física" de los Griegos, que casi siempre toma sus principios en el orden contingente, o cuando más en el interior de los límites del punto de vista inmediatamente superior, y aun particular, al cual se refiere el Sânkhya.

    A pesar de esto, el objeto mismo del Vaishêsika ha podido determinar, en una parte de los que se han consagra­do especialmente a su estudio, cierta tendencia más bien "naturalista" pero que, siendo generalmente extraña al es­píritu oriental, no ha podido nunca adquirir en la India el desarrollo que tuvo en Grecia entre los "filósofos físicos"; por lo menos algunas escuelas pertenecientes a las formas más degeneradas del Budismo, debían por sí solas llevarlas hasta las consecuencias en que terminó lógicamente, y esto sólo fue posible porque estaban abiertamente fuera de la uni­dad tradicional hindú. No es menos cierto que esta tendencia, que se afirma en la concepción atomista, existía ya en la ex­posición habitual del Vaishêsika, puesto que el origen del atomismo, a pesar de lo que tiene de heterodoxo, es atribuido a Kanâda, al mismo tiempo que el desarrollo mismo del Vaishêsika, del cual sin embargo no es necesariamente solidario. El nombre de Kanâda parece contener una alusión a esta concepción y, si se aplicó primitivamente a un individuo, no pudo ser más que un simple sobrenombre; el hecho de ser el único que se ha conservado muestra también la poca importancia que conceden los Hindúes a las individualidades. En todo caso, en lo que actualmente designa este nombre, se puede ver algo que, en razón de la desviación que expresa, se parece más a las "escuelas" de la antigüedad occidental que lo que encontramos de análogo con respecto a los otros darshanas.

     

    Como el Nyâya, el Vaishêsika distingue cierto nú­mero de padârthas, pero, naturalmente, determinándolos desde un punto de vista distinto; estos padârthas no coin­ciden pues con los del Nyâya, y pueden hasta entrar todos en las subdivisiones del segundo de éstos, pramêya, o "lo que es objeto de prueba". El Vaishêsika considera seis padârthas, de los cuales, el primero se llama dravya; se traduce ordinariamente esta palabra por "sustancia", y se puede hacerlo en efecto, a condición de entender este térmi­no, no en el sentido metafísico o universal, sino exclusiva­mente en el sentido relativo en el que designa la función del sujeto lógico, y que es el que tiene igualmente en la concep­ción de las categorías de Aristóteles. El segundo padârtha es la cualidad, que es llamada guna, palabra que volvere­mos a encontrar a propósito del Sânkhya, pero aplicada de otro modo; aquí, las cualidades de que se trata son los atri­butos de los seres manifestados, lo que la escolástica llama "accidentes" considerándolos con relación a la sustancia o al sujeto de los cuales es el soporte, en el orden de la manifes­tación en modo individual. Si se transpusiesen estas mismas cualidades más allá de este modo especial para considerarlas en el principio mismo de su manifestación, se debería con­siderarlas como constitutivas de la esencia, en el sentido en que este término designa un principio correlativo y complementario de la sustancia, ya sea en el orden universal, o también, relativamente y por correspondencia analógica, en el orden individual; pero la esencia, aun individual, en la cual los atributos residen "eminentemente" y no "formal­mente", escapa al punto de vista del Vaishêsika, que está del lado de la existencia entendida en su sentido más estricto, y por ello los atributos no son verdadera­mente para él más que "accidentes". Hemos expuesto voluntariamente estas últimas concepciones en un lenguaje que debe hacerlas más particularmente comprensibles a los que están acostumbrados a la doctrina aristotélica y escolásti­ca; tal lenguaje es, en, este caso el menos inadecuado de los que el Occidente pone a nuestra disposición. La sus­tancia, en los dos sentidos de que es susceptible esta palabra, es la raíz de la manifestación, pero no está manifestada en sí misma, no lo está sino en y por sus atributos, que son sus modalidades, y que, inversamente, no tienen existencia real, según este orden contingente de la manifestación, sino en la sustancia y por la sustancia; es en ésta donde subsis­ten las cualidades, y es por ella que se produce la acción. El tercer padârtha es, en efecto, karma, o la acción; y la acción, cualquiera que sea su diferencia con relación a la cualidad, entra con ésta en la noción general de los atri­butos, porque no es otra cosa que una "manera de ser" de la sustancia; es ello lo indicado, en la constitución del len­guaje, por la expresión de la cualidad y de la acción bajo la forma común de los atributivos. Se considera que la acción consiste esencialmente en el movimiento, o más bien en el cambio, porque esta noción mucho más extendida, en la cual el movimiento no constituye más que una especie, es la que se aplica más exactamente aquí, y también a lo que presenta de análogo, la física griega. Se podría decir, por consecuencia, que la acción es para el ser un modo transito­rio y momentáneo, mientras que la cualidad es un modo relativamente permanente y estable en cierto grado; pero, si se considerase la acción en la integridad de sus consecuen­cias temporales y aun intemporales, esta misma distinción se borraría, como se podría preverlo observando que todos los atributos, cualesquiera que sean, proceden igualmente de un mismo principio, y esto lo mismo bajo el concepto de la sustancia que bajo el de la esencia. Podemos ser más breves sobre los tres padârthas que vienen enseguida y que representan, en suma, categorías de relaciones, es decir también ciertos atributos de las sustancias individuales y de los principios relativos que son las condiciones determinantes inmediatas de su manifestación. El cuarto padârtha es sâmânya, es decir, la comunidad de cualidades que, en los diversos grados de que es susceptible, constituye la superposición de los géneros; el quinto es la particularidad o la diferencia, llamada más especialmente vishêsha, y que es lo que pertenece en propiedad a una sustancia determinada; es por lo que se diferencia de todas las otras; en fin, el sexto es samavaya, la agregación, es decir la relación íntima de inherencia que une la sustancia y sus atributos, y que es ella misma un atributo de esta sustancia. El conjunto de estos seis padârthas, que comprenden así las sustancias y todos sus atributos, constituye bhâva o la existencia; en oposición correlativa está abhâva, o la no-existencia, de la que se hace algunas veces un séptimo padârtha, pero cuya concepción es puramente negativa: es propiamente la "privación" entendida en él sentido aristotélico.

     

    Por lo que hace a las subdivisiones de estas categorías, no insistiremos más que sobre las de la primera: son las modalidades y las condiciones generales de las sustancias individuales. Se encuentran aquí, en primer lugar, los cinco bhûtas o elementos constitutivos de las cosas corporales, enumerados a partir del que corresponde al último grado de este modo de manifestación, es decir según el sentido que corresponde propiamente al punto de vista analítico del Vaishêsika: prithwi o la tierra, ap o el agua, têjas, el fuego, vâyu o el aire, âkâsha o el éter; el Sânkhya, por el contrario, considera estos elementos en el orden inverso, que es el de su producción o de su derivación. Los cinco elementos se manifiestan respectivamente por las cinco cualidades sensibles que les corresponden y les son inherentes, y que pertenecen a las subdivisiones de la segunda categoría; son determinaciones sustanciales constitutivas de todo lo que pertenece al mundo sensible; sería gran error conside­rarlas como más o menos análogas a los "cuerpos simples", por lo demás hipotéticos, de la química moderna, y aun asimilándolas a los "estados físicos", según una interpretación bastante común pero insuficiente, de las concepciones cos­mológicas de los Griegos. Después de los elementos, la cate­goría de dravya comprende kâla, el tiempo, y dish, el espacio; éstas son las condiciones fundamentales de la exis­tencia corporal, y agregaremos, sin poder detenernos sobre ellas, que representan respectivamente, en este modo especial que constituye el mundo sensible, la actividad de los dos principios que, en el orden de la manifestación universal son designadas como Shiva y Vishnú. Estas siete subdivi­siones se refieren exclusivamente a la existencia corporal; pero, si se considera íntegramente a un ser individual tal como el ser humano, comprende, además de su modalidad corporal, elementos constitutivos de otro orden, y estos ele­mentos están representados aquí por las dos últimas subdivi­siones de la misma categoría, âtmâ y manas. El manas o, para traducir esta palabra por una de raíz idéntica, "lo mental", es el conjunto de las facultades psíquicas de or­den individual, es decir, de las que pertenecen al individuo como tal, y entre las cuales, en el hombre, la razón es el elemento característico; en cuanto a âtmâ, que se tradu­ciría muy mal por "alma", es propiamente el principio tras­cendente al cual se une la individualidad y que le es superior, principio al cual debe aquí ser restituido el intelecto puro, y que se distingue del manas, o más bien del conjunto compuesto por el manas y por el organismo corporal, como la personalidad, en el sentido metafísico, se distingue de la individualidad.

     

    En la teoría de los elementos corporales es donde aparece especialmente la concepción atomista: un átomo o un anu, es, por lo menos potencialmente, de la naturaleza de uno u otro de los elementos, y es por la unión de átomos de estas diferentes clases, bajo la acción de una fuerza "no perceptible" o adrishta, como se forman todos los cuerpos. Hemos dicho ya que esta concepción es expresamente contraria al Vêda, que afirma en cambio la existencia de cinco elementos; no hay, pues, ninguna solidaridad real entre ésta y aquélla. Es muy fácil hacer aparecer las contradicciones que son inherentes al atomismo, cuyo error fundamental con­siste en suponer elementos simples en el orden corporal, cuando todo lo que es cuerpo es necesariamente compuesto, siendo divisible siempre por el hecho mismo de que es exten­so, es decir sometido a la condición espacial; no se puede encontrar algo simple o indivisible sino cuando se sale de la extensión, esto es, de esa modalidad especial de manifestación que es la existencia corporal. Si se toma la palabra "átomo" en su sentido propio, el de "indivisible", lo que no hacen ya los físicos modernos, pero que hay que hacer aquí, se puede decir que un átomo, como debe ser sin partes, debe ser tam­bién sin extensión; ahora bien, una suma de elementos sin extensión no formará nunca una extensión; si los átomos son lo que deben ser por definición, es pues imposible que lleguen a formar los cuerpos. A este razonamiento bien conocido, y por otra parte decisivo, agregaremos también éste que Shankarâchârya emplea para refutar el atomismo11: dos co­sas pueden entrar en contacto por una parte de ellas mismas o por su totalidad; para los átomos, que no tienen partes, la primera hipótesis es imposible; no queda más que la segunda, lo que equivale a decir que el contacto o la agregación de dos átomos no se puede realizar sino por su coincidencia pura y simple, de donde resulta manifiestamente que dos átomos reunidos no son ya, en cuanto a la extensión, sino un solo átomo, y así sucesivamente de manera indefinida; así pues, como precedentemente, los átomos en número cualquiera no formarán nunca un cuerpo. De modo que, el atomismo no representa más que una imposibilidad, como lo habíamos indicado al precisar el sentido en que debe ser entendida la heterodoxia; pero, haciendo a un lado el atomismo, el punto de vista del Vaishêsika, reducido entonces a lo que tiene de esencial, es perfectamente legítimo, y la exposición que precede determina de manera suficiente su alcance y su significado.

    Capítulo XI: EL SÂNKHYA

     

    El Sânkhya se refiere también al dominio de la natu­raleza, es decir de la manifestación universal, pero, como lo indicamos ya, considerado esta vez sintéticamente a partir de los principios que determinan su producción y de donde to­ma toda su realidad. El desarrollo de este punto de vista, intermedio en cierto modo entre la cosmología del Vaishêsika y la metafísica, se atribuye al antiguo sabio Kapila; pero, a decir verdad, este nombre no designa a un personaje, y todo lo que sobre él se dice presenta un carácter puramente simbólico. En cuanto a la denominación del Sânkhya, ha sido diversamente interpretada; se deriva de sânkhya, que significa "numeración" o "cálculo", y también a veces "ra­zonamiento"; designa propiamente una doctrina que procede por la enumeración regular de los diferentes grados del ser manifestado, y es esto, en efecto, lo que caracteriza al Sânkhya, que puede resumirse todo entero en la distinción y la consideración de veinticinco tattwas o principios y ele­mentos verdaderos, que corresponden a estos grados jerarquizados. Colocándose en el punto de vista de la manifestación, el Sânkhya toma por punto de partida Prakriti o Pradhâna, que es la sustancia universal, indiferenciada y no-manifestada en sí, pero de la cual proceden todas las cosas por modificación; este primer tattwa es la raíz o mûla de la manifestación, y los tattwas siguientes representan sus modificaciones en diversos grados. En el primer grado está Buddhi, al que también se llama Mahat o el "gran principio", y que es el intelecto puro, trascendente con relación a los individuos; aquí estamos ya en la manifestación, pero estamos todavía en el orden universal. En el grado siguiente, por el contrario, encontramos la conciencia indi­vidual, ahankara, que procede del principio intelectual por una determinación "particularista", si es posible expre­sarse así, y que produce a su vez los siguientes elementos. Éstos son desde luego los cinco tanmâtras, determinaciones elementales incorpóreas y no-perceptibles, que serán los prin­cipios respectivos de los cinco bhûtas o elementos corpora­les; el Vaishêsika no tenía por qué considerar mas que estos últimos, y no los tanmâtras, cuya concepción no es necesaria sino cuando se quiere relacionar la noción de los elementos o de las condiciones de la modalidad corporal a los principios de la existencia universal. Enseguida vienen las facultades individuales, producidas por diferenciación de la conciencia de la que son como otras tantas funciones, y a las que se les considera como once, diez externas y una in­terna: las diez facultades externas comprenden cinco facul­tades de conocimiento, que, en el dominio corporal, son facultades de sensación, y cinco facultades de acción; la fa­cultad interna es el manas, a la vez facultad de conoci­miento y facultad de acción, que está unida directamente a la conciencia individual. En fin, encontramos los cinco elementos corporales, enumerados esta vez en el orden de su producción o de su manifestación: el éter, el aire, el fuego, el agua y la tierra; y se tienen así veinticuatro tattwas, que comprenden a Prakriti y a todas sus modificaciones.

     

    Hasta aquí, el Sânkhya no considera las cosas sino bajo el aspecto de la sustancia, entendida en el sentido universal; pero, así como antes lo indicamos, hay motivo para considerar correlativamente, como el otro polo de la manifestación, un principio complementario de éste, y que se puede llamar la esencia. A este principio es al que el Sânkhya da el nombre de Purusha o de Pumas, y que considera como un vigésimo quinto tattwa por completo independiente de los anteriores; todas las cosas manifestadas son producidas por Prakriti, pero sin la presencia de Purusha estas producciones no tendrían más que una exis­tencia puramente ilusoria. Al contrario de lo que piensan algunos, la consideración de estos dos principios no presenta el menor carácter dualista: no se derivan uno de otro y no son reductibles uno al otro, sino que los dos proceden del Ser universal, en el cual constituyen la primera de todas las distinciones. Por lo demás, el Sânkhya no tiene que ir más allá de esta misma distinción, y la consideración del Ser puro no entra en su punto de vista; pero, no siendo sistemático, deja posible todo lo que lo supera, y es por lo que de ningún modo es dualista. Para conectar esto con lo que hemos dicho a propósito del dualismo, agregaremos que la concepción occidental del espíritu y la materia no correspon­de a la distinción de la esencia y de la sustancia sino en un dominio muy especial y a título de simple aplicación particu­lar entre un sinfín de otras análogas e igualmente posibles; se ve por esto cuán lejos estamos ya de las limitaciones del pensamiento filosófico, sin estar todavía en el terreno de la metafísica pura.

    Hay que insistir un poco todavía sobre la concepción de Prakriti: posee tres gunas o cualidades constitutivas, que están en perfecto equilibrio en su indiferenciación pri­mordial; toda manifestación o modificación de la sustancia representa una ruptura de este equilibrio, y los seres, en sus diferentes estados de manifestación, participan de los tres gunas en grados diversos y, por decirlo así, según propor­ciones indefinidamente variadas. Luego estos gunas no son pues estados, sino condiciones de la existencia universal, a las cuales están sometidos todos los seres manifestados, y que hay que tener cuidado en distinguir de las condiciones especiales que determinan tal o cual estado o modo de la manifestación, como el espacio y el tiempo, que condicionan el estado corporal con exclusión de los otros. Los tres gunas son: sattwa, la conformidad a la esencia pura del Ser o Sat, que está identificada a la luz inteligible o al conocimiento, y representada como una tendencia ascendente; rajas, el impulso expansivo, según el cual el ser se desarrolla en un determinado estado y, en fin, tamas, la oscuridad, asimilada a la ignorancia, y representada como una tendencia descen­dente. Se puede comprobar cuán insuficientes son y hasta falsas las interpretaciones corrientes de los orientalistas, so­bre todo para los dos primeros de los cuales pretenden traducir las designaciones respectivas por "bondad" y "pasión", cuando no hay allí, evidentemente, nada de moral ni de psicológico. No podemos exponer aquí de manera más completa esta concepción muy importante, ni hablar de las aplicaciones diversas a las cuales da lugar, principalmente en lo que concierne a la teoría de los elementos; nos contenta­remos con señalar su existencia.

    Por otra parte, sobre el Sânkhya en general no tene­mos necesidad de insistir tan ampliamente como habría que hacerlo si no hubiésemos ya marcado, en una buena parte, los caracteres esenciales de este punto de vista al mismo tiem­po que los del Vaishêsika y por comparación con éste; pero nos quedan todavía algunos equívocos por disipar. Los orientalistas que toman al Sânkhya por un sistema filosófico lo califican de buena gana como doctrina materialista y atea; no hay ni que decir que es la concepción de Prakriti la que ellos identifican con la noción de materia, lo que es totalmente falso, y que, además, no tienen para nada en cuenta a Purusha en su interpretación de­formada. La sustancia universal es otra cosa que la materia, que no es en todo caso sino una determinación restrictiva y especializada de ella; tuvimos ya la ocasión de decir que la noción misma de materia, tal como está constituida entre los occidentales modernos, no existe entre los Hindúes, como no existió entre los mismos Griegos. No se ve lo que podría ser un "materialismo" sin la materia; el atomismo de los antiguos, aun en Occidente, si fue "mecanicista", no fue por ello "materialista", y conviene dejar a la filosofía moderna los rótulos que, habiendo sido inventados por ella, no po­drían realmente aplicarse fuera de ella. Por lo demás, aunque refiriéndose a la naturaleza, el Sânkhya, por la manera como la considera, no corre peligro ni siquiera de producir una tendencia al "naturalismo" como la que observamos a propósito de la forma atomista del Vaishêsika; a mayor abundamiento no puede ser de ningún modo "evolucionista", como algunos se lo han imaginado, y esto aun si se toma el "evolucionismo" en su concepción más general y sin hacer de él el sinónimo de un grosero "transformismo", esta confusión de puntos de vista es demasiado absurda para detenerse más sobre ella.

    En cuanto al reproche de "ateísmo", he aquí lo que hay que pensar de ello: el Sânkhya es nirishwara, es decir, que no hace intervenir la concepción de Ishwara o de la "personalidad divina"; pero si no se encuentra en él esta concepción, es que no tiene por qué encontrarse, dado el punto de vista de que se trata, como no se encuentra tampoco en el Nyâya ni en el Vaishêsika. El no estar comprendido en un punto de vista más o menos especial no se vuelve negación sino cuando este punto de visto pretende imponerse como exclu­sivo, es decir cuando se constituye en sistema, lo que no acontece aquí; podríamos preguntar a los orientalistas si la ciencia europea, bajo su forma actual, debe ser declarada esencialmente "atea" porque no hace intervenir la idea de Dios en su dominio, lo que no tiene por qué hacer tampoco, porque hay allí algo que está fuera de su alcance. Por lo demás, al lado del Sânkhya, del cual acabamos de hablar, existe otro darshana que se considera a veces como una segunda rama del Sânkhya, complementaria de la prece­dente, y que para distinguirla de ésta se califica entonces de sêshwara, como considerando por el contrario la con­cepción de Ishwara; este darshana, del cual nos vamos a ocupar, es el que se designa más habitualmente con el nombre de Yoga, identificando así la doctrina con el fin mismo que ella se propone expresamente.

    Capítulo XII: EL YOGA

     

    La palabra "yoga" significa propiamente "unión"; di­gamos de paso, aunque la cosa tiene en suma poca importan­cia, que no sabemos la razón para que buen número de autores euro­peos hagan femenina esta palabra, cuando es masculina en sánscrito. Lo que este término designa principalmente, es la unión efectiva del ser humano con lo Universal; aplicado a un darshana, cuya formulación en sûtras se atribuye a Patañjali, indica que este darshana tiene por objeto la realización de esta unión y contiene los medios de llegar a ella. Mientras que el Sânkhya es sólo un punto de vista teórico, aquí se trata esencialmente de realización, en el sentido metafísico que hemos indicado, aunque no lo piensen así los que quieren ver en él, ya sea una filosofía, como los orientalistas oficiales o ya como pretendidos "esoteristas" que se esfuerzan por reemplazar con ensoñaciones la doctri­na que les falta, "un método de desarrollo de los poderes la­tentes del organismo humano". El punto de vista en cues­tión se refiere a otro orden, incomparablemente superior al que se refieren interpretaciones de este género, y que escapa igualmente a la comprehensión de unos y otros; y esto es bas­tante natural, porque no hay nada análogo en Occidente que sea conocido.

    Desde el punto de vista teórico, el Yoga completa al Sânkhya introduciendo la concepción de Ishwara, que, siendo idéntico al Ser universal, permite la unificación, primero de Purusha, principio múltiple cuando se le consi­dera sólo en las existencias particulares, y, a continuación, de Purusha y de Prakriti, estando el Ser universal más allá de su distinción, puesto que es su principio común. Por otra parte, el Yoga admite el desarrollo de la naturaleza o de la manifestación tal como la describe el Sânkhya, pero tomándola como base de una realización que debe con­ducir más allá de esta naturaleza contingente, la considera en cierto modo en un orden inverso del de su desarrollo, y como en vía de retorno hacia su fin último, que es idéntico a su principio inicial. Con relación a la manifestación, el principio primero es Ishwara, o el Ser universal; esto no quiere decir que este principio sea absolutamente primero en el orden universal, puesto que hemos indicado la distinción fundamental que hay que hacer entre Ishwara, que es el Ser, y Brahma, que está más allá del Ser; pero, para los seres manifestados, Ia unión con el Ser universal puede consi­derarse que constituye como un estado necesario con vistas a la unión con el supremo Brahma. Por lo demás, la posibi­lidad de ir más allá del Ser, ya sea teóricamente, o bien en cuanto a la realización, supone la metafísica total, que el Yoga-Shâstra de Patañjali no tiene la pretensión de repre­sentar por sí solo. Como la realización metafísica consiste esencialmente en la identificación por el conocimiento, todo lo que no es el conocimiento mismo no tiene más que un valor de medios accesorios; así pues, el Yoga toma por punto de partida y medio fundamental lo que se llama êkâgrya, es decir, la "concentración". Esta concentración es, como lo confiesa Max Müller12, algo completamente extraño al espíritu occidental, acostumbrado a poner toda su atención en las cosas exteriores y a dispersarse en su multiplicidad indefinidamente cambiante; esta concentración se le ha vuelto casi imposible, y, sin embargo, es la primera y la más importante de todas las condiciones para una realización efectiva. La concentración puede tomar por sostén, sobre todo al princi­pio, un pensamiento cualquiera; un símbolo tal como una palabra o una imagen; pero, después, estos medios auxiliares se vuelven inútiles, lo mismo que los ritos y otras "ayudas" que pueden ser empleados juntamente con vistas al mismo objetivo. Es evidente, por lo demás, que este objeto no podría ser alcanzado sólo por los medios accesorios, extrínsecos al conocimiento, que acabamos de mencionar en último lugar; pero no es menos cierto que estos medios, sin tener nada de esencial, no son de ningún modo despreciables, porque pue­den tener una gran eficacia para facilitar la realización y conducir, si no a su término, por lo menos a sus estados preparatorios. Tal es la verdadera razón de ser de todo lo que está designado por el término de hatha-yoga, y que está destinado, por una parte, a destruir o más bien a "trans­formar" lo que, en el ser humano, supone un obstáculo a su unión con lo Universal, y, por otra, a preparar esta unión por la asimilación de ciertos ritmos, principalmente ligados a la regulación de la respiración; pero, por los motivos que hemos dado antes, no insistiremos sobre las modalidades de la realización. En todo caso, siempre hay que recordar que, de todos los medios preliminares, el conocimiento teórico es el único verdaderamente indispensable, y que después, en la realización misma, es la concentración la que más importa y de la ma­nera más inmediata, porque está en relación directa con el conocimiento, y, mientras que una acción cualquiera está siempre separada de sus consecuencias, la meditación o la contemplación intelectual, llamada en sánscrito dhyâna, lleva su fruto en sí misma; en fin, la acción no puede tener por efecto hacernos salir del dominio de la acción, lo que implica, en su fin verdadero, una realización metafísica. Solamente que se puede ir más o menos lejos en esta realización e incluso detenerse en la obtención de estados superiores, pero no defi­nitivos; es a estos grados secundarios a los que se refieren sobre todo las observancias especiales que prescribe el Yoga-shâstra; pero, en lugar de franquearlas sucesivamente, se puede también, aunque con más dificultad sin duda, superarlas de un solo golpe para alcanzar definitivamente el objeto final, y es esta última vía la que designa a menudo el término de râja-yoga. Sin embargo, esta expresión debe entenderse también, más estrictamente, del objeto mismo de la realización, cualesquiera que sean los medios o los modos particulares, que naturalmente deben adaptarse lo mejor que sea posible a las condiciones mentales y aun fisiológicas de cada uno; en este sentido, el hatha-yoga, en todos sus esta­dios, tiene por razón de ser esencial el conducir al râja-yoga.

    El Yogui, en el sentido propio de la palabra, es el que ha realizado la unión perfecta y definitiva; no se puede pues sin abuso aplicar esta denominación al que se entrega simplemente al estudio del Yoga como darshana, ni tampoco al que sigue efectivamente la vía de realización que está indicada en él, sin haber llegado todavía al fin supremo hacia el cual tiende. El estado del Yogui verdadero es el del ser que ha alcanzado y posee en pleno desarrollo las posibilidades más altas; todos los estados secundarios a los cuales hemos hecho alusión le pertenecen también al mismo tiempo y por esto mismo, pero por añadidura, se podría decir, y sin más importancia que la que tienen, cada uno en su rango, en la jerarquía de la existencia total de la cual son otros tantos elementos constitutivos. Se puede decir otro tanto de la po­sesión de ciertos poderes especiales y más o menos extraordi­narios, tales como los llamados siddhis o vibhûtis: muy lejos de tener que ser buscados por ellos mismos, estos poderes no constituyen más que simples accidentes, que depen­den del dominio de la "gran ilusión" como todo lo que es de orden fenoménico, y el Yogui no los ejerce sino en circunstancias del todo excepcionales; considerados de otro modo, no podrían ser más que obstáculos para la realización com­pleta. Se ve lo desnuda que está de fundamento la opinión vulgar que hace del Yogui una especie de mago, hasta de hechicero; de hecho, los que hacen alarde de ciertas facultades singulares, que corresponden al desarrollo de algunas posibilidades que no son, por lo demás, únicamente de orden "or­gánico" o "fisiológico", de ningún modo son Yoguis, sino hombres que, por una u otra razón, y generalmente por insuficiencia intelectual, se han detenido en una realización parcial e inferior, que no supera la extensión de que es susceptible la individualidad humana, y puede uno estar se­guro de que no irán jamás muy lejos. Por la realización metafísica verdadera, desprendida de todas las contingencias, por lo tanto esencialmente supra-individual, el Yogui deviene idéntico a este "Hombre universal" sobre el cual dijimos antes algunas palabras; pero, para extraer las consecuencias que esto encierra, necesitaríamos salir de los límites que nos hemos impuesto. Por otra parte, es sobre todo al hatha-yoga, es decir, a la preparación, a la que se refiere el darshana a propósito del cual hemos presentado estas breves consideraciones, destinadas sobre todo, en nuestra intención, a cortar por lo sano los errores más difundidos sobre este asunto; el resto, es decir, lo que concierne al fin último de la realización, debe ser remitido de preferencia a la parte puramente metafísica de la doctrina, que es el Vedanta.

    Capítulo XIII: LA MÎMÂNSÂ

     

    La palabra Mîmânsâ significa literalmente "reflexión profunda"; se aplica, de manera general, al estudio reflexivo del Vêda, que tiene por objeto determinar el sentido exac­to de la shruti y deducir las consecuencias que implica, ya sea en el orden práctico, o bien en el orden intelectual. Entendida así, la Mîmânsâ comprende los dos últimos de los seis darshanas, que son entonces designados como Pûrva-Mîmânsâ y Uttara-Mîmânsâ, es decir, la primera y la segunda Mîmânsâ, y que se refieren respectivamente a los dos órdenes que acabamos de indicar. A la primera Mîmânsâ se la llama también Karma-Mîmânsâ, como concer­niente al dominio de la acción, mientras que a la segunda se la llama Brahma-Mîmânsâ, porque se refiere esencial­mente al conocimiento de Brahma; hay que hacer notar que es el supremo Brahma, y no ya Ishwara, el que es conside­rado aquí, porque el punto de vista de que se trata es el de la metafísica pura. Esta segunda Mîmânsâ es propiamente el Vedanta; y, cuando se habla de la Mîmânsâ sin epí­teto, como lo hacemos en el presente capítulo, es siempre de la primera Mîmânsâ de la que se trata exclusivamente.

    La exposición de este darshana es atribuida a Jaimini, y el método que en ella se sigue es éste: las opiniones erró­neas sobre una cuestión son primero desarrolladas, luego refutadas, y la solución verdadera de la cuestión es dada finalmente como conclusión de toda esta discusión; este método de exposición presenta una analogía notable con el de la doctrina escolástica en la Edad Media occidental. En cuanto a la naturaleza de los asuntos tratados, está definida, al principio mismo de los sûtras de Jaimini, como un estudio que debe establecer las pruebas y las razones de ser del dharma, en su conexión con kârya o "lo que debe ser cumplido". Hemos insistido bastante sobre la noción de dharma, y sobre lo que hay que entender por la confor­midad de la acción al dharma, que es de lo que se trata precisamente aquí; recordaremos que la palabra karma tiene un doble sentido; en el sentido general, es la acción bajo todas sus formas, que es a menudo opuesta a jnâna o el conocimiento, lo que corresponde también a la distinción de los dos últimos darshanas; en el sentido especial y técnico, es la acción ritual, tal y como está prescrita en el Vêda, y este último sentido es naturalmente frecuente en la Mîmânsâ, que se propone dar las razones de estas prescripciones y precisar su alcance. La Mîmânsâ comienza por considerar los diversos pramânas o medios de prueba, que son los que han indi­cado los lógicos, además de otras fuentes de conocimiento de las cuales éstos no tenían que preocuparse en su do­minio particular; se podrían, por lo demás conciliar fácil­mente las diferentes clasificaciones de estos pramânas considerándolos simplemente como más o menos desarrollados y completos, porque no tienen nada de contradictorio. Se dis­tinguen enseguida varias clases de prescripciones o de órdenes, siendo la división más general la de la orden directa y la de la orden indirecta; la parte del Vêda que encierra los preceptos es llamada brâhmana, por oposición al mantra o fórmula ritual, y todo lo que está contenido en los textos védicos es mantra o brâhmana. Por lo demás, no hay mas que preceptos en el brâhmana, puesto que los Upanishads, que son puramente doctrinales, y que son el fun­damento del Vedanta, entran en esta categoría; pero el brâhmana practico, al cual se vincula sobre todo la Mîmânsâ, es el que indica la manera de realizar los ritos, las condiciones de esta realización, las modalidades que se aplican a las diversas circunstancias, y que explica el significado de los elementos simbólicos que entran en estos ritos y de los man­tras que conviene emplear en ellos para cada caso determi­nado. A propósito de la naturaleza y de la eficacia del man­tra, como también, de una manera más general, a propósito de la autoridad tradicional del Vêda y de su origen "no-humano", la Mîmânsâ desarrolla la teoría de la perpetuidad del sonido a la cual hemos hecho antes alusión, y, más precisamente, la de la asociación original y perpetua del so­nido articulado con el sentido del oído, que hace del lenguaje algo distinto a una convención más o menos arbitraria. Se encuentra en ella igualmente una teoría de la infalibilidad que debe ser concebida como inherente a la misma doctrina y que, consecuentemente, no pertenece de ningún modo a los individuos humanos; éstos no participan de ella sino en la me­dida que conozcan efectivamente la doctrina y la interpreten de manera exacta, y, todavía entonces, esta infalibilidad no debe ser referida a los individuos como tales, sino siempre a la doctrina que se expresa a través de ellos. Por eso, sólo los que conocen el Vêda integral están calificados para componer escritos tradicionales verdaderos, cuya autoridad es una participación de la de la tradición primordial, de la cual se deriva y en la cual tiene su fundamento exclusivo, sin que la individualidad del autor humano tenga en ella la menor parte; esta distinción de la autoridad fundamental y de la autoridad derivada en el orden tradicional es la de la shruti y de la smriti, que habíamos indicado ya a propósito de la "Ley de Manú". La concepción de la infalibilidad como inherente a la sola doctrina es, por lo demás, común a los hindúes y a los musulmanes; también es, en el fondo, la que el Catolicismo aplica especialmente al punto de vista re­ligioso, porque la "infalibilidad pontifical", si se la com­prende bien en su principio, aparece como esencialmente uni­da a una función, que es la interpretación autorizada de la doctrina, y no a una individualidad, que nunca es infalible fuera del ejercicio de esta función cuyas condiciones están rigurosamente determinadas.

     

    En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, con este darshana se relacionan más directamente las Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido antes; basta acudir a estas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el asunto actual. Así es como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y cómo dis­tingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que pertenece al Chhandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acep­ción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, observaciones sobre ciertas formas particulares que son empleadas en el Vêda y sobre los términos que en él tienen un sentido diferente de su sentido usual; hay que agregar, en muchas ocasiones, las interpretaciones eti­mológicas y simbólicas que son el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para deter­minar el tiempo en que se deben efectuar los ritos, y, en cuanto al kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que se refieren a su mismo cumplimiento. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurispru­dencia, y no hay motivo para asombrarse, puesto que, en la civilización hindú toda la legislación es esencialmente tra­dicional; se puede notar, por lo demás, cierta analogía en la manera como son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y aun hay identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de unos y otros. Esta semejanza sin duda que no es fortuita, pero no hay que ver en ella otra cosa que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto para reducir a su justo valor las pretensio­nes de los sociólogos, que, impulsados por la manía bastante común de reducir todo a su especialidad, se aprovechan de todas las semejanzas de vocabulario que pueden encon­trar, particularmente en el dominio de la lógica, para con­cluir en plagios hechos a las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudiesen existir independientemente de estas instituciones, que no represen­tan sin embargo, a decir verdad, más que una aplicación de ciertas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primacía del punto de vista social inventando lo que han llamado la "mentalidad prelógica"; pero esta extraña suposición, lo mismo que su concepción general de los "primitivos", no descansa sobre nada serio, incluso la contradice cuanto sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería rele­garla al dominio de la fantasía pura, con todos los "mitos" que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos de los cuales ignoran la verdadera mentalidad. Hay bastan­tes diferencias reales y profundas entre las maneras de pen­sar de cada raza y de cada época, sin necesidad de imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más de lo que las explican, y sin ir a buscar el llamado tipo pri­mordial de la humanidad en alguna población degenerada, que no sabe ya muy bien ella misma lo que piensa, pero que con seguridad jamás pensó lo que se le atribuye; sola­mente que, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del Occidente moderno, escapan también por completo a los sociólogos lo mismo que a los orientalistas.

     

    Volviendo a la Mîmânsâ después de esta digresión, señalaremos también una noción que desempeña en ella un papel importante: esta noción, designada por la pala­bra apûrva, es de las que son difíciles de explicar en las lenguas occidentales; vamos a intentar, sin embargo, hacer comprender en qué consiste y lo que encierra. Hemos di­cho en el capítulo precedente que la acción, aunque dife­rente del conocimiento en esto como en todo el resto, no lleva sus consecuencias en sí misma; en este aspecto, la oposición es, en el fondo, la de la sucesión y la de la simul­taneidad, y éstas son las condiciones mismas de toda acción que hacen que no pueda, producir sus efectos sino en modo sucesivo. Sin embargo, para que una cosa pueda ser causa, es necesario que exista actualmente, y por ello la verdadera relación causal no puede concebirse sino como una relación de simultaneidad: si se la concibiese como una relación de sucesión, habría un instante en el que algo que ya no existe más produciría algo que no existe todavía, suposición que es manifiestamente absurda. Por lo tanto, para que una acción, que no es en sí misma sino una mo­dificación momentánea, pueda tener resultados futuros y más o menos lejanos, se necesita que tenga, en el instante mismo en que se realiza, un efecto no perceptible en el presente, pero que, subsistiendo de manera permanente, por lo menos de modo relativo, producirá más tarde, a su vez, el resultado perceptible. Este efecto no perceptible, potencial en cierto modo, es llamado apûrva, porque es sobreaña­dido y no anterior a la acción; puede ser considerado, ya sea como un estado posterior de la acción misma, o bien como un estado antecedente del resultado, debiendo siempre el efecto estar contenido virtualmente en su causa, de la que no podría proceder de otro modo. Por lo demás, aunque fuera el caso en que cierto resultado parece seguir inmediatamente a la acción en el tiempo, la existencia intermedia de un apûrva no es menos necesaria, puesto que hay en él sucesión y no perfecta simultaneidad, y que la acción, en sí misma, está siempre separada de su resultado. De esta manera, la acción escapa a la instantaneidad, y aún, en cier­ta medida, a las limitaciones de la condición temporal; en efecto, el apûrva, germen de todas sus consecuencias futuras, como no está en el dominio de la manifestación cor­poral y sensible, está fuera del tiempo ordinario, pero no fuera de toda duración, porque pertenece también al orden de las contingencias. Ahora bien, el apûrva, puede, por una parte, permanecer unido al ser que ha realizado la acción, siendo desde entonces un elemento constitutivo de su individualidad considerada en su parte incorporal, don­de persistirá tanto como dure esta misma, y, por otra parte, salir de los límites de esta individualidad para entrar en el dominio de las energías potenciales del orden cósmico; en esta segunda parte, si se le representa, por una imagen sin duda imperfecta, como una vibración emitida en un determinado punto, esta vibración, después de propagarse hasta los confines del dominio que puede alcanzar, regresará en sentido inverso a su punto de partida, y esto, como lo exige la causalidad, bajo la forma de una reacción de la misma naturaleza que la acción inicial. Esto es, muy exac­tamente, lo que el Taoísmo, por su lado, designa como las "acciones y reacciones concordantes"; toda acción, y más generalmente toda manifestación, que es una ruptura de equilibrio, como lo dijimos a propósito de los tres gunas, necesita de la reacción correspondiente para restablecer éste equilibrio, y la suma de todas las diferenciaciones debe equi­valer siempre, finalmente a la indiferenciación total. Esto, donde se juntan el orden humano y el orden cósmico, com­pleta la idea que se puede uno formar de las relaciones del karma con el dharma; y hay que agregar inmediatamente que la reacción, que es una consecuencia natural de la acción, no es de, ningún modo una "sanción" en el sentido moral; no hay nada ahí sobre lo cual pueda hacer presa el punto de vista moral, y hasta, a decir verdad, este punto de vista podría nacer nada más que de la incomprehensión de estas cosas y de su deformación sentimental. Sea como fuere, la reacción, en su influencia de regreso sobre el ser que pro­dujo la acción inicial, recobra el carácter individual y aun temporal que no tenía ya el apûrva intermediario; si este ser no se encuentra -ya entonces- en el estado en que estaba primero, y que no era sino un modo transitorio de su manifestación, la misma reacción, pero despojada de las condiciones características de la individualidad origi­nal, podrá también alcanzarlo en otro estado de manifestación, por los elementos que aseguran la continuidad de este nuevo estado con el estado antecedente: es aquí donde se afirma el encadenamiento causal de los diversos ciclos de existencia, y lo que es verdadero para un ser determinado lo es también, según la analogía más rigurosa, para el conjunto de la manifestación universal. Si hemos insistido algo extensamente sobre esta explicación, no es simplemente porque suministra un ejemplo interesante de cierto género de teorías orientales, ni tampoco porque tendremos ocasión de señalar más adelante una interpretación falsa que se ha dado de ella en Occidente; es sobre todo, porque esto tiene un alcance efectivo de los más considerables, aun prácti­camente, por más que sobre este último punto conviene no apartarse de cierta reserva, y vale más contentarse con dar indicaciones muy generales, como aquí lo hacemos, dejando a cada uno el cuidado de extraer los desarrollos y las con­clusiones de acuerdo con sus facultades propias y sus tendencias personales.

     

    Capítulo XIV: EL VEDANTA

     

    Con el Vedanta estamos, como ya lo dijimos, en el dominio de la metafísica pura; es pues superfluo repetir que no se trata ni de una filosofía ni de una religión, aun­que los orientalistas quieran por fuerza ver en él una u otra, o aun, como Schopenhauer, una y otra a la vez. El nombre de este último darshana significa etimológicamente "fin del Vêda" y la palabra "fin" debe entenderse aquí en el doble sentido de conclusión y de término; en efecto, los Upanishads, sobre los cuales se basa esencialmente, forman la última parte de los textos védicos, y lo que en ellos se enseña, en la medida en que puede serlo, es el fin último y supremo del conocimiento tradicional todo entero, separado de todas las aplicaciones más o menos particulares y contingentes a las cuales puede dar lugar en diversos órdenes. La misma designación de los Upanishads indica que están destina­dos a destruir la ignorancia, raíz de la ilusión que en­vuelve al ser en los lazos de la existencia condicionada, y que realizan este efecto suministrando los medios para acer­carse al conocimiento de Brahma; si no es cuestión más que de acercarse a este conocimiento, es que, siendo rigu­rosamente incomunicable en su esencia, no puede ser alcan­zado efectivamente más que por un trabajo estrictamente personal, al cual ninguna enseñanza exterior puede reem­plazar por elevada y profunda que sea. La interpretación que acabamos de dar es la que recibe el asentimiento de todos los Hindúes competentes; sería evidentemente ridículo prefe­rir la conjetura sin autoridad de algunos autores europeos, que quieren que el Upanishad sea el conocimiento obtenido sentándose a los pies de un preceptor; por lo demás, Max Müller13, aun aceptando este último significado, se ve cons­treñido a reconocer que no indica nada verdaderamente característico, y que convendría lo mismo a no importa cuál de las otras partes del Vêda, puesto que la enseñan­za oral es su modo común de transmisión regular.

    El carácter incomunicable del conocimiento total y de­finitivo proviene de lo que hay de necesariamente inexpresable en el orden metafísico, y también de que este conoci­miento, para ser verdaderamente todo lo que debe ser, no se limita a la simple teoría; sino que lleva en sí mismo la realización correspondiente; por ello decimos que no es susceptible de ser enseñado sino en cierta medida, y se ve que esta restricción se aplica bajo el doble aspecto de la teoría y de la realización, por más que para esta última el obstáculo sea mucho más insuperable. En efecto, un simbo­lismo cualquiera puede siempre sugerir por lo menos posi­bilidades de concepción, aunque no se puedan expresar enteramente, y esto sin hablar de ciertos modos de transmi­sión que se efectúan fuera y más allá de toda representa­ción formal, modos cuya sola idea debe parecer demasiado inverosímil a un occidental para que sea necesario o simplemente posible insistir. Es verdad, por otra parte, que la comprehensión, aun teórica, y a partir de sus grados más elementales, supone un esfuerzo personal indispensable y está condicionada por las aptitudes receptivas especiales de aquel al que se comunica una enseñanza; es demasiado evi­dente que un maestro, por excelente que sea, no podría comprender en lugar de su discípulo, y que es a éste al que toca exclusivamente asimilarse lo que se pone a su alcance. Si así sucede, es porque todo conocimiento verdadero y verdaderamente asimilado es ya por sí mismo, no una realiza­ción efectiva sin duda, pero por lo menos una realización virtual, si se pueden unir estas dos palabras que aquí no se contradicen más que en apariencia; de otro modo, no se podría decir con Aristóteles que un ser "es todo lo que él conoce". En cuanto al carácter puramente personal de toda realización, se explica muy simplemente por esta observación, cuya forma es quizá singular, pero es por completo axiomática: que lo que un ser es, no puede ser sino él mismo quién lo es con exclusión de cualquier otro; si es nece­sario formular verdades tan inmediatas, es que éstas son precisamente las que se olvidan lo más a menudo y acarrean, por otro lado, más consecuencias de las que pueden creer los espíritus superficiales o analíticos. Lo que se puede enseñar, y eso incompletamente, no son más que los medios más o menos indirectos y mediatos de la realización metafísica, como lo indicamos a propósito del Yoga; y el primero de todos estos medios, el más indispensable, y aun el único absolutamente indispensable, es el conocimiento teórico. Sin embargo, conviene agregar que, en la metafísica total, la teoría y la realización no se separan jamás completamente; se puede comprobarlo a cada instante en los Upanishads, donde a menudo es muy difícil distinguir lo que se refie­re respectivamente a una y a otra, y donde, a decir ver­dad, las mismas cosas se refieren a las dos, según la ma­nera de considerarlas. En una doctrina que es metafísica­mente completa, el punto de vista de la realización actúa sobre la exposición misma de la teoría, que la supone al menos implícitamente y no puede nunca independizarse, porque la teoría, como no tiene en sí misma sino un valor de preparación, debe estar subordinada a la realización como el medio lo está al fin con vistas al cual fue instituido.

    Todas estas consideraciones son necesarias para comprender el punto de vista del Vedanta, o, mejor aún, su espíritu, puesto que el punto de vista metafísico, como no tiene ningún punto de vista especial, no puede ser llama­do así más que en un sentido del todo analógico; se aplicarían igualmente a cualquier otra forma de la cual puede estar revestida, en otras civilizaciones, la metafísica tra­dicional, puesto que ésta, por las razones que ya hemos precisado, es esencialmente una y no puede dejar de serlo. No se insistirá bastante sobre el hecho de que son los Upa­nishads los que, formando parte integrante del Vêda, representan aquí la tradición primordial y fundamental; el Vedanta, tal y como de él se desprende expresamente, fue coordinado sintéticamente, lo que no quiere decir sistematizado, en los Brahma-sûtras, cuya composición se atri­buye a Bâdarâyana; éste, por lo demás, ha sido identificado a Vyâsa, lo que es particularmente significativo para el que sabe cuál es la función intelectual que designa este nombre. Los Brahma-sûtras, cuyo texto es de extrema concisión, han dado lugar a muchos comentarios, entre los cuales los de Shankarâchârya y de Râmânuja son, con mucho, los más importantes; estos dos comentarios son rigurosamente ortodoxos uno y otro, a pesar de sus aparentes divergencias que no son en el fondo más que diferencias de adaptación; el de Shankarâchârya representa más especialmente la ten­dencia shaiva (shivaíta) y el de Râmânuja la tendencia vaishna­va (vishnuíta); las indicaciones generales que hemos dado a este res­pecto nos dispensarán de desarrollar esta distinción, que conduce por caminos que tienden hacia un fin idéntico.

    El Vedanta, por lo mismo que es puramente meta­físico, se presenta esencialmente como adwaita-vâda o "doctrina de la no-dualidad"; hemos explicado el sentido de esta expresión que diferencia el pensamiento metafísico del pensamiento filosófico. Para precisar su alcance tanto como es posible, diremos ahora que, mientras que el Ser es "uno", el Principio supremo, designado como Brahma, puede solamente ser denominado "sin-dualidad", porque estando más allá de toda determinación, aun de la del Ser, que es la primera de todas, no puede estar caracterizado por ninguna atribución positiva: así lo exige su infinitud, que es necesaria­mente la totalidad absoluta, comprendiendo en sí todas las posibilidades. No puede pues haber nada que esté realmente fuera de Brahma, porque esta suposición equivaldría a limitarlo; como consecuencia inmediata, el mundo, entendiendo por esta palabra, en el sentido más amplio del que es susceptible, el conjunto de la manifestación universal, no es distinto de Brahma, o por lo menos no se distingue de él sino en modo ilusorio. Sin embargo, por otra parte, Brahma es absolutamente distinto del mundo, puesto que no se le puede aplicar ninguno de los atributos determinativos que convienen al mundo, porque la manifestación universal toda entera es rigurosamente nula con respecto a su infinitud; y se notará que esta no-reciprocidad de relación trae consigo la condenación formal del "panteísmo", así como la de todo "inmanentismo". Por lo demás, el "panteísmo", por poco que se quiera guardar para esta denominación un sentido suficientemente preciso y razonable, es inseparable del "naturalismo", lo que equivale a decir que es claramente antimetafísico; es absurdo, pues, ver "panteísmo" en el Vedanta y, sin embargo, esta idea, por absurda que sea, es la que se forman lo más comúnmente los occidentales, aun especialistas: ¡he aquí con seguridad algo que se ha hecho para dar, a los orientales que saben lo que es realmente el "panteísmo", una alta idea del valor de la ciencia europea y de la perspicacia de sus representantes!

     

    Es evidente que no podemos dar ni siquiera una rápida ojeada de la doctrina en su conjunto; algunas de las cuestiones que en ella son tratadas, como, por ejemplo, la constitución del ser humano considerada metafísicamente, podrán ser objeto de estudios particulares. Nos detendremos solamente sobre un punto, concerniente al fin supremo, que se llama moksha o mukti, es decir, la "liberación", porque el ser que llega a él está liberado de los lazos de la existencia condicionada, en cualquier estado y bajo cual­quier modo que sea, por la identificación perfecta con lo Universal: es la realización de lo que el esoterismo musul­mán llama la "Identidad suprema", y es por ahí, y sólo por ahí, como un hombre se vuelve un Yogui en el verdadero sentido de esta palabra. El estado de Yogui no es, pues, lo análogo de un estado especial cualquiera, sino que con­tiene todos los estados posibles como el principio contiene todas sus consecuencias; el que llega a él es llamado tam­bién jîvan-mukta, es decir, "liberado en vida", por oposición al vidêha-mukta, o "liberado fuera de la forma", expresión que designa al ser para el que no se produce la realización, o más bien, de virtual que era, no se vuelve efectiva sino después de la muerte o la disolución del compuesto humano. Por lo demás, en un caso como en el otro, el ser es definitivamente liberado de las condiciones indivi­duales, o de todo lo que en su conjunto es llamado nâma y rûpa, el nombre y la forma, y aun de las condiciones de toda manifestación; escapa al encadenamiento causal in­definido de las acciones y reacciones, lo que no tiene lugar en el simple paso a otro estado individual, aunque ocupe un rango superior al estado humano en la jerarquía de los grados de la existencia. Es manifiesto, por lo demás, que la acción no puede tener consecuencias sino en el dominio de la acción, y que su eficacia se detiene precisamente donde cesa su influencia; la acción no puede pues tener por efec­to liberar de la acción y hacer obtener la "liberación"; así pues, una acción, cualquiera que ella sea, conducirá cuando mucho a realizaciones parciales, que corresponden a cier­tos estados superiores, pero todavía determinados y condicionados. Shankarâchârya declara expresamente que "el único medio de obtener la «liberación» completa y final es el conocimiento; la acción, que no se opone a la ignorancia, no puede alejarla, mientras que el conocimiento disipa la ignorancia como la luz disipa las tinieblas"14; y como la ignorancia es la raíz y la causa de toda limi­tación, cuando desaparece, la individualidad, que se ca­racteriza por sus limitaciones, desaparece por sí misma. Esta "transformación", en el sentido etimológico de "paso más allá de la forma", no cambia, por otro lado, nada a las apa­riencias; en el caso del jîvan-mukta, la apariencia indivi­dual subsiste naturalmente sin ningún cambio exterior, pero no afecta ya al ser que está revestido de ella, en cuanto éste sabe efectivamente que es ilusoria; sólo que, bien entendido, saber esto efectivamente es otra cosa que tener de ello una concepción puramente teórica. Después del pasaje que acabamos de citar, Shankarâchârya describe el es­tado del Yogui en la medida, por lo demás muy restrin­gida, en que las palabras puedan expresarlo o más bien indicarlo; estas consideraciones forman la verdadera con­clusión del estudio de la naturaleza del ser humano a la cual hicimos alusión, mostrándola como el fin supremo y último del conocimiento metafísico, las posibilidades más altas a las cuales este ser es capaz de llegar.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo XV: OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS SOBRE EL CONJUNTO DE LA DOCTRINA

     

    En esta exposición, que hemos querido hacer tan sintética como es posible, tratamos de indicar constantemente, al mismo tiempo que los caracteres distintivos de cada darshana, de qué manera se une éste a la metafísica, que es el centro común a partir del cual se desarrollan, en diversas direcciones, todas las ramas de la doctrina; esto nos su­ministró por lo demás la ocasión de precisar cierto número de puntos importantes relativos a la concepción de conjun­to de esta doctrina. A este respecto, hay que comprender bien que si el Vedanta es considerado como el último de los darshanas, porque representa el acabamiento de todo co­nocimiento, también es, en su esencia, el principio del que todo el resto se deriva y que no es nada más que su aplicación o su especificación. Si un conocimiento no dependiese así de la me­tafísica, carecería literalmente de principio, y, por conse­cuencia, no podría tener ningún carácter tradicional; ello es lo que crea la diferencia capital entre el conocimiento científico, en el sentido en el que se toma esta palabra en Occidente, y el que, en la India, corresponde a él lo menos inexactamente. Es manifiesto que el punto de vista de la cosmología no es equivalente al de Ia física moderna, así como el punto de vista de la lógica tradicional no equivale tampoco al de la lógica filosófica considerada, por ejemplo, a la manera de John Stuart Mill; ya hemos indicado estas distinciones. La cosmología, aun en los límites del Vaishêsika, no es una ciencia experimental como la física de hoy, en razón de su unión a los principios; es, como las otras ramas doctrinales, más deductiva que inductiva; la física cartesiana, es verdad, era también deductiva, pero cometió el gran error de no apoyarse, en materia de principios, sino sobre una simple hipótesis filosófica, y es lo que ocasionó su fracaso. La diferencia de método que acabamos de señalar y que traduce una diferencia profunda de concepción, existe tam­bién en las ciencias que son verdaderamente experimentales, pero que, siendo a pesar de esto mucho más deductivas de lo que son en Occidente, escapan a cualquier empirismo; sólo en tales condiciones estas ciencias tienen motivo para ser consideradas como conocimientos tradicionales, aun de im­portancia secundaria y de orden inferior. Aquí pensamos sobre todo en la medicina considerada como un Upavêda; y lo que decimos de ella vale igualmente para la medicina tradicional del Extremo Oriente. Sin perder nada de su ca­rácter práctico, esta medicina es algo mucho más exten­so que lo que estamos acostumbrados a designar por este nombre; además de la patología y de la terapéutica com­prende principalmente muchas consideraciones que la harían entrar en Occidente en la fisiología o hasta en la psicología, pero que, naturalmente, son tratadas de mane­ra muy distinta. Los resultados que tal ciencia obtiene en su aplicación pueden, en numerosos casos, parecer extraordi­narios a los que se hacen de ella una idea demasiado inexacta; creemos, por lo demás, que es extraordinariamente difícil a un occidental llegar a un conocimiento suficiente en este género de estudios, en los que se emplean otros medios de investigación que aquellos a los que está acostumbrado.

     

    Acabamos de decir que los conocimientos prácticos, aun cuando se unen a la tradición y en ella tienen su origen, no son sin embargo más que conocimientos inferiores; su derivación determina su subordinación, lo cual es estricta­mente lógico, y, por lo demás, los orientales, que por temperamento y por convicción profunda se preocupan muy poco de las aplicaciones inmediatas, nunca han pensado en trasladar al orden del conocimiento puro ninguna preocupación de interés material o sentimental, único ele­mento susceptible de alterar esta jerarquización natural y normal de los conocimientos. Esta misma causa de pertur­bación intelectual es también la que, generalizándose en la mentalidad de una raza o de una época, conduce principal­mente al olvido de la metafísica pura, a la cual sustituye ilegítimamente por puntos de vista más o menos especiales, al mismo tiempo que da nacimiento a ciencias que no dimanan de ningún principio tradicional. Estas ciencias son legítimas mientras se mantienen en justos límites, pero no hay que tomarlas por otra cosa que por lo que ellas son, es decir, conocimientos analíticos, fragmentarios y relati­vos; y así, al separarse radicalmente de la metafísica, con la cual su propio punto de vista no permite en efecto nin­guna relación, la ciencia occidental perdió necesariamente en alcance lo que ganó en independencia, y su desarrollo ha­cia las aplicaciones prácticas estuvo compensado por un empobrecimiento especulativo inevitable.

    Estas breves observaciones completan todo lo que ya hemos dicho sobre lo que separa profundamente los puntos de vista respectivos del Oriente y del Occidente: en Orien­te la tradición es verdaderamente toda la civilización, puesto que abarca, por sus consecuencias, todo el ciclo de los cono­cimientos verdaderos, de cualquier orden que sean, y todo el conjunto de las instituciones sociales; todo está in­cluido en ella en germen desde el origen, por el hecho mismo que ella asienta los principios universales de donde se derivan todas las cosas con sus leyes y sus condiciones, y la adapta­ción necesaria a una época cualquiera no puede consistir más que en un desarrollo adecuado, según un espíritu rigurosamente deductivo y analógico, de las soluciones y de las explicaciones que convienen de manera más especial a la men­talidad de esta época. Se concibe que, en estas condiciones, la influencia de la tradición tenga una fuerza a la cual no es posible sustraerse y que cualquier cisma, cuando se produce, termine inmediatamente en la constitución de una pseudo-tradición; en cuanto a romper abierta y definiti­vamente todo vínculo tradicional, ningún individuo tiene el deseo de hacerlo, así como tampoco la posibilidad. Esto permite comprender también la naturaleza y los caracteres de la enseñanza por la cual se transmite, con los principios, el conjunto de las disciplinas propias para asimilar e inte­grar todas las cosas a la intelectualidad de una civilización.

    Capítulo XVI: LA ENSEÑANZA TRADICIONAL

     

    Hemos dicho que la casta superior, la de los brahmanes, tiene por función esencial la de conservar y trans­mitir la doctrina tradicional; ésta es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina sobre la que reposa todo el orden social, que no podría encontrar en otra par­te los principios sin los cuales no hay nada estable ni du­rable. Ahí donde la tradición lo es todo, los que son los depositarios de ella deben lógicamente serlo todo; o por lo menos, como la diversidad de funciones necesarias al organismo social acarrea una incompatibilidad entre ellas y exige su realización por individuos diferentes, estos indivi­duos dependen todos esencialmente de los depositarios de la tradición, puesto que si no participasen efectivamente en ésta no podrían tampoco participar eficazmente en la vida colectiva; éste es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brahmanes. Ésta es también, al mismo tiempo, la explicación del apego profundo e indefectible que une el discípulo al maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente y del cual se buscaría en vano algo análogo en el Occidente moderno; la función del instructor es verdaderamente, en efec­to, una "paternidad espiritual", y por esto, el acto ritual y simbólico por el cual principia, es un nacimien­to, para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de "paternidad espiritual" la que expresa muy exactamente la palabra Gurú, que desig­na al instructor entre los Hindúes, y que tiene también el sentido de "antepasado"; es a esta misma idea a la que hace alusión entre los Arabes la palabra Shaij, que, con el sentido propio de "anciano", tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la "solidaridad de la raza" da al pensamiento correspondiente un matiz distinto y hace asimilar el papel del instructor al de un "hermano mayor", guía y apoyo natural de los que le siguen en la vía tradicional; y que no se tornará un "antepasado" sino después de su muerte; pero la expresión "nacer al conocimiento" es también, como por dondequiera, de uso corriente.

    La enseñanza tradicional se transmite en condiciones que están determinadas estrictamente por su naturaleza; para producir su pleno efecto, debe siempre adaptarse a las posibilidades intelectuales de cada uno de aquellos a los cuales se dirige, y graduarse en proporción a los resultados ya obtenidos, lo que exige por parte del que la recibe y que quiere ir más lejos, un esfuerzo constante de asimilación personal y efectiva. Son consecuencias inmediatas de la manera como es considerada toda la doctrina, y esto es lo que indica la necesidad de la enseñanza oral o directa, a la que nada puede suplir, y sin la cual, por lo demás, la conexión de una "filiación espiritual" regular y continua faltaría inevitablemente, fuera de ciertos casos muy excepcio­nales en los que la continuidad puede estar asegurada de otro modo, y de manera muy difícilmente explicable en lenguaje occidental para que nos detengamos sobre este pun­to. Sea como fuere, el oriental está al abrigo de esta ilusión, demasiado común en Occidente, que consiste en creer que todo se puede aprender en los libros, y que termina por poner la memoria en el lugar de la inteligencia; para él, los textos nunca han tenido más que el valor de un "apoyo", en el sentido en el cual ya hemos empleado a menudo esta palabra, y su estudio no puede ser más que la base para un desarrollo intelectual, sin confundirse jamás con este mismo desarrollo: esto reduce la erudición a su justo valor, colocándola en el rango inferior, único que le conviene normalmente, el de medio subordinado y accesorio del conocimiento verdadero.

     

    Hay también otro aspecto bajo el cual la vía orien­tal está en oposición absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente "esotérica", sino más bien "iniciática", se oponen evidentemente a toda difusión inconsciente, difu­sión más nociva que útil a los ojos de quien no se enga­ñe con ciertas apariencias. Desde luego, está permitido du­dar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo forma idéntica a individuos des­igualmente dotados, los más distintos en aptitudes y temperamento, como la que se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, sin duda el más imperfecto de todos, lo exige la manía igualitaria, que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, a los ojos de las gentes para quienes los "hechos" son la base de todo criterio, según el espíritu de la cien­cia experimental moderna, ¿habría, si no estuviesen comple­tamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más evidente que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Luego, hay otra ra­zón por la cual el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer difun­dir a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a to­da "vulgarización": y es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, con el pretexto de hacerla accesible; no le corresponde a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; toca a los indi­viduos elevarse, si pueden, a la aprehensión de la doctrina en su pureza integral. Éstas son las únicas condiciones posibles de formación de una "élite" intelectual, por una selección apropiada, deteniéndose cada uno necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio "horizonte men­tal"; y es también el obstáculo para todos los desórdenes que despierta, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orien­tales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconve­nientes muy reales de la "instrucción obligatoria", que de sus supuestos beneficios; y, a nuestro juicio, les sobra la razón. Habría que decir otras muchas cosas sobre la naturaleza de la enseñanza tradicional, que es posible considerar bajo aspectos más profundos aún; pero, como no tenemos la pretensión de agotar estas cuestiones, nos atendremos a es­tas observaciones, que se refieren más inmediatamente al punto de vista en el que nos hemos colocado aquí. Estas últimas consideraciones, lo repetimos, no sólo valen para la India, sino para todo el Oriente; parece pues que ha­brían debido encontrar sitio más apropiado en la segun­da parte de este estudio, pero hemos preferido exponerlas aquí, pensando que podrían ser comprendidas mejor des­pués de lo que teníamos que decir en particular de las doctrinas hindúes, que constituyen un ejemplo muy representativo de las doctrinas tradicionales en general. Antes de terminar, sólo nos queda por precisar, tan brevemente como sea posible, lo que hay que pensar de las interpretaciones occidentales de estas mismas doctrinas hindúes; y por lo de­más, para algunas de ellas, ya lo hicimos de manera casi suficiente, a medida que se presentó la oportunidad en todo el curso de esta exposición.

    CUARTA PARTE: LAS INTERPRETACIONES OCCIDENTALES

     

    Capítulo I: EL ORIENTALISMO OFICIAL

     

    Del orientalismo oficial diremos aquí poca cosa, porque ya señalamos, en muchas ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si lo hemos tenido así casi constantemente a la vista, cuando no nos he­mos preocupado en ningún caso de las otras interpretaciones oc­cidentales, es por presentarse al menos con una apariencia de seriedad que las otras no tienen, lo que nos obliga a esta­blecer una diferencia a su favor. No queremos de nin­gún modo discutir la buena fe de los orientalistas, que por lo general está fuera de duda, como tampoco la reali­dad de su erudición especial; lo que discutimos es su competencia para todo lo que va más allá del dominio de la simple erudición. Es necesario, por lo demás, rendir un homenaje a la modestia muy laudable con la cual algunos de ellos, teniendo conciencia de los límites de su verdadera com­petencia, rechazan entregarse a un trabajo de interpreta­ción de las doctrinas; pero, desgraciadamente, éstos son una minoría, y la mayor parte está constituida por los que, tomando la erudición por un fin en sí misma, como lo diji­mos al principio, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan derecho para hablar de toda clase de cosas. Creemos que no se es lo bastante severo con estos últimos, por los métodos que emplean y los resultados que obtienen, guardando respeto, como es natural, a las indi­vidualidades que pueden merecerlo en todos los aspectos, ya que son muy poco responsables de sus prejuicios y de sus ilusiones. El exclusivismo es una consecuencia natural de la pequeñez de miras, de lo que hemos llamado la "miopía intelectual", y este defecto mental parece tan incurable co­mo la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de ciertos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que se de uno cuenta, por más que sea necesario sin duda estar predispuesto. En estas condiciones no hay motivo para asombrarse de la hos­tilidad de la que da prueba la mayoría de los orientalistas contra los que no se someten a sus métodos ni adoptan sus conclusiones; éste no es más que un caso particular de las consecuencias que trae normalmente el abuso de la espe­cialización, y una de las innumerables manifestaciones de este espíritu "científico" que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Sólo que, a pesar de todas las excusas que se puedan encontrar para la actitud de los orientalistas, los pocos resultados de valor a que han dado cima en sus trabajos, desde el punto de vista especial de la erudición, que es el suyo, están muy lejos de compensar el mal que pueden hacer a la intelectualidad general, obstruyendo todas las otras vías, que podrían conducir mucho más lejos a los que fuesen capaces de seguirlas; dados los prejuicios del Occidente moderno, basta, para desviar de estas vías a casi todos los que se viesen tentados de seguirlas, declarar solemnemente que esto "no es científico", porque ello no está conforme con los métodos y las teorías acep­tadas y enseñadas oficialmente en las Universidades. En cuanto se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, no se pierde generalmente el tiempo en buscar responsabilidades; si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que éste es el caso aquí, habrá que esforzarse por destruirlas sin preocuparse de los que las emitieron o las defienden, y cuya honorabilidad de ningún modo es puesta en tela de juicio. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa con respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente que se combatan las teorías que son un obstáculo para ciertas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las cuales insistiremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como nos está prohibida toda preocupación de propaganda, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente en el terreno en que ellas se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad, restableciendo la verdad pura y simple, única que importa de manera esen­cial a los que pueden comprenderla. Ésta es la gran diferencia, sobre la cual no hay acuerdo posible con los especialistas de la erudición: cuando habla­mos de verdad, no entendemos simplemente por esto una verdad de hecho, que sin duda tiene su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que está expresado por ella. Por el contrario, los que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan de ningún modo de la verdad de las ideas en el fondo, no saben lo que es esto, ni siquiera sí existe, y no se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, fuera del caso muy especial en que se trate exclusivamente de verdad histórica. La misma tendencia se afirma, de igual modo, entre los historiadores de la filosofía: lo que les interesa no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; se trata únicamente de saber quién emitió esta idea, en qué términos la formuló, en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo hizo; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filo­sofía misma, que acaba así por perder lo poco de valor inte­lectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por otra parte, no hay ni que decir que tal actitud es todo lo que han establecido en su beneficio los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizá más completamente todavía que los otros. La voluntad bien determinada de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de tratar de desacreditarlo por todos los medios, encuentra su justificación en los mismos prejuicios que ciegan a las gentes de miras estrechas, y que las impulsan a negar todo valor a lo que no sale de su es­cuela; en esto también, no incriminamos su buena fe, sino que comprobamos simplemente el efecto de una tendencia muy humana, por la cual se está más persuadido de una cosa mientras más se tiene por ella un interés cualquiera.

     

     

    NOTA: En las tres primeras ediciones, este capítulo terminaba con el párrafo siguiente:

     

    Creemos haber dicho lo bastante para precisar nuestra posición con respecto al orientalismo oficial, de manera que no haya sitio para ningún equívoco, y para no permitir que se nos atribuyan otras intenciones que las que tenemos en realidad. Sin embargo, para terminar con este orientalismo, nos queda todavía por tratar un punto al que los recientes acontecimientos dan una especie de actualidad muy particular: queremos hablar de la influencia alemana, de la cual lleva la huella muy nítida, en el doble aspecto de los métodos que emplea y del espíritu mismo con el cual pretende inter­pretar las doctrinas, sobre todo cuando se trata especialmente de las doctrinas hindúes.

    Capítulo II: LA CIENCIA DE LAS RELIGIONES

     

    Es adecuado el decir aquí algunas palabras concernientes a lo que se llama la "ciencia de las religiones", porque aquello de lo que trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra "religión" no es tomada en el sentido exacto que nosotros le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece que fue el primero que dio su denominación a esta ciencia, o llamada tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la reli­gión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; esto le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan en absoluto con el punto de vista religioso, porque reconoce al menos con razón que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la "ciencia de las religiones", que pretende reunir bajo su mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero otras muchas confusiones han venido a agregarse a éstas, sobre todo desde que la erudición alemana introdujo en este dominio su temible aparato de exégesis, de "crítica de los textos" y de "hipercrítica"; más propia para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias.

     

    La pretendida "ciencia de las religiones" descansa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, por ejemplo, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el "naturalismo", en el cual, por el contrario, vemos nosotros una desviación que, dondequiera que se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones pri­mordiales y regulares; y, a fuerza de torturar los textos que no se comprenden, se acaba siempre por sacar de ellos alguna interpretación conforme con este espíritu "naturalista". Así es como fue elaborada toda la teoría de los "mitos", y principalmente la del "mito solar", el más fa­moso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Müller, que hemos tenido ya ocasión de citar en varias circunstancias porque es muy representativo de la mentali­dad de los orientalistas, y aún de los orientalistas alemanes, aunque hayan vivido en Inglaterra y escrito en inglés (*). Esta teoría del "mito solar" no es otra cosa que la teoría astro-mitológica emitida y sostenida en Francia, hacia el fin del siglo XVIII, por Dupuis y Volney15. Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción al Cristianismo, así como a todas las otras doctri­nas, y señalamos ya la confusión que implica esencialmente: en cuanto se observa en el simbolismo una correspondencia con ciertos fenómenos astronómicos, hay prisa en concluir que no hay allí más que una representación de estos fenómenos, cuando éstos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de otro orden, y la correspondencia obser­vada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar "naturalismo" por todas partes, y hasta sería asombroso que no se encontrara, desde el mo­mento que el símbolo, que pertenece por fuerza al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los "nominalistas" que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y así es cómo, los eruditos modernos, alentados por el prejuicio que les hace imaginarse a todas las civilizaciones como construidas sobre el tipo greco-romano, fabrican ellos mismos los mitos por incomprehensión de los símbolos, la cual es la única manera de que éstos puedan nacer.

    Se debe comprender por cuál motivo calificamos un estudio de este género de "pretendida ciencia", y por qué razón nos es del todo imposible tomarla en serio; hay que agregar también que, aparentando un aire de imparcialidad desinteresada, y os­tentando la necia pretensión de "dominar todas las doctrinas"16, lo cual rebasa la justa medida en este sentido, esta "ciencia de las religiones" es simplemente, la mayor parte del tiempo, un instrumento vulgar de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es la de servirse de ella contra la religión, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición con un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del "mé­todo histórico"; es el espíritu mismo de este método esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legitimo; y por ello a cuantos conceden un valor real al punto de vista religioso se les recusa como incompetentes. Sin embargo, entre los especialistas de la "ciencia de las religiones" hay algunos que, en apariencia por lo menos, no van tan lejos: son los que pertenecen a la tendencia, muy alemana también, del "Protestantismo liberal", pero éstos, conservando nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirlo a un simple "moralismo", lo que equivale de hecho a destruirlo por la doble supresión del dogma y del culto, en nombre de un racionalismo que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así pues, el resul­tado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de "moral independiente", por más que la intención esté quizá mejor disimulada; ésta no es, en suma, más que la terminación lógica de las tendencias que el espí­ritu protestante, que es también el espíritu germánico moderno, lleva en sí desde el principio. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desenmascarada, para hacer pene­trar este mismo espíritu, -bajo el nombre de modernismo- en el propio Catolicismo, y es también de Alemania de donde partió este movimiento, que se proponía reemplazar la reli­gión por una vaga "religiosidad", es decir por una aspiración sentimental que la "vida moral" basta para satisfacer, y que, para llegar a día, debía esforzarse por destruir los dogmas -aplicándoles la crítica- y constituyendo una teoría de su "evolución", es decir, sirviéndose siempre de esta misma arma de guerra que es la "ciencia de las religiones", que acaso no tuvo nunca otra razón de ser.

     

    Hemos dicho ya que el espíritu "evolucionista" es inhe­rente al "método histórico", y se puede ver una aplicación del mismo, entre otras muchas, en esta singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o que se supone religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las cuales las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que fue emitida en el domi­nio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábica, aglutinante y flexiva: ésta es una suposición del todo gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la cual los hechos son también claramente contrarios, dado que jamás se ha podido descubrir el menor indicio del paso real de una a la otra de estas formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos distintos a los cuales se unen respectivamente los diversos grupos lingüísticos, permane­ciendo cada uno siempre en el tipo al cual pertenece. Se puede decir lo mismo de otra hipótesis de orden más general, la que Auguste Comte formuló bajo el nombre de "ley de los tres estados", y en la cual transforma en estados sucesivos los dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se imaginó que todo conocimiento posible tenía exclusivamente por objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al solo conocimiento científico. Se ve que esta concepción caprichosa de Comte, que sin ser propiamente "evolucio­nista" tenía algo de este mismo espíritu, está emparentada con la hipótesis del "naturalismo" primitivo, puesto que en ella las religiones no pueden ser más que ensayos prematuros y provisionales, al mismo tiempo que una preparación indispensable de lo que será más tarde la preparación científica; y en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisio­nes, los tres grados, fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás generalmente conocida, pero hemos creído opor­tuno marcar la correlación, muy a menudo inadvertida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno.

     

    Para acabar de mostrar lo que hay que pensar de estas tres pretendidas fases de las concepciones religiosas recorda­remos ante todo lo que anteriormente dijimos: que no ha habido jamás ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los "mitos" que se unen a él tan estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, politeísmo y antropomorfismo no se generalizaron verdaderamente sino entre los Griegos y los Romanos, y en otras partes permanecieron en el dominio de los errores individuales. Toda doc­trina verdaderamente tradicional es, pues, en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una "doctrina de unidad", o también de "no-dualidad", que se vuelve monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo, es demasiado evidente que son puramente monoteístas. Aho­ra, por lo que se refiere al fetichismo, esta palabra de origen portugués significa literalmente "hechicería"; lo que de­signa no es, pues, religión o alguna cosa más o menos análoga, sino magia, y hasta de la clase más inferior. La magia no es de ningún modo una forma de religión, ya se la suponga primitiva o desviada, y tampoco es, como otros lo han sos­tenido, algo que se opone en su esencia a la religión, una especie de "contra-religión", si se puede emplear esta ex­presión; en fin, tampoco es de ella de donde surgieron a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas es­tas confusiones muestran que los que hablan de esto no saben de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al do­minio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; a ella corresponde el manejo de ciertas fuerzas, que en el Extremo Oriente son llamadas "influencias erran­tes", y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, no dejan de ser fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los otros. Esta ciencia es sin dudarlo susceptible de una base tradicional, pero, aun así, sólo tiene el valor de una aplicación contingente y secundaria; hay que agregar también, para estar al tanto de su importancia, que es generalmente desdeñada por los verdaderos poseedores de la tradición, los que, salvo en ciertos casos especiales y deter­minados, la abandonan a los juglares errantes, que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos se encuentran a menudo en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de "faqirs", es decir, "pobres" o "mendigos", y son hombres a quienes su incapa­cidad intelectual ha detenido en el camino de una realización metafísica; como ya lo hemos dicho, interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les conceden sus compatriotas. No queremos discutir de nin­gún modo la realidad de los fenómenos producidos así, aun­que a veces sólo sean imitados o simulados, en condiciones que suponen por otra parte un poder de sugestión poco común, junto al cual los resultados obtenidos por los occidentales que tratan de entregarse al mismo género de expe­rimentación, aparecen como despreciables e insignificantes, lo que discutimos es el interés de estos fenómenos, que son absolutamente independientes de la doctrina pura y de la realización metafísica que aquella admite. Éste es el momento de recordar que todo lo que proviene del dominio experimental nunca prueba nada, a menos que no sea ne­gativamente, y puede servir cuando mucho para ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, aun relativo, de una de sus aplicaciones parti­culares.

     

    Si hemos querido precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace desempeñar a ésta un papel considerable en cierta concepción de la "ciencia de las reli­giones", que es la llamada "escuela sociológica"; después de haber buscado largo tiempo, sobre todo para dar una expli­cación psicológica de los "fenómenos religiosos", se trata más bien ahora, en efecto, de dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de esto a propósito de la definición de religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vis­ta son tan falsos el uno como el otro, e igualmente inca­paces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón de la tradición en general. Auguste Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos con la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que ellos llaman "primitivos", cuando nosotros, por el contrario, los consideramos como degenerados. Si los salvajes hubiesen estado siempre en el estado inferior en que los vemos no podría explicarse que exista entre ellos una multitud de usos que ellos mismos no comprenden ya, y que, siendo muy diferentes de lo que se encuentra por dondequiera, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden ser considerados sino como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que debieron ser, en una antigüedad muy remota, hasta prehistórica, las de los pueblos de los que estos salvajes actua­les son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer en el terreno de los hechos y sin perjuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y a otros "observadores" analistas. Agrega­remos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite a menudo interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las cuales se li­gaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fueran reducidos al estado de "supersticiones"; de igual manera, la misma unidad permite también com­prender en una amplia medida las civilizaciones que sólo nos han dejado monumentos escritos o figurados: es lo que indicamos desde el principio, hablando de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos los que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que, tratando de obtener enseñanzas que valgan la pena, no se contentan con el punto de vista del todo exterior y superfi­cial de la simple erudición.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo III: EL TEOSOFISMO

     

    Si se debe, deplorando la ceguera de los orientalistas oficiales, respetar por lo menos su buena fe, no sucede lo mismo cuando se trata de los autores y propagadores de ciertas teorías de las que vamos a hablar ahora, y que no pueden tener por efecto más que desacreditar los estudios orientales y alejar de ellos a los espíritus serios pero mal informados, presentándolos como la expresión auténtica de las doctrinas de la India, un tejido de divagaciones y de absurdos, indignos sin duda de retener su atención. La difusión de estos desvaríos, por lo demás, no sólo tiene el inconveniente negativo, pero ya grave, que acabamos de se­ñalar; como la de muchas cosas análogas, es, además, eminentemente apropiado para desequilibrar los espíritus más dé­biles y las inteligencias menos sólidas que los toman en se­rio, y a este respecto constituye un verdadero peligro para la mentalidad en general, peligro cuya realidad testimonian demasiados ejemplos lamentables. Estas empresas son tanto menos inofensivas cuanto que los occidentales de hoy tienen una marcada tendencia a dejarse atrapar por todo lo que presenta apariencias extraordinarias y maravillosas; el desarrollo de su civilización en un sentido exclusivamente práctico, al quitarles toda dirección intelectual efectiva, abre el camino a todas las extravagancias pseudo-cientifícas y pseudo-metafísicas, por poco que parezcan aptas para satisfacer este sentimiento que desempeña en ellos un papel conside­rable, en razón de la ausencia misma de la intelectualidad verdadera. Además, el hábito de dar la preponderancia a la experimentación en el dominio científico, el de apegarse casi exclusivamente a los hechos y de atribuirles más valor que a las ideas, viene también a reforzar la posición de todos los que, para edificar las teorías más inverosímiles, pretenden apoyarse en fenómenos cualesquiera, verdaderos o supues­tos, a menudo mal comprobados, y en todo caso mal inter­pretados, y que tienen por esto mismo muchas más proba­bilidades de éxito entre el gran público que los que desean­do enseñar doctrinas serias y seguras se dirigen únicamente a la pura inteligencia. Ésta es la explicación muy natural de la concordancia, desconcertante a primera vista, que exis­te, como se puede comprobar en Inglaterra y sobre todo en América, entre el desarrollo exagerado del espíritu práctico y un despliegue casi indefinido de toda clase de locu­ras semirreligiosas, en las cuales la experimentación y el pseudo-misticismo de los pueblos anglosajones encuentran a la vez su satisfacción; esto prueba que, a pesar de las apariencias, la mentalidad más práctica no es la mejor equilibrada.

     

    En la misma Francia, el peligro que señalamos no es despreciable por ser menos visible; lo es tanto menos cuan­to que el espíritu de imitación del extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en ciertos medios y para hacerles encontrar en ellos los elementos materiales de una difusión más amplia aún, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para llegar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no per­miten guardar ningún miramiento a los que son la causa de él; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si hay que compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la mayoría de los que se com­placen en ellos, las gentes que conducen conscientemente esta clientela de cándidos y hacen que sirva a sus intereses, en cualquier orden que sea, sólo deben inspirar menosprecio. Hay por otra parte, en esta clase de cosas, varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre los mismos que las combaten por razones diversas, la mayoría están insuficientemente ar­mados y cometen la falta involuntaria, pero capital sin embargo, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos a menudo con las más laudables intenciones, pierden por esto casi todo su alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también en serio estas teorías; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, porque, dado el punto de vista especial en el cual se colocan, no se plan­tean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de cierta parte o de cierto aspecto de la mentalidad oriental, y es en esto que están engañados: por no conocer esta mentalidad, y con tanta mayor facilidad cuanto que no les parece en­contrar allí para ellos una competencia incómoda. Hay tam­bién a veces extrañas alianzas, principalmente en el terreno de la "ciencia de las religiones", de las que Burnouf da el ejemplo; quizá este hecho se explica simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía y aun de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. El que no quiera atenerse a las apariencias podría hacer observaciones muy curiosas y muy instructi­vas, en éste como en otros dominios, sobre la parte que es posible extraer a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que así parece, con vistas a la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan los que no son más que instrumentos más o menos conscientes; éstos son, en cierto modo, medios políticos; pero de una política un poco es­pecial y, por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, aun en el sentido más estrecho en que se la entiende por lo común, no es del todo extraña a las co­sas que consideramos en este momento.

     

    Entre las pseudo doctrinas que ejercen una influencia nefasta sobre porciones más o menos extensas de la menta­lidad occidental, y que, siendo de origen muy reciente, pue­den agruparse en su mayor parte bajo la denominación co­mún de "neo-espiritualismo"; las hay, como el ocultismo y el espiritismo por ejemplo, sobre las que no diremos nada aquí, porque no tienen ningún punto de contacto con los estudios orientales; de la que se trata más precisamente, y que no tiene de oriental más que la forma exterior bajo la cual se presenta, es la que llamaremos el "teosofismo". El empleo de esta palabra, a pesar de lo que tiene de inusitado, se justifica suficientemente por el cuidado de evitar con­fusiones; no es posible, en efecto, servirse en este caso de la palabra "teosofía", que existe desde hace largo tiempo para designar, entre las especulaciones occidentales, otra cosa mucho más respetable, cuyo origen debe buscarse en la Edad Media; aquí se trata únicamente de las concepciones que pertenecen en propiedad a la organización contemporá­nea que se intitula "Sociedad Teosófica", cuyos miembros son "teosofistas", expresión que por otra parte es de uso corriente en inglés, y no "teósofos". No podemos ni que­remos hacer aquí, ni siquiera someramente, la historia, sin embargo interesante bajo ciertos aspectos, de esta "Socie­dad Teosófica", cuya fundadora supo poner en juego, gracias a la influencia singular que ejerció en los que la rodea­ban, los conocimientos bastante variados que poseía, y que les faltan totalmente a sus sucesores; su pretendida doctrina, formada de elementos tomados en las fuentes más diversas, a menudo de valor dudoso, y unidos en un sincretismo con­fuso y poco coherente, se presentó al principio bajo la forma de un "Budismo esotérico" que, como ya lo indicamos, es puramente imaginario; terminó recientemente en un llama­do "Cristianismo esotérico" que no es menos caprichoso. Na­cida en América, esta organización, aunque aparecía como internacional, se volvió puramente inglesa por su dirección, excepto algunas ramas disidentes de muy pequeña importancia; a pesar de todos sus esfuerzos, apoyados por ciertas protecciones que le aseguran consideraciones políticas que no precisaremos, nunca ha podido reclutar más que un pequeño número de Hindúes descarriados, profundamente menospreciados por sus compatriotas, pero cuyos nombres pueden causar impresión a la ignorancia europea; por lo demás, se cree muy generalmente en la India que ésta no es más que una secta protestante de un género algo particular, asimilación que parecen justificar a la vez su personal, sus procedimientos de propaganda y sus tendencias "mo­ralistas", sin hablar de su hostilidad, ya solapada, ya violen­ta, contra todas las instituciones tradicionales. En el aspecto de las producciones intelectuales, han aparecido sobre todo, desde las indigestas compilaciones del principio, una mul­titud de relatos fantásticos, debidos a la "clarividencia" especial que se obtiene, según parece, por el "desarrollo de los poderes latentes del organismo humano"; ha habido también algunas traducciones bastante ridículas de textos sánscritos, acompañadas de comentarios y de interpretacio­nes más ridículas todavía, y que no se atreven a exponer demasiado públicamente en la India, donde se difunden de preferencia las obras que desnaturalizan la doctrina cris­tiana bajo el pretexto de exponer su pretendido sentido oculto; un secreto como ése, si realmente existiera en el Cristianismo, no se explicaría y no tendría ninguna razón de ser válida, porque es evidente que seria trabajo inútil el buscar profundos misterios en todas estas elucu­braciones "teosofistas".

     

    Lo que a primera vista caracteriza al "teosofismo", es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, en la que las palabras son tomadas a menudo en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no es asombroso, desde el momento en que sólo sirven para encubrir concepciones esencialmente occidentales, y tan ale­jadas como es posible de las ideas hindúes. Para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa "acción" como lo hemos dicho, es empleada constantemente en el sentido de "causalidad", lo cual es más que una inexactitud; pero lo más grave todavía, es que esta causalidad está con­cebida de manera muy especial, y que, por una falsa inter­pretación de la teoría del apûrva que expusimos a propósito de la Mîmânsâ, se llega a disfrazarla en una san­ción moral. Nos hemos explicado lo bastante sobre este particular para darnos cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación y, sin embargo, al reducirla a lo esencial, hacemos a un lado todos los absur­dos accesorios de los que está rodeada; sea como fuere, muestra cuánto se ha penetrado el "teosofismo" de esta sentimenta­lidad tan especial de los occidentales, y por lo demás, para ver hasta dónde llega el "moralismo" y el pseudo-misticis­mo, no hay más que abrir cualquiera de las obras en las que se expresan estas concepciones; y también cuando se examinan obras mas o menos recientes, se percibe que se van acentuando todavía más estas tendencias, quizá porque los jefes de la organización tienen una mentalidad cada vez más mediocre, pero quizá también esta orientación es verdaderamente la que responde mejor al fin que se pro­ponen. La sola razón de ser de la terminología sánscrita en el "teosofismo" es la de dar a lo que hace las veces de doctri­na (porque no consentimos en llamar a esto una doctrina) una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y seducir a algunos de entre ellos, que aman el exotismo en la forma, pero que en cuanto al fondo, se quedan muy satisfechos con volver a encontrar ahí concepciones y aspiraciones conformes a las suyas, y que serían incapaces de com­prender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente entre las que se llaman "gentes mundanas", es bastante comparable al de los filóso­fos que experimentan Ia necesidad de emplear palabras ex­traordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo.

     

    El "teosofismo" concede una importancia considerable a la idea de "evolución", lo cual es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al cual está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de "reencarnación". Esta última concepción parece que nació entre ciertos soñadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para los cuales estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente desagradable a sus ojos, aunque es muy natural en el fondo, y que, para el que comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la naturaleza de las diferencias individuales, no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del "evolucionismo", no explican nada realmente, y, aun remontando la dificultad, indefinidamente si se quiere, la dejan subsistir finalmente toda en­tera, si es que hay dificultad en ello; y, si no la hay, son perfectamente inútiles. Por lo que hace a la pretensión de hacer remontar la concepción reencarnacionista a la antigüedad, no descansa sobre nada, si no es sobre la incom­prehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde nació una grosera interpretación de la "metempsicosis" pitagórica en el sentido de una especie de "transformismo psíquico"; de igual modo se han podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino tam­bién en el Budismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en la que cada estado tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de los otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y la existencia terrestre, o aún, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una infinidad de otros. La ver­dadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero hemos tenido por fuerza que hacer alguna alusión a ella, principalmente a propósito del apûrva y de las "acciones y reacciones concordantes". En cuanto al "reencarnacionismo", que no es más que una necia caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizá algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, se oponen a ella unánime­mente; su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, porque admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir a negar el Infinito, y esta negación es, en sí misma, contradictoria en sumo grado. Conviene dedicarse especialmente a combatir la idea de reencarnación, primero porque es absolutamente con­traria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y luego por otra razón de orden más contingente, la de que esta idea, popularizada sobre todo por el espiri­tismo, la menos inteligente de todas las escuelas "neo-espiritualistas", y al mismo tiempo la más difundida, es una de las que contribuyen con más eficacia a este trastorno mental que señalamos al principio del presente capítulo, y cuyas víctimas son desgraciadamente mucho más numero­sas de lo que pueden pensar los que no están al corriente de estas cosas. No podemos naturalmente insistir aquí sobre ese punto de vista; pero, por otro lado, hay que agre­gar también que mientras los espiritistas se esfuerzan por demostrar la pretendida "reencarnación", así como la in­mortalidad del alma, "científicamente", es decir por la vía experimental, que es incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayoría de los "teosofistas" parecen ver en ella una especie de dogma o de artículo de fe que hay que admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar para dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Esto prueba muy claramente que se trata de cons­tituir una pseudo-religión, en competencia con las religiones verdaderas del Occidente, y sobre todo con el Catolicismo, porque, en lo que hace al Protestantismo, se acomoda muy bien con la multiplicidad de las sectas, que engendra aun espontáneamente, por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudo-religión "teosofista" trata actualmente de darse una forma definida tomando por punto central el anuncio de la venida inminente de un "gran ins­tructor", al que sus profetas presentan como el Mesías futuro y como una "reencarnación" del Cristo: entre las transfor­maciones diversas del "teosofismo", ésa, que alumbra singularmente su concepción del "Cristianismo esotérico", es la última en fecha, al menos hasta hoy, pero no es la menos significativa.

    Capítulo IV: EL VEDANTA OCCIDENTALIZADO

     

    Nos falta mencionar todavía, en un orden de ideas que está en mayor o menor conexión con el orden al cual perte­nece el "teosofismo", ciertos "movimientos" que, por ha­ber tenido su punto de partida en la misma India, no dejan de ser por esto de inspiración por completo occidental, y en los cuales hay que conceder una parte preponderante a esas influencias políticas a las que ya hicimos alusión en el ca­pítulo precedente. Su origen remonta a la primera mitad del siglo XIX, época, en la que Râm Mohun Roy fundó el Brahma-Samâj o "Iglesia hindú reformada", cuya idea le fue sugerida por misioneros anglicanos, y en la que se organizó un "culto" exactamente copiado sobre el plan de los servicios protestantes. Nunca había habido, hasta ese momento, algo a lo que se pudiera aplicar una denominación tal como la de "Iglesia hindú" o de "Iglesia brahmánica", porque seme­jante asimilación no era posible ni por el punto de vista esencial de la tradición hindú, ni por el modo de organi­zación que le corresponde; fue, en efecto, la primera tenta­tiva para hacer del Brahmanismo una religión en el sentido occidental de esta palabra, y, al mismo tiempo, se quiso hacer una religión, animada de tendencias idénticas a las que caracterizan al Protestantismo. Este movimiento "re­formador" fue, como era natural, fuertemente estimulado y sostenido por el gobierno británico y por las sociedades de misiones anglo-indias; pero era demasiado manifiestamente antitradicional y demasiado contrario al espíritu hindú para que pudiera tener buen éxito, y no se vio en él más que lo que es en realidad, un instrumento de la dominación extranjera. Por lo demás, por el efecto inevitable de la introducción del "libre examen", el Brahma­-Samâj se subdividió bien pronto en múltiples "Iglesias", como el Protestantismo al cual se aproximaba siempre más y más, hasta el punto de merecer el calificativo de "pie­tismo"; y, después de vicisitudes que es inútil recordar, aca­bó por extinguirse casi por completo. Sin embargo, el espíritu que había presidido a la fundación de esta organiza­ción no debía limitarse a una sola manifestación, y se in­tentaron otros nuevos ensayos análogos a medida de las cir­cunstancias, y generalmente sin mayor éxito; citaremos solamente el Arya-Samâj, asociación fundada hace medio siglo por Dayânanda Saraswatî, que algunos llamaron el "Lutero de la India" y que estuvo en relaciones con los fundadores de la Sociedad Teosófica. Lo que hay que notar es que, aquí como en el Brahma-Samâj, la tendencia antitradicional tomó por pretexto un retorno a la simplicidad primitiva y a la doctrina pura del Vêda; para juzgar esta pretensión, basta saber cuán extraño es al Vêda el "moralismo", preocupación dominante de todas estas organizaciones; pero el Protestantismo pretende tam­bién restaurar el Cristianismo primitivo en toda su pu­reza, y hay en esta similitud algo más que una simple coin­cidencia. Tal actitud no carece de habilidad para hacer aceptar las innovaciones, sobre todo en un medio fuerte­mente apegado a la tradición, con la cual sería imprudente romper muy abiertamente; pero si se admitiesen verda­dera y sinceramente los principios fundamentales de esta tradición, se deberían admitir también, por esto mismo, todos los desarrollos y todas las consecuencias que se derivan de ella regularmente; es lo que no hacen los llamados "refor­madores", y por ello, cuantos tienen el sentido de la tradición ven sin dificultad que la desviación real no está de ningún modo del lado donde aquellos afirman que se en­cuentra.

    Râm Mohun Roy se dedicó particularmente a interpre­tar el Vedanta conforme a sus propias ideas, aunque in­sistiendo con razón sobre la concepción de la "unidad divina", que ningún hombre competente había objetado jamás, pero que expresó en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizó bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que se habían vuelto los suyos, e hizo algo que acabó por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una especie de "deísmo" vestido de una fraseología oriental. Tal interpretación está pues, en su espíritu mismo, lo más lejos posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa ya más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es el único fin ver­dadero de la doctrina toda entera. Éste fue el prototipo de las deformaciones del Vedanta, porque debían pro­ducirse otras en lo sucesivo; y siempre en el sentido de un acercamiento con el Occidente, pero de un acercamiento en el cual el Oriente haría todo el gasto, con gran detri­mento de la verdad doctrinal; empresa verdaderamente in­sensata y diametralmente contraria a los intereses intelec­tuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, porque las cosas de este género le parecen del todo despreciables. Dentro de la lógica, no es al Oriente al que corresponde acercarse al Occidente siguiéndolo en sus desviaciones men­tales, como tratan de obligarlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda especie que le manda Euro­pa; toca al Occidente volver, por el contrario, cuando lo quiera y lo pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que el Oriente, por su parte, no se ha apartado jamás; y ese día el acuerdo se realizará por sí mismo, como por acrecentamiento, sobre todos los puntos secundarios que no provienen más que del orden de las contingencias.

    Para volver a las deformaciones del Vedanta, si casi nadie en la India les concede importancia, como lo dijimos hace poco, es necesario, sin embargo, hacer una excepción para algunas individualidades que tienen en ello un interés especial, en el cual la intelectualidad no tiene ni la más mínima parte; hay, en efecto, algunas de estas deformaciones, cuyas razones fueron exclusivamente políticas. No referiremos aquí por qué serie de circunstancias tal Mahârâja usurpador, perteneciendo a la casta de los shûdras, fue conducido, para obtener el simulacro de una investidura tradicional imposible, a desposeer de sus bienes a la escuela auténtica de Shankarâchârya, y a instalar en su lugar otra escuela re­vistiéndose falsamente del nombre y de la autoridad del mismo Shankarâchârya, y dando a su jefe el título de "instructor del mundo" que no pertenece legítimamente más que al único verdadero sucesor espiri­tual de éste. Esta escuela, naturalmente, sólo enseña una doctrina disminuida y parcialmente heterodoxa; para adap­tar la exposición deI Vedanta a las condiciones actuales, pretende apoyarse en las concepciones de la ciencia occiden­tal moderna, que no tiene nada que ver con este dominio; y, de hecho, se dirige sobre todo a los occidentales, de los cuales varios hasta han recibido de ella el título honorífico de Vêdânta-bhûshana u "ornamento del Vedanta", lo cual no carece de cierta ironía.

     

    Otra rama más completamente desviada todavía, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fun­dada por Vivêkânanda, discípulo infiel del ilustre Râma­krishna, y que ha reclutado sobre todo adherentes en Amé­rica y en Australia, donde sostiene "misiones" y "templos". El Vedanta se ha vuelto en ella lo que Schopenhauer creyó ver en él, una religión sentimental y "consoladora", con una fuerte dosis de "moralismo" protestante; y bajo esta forma aminorada, se acerca extrañamente al "teoso­fismo", del cual es más bien aliado natural que rival o competidor. El sesgo "evangélico" de esta pseudo-religión le asegura cierto éxito en los países anglosajones, y, hecho que muestra hasta donde va su sentimentalismo, la mayoría de su clientela está formada por el elemento femenino, en el cual se encuentran también los agentes más ardorosos de su propaganda, porque, bien entendido, la tendencia del todo occidental al proselitismo reina con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nom­bre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estricta­mente necesario para atraer a los curiosos y a los amantes de un exotismo de la calidad más mediocre. Surgido de esta extravagante invención americana, de inspiración también muy protestante, que se intitula el "Parlamento de las religiones", y tanto más adaptado al Occidente cuanto más pro­fundamente desnaturalizado estaba, tal sedicente Vedan­ta, que no tiene por así decirlo nada ya en común con la doctrina metafísica por la cual quiere hacerse pasar, no merece que nos detengamos en él más tiempo; pero queríamos por lo menos señalar su existencia, como la de las otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían intentar los que las conocen y también porque, para los que no las conocen, es bueno que estén informados un poco sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que parecen a primera vista.

    Capítulo V: ÚLTIMAS OBSERVACIONES

     

     

    Al hablar de las interpretaciones occidentales nos he­mos atenido voluntariamente a las generalidades, tanto como hemos podido, para no agitar cuestiones de personas, a menudo irritantes y, por otra parte, inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver el esfuerzo que tiene que ha­cer la mayoría de los occidentales para comprender que las consideraciones de este orden no prueban nada absolutamente ni en pro ni en contra del valor de una concepción cual­quiera; esto demuestra hasta qué grado llevan el individualismo intelectual lo mismo que el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuánto lugar ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debe­ría ser la historia de las ideas, y qué común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre pro­pio o una fecha, se posee por esto mismo un conocimiento real; y ¿cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se llega a considerarlas simplemente como la inven­ción y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influido y hasta dominado por toda clase de preocupaciones morales y sentimentales, es muy na­tural que la apreciación de estas ideas, que no son consideradas ya en sí mismas y por ellas mismas, esté afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al cual se le atribuyen; en otros términos, se trasladará a las ideas la simpatía o la antipatía que se experimenta por el que las concibió, como si su verdad o su falsedad pudieran depender de semejantes contingencias. En estas con­diciones se admitirá también quizá, aunque con cierta pena, que un individuo perfectamente honorable haya podido for­mular o sostener ideas más o menos absurdas; pero en lo que no se querrá consentir jamás es que otro individuo, al que se juzga despreciable, tenga por lo menos un valor inte­lectual o aun artístico, genio o solamente talento en un punto de vista cualquiera; y sin embargo casos así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento es éste, caro a los partidarios de la "instrucción obligatoria", según la cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido en llamar moralidad; y el mismo prejuicio está en el fondo de los cambios de opinión que se han podido comprobar recientemente a propósito del valor de la filosofía y de la erudición alemanas, como ya lo dijimos. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué razón un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué motivo le sería imposible a un hombre servirse de su inteli­gencia o de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que por el contrario acontece muy a menudo; tampoco se ve cómo la verdad de una concepción dependería de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicó­logos hayan creído poder hablar de una "lógica de los sentimientos". Los pretendidos argumentos en que se hacen intervenir las cuestiones de personas son pues del todo insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio en el cual el sentimiento desempeña un gran papel, se comprende hasta cierto punto, por más que se abuse de esto a menudo, y que se les haga poco honor a las gentes al dirigirse así exclusivamente a su sensibilidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, esto es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en esto, porque esta tendencia es muy común en Occidente, y porque, si no ex­plicásemos nuestras intenciones, algunos podrían hasta sen­tirse tentados de reprocharnos como una falta de precisión y de "referencias" una actitud que, por nuestra parte, está perfectamente reflexionada y determinada.

     

    Por lo demás, creemos haber respondido suficientemen­te por anticipado a la mayoría de las objeciones y de las críticas que se nos puedan dirigir; esto no impedirá sin duda que nos las hagan a pesar de todo, pero los que las hagan probarán sobre todo, con esto su incomprehensión. Así, pues, se nos reprochará tal vez el no someternos a ciertos métodos reputados de "científicos", lo que sería sin embargo de la mayor inconsecuencia, puesto que estos métodos, que no son en verdad más que "literarios", son los mismos cuya insuficiencia hemos tratado de hacer ver, y que, por razones de principio que hemos expuesto, estimamos impo­sible e ilegítima su aplicación a las cosas de que aquí se trata. Sólo que, la manía de los textos, de las "fuentes" y de la bibliografía está de tal modo difundida en nues­tros días, toma de tal modo el sesgo de un sistema, que muchos, sobre todo entre los "especialistas", experimenta­rán un verdadero malestar al no encontrar nada de esto, como acontece siempre en casos análogos a los que sufren la tiranía de un hábito; y, al mismo tiempo, no comprenderán sino muy difícilmente, si es que llegan a comprenderla, y si consienten en darse este trabajo, la posibilidad de emplazarse, como lo hacemos, en un punto de vista dis­tinto al de la erudición, que es el único que ellos no han considerado nunca. De modo que no es a estos "especialis­tas" a los que pretendemos dirigirnos particularmente, sino más bien a los espíritus menos estrechos, más despojados de cualquier prejuicio, y que no llevan la huella de esta deformación mental que produce inevitablemente el uso exclusivo de ciertos métodos, deformación que es una ver­dadera enfermedad y que nosotros hemos llamado "miopía intelectual". Sería comprendernos mal el tomar esto co­mo un llamamiento al "gran público", en cuya competen­cia no tenemos la menor confianza, y, por otra parte, sen­timos horror de todo lo que se parece a la "vulgarización", por motivos que indicamos ya; pero no cometemos la falta de confundir la verdadera "élite" intelectual con los eru­ditos de profesión, y la facultad de comprehensión amplia vale incomparablemente más, a nuestros ojos, que la eru­dición, que no puede ser más que un obstáculo en cuanto se vuelve una "especialidad", en lugar de ser, como seria lo normal, un simple instrumento al servicio de esta com­prehensión, es decir, del conocimiento puro y de la verda­dera intelectualidad.

     

    Mientras tratamos de explicarnos sobre posibles críti­cas, debemos señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de detalle que podría prestarse a ellas: no hemos creído necesario limitarnos a seguir, para los términos sáns­critos que teníamos que citar, la transcripción extraña y complicada que se usa ordinariamente entre los orientalis­tas. El alfabeto sánscrito tiene muchos más caracteres que los alfabetos europeos, y se está naturalmente forzado a representar varias letras distintas por una sola y misma le­tra, cuyo sonido es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables, pero que escapan a los recursos de pronunciación muy restringidos de que dis­ponen las lenguas occidentales. Ninguna transcripción pue­de ser verdaderamente exacta, y lo mejor sería sin duda abstenerse de ella; pero además de que es casi imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres sánscri­tos de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad del todo inútil para quienes no los conocen, y que no son por ello menos aptos que otros para compren­der las doctrinas hindúes; por otra parte, hay también "es­pecialistas" que, por inverosímil que esto parezca, no saben servirse más que de transcripciones para leer los textos sáns­critos, y existen ediciones hechas bajo esta forma para ellos. Sin duda, es posible remediar en cierta medida, por medio de algunos artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del demasiado pequeño número de letras de que se compone el alfabeto latino; es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible, porque implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera te­nido aquí alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar otro modo que fuese preferible, desfigurando me­nos las palabras y acercándose más a su pronunciación real. Sin embargo, como los que tienen algún conocimiento del sánscrito no deben encontrar ninguna dificultad para restablecer la ortografía exacta, y como los otros no tienen nin­guna necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, única que importa verdaderamente en el fondo, pensamos que no había serios inconvenientes en dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción que nos parecía a la vez la más simple y la más conforme a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a quienes les interesen particularmente los detalles relativos a estas co­sas. Sea como fuere, debíamos por lo menos esta explicación a los espíritus analíticos, prontos siempre a las argucias, como una de las raras concesiones que nos fuera posible hacer a sus hábitos mentales, concesión apetecida siempre por la cortesía de la que se debe usar siempre con las personas de buena fe, no menos que por nuestro deseo de alejar todos los malentendidos, que no recaerían más que sobre puntos secun­darios y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente más que de la diferencia irreductible entre los puntos de vista nuestros y los de contradictores eventuales; para los que se adhirieran a esta última causa no pode­mos hacer nada, porque no tenemos desgraciadamente nin­gún medio para suministrar a otro las posibilidades de com­prehensión que le faltan. Dicho esto, podemos ahora extraer de nuestro estudio las pocas conclusiones que se imponen para precisar su alcance mejor de como hasta aquí lo hemos hecho, conclusiones en las cuales las cuestiones de erudición no tendrán la menor parte, como es fácil de prever, pero en las que indicaremos, sin apartarnos por lo demás de cierta reserva que es indispensable por más de un concepto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente de un co­nocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales.

    CONCLUSIÓN

     

    Si algunos occidentales pudiesen, por la lectura de la precedente exposición, tomar conciencia de lo que intelec­tualmente les falta, si pudiesen, no digamos siquiera com­prenderlo, sino únicamente entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. No hablamos únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente, para ellos mismos, los que así fueran impulsados a estudiar las doctrinas orientales, en las que encontrarían, por poco que tuviesen las aptitudes requeridas, conocimientos a los que no hay nada comparable en Occidente, y junto a los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que juegos de niños; no hay medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y cualesquiera hipótesis imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de interés más ge­neral, y que por lo demás están ligados a aquellas a titulo de consecuencias más o menos lejanas; queremos aludir a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efec­tiva, de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.

     

    Al hablar de la divergencia del Occidente con relación al Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar inde­finidamente. En otros términos, nos parece difícil que el Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus ten­dencias, se aleje siempre más y más del Oriente, como lo hace en la actualidad, y que no se produzca tarde o temprano una reacción que podría, bajo ciertas condiciones, tener los efectos más felices; esto nos parece muy difícil porque el dominio en el cual se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable, particular a la mentalidad del Occidente, permite no desesperar de que se le vea tomar, llegado el caso, una dirección del todo distinta y aun opuesta, de manera que el remedio se encon­traría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de su inferioridad; pero esto no sería realmente un remedio, lo repetimos, sino bajo ciertas condiciones, fuera de las cuales podría ser por el contrario un mal todavía más grande en comparación del estado actual. Esto puede parecer oscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad para hacerlo tan completamente inteligible como fuera de desear, aun colo­cándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose por hablar su lenguaje; ensayaremos hacerlo, sin embargo, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a todo nuestro pensamiento.

    Desde luego, la mentalidad especial de ciertos occidenta­les nos obliga a declarar expresamente que no queremos for­mular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a "profecías"; quizá no es muy difícil dar la ilusión de ellas expo­niendo bajo una forma apropiada los resultados de ciertas deducciones, pero esto va acompañado de algo de charlata­nismo, a menos que esté uno en un estado de espíritu que predisponga a cierta autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el segundo presenta un caso que felizmente no es el nuestro. Luego evitaremos las precisiones que no po­dríamos justificar, por cualquier razón que sea, y que por otra parte, si no fueran aventuradas, serían por lo menos in­útiles; no somos de los que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que tiene en Oriente la practica de las artes adivinatorias. Habría ahí ya un motivo suficiente para condenar al ocultismo y a las otras especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta clase de cosas, si no hubiera ya, en el orden doctrinal, otras consideraciones todavía más graves y más decisivas para desechar en absoluto concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas.

     

    Admitiremos que no es posible prever actualmente las circunstancias que podrían determinar un cambio de direc­ción en el desarrollo del Occidente; pero la posibilidad de tal cambio no es discutible más que para los que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un "progreso" absoluto. Para nosotros, esta idea de un "progreso" absoluto está desprovista de significado, y hemos indicado ya la in­compatibilidad de ciertos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado trae en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, porque no se puede hablar de equivalencia entre cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha sucedido con la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente con vistas a aplicaciones prácticas y de progreso material han traído, como debía suceder necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se pierde así de un lado vale incomparablemente más que lo que se gana del otro; se necesita toda la deformación mental de la gran ma­yoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como fuere, si se considera sólo que un desarrollo unilateral está sometido forzosamente a ciertas condiciones limitativas que son más estrictas cuando este desarrollo se realiza en el orden material que en cualquiera otro caso, se puede decir que el cambio de dirección de que acabamos de hablar deberá, casi seguramente, producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a él, es posible que se acabe por percibir que las cosas a las cuales se atribuye al presente una importancia exclusiva son impotentes para proporcionar los resultados que se esperan; pero esto mismo supondría ya cierta modifi­cación de la mentalidad común, aunque el desencanto pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la comprobación de la inexistencia de un "progreso moral" paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otro modo, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que obrar; pero esta mediocridad más bien haría augurar mal lo que de esto resultará. Se puede su­poner también que las invenciones mecánicas, llevadas siem­pre más lejos, llegarán a un grado en que parecerán de tal modo peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o bien a consecuencia de un cataclismo del cual dejaremos a cada uno la posibilidad de representárselo a su gusto. En este caso también el móvil del cambio sería de orden sen­timental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos notar, sin insistir en ello, que se han producido ya síntomas que se refieren a una y otra de estas dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una débil medida, a causa de los recientes acontecimientos que han perturbado a Europa, pero que todavía no son lo bastante considerables, piénsese lo que se quiera sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y durables. Por otro lado, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y necesitan de algunos siglos para realizarse, así como también pueden surgir de improviso, por trastornos rápidos e imprevistos; sin embargo, aun en el primer caso, es verosímil que deba llegar un momento en que haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad con relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que es imposible fijar por anticipado, ni siquiera aproximadamente, la fecha de tal cambio; no obstante debemos, verdaderamente, decir que los que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los períodos históricos, podrían permitirse por lo menos algunas previsiones y determinar épocas compren­didas entre ciertos límites; pero nos abstendremos aquí por completo de este género de consideraciones, tanto más cuanto que han sido simuladas a veces por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las cuales acabamos de hacer alusión, y para las que era mucho más fácil hablar de estas cosas porque las ignoraban completamente: esta última reflexión no debe ser tomada como una paradoja, porque lo que expresa es literalmente exacto.

     

    La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que se produzca una reacción en Occidente en una época inde­terminada, y a causa de cualesquiera acontecimientos, y que provoque el abandono de aquello en lo que consiste entera­mente la civilización europea actual, ¿qué resultará ulte­riormente? Son posibles varios casos, y hay motivo para considerar las diversas hipótesis que a ellos corresponden: la más desfavorable es aquella en la que nada vendrá a reemplazar a esta civilización, y en la que, al desaparecer ésta, el Occidente, entregado a sí mismo, se encontraría sumer­gido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad hasta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos llamados históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces eran las de pueblos que igualmente se han extinguido, pero esta suposición no es realizable más que para civiliza­ciones muy estrictamente localizadas, y, para las que tienen una extensión mayor, es más verosímil que los pueblos sobre­vivan a ellas encontrándose reducidos a un estado de degeneración, más o menos comparable al que representan, como dijimos antes, los salvajes actuales; no es necesario insis­tir más largamente en esto para darse cuenta de todo lo que tiene de inquietante esta primera hipótesis. El segundo caso seria aquel en el que los representantes de otras civilizacio­nes, es decir los pueblos orientales, para salvar el mundo occidental de esta decadencia irremediable se lo asimilaran de grado o por fuerza, suponiendo que la cosa fuese posible, y que por otra parte el Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará bastante cegado por los prejuicios occiden­tales como para no reconocer lo preferible que sería esta hipótesis a la precedente: habría con seguridad, en tales circunstancias, un período transitorio de revoluciones étnicas muy penosas, de las cuales es muy difícil formarse una idea, pero el resultado final sería de naturaleza tal que compensaría los daños causados fatalmente por semejante catástrofe; sólo que el Occidente debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Por esto conviene considerar un tercer caso más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, al punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, el efecto sería el de hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o cuando más sufrido y aceptado desde fuera, se efectuaría entonces voluntaria­mente y como de manera espontánea. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: se necesitaría que el Occidente, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría desde entonces realizarse de manera natural; y este nuevo desarrollo, haciendo comparable su civilización a las del Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia para la cual no tiene ningún título y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, sino, al menos, el sitio que puede ocupar legítimamente como representante de una civilización entre otras, y de una civilización que, en estas condiciones, no sería ya un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. No hay que creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los cuales se ejerce en la actualidad; no hablamos, naturalmente, de ciertos pueblos degenerados, y aun para éstos es quizá más nociva que otra, porque no toman de sus conquistadores sino lo peor que éstos tienen. Para los orientales, hemos indicado ya en diversas ocasiones lo justificado que nos parece su menosprecio del Occidente, tanto más cuanto que la raza europea pone más insistencia en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es por fortuna incapaz de realizar. Se necesita de toda la ilusión y de toda la ceguera que engendra el más absurdo prejuicio para creer que la mentalidad occidental atraerá nunca al Oriente, y que hombres para los que no existe verdadera superioridad más que en la intelectualidad llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las cuales experimen­tan mucha repugnancia, pero no la más mínima admiración. Sin duda, puede suceder que los orientales acepten o más bien sufran ciertas necesidades de la época actual, pero mi­rándolas como puramente transitorias y más incómodas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desprenderse de todo este material, en el cual no se interesaron nunca verdaderamente fuera de ciertas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de un modo general, las modificaciones en este sen­tido quedan mucho más superficiales que lo que ciertas apariencias podrían inducir a hacer creer a veces a los observa­dores de fuera, y esto a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen el mayor interés, intelectualmente, en no cambiar hoy como no han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí lo prueba, y es una de las razones por las cuales un acercamiento ver­dadero y profundo no puede venir, como es lógico y normal, sino de un cambio realizado del lado occidental.

    Tenemos que insistir también sobre las tres hipótesis que describimos, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el cual se encontraría el mundo occidental en el momento en que llegara a detenerse su civilización actual. Si este estado mental fuera entonces tal, como lo es ahora, es la pri­mera hipótesis la que debería necesariamente realizarse, pues­to que no habría nada que pudiera reemplazar aquello a lo que se renunciara y que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, porque iría hasta la oposición la diferencia de mentalidades. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia de un núcleo intelectual en Occidente, aun formado nada más por una "élite" poco numerosa, pero muy fuertemente constituida que suminis­trara el intermediario indispensable para conducir la mentalidad general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. En cuanto se considera como posible el supuesto de una detención de la civilización, la constitución previa de esta "élite" aparece pues como la sola capaz de salvar al Occidente, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte del Occidente a los poseedores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectua­lidad occidental tomada en su conjunto, puede haber en ella por lo menos honorables excepciones, que indican que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hi­pótesis no estaría exenta, al menos transitoriamente, de ciertos actos desagradables, desde el momento en que el papel de la "élite" se reduciría a servir de punto de apoyo a una acción en la que el Occidente no tendría la iniciativa; pero este papel sería otro si los acontecimientos le dejasen el tiem­po de ejercer tal acción, directamente y por ella misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. Se puede concebir en efecto que la "élite" intelectual, una vez constituida, obrase en cierto modo a la manera de un "fermento" en el mundo occidental, para preparar la transformación que, tornándose efectiva, le permitiera tratar, si no de igual a igual, por lo menos como una potencia autónoma con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría verificarse sin choque, por poco que la "élite" hubiese adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la mentalidad general; y, por otra parte, el apoyo de los orien­tales no le faltaría en esta tarea, porque siempre serán favo­rables, como es natural, a un acercamiento que se realice sobre tales bases, porque ellos tendrían igualmente en esto un interés que, aunque de otro orden que el que pudieran encontrar los occidentales, no sería de ningún modo desatendible, pero que tal vez seria muy difícil y aún inútil tratar de definir aquí. Sea como fuere, sobre lo que insistimos es que, para preparar el cambio de que se trata, no es de ningún modo necesario que la masa occidental, aún limitándose a la masa llamada intelectual, tome parte en él de in­mediato; aunque esto no fuese por completo imposible, sería más bien nocivo bajo ciertos aspectos; basta pues, para co­menzar, con que algunas individualidades comprendan la necesidad de tal cambio, pero a condición, bien entendido, que la comprendan verdadera y profundamente.

     

    Ya indicamos el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculación efectiva a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. El retorno a una civilización tradicional en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones aparece, pues, como la condición fundamental de la transforma­ción de que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta misma transformación, que se realizaría en cuanto este retorno se efectuara plenamente y en condiciones que hasta permitirían guardar lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, con tal solamente que las cosas no llegaran antes hasta un punto en que se impusiera una renunciación total. Este retorno a la tradición se presenta, pues, como el más esencial de los fines que la "élite" intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que esto implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos solamente que la Edad Media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría, en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación que requieren las circunstancias. Si hay una "tradición occiden­tal", es allí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudo-esoteristas; esta tradición fue concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que el Occidente esté apto para concebirla de otro modo, ahora menos que nunca; bastaría con que algunos espíritus tuviesen conciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, como debió suceder en aquella época, porque hay muchos indicios que permiten pensarlo así, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del "método histórico", del cual no dependen en absoluto estas cosas. Indicamos, a medida que se presentó la ocasión durante el curso de nuestra expo­sición, los caracteres principales de la civilización de la Edad Media, en lo que presenta de analogías, muy reales aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no insistiremos ya; todo lo que deseamos decir ahora es que el Occidente, encontrándose en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares y, por lo demás, suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado por esto de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve lo apreciable que seria esta ventaja.

    El trabajo por realizar debería, al principio, atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los cuales depende el resto; es evidente que las consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los otros dominios, por una repercusión muy natural; modificar la mentalidad de un medio es la única manera de producir en él, aun socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables para cualquier hombre, de no importa qué raza, bajo la sola condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente perceptible en una tradición sea precisamente lo que ésta tiene de más elevado, pero esto se comprende sin embargo sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Es también lo que explica que las ciencias tradicionales se­cundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, en su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir el equiva­lente en un modo que convenga a la mentalidad occidental, es una tarea cuya realización no puede aparecer más que co­mo una posibilidad muy lejana, y cuya importancia, por otro lado, aunque muy grande también, no es en suma sino accesoria.

     

    Si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque, de todas maneras, es el primero que hay motivo para considerar de hecho; pero recordamos que hay que en­tenderlo de tal modo que las posibilidades que contiene sean verdaderamente ilimitadas, como lo explicamos al caracteri­zar el pensamiento metafísico. Se trata de metafísica esen­cialmente, pues sólo ésta puede llamarse propia y pura­mente intelectual; y esto nos lleva a precisar que, para la "élite" de la que hemos hablado, la tradición en su esencia profunda no tiene por qué ser concebida bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de todo, más que un asunto de. adaptación a las condiciones de la men­talidad general y media. Por otra parte, esta "élite", aun antes de haber realizado una modificación apreciable en la orientación del pensamiento común, podría ya, por su in­fluencia, obtener en el orden de las contingencias algunas ventajas bastante importantes, como la de hacer desaparecer las dificultades y los malentendidos que de otro modo son inevitables en las relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, éstas no son más que consecuencias secundarias de la sola realización primordialmente indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y no está condicionada ella mis­ma por otra cosa, es de un orden por completo interior. Lo que debe desempeñar el primer papel es, pues, la comprehen­sión de las cuestiones de principios de los cuales hemos intentado indicar aquí su naturaleza verdadera, y esta comprehen­sión implica, en el fondo, la asimilación de los modos esen­ciales del pensamiento oriental; además, mientras se piense de modos diferentes y sobre todo sin que, de un lado, se tenga conciencia de la diferencia, evidentemente no es posible ningún acuerdo, exactamente como si se hablasen lenguas distintas, ignorando la del otro uno de los interlo­cutores. Por ello, los trabajos de los orientalistas no pueden ser de ninguna ayuda para esto de que se trata, cuando no son un obstáculo por las razones que hemos dado; es también por ello que, habiendo juzgado útil escribir estas cosas, nos proponemos además precisar y desarrollar ciertos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo directamente algunos aspectos, de las doctrinas orientales, de las de la India en particular, o bien adaptando estas mis­mas doctrinas de la manera que nos parezca más inteligible, cuando estimemos tal adaptación preferible a la exposición pura y simple; en todos los casos, lo que presentaremos así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una interpreta­ción tan escrupulosamente exacta y fiel como es posible de las doctrinas tradicionales, y lo que en ellas pondremos como nuestro serán sobre todo las imperfecciones fatales de la ex­presión.

     

    Al tratar de hacer comprender la necesidad de un acer­camiento con el Oriente, nos hemos atenido, aparte de la cuestión del beneficio intelectual que sería su resultado inme­diato, a un punto de vista que es también del todo contin­gente, o que por lo menos parece serlo cuando no se vincula con otras consideraciones que no nos era posible abordar, y que están unidas sobre todo al sentido profundo de estas leyes cíclicas cuya existencia nos limitamos a mencionar; esto no impide que este punto de vista, tal como lo hemos expuesto, nos parezca muy apropiado para retener la atención de los espíritus serios y para hacerlos reflexionar, con la sola condi­ción de que no estén del todo cegados por los prejuicios comunes del Occidente moderno. Estos prejuicios los llevan a su más alto grado los pueblos germánicos y anglosajones, que son así, más todavía mental que físicamente, los más alejados de los orientales; como los eslavos tienen en cier­to modo una intelectualidad reducida al mínimo, y como el Celtismo no existe ya más que en estado de recuerdo histórico, sólo quedan los pueblos llamados latinos, y que lo son en efecto por las lenguas que hablan y por las modalidades especiales de su civilización, si no por sus orígenes étnicos, en los cuales la realización de un plan como el que acabamos de indicar podría, con algunas probabilidades de éxito, tomar su punto de partida. Este plan comprende, en suma, dos fases principales, que son la constitución de la "élite" intelectual y su acción sobre el medio occidental; pero sobre los medios de la una y de la otra no se puede decir nada actualmente, porque sería prematuro en todos los aspectos; no hemos que­rido considerar aquí, lo repetimos, más que posibilidades sin duda muy lejanas, pero que no dejan de ser posibilidades, lo que basta para que debamos considerarlas. Entre las cosas que preceden, hay algunas que quizá habríamos vacilado en escribir antes de los últimos acontecimientos, que parecen ha­ber acercado un poco estas posibilidades, o que, al menos, pueden permitir comprenderlas mejor, sin dar una importancia excesiva a las contingencias históricas, que no afectan en nada a la verdad, no hay que olvidar que existe una cuestión de oportunidad que debe a menudo intervenir en la formulación exterior de esta verdad.

     

    Faltan todavía muchas cosas a esta conclusión para que esté completa, y tales cosas son las que conciernen a los as­pectos más profundos, esto es, a los más verdaderamente esenciales, de las doctrinas orientales y de los resultados. que se pueden esperar de su estudio por los que son capaces de llevarlo bastante lejos; aquello de que se trata puede ser presen­tido, en cierta medida, por lo poco que hemos dicho a pro­pósito de la realización metafísica, pero indicamos al mismo tiempo las razones por las cuales, no nos era posible insistir más en ella, sobre todo en una exposición preliminar como ésta; quizás insistiremos en otro lugar, pero aquí sobre todo hay que recordar siempre que, según una fórmula extremo-oriental, "el que sabe diez no debe enseñar más que nueve". Sea como fuere, todo lo que puede ser desarrollado sin reser­vas, es decir, todo lo que hay de expresable en la vertiente pura­mente teórica de la metafísica, es todavía más que suficiente para que, a los que pueden comprenderlo, aun si no van más allá, se les presenten las especulaciones analíticas y fragmenta­rias del Occidente moderno tales como son en realidad, es decir, como una investigación vana e ilusoria, sin principio y sin objeto final, y cuyos mediocres resultados no valen ni el tiempo ni los esfuerzos del que tiene un horizonte intelectual bastante amplio para no limitar a ellas su actividad.

    Apéndice: LA INFLUENCIA ALEMANA (**)

     

    Es muy curioso observar que los primeros indianistas, que eran sobre todo ingleses, sin dar prueba de una comprehen­sión muy profunda, han dicho a menudo cosas más justas que los que vinieron después de ellos; sin duda, cometieron también muchos errores, pero al menos no tenían un carácter sistemático, y no procedían de un prejuicio, ni siquiera in­consciente. La mentalidad inglesa, es cierto, no tiene ninguna aptitud para las concepciones metafísicas, pero tampoco tiene ninguna pretensión sobre el particular, mientras que la mentalidad alemana, que no está mejor dotada en el fondo, se hace grandes ilusiones al respecto; para darse cuenta, no hay más que comparar lo que los dos pueblos han producido en materia de filosofía. El espíritu inglés no sale nunca del orden práctico, representado por la moral y la sociología, y de la ciencia experimental, representada por la psicología de la cual fue el inventor; cuando se ocupa de lógica, es sobre todo la inducción la que tiene en cuenta y a la cual da la preponderancia sobre la deducción. Por el contrario, si se considera la filosofía alemana, no se encuentran en ella más que hipótesis y sistemas con pretensiones metafísicas, deduc­ciones con un punto de partida caprichoso, ideas que quisie­ran pasar por profundas cuando son simplemente nebulosas; y esta pseudo-metafísica, que es cuanto existe de más alejado de la metafísica verdadera, los alemanes quieren encontrarla en los otros, e interpretan siempre las concepciones en fun­ción de las suyas propias: esta última manía en ninguna parte es más invencible que entre ellos, porque ningún otro pue­blo tiene una actitud de espíritu tan estrechamente sistemá­tica. Por lo demás, los alemanes no hacen en esto más que llevar al extremo los defectos que son comunes a toda la raza europea: su orgullo nacional les conduce a actuar en Europa como los europeos en general, infatuados por su imaginaria superioridad, se conducen en el mundo entero; la extravagancia es la misma en ambos casos, con una simple diferencia de grado. Es, pues, natural que los alemanes se imaginen que sus filósofos hayan pensado cuanto es posible concebir a los hombres y, sin duda, creen hacer un gran honor a los otros pueblos asimilando las concepciones de ellos a esta filosofía de la cual están tan orgullosos. Esto no impide que Schopenhauer haya disfrazado ridículamente al Budismo haciendo de él una especie de moralismo "pesimista", y que haya dado la justa medida de su nivel intelectual buscando "consolaciones" en el Vedanta; y vemos, por otra parte, a orientalistas contemporáneos como Deussen pretender enseñar a los Hindúes la verdadera doctrina de Shankarâchârya, al que atribuyen simplemente las ideas de Schopenhauer. Y es que la mentalidad alemana, por el hecho mismo de que es una forma excesiva de la mentalidad occidental, es lo opuesto del Oriente y no puede comprender nada de él; como, sin em­bargo, tiene la pretensión de comprenderlo, por fuerza lo desnaturaliza: de ahí estas falsas asimilaciones contra las cua­les protestamos en toda ocasión, y principalmente esta apli­cación a las doctrinas orientales de los rótulos de la filosofía occidental moderna.

    Cuando se es incapaz de hacer metafísica, sin duda que lo mejor es no ocuparse de ella, y el positivismo, a pesar de todo lo que tiene de estrecho y de incompleto, todavía nos parece preferible a las elucubraciones de la pseudo-metafísica. El mayor error de los orientalistas alemanes es, pues, el de no darse cuenta de su incomprehensión, y de hacer trabajos de interpretación que no tienen valor alguno, pero que se imponen a toda Europa y llegan muy fácilmente a sentar autoridad, porque los otros pueblos no tienen nada que oponerles o que poner en comparación, y también porque estos trabajos se rodean de un aparato de erudición que impresiona mucho a las gentes que tienen para ciertos méto­dos un respeto que llega hasta la superstición. Estos méto­dos, por lo demás, son igualmente de origen germánico, y sería del todo injusto no reconocer a los alemanes las cuali­dades muy reales que poseen bajo el concepto de la erudición: la verdad es que sólo en la composición de diccionarios, de gramáticas, y de esas voluminosas obras de compilación y de bibliografía que sólo exigen memoria y paciencia; es extremadamente lamentable que no se hayan especializado enteramente en este género de trabajos muy útiles para ser consultados llegado el caso, y que, cosa apreciable, ahorran pérdida de tiempo a los que son capaces de hacer otra cosa. Lo que no es menos lamentable es que estos mismos métodos, en lugar de continuar como patrimonio de los alemanes, para cuyo temperamento están particularmente adaptados, se ha­yan difundido en todas las Universidades europeas, y sobre todo en Francia, donde pasan por ser los únicos "científicos", como si la ciencia y la erudición fuesen una sola y misma cosa; y, de hecho, como consecuencia de este deplorable estado de espíritu, la erudición llega a usurpar el sitio de la verdadera ciencia. El abuso de la erudición cultivada por ella misma, la creencia falsa de que puede bastar para dar la comprehensión de las ideas, todo esto, entre los alemanes, puede todavía comprenderse y excusarse en cierto modo; pero en los pueblos que no tienen las mismas aptitudes especiales, no puede verse en eso más que el efecto de una servil tenden­cia a la imitación, signo de una decadencia intelectual a la cual es tiempo de poner remedio, si no se quiere dejar que se transforme en decadencia definitiva.

    Los alemanes se las han ingeniado muy hábilmente para preparar la supremacía intelectual que soñaban, imponiendo a la vez su filosofía y sus métodos de erudición; su orientalis­mo es, como acabamos de decirlo, un producto de la com­binación de estos dos elementos. Es notable la manera como estas cosas se han vuelto instrumentos al servicio de una ambición nacional; sería muy instructivo, a este res­pecto, estudiar cómo los alemanes han podido aprovecharse de la caprichosa hipótesis del "arianismo", que por lo demás no inventaron. No creemos, por nuestra parte, en la existen­cia de una raza "indoeuropea", aun cuando no se obstinen en llamarla "aria", lo que no tiene ningún sentido; pero lo que es significativo, es que los eruditos alemanes han dado a esta raza supuesta la denominación de "indogermánica", y que han puesto todo su cuidado en hacer verosímil esta hipótesis apoyándola en múltiples argumentos etnológicos y sobre todo filológicos. No queremos entrar aquí en esta dis­cusión; sólo haremos notar que la semejanza real que existe entre las lenguas de la India y de Persia y las de Europa de ningún modo es la prueba de una comunidad de raza; basta, para explicarla, que las civilizaciones antiguas que conocemos hayan sido primitivamente llevadas a Europa por algunos elementos vinculados a la fuente de donde procedieron directa­mente las civilizaciones hindú y persa. Se sabe, en efecto, lo fácil que resulta a una ínfima minoría, en ciertas condiciones, imponer su lengua, con sus instituciones, a la masa de un pueblo extranjero, aun cuando ella misma sea étnicamente absorbida en poco tiempo; un ejemplo notable es el del esta­blecimiento de la lengua latina en Galia, donde los Romanos, salvo en algunas regiones meridionales, estuvieron siempre en cantidad insignificante; la lengua francesa es, sin discusión, de origen latino casi puro y, sin embargo, los elementos lati­nos no entraron sino en débil parte en la formación étnica de la nación francesa; la misma cosa es también verdadera para España. Por otro lado, la hipótesis del "indo-germanis­mo" tiene tanto menos razón de ser cuanto que las lenguas germánicas no tienen más afinidad con el sánscrito que las otras lenguas europeas; solamente que puede servir para jus­tificar la asimilación de las doctrinas hindúes a la filosofía alemana; pero, desgraciadamente, esta suposición de un parentesco imaginario no resiste a la prueba de los hechos, y nada es en realidad más desemejante que un alemán y un hindú, tanto intelectual como físicamente.

     

    La conclusión que se desprende de todo esto es que, para obtener resultados interesantes, sería necesario desvincularse desde luego de esta influencia que desde hace largo tiempo gravita tan pesadamente sobre el orientalismo; y, aunque no les sea posible a ciertas individualidades independi­zarse de métodos que constituyen para ellas hábitos mentales inveterados, esperamos que, de una manera general, los re­cientes acontecimientos serán una ocasión favorable para esta liberación. Sin embargo, compréndase bien nuestro pensamiento: si deseamos la desaparición de la influencia ale­mana en el dominio intelectual, es porque la estimamos nefasta en sí misma, e independientemente de ciertas contingencias históricas que no cambian nada en ella; no son, pues, estas contingencias las que nos hacen desear que desaparezca la influencia en cuestión, pero es necesario aprovecharse del estado de espíritu que han determinado. En el orden intelectual, el único del que nos ocupamos aquí, no tienen por qué intervenir las preocupaciones sentimentales; las concep­ciones alemanas valen ahora exactamente lo que valían hace algunos años, ¡es ridículo ver a hombres que habían pro­fesado siempre una admiración sin límites por la filosofía alemana, ponerse bruscamente a denigrarla so pretexto de un patriotismo que no tiene nada que ver en estas cosas! en el fondo, esto no vale más que el alterar más o menos conscientemente la verdad científica o histórica por motivos de interés nacional, así como se les reprocha precisamente a los alemanes. Para nosotros, que no debemos nada a la intelec­tualidad germánica, que jamás hemos tenido la menor esti­mación por la pseudo-metafísica en que ella se complace, y que nunca hemos concedido a la erudición y a sus procedi­mientos especiales más que un valor y una importancia de los más relativos, estamos en muy buenas condiciones para poder decir lo que pensamos; y habríamos dicho absoluta­mente la misma cosa aunque hubieran sido otras las cir­cunstancias, pero quizá con menos probabilidades de en­contrarnos de acuerdo en esto con una tendencia generalmente difundida. Agregaremos nada más que, en lo que concierne especialmente a Francia, lo que es más de temerse en la actualidad es que no escape de la influencia alemana sino para caer bajo otras influencias que no serían menos funes­tas; reaccionar contra el espíritu de imitación nos parece, pues, una de las primeras condiciones para un resurgimiento intelectual verdadero: no es una condición suficiente sin duda, pero es por lo menos una condición necesaria y hasta indispensable.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    1 E. DOUTTÉ, Magie et religion dans l'Afrique du Nord. Intro­ducción, pág. 5.

     

     

    2 Leyes, libro X.

     

     

    3 E. Durkheim, De la définition des phénomènes religieux.

     

    4 E. Doutté, Magie et religion dans l´Afrique du nord, Introducción, p. 7.

     

    5 Christus, cap. V, pág. 198.

     

    6 Ultimos Analíticos, libro II.

     

    * A la atención de los lectores que hubieran tenido conocimiento de la primera edición de este libro, estimamos oportuno expresar brevemente las razones que nos han impulsado a modificar el presente capítulo: cuando apareció esa primera edición, no teníamos ningún motivo para poner en duda que, como se pretende habitualmente, las formas más restringidas y más claramente antimetafísicas del Hînayâna representaban la enseñanza misma de Shâkya-Muni; no teníamos tiempo para emprender las largas investigaciones que habrían sido necesarias para profundizar adecuadamente esta cuestión, y además lo que conocíamos por entonces del Budismo no era de una naturaleza que nos impulsara a ello. Pero, desde entonces, las cosas han tomado otro cariz tras los trabajos de A. K. Coomaraswamy (que él mismo no era budista, sino hindú, lo que garantiza suficientemente su imparcialidad), y de su reinterpretación del Budismo original, del cual es muy difícil desprender el verdadero sentido de todas las herejías que en él se han injertado posteriormente y las cuales teníamos sobre todo en mente cuando nuestra primera redacción; es evidente que, en lo que concierne a tales formas desviadas, lo que hemos escrito anteriormente permanece válido enteramente. Añadamos en esta ocasión que siempre estamos dispuesto a reconocer el valor tradicional de toda doctrina, dondequiera que se encuentre, desde que tenemos pruebas suficientes; pero desgraciadamente, si las nuevas informaciones recibidas han sido enteramente a favor de la doctrina de Shâkya-Muni (lo que no significa de todas las escuelas búdicas indistintamente), es muy diferente para todas las otras cosas de las que hemos denunciado su carácter antitradicional.

     

    7 The Upanishads, tomo II, Introducción, págs. XXVI-XXVII y L-LII.

     

    8 Christus, cap. IV, pág. 187.

     

    9 Rig-Vêda, X, 90.

     

    10 Mânava-Dharma-Shâstra (Ley de Manú), 1º adhyâya, shloka 31; Vishnú Purâna (I,6).

     

     

    11 Comentario a los Brahma-sûtra, 2º Adhyâya, 1º Pâda, sûtra 29.

     

     

    12 Preface to the Sacred Books of the East, págs. XXIII-XXIV.

     

    13 Introduction to the Upanishads, págs. LXXIX-LXXXI

     

    14 Introduction to the Upanishads, págs. LXXIX-LXXXI

     

    * En las tres primeras ediciones, aparecía a continuación el párrafo siguiente: "Por lo demás, en este, como en otros muchos casos, en particular, en el del "arianismo" imaginado por Pictet, y del cual Burnouf fue también un gran partidario, los alemanes no inventaron nada, sino que se apropiaron simplemente las concepciones de las que creían obtener alguna ventaja."

     

    15 Dupuis, Origine de tous les cultes. Volney, Les Ruines

     

    16 Burnouf, La Science des Religions, p. 6.

     

    * Este escrito constituía el capítulo II de la cuarta parte en las tres primeras ediciones. Desaparecido a partir de la 4ª edición (1952).

     





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