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    René Guénon

    (Abd al-Wahid Yahia)

     

    AUTORIDAD ESPIRITUAL Y PODER TEMPORAL

     

     

     

    TABLA DE MATERIAS

     

     

     

     

    Prólogo

     

    Capítulo I.- Autoridad y jerarquía

     

    Capítulo II.- Funciones del sacerdocio y de la realeza

     

    Capítulo III.- Conocimiento y acción

     

    Capítulo IV.- Naturaleza respectiva de los Brahmanes y de los Chatrias

     

    Capítulo V.- Dependencia de la realeza con respecto al sacerdocio

     

    Capítulo VI.- La rebelión de los Chatrias

     

    Capítulo VII.- Las usurpaciones de la realeza y sus consecuencias

     

    Capítulo VIII.- Paraíso Terrenal y Paraíso Celestial

     

    Capítulo IX.- La ley inmutable

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    AUTORITÉ SPIRITUELLE ET POUVOIR TEMPOREL, Vrin, París, 1929, Véga, París, 1947, 1964. Guy Trédaniel & La Maisnie, París, 1984, 1994.

     

    Traducción española: Autoridad espiritual y poder temporal, Paidós, Barcelona, 2001 (trad. de Agustín López y María Tabuyo).

     

    Traducción italiana: Autorità spirituale e potere temporale, Luni Editrice, Milán, 1972, 1995 (trad. de Pietro Nutrizio).

     

    PRÓLOGO

     

     

    No tenemos el hábito, en nuestros trabajos, de referirnos a la actualidad inmediata, ya que lo que constantemente tenemos a la vista son los principios, que son, podría decirse, de una actualidad permanente, puesto que se sitúan fuera del tiempo; e, incluso, aunque salgamos del dominio de la metafísica para considerar ciertas aplicaciones, lo hacemos siempre de tal manera que estas aplicaciones conserven un alcance completamente general. Es lo que haremos aquí también; y, sin embargo, debemos convenir en que las consideraciones que vamos a exponer en este estudio ofrecen además cierto interés más particular en el momento presente, en razón de las discusiones que se han producido en estos últimos tiempos sobre la cuestión de las relaciones entre la religión y la política, cuestión que no es sino una forma especial, en ciertas condiciones determinadas, de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Ello es cierto, pero sería un error creer que tales consideraciones nos han sido más o menos inspiradas por los incidentes a los que aludimos, o que pretendemos relacionarlos directamente con ellas, pues esto sería conceder una importancia demasiado exagerada a cuestiones que no tienen sino un carácter puramente episódico y que no podrían influir sobre concepciones cuya naturaleza y origen son en realidad de un orden muy distinto. Como nos esforzamos siempre en disipar en primer lugar los malentendidos que nos es posible prever, debemos descartar ante todo, tan clara y explícitamente como sea posible, esa falsa interpretación que algunos podrían dar de nuestro pensamiento, sea por pasión política o religiosa, o en virtud de algunas ideas preconcebidas, sea incluso por simple incomprensión del punto de vista en el que nos situamos. Todo lo que aquí diremos lo hubiéramos dicho también, y exactamente de la misma manera, si los hechos que hoy en día atraen la atención sobre el asunto de lo espiritual y de lo temporal no se hubieran producido; las circunstancias presentes solamente nos han demostrado, más claramente que nunca, que era necesario y oportuno decirlo; han constituido, si se quiere, la ocasión que nos ha conducido a exponer ahora ciertas verdades con preferencia a muchas otras que igualmente nos hemos propuesto formular, pero que no parecen susceptibles de una aplicación tan inmediata; y a esto se limita todo su papel en lo que a nosotros concierne.

     

    Lo que nos ha llamado especialmente la atención en las discusiones de que se trata es que, ni de un lado ni de otro, ha existido en principio la preocupación por situar las cuestiones en su verdadero terreno, para distinguir de manera precisa entre lo esencial y lo accidental, entre los principios necesarios y las circunstancias contingentes; y, a decir verdad, esto no nos ha sorprendido, pues no hemos visto en ello sino un nuevo ejemplo, entre muchos otros, de la confusión que hoy en día reina en todos los dominios, y que consideramos como eminentemente característica del mundo moderno, por las razones que ya hemos explicado en precedentes obras1. No obstante, no podemos evitar el deplorar que esta confusión afecte hasta a los representantes de una autoridad espiritual auténtica, que parecen haber perdido de vista lo que debería ser su verdadera fuerza, es decir, la transcendencia de la doctrina en nombre de la cual están cualificados para hablar. Habría hecho falta distinguir ante todo entre cuestión de principio y cuestión de oportunidad: sobre la primera no cabe discutir, pues se trata de cosas que pertenecen a un dominio que no puede estar sometido a los procedimientos esencialmente "profanos" de discusión; y, en cuanto a la segunda, que, por otro lado, no es sino de orden político y, se podría decir, diplomático, es en todo caso muy secundaria, e incluso, rigurosamente, no debe contar con respecto a la cuestión de principio; en consecuencia, hubiera sido preferible no ofrecer al adversario la posibilidad de plantearla, aunque no sea sino sobre simples apariencias; añadiremos que, en cuanto a nosotros, no nos interesa en absoluto.

     

    Pretendemos pues, por nuestra parte, situarnos exclusivamente en el dominio de los principios; es lo que nos permite permanecer enteramente aparte de toda discusión, de toda polémica, de toda querella de escuela o de partido, asuntos éstos con los cuales no queremos mezclarnos ni de cerca ni de lejos, de ningún modo ni en ningún grado. Siendo absolutamente independientes con respecto a todo lo que no es la verdad pura y desinteresada, y decididos a permanecer en ella, simplemente nos proponemos decir las cosas tal como son, sin el menor cuidado de agradar o desagradar a quien sea; no tenemos nada que esperar ni de unos ni de otros, no contamos incluso con que aquellos que podrían sacar ventajas de las ideas que formulamos nos lo agradezcan de algún modo, y, por lo demás, esto nos importa muy poco. Advertiremos una vez más que no estamos dispuestos a dejarnos encerrar en ninguno de los marcos ordinarios, y que sería perfectamente vano intentar aplicarnos una etiqueta cualquiera, pues, entre aquellas que existen en el mundo occidental, no hay ninguna que en realidad nos convenga; algunas insinuaciones, llegadas simultáneamente de los sectores más opuestos, nos han demostrado de nuevo recientemente que era bueno renovar esta declaración, a fin de que las personas de buena fe sepan a qué atenerse y no sean inducidas a atribuirnos intenciones incompatibles con nuestra verdadera actitud y con el punto de vista puramente doctrinal que es el nuestro.

     

    En razón de la propia naturaleza de este punto de vista, separado de todas las contingencias, podemos considerar los hechos actuales de una manera tan completamente imparcial como si se tratara de acontecimientos que pertenecieran a un pasado lejano, como aquellos de los que trataremos sobre todo aquí cuando citemos algunos ejemplos históricos para aclarar nuestra exposición. Debe quedar claro que damos a ésta, tal y como hemos dicho desde el principio, un alcance completamente general, que supera todas las formas particulares de las que se pueden revestir, según los tiempos y lugares, el poder temporal e incluso la autoridad espiritual; y es necesario precisar especialmente, sin demora, que esta última, para nosotros, no tiene necesariamente una forma religiosa, al contrario de lo que comúnmente se cree en Occidente. Dejamos a cada uno el cuidado de hacer con estas consideraciones las aplicaciones que juzgue conveniente respecto a los casos particulares que a propósito nos abstenemos de considerar directamente; basta que esta aplicación, para ser legítima y válida, esté hecha con un espíritu verdaderamente conforme a los principios de los que todo depende, espíritu que es a lo que llamamos espíritu tradicional en el verdadero sentido de la palabra, y del cual, lamentablemente, todas las tendencias específicamente modernas son su antítesis o su negación.

     

    Precisamente es uno de esos aspectos de la desviación moderna lo que vamos a considerar, y, a este respecto, el presente estudio completará lo que ya hemos tenido ocasión de explicar en las obras a las que hemos aludido anteriormente. Se verá, por lo demás, que, sobre esta cuestión de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, los errores que se han desarrollado en el curso de los últimos siglos están lejos de ser nuevos; pero al menos sus manifestaciones anteriores jamás tuvieron más que efectos bastante limitados, mientras que hoy en día estos mismos errores se han hecho en cierto modo inherentes a la mentalidad común, forman parte integrante de un estado de espíritu que se generaliza cada vez más. Esto es lo más particularmente grave e inquietante, y, a menos que en breve no se opere un enderezamiento, es de prever que el mundo moderno será arrastrado a alguna catástrofe, hacia la cual parece marchar con una rapidez siempre creciente. Habiendo expuesto en otro lugar las consideraciones que pueden justificar tal afirmación2, no insistiremos sobre ellas, y solamente añadiremos lo siguiente: si todavía hay, en las presentes circunstancias, alguna esperanza de salvación para el mundo occidental, parece que esta esperanza debe residir, al menos en parte, en el mantenimiento de la única autoridad espiritual que subsiste; pero para ello es necesario que esta autoridad posea una plena conciencia de sí misma, a fin de que sea capaz de ofrecer una base efectiva a los esfuerzos que, de otro modo, corren el riesgo de permanecer dispersos y faltos de coordinación. Éste es, al menos, uno de los medios más inmediatos que pueden ser tomados en consideración para una restauración del espíritu tradicional; sin duda hay otros, si éste faltara; pero, como esta restauración, que es el único remedio al desorden actual, es el objetivo esencial que tenemos a la vista desde el momento que, saliendo de la pura metafísica, consideramos las contingencias, es fácil comprender que no despreciemos ninguna de las posibilidades que se ofrecen para alcanzarla, incluso aunque estas posibilidades parezcan tener por el momento muy pocas posibilidades de realización. En ello, y solamente en ello, consisten nuestras verdaderas intenciones; todas las que se nos podrían achacar, aparte de ellas, son perfectamente inexistentes; y, si algunos llegaran a pretender que las reflexiones que vamos a dar a continuación nos han sido inspiradas por influencias exteriores, sean cuales sean, oponemos desde ahora nuestro más formal desmentido.

     

    Dicho esto, ya que por experiencia sabemos que tales precauciones no son inútiles, pensamos poder dispensarnos a continuación de toda alusión directa a la actualidad, a fin de hacer todavía más sensible e indudable el carácter estrictamente doctrinal que pretendemos conservar en todos nuestros trabajos. Sin duda, las pasiones políticas o religiosas no cuentan aquí, pero esto es algo de lo que debemos felicitarnos, pues en absoluto se trata para nosotros de alimentar nuevas discusiones que nos parecen muy vanas, incluso bastante miserables, sino, por el contrario, de recordar los principios cuyo olvido es, en el fondo, la única verdadera causa de todas estas discusiones. Es, lo repetimos, nuestra propia independencia la que nos permite realizar esta puntualización con toda imparcialidad, sin concesiones ni compromisos de ningún tipo; y, al mismo tiempo, ella nos prohibe cualquier otro papel distinto al que acabamos de definir, pues no puede ser mantenida sino a condición de permanecer siempre en el dominio puramente intelectual, dominio que, por otra parte, es el de los principios esenciales e inmutables y, en consecuencia, aquel del que todo el resto deriva más o menos directamente, y por el cual debe forzosamente comenzar el enderezamiento del que hemos hablado: fuera de la vinculación a los principios, no se pueden obtener más que resultados exteriores, inestables e ilusorios; pero esto, a decir verdad, no es sino una de las formas de la afirmación misma de la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal, que precisamente va a ser el objeto de este estudio.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo I: AUTORIDAD Y JERARQUÍA

     

     

    En épocas muy diferentes de la historia, e incluso remontándonos mucho más allá de lo que se ha convenido en llamar los tiempos históricos, en la medida en que nos es posible hacerlo con ayuda de los testimonios coincidentes que nos suministran las tradiciones orales o escritas de todos los pueblos1, encontramos los indicios de una frecuente oposición entre los representantes de los dos poderes, uno espiritual y otro temporal, sean cuales fueren por otra parte las formas especiales que hayan revestido uno y otro para adaptarse a la diversidad de las circunstancias, según las épocas y los países. Esto no significa, sin embargo, que tal oposición y las luchas que engendra sean "viejas como el mundo", según una expresión de la que se abusa demasiado; sería ésta una exageración manifiesta, pues, para que lleguen a producirse, es preciso, según la enseñanza de todas las tradiciones, que la humanidad haya alcanzado ya una fase bastante alejada de la pura espiritualidad primordial. Por otra parte, en el origen, ambos poderes no debieron existir en estado de funciones separadas, ejercidas respectivamente por individualidades diferentes; por el contrario, debían estar contenidas entonces en el principio común del que proceden, y del que representaban solamente dos aspectos indivisibles, indisolublemente unidos en la unidad de una síntesis a la vez superior y anterior a su distinción. Es lo que expresa especialmente la doctrina hindú cuando enseña que no había en el principio más que una sola casta; el nombre de Hamsa dado a esta casta primitiva única indica un grado espiritual muy elevado, hoy en día completamente excepcional, pero común entonces a todos los hombres y que, en cierto modo, poseían espontáneamente2; y este grado está más allá de las cuatro castas que se constituyeron posteriormente, y entre las cuales se reparten las diferentes funciones sociales.

     

    El principio de la institución de las castas, tan completamente incomprendido por los occidentales, no es otra cosa que la diferencia de naturaleza que existe entre los individuos humanos, y que establece entre ellos una jerarquía cuyo desconocimiento no puede sino llevar al desorden y a la confusión. Es precisamente este desconocimiento lo que está implícito en la teoría "igualitaria" tan cara al mundo moderno, teoría que es contraria a los hechos mejor establecidos, y que incluso es desmentida por la simple observación, puesto que la igualdad no existe en realidad en parte alguna; pero no vamos a extendernos sobre este punto, que ya en otro lugar hemos tratado3.

    Las palabras que sirven para designar a la casta, en la India, significan "naturaleza individual"; por ello debe entenderse el conjunto de los caracteres que se añaden a la naturaleza humana "específica" para diferenciar a los individuos entre sí; y conviene añadir a continuación que la herencia no entra sino en parte en la determinación de los caracteres, ya que de lo contrario los individuos de una misma familia serían exactamente semejantes, de modo que en principio la casta no es estrictamente hereditaria, aunque de hecho haya podido llegar a serlo a menudo en la aplicación. Además, puesto que no podrían existir dos individuos idénticos o iguales en todos los aspectos, hay forzosamente diferencias entre aquellos que pertenecen a una misma casta; pero, al igual que hay más caracteres comunes entre los seres de una misma especie que entre seres de especies diferentes, hay también más, en el interior de la especie, entre los individuos de una misma casta que entre los de castas diferentes; se podría decir entonces que la distinción de las castas constituye, en la especie humana, una verdadera clasificación natural, a la que debe corresponder la repartición de las funciones sociales. En efecto, cada hombre, en razón de su naturaleza propia, es apto para cumplir tales funciones definidas con exclusión de tales otras; y, en una sociedad regularmente establecida sobre bases tradicionales, estas aptitudes deben ser determinadas según reglas precisas, a fin de que, por la correspondencia entre los diversos géneros de funciones con las grandes divisiones de la clasificación de las "naturalezas individuales", y salvo excepciones debidas a errores de aplicación siempre posibles, aunque reducidas en cierto modo al mínimo, cada uno se encuentre en el lugar que debe ocupar normalmente, y así el orden social traduce exactamente las relaciones jerárquicas que resultan de la naturaleza misma de los seres. Tal es, resumida en pocas palabras, la razón fundamental de la existencia de las castas; y es necesario conocer al menos estas nociones esenciales para comprender las alusiones que forzosamente estaremos obligados a hacer a continuación, sea a su constitución tal como existe en la India, sea a las instituciones análogas que se encuentran en otros lugares, pues es evidente que los mismos principios, aunque con modalidades de aplicación diferentes, han presidido la organización de todas las civilizaciones que poseen un carácter verdaderamente tradicional.

     

    La distinción de las castas, con la diferenciación de las funciones sociales a la que corresponde, resulta en suma de una ruptura de la unidad primitiva; y es entonces cuando aparecen también, como separados uno de otro, el poder espiritual y el poder temporal, que constituyen precisamente, en su ejercicio distinto, las funciones respectivas de las dos primeras castas, la de los Brahmanes y la de los Chatrias (Kshatriyas). Por otra parte, entre ambos poderes, como más generalmente entre todas las funciones sociales atribuidas desde entonces a grupos diferentes de individuos, debía haber originariamente una perfecta armonía, por la cual la unidad primera era mantenida tanto como lo permitían las condiciones de existencia de la humanidad en su nueva fase, pues la armonía no es en suma sino un reflejo o una imagen de la verdadera unidad. No es sino en otro estadio cuando la distinción debía transformarse en oposición y en rivalidad, cuando la armonía debía ser destruida y dejara lugar a la lucha de los dos poderes, llegando a que las funciones inferiores pretendieran a su vez la supremacía, para terminar finalmente en la confusión más completa, en la negación y en la inversión de toda jerarquía. La concepción general que acabamos de esbozar así a grandes rasgos es conforme a la doctrina tradicional de las cuatro edades sucesivas en las que se divide la historia de la humanidad terrestre, doctrina que no sólo se encuentra en la India, sino que era igualmente conocida por los Griegos y los Latinos. Estas cuatro edades son las diferentes fases que atraviesa la humanidad alejándose del principio, es decir, de la unidad y de la espiritualidad primordial; son como las etapas de una especie de materialización progresiva, necesariamente inherente al desarrollo de todo ciclo de manifestación, tal y como en otro lugar hemos explicado4.

     

    Es sólo en la última de estas cuatro edades, a la que la tradición hindú llama el Kali-Yuga o "edad sombría", y que corresponde a la época en la que nos encontramos, cuando la subversión del orden normal ha podido producirse y cuando, en primer lugar, el poder temporal ha podido alzarse sobre el espiritual; pero las primeras manifestaciones de la revuelta de los Chatrias contra la autoridad de los Brahmanes pueden no obstante remontarse mucho más allá del comienzo de esta edad5, comienzo que es él mismo muy anterior a todo lo que conoce la historia ordinaria o "profana". Esta oposición de los dos poderes, esta rivalidad de sus representantes respectivos, estaba representada entre los Celtas con la figura de la lucha entre el jabalí y el oso, según un simbolismo de origen hiperbóreo que se vincula a una de las tradiciones más antiguas de la humanidad, si no incluso a la primera de todas, a la verdadera tradición primordial; y este simbolismo podría dar lugar a amplios desarrollos, que no podrían encontrar aquí su lugar, pero que quizá tengamos ocasión de exponer algún día6.

     

    En lo que viene a continuación no tenemos intención de remontarnos hasta los orígenes, y todos nuestros ejemplos serán tomados de épocas mucho más cercanas a nosotros, circunscritas incluso únicamente en lo que podemos llamar la última parte del Kali-Yuga, la que es accesible a la historia ordinaria, y que exactamente comienza en el siglo VI antes de la era cristiana. No menos necesario era ofrecer estas nociones sumarias sobre el conjunto de la historia tradicional, sin las cuales el resto no sería comprendido sino de forma muy imperfecta, pues no se puede comprender verdaderamente una época cualquiera más que situándola en el lugar que ocupa dentro del todo del que es uno de los elementos; así, como hemos tenido que demostrar recientemente, las características particulares de la época moderna no se explican más que si se considera a ésta como constituyendo la fase final del Kali-Yuga. Bien sabemos que este punto de vista sintético es completamente contrario al espíritu de análisis que preside el desarrollo de la ciencia "profana", la única que conocen la mayoría de nuestros contemporáneos; pero precisamente conviene afirmarlo tanto más claramente cuanto que es más desconocido, y por otra parte es el único que pueden adoptar todos aquellos que, como nosotros, pretenden mantenerse estrictamente en la línea de la verdadera ortodoxia tradicional, sin ninguna concesión a ese espíritu moderno que, jamás insistiremos demasiado, no hace sino uno con el propio espíritu antitradicional.

     

    Sin duda, la tendencia que prevalece actualmente es tratar de "legendarios" e incluso de "míticos" los hechos de la historia más lejana, tales como aquellos a los cuales acabamos de aludir, o incluso algunos otros que no obstante son mucho menos antiguos, como los que podremos tratar a continuación, porque escapan a los medios de investigación de que disponen los historiadores "profanos". Quienes así piensan, en virtud de costumbres adquiridas por una educación que hoy en día no es demasiado a menudo sino una deformación mental, podrán al menos, si a pesar de todo han conservado ciertas posibilidades de comprehensión, tomar estos hechos simplemente por su valor simbólico; sabemos, en cuanto a nosotros, que este valor nada quita a su realidad propia en tanto que hechos históricos, pero es en suma lo que más importa, puesto que les confiere un significado superior, de un orden mucho más profundo que el que en sí mismos pueden tener; y este es un punto que requiere de ciertas explicaciones.

     

    Todo lo que es, bajo cualquier modo que sea, participa necesariamente de los principios universales, y no es nada sino por participación en dichos principios, que son las esencias eternas e inmutables contenidas en la permanente actualidad del Intelecto divino; en consecuencia, se puede decir que todas las cosas, por contingentes que sean en sí mismas, traducen o representan a los principios a su manera y según su orden de existencia, pues, de otro modo, no serían sino una pura nada. Así, de un orden a otro, todo se encadena y se corresponde para concurrir a la armonía universal y total, pues la armonía, como ya hemos indicado, no es sino el reflejo de la unidad principial en la multiplicidad del mundo manifestado; y esta correspondencia es el verdadero fundamento del simbolismo. Tal es la razón de que las leyes de un dominio inferior siempre puedan ser tomadas para simbolizar las realidades de un orden superior, en el que tienen su razón profunda, que es a la vez su principio y su fin; y señalaremos de paso, en esta ocasión, el error de las modernas interpretaciones "naturalistas" de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Por ejemplo, para no considerar más que una de las teorías más extendidas en nuestros días, los símbolos o los mitos jamás han tenido el papel de representar el movimiento de los astros, aunque lo que es cierto es que a menudo se encuentran figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente otra cosa, puesto que las leyes de este movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los que dependen; y en esto se fundamenta la verdadera astrología de los antiguos. Lo inferior puede simbolizar a lo superior, pero lo contrario es imposible; por otra parte, si el símbolo estuviera más alejado del orden sensible que aquello que representa, en lugar de estar más próximo, ¿cómo podría cumplir la función a la que está destinado, que es la de hacer la verdad más accesible al hombre ofreciéndole un "soporte" para su concepción? Por lo demás, es evidente que el empleo de un simbolismo astronómico, por retomar el mismo ejemplo, no impide en absoluto que los fenómenos astronómicos existan como tales, y que tengan, en su propio orden, toda la realidad de la que son susceptibles; exactamente lo mismo ocurre con los hechos históricos, pues éstos, como todos los demás, expresan según su modo las verdades superiores y se adecuan a esta ley de correspondencia que acabamos de indicar. Estos hechos, también, existen realmente como tales, pero, al mismo tiempo, son igualmente símbolos; y, desde nuestro punto de vista, son mucho más dignos de interés en tanto que símbolos que en tanto que hechos; no puede ser de otra forma desde el momento en que pretendemos vincularnos a los principios, y es esto precisamente, como en otro lugar hemos explicado7, lo que distingue esencialmente a la "ciencia sagrada" de la "ciencia profana". Si hemos insistido un poco sobre ello es para que no se produzca ninguna confusión a este respecto: es necesario saber poner cada cosa en el rango que normalmente le corresponde; la historia, a condición de ser considerada como conviene, tiene, como todo el resto, su lugar en el conocimiento integral, pero carece de valor, bajo este aspecto, si no permite encontrar, en las propias contingencias que son su objeto inmediato, un punto de apoyo para elevarse por encima de tales contingencias. En cuanto al punto de vista de la historia "profana", que exclusivamente se apega a los hechos y no los supera, no tiene interés para nosotros, al igual que todo lo que depende del dominio de la simple erudición; no es entonces en absoluto como historiador, si se entiende en dicho sentido, como consideramos los hechos, y es esto lo que nos permite no tener de ningún modo en cuenta ciertos prejuicios "críticos" particularmente caros a nuestra época. Parece, por lo demás, que el empleo exclusivo de ciertos métodos ha sido impuesto a los historiadores modernos para impedirles ver claro en cuestiones a las que no había que tocar, por la simple razón de que habrían podido conducirlos a conclusiones contrarias a las tendencias "materialistas" que la enseñanza "oficial" tiene por misión hacer prevalecer; es evidente que, por nuestra parte, no nos sentimos en modo alguno obligados a mantener la misma reserva. Dicho esto, pensamos ya poder abordar directamente el tema de nuestro estudio, sin demorarnos más en estas observaciones preliminares, que en suma no tienen como fin más que el definir lo más claramente posible el espíritu en el cual lo escribimos, y en el que igualmente conviene leerlo si verdaderamente se quiere comprender su sentido.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo II: FUNCIONES DEL SACERDOCIO Y DE LA REALEZA

     

    La oposición entre los poderes espiritual y temporal, bajo una forma u otra, se encuentra en casi todos los pueblos, lo que no tiene nada de sorprendente, puesto que corresponde a una ley general de la historia humana, relacionada, por lo demás, con todo el conjunto de esas leyes cíclicas" a las que, en casi todas nuestras obras, hemos hecho frecuentes alusiones. Para los períodos más antiguos, esta oposición se halla habitualmente, en los datos tradicionales, expresada bajo una forma simbólica, tal como hemos indicado anteriormente en lo que concierne a los Celtas; pero no es este aspecto de la cuestión lo que nos proponemos especialmente desarrollar aquí. Retendremos sobre todo, por el momento, dos ejemplos históricos, tomados uno de Oriente y otro de Occidente: en la India, el antagonismo de que se trata se encuentra en la forma de la rivalidad entre Brahmanes y Chatrias, de la que mencionaremos algunos episodios; en la Europa de la Edad Media aparece sobre todo como lo que se ha llamado la querella entre el Sacerdocio y el Imperio, aunque también haya tenido entonces otros aspectos más particulares, aunque no menos característicos, como se verá posteriormente1. Por otra parte, no sería muy difícil comprobar que la misma lucha se prosigue aún en nuestros días, aunque, debido al desorden moderno y a la "mezcla de las castas", se complica con elementos heterogéneos que pueden disimularla a veces ante la mirada de un observador superficial.

     

    No es que se haya contestado, generalmente al menos y aparte de algunos casos extremos, que ambos poderes, a los que podemos llamar el poder sacerdotal y el poder real, pues son éstas sus verdaderas denominaciones tradicionales, tengan uno y otro su razón de ser y su dominio propio. En suma, el debate no alcanza habtualmente más que sobre la cuestión de las relaciones jerárquicas que deben existir entre ellos; se trata de una lucha por la supremacía, y esta lucha se produce invariablemente de la misma manera: vemos a los guerreros, depositarios del poder temporal, tras haber estado en un principio sometidos a la autoridad espiritual, rebelarse contra ella y declararse independientes de toda potencia superior, o incluso intentar subordinar a esta autoridad de la que no obstante, en el origen, habían reconocido su poder, y hacer de ella un instrumento al servicio de su propia dominación. Tan sólo esto basta para demostrar que debe haber, en tal rebeldía, una inversión de las relaciones normales; pero ésta se ve aún mucho más claramente al considerar a estas relaciones como siendo, no simplemente las de dos funciones sociales más o menos claramente definidas y en las que cada una puede tener la natural tendencia a alzarse sobre la otra, sino las de dos dominios en los cuales se ejercen respectivamente dichas funciones; son, en efecto, las relaciones entre ambos dominios lo que debe lógicamente determinar las de los poderes correspondientes.

     

    Sin embargo, antes de abordar directamente estas consideraciones, debemos formular algunas observaciones que facilitarán su comprensión, precisando el sentido de algunos de los términos de los que deberemos servirnos constantemente; y ello es tanto más necesario cuanto que tales términos, en el uso corriente, han adoptado un significado bastante vago y a veces muy alejado de su concepción original. En primer lugar, si hablamos de dos poderes, y si podemos hacerlo en los casos en los que cabe, por razones diversas, guardar entre ellos una especie de simetría exterior, preferimos no obstante, más frecuentemente y para marcar mejor la distinción, emplear, para el orden espiritual, la palabra "autoridad", más bien que la de "poder", que reservaremos al orden temporal, al cual conviene más propiamente cuando se quiere entender en su sentido estricto. En efecto, la palabra "poder" evoca casi inevitablemente la idea de potencia o de fuerza, y sobre todo de una fuerza material2, de una potencia que se manifiesta visiblemente fuera y que se afirma mediante el empleo de medios exteriores; y tal es, por propia definición, el poder temporal3. Por el contrario, la autoridad espiritual, interior por esencia, no se afirma sino por sí misma, independientemente de todo apoyo sensible, y en cierto modo se ejerce invisiblemente; si puede hablarse aquí de potencia o de fuerza no es sino por transposición analógica, y, al menos en el caso de una autoridad espiritual en estado puro, si así puede decirse, debe comprenderse que se trata de una potencia totalmente intelectual, cuyo nombre es "sabiduría", y de la sola fuerza de la verdad4.

     

    Algo que también precisa ser explicado, e incluso un poco más ampliamente, son las expresiones, que hace un momento hemos empleado, de poder sacerdotal y de poder real; ¿qué debe entenderse exactamente por sacerdocio y por realeza? Comenzando con ésta última, diremos que la función real comprende todo lo que, en el orden social, constituye el "gobierno" propiamente dicho, y ello incluso aunque este gobierno no tenga forma monárquica; esta función, en efecto, es la que propiamente pertenece a la casta de los Chatrias, y el rey no es sino el primero de ellos. La función de que se trata es en cierto modo doble: administrativa y judicial por un lado, militar por otro, pues debe asegurar el mantenimiento del orden, ya sea dentro, como función reguladora y equilibradora, ya fuera, como función protectora de la organización social; ambos elementos constitutivos del poder real están, en diversas tradiciones, simbolizados respectivamente por la balanza y por la espada. Se ve con ello que "poder regio" es realmente sinónimo de "poder temporal", incluso tomando a este último en toda la extensión de que es susceptible; pero la idea mucho más restringida que el Occidente moderno se hace de la realeza puede impedir que esta equivalencia aparezca inmediatamente, y por ello ha sido necesario formular esta definición, que jamás deberá perderse de vista a partir de ahora.

     

    En cuanto al sacerdocio, su función esencial es la conservación y la transmisión de la doctrina tradicional, en la que toda organización social regular encuentra sus principios fundamentales; esta función, por lo demás, es evidentemente independiente de todas las formas especiales que puede revestir la doctrina para adaptarse, en su expresión, a las condiciones particulares de tal pueblo o de tal época, y que no afectan en nada el fondo mismo de esta doctrina, que permanece siempre y en todas partes idéntica e inmutable, desde el momento en que se trata de tradiciones auténticamente ortodoxas. Es fácil comprender que la función del sacerdocio no es precisamente la que las concepciones occidentales, especialmente hoy en día, atribuyen al "clero" o a los "sacerdotes", o que, al menos, si bien puede serlo en cierta medida y en algunos casos, también puede ser algo distinto. En efecto, lo que posee propiamente el carácter "sagrado" es la doctrina tradicional y lo que se refiere directamente a ella, y esta doctrina no toma necesariamente la forma religiosa5; "sagrado" y "religioso" no son equivalentes en modo alguno, y el primero de ambos términos es mucho más extenso que el segundo; si bien la religión forma parte del dominio "sagrado", éste comprende elementos y modalidades que no tienen en absoluto nada de religiosos; y el sacerdocio, como su nombre indica, se refiere, sin ninguna restricción, a todo lo que verdaderamente puede ser llamado "sagrado".

     

    La verdadera función del sacerdocio es pues, ante todo, una función de conocimiento y de enseñanza6 y por ello, como hemos dicho anteriormente, su atributo propio es la sabiduría; con seguridad, algunas otras funciones más exteriores, como el cumplimiento de los ritos, le pertenecen igualmente, porque requieren del conocimiento de la doctrina, al menos en principio, y participan del carácter "sagrado" inherente a ésta; pero tales funciones no son sino secundarias, contingentes y en cierto modo accidentales7. Si, en el mundo occidental, lo accesorio parece aquí haberse convertido en la función principal, si no incluso en la única, es porque la naturaleza real del sacerdocio se ha olvidado casi por completo; éste es uno de los efectos de la desviación moderna, que niega la intelectualidad8, y que, si bien no ha podido hacer desaparecer toda enseñanza doctrinal, al menos la ha "minimizado" y relegado a un segundo plano. No siempre ha sido así, y la propia palabra "clero" nos ofrece la prueba, pues, originariamente, "clérigo" significaba "sabio"9, y se opone a "laico", que designa al hombre del pueblo, es decir, al "vulgar", asimilado al ignorante o al "profano", a quien no se puede pedir sino que crea en lo que no es capaz de comprender, porque es éste el único medio de hacerle participar en la tradición en la medida de sus posibilidades10. Es incluso curioso notar que las personas que, en nuestra época, se vanaglorian de llamarse "laicos", así como aquellas a quienes place titularse "agnósticos", y que por otra parte a menudo son las mismas, no hacen con ello sino jactarse de su propia ignorancia; y, para que no se percaten de que tal es el sentido de las etiquetas con las que se adornan, es preciso que esta ignorancia sea en efecto muy grande y verdaderamente irremediable.

     

    Si bien el sacerdocio es, por esencia, el depositario del conocimiento tradicional, ello no significa que tenga el monopolio del mismo, puesto que su misión consiste, no solamente en conservarlo integralmente, sino también en comunicarlo a todos aquellos que sean aptos para recibirlo, en distribuirlo en cierto modo jerárquicamente según la capacidad intelectual de cada uno. Todo conocimiento de este orden tiene entonces su origen en la enseñanza sacerdotal, que es el órgano de su transmisión regular; y lo que aparece como más particularmente reservado al sacerdocio, en razón de su carácter de pura intelectualidad, es la parte superior de la doctrina, es decir, el conocimiento de los propios principios, mientras que el desarrollo de ciertas aplicaciones conviene mejor a las aptitudes de otros hombres, a quienes sus funciones propias ponen en contacto directo y constante con el mundo manifestado, es decir, con el dominio al cual se refieren dichas aplicaciones. Es la razón de que veamos en la India, por ejemplo, que ciertas ramas secundarias de la doctrina han sido estudiadas más especialmente por los Chatrias, mientras que los Brahmanes no les conceden sino una importancia muy relativa, estando sin cesar su atención fijada en el orden de los principios trascendentes e inmutables, de los que todo el resto no son más que consecuencias accidentales, o, si se toman las cosas en sentido inverso, sobre el objetivo supremo del que todo el resto no son más que medios contingentes y subordinados11. Existen incluso libros tradicionales particularmente destinados al uso de los Chatrias, ya que presentan aspectos doctrinales adaptados a su naturaleza propia12; hay "ciencias tradicionales" que convienen sobre todo a los Chatrias, mientras que la metafísica pura es patrimonio de los Brahmanes13. No hay aquí nada que no sea perfectamente legítimo, pues tales aplicaciones o adaptaciones forman también parte del conocimiento sagrado considerado en su integralidad, y, por otra parte, aunque la casta sacerdotal no se interese directamente en ellas, son sin embargo obra suya, ya que es la única que está cualificada para controlar su perfecta conformidad con los principios. Aún así, puede ocurrir que los Chatrias, cuando entran en rebeldía contra la autoridad espiritual, desconozcan el carácter relativo y subordinado de dichos conocimientos, a los que al mismo tiempo consideran como su bien propio, y nieguen haberlos recibido de los Brahmanes, y que, finalmente, lleguen a pretenderlos superiores a aquellos que son posesión exclusiva de estos últimos. Lo que de ello se deriva es, en las concepciones de los Chatrias rebeldes, la inversión de las relaciones normales entre los principios y sus aplicaciones, o incluso a veces, en los casos más extremos, la pura y simple negación de todo principio trascendente; se trata entonces, en todos los casos, de la sustitución de la "metafísica" por la "física", entendiendo ambos términos en su sentido rigurosamente etimológico, o, en otras palabras, lo que puede ser llamado "naturalismo", como veremos a continuación14.

     

    De esta distinción, en el conocimiento sagrado o tradicional, de dos órdenes a los que se puede, de manera general, designar como el de los principios y el de las aplicaciones, o aún, según lo que acabamos de decir, como el orden "metafísico" y el orden "físico", se derivaba, en los misterios antiguos, tanto en Oriente como en Occidente, la distinción entre lo que se llamaba los "grandes misterios" y los "pequeños misterios", implicando éstos, en efecto, esencialmente el conocimiento de la naturaleza, y aquellos el conocimiento de lo que está más allá de la naturaleza15. Esta misma distinción corresponde precisamente a la existente entre la "iniciación sacerdotal" y la "iniciación real", es decir, que los conocimientos que eran impartidos en estas dos clases de misterios eran los que se consideraban necesarios para el ejercicio de las respectivas funciones de los Brahmanes y los Chatrias, o de lo que era el equivalente de estas castas en las instituciones de diversos pueblos16; pero, por supuesto, es el sacerdocio el que, en virtud de su función de enseñanza, confería igualmente las dos iniciaciones, y el que aseguraba así la legitimidad efectiva, no sólo de sus propios miembros, sino también de aquellos de la casta a la que pertenecía el poder temporal; y de ello, como veremos, procede el "derecho divino" de los reyes17. Si esto es así, es porque la posesión de los "grandes misterios" implica, a fortiori y como "por añadidura", la de los "pequeños misterios"; como toda consecuencia y toda aplicación está contenida en el principio del que procede, la función superior implica "eminentemente" las posibilidades de las funciones inferiores18; necesariamente es así en toda jerarquía verdadera, es decir, fundada sobre la naturaleza misma de los seres.

     

    Hay todavía un punto que debemos señalar, al menos sumariamente y sin insistir demasiado: junto a las expresiones de "iniciación sacerdotal" y de "iniciación real", y por así decir de forma paralela, se encuentran también las de "arte sacerdotal" y "arte real", que designan la puesta en práctica de los conocimientos adquiridos en las correspondientes iniciaciones, con todo el conjunto de las "técnicas" que dependen de sus respectivos dominios19. Estas denominaciones se conservaron durante largo tiempo en las antiguas corporaciones, y la segunda, la de "arte real", ha tenido incluso un destino bastante singular, pues se ha transmitido hasta la Masonería moderna, aunque es evidente que ya no subsiste, así como muchos otros términos y símbolos, más que como un vestigio incomprendido del pasado. En cuanto a la designación de "arte sacerdotal", ha desaparecido completamente; sin embargo, convenía evidentemente al arte de los constructores de catedrales de la Edad Media, del mismo modo que a los constructores de los templos de la Antigüedad; pero debió producirse posteriormente una confusión entre ambos dominios, debido a una pérdida al menos parcial de la tradición, consecuencia de las usurpaciones de lo temporal sobre lo espiritual; se perdió así incluso el nombre de "arte sacerdotal", sin duda en la época del Renacimiento, que señala en efecto, bajo todos los aspectos, la consumación de la ruptura del mundo occidental con sus propias doctrinas tradicionales20.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo III: CONOCIMIENTO Y ACCIÓN

     

    Hemos dicho anteriormente que las relaciones entre los poderes espiritual y temporal deben ser determinadas por las de sus respectivos dominios; reconducida así a su principio, la cuestión nos parece muy simple, pues no es distinta, en el fondo, que la de las relaciones entre el conocimiento y la acción. Se podría objetar a ello que, según lo que acabamos de exponer, los depositarios del poder temporal deben también poseer normalmente un determinado conocimiento; pero, aparte de que no lo poseen por sí mismos, sino que lo reciben de la autoridad espiritual, este conocimiento no atañe sino a las aplicaciones de la doctrina, y no a los principios mismos; no es entonces, propiamente hablando, más que un conocimiento por participación. El conocimiento por excelencia, el único que verdaderamente merece ese nombre en la plenitud de su sentido, es el conocimiento de los principios, independientemente de toda aplicación contingente, y es éste el que pertenece exclusivamente a aquellos que poseen la autoridad espiritual, porque no hay en él nada que dependa del orden temporal, incluso entendido en su acepción más amplia. Por el contrario, cuando se pasa a las aplicaciones, nos encontramos en ese orden temporal, puesto que el conocimiento ya no es considerado entonces únicamente en sí mismo y por sí mismo, sino en tanto que da a la acción su ley; y es en esta medida que es necesario a aquellos cuya función propia depende esencialmente del dominio de la acción.

    Es evidente que el poder temporal, en sus diversas formas militar, judicial y administrativa, está por completo involucrado en la acción; se encuentra entonces, por sus propias atribuciones, encerrado en los mismos límites que ésta, es decir, en los límites del mundo al que se puede llamar propiamente "humano", comprendiendo, por añadidura, en este término, posibilidades mucho más amplias de las que habitualmente se consideran. Por el contrario, la autoridad espiritual se funda enteramente en el conocimiento, ya que, como se ha visto, su función esencial es la conservación y la enseñanza de la doctrina, y su dominio es ilimitado como la propia verdad1; lo que le está reservado por la naturaleza misma de las cosas, aquello que no puede comunicar a los hombres cuyas funciones son de otro orden, y ello porque sus posibilidades no lo implican, es el conocimiento trascendente y "supremo"2, el que supera el dominio "humano" e incluso, más generalmente, el mundo manifestado, el que es, no ya "físico", sino "metafísico" en el sentido etimológico de la palabra. Debe comprenderse que no se trata aquí de una voluntad de la casta sacerdotal de guardar sólo para sí el conocimiento de ciertas verdades, sino de una necesidad que directamente se desprende de las diferencias de naturaleza que existen entre los seres, diferencias que, como ya hemos dicho, son la razón de ser y el fundamento de la distinción de las castas. Los hombres que están hechos para la acción no están hechos para el puro conocimiento, y, en una sociedad constituida sobre bases verdaderamente tradicionales, cada uno debe desempeñar la función para la cual está realmente "cualificado"; de otro modo, no hay más que confusión y desorden, ninguna función se desempeña como debiera, y es esto precisamente lo que se produce en la época actual.

     

    Bien sabemos que, a causa de esta confusión, las consideraciones que aquí exponemos no pueden más que parecer muy extrañas en el mundo occidental moderno, en el que lo que se llama "espiritual" a menudo no tiene sino una muy lejana relación con el punto de vista estrictamente doctrinal y con el conocimiento desprendido de todas las contingencias. Se puede incluso, a este respecto, hacer una curiosa observación: hoy en día nadie se limita a distinguir entre lo espiritual y lo temporal, como sería legítimo e incluso necesario, sino que se tiene la pretensión de separarlos radicalmente; y justamente ocurre que ambos órdenes jamás han estado tan mezclados como en el presente, y que, sobre todo, las preocupaciones temporales nunca han afectado tanto a aquello que debería serle absolutamente independiente; sin duda, es inevitable que sea así, en razón de las condiciones mismas de nuestra época, a las que hemos descrito en otro lugar. Debemos, además, para evitar toda falsa interpretación, declarar claramente que lo que aquí decimos no concierne sino a lo que anteriormente hemos llamado autoridad espiritual en estado puro, y sería necesario abstenerse de buscar ejemplos de ello a nuestro alrededor. Se podrá incluso, si se quiere, pensar que no se trata aquí sino de un tipo teórico y en cierto modo "ideal", aunque, a decir verdad, esta manera de considerar las cosas no sea enteramente la nuestra; reconocemos que, de hecho, en las aplicaciones históricas, es siempre necesario tener en cuenta las contingencias en cierta medida, pero, sin embargo, no tomamos a la civilización del Occidente moderno sino por lo que es, o sea, una desviación y una anomalía, que por otra parte se explica por su correspondencia con la última fase del Kali-Yuga.

     

    Pero volvamos a las relaciones entre el conocimiento y la acción; ya hemos tenido ocasión de tratar este tema con cierto desarrollo3, y, en consecuencia, no repetiremos aquí todo lo que dijimos entonces; pero es no obstante indispensable recordar al menos los puntos más esenciales. Hemos considerado la antítesis entre Oriente y Occidente, en el presente estado de las cosas, como pudiendo en suma reducirse a esto: Oriente mantiene la superioridad del conocimiento sobre la acción, mientras que el Occidente moderno afirma por el contrario la superioridad de la acción sobre el conocimiento, y ello cuando no llega a la completa negación de éste; decimos solamente el Occidente moderno, pues fue de un modo muy distinto en la Antigüedad y en la Edad Media. Todas las doctrinas tradicionales, sean orientales u occidentales, son unánimes en afirmar la superioridad e incluso la trascendencia del conocimiento sobre la acción, con respecto a la cual desempeña en cierto modo el papel del "motor inmóvil" de Aristóteles, lo que, por supuesto, no quiere decir que la acción no tenga también su lugar legítimo y su importancia en su orden, pero este orden no es sino el de las contingencias humanas. El cambio sería imposible sin un principio del que procediera y que, precisamente por ser su principio, no puede estar sometido a él, luego es forzosamente "inmóvil", siendo el centro de la "rueda de las cosas"4; al igual, la acción, que pertenece al mundo del cambio, no puede tener su principio en sí misma; toda la realidad de la que es susceptible la extrae de un principio que se encuentra más allá de su dominio, y que no puede estar sino en el conocimiento. Sólo éste, en efecto, permite salir del mundo del cambio o del "devenir" y de las limitaciones que le son inherentes, y, cuando alcanza lo inmutable, lo que es el caso del conocimiento principial o metafísico, que es el conocimiento por excelencia5, posee la inmutabilidad, ya que todo conocimiento verdadero es esencialmente identificación con su objeto. La autoridad espiritual, al implicar este conocimiento, posee en sí misma la inmutabilidad; el poder temporal, por el contrario, está sometido a todas las vicisitudes de lo contingente y lo transitorio, a menos que un principio superior le comunique, en la medida compatible con su naturaleza y su carácter, la estabilidad que no puede obtener por sus propios medios. Este principio no puede ser sino el que está representado por la autoridad espiritual; el poder temporal tiene entonces necesidad, para subsistir, de una consagración que le venga de ésta; es esta consagración la que proporciona su legitimidad, es decir, su conformidad con el orden mismo de las cosas. Tal era la razón de ser de la "iniciación regia", a la que hemos definido en el anterior capítulo; en ello consiste propiamente el "derecho divino" de los reyes, o lo que la tradición extremo-oriental denomina el "mandato del Cielo"; se trata del ejercicio del poder temporal en virtud de una delegación de la autoridad espiritual, a la que este poder pertenece "eminentemente", tal como hemos explicado6. Toda acción que no proceda del conocimiento carece de principio y no es más que una vana agitación; del mismo modo, todo poder temporal que ignore su subordinación frente a la autoridad espiritual es igualmente vano e ilusorio; separado de su principio, no podrá ejercerse más que una manera desordenada, e irá fatalmente a su perdición.

     

    Puesto que acabamos de hablar del "mandato del Cielo", no estará fuera de lugar referir aquí cómo, según el propio Confucio, debe ser cumplido este mandato: "Los antiguos príncipes, para hacer brillar las virtudes naturales en el corazón de todos los hombres, se aplicaban en primer lugar a gobernar bien sus principados. Para gobernar bien sus principados, ponían antes en orden sus familias. Para poner orden en sus familias, trabajaban antes en perfeccionarse a sí mismos. Para perfeccionarse a sí mismos, ordenaban antes los movimientos de sus corazones. Para ordenar los movimientos de sus corazones, tornaban antes su voluntad perfecta. Para tornar su voluntad perfecta, desarrollaban sus conocimientos al máximo. Desarrollaban sus conocimientos escrutando la naturaleza de las cosas. Una vez escrutada la naturaleza de las cosas, los conocimientos alcanzaban su más alto grado. Habiendo llegado los conocimientos a su más alto grado, la voluntad se hacía perfecta. Siendo perfecta la voluntad, los movimientos del corazón se ordenaban. Ordenados tales movimientos, todo hombre está exento de defectos. Tras haberse corregido a sí mismo, se establece el orden en la familia. Reinando el orden en la familia, el principado está bien gobernado. Estando bien gobernado el principado, muy pronto todo el reino disfruta de la paz"7. Deberá reconocerse que hay aquí una concepción del papel del soberano que difiere singularmente de la idea que de ello se hace el Occidente moderno, y que lo convierte por otra parte en algo muy difícil de cumplir, aunque también le da un alcance muy diferente; y particularmente se observará que el conocimiento está expresamente indicado como la primera condición para el establecimiento del orden, incluso en el dominio temporal.

     

    Es fácil ahora comprender que la inversión de las relaciones entre el conocimiento y la acción, en una civilización, es una consecuencia de la usurpación de la supremacía por parte del poder temporal; éste, en efecto, debe entonces pretender que no existe ningún dominio superior al suyo, que es precisamente el de la acción. Sin embargo, si bien las cosas se presentan así, no llegan todavía al punto en que las vemos actualmente, donde todo valor es negado al conocimiento; para que así sea, es preciso que los propios Chatrias hayan sido desposeídos de su poder por las castas inferiores8. En efecto, como hemos indicado anteriormente, los Chatrias, incluso rebeldes, tienen más bien tendencia a afirmar una doctrina truncada, falseada por la ignorancia o por la negación de todo lo que supera el orden "físico", pero en la cual subsisten aún ciertos conocimientos reales, aunque inferiores; pueden incluso albergar la pretensión de hacer pasar a esta doctrina incompleta e irregular por la expresión de la verdadera tradición. Hay aquí una actitud que, aunque condenable con respecto a la verdad, no está desprovista todavía de cierta grandeza9 ; por otra parte, términos como los de "nobleza", "heroísmo", "honor", ¿no son, en su acepción original, la designación de las cualidades que son esencialmente inherentes a la naturaleza de los Chatrias? Por el contrario, cuando los elementos correspondientes a las funciones sociales de un orden inferior llegan a dominar a su vez, toda doctrina tradicional, incluso mutilada o alterada, desaparece enteramente; ni siquiera subsiste el menor vestigio de la "ciencia sagrada", y es el reino del "saber profano", es decir, de la ignorancia, lo que se toma por ciencia y se complace en su nada. Todo esto podría resumirse en unas pocas palabras: la supremacía de los Brahmanes mantiene la ortodoxia doctrinal; la rebelión de los Chatrias conduce a la heterodoxia; pero con la dominación de las castas inferiores, entramos en la noche intelectual, y es ella lo que domina actualmente en Occidente, que por otra parte amenaza con extender sus propias tinieblas sobre el mundo entero.

     

    Se nos reprochará quizá el hablar como si hubiera castas en todas partes, y el extender indebidamente a toda organización social denominaciones que no convienen propiamente más que a la India; y, sin embargo, puesto que tales denominaciones designan en suma funciones que necesariamente se encuentran en toda sociedad, no pensamos que dicha extensión sea abusiva. Es cierto que la casta no solamente es una función, que también es, y ante todo, lo que, en la naturaleza de los individuos humanos, los hace aptos para desempeñar esa función preferentemente a cualquier otra; pero tales diferencias de naturaleza y de aptitudes existen también en todo lugar donde haya hombres. La diferencia entre una sociedad en la que hay castas, en el verdadero sentido de la palabra, y otra en la que no las hay, consiste en que en la primera se da una normal correspondencia entre la naturaleza de los individuos y las funciones que ejercen, con la única reserva de los errores de aplicación que, en todo caso, no son sino excepciones, mientras que, en la segunda, esta correspondencia no existe, o, al menos, no se encuentra sino accidentalmente; y este último caso es el que se produce cuando la organización social carece de base tradicional10. En los casos normales siempre hay algo comparable a la institución de las castas, con las debidas modificaciones requeridas por las condiciones propias a tal o cual pueblo; pero la organización que encontramos en la India es la que representa el tipo más completo, en tanto que aplicación de la doctrina metafísica al orden humano, y esta única razón bastaría en suma para justificar el lenguaje que hemos adoptado con preferencia sobre todo otro que hubiéramos podido tomar de instituciones que, por su forma más especializada, tienen un campo de aplicación mucho más limitado, y, en consecuencia, no pueden ofrecer las mismas posibilidades para la expresión de ciertas verdades de orden completamente general11. Hay, por otra parte, otra razón, que, siendo más contingente, no por ello es despreciable, y es ésta: es muy notorio que la organización social de la Edad Media occidental estaba exactamente calcada sobre la división de las castas, correspondiendo el clero a los Brahmanes, la nobleza a los Chatrias, el tercer estado a los Vaisyas y los siervos a los Sudras; no se trataba de castas en toda la acepción de la palabra, pero esta coincidencia, que con seguridad no tiene nada de fortuito, permite efectuar muy fácilmente una transposición de términos para pasar de uno a otro de ambos casos; y esta observación encontrará su aplicación en los ejemplos históricos que consideraremos a continuación.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo IV: NATURALEZA RESPECTIVA DE LOS BRAHMANES Y DE LOS CHATRIAS

     

     

    Sabiduría y fuerza, tales son los atributos respectivos de los Brahmanes y de los Chatrias, o, si se prefiere, de la autoridad espiritual y del poder temporal; es interesante notar que, entre los antiguos egipcios, el símbolo de la Esfinge, en uno de sus significados, reunía precisamente estos dos atributos considerados según sus relaciones normales. En efecto, la cabeza humana puede ser considerada como figurando la sabiduría, y el cuerpo de león, la fuerza; la cabeza es la autoridad espiritual que dirige, y el cuerpo es el poder temporal que actúa. Es, además, digno de señalar que la Esfinge siempre está figurada en reposo, tomándose aquí el poder temporal en estado "no actuante" en su principio espiritual en el que está contenido "eminentemente", es decir, tan sólo en tanto que posibilidad de acción, o, mejor dicho, en el principio divino que unifica lo espiritual y lo temporal, estando más allá de su distinción, y siendo la fuente común de la que ambos proceden, aunque el primero directamente y el segundo de manera indirecta y por mediación del primero. En otro lugar encontramos un símbolo verbal que, por su constitución jeroglífica, es un exacto equivalente de aquel: es el nombre de los Druidas, que se lee dru-vid, en el que la primera raíz significa la fuerza, y la segunda la sabiduría1; y la reunión de ambos atributos en ese nombre, como la de los dos elementos de la Esfinge en un solo y mismo ser, además de indicar que la realeza está implícitamente contenida en el sacerdocio, es sin duda un recuerdo de la lejana época en que los dos poderes estaban todavía unidos, en estado de indistinción primordial, en su principio común y supremo2.

    Ya hemos consagrado un estudio especial a este principio supremo de los dos poderes3; indicábamos entonces cómo, de visible que era en un principio, se hizo invisible y se ocultó, retirándose del "mundo exterior" a medida que éste se alejaba de su estado primordial, lo que necesariamente debía conducir a la aparente división de ambos poderes. Hemos demostrado también cómo ese principio se encuentra, bajo nombres y símbolos diversos, en todas las tradiciones, y cómo aparece especialmente en la tradición judeo-cristiana en las figuras de Melquisedec y de los Reyes Magos. Recordaremos tan sólo que, en el Cristianismo, el reconocimiento de este principio único subsiste siempre, al menos teóricamente, y se afirma por la consideración de las dos funciones sacerdotal y real como inseparables en la persona misma de Cristo. Desde cierto punto de vista, por otra parte, ambas funciones, referidas así a su principio, pueden ser consideradas como siendo en cierto modo complementarias, luego, aunque la segunda, a decir verdad, posea su principio inmediato en la primera, hay no obstante entre ellas, en su propia distinción, una especie de correlación. En otras palabras, desde el momento en que el sacerdocio no implica, de manera habitual, el ejercicio efectivo de la realeza, es preciso que los representantes respectivos del sacerdocio y de la realeza extraigan su poder de una fuente común, que está "más allá de las castas"; la diferencia jerárquica que existe entre ellas consiste en que el sacerdocio recibe su poder directamente de esta fuente, con la cual está en contacto inmediato por su propia naturaleza, mientras que la realeza, en razón del carácter más exterior y propiamente terrestre de su función, no puede recibir el suyo sino por mediación del sacerdocio. Éste, en efecto, desempeña verdaderamente el papel de "mediador" entre el Cielo y la Tierra; y no es casual que la plenitud del sacerdocio haya recibido, en las tradiciones occidentales, el nombre simbólico de "pontificado", pues, tal y como dijo San Bernardo, "el Pontífice, como lo indica la etimología de su nombre, es una especie de puente entre Dios y el hombre"4. Si es posible entonces remontarse al origen primero de ambos poderes, sacerdotal y real, es en el "mundo celestial" donde es preciso buscarlo; esto, por lo demás, puede interpretarse real y simbólicamente a la vez5; pero esta cuestión es de aquellas cuyo desarrollo desbordaría el marco del presente estudio, y, si hemos ofrecido una breve visión de conjunto, es porque no vamos a poder evitar, en lo que sigue, aludir a veces a esta fuente común de los dos poderes.

    Retomando lo que ha sido el punto de partida de esta digresión, es evidente que los atributos de sabiduría y de fuerza se refieren respectivamente al conocimiento y a la acción; por otra parte, en la India, todavía se dice, en conexión con el mismo punto de vista, que el Brahmán es el tipo de los seres estables, y que el Chatria es el tipo de los seres mudables6; en otros términos, en el orden social, que por lo demás está en perfecta correspondencia con el orden cósmico, el primero representa el elemento inmutable, y el segundo el elemento móvil. Aquí aún, la inmutabilidad es la del conocimiento, que por otra parte está figurado sensiblemente por la postura inmóvil del hombre en meditación; la movilidad, por su parte, es aquella que es inherente a la acción, a causa del carácter transitorio y momentáneo de ésta. En fin, la naturaleza propia del Brahmán y la del Chatria se distinguen fundamentalmente por el predominio de un guna diferente; como en otro lugar hemos explicado7, la doctrina hindú considera tres gunas, cualidades constitutivas de los seres en todos sus estados de manifestación: sattwa, la conformidad a la pura esencia del Ser universal, que se identifica con la luz inteligible o con el conocimiento, y es representado como una tendencia ascendente; rajas, el impulso expansivo, según el cual el ser se desarrolla en un determinado estado y, en cierto modo, en un nivel determinado de la existencia; finalmente, tamas, la oscuridad, asimilado a la ignorancia, y representado como una tendencia descendente. Los gunas están en perfecto equilibrio en la indiferenciación primordial, y toda manifestación representa una ruptura de este equilibrio; estos tres elementos están en todos los seres, pero en proporciones diversas, que determinan las respectivas tendencias de dichos seres. En la naturaleza del Brahmán predomina sattwa, orientándole hacia los estados supra-humanos; en la del Chatria, rajas, que tiende a la realización de las posibilidades comprendidas en el estado humano8. Al predominio de sattwa corresponde el de la intelectualidad; al de rajas, lo que, a falta de un término más adecuado, podemos llamar la sentimentalidad; y ésta es otra justificación de lo anteriormente mencionado, que el Chatria no está hecho para el puro conocimiento: la vía que le conviene es la vía a la que podría denominarse "devocional", si se nos permite emplear tal término para significar, bastante imperfectamente por otra parte, la palabra sánscrita bhakti, es decir, la vía que toma como punto de partida un elemento de orden emotivo; y, aunque esta vía se halle también fuera de las formas propiamente religiosas, el papel del elemento emotivo no está en parte alguna tan desarrollado como en éstas, en las que colorea con un tinte especial la expresión de la doctrina al completo.

    Esta última observación permite advertir la verdadera razón de ser de estas formas religiosas: convienen particularmente a las razas cuyas aptitudes están, de manera general, dirigidas sobre todo a la acción, es decir, a aquellas que, consideradas colectivamente, tienen en ellas un predominio de elementos "rajásicos", característicos de la naturaleza de los Chatrias. Este caso es el del mundo occidental y, por ello, como ya en otro lugar hemos señalado9, se dice en la India que, si Occidente regresara a un estado normal y poseyera de nuevo una organización social regular, se encontrarían muchos Chatrias, pero pocos Brahmanes; también por ello la religión, entendida en su sentido más estricto, es algo propiamente occidental. Además, es lo que explica que no parezca haber, en Occidente, autoridad espiritual pura, o que al menos no se afirme exteriormente como tal, con las características que hemos precisado anteriormente. La adaptación religiosa, así como la constitución de cualquier otra forma tradicional, es sin embargo debida a una verdadera autoridad espiritual, en el sentido más completo de la palabra; y esta autoridad, que aparece entonces desde fuera como religiosa, puede también, al mismo tiempo, ser algo distinto en sí misma, en tanto existan en su seno verdaderos Brahmanes, y por ello entendemos una élite intelectual que conserve conciencia de aquello que está más allá de todas las formas particulares, es decir, de la esencia profunda de la tradición. Para una élite tal, la forma no puede desempeñar más que un papel de "soporte", y, por otra parte, ofrece un medio de hacer participar en la tradición a aquellos que no tienen acceso a la pura intelectualidad; pero estos últimos, naturalmente, no ven nada más allá de la forma, ya que sus propias posibilidades intelectuales no les permiten ir más lejos, y, en consecuencia, la autoridad espiritual no tiene que mostrarse a ellos bajo otro aspecto que el que corresponde a su naturaleza10, aunque su enseñanza, incluso la exterior, esté siempre inspirada en el espíritu de la doctrina superior11. Pero también puede ocurrir que, una vez realizada la adaptación, quienes son los depositarios de esta forma tradicional se encuentren a su vez encerrados en ella, al haber perdido la conciencia efectiva de lo que se encuentra más allá; esto, por otra parte, puede ser debido a diversas circunstancias, especialmente a la "mezcla de las castas", en razón de la cual puede suceder que entre ellos se encuentren hombres que, en realidad, son en su mayor parte Chatrias; es fácil comprender, por lo que acabamos de decir, que este caso sea posible principalmente en Occidente, tanto más cuanto que la forma religiosa puede prestarse particularmente a ello. En efecto, la combinación de elementos intelectuales y sentimentales que caracteriza a esta forma crea una especie de dominio mixto, en el que el conocimiento es considerado mucho menos en sí mismo que en su aplicación a la acción; si la distinción entre la "iniciación sacerdotal" y la "iniciación real" no se ha mantenido de una forma clara y rigurosa, se tiene entonces un terreno intermedio en el que pueden producirse toda clase de confusiones, sin necesidad de hablar de ciertos conflictos que ni siquiera serían concebibles si el poder temporal tuviera frente a sí a una autoridad espiritual pura12.

    No vamos aquí a investigar cuál es, de las dos posibilidades que acabamos de indicar, la que corresponde actualmente al estado religioso del mundo occidental, y la razón de ello es fácil de comprender: una autoridad religiosa no puede tener la apariencia de lo que hemos denominado una autoridad espiritual pura, incluso aunque posea interiormente su realidad; ciertamente hubo un tiempo en el que poseyó esta realidad, pero ¿la posee aún efectivamente ahora?13 Sería muy difícil de responder, pues, cuando la verdadera intelectualidad se ha perdido tan completamente como en la época moderna, es natural que la parte superior e "interior" de la tradición se haga cada vez más oculta e inaccesible, puesto que quienes son capaces de comprenderla ya no son sino una ínfima minoría; queremos, hasta que no se nos demuestre lo contrario, admitir que pueda ser así y que la conciencia de la tradición integral, con todo lo que ella implica, subsista aún efectivamente en algunos, por poco numerosos que sean. Por otra parte, incluso aunque esta conciencia haya desaparecido por completo, no por ello dejaría de ser cierto que toda forma tradicional regularmente constituida, tan sólo por la conservación de la "letra" al abrigo de toda alteración, mantiene siempre la posibilidad de su restauración, que se producirá si algún día se encuentran, entre los representantes de esta forma tradicional, hombres que posean las aptitudes intelectuales requeridas. En todo caso, aunque, por cualquier medio, tuviéramos a este respecto datos más precisos, no los expondríamos aquí públicamente a menos de ser obligados por circunstancias excepcionales, y ello porque una autoridad que no es más que religiosa es sin embargo aún, en el caso más desfavorable, una autoridad espiritual relativa; queremos decir que, sin ser una autoridad espiritual plenamente efectiva, lleva en sí la virtualidad para ello, que extrae de su origen, y, por ello, siempre puede desempeñar su función en el exterior14; cumple entonces legítimamente su papel frente al poder temporal, y debe ser verdaderamente considerada como tal en sus relaciones con éste. Quienes hayan comprendido nuestro punto de vista podrán sin dificultad darse cuenta de que, en caso de conflicto entre una autoridad espiritual, sea cual sea, incluso relativa, y un poder puramente temporal, siempre debemos situarnos en principio del lado de la autoridad espiritual; decimos en principio, pues debe quedar claro que no tenemos la menor intención de intervenir activamente en tales conflictos, ni sobre todo de adoptar una posición cualquiera en las querellas del mundo occidental, lo que, por otra parte, no sería en absoluto nuestro papel.

     

    No haremos entonces, en los ejemplos que vamos a considerar a continuación, distinciones entre aquellos en los que se trata de una autoridad espiritual pura y aquellos otros en los que puede no tratarse más que de una autoridad espiritual relativa; consideraremos como autoridad espiritual, en todos los casos, a aquella que socialmente desempeñe esta función; y, por lo demás, las notables similitudes que presentan todos estos casos, por alejados que puedan estar unos de otros en la historia, justificarán suficientemente esta asimilación. No tendríamos que establecer distinciones más que si se planteara la cuestión de la posesión efectiva de la pura intelectualidad, y, de hecho, ésta no se plantea aquí; igualmente, en cuanto a la autoridad vinculada exclusivamente a una determinada forma tradicional, no tendríamos por qué ocuparnos por delimitar exactamente sus fronteras, si se nos permite la expresión, más que en el caso en el que pretendiera franquearlas, y estos casos no son de aquellos que vamos ahora a examinar. Sobre este último punto, recordaremos lo que antes dijimos: lo superior contiene "eminentemente" a lo inferior; aquel que es competente en ciertos límites, que definen su dominio propio, lo es también entonces a fortiori en cuanto a todo lo que se encuentra a este lado de estos mismos límites, mientras que, por el contrario, no lo es en cuanto a lo que está más allá; si esta regla muy simple, al menos para quien posee una justa noción de la jerarquía, fuera observada y aplicada como conviene, ninguna confusión de dominios y ningún error de "jurisdicción", por decirlo así, se produciría jamás. Sin duda, algunos no verán, en las distinciones y reservas que hemos formulado, sino precauciones de una utilidad bastante dudosa, y otros se sentirán tentados a no atribuirles como mucho sino un valor puramente teórico; pero pensamos que hay otros que todavía comprenderán que, en realidad, son algo muy distinto, e invitamos a estos últimos a reflexionar con una atención muy particular.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo V: DEPENDENCIA DE LA REALEZA CON RESPECTO AL SACERDOCIO

     

    Volvamos ahora a las relaciones entre Brahmanes y Chatrias en la organización social de la India: a los Chatrias pertenece normalmente toda la potencia exterior, ya que el dominio de la acción, que es el que directamente les concierne, es el mundo exterior y sensible; pero tal potencia no es nada sin un principio interior, puramente espiritual, encarnado en la autoridad de los Brahmanes, y en el que encuentra su única garantía real. Se comprueba así que la relación entre ambos poderes podría también ser representada como la de lo "interior" y lo "exterior", relación que, en efecto, simboliza la existente entre el conocimiento y la acción, o, si se quiere, entre el "motor" y el "móvil", retomando la idea que anteriormente hemos expuesto al referirnos tanto a la teoría aristotélica como a la doctrina hindú1. De la armonía entre este "interior" y este "exterior", armonía que por lo demás no debe en absoluto ser concebida como una especie de "paralelismo", puesto que ello supondría desconocer las diferencias esenciales entre ambos dominios, resulta la vía normal de lo que puede denominarse la entidad social, sin pretender sugerir en el empleo de tal expresión una asimilación cualquiera entre la colectividad y un ser vivo, tanto más cuanto que, en nuestros días, algunos han abusado de modo extraño de dicha asimilación, tomando erróneamente por una identidad verdadera lo que no es más que analogía y correspondencia2.

    A cambio de la garantía que ofrece a su potencia la autoridad espiritual, los Chatrias deben, con ayuda de la fuerza de que disponen, asegurar a los Brahmanes el medio de cumplir en paz, al abrigo de la confusión y de la agitación, su propia función de conocimiento y de enseñanza; es lo que el simbolismo hindú representa en la figura de Skanda, el Señor de la guerra, protegiendo la meditación de Ganêsha, el Señor del conocimiento3. Cabe notar que lo mismo era enseñado, incluso exteriormente, en la Edad Media occidental; en efecto, santo Tomás de Aquino declara expresamente que todas las funciones humanas están subordinadas a la contemplación como a un fin superior, "de manera que, al considerarlas como es debido, todas aparecen al servicio de quienes contemplan la verdad", y que el gobierno de la vida civil tiene, en el fondo, como verdadera razón de ser, asegurar la paz necesaria para esta contemplación.

    Se ve cuán lejos está ello del punto de vista moderno, y también se observa que el predominio de la tendencia a la acción, tal como indudablemente existe entre los pueblos occidentales, no entraña necesariamente la depreciación de la contemplación, es decir, del conocimiento, al menos en tanto que tales pueblos posean una civilización de carácter tradicional, sea cual sea por otra parte la forma que revista la tradición, y que aquí era una forma religiosa, de donde el matiz teológico que, en la concepción de santo Tomás, se vincula siempre a la contemplación, mientras que, en Oriente, ésta es considerada en el orden de la metafísica pura.

    Por otra parte, en la doctrina hindú y en la organización social que constituye su aplicación, y por consiguiente en un pueblo en el que las aptitudes contemplativas, entendidas esta vez en un sentido de pura intelectualidad, son manifiestamente preponderantes e incluso están generalmente desarrolladas en un grado que quizá no se encuentre en parte alguna, el lugar que corresponde a los Chatrias, y en consecuencia a la acción, estando subordinado como normalmente debe estarlo, se halla no obstante muy lejos de ser despreciable, puesto que comprende todo aquello que puede ser llamado el poder aparente. Por otro lado, como ya hemos indicado en otra ocasión4, quienes, bajo la influencia de las interpretaciones erróneas que tienen lugar en Occidente, dudaran de esta importancia muy real, aunque relativa, concedida a la acción por la doctrina hindú, y también por todas las demás doctrinas tradicionales, no tendrían, para convencerse, más que acudir a la Bhagavad-Gîtâ, que, no debe olvidarse si quiere comprenderse su sentido, es uno de esos libros especialmente destinados al uso de los Chatrias y a los cuales hemos aludido anteriormente5. Los Brahmanes deben ejercer una autoridad en cierto modo invisible, que, como tal, puede ser ignorada por el vulgo, pero no deja de ser el principio inmediato de todo poder visible; dicha autoridad es como el pivote en torno al cual gira todo lo contingente, el eje fijo alrededor del cual el mundo cumple su revolución, el Polo o el centro inmutable que dirige y regula el movimiento cósmico sin participar en él6.

    La dependencia del poder temporal con respecto a la autoridad espiritual tiene su signo visible en la coronación de los reyes: éstos no son realmente "legítimos" sino cuando han recibido del sacerdocio la investidura y la consagración, que implica la transmisión de una "influencia espiritual" necesaria para el ejercicio regular de sus funciones7. Esta influencia se manifestaba a veces al exterior mediante efectos claramente sensibles, y citaremos como ejemplo el poder de curación de los reyes de Francia, que en efecto estaba directamente relacionado con la consagración; no era transmitida al rey por su predecesor, sino que simplemente la recibía por el hecho de la coronación. Esto demuestra que dicha influencia no pertenece propiamente al rey, sino que le es conferida por una especie de delegación de la autoridad espiritual, delegación en la que, como ya hemos indicado antes, consiste propiamente el "derecho divino"; el rey no es pues más que su depositario, y, en consecuencia, puede perderla en ciertos casos; por ello, en la "Cristiandad" de la Edad Media, el Papa podía liberar a las personas de su juramento de fidelidad al soberano8. Por añadidura, en la tradición católica, san Pedro es representado teniendo en sus manos no sólo la llave de oro del poder sacerdotal, sino también la llave de plata del poder real; ambas llaves eran, entre los antiguos romanos, uno de los atributos de Janus, y se trataba entonces de las llaves de los "grandes misterios" y de los "pequeños misterios" que, como ya hemos explicado, corresponden también respectivamente a la "iniciación sacerdotal" y a la "iniciación real"9. Es preciso observar a este respecto que Janus representa el origen común de los dos poderes, mientras que san Pedro es propiamente la encarnación del poder sacerdotal, al que las dos llaves son así transferidas porque es por su mediación que se trasmite el poder real, mientras que el primero es recibido directamente de la fuente común10.

    Lo que acabamos de decir define las relaciones normales entre la autoridad espiritual y el poder temporal; y, si estas relaciones fueran siempre y en todas partes observadas, jamás ningún conflicto podría interponerse entre una y otro, ocupando así cada uno su lugar en virtud de la jerarquía de las funciones y de los seres, jerarquía que, insistimos, es estrictamente conforme a la naturaleza misma de las cosas. Lamentablemente, de hecho, ello está lejos de ser siempre así, y tales relaciones normales a menudo han sido ignoradas e incluso invertidas; a este respecto, es importante notar en primer lugar que ya es un grave error considerar simplemente lo espiritual y lo temporal como dos términos correlativos o complementarios, sin percatarse de que éste tiene su principio en aquel. Dicho error puede ser cometido tanto más fácilmente cuanto que, como ya hemos indicado, tal consideración del complementarismo tiene también su razón de ser desde cierto punto de vista, al menos en el estado de división de los dos poderes, en el que uno no tiene en el otro su principio supremo y último, sino solamente su principio inmediato y también relativo. Tal y como hemos hecho notar en otro lugar en lo que concierne al conocimiento y a la acción11, dicho complementarismo no es falso, sino solamente insuficiente, porque no corresponde más que a un punto de vista que todavía es exterior, como por otra parte lo es la propia división entre ambos poderes, precisada por un estado del mundo en el que el poder único y supremo ya no está al alcance de la humanidad ordinaria. Se podría incluso decir que, cuando se diferencian, los dos poderes se presentan en principio forzosamente en una relación normal de subordinación, y que su concepción como correlativos aparece en una fase posterior de la marcha descendente del ciclo histórico; a esta nueva fase se refieren particularmente ciertas expresiones simbólicas que ponen especialmente en evidencia el aspecto del complementarismo, aunque una interpretación correcta pueda hacer reconocer también aquí una sugerencia de la relación de subordinación. Tal es principalmente el apólogo bien conocido, aunque poco comprendido en Occidente, del ciego y el paralítico, que en efecto representan, en uno de sus principales significados, las relaciones entre la vida activa y la vida contemplativa; la acción librada a sí misma es ciega, y la inmutabilidad esencial del conocimiento se traduce al exterior como una inmovilidad comparable a la del paralítico. El punto de vista del complementarismo está indicado por la ayuda mutua entre los dos hombres, en la que cada uno suple con sus propias facultades aquello de que carece el otro; y, si el origen de este apólogo, o al menos la consideración más especial de la aplicación que de él así se hace12, debe ser relacionada con el Confucianismo, es fácil comprender que en efecto éste debe limitarse a tal punto de vista, así como exclusivamente se mantiene en el orden humano y social. Indicaremos incluso, a propósito de ello, que, en China, la distinción entre el Taoísmo, doctrina puramente metafísica, y el Confucianismo, doctrina social, aun procediendo por lo demás uno y otro de una misma tradición integral que representa su principio común, corresponde muy exactamente a la distinción entre lo espiritual y lo temporal13; y debemos añadir que la importancia del "no-actuar" desde el punto de vista del Taoísmo justifica especialmente, para quien lo considere desde el exterior14, el simbolismo empleado en el apólogo en cuestión. No obstante, es necesario tener en cuenta que, en la asociación entre ambos hombres, es el paralítico el que desempeña el papel director, y su misma posición, montado sobre los hombros del ciego, simboliza la superioridad de la contemplación sobre la acción, superioridad que el propio Confucio estaba muy lejos de negar en principio, como atestigua el relato de su encuentro con Lao-Tsé, tal como ha sido conservado por el historiador Sse-ma-tsien; confesaba además que él no había "nacido en el conocimiento", es decir, que no había alcanzado el conocimiento por excelencia, que es el del orden metafísico puro, y que, como hemos dicho anteriormente, pertenece exclusivamente, por su propia naturaleza, a los depositarios de la verdadera autoridad espiritual15.

    De modo que, si es un error considerar a lo espiritual y lo temporal como simplemente correlativos, también lo es, e incluso más grave, el que consiste en pretender subordinar lo espiritual a lo temporal, es decir, en suma, el conocimiento a la acción; dicho error, que invierte completamente las relaciones normales, corresponde a la tendencia que, de una manera general, corresponde al Occidente moderno, y evidentemente no puede producirse sino en un período de decadencia intelectual muy avanzada. En nuestros días, por otra parte, algunos llegan incluso más lejos en este sentido, hasta la negación del valor propio del conocimiento como tal, y también, por una consecuencia lógica, pues ambas son estrechamente solidarias, hasta la negación pura y simple de toda autoridad espiritual; este último grado de degeneración, que implica el dominio de las castas más inferiores, es uno de los signos característicos de la fase final del Kali-Yuga. Si en particular consideramos la religión, puesto que es la forma especial que adopta lo espiritual en el mundo occidental, la inversión de las relaciones puede expresarse de la siguiente manera: en lugar de considerar el orden social al completo como derivando de la religión, como estando suspendido de ella en cierto modo y teniendo en ella su principio, tal como era en la "Cristiandad" de la Edad Media, y tal como igualmente lo es en el Islam, que a este respecto le es muy comparable, no se quiere hoy en día ver en la religión, a lo sumo, sino uno de los elementos del orden social, un elemento entre los otros y al mismo título que los otros; es la servidumbre de lo espiritual a lo temporal, o incluso su absorción, a la espera de la completa negación de lo espiritual que es su conclusión inevitable. En efecto, considerar las cosas de esta manera induce forzosamente a "humanizar" la religión, es decir, a tratarla como un hecho puramente humano, de orden social o más bien "sociológico" para unos, o de orden psicológico para otros; y, entonces, a decir verdad, ya no es religión, pues ésta implica esencialmente algo "supra-humano", a falta de lo cual ya no estamos en el dominio espiritual, siendo en realidad idénticos en el fondo lo temporal y lo humano, según lo que anteriormente hemos explicado; hay aquí entonces una verdadera negación implícita de la religión y de lo espiritual, sean cuales puedan ser sus apariencias, de tal modo que la negación explícita y probada será menos la instauración de un nuevo estado de cosas que el reconocimiento de un hecho cumplido. Así, la inversión de las relaciones prepara directamente la supresión del término superior, incluso la implica al menos virtualmente, al igual que la rebelión de los Chatrias contra la autoridad de los Brahmanes, tal como vamos a ver, prepara e impulsa, por así decir, el predominio de las castas más inferiores; y quienes hayan seguido hasta aquí nuestra exposición comprenderán sin demasiado esfuerzo que hay en esta relación algo más que una simple comparación.

    Capítulo VI: LA REBELIÓN DE LOS CHATRIAS

     

    En casi todos los pueblos, en diversas épocas, y cada vez más frecuentemente a medida que se acercan a nuestro tiempo, los depositarios del poder temporal tendieron, como hemos dicho, a hacerse independientes de toda autoridad superior, pretendiendo no obtener su propio poder sino de sí mismos y separar completamente lo espiritual de lo temporal, o incluso someter aquel a éste.

    En tal "insubordinación", en el sentido etimológico de la palabra, existen grados diferentes, de entre los cuales los más acentuados son también los más recientes, como hemos indicado en el anterior capítulo; las cosas jamás han llegado tan lejos en este sentido como en la época moderna, y sobre todo no parece que, anteriormente, las concepciones que le corresponden bajo diversos aspectos hayan sido jamás incorporadas a la mentalidad general como lo han hecho en el curso de los últimos siglos. Podríamos repetir especialmente, a propósito de ello, lo que ya en otro lugar hemos dicho acerca del "individualismo" considerado como característico del mundo moderno1: la función de la autoridad espiritual es la única que se refiere a un dominio supra-individual; desde el momento que esta autoridad es ignorada, es lógico que el individualismo aparezca inmediatamente, al menos como tendencia, si no como afirmación definida2, pues todas las restantes funciones sociales, comenzando por la función "gubernamental" que es la del poder temporal, son de orden puramente humano, y el individualismo es precisamente la reducción de toda la civilización tan sólo a sus elementos humanos. Ocurre igual con el "naturalismo", tal como indicábamos anteriormente: estando ligada la autoridad espiritual al conocimiento metafísico y trascendente, sólo ella tiene un carácter verdaderamente "sobrenatural"; el resto es de orden natural o "físico", como hacíamos notar en lo que concierne al género de conocimientos que es principalmente, en una civilización tradicional, patrimonio de los Chatrias. Por otra parte, individualismo y naturalismo son bastante estrechamente solidarios, pues apenas son, en el fondo, más que dos aspectos que adopta una sola y misma cosa, según se considere con respecto al hombre o con respecto al mundo; y podría constatarse, de una manera muy general, que la aparición de doctrinas "naturalistas" o antimetafísicas se produce cuando el elemento que representa el poder temporal adquiere, en una civilización, predominio sobre el que representa la autoridad espiritual3.

    Es lo que ocurrió en la propia India, cuando los Chatrias, no contentándose ya con ocupar el segundo rango en la jerarquía de las funciones sociales, aunque este segundo rango implicara el ejercicio de toda la potencia exterior y visible, se rebelaron contra la autoridad de los Brahmanes y quisieron liberarse de toda dependencia a su respecto. Aquí, la historia aporta una asombrosa confirmación de lo que decíamos antes, que el poder temporal se arruina a sí mismo al ignorar su subordinación frente a la autoridad espiritual, porque, como todo lo que pertenece al mundo del cambio, no puede bastarse a sí mismo, siendo el cambio inconcebible y contradictorio si carece de un principio inmutable. Toda concepción que niegue lo inmutable, situando al ser por entero en el "devenir", oculta en sí misma un elemento de contradicción; tal concepción es eminentemente antimetafísica, ya que el dominio metafísico es precisamente el de lo inmutable, el de lo que está más allá de la naturaleza o del "devenir"; y podría ser también llamada "temporal", para indicar con ello que su punto de vista es exclusivamente el de la sucesión; es necesario además señalar que el propio empleo de la palabra "temporal", cuando es aplicada al poder que es así denominado, tiene por razón de ser significar que este poder no se extiende más allá de lo que está inscrito en la sucesión, de lo que está sometido al cambio. Las modernas teorías "evolucionistas", en sus diversas formas, no son los únicos ejemplos de ese error que consiste en situar toda realidad en el "devenir", aunque hayan aportado un matiz especial con la introducción de la reciente idea de "progreso"; teorías de este género han existido desde la Antigüedad, especialmente entre los griegos, y este caso fue también el de ciertas formas de Budismo4, a las que por otra parte debemos considerar como formas degeneradas o desviadas, aunque, en Occidente, se haya tomado la costumbre de considerarlas como representando al "Budismo original". En realidad, cuanto más se estudia de cerca lo que es posible saber de éste, más diferente aparece de la idea que de él se hacen generalmente los orientalistas; en especial, parece establecido que no implicaba en modo alguno la negación del Atmâ o del "Sí", es decir, del principio permanente e inmutable del ser, que es precisamente lo que sobre todo tenemos aquí en cuenta. Que dicha negación haya sido introducida posteriormente en ciertas escuelas del Budismo indio por los Chatrias rebeldes o bajo su inspiración, o que solamente hayan querido utilizarla para sus propios fines, es algo que no intentaremos dilucidar, pues en el fondo importa poco, y las consecuencias son las mismas en todos los casos5. En efecto, ha podido verse, por lo que hemos expuesto, el vínculo directo que existe entre la negación de todo principio inmutable y la de la autoridad espiritual, entre la reducción de toda realidad al "devenir" y la afirmación de la supremacía de los Chatrias; y debemos añadir que, sometiendo al ser por completo al cambio, se le reduce por ello al individuo, pues lo que permite superar la individualidad, lo que es trascendente con respecto a ella, no puede ser sino el principio inmutable del ser; se comprueba entonces claramente aquí esa solidaridad entre el naturalismo y el individualismo que hemos indicado hace un momento6.

    Pero la rebelión superó su objetivo, y los Chatrias no fueron hábiles para detener, en el punto preciso en el que habrían podido adquirir ventaja, el movimiento que así habían desencadenado; fueron las castas más inferiores las que en realidad se aprovecharon de él, y ello se comprende fácilmente, pues, una vez comprometidos en tal pendiente, es imposible no descender hasta el final. La negación del Atmâ no era lo único que se introdujo en el Budismo desviado; también estaba la de la distinción de las castas, base de todo el orden social tradicional; y esta negación, dirigida primeramente contra los Brahmanes, no debía tardar en volverse contra los propios Chatrias7. En efecto, desde el instante que la jerarquía es negada en su mismo principio, no se explica cómo una casta cualquiera podría mantener la supremacía sobre las otras, ni, por lo demás, en nombre de qué pretendería imponerla; cualquiera, en tales condiciones, puede creer que tiene tanto derecho al poder como cualquier otro, por poco que materialmente disponga de la fuerza necesaria para adueñarse de él y para ejercerlo de hecho; y, si no es más que una simple cuestión de fuerza material, ¿no es evidente que ésta debe encontrarse en mayor grado en los elementos que a la vez son los más numerosos y, por sus funciones, los más alejados de toda preocupación relativa, siquiera indirectamente, a la espiritualidad? Con la negación de las castas, la puerta se abría así a todas las usurpaciones; también los hombres de la última casta, los Sudras, podían prevalecer; de hecho, se ha visto en ocasiones a algunos de ellos apoderarse de la realeza y, por una especie de "rechazo" que estaba en la lógica de los acontecimientos, desposeer a los Chatrias del poder que les hubo pertenecido en principio legítimamente, pero del que habían, por así decir, destruido ellos mismos su legitimidad8.

     

     

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    Capítulo VII: LAS USURPACIONES DE LA REALEZA Y SUS CONSECUENCIAS

     

    A veces de dice que la historia se repite, lo cual es falso, pues no puede haber en el universo dos seres ni dos acontecimientos que sean rigurosamente semejantes entre sí en todos los aspectos; si lo fueran, ya no serían dos, pues, coincidiendo en todo, pura y simplemente se confundirían, de forma que no serían más que un solo y mismo ser o un solo y mismo acontecimiento1. La repetición de posibilidades idénticas implica además una suposición contradictoria, la de una limitación de la posibilidad universal y total, y, como ya hemos explicado en otro lugar con todos los desarrollos necesarios2, es esto lo que permite rechazar teorías tales como las de la "reencarnación" y del "eterno retorno". Pero otra opinión no menos falsa es aquella que, en el extremo opuesto, consiste en pretender que los hechos históricos son completamente diferentes entre sí, que no tienen nada en común; la verdad es que siempre existen a la vez diferencias en ciertos aspectos y semejanzas en otros, y que, al igual que hay distintos géneros de seres en la naturaleza, también hay, en este dominio como en los demás, géneros de hechos; en otras palabras, hay hechos que son, en circunstancias distintas, manifestaciones o expresiones de una misma ley. Es la razón de que a veces se encuentren situaciones comparables, y que, si se olvidan las diferencias para no retener sino los puntos de similitud, pueden dar la impresión de una repetición; en realidad, jamás existe identidad entre los diferentes períodos de la historia, pero hay correspondencia y analogía, tanto aquí como entre los ciclos cósmicos o entre los estados múltiples de un ser; y, así como diferentes seres pueden pasar por fases comparables, con la reserva de las modalidades que son propias a la naturaleza de cada uno de ellos, lo mismo ocurre también en cuanto a los pueblos y las civilizaciones.

     

    Así, como hemos señalado antes, existe, a pesar de las grandes diferencias, una analogía indudable, y que jamás puede ser destacada lo bastante, entre la organización social de la India y la de la Edad Media occidental; entre las castas de una y las clases de la otra no hay identidad, sino correspondencia, pero dicha correspondencia no deja de ser importante, porque puede servir para demostrar, con una particular claridad, que todas las instituciones que presentan un carácter verdaderamente tradicional se basan en los mismos fundamentos naturales y no difieren en suma más que por una adaptación necesaria a las distintas circunstancias de tiempo y de lugar. Es necesario observar, por otra parte, que no pretendemos en absoluto sugerir con ello la idea de una adquisición que Europa, en esta época, habría tomado directamente de la India, lo que sería bastante poco verosímil; tan sólo decimos que hay aquí dos aplicaciones de un mismo principio, y, en el fondo, es lo único que importa, al menos desde el punto de vista en el que actualmente nos situamos. Nos reservamos entonces la cuestión de un origen común, que con seguridad no podría encontrarse, en todo caso, más que remontando muy lejos en el pasado; esta cuestión se relacionaría con la de la filiación de las diferentes formas tradicionales a partir de la gran tradición primordial, y esto es, se comprenderá sin esfuerzo, algo extremadamente complejo. Si no obstante señalamos tal posibilidad es porque no pensamos que, de hecho, estas similitudes tan precisas puedan explicarse de una manera totalmente satisfactoria fuera de una transmisión regular y efectiva, y también porque encontramos en la Edad Media muchos indicios concordantes, que muestran bastante claramente que había entonces en Occidente un vínculo consciente, al menos para algunos, con el verdadero "centro del mundo", fuente única de todas las tradiciones ortodoxas, mientras que, por el contrario, no vemos nada semejante en la época moderna.

     

    En Europa encontramos también, desde la Edad Media, una analogía con la rebelión de los Chatrias; la vemos incluso más particularmente en Francia, donde, a partir de Felipe el Hermoso, que debe ser considerado como uno de los principales autores de la desviación característica de la época moderna, la monarquía intenta casi constantemente hacerse independiente de la autoridad espiritual, conservando no obstante, por un singular ilogismo, la marca exterior de su dependencia original, puesto que, como ya hemos explicado, la consagración de los reyes no era otra cosa. Los "legistas" de Felipe el Hermoso son ya, mucho antes que los "humanistas" del Renacimiento, los verdaderos precursores del "laicismo" actual; y es en esta época, es decir, a principios del siglo XIV, a donde es preciso hacer remontar en realidad la ruptura del mundo occidental con su propia tradición. Por razones que sería arduo exponer aquí, y que por otra parte ya hemos indicado en otros estudios3, pensamos que el punto de partida de dicha ruptura estuvo muy claramente marcado por la destrucción de la Orden del Temple; recordaremos tan sólo que ésta constituía como un lazo entre Oriente y Occidente, y que, en el mismo Occidente, era, por su doble carácter religioso y guerrero, una especie de rasgo de unión entre lo espiritual y lo temporal, o quizá incluso este doble carácter deba ser interpretado como el signo de una relación más directa con la fuente común de ambos poderes4. Quizá se esté tentado de objetar que tal destrucción, si bien fue deseada por el rey de Francia, al menos fue realizada de acuerdo con el Papado; la verdad es que le fue impuesta al Papado, lo cual es muy diferente; y fue así como, invirtiendo las relaciones normales, el poder temporal comenzó desde entonces a servirse de la autoridad espiritual con fines de dominación política. Sin duda se dirá que el hecho de que esta autoridad espiritual se dejara subyugar así demuestra que ya no era lo que habría debido ser, y que sus representantes ya no poseían plena consciencia de su carácter trascendente; ello es cierto, y por lo demás es lo que explica y justifica, en esta misma época, las invectivas a menudo violentas de Dante a su respecto; pero no por ello dejaba de ser, a pesar de todo, frente al poder temporal, la autoridad espiritual, y de ella el primero obtenía su legitimidad. Los representantes del poder temporal no están, como tales, cualificados para reconocer si la autoridad espiritual que corresponde a la forma tradicional de la que dependen posee o no la plenitud de su realidad efectiva; incluso son incapaces de ello por definición, ya que su competencia está limitada a un dominio inferior; sea cual sea esta autoridad, si ignoran su subordinación con respecto a ella, comprometen con ello su legitimidad. Es necesario entonces tener cuidado en distinguir la cuestión de lo que puede ser una autoridad espiritual en sí misma, en tal o cual momento de su existencia, y la de sus relaciones con el poder temporal; la segunda es independiente de la primera, que no considera sino a quienes ejercen las funciones de orden sacerdotal o a quienes normalmente estarían cualificados para ejercerla; e, incluso aunque esta autoridad, por un defecto de sus representantes, hubiera perdido completamente el "espíritu" de su doctrina, tan sólo la conservación del depósito de la "letra" y de las formas exteriores en las que esta doctrina está en cierto modo contenida continuaría aún asegurándole la potencia necesaria y suficiente para ejercer válidamente su supremacía sobre lo temporal5, ya que esta supremacía está vinculada a la esencia misma de la autoridad espiritual y le pertenece en tanto que subsista regularmente, por disminuida que en sí misma pueda estar, pues la menor parcela de espiritualidad es incomparablemente superior a todo lo que depende del orden temporal. De ello resulta que, mientras que la autoridad espiritual puede y debe siempre controlar al poder temporal, ella misma no puede ser controlada por nada, al menos exteriormente6; por extraña que tal afirmación pueda parecer a los ojos de la mayoría de nuestros contemporáneos, no dudamos en declarar que no es más que la expresión de una verdad innegable7.

     

    Pero volvamos a Felipe el Hermoso, que nos ofrece un ejemplo particularmente típico para lo que nos proponemos explicar ahora: es digno de notar que Dante atribuye como móvil de sus acciones a la "codicia"8, que es un vicio de Vaisya, y no de Chatria; podría decirse que los Chatrias, desde el momento en que entran en estado de rebeldía, se degradan en cierto modo y pierden su carácter propio para adoptar el de una casta inferior. Podría incluso añadirse que tal degradación debe inevitablemente acompañar a la pérdida de su legitimidad; si los Chatrias son, por su falta, despojados de su derecho normal al ejercicio del poder temporal, es porque no son verdaderos Chatrias, es decir, porque su naturaleza ya no es tal que los haga aptos para desempeñar la que era su función propia. Si el rey no se limita ya a ser el primero de los Chatrias, es decir, el jefe de la nobleza, y a cumplir el papel "regulador" que le pertenece a este título, pierde entonces lo que constituye su razón de ser esencial, y, al mismo tiempo, se pone en oposición con esa nobleza de la que no era sino su emanación y como su expresión más acabada. Es así como vemos a la monarquía, para "centralizar" y absorber en ella los poderes que pertenecen colectivamente a la nobleza en su conjunto, entrar en lucha con ésta y trabajar con encarnizamiento para la destrucción del feudalismo, del que no obstante había surgido; por otra parte, no podía hacerlo más que apoyándose sobre el tercer estado, que corresponde a los Vaisyas; y es ésta la razón de que veamos, precisamente a partir de Felipe el Hermoso, a los reyes de Francia rodearse casi constantemente de burgueses, especialmente a aquellos que, como Luis XI y Luis XIV, han llevado muy lejos el trabajo de "centralización", del que la burguesía debía por lo demás recoger posteriormente los beneficios cuando se adueñó del poder mediante la Revolución.

     

    La "centralización" temporal es generalmente la marca de una oposición frente a la autoridad espiritual, y los gobiernos que la practican se esfuerzan por neutralizar así la influencia de aquella y sustituirla por la suya; por ello la forma feudal, que es aquella en la que los Chatrias pueden ejercer más completamente sus funciones normales, es, al mismo tiempo, la que parece convenir mejor a la organización regular de las civilizaciones tradicionales, tal como lo era la Edad Media. La época moderna, que es la de la ruptura con la tradición, podría, en el aspecto político, caracterizarse por la sustitución del sistema feudal por el sistema nacional; y es en el siglo XV cuando las "nacionalidades" comenzaron a constituirse, a través de ese trabajo de "centralización" del que acabamos de hablar. Hay razón al decir que la formación de la "nación francesa", en particular, fue obra de los reyes; pero estos, precisamente por tal motivo, prepararon sin saberlo su propia ruina9; y, si Francia fue el primer país de Europa en el que la monarquía fue abolida, es porque en Francia tuvo la "nacionalización" su punto de partida. Por otra parte, apenas hay necesidad de recordar que la Revolución fue ferozmente "nacionalista" y "centralizadora", y también el empleo propiamente revolucionario que se hizo, durante todo el curso del siglo XIX, del supuesto "principio de las nacionalidades"10; existe entonces una singular contradicción en el "nacionalismo" que esgrimen hoy ciertos adversarios declarados de la Revolución y de su obra. Pero lo más interesante ahora para nosotros es lo siguiente: la formación de las "nacionalidades" es esencialmente uno de los episodios de la lucha de lo temporal contra lo espiritual; y, si quiere llegarse al fondo de las cosas, se puede decir que precisamente por ello fue fatal para la monarquía, que, incluso aunque pareciera realizar todas sus ambiciones, no hacía más que correr hacia su perdición11.

     

    Hay una especie de unificación política, es decir, exterior, que implica el desconocimiento, si no la negación, de los principios espirituales que son lo único que puede realizar la verdadera y profunda unidad de una civilización, y las "nacionalidades" son un ejemplo de ello. En la Edad Media existía, en todo el Occidente, una unidad real, fundada sobre bases de orden propiamente tradicional, que era la de la "Cristiandad"; al formarse esas unidades secundarias, de orden puramente político, es decir, temporal y ya no espiritual, que son las naciones, esa gran unidad de Occidente fue irremediablemente rota, y la existencia efectiva de la "Cristiandad" llegó a su fin. Las naciones, que no son sino los fragmentos dispersos de la antigua "Cristiandad", las falsas unidades que sustituyen a la verdadera unidad por la voluntad de dominio del poder temporal, no podían vivir, debido a las propias condiciones de su constitución, más que oponiéndose unas a otras, luchando sin tregua entre sí en todos los campos12; el espíritu es unidad, la materia es multiplicidad y división, y cuanto más nos alejamos de la espiritualidad, más se acentúan y amplifican los antagonismos. Nadie dudará de que las guerras feudales, estrechamente localizadas, y por otra parte sometidas a una reglamentación restrictiva que emanaba de la autoridad espiritual, no eran nada en comparación con las guerras nacionales, que han desembocado, con la Revolución y el Imperio, en las "naciones en armas"13, y de las que en nuestros días hemos visto adoptar nuevos desarrollos muy poco tranquilizadores para el futuro.

     

    Por lo demás, la constitución de las "nacionalidades" hizo posibles verdaderas tentativas de subyugación de lo espiritual a lo temporal, implicando así una inversión completa de las relaciones jerárquicas entre ambos poderes; esta servidumbre encuentra su expresión más definida en la idea de una Iglesia "nacional", es decir, subordinada al Estado y encerrada en los límites de éste; y la misma palabra de "religión de Estado", bajo su voluntariamente equívoca apariencia, no significa en el fondo otra cosa; se trata de la religión de la que el gobierno temporal se sirve como de un medio para asegurar su dominio; es la religión reducida a no ser más que un simple factor del orden social14. Esta idea de Iglesia "nacional" vio la luz en primer lugar en los países protestantes, o, mejor dicho, es quizá especialmente para realizarla que se suscitó el Protestantismo, pues al parecer Lutero apenas fue, políticamente al menos, más que un instrumento de las ambiciones de ciertos príncipes alemanes, y es muy probable que, sin ello, incluso aunque se hubiera producido su revuelta contra Roma, las consecuencias habrían sido tan limitadas como las de muchas otras disidencias individuales que no fueron más que incidentes sin trascendencia. La Reforma es el síntoma más aparente de la ruptura de la unidad espiritual de la "Cristiandad", pero no fue ella la que comenzó, según la expresión de Joseph de Maistre, a "desgarrar la ropa sin costuras"; esta ruptura era entonces un hecho cumplido desde hacía largo tiempo, ya que, como hemos mencionado, su inicio se remonta en realidad a dos siglos antes; y podría hacerse una observación análoga con respecto al Renacimiento, que, por una coincidencia que nada tiene de fortuito, se produjo casi al mismo tiempo que la Reforma, y solamente cuando los conocimientos tradicionales de la Edad Media se habían perdido casi por completo. El Protestantismo fue entonces, a este respecto, más bien un desenlace que un punto de partida; pero, si ante todo fue, en realidad, obra de príncipes y soberanos, que la utilizaron en primer lugar con fines políticos, sus tendencias individualistas no debían tardar en volverse contra ellos, pues prepararon directamente la vía para las concepciones democráticas e igualitarias características de la época actual15.

     

    Retomando lo concerniente a la servidumbre de la religión con respecto al Estado, bajo la forma que acabamos de indicar, sería por lo demás un error creer que no se encontrarían ejemplos de ello fuera del Protestantismo16: si el cisma anglicano de Enrique VIII es el logro más completo en la constitución de una Iglesia "nacional", el propio galicanismo, tal como Luis XIV pudo concebirlo, no era otra cosa en el fondo; si tal intento hubiera triunfado, la vinculación con Roma sin duda hubiera subsistido en teoría, pero, prácticamente, los efectos habrían sido completamente anulados por la interposición del poder político, y la situación no habría sido sensiblemente diferente en Francia de lo que podría serlo en Inglaterra, si las tendencias de la fracción "ritualista" de la Iglesia anglicana llegaran definitivamente a prevalecer17. El Protestantismo, en sus diferentes formas, ha llevado las cosas al extremo; pero no es sólo en los países donde se estableció que la realeza destruyó su propio "derecho divino", es decir, el único fundamento real de su legitimidad, y, al mismo tiempo, la única garantía de su estabilidad; según lo que acabamos de exponer, la monarquía francesa, sin llegar a una ruptura tan manifiesta con la autoridad espiritual, actuó en suma exactamente de la misma forma, aunque utilizando otros medios más sutiles, e incluso parece que fue la primera en involucrarse en esta vía; aquellos de sus partidarios que le rinden una especie de culto apenas parecen percatarse de las consecuencias que ha entrañado, y que no podía dejar de entrañar, esta actitud. La verdad es que fue realeza la que con ello abrió inconscientemente el camino a la Revolución, y que ésta, al destruirla, no hizo más que ir un poco más lejos en el sentido del desorden en que la propia monarquía había comenzado a involucrarse. De hecho, en todo el mundo occidental, la burguesía se ha adueñado del poder, en el cual la realeza la había hecho en principio participar indebidamente; poco importa, por lo demás, que haya entonces abolido la monarquía como en Francia, o que la haya dejado subsistir nominalmente como en Inglaterra u otros lugares; el resultado es el mismo en todos los casos, el triunfo de lo "económico", su supremacía abiertamente proclamada. Pero, a medida que todo se hunde en la materialidad, crece la inestabilidad y los cambios se producen cada vez de forma más rápida; así, el reino de la burguesía no podrá tener sino una corta duración comparada con la del régimen al que sucedió; y, como la usurpación llama a la usurpación, después de los Vaisyas son ahora los Sudras los que, a su vez, aspiran a la dominación: es éste, exactamente, el significado del bolchevismo. No deseamos, a este respecto, formular ninguna previsión, pero sin duda no sería muy difícil extraer, de lo que precede, ciertas consecuencias para el futuro: si los elementos sociales más inferiores acceden al poder de una u otra manera, su reino será posiblemente el más breve de todos, y marcará la última fase de cierto ciclo histórico, puesto que ya no es posible descender más bajo; incluso aunque un tal acontecimiento no tuviera un alcance más general, es de suponer que al menos será, para Occidente, el fin del período moderno.

     

    Un historiador que se apoyara en los datos que hemos indicado podría sin duda desarrollar estas consideraciones casi indefinidamente, investigando hechos más particulares que harían resaltar, de una forma más precisa, lo que hemos querido principalmente demostrar18: esa responsabilidad poco conocida del poder real en el origen de todo el desorden moderno, esa primera desviación, en las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, que inevitablemente debía entrañar a todas las restantes. En cuanto a nosotros, no puede ser ese nuestro papel; solamente hemos querido ofrecer ejemplos destinados a aclarar una exposición sintética; debemos pues atenernos a las grandes líneas de la historia, y limitarnos a las indicaciones esenciales que se desprenden de la propia serie de los acontecimientos.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo VIII: PARAÍSO TERRENAL Y PARAÍSO CELESTIAL

     

    La constitución política de la "Cristiandad" medieval era, como hemos dicho, esencialmente feudal; su cúspide residía en una función, verdaderamente suprema en el orden temporal, que era la del Emperador, quien debía ser con respecto a los reyes lo que éstos, a su vez, eran con respecto a sus vasallos. Hay que decir, por otra parte, que esta concepción del Sacro Imperio era ante todo teórica y que jamás fue plenamente realizada, sin duda a causa de los propios Emperadores, que, desorientados por la amplitud de la potencia que les había sido conferida, fueron los primeros en dudar de su subordinación frente a la autoridad espiritual, de la que sin embargo obtenían su poder, como todos los restantes soberanos, e incluso todavía más directamente1. Fue esto lo que se ha convenido en llamar la querella entre el Sacerdocio y el Imperio, cuyas diversas vicisitudes son lo bastante conocidas como para que tengamos que recordarlas aquí, ni siquiera sumariamente, tanto más cuanto que el detalle de tales hechos importa poco para lo que nos proponemos; lo más interesante es comprender lo que verdaderamente habría debido ser el Emperador, y también qué es lo que ha podido dar nacimiento al error que le hizo tomar su supremacía relativa por una supremacía absoluta.

     

    La distinción entre el Papado y el Imperio provenía, en cierto modo, de una división de los poderes que, en la antigua Roma, habían sido reunidos en una sola persona, ya que, por entonces, el Imperator era al mismo tiempo Pontifex Maximus2; no vamos por lo demás a investigar aquí cómo puede explicarse, en este caso especial, esta reunión de lo espiritual y de lo temporal, pues correríamos el riesgo de perdernos en consideraciones bastante complejas3. Sea como fuere, el Papa y el Emperador no eran precisamente "las dos mitades de Dios", como escribió Víctor Hugo, sino más exactamente las dos mitades de ese Cristo-Janus que algunas figuraciones nos muestran teniendo en una mano una llave y en la otra un cetro, emblemas respectivos de los poderes sacerdotal y real unidos en él como en su principio común4. Esta asimilación simbólica de Cristo con Janus, en tanto que principio supremo de los dos poderes, es una marca muy clara de cierta continuidad tradicional, demasiado a menudo ignorada o negada de antemano, entre la antigua Roma y la Roma cristiana; no debe olvidarse que, en la Edad Media, el Imperio era "romano" como el Papado. Pero esta misma figuración nos ofrece también la razón del error que acabamos de indicar, y que debía ser fatal para el Imperio; dicho error consiste en suma en considerar como equivalentes las dos mitades de Janus, que en efecto lo son en apariencia, pero que, cuando representan a lo espiritual y a lo temporal, no pueden serlo en realidad; en otras palabras, es el mismo error que consiste en considerar a los dos poderes unidos mediante una relación de coordinación, cuando verdaderamente se trata de una relación de subordinación, puesto que, desde el momento están separados, mientras que uno procede directamente del principio supremo, el otro no procede de él sino indirectamente; ya nos hemos explicado suficientemente sobre ello en lo que precede como para que haya ahora lugar a insistir más.

     

    Dante, al final de su tratado De Monarchia, define de una forma muy clara las respectivas atribuciones del Papa y del Emperador; he aquí este importante pasaje: "La inefable Providencia de Dios propone al hombre dos fines, a saber: la felicidad de la vida presente, que consiste en el ejercicio de la virtud propia y que se simboliza por el paraíso terrenal; y la felicidad de la vida eterna, que consiste en el gozo de la visión de Dios, a la que la virtud humana no puede ascender si no es ayudada por la divina luz, felicidad ésta que nos es dado a entender como Paraíso celestial. A estas dos felicidades, como a dos distintas conclusiones, se puede llegar por diversos medios. En efecto, a la primera podemos llegar por las enseñanzas filosóficas, con tal que las sigamos, obrando de acuerdo con las virtudes morales e intelectuales. A la segunda podemos llegar por preceptos espirituales que transcienden la razón humana, con tal que los sigamos, obrando de acuerdo con las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Estas conclusiones y estos medios, bien que nos sean enseñados, los unos por la razón humana que nos es manifestada enteramente por los filósofos, los otros por el Espíritu Santo que nos ha revelado la verdad sobrenatural, necesaria para nosotros, por los profetas y escritores sagrados, y por el Hijo de Dios, Jesucristo, coeterno al Espíritu, y por sus discípulos, tales conclusiones y tales medios, la concupiscencia humana los haría abandonar si los hombres, semejantes a caballos que vagabundean en su bestialidad, no fueran conducidos por el freno en su camino. Por eso fue necesario al hombre tener una doble guía, de acuerdo con este doble fin, a saber: el Sumo Pontífice, que conduciría al género humano a la vida eterna según la Revelación, y el Emperador, que, según las enseñanzas filosóficas, la dirigiría a la felicidad temporal. Y como a este puerto nadie o muy pocos, y éstos pocos con las peores dificultades, podrían arribar, a no ser que, una vez que se haya serenado el oleaje, el género humano, libre de pasiones, pueda descansar en la tranquilidad de la paz, a este fin principalmente es al que debe tender el gobernador del orbe a quien llamamos Príncipe romano, es decir, a que en esta mansión de los mortales se viva libremente en paz5".

     

    Este texto precisa de cierto número de explicaciones para ser perfectamente comprendido, ya que no hay que dejarse engañar: bajo un lenguaje en apariencia puramente teológico, encierra verdades de un orden mucho más profundo, lo que por otra parte está de acuerdo con las costumbres de su autor y de las organizaciones iniciáticas a las que estaba vinculado6.

     

    Por otra parte, es bastante extraño, indiquémoslo de pasada, que quien escribió estas líneas haya podido a veces ser presentado como un enemigo del Papado; sin duda, tal como antes dijimos, denunció las insuficiencias y las imperfecciones que pudo comprobar en el estado del Papado en su época, y, particularmente, como una de sus consecuencias, el recurso demasiado frecuente a medios propiamente temporales, luego poco convenientes para la acción de una autoridad espiritual; pero supo no imputar a la propia institución los defectos de los hombres que la representaban circunstancialmente, lo que no siempre sabe hacer el individualismo moderno7.

     

    Si nos referimos a lo que ya hemos explicado, se verá sin dificultad que la distinción que Dante establece entre los dos fines del hombre corresponden muy exactamente a la de los "pequeños misterios" y los "grandes misterios", y también, en consecuencia, a la de la "iniciación real" y la "iniciación sacerdotal". El Emperador preside los "pequeños misterios", que conciernen al "Paraíso terrestre", es decir, la realización de la perfección del estado humano8; el Soberano Pontífice preside los "grandes misterios", que conciernen al "Paraíso celestial", es decir, a la realización de los estados supra-humanos, ligados así al estado humano por la función "pontifical" entendida en su sentido estrictamente etimológico9. El hombre, en tanto que tal, no puede evidentemente alcanzar por sí mismo sino el primero de estos fines, que puede ser llamado "natural", mientras que el segundo es propiamente "sobrenatural", ya que reside más allá del mundo manifestado; dicha distinción corresponde a la del orden "físico" y el orden "metafísico". Aparece aquí tan claramente como es posible la concordancia de todas las tradiciones, sean de Oriente o de Occidente: al definir como lo hemos hecho las atribuciones respectivas de los Chatrias y los Brahmanes, estábamos autorizados a no ver tan sólo en ello algo aplicable a una determinada forma de civilización, la de la India, puesto que las encontramos, definidas de una manera rigurosamente idéntica, en aquello que fue, antes de la desviación moderna, la civilización tradicional del mundo occidental.

     

    Dante asigna entonces por funciones al Emperador y al Papa el conducir a la humanidad respectivamente al "Paraíso terrestre" y al "Paraíso celestial"; la primera de ambas funciones se cumple "según la filosofía", y la segunda "según la Revelación"; pero estos términos requieren de una cuidadosa explicación. Es evidente, en efecto, que la "filosofía" no podría ser entendida aquí en su sentido ordinario y "profano", pues, si así fuera, sería manifiestamente incapaz de cumplir el papel que le es asignado; es necesario, para comprender aquello de que realmente se trata, restituir a esta palabra su significado primitivo, el que tenía para los Pitagóricos, que fueron los primeros en emplearla. Como en otro lugar hemos indicado10, esta palabra, significando etimológicamente "amor a la sabiduría", designa en primer lugar una disposición previa requerida para alcanzar la sabiduría, y también puede aludir, por una extensión natural, a la búsqueda que, naciendo de esa misma disposición, debe conducir al verdadero conocimiento; no es entonces sino un estadio preliminar y preparatorio, un camino hacia la sabiduría, así como el "Paraíso terrestre" es una etapa en la vía que conduce al "Paraíso celestial". Esta "filosofía", así entendida, es lo que se podría llamar, si se desea, la "sabiduría humana", ya que comprende el conjunto de todos los conocimientos que pueden ser alcanzados por las solas facultades del individuo humano, facultades sintetizadas por Dante en la razón, pues ésta es lo que propiamente define al hombre como tal; pero esta "sabiduría humana", precisamente por no ser más que humana, no es en absoluto la verdadera sabiduría, que se identifica con el conocimiento metafísico. Éste es esencialmente suprarracional, luego también supra-humano; y, del mismo modo que, a partir del "Paraíso terrestre", la vía del "Paraíso celestial" deja la tierra para "salire alle stelle", como dice Dante11, es decir, para elevarse a los estados superiores, figurados por las esferas planetarias y estelares en el lenguaje de la astrología, y por las jerarquías angélicas en el de la teología, las facultades individuales son impotentes para el conocimiento de todo aquello que supera el estado humano, y son precisos otros medios: es aquí cuando interviene la "Revelación", que es una comunicación directa con los estados superiores, comunicación que, como indicábamos anteriormente, es efectivamente establecida por el "pontificado". La posibilidad de esta "Revelación" se basa en la existencia de facultades trascendentes con respecto al individuo: sea cual sea el nombre que se le dé, ya se hable, por ejemplo, de "intuición intelectual" o de "inspiración", es siempre en el fondo lo mismo; el primero de estos términos podrá hacer pensar en un sentido en los estados "angélicos", que en efecto son idénticos a los estados supra-individuales del ser, y el segundo evocará sobre todo esa acción del Espíritu Santo a la cual Dante alude expresamente12; podrá decirse también que lo que es interiormente "inspiración", para aquel que la recibe directamente, será exteriormente "Revelación" para la colectividad humana a la que se ha transmitido por su mediación, en la medida en que tal transmisión es posible, es decir, en la medida de lo que es expresable. Naturalmente, no hacemos más que resumir aquí muy sumariamente y de una forma quizá algo simplificada un conjunto de consideraciones que, si se quisiera desarrollar de modo más completo, nos llevaría a ciertas complejidades y escaparían por otra parte de nuestro tema; lo que acabamos de decir es en todo caso suficiente para el fin que actualmente nos proponemos.

     

    En esta acepción, la "Revelación" y la "filosofía" corresponden respectivamente a las dos partes que, en la doctrina hindú, son designadas con los nombres de Shruti y de Smriti13; debemos señalar que, también aquí, decimos que existe correspondencia, y no identidad, pues la diferencia de las formas tradicionales implica una diferencia real de los puntos de vista desde los que las cosas son consideradas. La Shruti, que comprende todos los textos védicos, es fruto de la inspiración directa, y la Smriti es el conjunto de las consecuencias y aplicaciones diversas obtenidas mediante la reflexión; su relación es, en diversos aspectos, la del conocimiento intuitivo y el conocimiento discursivo; y, en efecto, de ambos modos de conocimiento, el primero es supra-humano, mientras que el segundo es propiamente humano. Al igual que el dominio de la "Revelación" es atribuido al Papado y el de la "filosofía" al Imperio, la Shruti concierne directamente a los Brahmanes, cuya principal ocupación es el estudio del Vêda, y la Smriti, que comprende el "Dharma-Shâstra" o "Libro de la Ley"14, luego la aplicación social de la doctrina, concierne más bien a los Chatrias, a los cuales están más especialmente destinados la mayoría de los libros contenidos en esta expresión. La Shruti es el principio del que deriva todo el resto de la doctrina, y su conocimiento, al implicar el de los estados superiores, constituye los "grandes misterios"; el conocimiento de la Smriti, es decir, de las aplicaciones en el "mundo del hombre", entendiendo por ello el estado humano integral, considerado en toda la extensión de sus posibilidades, constituye los "pequeños misterios"15. La Shruti es la luz directa, que, como la inteligencia pura, que al mismo tiempo es aquí la pura espiritualidad, corresponde al sol, y la Smriti es la luz reflejada, que, como la memoria, de la que lleva el nombre y que es la facultad "temporal" por definición, corresponde a la luna16; por ello, la llave de los "grandes misterios" es de oro, y la de los "pequeños misterios" de plata, pues el oro y la plata son, en el orden alquímico, el equivalente exacto de lo que son el sol y la luna en el orden astrológico. Ambas llaves, que eran las de Janus en la antigua Roma, constituían uno de los atributos del Soberano Pontífice, al que estaba esencialmente vinculada la función de "hierofante" o "maestro de misterios"; con el mismo título de Pontifex Maximus se han mantenido entre los principales emblemas del Papado, y, por lo demás, las sentencias evangélicas relativas al "poder de las llaves" no hacen en suma, así como igualmente ocurre con respecto a otros puntos, más que confirmar plenamente la tradición primordial. Puede ahora comprenderse, aún más completamente que por lo que antes habíamos explicado, por qué estas dos llaves son al mismo tiempo las del poder espiritual y el poder temporal; podría decirse, para expresar las relaciones entre ambos poderes, que el Papa debe guardar para sí la llave de oro del "Paraíso celestial", y confiar al Emperador la llave de plata del "Paraíso terrestre"; y acabamos de ver que, en el simbolismo, esta segunda llave era a veces reemplazada por el cetro, insignia más especial de la realeza17.

     

    Hay, en lo que precede, un punto sobre el que debemos llamar la atención, con objeto de evitar incluso la apariencia de una contradicción: hemos dicho, por un lado, que el conocimiento metafísico, que es la verdadera sabiduría, es el principio del que deriva cualquier otro conocimiento a título de aplicación en órdenes contingentes, y, por otro, que la "filosofía", en su sentido original, según el cual designa el conjunto de tales conocimientos contingentes, debe ser considerada como una preparación a la sabiduría; ¿cómo pueden conciliarse ambas afirmaciones? Ya en otro lugar nos hemos explicado sobre este asunto, a propósito del doble papel de las "ciencias tradicionales"18: hay aquí dos puntos de vista, uno descendente y el otro ascendente, correspondiendo el primero a un desarrollo del conocimiento que parte de los principios para llegar a las aplicaciones, cada vez más alejadas de éste, y el segundo a una adquisición gradual de este mismo conocimiento procediendo de lo inferior a lo superior, o también, si se quiere, de lo exterior a lo interior. Este segundo punto de vista corresponde entonces a la vía según la cual los hombres pueden ser conducidos al conocimiento, de una manera gradual y proporcionada a sus capacidades intelectuales; y es así que en primer lugar son conducidos al "Paraíso terrenal", y después al "Paraíso celestial"; pero este orden de enseñanza o de comunicación de la "ciencia sagrada" es inverso a su orden de constitución jerárquica. En efecto, todo conocimiento que verdaderamente posea el carácter de "ciencia sagrada", sea del orden que sea, no puede ser válidamente constituido sino por aquellos que, ante todo, poseen plenamente el conocimiento principial, y que, por ello mismo, son los únicos cualificados para realizar, conforme a la ortodoxia tradicional más rigurosa, todas las adaptaciones requeridas por las circunstancias de tiempo y de lugar; por ello, tales adaptaciones, cuando son regularmente efectuadas, son necesariamente obra del sacerdocio, al que por definición pertenece el conocimiento principial; y también por ello sólo el sacerdocio puede legítimamente conferir la "iniciación real", mediante la comunicación de los conocimientos que la constituyen. Puede deducirse de ello que las dos llaves, consideradas como siendo las del conocimiento en el orden "metafísico" y en el orden "físico", pertenecen ambas realmente a la autoridad sacerdotal, y es solamente por delegación, si así puede decirse, que la segunda es confiada a los depositarios del poder real. De hecho, cuando el conocimiento "físico" es separado de su principio trascendente, pierde su principal razón de ser y no tarda en convertirse en heterodoxo; es entonces cuando aparecen, tal como hemos explicado, las doctrinas "naturalistas", resultado de la adulteración de las "ciencias tradicionales" por parte de los Chatrias rebeldes; se trata ya de un caminar hacia la "ciencia profana", que será la obra propia de las castas inferiores y el signo de su dominación en el orden intelectual, si todavía, en semejante caso, puede hablarse de intelectualidad. Aquí, como en el orden político, la rebelión de los Chatrias prepara la vía a la de los Vaisyas y los Sudras; es así que, de etapa en etapa, se llega al más bajo utilitarismo, a la negación de todo conocimiento desinteresado, aunque sea de un rango inferior, y de toda realidad que supere el dominio sensible; es esto, exactamente, lo que podemos comprobar en nuestra época, en la que el mundo occidental casi ha llegado al último grado de ese descenso que, como la caída de los cuerpos pesados, se acelera sin pausa.

     

    Todavía nos queda, en el texto del De Monarchia, un punto que no hemos elucidado, y que no es menos digno de señalar que el resto de lo que hasta aquí hemos explicado: es la alusión a la navegación contenida en la última frase, según un simbolismo del que por lo demás Dante se sirve frecuentemente19. Entre los emblemas que fueron antaño los de Janus, el Papado no solamente ha conservado las llaves, sino también la barca, igualmente atribuida a san Pedro y convertida en la figura de la Iglesia20; su carácter "romano" exigía esta transmisión de símbolos, sin la cual no habría representado sino un simple hecho geográfico sin alcance real21. Quienes no vieran aquí sino "préstamos" de los que se estaría tentado de reprochar al Catolicismo darían con ello muestra de una mentalidad absolutamente "profana"; por nuestra parte, vemos en ello, en cambio, una prueba de esa regularidad tradicional sin la cual ninguna doctrina podría ser válida, y que se remonta de escalón en escalón hasta la gran tradición primordial; y estamos seguros de que ninguno de quienes comprenden el sentido profundo de estos símbolos podrá contradecirnos. La figura de la navegación ha sido empleada a menudo en la Antigüedad greco-latina: especialmente, podemos citar como ejemplos la expedición de los Argonautas a la conquista del "Vellocino de oro"22 o los viajes de Ulises; se la encuentra también en Virgilio y en Ovidio, e igualmente en la India esta imagen se encuentra a veces, y ya hemos tenido ocasión de citar en otro lugar una frase que contiene expresiones extrañamente semejantes a las de Dante: "el Yogui, dice Shankarâchârya, habiendo atravesado el mar de las pasiones, está unido a la tranquilidad y posee el "Sí" en su plenitud"23. El "mar de pasiones" es evidentemente lo mismo que las "olas de la codicia", y, en ambos textos, se trata igualmente de la "tranquilidad": en efecto, lo que representa la navegación simbólica es la conquista de la "gran paz"24. Ésta puede por lo demás entenderse de dos maneras, según se refiera al "Paraíso terrestre" o al "Paraíso celestial"; en este último caso, se identifica con la "luz de gloria" y la "visión beatífica"25; en el otro, es la "paz" propiamente dicha, en un sentido más restringido, aunque aún muy diferente del sentido "profano"; debe señalarse que Dante aplica la misma palabra de "beatitud" a los dos fines del hombre. La barca de san Pedro debe conducir a los hombres al "Paraíso celestial"; pero el papel del "príncipe romano", es decir, del Emperador, es el de conducirlos al "Paraíso terrestre", y también hay aquí una navegación26; por ello la "Tierra santa" de las diversas tradiciones, que no es sino ese "Paraíso terrestre", a menudo es representada como una isla: el objetivo asignado por Dante a "aquel que rige la tierra" es la realización de la "paz"27; el puerto hacia el cual debe dirigirse el género humano es la "isla sagrada" que permanece inmutable en medio de la agitación incesante de las olas, es la "Montaña de Salvación", el "Santuario de la Paz"28.

     

    Dejaremos aquí la explicación de este simbolismo, cuya comprensión, después de estas aclaraciones, no debe ya ofrecer la menor dificultad, al menos en la medida que es necesario para la inteligencia de los respectivos papeles del Imperio y del Papado; por otra parte, apenas podríamos decir más sobre ello sin entrar en un dominio que no queremos ahora abordar29. El citado pasaje del De Monarchia es, a nuestro entender, la exposición más clara y completa, en su voluntaria concisión, de la constitución de la "Cristiandad" y de la manera en que las relaciones de ambos poderes debían ser consideradas.

     

    Sin duda se nos preguntará la razón de que tal idea se haya mantenido como la expresión de un ideal que jamás debía ser realizado; lo extraño es que, en el preciso momento en que Dante la formuló así, los acontecimientos que se sucedieron en Europa eran justamente de tal calibre que debían impedir para siempre su realización. La obra entera de Dante es, en ciertos aspectos, como el testamento de la Edad Media agonizante; muestra lo que habría sido el mundo occidental si no hubiera roto con su tradición; pero, si ha podido producirse la desviación moderna, es porque, verdaderamente, ese mundo ya no poseía tales posibilidades, o al menos no eran sino el patrimonio de una élite muy restringida, que sin duda las realizó en sí misma, aunque sin que nada de ello pudiera pasar al exterior y reflejarse en la organización social. Había llegado ya entonces ese momento de la historia en que debía comenzar el período más oscuro de la "edad sombría"30 caracterizado, en todos los órdenes, por el desarrollo de las posibilidades más inferiores; y este desarrollo, avanzando siempre en el sentido del cambio y de la multiplicidad, debía desembocar inevitablemente en lo que hoy en día comprobamos: desde el punto de vista social, como desde cualquier otro punto de vista, la inestabilidad está en cierto modo en su máximo grado, el desorden y la confusión reinan en todas partes; jamás, con toda seguridad, la humanidad ha estado más alejada del "Paraíso terrestre" y de la espiritualidad primordial. ¿Es preciso concluir que este alejamiento es definitivo, que ningún poder temporal estable y legítimo regirá ya jamás en la tierra, que toda autoridad espiritual desaparecerá de este mundo, y que las tinieblas, extendiéndose de Occidente a Oriente, ocultarán para siempre a los hombres la luz de la verdad? Si ésta debiera ser nuestra conclusión, ciertamente no habríamos escrito estas páginas, así como tampoco, por otra parte, ninguna de nuestras restantes obras, pues ello sería, en esta hipótesis, un esfuerzo inútil; nos queda por decir por qué razón no pensamos que ello pueda ser así.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo IX. LA LEY INMUTABLE

     

    Las enseñanzas de todas las doctrinas tradicionales son, como se ha visto, unánimes en afirmar la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal y en no considerar como normal y legítima sino una organización social en la que se reconozca esta supremacía y se traduzca en las relaciones entre los poderes correspondientes a ambos dominios. Por lo demás, la historia muestra claramente que el desconocimiento de este orden jerárquico entraña siempre y en todas partes las mismas consecuencias: desequilibrio social, confusión de las funciones, dominio de los elementos inferiores, y también degeneración intelectual, olvido de los principios trascendentes, primero, para llegar después, de caída en caída, hasta la negación de todo verdadero conocimiento. Es preciso, por otra parte, insistir en que la doctrina, que permite prever que todo deba irremediablemente ocurrir de este modo, no tiene necesidad, en sí misma, de tal confirmación a posteriori; pero si, no obstante, creemos deber insistir sobre ello, es porque, siendo nuestros contemporáneos particularmente sensibles a los hechos en razón de sus tendencias y de sus costumbres mentales, hay aquí algo que les incita a reflexionar seriamente, y quizá es sobre todo por ello que pueden ser llevados a reconocer la verdad de la doctrina. Si esta verdad fuera reconocida, aunque tan sólo por una minoría, sería ya un resultado de una importancia considerable, ya que no es sino de esta forma como puede comenzar un cambio de orientación tendente a una restauración del orden normal; y esta restauración, sean cuales sean sus medios y modalidades, necesariamente se producirá tarde o temprano; sobre este último punto debemos dar aún algunas explicaciones.

     

    El poder temporal, hemos dicho, concierne al mundo de la acción y del cambio; ahora bien, no poseyendo el cambio en sí mismo su razón suficiente1, debe recibir de un principio superior su ley, tan sólo por la cual se integra en el orden universal; si, por el contrario, se pretende independiente de todo principio superior, ya no es, por ello mismo, sino puro y simple desorden. El desorden es, en el fondo, lo mismo que el desequilibrio, y, en el dominio humano, se manifiesta por lo que se llama la injusticia, pues hay identidad entre las nociones de justicia, orden, equilibrio, armonía... o, más precisamente, todo esto no son más que distintos aspectos de una sola y misma cosa, considerada de diferentes y múltiples maneras según los dominios en los que se aplique2. Ahora bien, según la doctrina extremo-oriental, la justicia está hecha de la suma de todas las injusticias, y, en el orden total, todo desorden se compensa por otro desorden; por ello, la revolución que eliminó a la realeza fue a la vez su consecuencia lógica y su castigo, es decir, la compensación de la anterior revuelta de esta misma realeza contra la autoridad espiritual. La ley es negada desde el instante en que se niega el principio mismo del que ella emana; pero sus negadores no han podido realmente suprimirla, y se vuelve así contra ellos; de este modo, el desorden debe finalmente entrar en el orden, al cual nada podría oponerse, si no es tan sólo en apariencia y de una forma totalmente ilusoria.

     

    Se objetará sin duda que la revolución, sustituyendo el poder de los Chatrias por el de las castas inferiores, no es más que una agravación del desorden, y, con seguridad, ello es cierto si no se consideran más que los resultados inmediatos; pero es precisamente esta misma agravación lo que impide al desorden perpetuarse indefinidamente. Si el poder temporal no perdiera su estabilidad al ignorar su subordinación con respecto a la autoridad espiritual, no habría ninguna razón para que cesara el desorden una vez se hubiera introducido en la organización social; pero hablar de la estabilidad del desorden es una contradicción en los términos, ya que no es en suma, si puede decirse, sino el cambio reducido a sí mismo; sería como pretender encontrar la inmovilidad en el movimiento. Cada vez que se acentúa el desorden, el movimiento se acelera, pues se da un paso más en el sentido del cambio puro y de la "instantaneidad"; por ello, como antes dijimos, cuanto más inferior es el orden de los elementos sociales que predominan, menos duradero es su dominio. Al igual que todo lo que no tiene más que una existencia negativa, el desorden se destruye a sí mismo; es en su propio exceso donde puede encontrarse el remedio a los casos más desesperados, puesto que la rapidez creciente del cambio necesariamente tendrá un término; y, en la actualidad, ¿no comienzan muchos a sentir más o menos confusamente que las cosas no podrán continuar así indefinidamente? Incluso aunque en el punto en que está el mundo no sea ya posible un enderezamiento sin una catástrofe, ¿es ésta una razón suficiente para no considerarlo a pesar de todo? Y, si ello se rechazara, ¿no constituiría ésta una forma del olvido de los principios inmutables, que están más allá de todas las vicisitudes de lo "temporal" y que, en consecuencia, ninguna catástrofe podría afectar? Anteriormente dijimos que la humanidad jamás ha estado tan alejada del "Paraíso terrestre" de como actualmente lo está; pero, sin embargo, no debe olvidarse que el fin de un ciclo coincide con el comienzo de otro; por lo demás, si nos remitimos al Apocalipsis, se verá que es en el límite extremo del desorden, casi en la aparente destrucción del "mundo exterior", cuando debe producirse el advenimiento de la "Jerusalén celestial", que será, para un nuevo período de la historia de la humanidad, el análogo de lo que fue el "Paraíso terrestre" para aquel que terminará en ese mismo momento3. La identidad entre los caracteres de la época moderna y aquellos que las doctrinas tradicionales indican para la fase final del Kali-Yuga permiten pensar, sin demasiado engaño, que esta eventualidad podría no ser demasiado lejana; y éste sería, con seguridad, tras el presente oscurecimiento, el completo triunfo de lo espiritual4.

     

    Si tales previsiones parecen demasiado aventuradas, como en efecto pueden parecerlo a quien no posea suficientes datos tradicionales para apoyarlas, pueden al menos recordarse los ejemplos del pasado, que claramente demuestran que todo lo que no se basa sino en lo contingente y lo transitorio pasa fatalmente, que siempre el desorden se desvanece y el orden finalmente se restaura, de modo que, incluso aunque a veces el desorden parezca triunfar, este triunfo no podría ser sino pasajero, y tanto más efímero cuanto mayor sea el desorden. Sin duda ocurrirá lo mismo, tarde o temprano, y quizá más temprano de lo que se estaría tentado de suponer, en el mundo occidental, donde el desorden, en todos los dominios, se ha llevado actualmente más lejos de lo que jamás lo ha estado en parte alguna; también aquí conviene esperar el fin; e, incluso aunque, como hay motivos para temer, este desorden debiera extenderse durante algún tiempo sobre toda la tierra, ello no bastaría para modificar nuestras conclusiones, pues no sería más que la confirmación de las previsiones que antes indicábamos en cuanto al fin de un ciclo histórico, y la restauración del orden debería solamente operarse, en este caso, en una escala mucho más vasta que en todos los ejemplos conocidos, pero, por ello mismo, sería incomparablemente más profunda e integral, ya que llegaría hasta ese retorno al "estado primordial" del que hablan todas las tradiciones5.

     

    Por otra parte, cuando uno se sitúa, como hacemos nosotros, en el punto de vista de las realidades espirituales, puede esperarse sin turbación y durante tanto tiempo como haga falta, pues éste es, como hemos dicho, el dominio de lo inmutable y de lo eterno; la agitación febril tan característica de nuestra época prueba que, en el fondo, nuestros contemporáneos se mantienen siempre en el punto de vista temporal, incluso cuando creen haberlo superado, y, a pesar de las pretensiones de algunos a este respecto, apenas saben lo que es la espiritualidad pura. Por lo demás, entre aquellos mismos que se esfuerzan en reaccionar contra el "materialismo" moderno, ¿cuántos hay que sean capaces de concebir esa espiritualidad fuera de toda forma especial, y más particularmente de una forma religiosa, y extraer los principios de toda aplicación a circunstancias contingentes? Entre quienes se erigen en defensores de la autoridad espiritual, ¿cuántos sospechan lo que puede ser esta autoridad en estado puro, tal y como anteriormente dijimos, y se dan verdaderamente cuenta de lo que son sus funciones esenciales, sin detenerse en las apariencias externas, sin reducirlo todo a una simple cuestión de ritos, cuyas razones profundas le son por otra parte totalmente incomprendidas, o de "jurisprudencia", que es algo absolutamente temporal? Entre aquellos que quisieran intentar una restauración de la intelectualidad, ¿cuántos hay que no la rebajen al nivel de una simple "filosofía", entendida esta vez en el sentido habitual y "profano" de la palabra, y que comprenden que, en su esencia y en su realidad profunda, intelectualidad y espiritualidad son una sola y la misma cosa bajo dos diferentes denominaciones? Entre aquellos que han mantenido a pesar de todo algo del espíritu tradicional, y no hablamos aquí sino para éstos, ya que son los únicos cuyo pensamiento puede tener para nosotros algún valor, ¿cuántos hay que consideran la verdad por sí misma, de una forma enteramente desinteresada, independiente de toda preocupación sentimental, de toda pasión de partido o de escuela, de todo deseo de dominación o de proselitismo? Entre quienes, para escapar del caos social en que se debate el mundo occidental, comprenden que es preciso ante todo denunciar la vanidad de las ilusiones "democráticas" e "igualitarias", ¿cuántos poseen la noción de una verdadera jerarquía, esencialmente basada en las diferencias inherentes a la naturaleza propia de los seres humanos y en los grados de conocimiento a los que éstos efectivamente han llegado?

     

    Entre aquellos que se declaran adversarios del "individualismo", ¿cuántos hay que tengan conciencia de una realidad trascendente con respecto a los individuos? Si planteamos aquí todas estas preguntas es porque permitirán, a quienes quieran reflexionar sobre ellas, encontrar la explicación de la inutilidad de ciertos esfuerzos, a pesar de las excelentes intenciones que sin duda animan a quienes los emprenden, y también la de todas las discusiones a las que aludíamos en las primeras páginas de este libro.

    No obstante, en tanto que subsista una autoridad espiritual regularmente constituida, aunque sea ignorada por casi todos e incluso por sus propios representantes, aunque esté reducida a no ser más que la sombra de sí misma, esta autoridad tendrá siempre la mejor parte, y esta parte no podría serle arrebatada6, porque en ella hay algo más alto que las posibilidades puramente humanas, ya que, incluso debilitada o dormida, todavía encarna "lo único necesario", lo único que no pasa. "Patiens quia aeterna", se dice a veces de la autoridad espiritual, y muy justamente, no porque ninguna de las formas exteriores que pueda revestir sea eterna, pues toda forma no es sino contingente y transitoria, sino porque, en sí misma, en su verdadera esencia, participa de la eternidad y de la inmutabilidad de los principios; y es por ello que, en todos los conflictos que enfrenten al poder temporal con la autoridad espiritual, se puede estar seguro de que, sean cuales puedan ser las apariencias, siempre es ésta la que tendrá la última palabra.

    1 Orient et Occident y La Crise du Monde moderne.

     

    2 La Crise du Monde moderne.

     

    1 Estas tradiciones fueron siempre orales en un principio; en ocasiones, como entre los Celtas, jamás fueron puestas por escrito; su concordancia prueba a la vez su comunidad de origen, luego la vinculación a una tradición primordial, y la rigurosa fidelidad de la transmisión oral, cuyo mantenimiento es, en este caso, una de las principales funciones de la autoridad espiritual.

     

    2 La misma indicación se encuentra igual de claramente formulada en la tradición extremo-oriental, como lo demuestra este pasaje de Lao-Tsé: "Los Antiguos maestros poseían la Lógica, la Clarividencia y la Intuición; esta Fuerza del Alma era inconsciente; esta Inconsciencia de su Fuerza Interior daba majestad a su apariencia... ¿Quién podría, en nuestros días, por su claridad majestuosa, iluminar las tinieblas interiores? ¿Quién podría, en nuestros días, por su vida majestuosa, revivificar la muerte interior? Ellos, llevando la Vía (Tao) en su alma, fueron Individuos Autónomos; como tales, veían las perfecciones de sus debilidades" (Tao-te-king, cap. XV, traducción de Alexandre Ular; cf. Tchoang-tseu, cap. VI, que comenta este pasaje. La "Inconsciencia" de la que se habla aquí se refiere a la espontaneidad de ese estado que no era entonces el resultado de ningún esfuerzo; y la expresión "Individuos Autónomos" debe ser entendida en el sentido del término sánscrito swêchchhâchârî, es decir, "aquel que sigue su propia voluntad", o, según otra expresión equivalente que se encuentra en el esoterismo islámico, "aquel que es para sí mismo su propia ley".

     

    3 La Crise du Monde moderne, cap. VI; por lo demás, acerca del principio de la institución de las castas, ver Introduction générale à l'étude des doctrines hindoues, 3ª parte, cap. VI.

     

    4 La Crise du Monde moderne, cap. 1º.

    5 Se encuentra una indicación a este respecto en la historia de Parashu-Râma, que, según se dice, aniquiló a los Chatrias rebeldes en una época en la que los ancestros de los hindúes habitaban todavía una región septentrional.

     

    6 Debemos decir además que los dos símbolos del jabalí y el oso no siempre aparecen forzosamente como estando en lucha o en oposición, sino que también pueden representar a veces los dos poderes espiritual y temporal, o las dos castas de los Druidas y los Caballeros, en sus relaciones normales y armónicas, como se ve especialmente en la leyenda de Merlín y Arturo, que, en efecto, son también el jabalí y el oso, tal como explicaremos si las circunstancias nos permiten desarrollar este simbolismo en otro estudio.

     

    7 Debemos decir además que los dos símbolos del jabalí y el oso no siempre aparecen forzosamente como estando en lucha o en oposición, sino que también pueden representar a veces los dos poderes espiritual y temporal, o las dos castas de los Druidas y los Caballeros, en sus relaciones normales y armónicas, como se ve especialmente en la leyenda de Merlín y Arturo, que, en efecto, son también el jabalí y el oso, tal como explicaremos si las circunstancias nos permiten desarrollar este simbolismo en otro estudio.

     

    1 Se podrían encontrar muchos otros ejemplos sin mucho esfuerzo, especialmente en Oriente: en China, las luchas que se produjeron en ciertas épocas entre los taoístas y los confucianistas, cuyas respectivas doctrinas se refieren a los dominios de ambos poderes, como más adelante explicaremos; en el Tíbet, la hostilidad testimoniada en principio por los reyes hacia el Lamaísmo, que por otra parte acabó no solamente por triunfar, sino por absorber completamente al poder temporal en la organización "teocrática" que aún actualmente existe.

     

    2 Se podría por lo demás hacer entrar también en esta noción la fuerza de la voluntad, que no es "material" en el sentido estricto de la palabra, pero que, para nosotros, es aún del mismo orden, ya que está esencialmente orientada a la acción.

     

    3 El nombre de la casta de los Kshatriyas deriva de kshatra, que significa "fuerza".

     

    4 En hebreo, la distinción que aquí indicamos está expresada por el empleo de raíces que se corresponden, pero que difieren por la presencia de las letras kaf y quf, que son respectivamente, por su interpretación jeroglífica, los signos de la fuerza espiritual y de la fuerza material, de donde, por un lado, los sentidos de verdad, sabiduría, conocimiento, y, por otro, los de potencia, posesión, dominación: tales son las raíces jak y joq, kah y qah, designando las primeras formas de cada pareja las atribuciones del poder sacerdotal, y las segundas las del poder real (ver Le Roi du Monde, cap. VI).

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    [De JAK deriva JOJMA (Sabiduría), de JOQ deriva JOQ (Ley, decreto), de KAH deriva KOHEN (Sacerdote), y de QAH deriva QAHAL (Reunir, congregación) (nota del traductor)].

     

    5 Por lo demás, más adelante veremos por qué motivo la forma religiosa propiamente dicha es algo particular a Occidente.

     

    6 En razón de esta función de enseñanza, en el Purusha-sûkta del Rig-Vêda, los Brahmanes son representados como correspondiendo a la boca de Purusha, considerado como el "Hombre Universal", mientras que los Chatrias corresponden a sus brazos, puesto que sus funciones se refieren esencialmente a la acción.

     

    7 A veces, el ejercicio de las funciones intelectuales por un lado y rituales por otro ha dado nacimiento, en el propio sacerdocio, a dos divisiones; se encuentra un ejemplo muy claro de ello en el Tíbet: "La primera de las dos grandes divisiones comprende a quienes preconizan la observación de los preceptos morales y de las reglas monásticas como medios de salvación; la segunda engloba a aquellos que prefieren un método puramente intelectual (denominado "vía directa"), liberando a aquel que la sigue de todas las leyes, sean cuales sean.

    Ninguna mampara perfectamente estanca separa a los adherentes de ambos sistemas. Muy raros son los religiosos vinculados al primero que no reconozcan que la vida virtuosa y la disciplina de las observancias monásticas, por excelentes y, en muchos casos, indispensables que sean, no constituyen sin embargo más que una simple preparación a una vía superior. En cuanto a los partidarios del segundo sistema, todos, sin excepción, creen plenamente en los efectos beneficiosos de una estricta fidelidad a las leyes morales y a aquellas que han sido especialmente decretadas para los miembros del Sangha (comunidad budista). Además, todos son unánimes en declarar que el primero de los métodos es el más recomendable para la mayoría de los individuos" (Alexandra David-Neel, "Le Thibet mystique", en la "Revue de Paris", 15 de febrero de 1928). Hemos reproducido textualmente el pasaje, aunque algunas de las expresiones utilizadas requieren de algunas reservas: así, no hay dos "sistemas", que, como tales, se excluirían forzosamente; pero el papel de los medios contingentes que es el de los ritos y las observancias de toda clase y su subordinación con respecto a la vía puramente intelectual está definido muy claramente, y de una manera que, por otra parte, es exactamente conforme a las enseñanzas de la doctrina hindú sobre el mismo asunto.

     

    8 Pensamos que es casi superfluo recordar que tomamos siempre esta palabra en el sentido en que se refiere a la inteligencia pura y al conocimiento suprarracional.

     

    9 No es que sea legítimo extender el significado de la palabra "clérigo" como ha hecho Julien Benda en su libro La Trahison des Clercs, pues tal expresión implica el desconocimiento de una distinción fundamental, la misma que la existente entre "conocimiento sagrado" y "saber profano"; la espiritualidad y la intelectualidad no tienen ciertamente el mismo sentido para Benda que para nosotros, y hace entrar en el dominio al que califica de espiritual muchas cosas que, a nuestros ojos, son de orden puramente temporal y humano, lo que, por otra parte, no nos debe impedir que reconozcamos que hay en su libro consideraciones muy interesantes y justas en muchos aspectos.

     

    10 La distinción hecha en el Catolicismo entre la "Iglesia enseñante" y la "Iglesia enseñada" debería ser precisamente una distinción entre "quienes saben" y "quienes creen"; lo es en principio, pero, en el presente estado de las cosas, ¿lo es todavía de hecho? Nos limitamos a plantear la pregunta, pues no es a nosotros a quien corresponde resolverla, y, por otra parte, no tenemos los medios para ello; en efecto, si muchos indicios nos hacen temer que la respuesta no debe ser positiva, no pretendemos sin embargo tener un conocimiento completo de la organización actual de la Iglesia católica, y no podemos sino expresar el deseo de que todavía exista, en su interior, un centro en el que se conserve íntegramente no sólo la "letra", sino también el "espíritu" de la doctrina tradicional.

     

    11 Hemos tenido por lo demás ocasión de señalar un caso al cual se aplica lo que aquí decimos: mientras que los Brahmanes siempre están vinculados casi exclusivamente, al menos en su ámbito personal, a la realización inmediata de la "Liberación" final, los Chatrias han desarrollado preferentemente el estudio de los estados condicionados y transitorios que corresponden a los diversos estados de las dos "vías del mundo manifestado", llamadas dêva-yâna y pitri-yâna (L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, 3ª ed., cap. XXI).

     

    12 Tal es, en la India, el caso de los Itihâsas y de los Purânas, mientras que el estudio del Vêda concierne propiamente a los Brahmanes, porque en ellos se encuentra el principio de todo el conocimiento sagrado; se verá por lo demás posteriormente que la distinción de los objetos de estudio que convienen a las dos castas corresponde, de manera general, a la de las dos partes de la tradición que, en la doctrina hindú, son llamadas Shruti y Smriti.

     

    13 Hablamos siempre de Brahmanes y Chatrias tomados en su conjunto; si bien existen distinciones individuales, ello no implica ningún perjuicio al principio mismo de las castas, y solamente prueban que la aplicación de este principio no puede ser sino aproximada, especialmente en las condiciones del Kali-Yuga.

     

    14 Aunque hablemos aquí de Brahmanes y de Chatrias, porque el empleo de tales palabras facilita enormemente la expresión de aquello de lo que se trata, debe quedar claro que todo lo que aquí decimos no se aplica únicamente a la India; y esta misma observación será válida todas las veces que empleemos dichos términos sin referirnos expresamente a la forma tradicional hindú; nos explicaremos más completamente sobre ello, por lo demás, un poco más adelante.

     

    15 Desde un punto de vista algo diferente, aunque no obstante estrechamente ligado a éste, se puede decir también que los "pequeños misterios" conciernen solamente a las posibilidades del estado humano, mientras que los "grandes misterios" conciernen a los estados supra-humanos; por la realización de estas posibilidades o estados, conducen respectivamente al "Paraíso terrenal" y al "Paraíso celestial", tal y como afirma Dante en un texto del De Monarchia que más adelante citaremos; y no debe olvidarse que, como indica el mismo Dante bastante claramente en su Divina Comedia, y como tendremos ocasión de repetirlo a continuación, el "Paraíso terrestre" no debe ser considerado, en realidad, sino como una etapa en la vía que conduce al "Paraíso celestial".

     

    16 En el antiguo Egipto, cuya constitución era claramente "teocrática", parece que el rey era considerado como asimilado a la casta sacerdotal por el hecho de su iniciación a los misterios, e incluso a veces fue elegido de entre los miembros de esta casta; al menos es lo que afirma Plutarco: "Los reyes eran escogidos de entre los sacerdotes o los guerreros, porque ambas clases, una en razón de su coraje, la otra en virtud de su sabiduría, gozaban de una estima y de una consideración particulares. Cuando el rey provenía de la clase de los guerreros, entraba desde el momento de su elección a formar parte de la clase de los sacerdotes; era entonces iniciado en esa filosofía en la que tantas cosas, bajo fórmulas y mitos que envolvían con una apariencia oscura la verdad y la manifestaban por transparencia, estaban ocultas" (Isis y Osiris, 9, traducción de Mario Meunier). Se advertirá que el final de este pasaje contiene una indicación muy explícita del doble sentido de la palabra "revelación" (cf. Le Roi du Monde, p. 38).

     

    17 Es necesario añadir que, en la India, la tercera casta, la de los Vaisyas, cuyas funciones propias son las de orden económico, también es admitida a una iniciación que le otorga derecho a las cualificaciones, que le son así comunes con las dos primeras, de ârya o "noble" y de dwija o "dos veces nacido"; los conocimientos que le convienen especialmente no representan por otra parte, en principio al menos, más que una porción restringida de los "pequeños misterios" tal como acabamos de definirlos; pero no vamos a insistir sobre este punto, ya que el tema del presente estudio no implica propiamente sino la consideración de las relaciones entre las dos primeras castas.

     

    18 Se puede decir entonces que el poder espiritual pertenece "formalmente" a la casta sacerdotal, mientras que el poder temporal pertenece "eminentemente" a esta misma casta sacerdotal, y "formalmente" a la casta real. Así, según Aristóteles, las "formas" superiores contienen "eminentemente" a las "formas" inferiores.

     

    19 Debemos notar a propósito de ello que, entre los romanos, Janus, que era el dios de la iniciación a los misterios, era al mismo tiempo el dios de los Collegia fabrorum; este paralelismo es particularmente significativo desde el punto de vista de la correspondencia que aquí hemos indicado. Sobre la transposición mediante la cual todo arte, así como toda ciencia, puede recibir un valor propiamente "iniciático", ver L'Ésotérisme de Dante, pp. 12-15.

     

    20 Algunos fijan con precisión en la mitad del siglo XV la fecha de esta pérdida de la antigua tradición, que entrañó la reorganización, en 1459, de las cofradías de constructores sobre una nueva base, desde entonces incompleta. Es de señalar que es a partir de esta época cuando las iglesias dejaron de estar orientadas regularmente, y este hecho tiene, en cuanto a aquello de lo que se trata, una importancia mucho más considerable de lo que se podría pensar a primera vista (cf. Le Roi du Monde, pp. 96 y 123-124).

     

    1 Según la doctrina hindú, los tres términos "Verdad, Conocimiento, Infinito" están identificados en el Principio Supremo: es el sentido de la fórmula Satyam Jnânam Anantam Brahma.

     

    2 En la India, el conocimiento (vidyâ), según su objeto o su dominio, se distingue en "supremo" (parâ) y "no supremo" (aparâ).

     

    3 La Crise du Monde moderne, cap. III.

     

    4 El centro inmóvil es la imagen del principio inmutable, y tomamos aquí el movimiento para simbolizar el cambio en general, del que no es sino una especie particular.

     

    5 Por el contrario, el conocimiento "físico" no es más que el conocimiento de las leyes del cambio, leyes que solamente son el reflejo de los principios trascendentes en la naturaleza; ésta al completo no es sino el dominio del cambio; por otra parte, el latín natura y el griego physis expresan ambos la idea de "devenir".

     

    6 Por ello, la palabra melek, que significa "rey" en hebreo y en árabe, tiene al mismo tiempo, e incluso en primer lugar, el sentido de "enviado".

     

    7 Ta-hio, 1ª parte, traducción de P. Couvreur.

     

    8 En particular, el hecho de conceder una importancia preponderante a las consideraciones de orden económico, que es un carácter muy patente de nuestra época, puede ser considerado como un signo de la dominación de los Vaisyas, cuyo equivalente aproximado está representado en el mundo occidental por la burguesía; y en efecto es ésta la que domina después de la Revolución.

     

    9 Esta actitud de los Chatrias rebeldes podría ser caracterizada bastante exactamente por la denominación de "luciferismo", que no debe ser confundido con el "satanismo", aunque sin duda entre uno y otro exista cierta conexión: el "luciferismo" es el rechazo al reconocimiento de una autoridad superior; el "satanismo" es la inversión de las relaciones normales y del orden jerárquico; y éste es frecuentemente una consecuencia de aquel, así como Lucifer se convirtió en Satán tras su caída.

     

    10 Apenas hay necesidad de señalar que las "clases" sociales, tal como se las entiende hoy en Occidente, no tienen nada en común con las verdaderas castas, y no son más que una especie de falsificación sin valor ni alcance, al no estar en absoluto fundadas sobre la diferencia de las posibilidades implícitas en la naturaleza de los individuos.

     

    11 La razón por la que esto es así consiste en que la doctrina hindú es, entre las doctrinas tradicionales que han subsistido hasta nuestros días, la que parece derivar más directamente de la tradición primordial; pero éste es un punto sobre el cual no vamos a insistir aquí.

     

    1 Este nombre tiene por lo demás un doble sentido, que se refiere a otro simbolismo: dru o deru, como el latín robur, designa a la vez la fuerza y el roble (en griego drus); por otra parte, vid es, como en sánscrito, la sabiduría o el conocimiento, asimilada a la visión, mientras que también es el muérdago; así, dru-vid es el muérdago del roble, que en efecto era uno de los principales símbolos del Druidismo, y al mismo tiempo es el hombre en quien reside la sabiduría apoyada sobre la fuerza. Además, la raíz dru, como se ve en las formas sánscritas equivalentes dhru y dhri, implica la idea de estabilidad, que, por lo demás, es uno de los sentidos del símbolo del árbol en general y del roble en particular; y este sentido de estabilidad corresponde aquí muy exactamente a la actitud de la Esfinge en reposo.

     

    2 En Egipto, la incorporación del rey al sacerdocio, que hemos señalado anteriormente según las palabras de Plutarco, era por otra parte como un vestigio de este antiguo estado de cosas.

     

    3 Le Roi du Monde.

    4 Tractatus de Moribus et Officio episcoporum, III, 9. A propósito de ello, y en relación con lo que hemos indicado al respecto de la Esfinge, es de señalar que ésta representa a Harmakhis u Hormakhouti, el "Señor de los dos horizontes", es decir, el principio que une los mundos sensible y suprasensible, terrestre y celeste; y ésta es una de las razones por las cuales, en los primeros tiempos del Cristianismo, fue considerada como un símbolo de Cristo. Otra razón de ello es que la Esfinge es, como el grifo del que habla Dante, "el animal de dos naturalezas", representando por ello la unión de las naturalezas divina y humana en Cristo; y puede encontrarse todavía una tercera razón en el aspecto bajo el cual él figura, como hemos dicho, la unión de los dos poderes, espiritual y temporal, sacerdotal y real, en su principio supremo.

     

    5 Se trata aquí de la concepción tradicional de los "tres mundos", que ya hemos explicado por lo demás en diferentes ocasiones: desde este punto de vista, la realeza corresponde al "mundo terrestre", el sacerdocio al "mundo intermedio", y su principio común al "mundo celestial"; pero es conveniente añadir que, desde que este principio se ha hecho invisible a los hombres, el sacerdocio representa también exteriormente al "mundo celestial".

     

    6 El conjunto de todos los seres, así divididos en estables y cambiantes, es designado en sánscrito con el nombre compuesto sthâvara-jangama; así, todos, según su naturaleza, están principalmente en relación, sea con el Brahmán, sea con el Chatria.

     

    7 L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IV.

     

    8 A los tres gunas corresponden tres colores simbólicos: el blanco a sattwa, el rojo a rajas, el negro a tamas; en virtud de la relación aquí indicada, los dos primeros colores simbolizan también respectivamente a la autoridad espiritual y al poder temporal. Es interesante notar a propósito de esto que la "oriflama" de los reyes de Francia era roja; la posterior sustitución del rojo por el blanco como color real indica, en cierto modo, la usurpación de uno de los atributos de la autoridad espiritual.

     

    9 La Crise du Monde moderne, p. 45 (2ª ed.).

     

    10 Se dice simbólicamente que los dioses, cuando aparecen ante los hombres, revisten siempre formas que están relacionadas con la naturaleza misma de aquellos a quienes se manifiestan.

     

    11 Se trata aún aquí de la distinción, que ya hemos indicado anteriormente, entre "quienes saben" y "quienes creen".

     

    12 Habiendo sido olvidado el conocimiento "supremo", no subsiste entonces más que un conocimiento "no supremo", no ya debido a una revuelta de los Chatrias como en el caso que anteriormente hemos considerado, sino por una especie de degeneración intelectual del elemento que corresponde a los Brahmanes por su función, si no por su naturaleza; en este último caso, la tradición no es alterada como en el otro, sino solamente mermada en su parte superior; el último grado de esta degeneración es aquel en el que ya no subsiste ningún conocimiento efectivo, aquel en el que sólo la virtualidad de este conocimiento subsiste gracias a la conservación de la "letra", y donde ya no existe sino una simple creencia, indistintamente en todos. Debe añadirse que los dos casos que aquí separamos teóricamente pueden también combinarse de hecho, o al menos producirse simultáneamente en un mismo medio y, por así decir, condicionarse recíprocamente; pero esto poco importa, pues, en este punto, no pretendemos hacer ninguna aplicación de hechos determinados.

     

    13 Esta cuestión corresponde, bajo una forma distinta, a la que anteriormente hemos planteado con respecto a la "Iglesia enseñante" y la "Iglesia enseñada".

     

    14 Es necesario indicar que quienes desempeñan así la función exterior de los Brahmanes, sin poseer realmente las cualificaciones para ello, no son por ello usurpadores, como lo serían los Chatrias rebeldes que hubieran tomado el lugar de los Brahmanes para instaurar una tradición desviada; no se trata aquí, en efecto, más que de una situación debida a las condiciones desfavorables de un cierto medio, que por otra parte asegura el mantenimiento de la doctrina en toda la medida compatible con tales condiciones. Siempre se podría, incluso en la hipótesis más desfavorable, aplicar aquí esta sentencia del Evangelio: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan" (Mateo, XXIII, 2-3).

     

    1 También podría aplicarse aquí, como hicimos entonces, la imagen del centro y de la circunferencia de la "rueda de las cosas".

     

    2 El ser vivo tiene en sí mismo su principio de unidad, superior a la multiplicidad de los elementos que entran en su constitución; no hay nada así en la colectividad, que es propiamente tan sólo la suma de los individuos que la componen; en consecuencia, una palabra como la de "organización", cuando es aplicada a uno y otra, no puede rigurosamente ser tomada en el mismo sentido. No obstante, es posible afirmar que la presencia de una autoridad espiritual introduce en la sociedad un principio superior a los individuos, ya que esta autoridad, por su naturaleza y por su origen, es "supra-individual"; pero esto supone que la sociedad no es considerada solamente bajo su aspecto temporal, y esta consideración, la única que puede hacer de ella algo más que una simple colectividad en el sentido indicado, es precisamente de aquellas que escapan por completo a los sociólogos contemporáneos que pretenden identificar la sociedad con un ser vivo.

     

    3 Ganêsha y Skanda son además representados como hermanos, siendo ambos hijos de Shiva; he aquí pues otra manera de expresar que los dos poderes espiritual y temporal proceden de un principio único.

     

    4 La Crise du Monde moderne, p. 47 (2ª edición).

     

    5 El Bhagavad-Gîtâ no es, propiamente hablando, más que un episodio del Mahâbhârata, que es uno de los dos Itihâsas, siendo el otro el Râmâyana. Este rasgo de la Bhagavad-Gîtâ explica el empleo de un simbolismo guerrero, comparable, en ciertos aspectos, al de la "guerra santa" entre los musulmanes; existe por otra parte un modo "interior" de leer este libro dándole así su sentido profundo, y entonces toma el nombre de "Atmâ-Gîtâ".

     

    6 El eje y el polo son ante todo símbolos del principio único de los dos poderes, así como hemos explicado en nuestro estudio sobre Le Roi du Monde; pero tales símbolos también pueden ser aplicados a la autoridad espiritual en referencia al poder temporal, como aquí hacemos, pues esta autoridad, en razón de su atributo esencial de conocimiento, forma parte efectivamente de la inmutabilidad del principio supremo, que es lo que los mencionados símbolos expresan fundamentalmente, y también porque, como ya hemos dicho, representa directamente a ese principio con respecto al mundo exterior.

     

    7 Traducimos como "influencia espiritual" la palabra hebrea y árabe barakah; el rito de la "imposición de manos" es una de las formas más habituales de transmisión de la barakah, y también de la producción de ciertos efectos, especialmente de sanación, por medio de éste.

     

    8 La tradición musulmana también enseña que la barakah puede perderse; por otra parte, en la tradición extremo-oriental igualmente, el "mandato del Cielo" es revocable cuando el soberano no cumple regularmente sus funciones, en armonía con el orden cósmico.

     

    9 Son también, según otro simbolismo, las llaves de las puertas del "Paraíso celestial" y del "Paraíso terrenal", como se verá en el texto de Dante que más adelante citaremos; pero quizá no sea oportuno, al menos por el momento, dar algunas precisiones en cierto modo "técnicas" sobre el "poder de las llaves", ni de explicar otros varios asuntos, que más o menos directamente se refieren a ello. Si hacemos aquí esta alusión es únicamente para que quienes ya posean algún conocimiento de esto vean que se trata aquí, por nuestra parte, de una reserva voluntaria, a la cual no nos hemos adherido por ningún tipo de compromiso.

     

    10 Hay no obstante, en lo concerniente a la transmisión del poder real, algunos casos excepcionales en los que, por razones especiales, es directamente conferido por representantes del poder supremo, origen de los otros dos; así, los reyes Saúl y David no fueron consagrados por el Gran Sacerdote, sino por el profeta Samuel. Se podrá relacionar con esto lo que en otro lugar hemos dicho (Le Roi du Monde, cap. IV) acerca del triple carácter de Cristo como profeta, sacerdote y rey, en conexión con las funciones respectivas de los tres Reyes Magos, correspondiendo éstas a la división entre los "tres mundos" que hemos recordado en una nota anterior: la función "profética", ya que implica la inspiración directa, corresponde propiamente al "mundo celeste".

     

    11 La Crise du Monde moderne, p. 44 (2ª edición).

     

    12 Existe otra aplicación del mismo apólogo, ya no social, sino cosmológica, que se encuentra en las doctrinas de la India, y que propiamente pertenece al Sânkhya: aquí, el paralítico es Purusha, en tanto que inmutable o "no actuante", y el ciego es Prakriti, cuya potencialidad indiferenciada se identifica con las tinieblas del caos; se trata efectivamente de dos principios complementarios, de los polos de la manifestación universal, y proceden por lo demás de un principio superior único, que es el Ser puro, es decir, Ishwara, cuya consideración supera el especial punto de vista del Sânkhya. Para conectar esta interpretación con la que acabamos de indicar, es necesario observar que se puede establecer una correspondencia analógica entre la contemplación o el conocimiento con Purusha, y entre la acción con Prakriti; pero naturalmente no podemos entrar aquí en la explicación de ambos principios, y debemos limitarnos a remitir a lo expuesto a este respecto en L'Homme et son devenir selon le Vêdânta.

     

    13 Esta división de la tradición extremo-oriental en dos ramas distintas se produjo en el siglo VI antes de la era cristiana, época de la cual hemos tenido ocasión en otra obra de señalar su carácter especial (La Crise du Monde moderne, pp. 18-21), y sobre la que volveremos a continuación.

     

    14 Decimos del exterior porque, desde el punto de vista interior, el "no-actuar" es en realidad la actividad suprema en toda su plenitud; pero, precisamente en razón de su carácter total y absoluto, dicha actividad no se muestra al exterior como las actividades particulares, determinadas y relativas.

     

    15 Se ve con ello que no existe ninguna oposición de principio entre el Taoísmo y el Confucianismo, que no son ni pueden ser escuelas rivales, puesto que cada una tiene su dominio propio claramente distinto; si no obstante hubo luchas, a veces violentas, como hemos señalado, fueron sobre todo debidas a la incomprensión y al exclusivismo de los confucianistas, que habían olvidado el ejemplo que su propio maestro les dió.

     

    1 La Crise du Monde moderne, cap. V.

     

    2 Esta afirmación, sea cual sea la forma que adopte, no es en realidad, por lo demás, sino una negación más o menos disimulada: la negación de todo principio superior a la individualidad.

     

    3 Otro hecho curioso que no podemos sino señalar incidentalmente es el importante papel que desempeña a menudo un elemento femenino, o simbólicamente representado como tal, en las doctrinas de los Chatrias, ya se trate por otra parte de doctrinas regularmente constituidas para su uso o de concepciones heterodoxas que ellos mismos hacen prevalecer; es incluso digno de señalar, a este respecto, que la existencia de un sacerdocio femenino, en ciertos pueblos, aparece como ligada a la dominación de la casta guerrera. Este hecho puede explicarse, por un lado, por la preponderancia del elemento "rajásico" y emotivo en los Chatrias, y, especialmente, por otro lado, por la correspondencia de lo femenino, en el orden cósmico, con Prakriti o la "Naturaleza primordial", principio del "devenir" y de la mutación temporal.

     

    4 Por ello, los budistas de estas escuelas recibieron el epíteto de sarva-vainâshikas, es decir, "aquellos que sostienen la disolubilidad de todo"; esta disolubilidad es, en suma, un equivalente del "fluido universal" enseñado por algunos "filósofos físicos" de Grecia.

     

    5 No puede invocarse contra lo que aquí decimos del Budismo original y de una desviación posterior el hecho de que el propio Shâkya-Muni pertenecía por nacimiento a la casta de los Chatrias, pues esto puede legítimamente explicarse por las especiales condiciones de una cierta época, condiciones que resultan de las leyes cíclicas. Se puede por lo demás indicar a este respecto que Cristo también descendía de la tribu real de Judá, y no de la tribu sacerdotal de Leví.

     

    6 Podrá notarse además que las teorías del "devenir" tiende bastante naturalmente a un cierto "fenomenismo", aunque, por otra parte, el "fenomenismo" en sentido estricto no sea, a decir verdad, más que algo muy moderno.

     

    7 No puede decirse que el propio Buda haya negado la distinción de las castas, sino solamente que no tenía por qué tomarla en cuenta, ya que lo que tenía realmente in mente era la constitución de una orden monástica, en el interior de la cual esta distinción no se aplicaba; es sólo cuando se pretendió extender esta ausencia de distinción a la sociedad exterior que se transformó en una verdadera negación.

     

    8 Un gobierno en el que los hombres de casta inferior se atribuyen el título y las funciones de la realeza es lo que los antiguos griegos denominaban "tiranía"; el sentido primitivo del término está, como se ve, bastante alejado del que ha tomado entre los modernos, que más bien lo emplean como un sinónimo de "despotismo".

     

    1 Es lo que Leibnitz ha llamado el "principio de los indiscernibles"; tal como ya hemos tenido ocasión de indicar, Leibnitz, a diferencia de los restantes filósofos modernos, poseía algunos datos tradicionales, aunque por otra parte fragmentarios e insuficientes para permitirle franquear ciertas limitaciones.

     

    2 L'Erreur spirite, 2ª parte, cap. VI.

    3 Véase especialmente L'Esotérisme de Dante.

     

    4 Ver a este respecto nuestro estudio sobre Saint Bernard; hemos indicado que los dos caracteres del monje y del caballero se encontraban reunidos en san Bernardo, autor de la regla de la Orden del Temple, calificada por él como "milicia de Dios", y con ello se explica el papel que constantemente debió desempeñar de conciliador y árbitro entre el poder religioso y el poder político.

     

    5 Este caso es comparable al de un hombre que hubiera recibido en herencia un cofre cerrado que contuviera un tesoro, y que, no pudiendo abrirlo, ignorara la verdadera naturaleza de éste; tal hombre no dejaría de ser el auténtico dueño del tesoro; la pérdida de la llave no anularía su propiedad, y, si ciertas prerrogativas exteriores estuvieran vinculadas a esta propiedad, conservaría siempre el derecho a ejercerlas; pero, por otra parte, es evidente que, en lo que le concierne personalmente, no podría, en tales condiciones, tener efectivamente pleno disfrute de su tesoro.

     

    6 Esta reserva concierne al principio supremo de lo espiritual y de lo temporal, que está más allá de todas las formas particulares, y cuyos representantes directos poseen evidentemente el derecho de control sobre uno y otro dominio; pero la acción de este principio supremo, en el actual estado del mundo, no se ejerce visiblemente, de modo que puede decirse que toda autoridad espiritual aparece al exterior como suprema, incluso aunque solamente sea lo que antes hemos denominado una autoridad espiritual relativa, e incluso también aunque, en tal caso, haya perdido la llave de la forma tradicional de la que está encargada de asegurar su conservación.

     

    7 Lo mismo ocurre con la "infalibilidad pontificia", cuya proclamación ha levantado tantas protestas debidas simplemente a la incomprensión moderna, incomprensión que, por otra parte, hacía su afirmación explícita y solemne tanto más indispensable: un representante auténtico de una doctrina tradicional es necesariamente infalible cuando habla en nombre de esta doctrina; hay que darse cuenta de que esta infalibilidad está vinculada a la función, y no a la individualidad. Así, en el Islam, todo mufti es infalible en tanto que intérprete autorizado de la shariyah, es decir, de la legislación esencialmente basada en la religión, aunque su competencia no se extienda a un orden más interior; los orientales podrían entonces asombrarse, no de que el Papa sea infalible en su dominio, lo que no podría tener para ellos la menor dificultad, sino más bien de que sea el único en serlo en todo el Occidente.

     

    8 Por ello se explica no sólo la destrucción de la Orden del Temple, sino también, todavía más visiblemente, lo que se ha dado en llamar la alteración de la moneda, y ambos hechos quizá estén más estrechamente ligados de lo que podría suponerse a primera vista; en todo caso, si los contemporáneos de Felipe el Hermoso entendieron como un crimen esta alteración, debe deducirse que, al cambiar por propia iniciativa el título de la moneda, rebasaba los derechos reconocidos al poder real. Hay aquí una indicación que debe retenerse, pues este asunto de la moneda tenía, en la Antigüedad y en la Edad Media, aspectos absolutamente ignorados por los modernos, que se acogen al simple punto de vista "económico"; se ha señalado que, entre los Celtas, los símbolos que figuraban en las monedas no pueden explicarse más que si se los refiere a conocimientos doctrinales propios de los druidas, lo que implica una intervención directa de estos en tal dominio; y ese control de la autoridad espiritual ha debido perpetuarse hasta el final de la Edad Media.

     

    9 A la lucha de la monarquía contra la nobleza feudal puede aplicarse estrictamente esta frase del Evangelio: "Toda casa dividida contra sí misma perecerá".

     

    10 Cabe decir que este "principio de las nacionalidades" fue sobre todo explotado contra el Papado y contra Austria, que representaba el último bastión de la herencia del Sacro Imperio.

     

    11 Allí donde la monarquía ha podido mantenerse transformándose en "constitucional", ya no es más que la sombra de sí misma y apenas tiene sino una existencia nominal y "representativa", tal como expresa la conocida fórmula según la cual "el rey reina, pero no gobierna"; verdaderamente, no es más que una caricatura de la antigua realeza.

     

    12 Por ello, la idea de una "sociedad de naciones" no puede ser sino una utopía sin alcance real; a la forma nacional le repugna esencialmente el reconocimiento de una unidad cualquiera superior a la suya; por otra parte, en las concepciones que salen actualmente a la luz, no se trataría evidentemente más que de una unidad de orden exclusivamente temporal, luego ineficaz, y jamás podría ser más que una parodia de la verdadera unidad.

     

    13 Como en otro lugar hemos indicado (La Crise du Monde moderne, pp. 104-105), al obligar a todos los hombres indistintamente a tomar parte en las guerras modernas, se ignora por completo la distinción esencial de las funciones sociales; ésta es, por lo demás, una consecuencia lógica del "igualitarismo".

     

    14 Esta concepción puede por otra parte realizarse bajo otras formas distintas a las de una Iglesia "nacional" propiamente dicha; se tiene de ello un ejemplo de lo más notable en un régimen como el del "Concordato" napoleónico, que transformó a los sacerdotes en funcionarios del Estado, lo cual es una verdadera monstruosidad.

     

    15 Cabe notar que el Protestantismo suprime al clero, y que, si bien pretende mantener la autoridad de la Biblia, la arruina de hecho por el "libre examen".

     

    16 No consideramos aquí el caso de Rusia, que es un poco especial y que debería dar lugar a distinciones que complicarían inútilmente nuestra exposición; es cierto que, también allí, se encuentra la "religión de Estado" en el sentido que hemos definido; pero al menos las órdenes monásticas han podido escapar en cierta medida a la subordinación de lo espiritual a lo temporal, mientras que en los países protestantes su supresión ha hecho a esta subordinación tan completa como era posible.

     

    17 Se observará por lo demás que existe, entre las denominaciones de "anglicanismo" y "galicanismo", una estrecha similitud que corresponde a la realidad.

     

    18 Podría ser interesante, por ejemplo, estudiar especialmente desde este punto de vista el papel de Richelieu, que se ensañó en la destrucción de los últimos vestigios del feudalismo, y que, combatiendo a los protestantes en el interior, se alió con ellos en el exterior contra aquello que aún podía subsistir del Sacro Imperio, es decir, contra las supervivencias de la antigua "Cristiandad".

     

    1 El Sacro Imperio comenzó con Carlomagno, y se sabe que fue el Papa quien confirió a éste la dignidad imperial; sus sucesores no podían ser legitimados de un modo distinto.

     

    2 Es notable que el Papa siempre haya conservado este título de Pontifex Maximus, cuyo origen es tan evidentemente extraño al Cristianismo y, además, tan anterior; éste es uno de esos hechos que deberían hacer pensar, a quienes son capaces de reflexión, que el supuesto "paganismo" poseía en realidad un carácter muy diferente al que normalmente se le atribuye.

     

    3 El Emperador romano aparece en cierto modo como un Chatria que ejerce, además de su función propia, la función de un Brahmán; parece entonces que exista aquí una anomalía, y sería preciso saber si acaso la tradición romana no poseía un carácter particular que permitiera considerar este hecho de una manera distinta a como una simple usurpación. Por otra parte, puede ponerse en duda que los Emperadores hayan estado, en su mayoría, verdaderamente "cualificados" desde el punto de vista espiritual; pero a veces debe distinguirse entre el representante "oficial" de la autoridad y sus depositarios efectivos, y basta que éstos inspiren a aquel, incluso aunque no sea uno de ellos, para que las cosas sean como deben ser.

     

    4 Ver un artículo de L. Charbonneau-Lassay titulado "Un ancien emblème du mois de janvier", publicado en la revista "Regnabit" (marzo de 1925). La llave y el cetro equivalen aquí al conjunto más habitual de las dos llaves de oro y de plata; ambos símbolos están por otra parte directamente referidos a Cristo por esta fórmula bíblica: "O Clavis David, et Sceptrum domus Israel..." (Breviario romano, oficio del 20 de diciembre).

     

    5 De Monarchia, III, 16.

     

    6 Ver especialmente, a este respecto, nuestro estudio sobre L'Ésotérisme de Dante, y también la obra de Luigi Valli, Il Linguaggio segreto di Dante e dei Fedeli d'Amore; lamentablemente, el autor murió sin haber podido llevar sus investigaciones hasta el final, y justo en el momento en que éstas parecían conducirle a considerar las cosas en un espíritu más cercano al esoterismo tradicional.

     

    7 Cuando se habla del Catolicismo se debería siempre tener cuidado en distinguir lo que concierne al Catolicismo en sí en tanto que doctrina y lo que solamente se refiere al actual estado de la organización de la Iglesia católica; sea lo que sea lo que pueda pensarse de esta última cuestión, la primera no podía ser en absoluto afectada. Lo que aquí decimos del Catolicismo, ya que este ejemplo se presenta inmediatamente a propósito de Dante, podría por lo demás encontrar muchas otras aplicaciones; pero son muy pocos los que hoy en día saben, cuando hace falta, liberarse de las contingencias históricas, hasta tal punto que, para seguir con el mismo ejemplo, algunos defensores del Catolicismo, y también sus adversarios, creen poder reducirlo todo a una simple cuestión de "historicidad", lo que constituye una de las formas de la moderna "superstición de los hechos".

     

    8 Esta realización constituye, en efecto, la restauración del "estado primordial" del que se trata en todas las tradiciones, tal como ya hemos tenido oportunidad de exponer en diversas ocasiones.

     

    9 En el simbolismo de la cruz, la primera de ambas realizaciones está representada por el desarrollo indefinido de la línea horizontal, y la segunda por el de la línea vertical; se trata, según el lenguaje del esoterismo islámico, de los dos sentidos de la "amplitud" y de la "exaltación", cuyo plena expansión se realiza en el "Hombre Universal", que es el Cristo místico, el "segundo Adán" de san Pablo.

     

    10 La Crise du Monde moderne, pp. 21-22 (2ª edición).

     

    11 Purgatorio, XXXIII, 145; ver L'Ésotérisme de Dante, p. 60.

    12 El intelecto puro, que es de orden universal y no individual, y que religa entre sí todos los estados del ser, es el principio al que la doctrina hindú denomina Buddhi, nombre cuya raíz expresa esencialmente la idea de "sabiduría".

     

    13 Véase L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. 1º.

     

    14 Bajo este aspecto, podrían quizá extraerse ciertas consecuencias del hecho de que, en la tradición judía, origen y punto de partida de todo lo que puede llevar el nombre de "religión" en su sentido más preciso, ya que el Islam se relaciona con ella tanto como el Cristianismo, la denominación de Thorah o "Ley" es aplicada a todo el conjunto de los Libros sagrados: vemos en ello sobre todo una conexión con la conveniencia especial de la forma religiosa para los pueblos en los que predomina la naturaleza de los Chatrias, y también con la importancia particular que adopta en esta forma el punto de vista social, habiendo entre estas consideraciones, por lo demás, lazos bastante estrechos.

     

    15 Debe quedar claro que, en todo lo que decimos, se trata siempre de un conocimiento que no sólo es teórico, sino efectivo, y que, en consecuencia, implica esencialmente la correspondiente realización.

     

    16 A este respecto, debemos señalar que el "Paraíso celestial" es esencialmente el Brahmâ-Loka, identificado con el "Sol espiritual" (L'Homme et son devenir selon le Vêdânta, capítulos. XXI y XXII), y que, por otra parte, el "Paraíso terrestre" es descrito como tocando la "esfera de la Luna" (Le Roi du Monde, p. 55): la cumbre de la montaña del Purgatorio, en el simbolismo de la Divina Comedia, es el límite del estado humano o terrestre, individual, y el punto de comunicación con los estados celestes, supra-individuales.

     

    17 El cetro, como la llave, tiene relaciones simbólicas con el "eje del mundo"; pero éste es un punto que no podemos más que señalar aquí ocasionalmente, reservándonos su conveniente desarrollo para otros estudios.

     

    18 La Crise du Monde moderne, pp. 63-65 (2ª edición)

     

    19 Cf. a este respecto Arturo Reghini, "L'Allegoria esoterica di Dante", en "Il Nuovo Patto", septiembre-noviembre de 1921, pp. 546-548.

     

    20 La barca simbólica de Janus era una barca que podía avanzar en los dos sentidos, hacia adelante y hacia atrás, lo que corresponde a los dos rostros del propio Janus.

     

    21 Se observará, por otra parte, que, si hay en el Evangelio frases y hechos que permiten atribuir directamente las llaves y la barca a san Pedro, es porque el Papado, desde su origen, estaba predestinado a ser "romano", en razón de la situación de Roma como capital de Occidente.

     

    22 Dante alude precisamente a ello en uno de los pasajes de la Divina Comedia más característicos en lo que concierne al empleo del simbolismo (Paradiso, II, 1-18); y no es casual que recuerde esta alusión en el último canto del poema (Paradiso, XXXIII, 96); el significado hermético del "Vellocino de oro" era por lo demás bien conocido en la Edad Media.

     

    23 Atmâ-Bodha; véase L´Homme et son devenir selon le Védânta, cap. XXIII y Le Roi du Monde, p. 121.

     

    24 Esta misma conquista está también representada a veces en forma de una guerra; hemos señalado antes el empleo de este simbolismo en la Bhagavad-Gîtâ, así como entre los musulmanes, y podemos añadir que se encuentra también un simbolismo del mismo género en las novelas de caballería de la Edad Media.

     

    25 Es lo que indican muy claramente los diferentes sentidos de la palabra hebrea Shekinah; por otro lado, los dos aspectos que mencionamos aquí son los que designan las palabras Gloria y Pax en la fórmula “Gloria in excelsis Deo et in terra Pax hominibus bonae voluntatis”, como lo hemos explicado en nuestro estudio sobre Le Roi du Monde.

     

    26 Esto se relaciona con el simbolismo de los dos océanos, el de las “aguas superiores” y el de las “aguas inferiores”, que es común a todas las doctrinas tradicionales.

     

    27 Se podrá también sobre ese punto, hacer un paralelo con la enseñanza de Santo Tomás de Aquino que hemos señalado antes así como con el texto de Confucio que hemos citado.

     

    28 Hemos dicho en otra parte que la “paz” es uno de los atributos del “Rey del Mundo”, del cual el Emperador refleja uno de los aspectos; un segundo aspecto tiene su correspondencia en el Papa, pero hay un tercero, principio de los otros dos, que no tiene representación visible en esta organización de la “Cristiandad” (véase, sobre estos tres aspectos, Le Roi du Monde, p. 44). Por todas las consideraciones que acabamos de exponer, es fácil comprender que Roma es, para Occidente, una imagen del verdadero “Centro del Mundo”, de la misteriosa Salem de Melquisedec.

     

    29 Ese dominio es el del esoterismo católico de la Edad Media, considerado más especialmente en sus relaciones con el hermetismo; sin los conocimientos de este orden, los poderes del Papa y del emperador, tal como acaba de definirse, no podrían tener su realización plenamente efectiva, y son precisamente tales conocimientos los que parecen completamente perdidos para los modernos. Hemos dejado de lado algunos puntos secundarios, porque no importaban para este estudio: así, la alusión que hace Dante a las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, habría que parangonarla con la función que él atribuye a la Divina Comedia (véase L´Esoterisme de Dante, p. 31). Por otra parte, se podría también establecer una comparación entre las funciones respectivas de los tres guías de Dante, Virgilio, Beatriz y san Bernardo, y los del poder temporal, de la autoridad espiritual y de su principio común; en lo que concierne a san Bernardo, hay que relacionar esto con lo que decimos anteriormente.

     

    30 Véase La Crise du Monde moderne.

    1 Es ésta, propiamente, la definición misma de la contingencia

     

    2 Todos estos sentidos, y también el de "ley", están comprendidos en lo que la doctrina hindú designa con el término dharma; el cumplimiento por cada ser de la función que conviene a su naturaleza propia, sobre la cual descansa la distinción de las castas, es llamado swadharma, y podría relacionarse esto con lo que Dante, en el texto que hemos citado y comentado en el anterior capítulo, designa como el "ejercicio de la virtud propia". Retomamos así, a propósito de ello, lo que en otro lugar dijimos acerca de la "justicia" considerada como uno de los atributos fundamentales del "Rey del Mundo" y sobre sus relaciones con la "paz".

     

    3 Sobre las relaciones entre el "Paraíso terrenal" y la "Jerusalén celestial", ver L'Ésotérisme de Dante, pp. 91-93.

     

    4 Sería además, según ciertas tradiciones del esoterismo occidental vinculadas a la corriente a la que Dante pertenecía, la verdadera realización del "Sacro Imperio"; y, en efecto, la humanidad habría entonces reencontrado el "Paraíso terrestre", lo que, por otra parte, implicaría la reunión de los poderes espiritual y temporal en su principio, manifestándose éste de nuevo visiblemente tal como lo estuvo en el origen.

     

    5 Debe quedar claro que la restauración del "estado primordial" siempre es posible para ciertos hombres, pero no constituyen entonces sino casos excepcionales; se trata aquí de esta restauración considerada en cuanto a la humanidad tomada colectivamente y en su conjunto.

     

    6 Pensamos aquí en el conocido relato evangélico, en el que María y Marta pueden efectivamente ser consideradas como simbolizando respectivamente lo espiritual y lo temporal, en tanto que corresponden a la vida contemplativa y a la vida activa. Según san Agustín (Contra Faustum, XX, 52-58), se encuentra el mismo simbolismo en las dos esposas de Jacob: Lia (laborans) representa la vida activa, y Raquel (visum principium), la vida contemplativa. Además, en la "Justicia" se resumen todas las virtudes de la vida activa, mientras que en la "Paz" se realiza la perfección de la vida contemplativa; y se hallan aquí los dos atributos fundamentales de Melquisedec, es decir, del principio común de los dos poderes espiritual y temporal, que respectivamente rigen el dominio de la vida activa y el de la vida contemplativa.

     

    Por otra parte, igualmente para san Agustín (Sermo XLIII de Verbis Isaiae, c. 2), la razón está en la cúspide de la parte inferior del alma (sentido, memoria y cogitación), y el intelecto en la cumbre de su parte superior (que conoce las ideas eternas que son las razones inmutables de las cosas); a la primera pertenece la ciencia (de las cosas terrestres y transitorias), y a la segunda la Sabiduría (el conocimiento de lo absoluto y de lo inmutable); la primera se refiere a la vida activa, la segunda a la vida contemplativa. Esta distinción equivale a la existente entre las facultades individuales y supra-individuales, y a la de los dos órdenes de conocimiento que respectivamente les corresponden; y aún puede relacionarse con ello este texto de Santo Tomás de Aquino: "Dicendum quod sicut rationabiliter procedere attribuitur naturali philosophiae, quia in ipsa observatur maxime modus rationis, ita intellectualiter procedere attribuitur divinae scientiae, eo quod in ipsa observatur maxime modus intellectus" (In Boetium de Trinitate, q. 6, art. 1, ad. 3). Anteriormente se ha visto que, según Dante, el poder temporal se ejerce según la "filosofía" o la "ciencia" racional, y el poder espiritual según la "Revelación" o la "Sabiduría" suprarracional, lo que corresponde muy exactamente a esta distinción entre las partes inferior y superior del alma.

     





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