• Fulcanelli
    EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES



    Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra
    escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de
    las catedrales, ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este
    respecto, confieso, muy humildemente, mi incapacidad y prefiero dejar a los lectores
    el cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de
    recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los suyos. El tiempo
    y la verdad harán todo lo demás.
    Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se
    extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de
    dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras
    deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos
    desconocidos que esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le
    llorarán conmigo.
    ¿Podía él llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del
    Destino? Nadie es profeta en su tierra Este viejo adagio nos da, tal vez, la razón
    oculta del trastorno que produce la chispa de la revelación en la vida solitaria y
    estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el hombre viejo se
    consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores,
    todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una
    personalidad nueva renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición
    filosófica.
    Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la
    Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro
    de una separación dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me
    ocurriese hoy el feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del
    mundo.
    Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento
    permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un
    santuario.
    Gracias a él la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con
    sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera piedra
    de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la
    cual edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Religión
    descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción,
    se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos cuya
    sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite lograrlo!
    Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad
    Media contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las
    pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas
    bizantinas.
    Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.
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    Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre- descubrirán otra
    cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz, ellos descubrirán que
    aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edificio, despréndase el Espíritu y
    muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas
    corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer es breve. Pero hace
    falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde uno va.
    ¿Queréis que os diga algo más?
    Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace
    más de diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción,
    por una de las figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave consiste
    sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún
    filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo
    yo, cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
    Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y en el mío
    propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien mi maestro confió la
    ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento sincero y minucioso del
    pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las catedrales envolver su
    esoterismo austero en un soberbio manto de láminas originales.
    E. CANSELIET
    F. C. H.
    Octubre 1925
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    PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
    Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había
    recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema que juzgó
    necesario esperar y conservar el anonimato, el cual por lo demás, había observado
    constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer
    rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este hombre de otro
    tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus ocupaciones
    insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los desocupados, los curiosos y los
    tontos, mucho menos, empero, de la que había de suscitar, un poco más tarde, la
    desaparición total de su personalidad común.
    Así desde la compilación de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó
    su voluntad absoluta y sin apelación de que su identidad real permaneciese en la
    sombra, de que desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el
    seudónimo impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este
    nombre célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las
    generaciones futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido
    jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.
    Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la
    abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones
    adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente meditadas. Éstas, en un plano
    muy distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar admiración,
    cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre
    sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto que, en el reino de las letras de
    nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro, porque emana de
    una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su
    destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su
    época determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino
    infinito. Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafirme sin
    cesar, en su doble manifestación espiritual y científica la Verdad eterna universal e
    indivisible. A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar
    a las ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino
    más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la
    aristocracia suprema.
    Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del pasado
    sabrán que la enseñanza oral de maestro a discípulo prevalece sobre cualquier otra,
    lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera,
    como la recibimos nosotros después de él aunque tengamos que declarar, por
    nuestra parte, que Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto,
    en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.
    En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía, insistimos
    deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro, y lo
    hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del vocablo,
    es decir, de sustituir -por prurito de exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el
    calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las
    Moradas filosofales. En aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que
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    transcribiremos un poco más adelante y que debe su impresionante belleza al
    aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el
    anónimo por el raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por
    falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre
    sus papeles la epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los
    pliegues, por haber pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba,
    empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad. El
    autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante muchos años, como
    un talismán la prueba escrita del t7iunfo de su verdadero iniciador, que nada nos
    impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea elocuente y
    justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No creemos que nadie nos
    reproche 1a longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería lamentable
    suprimir una sola palabra:
    Mi viejo amigo,
    Esta vez, ha recibido usted verdaderamente el don de Dios, es una Gracia
    grande, y, por primera vez, comprendo la rareza de este favor. Considero, en
    efecto, que, en su abismo insondable de sencillez, el arcano es imposible de
    encontrar por la sola fuerza de la razón, por muy sutil que ésta sea y por mucho que
    se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro de los Tesoros, demos gracias a la
    Divina Luz por haberle hecho partícipe de él. Por lo demás, lo tiene justamente
    merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en el esfuerzo,
    por su perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos... por sus buenas
    obras.
    Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa
    sorpresa y no cabía en mí de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos
    esta hora de embriaguez con un terrible mañana. Pero, por muy breve que sea mi
    información sobre la cosa, creí comprender, y esto en mi certeza, que el fuego sólo
    se apaga cuando la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el vaso,
    que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se
    vuelve luminoso como el sol.
    Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y oculto
    conocimiento que le pertenece de pleno derecho y de un modo absolutamente
    personal. Mejor que nadie, comprendemos todo su precio, y, también mejor que
    nadie, somos capaces de guardarle por ello eterno reconocimiento. Sabe usted que
    las más bellas frases y las más elocuentes protestas no valen lo que la sencillez
    emocionada de estas solas palabras: es usted bueno, y, por esta gran virtud, ha
    colocado Dios sobre su frente la diadema de la verdadera realeza. Él sabe que hará
    usted un uso digno de este cetro y de los inestimables gajes que lleva consigo.
    Nosotros le conocemos desde hace tiempo como el manto azul de sus amigos en
    desgracia; pero el manto caritativo se ha ensanchado de pronto, pues ahora todo el
    azul del cielo y su gran sol cubren sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar mucho
    tiempo de esta grande y rara dicha, para satisfacción y consuelo de sus amigos, e
    incluso de sus enemigos, pues la desdicha lo borra todo y usted posee, a partir de
    hoy, la varita mágica que hace todos los milagros.
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    Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres sensibles, había tenido un
    sueño verdaderamente extraño. Había visto a un hombre envuelto en todos los
    colores del prisma, elevándose hasta el sol. La explicación no se hizo esperar. ¡Qué
    maravilla! ¡Qué bella y victoriosa respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y -
    teóricamente- exacta, pero muy distante aún de lo Verdadero, de lo Real ¡Ah! Casi
    puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el
    uso de la vista y de la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado
    en el abismo... A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a
    arrancarle del borde del precipicio.
    Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus últimas horas de
    angustia y de triunfo. Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría
    que experimentamos y toda la gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de
    nuestro corazón. ¡Aleluya!
    Le abrazo y le felicito,
    Su viejo...
    El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más
    perfecto; es decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.
    Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector atento y
    ya familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es cuando el
    íntimo y sabio correspondiente exclama:
    «¡Ay! Casi puede decirse que el que saluda a la estrella de la mañana pierde
    para siempre el uso de la voz y de la razón pues queda fascinado por su falsa luz y
    es precipitado en el abismo. »
    ¿No parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de veinte años
    en un estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la estrella es el gran signo
    de la Obra, -que sella la materia filosofal- que le dice al alquimista que no ha
    encontrado la luz de los locos, sino la de los sabios, que consagra la sabiduría y
    que la llamamos estrella de la mañana? Pero, ¿se ha señalado que concretábamos
    brevemente que el astro hermético es ante todo admirado en el espejo del arte o
    mercurio, antes de ser descubierto en el cielo químico, donde alumbra de manera
    infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos preocupado más del deber de la
    caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de pasar por fervientes
    adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces en el maravilloso arcano
    y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un viejísimo carnet, después de
    una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli que, acompañadas de café
    azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias de adolescente asiduo y
    estudioso, ávido de un saber inapreciable:
    Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda a distinguir su huella
    real de su imagen, y observará que brilla con mayor intensidad a la luz del día que
    en las tinieblas de la noche.
    Declaración que corrobora y completa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no
    menos categórica y solemne:
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    (1) Alchimie, pág. 137. J.-J. Pauvert, editor.
    «Los dioses han otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la
    gran Sabiduría, obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque
    en ella se encuentra la Sabiduría.»
    ¿Acaso no son estas dos estrellas las que os muestran una de las pequeñas
    pinturas alquímicas del convento franciscano de Cimiez, acompañada de la
    inscripción latina que expresa la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y
    estelar.
    «Cum luce saluten; con la luz la salvación»?
    En todo caso, por poco sentido filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se
    tome en meditar las anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave
    con ayuda de la cual abre Cyliani la cerradura del templo. Pero, si todavía no
    comprende, que relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte una enseñanza
    que ningún otro libro podría darle con tanta precisión
    Hay, pues, dos estrellas, las cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en
    realidad una sola La que brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el
    mar hermético- anuncia la concepción y no es más que el reflejo de 1a otra, que
    precede al advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es todavía
    llamada stella matutina, estrella de la mañana; si es posible contemplar en ella el
    esplendor de una señal divino; si el descubrimiento de esta fuente de gracias pone
    gozo en el corazón del artista, no es, empero, más que una simple imagen reflejada
    por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar que ocupa en los
    autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da testimonio de la realidad de la
    otra, de la que coronó al Niño divino en el momento de nacer. El signo que condujo
    a los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes de
    desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.
    Insistimos en ello, porque estamos seguros de que algunos nos lo agradecerán:
    se trata verdaderamente de un astro nocturno cuya claridad resplandece sin gran
    fuerza en el polo del cielo hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar
    por las apariencias, sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de
    Moravia y sobre el cual insiste tanto Jacobus Tollius:
    «Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario que sigue y por
    el cual el Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es inmenso y viste los
    campos de luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros y su sol.»
    Es indispensable meditar bien que el cielo y la tierra aunque confusos en el Caos
    cósmico original no son diferentes en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo
    en calidad, en cantidad y en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril
    no contiene el cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista, imitador de la
    Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar en su pequeño mundo, con ayuda del
    fuego secreto y del espíritu universal las partes cristalinas, luminosas y puras, de las
    partes densas, tenebrosas y groseras? No, por lo tanto, debe realizarse esta
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    separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en efectuar el trabajo del
    primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella podremos saber lo que es
    la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado cielo de los Sabios.
    Philaléthe, que, en su Entrada abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se
    extendió sobre la práctica de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la
    conclusión de la magia cósmica de su aparición:
    «Es el milagro del mundo, la reunión de las virtudes superiores en las inferiores;
    por esto el Todopoderoso la marcó con un signo extraordinario. Los Sabios 1a vieron
    en Oriente, se llenaron de admiración y comprendieron en seguida que un Rey
    purísimo había nacido en el mundo.
    »Tú, cuando hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso
    Niño.»
    « Tómese cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro
    Acero mágico, y nueve partes de nuestro Imán mézclese todo por medio de Vulcano
    ardiente, en forma de agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser
    quitada. Arrójese la costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el fuego y la
    sal cosa que se hará fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el espejo de Marte.
    »
    Por último, añade Philaléthe.
    « Y que el Todopoderoso estampe su sello real en esta Obra y la adorne con él
    particularmente. »
    La estrella a decir verdad, no es un signo especial de la labor de la Gran Obra.
    Podemos encontrarla en multitud de combinaciones arquímicas, de procedimientos
    particulares y de operaciones espagíricas de menor importancia; sin embargo,
    ofrece siempre el mismo valor indicativo de transformación parcial o total de los
    cuerpos sobre los cuales se ha fijado. Juan Federico Helvetius nos dio un ejemplo
    típico de ello en el pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que traducimos a
    continuación:
    «Cierto orfebre de La Haya (ciu nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en
    alquimia, pero hombre muy pobre según la naturaleza de esta ciencia pidió hace
    algunos años (2) a mi mejor amigo, es decir, a Juan Gaspar Knôtter, tintorera,
    espíritu de sal preparado de manera no vulgar. Al preguntar Knôtter si este espíritu
    de sal especial sería o no utilizado para los metales, Gril respondió que para los
    metales, seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que había colocado
    en un recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues bien, al cabo de
    dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente Estrella
    plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil Por lo que Gril
    lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella visible de los
    Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en Basilio (Valentín). Yo
    y otros muchos hombres honorables contemplamos con suma admiración esta
    estrella flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el fondo, permanecía el plomo
    de color de ceniza e hinchado a la manera de una esponja. Sin embargo, en un
    intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo la humedad del espíritu de sal
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    absorbida por el grandísimo calor del aire del mes de julio, y la estrella llegó al fondo,
    depositándose sobre aquel plomo esponjoso y terroso. Fue un resultado digno de
    admiración y no para un reducido número de testigos. Por último, Gril copeló en una
    vasta la parte de este plomo ceniciento a que se había adherido la estrella y obtuvo,
    de una libra de este plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de estas doce
    onzas, dos onzas de oro excelente. »
    (2) Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de encontrar del Vitulus
    Aureus.
    Tal es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo
    estrellado en todas las modificaciones internas de cuerpos tratados filosóficamente.
    Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos o engañadores que
    sin duda emprenderán algunos lectores entusiastas, fundándose en la reputación de
    Helvetius, en la probidad de los testigos oculares y, tal vez también en nuestro
    constante afán de sinceridad Por esto queremos observar, a quienes quisieran
    repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos datos esenciales: la composición
    química exacta del ácido clorhídrico y las operaciones efectuadas previamente sobre
    el metal. Ningún químico será capaz de contradecirnos si afirmamos que el plomo
    ordinario, sea cual fuere, no tomará jamás el aspecto de la piedra pómez
    sometiéndolo en frío, a la acción del ácido muriático. Varios preparativos son, pues,
    necesarios para provocar la dilatación del metal separar de él las impurezas más
    groseras y los elementos inestables, y producir en fin, mediante la fermentación
    necesaria, la hinchazón que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que
    manifiesta ya una marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades
    específicas.
    Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han escrito largamente sobre la
    conveniencia de una prolongada cocción previa. Pues, si es cierto que el plomo
    común está muerto -porque ha sufrido la reducción, y una gran llama, dice Basilio
    Valentín, devora un fuego pequeño-, no es menos verdad que el mismo metal
    pacientemente alimentado con sustancia ígnea, se reanimará, reanudará poco a
    poco su actividad abolida y, de masa química inerte se convertirá en cuerpo
    filosóficamente vivo.
    Tal vez alguien se asombrará de que hayamos tratado tan prolijamente de un solo
    punto de la Doctrina hasta dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en
    consecuencia, nos hace temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente
    asignada a los escritos de este género. Se advertirá, no obstante, que era lógico
    que desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos decir, en el
    texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su umbral se entretiene largamente nuestro
    Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía mineral que anuncia, con
    certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado en los edificios religiosos.
    El misterio de las catedrales: así se titula precisamente esta obra de la que hoy
    ofrecemos -después de la tirada de 1926, compuesta únicamente de trescientos
    ejemplares- la segunda edición aumentada con tres dibujos de Julien Champagne y
    varias notas originales de Fulcanelli recogidas tal cual sin la menor adición ni el más
    pequeño cambio. Estas se refieren a una cuestión muy angustiosa que ocupó largo
    tiempo la pluma del Maestro y de la que diremos unas palabras a propósito de las
    Moradas filosofales.
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    Por lo demás, si hubiera que justificar el mérito de El misterio de las catedrales,
    bastaría señalar que este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética
    cuyos principios y su aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de
    esta enseñanza detallada y precisas tras las breves consideraciones apocadas por
    nosotros con ocasión del centauro, del hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos
    mansiones alquímicas, será ya imposible confundir la lengua matriz, el enérgico
    idioma fácilmente comprendido aunque jamás hablado y, siempre según de Cyrano
    Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las transposiciones, los
    trastocamientos, las sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que arbitrarios
    de la kábala judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos, cábala y kábala, a fin
    de utilizarlos como se debe: el primero, como derivado de χαβαλλης o del Latín
    caballus, caballo; el segundo, del hebreo kabbalah que significa tradición. En fin, no
    se podrá ya, a pretexto de los sentidos figurado admitidos por analogía, de corrillo,
    manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función que sólo él es capaz de
    desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente, al encontrar la llave
    perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o de los pájaros. Las mismas
    que Jonathan Swift, el singular deán de San Patricio, conocía a fondo y practicaba a
    su manera, con tanto saber y virtuosismo.
    Savignies, agosto de 1957
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    PRÓLOGO DE LA TERCERA EDICIÓN
    «Vale más vivir con grandes
    agobios pobre, que haber sido
    señor y pudrirse en una rica
    tumba.
    ¡Que haber sido señor! ¿Qué
    digo?
    Señor, ¡ay! ¿acaso ya no lo es?
    Según dicen los davídicos,
    jamás conoceréis su lugar.»
    FRANCOIS VILLON.
    El testamento, XXXVI y XXXVII.
    Era necesario y, sobre todo, cuestión la más elemental de salubridad filosófica,
    que El misterio de las catedrales reapareciese lo antes posible. Gracias a Jean-
    Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos tiene acostumbrados
    y que, para mayor bien de los estudiosos, obedece siempre a la doble preocupación
    de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de
    venta al lector. Dos condiciones, extrínsecas y capitales, muy convenientes a la
    exigente Verdad, a la cual por añadidura, ha querido acercarse todavía más Jean-
    Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro con la fotografía
    perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne. De este modo, la
    infalibilidad de la placa sensible, en la confrontación de la plástica original viene a
    proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en
    1915, diez años antes de que gozásemos nosotros del mismo inestimable privilegio
    y, sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
    ¿Qué es la alquimia para el hombre, sino -verdaderamente, y nacidos de cierto
    estado de alma derivado de ,a gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida
    secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las
    cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el
    espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente,
    hasta la perfección última.
    Con este fin, nada expresa mejor el modo de operar que el antiguo apotegma tan
    preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula; disuelve y coagula. Es una
    técnica sencilla y lineal que requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela
    a esa imaginación, ¡ay!, casi totalmente abolida, en nuestra época de saturación
    agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes. Raros son los que se
    aplican a la idea viva, a 1a imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda
    elaboración filosofal o de toda aventura poética, y que se abre poco a poco, en lenta
    progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.
    Muchos alquimistas, y la Turba* en particular, han dicho, por boca de Baleus, que
    «la madre se apiada de su hijo mientras que éste es muy duro con ella». El drama
    familiar se desarrolla, de manera positiva, en el seno del macrocosmos alquímico20
    físico, de suerte que cabe esperar, para el mundo terrestre y su Humanidad, que la
    Naturaleza acabe perdonando a los hombres y conformándose, de la mejor manera,
    con los tormentos que éstos le imponen perpetuamente.
    *Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos y a filósofos alquimistas
    propiamente dichos. Escrita en latín, pero traducida del árabe, gozó de gran crédito
    entre los alquimistas de la Edad Media. (N. del T)
    Ved ahora lo más grave: mientras la francmasonería busca continuamente la palabra
    perdida (verbum dimissum), la Iglesia universal (Καθολιχε katholiké), que posee
    este Verbo, está en camino de abandonarlo en el ecumenismo del diablo. Nada
    favorece tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan
    a menudo ignorante, al falaz impulso, que se dice progresivo, de fuerzas ocultas que
    sólo se proponen destruir la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina
    profundamente trastornado, ha perdido su valor y, actualmente, marcha de acuerdo
    con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el
    disfraz, en prometedora etapa hacia la abolición del celibato filosófico...
    A favor de esta política de constante abandono, instalase la herejía funesta, en la
    razonadora vanidad y en el desprecio profundo de las leyes misteriosas. Entre éstas,
    la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere,
    a fin de que prosiga en ella la vida bajo la engañosa apariencia de la nada y de la
    muerte. Ante la fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia operante
    sus asombrosas posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia consienta, para lo
    sucesivo, esta atroz cremación que antaño prohibía absolutamente?
    Inmenso es el horizonte que ahora os descubre la parábola del grano que cae al
    suelo, relatada por san Juan:
    «En verdad, en verdad os digo, que, si el grano de trigo que cae a tierra no
    muere, permanece solo, pero, si muere, llevará mucho fruto.» (XII, 24.)
    También el discípulo amado nos transmite otra enseñanza preciosa de su
    Maestro, a propósito de Lázaro, de que la putrefacción del cuerpo no puede
    significar la abolición total de la vida:
    «Dijo Jesús.- Quitad la piedra. María, hermana del muerto, le dijo: Señor, ya
    hiede, pues hace cuatro días que está ahí. Jesús le dijo.- ¿No te he dicho que, si
    crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)
    En su olvido de la Verdad hermética que aseguró sus cimientos, la Iglesia, ante la
    cuestión de la incineración de los cadáveres adopta, sin ningún esfuerzo, las malas
    razones de la ciencia del bien y del mal según la cual la descomposición de los
    cuerpos, en cementerios cada vez más colmados, constituye una amenaza de
    infección. Y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los
    rodea. Especioso argumento que, al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo
    que fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el
    mezquino positivismo de los Comte y los Littré. Enternecedora solicitud en fin, que
    no se ejercitó en nuestros benditos tiempos, cuando las dos hecatombes, grandiosas
    por su duración y por su multitud de muertos, en superficies más bien reducidas,
    21
    donde la inhumación se hacía esperar a menudo mucho más y se efectuaba a
    menor profundidad de lo que permitían los reglamentos.
    En contraste con esto, cabe recordar aquí los experimentos, macabros y
    singulares, a que se dedicaron a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y
    determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos por
    añadidura, Mateo José Orfila y Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva
    descomposición del cuerpo humano. He aquí el resultado del éxperimento
    realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:
    «El olor disminuye gradualmente; por fin llega una época en que todas las partes
    blandas extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso, negruzco y
    de un olor que tiene algo de aromático.»
    En cuanto a la transformación del hedor en perfume, hay que observar su
    impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la
    Gran Obra física, y entre ellos, en particular, Morien y Raimundo Lulio, al precisar
    que al olor infecto (odor teter) de la disolución oscura sucede el perfume más suave,
    porque es propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et caloris).
    Después de lo que acabamos de apuntar, ¿qué no habremos de temer, si pueden
    desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio
    dudoso y la argumentación especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente
    muestran la envidia y la mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos
    imponemos hoy el deber de destruir.
    Decimos esto, a propósito de una muy objetiva rectificación de nuestro maestro
    Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, 1a estatua de Marcelo, obispo de París,
    que se hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de santa Ana, antes de
    que los arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por
    una aceptable copia El Adepto de El misterio de las catedrales se vio de este modo
    impulsado a reparar las faltas cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien,
    hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que ocupaba su sitio en
    la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta
    breve y caprichosa descripción:
    «Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decir a cuantos lo ven y quieren
    enterarse de lo que representa.. Si descubrís y adivináis lo que represento con este
    jeroglífico, ¡callaos .. ! ¡No digáis nada!-» (Curso de Filosofía hermética o de
    Alquimia en diecinueve lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
    Estas líneas van acompañadas, en la obra de Cambriel de un torpe diseño que
    les dio origen o que fue inspirado por ellas. Como a Fulcanelli nos cuesta imaginar
    que dos observadores, a saber, el escritor y el dibujante, pudieran ser víctimas
    separadamente, de 1a misma ilusión. En el grabado, el santo obispo, que luce
    barba, en evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada
    con cuatro pequeñas cruces. Y sostiene, con la mano izquierda, un corto báculo que
    apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón,
    con la expresión mímica de quien recomienda secreto y silencio.
    22
    «La comprobación es fácil -concluye Fulcanelli-, puesto que poseemos la obra
    original y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro santo,
    de acuerdo con la costumbre medieval va completamente afeitado, su mitra, muy
    sencilla, carece de todo adorno,- el báculo, que sostiene con la mano izquierda, se
    clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al famoso
    ademán de los Personajes del Mutus Liber y de Harpócrates, es enteramente fruto
    de la desatada imaginación de Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo
    su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el
    antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e índice. »
    Quedaba según se acaba de ver, totalmente resuelta la cuestión que es objeto de
    todo el párrafo VII del capítulo PARIS de la presente obra, y de la que, ahora, podrá
    el lector enterarse a fondo. El engaño había sido, pues, descubierto, y perfectamente
    establecida la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry, unos tres años más tarde,
    y con referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame, escribió en su Museo
    de los brujos las líneas que siguen:
    «La estatua de san Marcelo, que se encuentra actualmente en el pórtico de Nótre-
    Dame, es una reproducción moderna que no tiene valor arqueológico; forma parte
    de la restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc. La estatua verdadera,
    del siglo XIV, se encuentra actualmente confinada en un rincón de la gran sala de
    las Termas del Museo de Cluny, donde la hemos hecho fotografiar (fig. 342). Se
    observará que el báculo del obispo se hunde en la boca del dragón, condición
    esencial para que sea legible el jeroglífico, e indicación de que es necesario un rayo
    celeste para encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en una época que podemos
    situar a mediados del siglo xvi, esta antigua estatua fue quitada del pórtico y
    sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para contrariar a los alquimistas y
    destruir su tradición, había sido deliberadamente acortado, de modo que ya no
    tocaba la boca del dragón. Puede verse esta diferencia en nuestra figura 344,
    donde aparece la antigua estatua, tal como era antes de 1860. Viollet-le-Duc la hizo
    quitar y la reemplazó por una copia bastante exacta de la del Museo de Cluny,
    restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su verdadera significación alquímica.»
    ¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según el cual se habría introducido,
    en suma, en el siglo XVI, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada en
    Cluny y la copia moderna, visible en la catedral de la Cité desde hace más de cien
    años! De esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las
    obras más eruditas, Grillot de Givry nos da, en apoyo de su al menos gratuito aserto,
    una fotografía de la cual Bernard Husson fija deliberadamente fecha y la hace un
    daguerrotipo. He aquí la leyenda que, al pie del clisé, renueva su insostenible
    justificación:
    Fig. 344.-ESTATUA DEL SIGLO XVI REEMPLAZADA,
    HACIA 1860, POR UNA COPIA DE LA EFIGIE PRIMITIVA.
    Pórtico de N.-D. de París.
    (Colección del autor.)
    Desgraciadamente para esta imagen el presunto san Marcelo no empuña en ella
    el báculo episcopal que le presta la pluma de Glillot, decididamente perdido e
    imposible de identificar. Como máximo, distinguimos en la mano izquierda del
    prelado chancero y terriblemente barbudo, una especie de barra gruesa desprovista
    23
    en su extremo superior de la voluta adornada que hubiera podido convertirla en
    báculo episcopal
    Pretendíase, evidentemente, que el lector infiriese, del texto y de la ilustración que
    esta escultura del siglo XVI -oportunamente inventada- era la misma que Cambriel
    «al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París, examinó con gran
    atención», ya que el autor declara, en la cubierta misma de su Curso de Filosofía,
    que terminó este libro en enero de 1829. Así quedaban acreditados la descripción y
    el dibujo, debidos al alquimista de Saint-Paui-de-Fenouillet, los cuales se
    complementan en el error, en tanto que el irritante Fulcanelli, demasiado afanoso de
    exactitud y de franqueza, quedaba convicto de ignorancia y de error inconcebible.
    Ahora bien la conclusión en este sentido, no es tan sencilla,- así podemos
    comprobarlo, desde ahora, en el grabado de François Cambriel donde el obispo es
    portador de un báculo pastoral sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco
    y su porción en espiral.
    No nos detendremos en la explicación dada por Grillot de Givry, reabnente
    ingenioso pero un tanto elemental del acortamiento de la verga pastoral (virga
    pastoralis); por el contrario, no podemos dejar de denunciar el hecho singular de
    que, con toda evidencia trató de combatir, sin traerla a la memoria -inocentemente,
    precisará Jean Reyor, pretendiendo que todo ocurrió de manera fortuita-, la
    pertinente corrección de El misterio de las catedrales, del cual es imposible que una
    inteligencia tan avisada, y curiosa como la suya no tuviera conocimiento. En efecto,
    este primer libro de Fulcanelli había sido publicado en junio de 1926, mientras que El
    museo de los brujos -fechado en París el 20 de noviembre de 1928 apareció en
    febrero de 1929, una semana después de la muerte repentina de su autor.
    En aquella época, el procedimiento, que no nos pareció demasiado honrado, nos
    produjo tanta sorpresa como dolor y nos desconcertó profundamente. Ciertamente,
    jamás habríamos hablado de ello, si, después de Marcel Clavelle -alias Jean Reyor-,
    no hubiese experimentado recientemente Bernard Husson la inexplicable necesidad,
    a treinta y dos años de distancia, de volver a lanzar la piedra y venir en auxilio de
    Cambriel. Nos limitaremos a dar aquí la jactanciosa opinión del primero -en el Velo
    de Isis, de noviembre de 1932-, puesto que el segundo la hizo suya íntegramente,
    sin reflexionar y sin mostrar el escrúpulo que hubiera debido sentir por tratarse del
    Adepto admirable y del Maestro común:,
    «¡Todo el mundo comparte la virtuosa indignación de Fulcanelli! Pero lo más
    lamentable es la ligereza de este autor, dadas las circunstancias. Veremos a
    continuación que no había motivos para acusar a Cambriel de "artificio", de
    "superchería" y de "descaro".
    »Pongamos la cosa en su punto: el pilar que se encuentra actualmente en el
    pórtico de Nótre-Dame es una reproducción moderna que forma parte de la
    restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc, efectuada hacia 1860. El
    pilar primitivo se encuentra confinado en el Museo de Cluny. Sin embargo, hemos de
    decir que el pilar actual reproduce con bastante fidelidad, en su conjunto, el del siglo
    xvi, a excepción de algunos motivos del zócalo. En todo caso, ninguno de estos dos
    pilares corresponde a la descripción y a la figura dadas por Cambriel y reproducidas
    inocentemente por un conocido ocultista. Y, no obstante, Cambriel no trató en modo
    alguno de engañar a sus lectores. Describió e hizo dibujar fielmente el pilar que
    24
    podían contemplar todos los Parisienses de 1843. Y es que existe un tercer pilar de
    san Marcelo, reproducción infiel del pilar primitivo, y es este pilar el que fue
    reemplazado, hacia 1860, por la copia más exacta que vemos en la actualidad.
    Aquella reproducción infiel presenta, ciertamente, todas las características
    señaladas por el buen Cambriel. Éste, lejos de ser falaz, fue, por el contrario,
    engañado por la poca escrupulosa copia, pero su buena fe queda absolutamente
    fuera de toda duda, y esto es lo que queríamos dejar bien sentado.»
    A fin de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry -el conocido ocultista citado
    por Jean Reyor- presentó, en El museo de los brujos, sin ninguna referencia, como
    hemos podido ver, una prueba fotográfica cuyo clisé en similor denota su confección
    reciente. ¿Cuál es, en el fondo, el valor exacto de este documento que utilizó para
    reforzar su texto y rebatir, con todas las apariencias de la irrefutabilidad el juicio
    imparcial de Fulcanelli sobre François Cambrie; juicio tal vez severo, pero
    indudablemente fundado, que Grillot de Givry, según sabemos también, se guardó
    muy bien de señalar? Ocultista en el sentido más absoluto, mostróse no menos
    discreto en cuanto a la procedencia de su sensacional fotografía...
    ¿No será, sencillamente, que esta imagen representativa de la estatua removida
    en el pasado siglo, cuando los trabajos de Viollet-le-Duc, fue tomada en lugar
    distinto de Nótre-Dame de París, o que fuera incluso reproducción de un personaje
    muy distinto del obispo Marcellus de la antigua Lutecia.. ?
    En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el dragón
    agresivo o sumiso, entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el Mayor,
    Felipe, Miguel, Jorge Y Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el único que toca, con
    el báculo, la cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y
    escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre los
    últimos hechos del obispo se cuenta el que (inter novissima ejus opera hoc
    annumeratur) refiere el padre Gérard Dubois d'Orléans (Gerardo Dubois
    Aurelianensi) en su Historia de la Iglesia de París (in Histona Ecclesiae Panswnsis),
    y que resumimos aquí, traduciéndolo del texto latino:
    «Cierta dama, más ilustre por la nobleza de su linaje que por las costumbres y la
    fama de una buena reputación, acabó su destino y, después, en pomposas
    exequias, fue depositada en la tumba, digna y solemnemente. A fin de castigarla por
    la violación de su lecho, una horrible serpiente avanza hacia la sepultura de la mujer,
    se alimenta de sus miembros y de su cadáver, cuya alma había corrompido con sus
    silbidos funestos. No la deja descansar en el lugar del descanso. Pero, aserrados
    por el ruido, los viejos servidores de la dama se espantaron en grado sumo, y la
    multitud de la ciudad empezó a acudir al espectáculo y a alarmarse a la vista del
    enorme animal..
    »Advertido el bienaventurado prelado, sale con el pueblo y ordena que los
    ciudadanos se mantengan como espectadores. En cuanto a él, sin asustarse, se
    planta ante el dragón... el cual como si fuera un suplicante, se postra a las rodillas
    del santo obispo y parece adularle y pedirle gracia. Entonces Marcelo, golpeándole
    la cabeza con su báculo, le arrojó encima su estola [Tum Marcellus caput ejus
    baculo percutiens, in eum orarium (1) injecit]; conduciéndole en círculo durante dos o
    tres millas, seguido por el pueblo, tiraba (extrahebat) su marcha solemne ante los
    ojos de los ciudadanos. Después, apostrofó a la bestia y le ordenó que, desde
    25
    mañana, o permaneciese perpetuamente en los desiertos, o fuese a arrojarse al mar
    .. »
    Digamos, de paso, que casi no hace falta destacar, aquí la alegoría hermética en
    que se distinguen las dos vías, seca y húmeda. Corresponde exactamente al 50º
    emblema de Michel Maier, en su Atalanta Fulgiens, en el cual el dragón aprisiona a
    una mujer vestida, que yace inerte, en el esplendor de su madurez, en el fondo de
    una fosa igualmente violada.
    Pero volvamos a la presunta estatua de san Marcelo, discípulo y sucesor de
    Prudencio, la cual según Grillot de Givry, fue colocada a mediados del siglo xvi en el
    entrepaño del pórtico sur de Nótre-Dame, es decir, en el lugar de la admirable
    reliquia conservada en la orilla izquierda en el museo de Cluny. Precisemos que la
    efigie hermética se alberga actualmente en la torre septentrional de su primera
    morada.
    (1) Orariun, quod vulgo stola dicitur. (Glossarium Cangii) Orarium, lo que se llama
    generalmente estola. (Glosario de Du Cange.)
    A fin de rechazar sólidamente la veracidad de esta afirmación, desprovista de
    todo fundamento, podemos alegar el irrecusable testimonio del señor Esprit
    Gobineau de Montluisant, gentilhombre privilegiado, en su Explicación muy curiosa
    de los enigmas y figuras jeroglíficas, físicas, que están en el Gran Pórtico de la
    iglesia catedral y metropolitana de NótreDame de París. Ved cómo nuestro testigo
    ocular, «estudiando atentamente» las esculturas, nos da la prueba de que el alto
    relieve transportado a la calle del Sommerard por Viollet-leDuc, se encontraba en el
    pilar de en medio del pórtico de la derecha, «el miércoles 20 de mayo de 1640,
    víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucristo»:
    «En el pilar que está en medio y que separa las dos puertas de este pórtico, se
    encuentra todavía la figura de un obispo, que introduce su báculo en la boca de un
    dragón que yace bajo sus pies y que parece salir de un baño ondulante, en cuyas
    ondas aparece la cabeza de un Rey, con triple corona, que parece ahogarse en las
    ondas y salir después de ellas nuevamente. »
    El relato histórico, patente y decisivo, no preocupó en demasía a Marcel Clavelle
    (Jean Reyor, de seudónimo), el cual se vio entonces obligado, para salir de apuros,
    a trasladar a los tiempos de Luis XIV el nacimiento de la estatua, absolutamente
    desconocida hasta que Grillott la inventó bruscamente, de buena o de mala fe.
    Turbado de manera semejante por la misma prueba, tampoco Bemard Husson sale
    muy airoso del paso, sosteniendo, por las buenas, que la mención siglo xvi de la
    Página 407 de El museo de los brujos es una errata tipográfica, afortunadamente
    rectificada en el epígrafe por siglo xvii, cosa que, como ha podido verse más arriba,
    no se descubre de manera alguna.
    Además, y con mengua de la exactitud, ¿no supone una irreflexión inconcebible el
    hecho de admitir que un restaurador del período de los Valois transportase,
    cediendo a su propia Iniciativa, a un tiempo culpable y singular, a un museo
    inexistente en su época, la magnífica estatua que, indudablemente, sólo se conserva
    en él desde hace un siglo y pico, a una sala de las Termas exhumadas, junto al
    delicioso palacio reconstruido por Jacques d´Ambroise? ¡Y qué extraño parecería,
    26
    en consecuencia, que este arquitecto del siglo XVI hubiese mostrado, por la efigie
    gótica e imberbe que se dice sustituyó, un afán de conservación que el cuidadoso
    Viollele-Duc no había de mostrar, trescientos años más tarde, por el obispo barbudo,
    obra de su remoto y anónimo colega!
    Ciertamente, pudo haber ocurrido que Marcel Clavelle y Bernard Husson,
    sucesivamente, se dejasen cegar tontamente por el intenso placer de pillar en un
    error al gran Fulcanelli pero que Grillot de Givry no viera la enorme falta de lógica de
    su inconsecuente refutación es algo totalmente imposible de digerir.
    Por lo demás, creo que todos convendrán conmigo en que importaba mucho, en
    ocasión de esta tercera edición de El misterio de las catedrales, dejar claramente
    establecido lo bien fundado de la repulsa de Fulcanelli en lo que atañe a Cambriel y
    disipar por ende, de modo radical el lamentable equívoco creado por Grillot de Givry;
    es decir, si así se prefiere, poner realmente en su punto y cerrar definitivamente una
    controversia que sabíamos tendenciosa y carente de verdadero objeto.
    Savignies, julio de 1964
    EUGÉNE CANSELIET
    27
    28
    29
    EL MISTERIO
    DE LAS CATEDRALES
    I
    La más fuerte impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la sazón siete
    años-, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo, fue la emoción que
    provocó, en nuestra alma de niño, la vista de una catedral gótica. Nos sentimos
    inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de
    sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de lo
    inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina que humana.
    Después, la visión se transformó; pero la impresión permanece. Y, si el hábito ha
    modificado el carácter vivo y patético del primer contacto, jamás hemos podido dejar
    de sentir una especie de arrobamiento ante estos bellos libros de imágenes que se
    levantan en nuestra plaza y que despliegan hasta el cielo sus hojas esculpidas en
    piedra.
    ¿En qué lenguaje, por qué medios, podríamos expresarles nuestra admiración,
    testimoniarles nuestro reconocimiento y todos los sentimientos de gratitud que llena
    nuestro corazón, por todo lo que nos han enseñado a gustar, a conocer, a descubrir,
    esas obras maestras mudas, esos maestros sin palabras y sin voz?
    ¿Sin palabras y sin voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros lapidarios tienen
    sus letras esculpidas -frases en bajos relieves y pensamientos en ojivas-, tampoco
    dejan de hablar por el espíritu imperecedero que se exhala de sus páginas. Más
    claros que sus hermanos menores -manuscritos e impresos-, poseen sobre éstos la
    ventaja de traducir un sentido único, absoluto, de expresión sencilla, de
    interpretación ingenua y pintoresca, un sentido expurgado de sutilezas, de alusiones,
    de equívocos literarios.
    «La lengua de piedras que habla este arte nuevo -dice con gran propiedad J. F.
    Colfs (1)- es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al alma de los más humildes
    como a la de los más cultos. ¡Qué lengua tan patética es el gótico de piedras! Una
    lengua tan patética, en efecto, que los cantos de un Orlando de Lasso o de un
    Palestrina, las obras para órgano de un Haendel o de un Frescobaldi, la
    orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es todavía más grande,
    el sencillo y severo canto gregoriano, no hacen sino aumentar las emociones que la
    catedral nos produce por sí sola. ¡Ay de aquellos que no admiran la arquitectura
    gótica, o, al menos, compadezcámosles como a unos desheredados del corazón!»
    Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte, la catedral gótica no debe ser
    contemplada como una obra únicamente dedicada a la gloria del cristianismo, sino
    más bien como una vasta concreción de ideas, de tendencias y de fe populares,
    como un todo perfecto al que podemos acudir sin temor cuando tratamos de conocer
    el pensamiento de nuestros antepasados, en todos los terrenos: religioso, laico,
    filosófico o social.
    30
    Las atrevidas bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de proporciones y la
    belleza de ejecución, hacen de la catedral una obra original, de incomparable
    armonía, pero que el ejercicio del culto parece no tener que ocupar enteramente.
    Si el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas vidrieras, y el
    silencio invitan a la oración y predisponen a la meditación, en cambio, la pompa, la
    estructura y la ornamentación producen y reflejan, con extraordinaria fuerza,
    sensaciones menos edificantes, un ambiente más laico y, digamos la palabra, casi
    pagano. Allí se pueden discernir, además de la inspiración ardiente nacida de una fe
    robusta, las mil preocupaciones de la grande alma popular, la afirmación de su
    conciencia y de su voluntad propia, la imagen de su pensamiento en cuanto tiene
    éste de complejo, de abstracto, de esencial, de soberano.
    (1) J. F. Colfs, La Filiationn généalogique de toutes les Ecoles gothiques,París,
    Baudry, 1884.
    Si venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos, si penetramos en él
    siguiendo los entierros o formando parte del alegre cortejo de las fiestas sonadas,
    también nos. apretujamos en él en otras muchas y distintas circunstancias. Allí se
    celebran asambleas políticas bajo la presidencia del obispo; allí se discute el precio
    del grano y del ganado; los tejedores establecen allí la cotización de sus paños; y allí
    acudimos a buscar consuelo, a pedir consejo, implorar perdón. Y apenas si hay
    corporación que no haga bendecir allí la obra maestra del nuevo compañero y que
    no se reúna allí, una vez al año, bajo la protección de su santo patrón.
    Otras ceremonias, muy del gusto de la multitud, celebrábanse también allí durante
    el bello período medieval. Una de ellas era la Fiesta de los locos -o de los sabios-,
    kermesse hermética procesional, que salía de la iglesia con su papa, sus
    signatarios, sus devotos y su pueblo -el pueblo de la Edad Media, ruidoso, travieso,
    bufón, desbordante de vitalidad, de entusiasmo y de ardor-, y recorría la ciudad...
    Sátira hilarante de un clero ignorante, sometido a la autoridad de la Ciencia
    disfrazada, aplastado bajo el peso de una indiscutible superioridad. ¡Ah, la Fiesta de
    los locos, con su carro del Triunfo de Baco, tirado por un centauro macho y un
    centauro hembra, desnudos como el propio dios, acompañado del gran Pan;
    carnaval obsceno que tomaba posesión de las naves ojivales! ¡Ninfas y náyades
    saliendo del baño; divinidades del Olimpo, sin nubes y sin enaguas: Juno, Diana,
    Venus y Latona, dándose cita en la catedral para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta
    por el iniciado Pierre de Corbeil, arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y en
    que las ovejas de 1220 lanzaban el grito de gozo de las bacanales: ¡Evohé! ¡Evohé!,
    y los hombres del coro respondían, delirantes:
    Haec est clara dies clararum clara dierum!
    Haec est festas dies festarum festa dierum! (2)
    Otra era la Fiesta del asno, casi tan fastuosa como la anterior, con la entrada
    triunfal, bajo los arcos sagrados, de maitre Alibororn, cuya pezuña hollaba antaño el
    suelo judío de Jerusalén. Nuestro glorioso Cristóforo era honrado en un oficio
    especial en que se exaltaba, después de la epístola, ese poder asnal que ha valido a
    la Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba Parodia grotesca
    que el sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba en silencio, inclinada la frente
    bajo el peso del ridículo que vertían a manos llenas aquellos burladores del país de
    31
    Saba, o Caba, ¡los cabalistas en persona! Y es el propio cincel de los maestros
    imaginemos de la época, el que nos confirma estos curiosos regocijos. En efecto,
    en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe Witkowski (3), «el bajorrelieve de
    uno de los capiteles de las grandes columnas reproduce una procesión satírica en la
    que vemos un cerdito, portador de un acetre, seguido de asnos revestidos con
    hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos atributos de la religión, así
    como una zorra encerrada en una urna. Es la Procesión de la zorra o de la Fiesta del
    asno». Añadamos que una escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del
    manuscrito núm. 5.055 de la Biblioteca Nacional.
    Había, en fin, ciertas costumbres chocantes que traslucen un sentido hermético a
    menudo muy duro, que se repetían todos los años y que tenían por escenario la
    iglesia gótica, como la Flagelación del Aleluya, en que los monaguillos arrojaban, a
    fuertes latigazos, sus sabots (4) zumbadores fuera de las naves de la catedral de
    Langres; el Entierro del Carnaval; la Diablería de Chaumont; las procesiones y
    banquetes de la Infantería de Dijon, último eco de la Fiesta de los locos, con su
    Madre loca, sus diplomas rabelesianos, su estandarte en el que dos hermanos, con
    la cabeza gacha, se divertían mostrando las nalgas; el singular Juego de pelota, que
    se disputaba en la nave de San Esteban de la catedral de Auxerre y desapareció allá
    por el año 1538; etcétera.
    (2) ¡Este día es célebre entre los días célebres!
    ¡Este día es de fiesta entre los días de fiesta!
    (3) G. J. Witkowski, L’Art profane á L'Eglise. Extranjero. París, Schemit, 1908,
    página 35.
    (4) Trompo con perfil de Tau o Cruz. En cábala, sabot equivale a cabot o chabot, el
    chat botté (gato con botas) de los Cuentos de la Madre Oca. El roscón de Reyes
    contiene a veces un sabot en vez de un haba.
    II
    La catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios. Los enfermos que
    iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios alivio para sus sufrimientos
    permanecían allí hasta su curación completa. Se les destinaba una capilla, situada
    cerca de la segunda puerta y que estaba iluminada por seis lámparas. Allí pasaban
    las noches. Los médicos evacuaban sus consultas en la misma entrada de la
    basílica, alrededor de la pila del agua bendita. Y también allí celebró sus sesiones la
    Facultad de Medicina, al abandonar la Universidad, en el siglo XIII, para vivir
    independiente, y donde permaneció hasta 1454, fecha de su última reunión,
    convocada por Jaeques Desparts.
    Es asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de los difuntos ilustres. Es la
    ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual y moral de la colectividad, el corazón
    de la actividad pública, el apoteosis del pensamiento, del saber y del arte.
    Por la abundante floración de su ornato, por la variedad de los temas y de las
    escenas que la adornan, la catedral aparece como una enciclopedia muy completa y
    variada -ora ingenua, ora noble, siempre viva- de todos los conocimientos
    32
    medievales. Estas esfinges de piedra son, pues, educadoras, iniciadoras
    primordiales.
    Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos, de mascarones
    y de gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y tarascas-, es el guardián
    secular del patrimonio ancestral. El arte y la ciencia, concentrados antaño en los
    grandes monasterios, escapan del laboratorio, corren al edificio, se agarran a los
    campanarios, a los pináculos, a los arbotantes, se cuelgan de los arcos de las
    bóvedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en gemas preciosas, los
    bronces en vibraciones sonoras, y se extienden sobre las fachadas en un vuelo
    gozoso de libertad y de expresión. ¡Nada más laico que el exoterismo de esta
    enseñanza! Nada más humano que esta profusión de imágenes originales, vivas,
    libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y siempre interesantes; nada
    más emotivo que estos múltiples testimonios de la existencia cotidiana, de los
    gustos, de los ideales, de los instintos de nuestros padres; nada más cautivador,
    sobre todo, que el simbolismo de los viejos alquimistas, hábilmente plasmados por
    los modestos escultores medievales. A este respecto, Nótre-Dame de París es,
    incontestablemente, uno de los ejemplares más perfectos, y, como dijo Víctor Hugo,
    «el compendio más cabal de la ciencia hermética, de la cual la iglesia de Saint-
    Jacques-la-Boucherie era un jeroglífico completo».
    Los alquimistas del siglo XIV se reúnen en ella, todas las semanas, el día de
    Satumo, ora en el pórtico principal, ora en la puerta de san Marcelo, ora en la
    pequeña Puerta Roja, toda ella adornada de salamandras. Denys Zachaire nos dice
    que esta costumbre subsistía todavía en el año 1539, los domingos y días festivos, y
    Noél du Fail declara que la gran reunión de tales académicos tenía lugar en Nótre-
    Dame de Pads (1).
    Allí, bajo el brillo cegador de las ojivas pintadas y doradas (2), de los cordones de
    los arcos, de los tímpanos de figuras multicolores, cada cual exponía el resultado de
    sus trabajos o explicaba el orden de sus investigaciones. Se emitían probabilidades;
    se discutían las posibilidades; se estudiaban en su mismo lugar la alegoría del bello
    libro, y esta exégesis abstrusa de los misteriosos símbolos no era la parte menos
    animada de estas reuniones.
    (1) Noë du Fail, Propos nistiques, balivemeries, contes et discours deu trapel (c. X).
    París, Gosselin, 1842.
    (2) En las catedrales, todo era dorado y pintado de vivos colores. El texto de
    Martyrius, obispo y viajero armenio del siglo xv, así lo atestigua. Dice este autor que
    el pórtico de Nótre-Dame de París resplandecía como la entrada del paraíso.
    Campeaban en él el púrpura, el rosa, el azul, la plata y el oro. Todavía pueden
    descubrirse rastros de dorados en la cima del tímpano del pórtico principal. El de la
    iglesia de Saint-Germain-I'Auxerrois conserva sus pinturas, su bóveda azul
    constelada de oro.
    Siguiendo a Gobineau de Montluisant, Cambriel y tutti quanti vamos a emprender
    la piadosa peregrinación, a hablar con las piedras y a interrogarlas. ¡Lástima que sea
    tan tarde! El vandalismo de Soufflot destruyó en gran parte lo que en el siglo xvi
    podía admirar el alquimista. Y, si el arte debe mostrarse agradecido a los eminentes
    arquitectos Toussaint, Geffroy Dechaume, Boeswillwald, Viollet-le-Duc y Lassus, que
    33
    restauraron la basílica odiosamente profanada por la Escuela, en cambio la Ciencia
    no recobrará jamás lo que perdió.
    Sea como fuere, y a pesar de estas lamentables mutilaciones, los motivos que
    aún subsisten son lo bastante numerosos para que no tengamos que lamentar el
    tiempo y el trabajo que nos cueste la visita. Nos consideraremos satisfechos y
    pagados con creces de nuestro esfuerzo, si logramos despertar la curiosidad del
    lector, retener la atención del observador sagaz y demostrar a los amantes de lo
    oculto que no es imposible descubrir el sentido del arcano disimulado bajo la corteza
    petrificada del prodigioso libro mágico.
    III
    Ante todo, debemos decir unas palabras sobre el término gótico, aplicado al arte
    francés que impuso sus normas a todas las producciones de la Edad Media, y cuya
    irradiación se extiende desde el siglo XII al XV.
    Algunos pretendieron, equivocadamente, que provenía de los Godos, antiguo
    pueblo de Germania; otros creyeron que se llamó así a esta forma de arte, cuya
    originalidad y cuya extraordinaria singularidad era motivo de escándalo en los siglos
    XVII y XVIII, en son de burla, dándole el sentido de bárbaro.- tal es la opinión de la
    escuela clásica, imbuida de los principios decadentes del Renacimiento.
    Empero, la verdad, que brota de la boca del pueblo, ha sostenido y conservado la
    expresión arte gótico, a pesar de los esfuerzos de la Academia para sustituirla por la
    de arte ojival Existe aquí un motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a
    nuestros lingüistas, siempre al acecho de etimologías. ¿Por qué, pues, han sido tan
    pocos los lexicólogos que han acertado? Por la sencilla razón de que la explicación
    debe buscarse en el origen cabalístico de la palabra más que en su raíz literal.
    Algunos autores perspicaces y menos superficiales, impresionados por la
    semejanza que existe entre gótico y goético, pensaron que había de existir una
    relación estrecha entre el Arte gótico y el Arte goético o mágico.
    Para nosotros, arte gótico no es más que una deformación ortográfica de la
    palabra argótico, cuya homofonía es perfecta, de acuerdo con la ley fonética que
    rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala tradicional. La
    catedral es una obra de arth goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen el
    argot como «una lengua particular de todos los individuos que tienen interés en
    comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que les rodean». Es,
    pues, una cábala hablada. Los argotiers, o sea, los que utilizan este lenguaje, son
    descendientes herméticos de los argo-nautas, los cuales mandaban la nave Argos, y
    hablaban la lengua argótica mientras bogaban hacia las riberas afortunadas de
    Cólquida en busca del famoso Vellocino de Oro. Todavía hoy, decimos del hombre
    muy inteligente, pero también muy astuto: lo sabe todo, entiende el argot. Todos los
    Iniciados se expresaban en argot, lo mismo que los truhanes de la Corte de los
    milagros -con el poeta Villon a la cabeza- y que los Frimasons, o francmasones de la
    Edad Media, «posaderos del buen Dios», que edificaron las obras maestras
    34
    argóticas que admiramos en la actualidad. También ellos, estos nautas
    constructores, conocían el camino que conducía al Jardín de las Hespérides...
    Todavía en nuestros días, los humildes, los miserables, los despreciados, los
    rebeldes ávidos de libertad y de independencia, los proscritos, los vagabundos y los
    nómadas, hablan el argot, este dialecto maldito, expulsado de la alta sociedad de los
    nobles, que lo son tan poco, y de los burgueses bien cebados y bienintencionados,
    envueltos en el armiño de su ignorancia y de su fatuidad. El argot ha quedado en
    lenguaje de una minoría de individuos que viven fuera de las leyes dictadas, de las
    convenciones, de los usos y del protocolo, y a los que se aplica el epíteto de voyous,
    es decir, videntes, y la todavía más expresiva de hijos o criaturas del sol. El arte
    gótico es, en efecto, el art got o cot (χο), el arte de la Luz o del Espíritu.
    Alguien pensará, tal vez, que éstos son simples juegos de palabras. Lo admitimos
    de buen grado. Lo esencial es que guían nuestra fe hacia una certeza, hacia la
    verdad positiva y científica, clave del misterio religioso, y no la mantienen errante en
    el dédalo caprichoso de la imaginación. No hay, aquí abajo, casualidad, ni
    coincidencia, ni relación fortuita; todo está previsto, ordenado, regulado, y no nos
    corresponde a nosotros modificar a nuestro antojo la voluntad inescrutable del
    Destino. Si el sentido corriente de las palabras no nos permite ningún
    descubrimiento capaz de elevarnos, de instruirnos, de acercarnos al Creador,
    entonces el vocabulario se vuelve inútil. El verbo, que asegura al hombre la
    superioridad indiscutible, la soberanía que posee sobre todo lo viviente, pierde
    entonces su nobleza, su grandeza, su belleza, y no es más que una triste vanidad.
    Sí; la lengua, instrumento del espíritu, vive por sí misma, aunque no sea más que el
    reflejo de la Idea universal. Nosotros no inventamos nada, no creamos nada. Todo
    está en todo. Nuestro microcosmos no es más que una partícula ínfima, animada,
    pensante, más o menos imperfecta, del macrocosmos. Lo que creemos descubrir
    por el solo esfuerzo de nuestra inteligencia existe ya en alguna parte. La fe nos hace
    presentir lo que es; la revelación nos da de ello la prueba absoluta. A menudo
    flanqueamos el fenómeno -léase milagro-, sin advertirlo, ciegos y sordos. ¡Cuántas
    maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si supiésemos disecar
    las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la divina luz que encierra!
    Jesús se expresó sólo en parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan?
    Y, en la conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias, los
    retruécanos o las asonancias, lo que caracteriza a las gentes de ingenio, felices de
    escapar a la tiranía de la letra y mostrándose, a su manera, cabalistas sin saberlo?
    Añadamos, por último, que el argot es una de las formas derivadas de la Lengua
    de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la lengua de los filósofos y de
    los diplomáticos. Es aquella cuyo conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al
    enviarles su espíritu, el Espíritu Santo. Es ella la que enseña el misterio de las cosas
    y descorre el velo de las verdades más ocultas. Los antiguos incas la llamaban
    Lengua de Corte, porque era muy empleada por los diplomáticos, a los que daba la
    clave de una doble ciencia, la ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad
    Media, era calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Iengua de los dioses, Diosa-
    Botella (1). La Tradición afirma que los hombres la hablaban antes de la
    construcción de la torre de Babel (2), causa de su perversión y, para la mayoría, del
    olvido total de este idioma sagrado. Actualmente, fuera del argot, descubrimos sus
    características en algunas lenguas locales, tales como el picardo, el provenzal,
    etcétera, y en el dialecto de los gitanos.
    35
    Según la mitología, el célebre adivino Tiresias (3) tuvo un conocimiento perfecto de
    la Lengua de los pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La
    compartió, según dicen, con Tales de Míleto, Melampo y Apolonio de Tiana (4),
    personajes imaginarios cuyos nombres hablan elocuentemente, en la ciencia que
    nos ocupa, y lo bastante claramente para que tengamos necesidad de analizarlos en
    estas páginas.
    (1) La vida de Gargantúa y de Pantagruel de François Rabelais, es una obra
    esotérica, una novela de argot. El buen cura de Meudon se reveló en ella como un
    gran iniciado con ribetes de cabalista de primer orden.
    (2) El tour (giro), la tournure ba empleada para bel.
    (3) Tiresias, según dicen, había perdido la vista por haber revelado a os mortales
    los secretos del Olimpo. Sin embargo, vivió «siete, ocho o nueve edades de
    hombre» y fue, sucesivamente, ¡hombre y mujer!
    (4) Filósofo cuya vida, llena de leyendas, de milagros y de hechos prodigiosos,
    parece muy hipotética. Nos parece que el nombre de este personaje casi fabuloso
    no es más que una imagen mito-hermética del compuesto, o rebis filosofal logrado
    con la unión de hermano y hermana, de Gabritius y Beya, de Apolo y Diana. De ahí
    que no nos sorprendan, por ser de orden químico, las maravillas contadas por
    Filóstrato.
    36
    37
    38
    IV
    Con raras excepciones, el plano de las iglesias góticas -catedrales, abadías o
    colegiatas- adopta la forma de una cruz latina tendida en el suelo. Ahora bien, la
    cruz es el jeroglífico alquímico del crisol (creuset), al que se llamaba antiguamente
    (en francés) cruzoz crucible y croiset (según Ducange, en el latín de la decadencia,
    crucibulum, crisol, tenía por raíz, crux, crucis, cruz).
    Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima, como el propio Cristo, sufre
    su Pasión; es en el crisol donde muere para resucitar después, purificada,
    espiritualizada, transformada. Por otra parte, ¿acaso el pueblo, fiel guardián de las
    tradiciones orales, no expresa la prueba terrenal humana mediante parábolas
    religiosas y símiles herméticos? -Llevar su cruz, subir al Calvario, pasar por el crisol
    de la existencia, son otras tantas alocuciones corrientes donde encontramos idéntico
    sentido bajo un mismo simbolismo.
    No olvidemos que, alrededor de la cruz luminosa vista en sueños por Constantino,
    aparecieron estas palabras proféticas que hizo pintar en su labarum: In hoc signo
    vinces; vencerás por este signo. Recordad también, hermanos alquimistas, que la
    cruz tiene la huella de los tres clavos que se emplearon para inmolar al Cristomateria,
    imagen de las tres purificaciones por el hierro y por el fuego. Meditad
    igualmente sobre este claro pasaje de san Agustín en su Diálogo con Trifón
    (Dialogus cum Tryphone, 40): «El misterio del cordero que Dios había ordenado
    inmolar en Pascua -dice- era la figura del Cristo, con la que los creyentes pintan sus
    moradas; es decir, a ellos mismos, por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este
    cordero que la ley ordenaba que fuera asado entero era el símbolo de la cruz que el
    Cristo debía padecer. Pues el cordero, para ser asado, es colocado de manera que
    parece una cruz: una de las ramas lo atraviesa de parte a parte, desde la extremidad
    inferior hasta la cabeza; la otra le atraviesa las espaldillas, y se atan a ella las patas
    anteriores del cordero (el griego dice, las manos, χειρες).»
    La cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde siempre, en todas las
    religiones, en todos los pueblos, y erraría quien la considerase como un emblema
    especial del cristianismo, según ha demostrado cumplidamente el abate Ansault (1).
    Diremos incluso que el plano de los grandes edificios religiosos de la Edad Media,
    con su adición de un ábside semicircular o elíptico soldado al coro, adopta la fonna
    del signo hierático egipcio de la cruz ansada que se lee ank y designa la vida
    universal oculta en las cosas. Podemos ver un ejemplo de ello en el museo de
    Saint-Germain-en-Laye, en un sarcófago cristiano procedente de las criptas
    arlesianas de Saint-Honorat. Por otra parte, el equivalente hermético del signo ank
    es el emblema de Venus o Ciprina (en griego, Κυπρις, o sea, la impura), el cobre
    vulgar que algunos, para velar todavía más su sentido, han traducido por bronce y
    latón. «Blanquea el latón y quema tus libros», nos repiten todos los buenos autores,
    Κυπρος es la misma palabra que Σονφρος, es decir, azufre, el cual, en este caso,
    tiene la significación de estiércol, fiemo, excremento, basura. «El sabio encontrará
    nuestra piedra hasta en el estiércol -escribe el Cosmopolita-, mientras que el
    ignorante no podrá creer que se encuentre en el oro.»
    39
    Y es así como el plano del edificio cristiano nos revela las cualidades de la
    materia prima, y su preparación, por el signo de la Cruz, lo cual, para los alquimistas,
    tiene por resultado la obtención de la Primera piedra, piedra angular de la Gran Obra
    filosofal. Sobre esta piedra edificó Jesús su iglesia; y los francmasones medievales
    siguieron simbólicamente el ejemplo divino. Pero, antes de ser tallada para servir de
    base a la obra de arte gótica, y también a la obra de arte filosófica, dábase a
    menudo a la piedra bruta, impura, material y grosera, la imagen del diablo.
    (1) Abate Ansault, La Croix avant Jésus-Christ París, V. Retaux, 1894.
    Nótre-Dame de París poseía un jeroglífico semejante, que se encontraba bajo la
    tribuna, en el ángulo del recinto del coro. Era una figura de diablo, que abría una
    boca enorme, en la cual apagaban los fieles sus cirios; de suerte que el bloque
    esculpido aparecía manchado de cera y de negro de humo. El pueblo llamaba a esta
    imagen Maistre Pierre du Coignet, cosa que no dejaba de confundir a los
    arqueólogos. Ahora bien, esta figura, destinada a representar la materia inicial de la
    Obra, humanizada bajo el aspecto de Lucifer (portador de luz, la estrella de la
    mañana), era el símbolo de nuestra piedra angular, la Piedra del rincón, la piedra
    maestra del rinconcito. «La piedra que los constructores rechazaron -escribe
    Amyraut (2)- ha sido convertida en la piedra maestra del ángulo, sobre la que
    descansa toda la estructura del edificio; pero es también escollo y piedra de
    escándalo, contra la cual tropiezan para su desgracia.» En cuanto a la talla de esta
    piedra angular -queremos decir su preparación-, podemos verla expresada en un
    bello bajo relieve de la época, esculpido en el exterior del edificio, en una capilla del
    ábside, del lado de la calle del Cloître-Nótre-Dame.
    (2) M. Amyraut, Paraphrase de la Première Epitre de saint Píerre (c. ii, v. 7). Saumur,
    Jean Lesnier, 1646, pág. 27.
    V
    Así como se reservaba al tallista de imágenes la decoración de las partes
    salientes, se confiaba al ceramista la ornamentación del suelo de las catedrales.
    Éste era generalmente enlosado o embaldosado con placas de tierra cocida
    pintadas y recubiertas de un esmalte plomífero. Este arte había adquirido en la Edad
    Media bastante perfección para asegurar a los temas historiados la variedad
    suficiente de dibujo y colorido. Se utilizaban también pequeños cubos multicolores
    de mármol, a la manera de los mosaicos bizantinos. Entre los mitos más
    frecuentemente empleados, conviene citar los laberintos, que se trazaban en el
    suelo, en el punto de intersección de la nave y el crucero. Las iglesias de Sens, de
    Reims, de Auxerre, de Saint-Quentin, de Poitiers y de Bayeux han conservado sus
    laberintos. En la de Amiens, observábase, en el centro, una gran losa en la que se
    había incrustado una barra de oro y un semicírculo del mismo metal, representando
    la salida del sol en el horizonte. Más tarde se sustituyó el sol de oro por un sol de
    cobre, el cual desapareció a su vez, para no ser ya reemplazado. En cuanto al
    laberinto de Chartres, vulgarmente llamado la lieue (por le lieu, el lugar) y dibujado
    sobre el pavimento de la nave, se compone de toda una serie de círculos
    concéntricos que se repliegan unos en otros con infinita variedad. En el centro de
    esta figura, veíase antaño el combate de Teseo contra el Minotauro. Nueva prueba,
    40
    pues, de la infiltración de temas paganos en la iconografía cristiana y, en
    consecuencia, de un sentido mito-hermético evidente. Sin embargo, sería imposible
    establecer relación alguna entre estas imágenes y las famosas construcciones de la
    antigüedad, los laberintos de Grecia y de Egipto.
    El laberinto de las catedrales, o laberinto de Salomón, es, nos dice Marcellin
    Berthelot (1), «una figura cabalística que se encuentra al principio de ciertos
    manuscritos alquímicos y que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al
    nombre de Salomón. Es una serie de círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos
    puntos, de manera que forman un trayecto chocante e inextricable».
    La imagen del laberinto se nos presenta, pues, como emblemático del trabajo
    entero de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la del camino que hay que
    seguir para llegar al centro -donde se libra el rudo combate entre las dos
    naturalezas-, y la del otro camino que debe enfilar el artista para salir de aquél.. Aquí
    es donde necesita el hilo de Ariadna si no quiere extraviarse en los meandros de la
    obra y verse incapaz de encontrar la salida.
    Lejos de nuestra intención escribir, como hizo Batsdorff, un tratado especial para
    explicar lo que es este hilo de Ariadna, que permitió a Teseo cumplir su misión. Pero
    sí pretendemos, apoyándonos en la cábala, proporcionar a los investigadores
    sagaces algunos datos sobre el valor simbólico del famoso mito.
    Ariane es una forma de airagne (araña), por metátesis de la i. En español, la ñ
    equivale a la gn; αραχνη (araña) puede, pues, leerse arahné, arahni, arahgne.
    ¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo? Pero esta
    palabra exige todavía otras formaciones. El verbo αιρω significa tomar, asir,
    arrastrar, atraer, de donde se deriva αιρην , lo que toma, ase, atrae. Así, pues, αιρην
    es el imán, la virtud encerrada en el cuerpo que los sabios llaman su magnesia.
    Prosigamos. En provenzal, el hierro se llama aran e iran, según los diferentes
    dialectos. Es el Hiram masónico, el divino Aries el arquitecto del Templo de
    Salomón. Los felibres llaman a la araña: aragno e iragno, airagno, en picardo, se
    dice arègni. Cotéjese todo esto con el griego Σιδηρος, hierro e imán. Esta palabra
    tiene ambos sentidos. Pero aún hay más. El verbo αρυω expresa el orto de un astro
    que sale del mar: de donde se deriva αρυαω (aryan), el astro que sale del mar, que
    se levanta; αρυαω, o ariane, es, pues, el Oriente, por permutación de vocales.
    Además, αρυω tiene también el sentido de atraer, luego, αρυαω es también el imán.
    Si volvemos ahora a Σιδηρος, origen del latino sidus, sideris, estrella, reconoceremos
    a nuestro aran, iran, airan provenzal, el αρυαω griego, el sol que sale.
    (1) La Grande Encyclopédie. Art. Labyrinthe, t. XXI, pág. 703.
    Ariadna, la araña mística, escapada de Amiens, sólo dejó sobre el pavimento del
    coro la huella de su tela...
    Recordemos, de paso, que el más célebre de los laberintos antiguos, el de
    Cnosos, en Creta, descubierto en 1902 por el doctor Evans, de Oxford, era llamado
    Absolum. Y observemos que este término se parece mucho a absoluto, que es el
    nombre con que los alquimistas antiguos designaban la piedra filosofal.
    41
    VI
    Todas las iglesias tienen el ábside orientado hacia el sudeste; la fachada, hacia el
    noroeste, y el crucero, que forma los brazos de la cruz, de nordeste a sudoeste. Es
    una orientación invariable, establecida a fin de que fieles y profanos, al entrar en el
    templo por Occidente y dirigirse en derechura al santuario, miren hacia donde sale el
    sol, hacia Oriente, hacia Palestina, cuna del cristianismo. Salen de las tinieblas y se
    encaminan a la luz.
    Como consecuencia de esta disposición, uno de los tres rosetones que adornan el
    crucero y la fachada principal no está nunca iluminado por el sol; es el rosetón
    septentrional, que luce en la fachada izquierda del crucero. El segundo resplandece
    al sol de mediodía; es el rosetón meridional, que se abre en el extremo derecho del
    crucero. El último se ilumina bajo los rayos colorados del sol poniente; es el gran
    rosetón, el de la fachada principal, que aventaja a sus hermanos laterales en
    dimensiones y en esplendor. De esta manera se suceden, en las fachadas de las
    catedrales góticas, los colores de la Obra, según una evolución circular que va
    desde las tinieblas -representadas por la ausencia de luz y el color negro- a la
    perfección de la luz rubicunda, pasando por el color blanco, considerado como
    «intermedio entre el negro y el rojo».
    En la Edad Media, el rosetón central se llamaba Rota, la rueda. Ahora bien, la
    rueda es el jeroglífico alquímico del tiempo necesario para la cocción de la materia
    filosofal y, por ende, de la propia cocción. El fuego mantenido, constante e igual,
    que el artista alimenta noche y día en el curso de esta operación, se llama, por esta
    razón, fuego de rueda. Sin embargo, además del calor necesario para la licuefacción
    de la piedra de los filósofos, se necesita un segundo agente, llamado fuego secreto
    o filosófico. Es este último fuego, excitado por el calor vulgar, lo que hace girar la
    rueda y provoca los diversos fenómenos que el artista observa en su redoma:
    Ve por este camino, no por otro, te advierto;
    observa solamente las huellas de mi rueda.
    Y para dar a todo una calor igual,
    no subas ni desciendas al cielo y a la tierra.
    Si demasiado subes, el cielo quemarás;
    si bajas demasiado, destruirás la tierra.
    En cambio, si mantienes en medio tu carrera,
    el avance es seguido y la ruta más segura (1).
    El rosetón representa, pues, por sí solo, la acción del fuego y su duración. Por
    esto los decoradores medievales trataron de reflejar, en sus rosetones, los
    movimientos de la materia excitada por el fuego elemental, como así puede
    observarse en la fachada norte de la catedral de Chartres, en los rosetones de Toul
    (Saint-Gengoult), de Saint-Antoine de Compiégne, etc. En la arquitectura de los
    siglos XIV y XV, la preponderancia del símbolo ígneo, que caracteriza claramente el
    último período del arte medieval, hizo que se diera al estilo de esta época el nombre
    de Gótico flamígero.
    42
    Ciertos rosetones, emblemáticos del compuesto, tienen un sentido particular que
    subraya todavía más las propiedades de esta sustancia que el Creador selló con su
    propia mano.
    Este sello mágico le dice al artista que ha seguido el buen camino y que la mixtura
    ha sido preparada según los cánones.
    Es una figura radiada, de seis puntas (digamma), llamada Estrella de los Magos,
    que resplandece en la superficie del compuesto, es decir, encima del pesebre en
    que descansa jesús, el Niño-Rey.
    (1) De Nuysement, Poéme philosophic de la Vérité de la Phisique Mineralle, en
    Traittez de l'Harmonie et Constitution generalle du Vray SeL. París, Périer et Buisard,
    1620 y 1621, pág. 254.
    Entre los edificios que presentan rosetones estrellados de seis pétalos -
    reproducción del tradicional Sello de Salomón (2)- citaremos la catedral de Saint-
    Jean y la iglesia de Saint-Bonaventure, de Lyon (rosetones de las fachadas); la
    iglesia de Saint-Gengoult, de Toul; los dos rosetones de Saint-Vulfran, de Abbeville;
    la fachada de la Calende de la catedral de Rouen; el espléndido rosetón de la
    Sainte-Chapelle, etc.
    Como este signo tiene el más alto interés para el alquimista -¿acaso no es el
    astro que le guía y que le anuncia el nacimiento del Salvador?-, conviene citar aquí
    ciertos textos que relatan, describen y explican su aparición. Dejaremos al lector el
    cuidado de establecer las comparaciones útiles, de coordinar las versiones, de aislar
    la verdad positiva, mezclada con la alegoría legendaria en estos fragmentos
    enigmáticos.
    (2) La convalaria poligonal, vulgarmente llamada Sello de Salomón debe este
    apelativo a su tallo, cuya sección es estrellada, como el signo mágico atribuido al rey
    de los israelitas, hijo de David.
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    VII
    Varrón, en sus Antiquitates rerum humanarum, recuerda la leyenda de Eneas,
    salvando a su padre y a sus penates de las llamas de Troya, y llegando, después de
    largas peregrinaciones, a los campos Laurentinos (1), término de su viaje. De ello
    nos da la razón siguiente:
    Es quo de Troja est egressus AEneas, Veneris eum per diem quotidie stellam
    vidisse, donec ad agrum Laurentum veniret, in quo eam non vidit ulterius; qua
    recognovit terras esse fatales (2). (Cuando hubo partido de Troya, vio todos los días
    y durante el día, la estrella de Venus, hasta que llegó a los campos Laurentinos,
    donde dejó de verla, lo cual le dio a entender que aquéllas eran las tierras señaladas
    por el Destino).
    Veamos ahora una leyenda tomada de una obra que tiene por título Libro de Set,
    y que un autor del siglo vi relata en estos términos (3):
    «He oído hablar a algunas personas de una Escritura que, aunque no muy cierta,
    no es contraria a la ley y se escucha más bien con agrado. Leemos en ella que
    existía un pueblo en el Extremo Oriente, a orillas del Océano, que poseía un Libro
    atribuido a Set, el cual hablaba de la aparición futura de esta estrella y de los
    presentes que había que llevar al Niño, cuya predicción se suponía transmitida por
    las generaciones de los Sabios, de padres a hijos.» Eligieron entre ellos a doce de
    los más sabios y mas aficionados a los misterios de los cielos, y se dispusieron a
    esperar esta estrella. Si moría alguno de ellos, su hijo o el más próximo pariente que
    esperaba lo mismo, era elegido para reemplazarlo.
    (1) Cabalísticamente, el oro injerido, injertado.
    (2) Varro, en Servius, AEneid, t. III, pág. 386.
    (3) Opus iinperfectum in Mattheum Hom II, incorporado a las Oeuvres de Saint
    Jean Chrysostome, Patr. grecque, t. LVI, pág. 637.
    »Les llamaban, en su lengua, Magos, porque glorificaban a Dios en el silencio y
    en voz baja.
    »Todos los años, después de la recolección, estos hombres subían a un monte
    que, en su lengua, llamábase monte de la Victoria, en el cual había una caverna
    abierta en 1a roca, agradable por los riachuelos y los árboles que la rodeaban. Una
    vez llegados a este monte, se lavaban, oraban y alababan a Dios en silencio durante
    tres días,- esto lo hacían durante cada generación, siempre esperando, por si
    casualmente aparecía esta estrella de dicha durante su generación. Pero al fin
    apareció, sobre este monte de la Victoria, en forma de un niño pequeño y
    presentando la figura de una cruz, les habló, les instruyó y les ordenó que
    emprendieran el camino de Judea.
    »La estrella les precedió, así, durante dos años, y ni el pan ni el agua les faltaron
    jamás en sus viajes.
    »Lo que hicieron después, se explica en forma resumida en el Evangelio.»
    48
    Según otra leyenda, de época ignorada, la estrella tenía una forma diferente (4):
    «Durante el viaje, que duró trece días, los Magos no tomaron descanso ni
    alimento; no sintieron necesidad de ello, y este período les pareció que no había
    durado más que un día. Cuanto más se acercaban a Belén, más intenso era el brillo
    de la estrella; ésta tenía la forma de un águila, volando a través de los aires y
    agitando sus alas; encima veíase una cruz »
    La leyenda que sigue, titulada De las cosas que ocurrieron en Persia, cuando el
    nacimiento de Cristo, se atribuye a Julio
    (4) Apócrifos, t. 11, pág. 469.
    Africano, cronógrafo del siglo III, aunque se ignora a qué época pertenece
    realmente (5):
    «La escena se desarrolla en Persia, en un templo de Juno (Ηρης) construido
    por Círo. Un sacerdote anuncia que Juno ha concebido. -Todas las estatuas de los
    dioses se ponen a bailar y a cantar al oír esta noticia. -Desciende una estrella y
    anuncia el nacimiento de un Niño Principio y Fin -Todas las estatuas caen de bruces
    en el suelo. -Los Magos anuncian que este Niño ha nacido en Belén y aconsejan al
    rey que envie embajadores. -Entonces aparece Baco (Αιονυσος), que predice que
    este Niño arrojará a todos los falsos dioses. -Partida de los Magos, guiados por la
    estrella. Llegados a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el nacimiento del Mesías.
    -En Belén, saludan a María, hacen pintar por un esclavo hábil su retrato con el Niño,
    y lo colocan en su templo principal con esta inscripción: A Júpiter Mitra (Αιι Ηλιω al
    dios sol), al Dios grande, al rey Jesús, lo dedica el Imperio de los persas. »
    «La luz de esta estrella, escribe san Ignacio (6), superaba la de todas las demás;
    su resplandor era inefable, y su novedad hacía que los que la contemplaban se
    quedaran mudos de estupor. El sol, la luna y los otros astros formaban el coro de
    esta estrella. »
    Huginus de Barma, en la Práctica de su obra (7), emplea los mismos términos
    para expresar la materia de la Gran Obra sobre la cual aparece la estrella: «Tomad
    tierra de verdad -dice-, bien impregnada de rayos del sol, de la luna y de los otros
    astros.»
    En el siglo IV, el filósofo Calcidio, que, como dice Mulaquius, el último de sus
    editores, sostenía que había que adorar a los dioses de Grecia, los dioses de Roma
    y los dioses extranjeros, se refiere a la estrella de los Magos y a la explicación que
    de ella daban los sabios. Después de hablar de una estrella llamada Ahc por los
    egipcios, y que anuncia desgracias, añade:
    (5) Julius Africanus, en Patr. grecque t. X, págs. 97 y 107.
    (6) Epístola a los efesios, c. XIX.
    (7) Huginus de Barma, Le Régne de Saturne changé en Siécle d’or. París,
    Derieu, 1780.
    49
    «Hay otra historia más santa y más venerable, que atestigua que, mediante el orto
    de cierta estrella, se anunció no enfermedades ni muertes, sino la venida de un Dios
    venerable, para la gracia de la conversación con el hombre y para ventaja de las
    cosas mortales. Después de ver esta estrella viajando durante la noche, los más
    sabios de los caldeos, como hombres perfectamente adiestrados en la
    contemplación de las cosas celestes, indagaron, según cuentan, el nacimiento
    reciente de un Dios, y, al descubrir la majestad de este Niño, le rindieron los
    homenajes debidos a un Dios tan grande. Lo cual conocéis vos mucho mejor que
    otros.» (8)
    Diodoro de Tarso (9) se muestra aún más positivo cuando afirma que «esta estrella
    no era una de esas que pueblan el cielo, sino una cierta virtud o fuerza (δυναμις)
    urano-diurna (θειοτεραν), que había tomado la forma de un astro para anunciar el
    nacimiento del Señor de todos».
    Evangelio según san Lucas, U, v. 1 a 7:
    «Estaban velando en aquellas cercanías unos pastores y haciendo centinela
    durante la noche sobre su grey. Cuando he aquí que un Angel del Señor apareció
    junto a ellos y una luz divina los cercó con su resplandor, por lo que empezaron a
    temer grandemente. Mas el Angel les dijo:
    »No temáis, porque vengo a daros una Buena Noticia de grandísimo gozo para
    todo el pueblo; y es que os ha nacido hoy el Salvador, que es Cristo Señor nuestro,
    en la ciudad de David. Y ésta será la señal para conocerle: hallaréis un Niño
    envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.
    »Entonces mismo se dejó ver con el Ángel una multitud de la milicia celestial que
    alababa a Dios y decía: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres
    de buena voluntad.»
    (8) Calcidio, Comm. in Timaeun Platonis, c. 125; en Frag. philosophorum graecorum
    de Didot, t. 11, pág. 2 1 0. -Calcidio se dirige, indudablemente a un iniciado.
    (9) Diodoro de Tarso, Del Destino, en Photius, cod. 233; Patr. grecque,
    t. Clll, página 878.
    Evangelio según san Mateo, 11, v. 1 a 1 1:
    «Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá en tiempo del rey Herodes, he aquí
    que unos Magos de Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo: ¿dónde está el que ha
    nacido Rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a
    adorarle.
    »... Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó de ellos sobre
    el tiempo en que la estrella se les había aparecido, y encaminándolos a Belén, les
    dijo: » Id, e informaos cuidadosamente de ese Niño; y hallándole, avisadme, para
    que yo vaya también a adorarle.
    50
    »Ellos, luego que oyeron al rey, partieron; y de pronto, la estrella que habían visto
    en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a posarse sobre el lugar donde
    estaba el Niño.
    »A la vista de la estrella, se regocijaron con inmensa alegría. Y entrando en la
    casa, hallaron al Niño con María su madre, y posternándose, le adoraron; y abiertos
    sus tesoros, le ofrecieron presentes de oro, incienso y mirra.»
    A propósito de unos hechos tan extraños, y ante la imposibilidad de atribuir la
    causa a algún fenómeno celeste, A. Bonnetty (10), impresionado por el misterio que
    envuelve a estas narraciones, pregunta:
    «¿Quiénes son esos Magos, y qué hay que pensar de esa estrella? Esto se
    preguntan, en este momento, los críticos racionalistas y otros. Y es difícil responder
    a estas preguntas, porque el Racionalismo y el Ontologismo antiguos y modernos, al
    extraer todos sus conocimientos de ellos mismos, han hecho olvidar todos los
    medios por los cuales los pueblos antiguos de Oriente conservaban las tradiciones
    primitivas. »
    Encontramos la primera mención de la estrella en boca de Balam. Éste, al parecer
    nacido en la ciudad de Péthor, a orillas del Éufrates, dícese que vivía, allá por el año
    1477 a. de J. C., en pleno Imperio asirio, que estaba a la sazón en sus comienzos.
    Profeta o mago en Mesopotamia, exclama Balam:
    «¿Cómo podría maldecir a aquél a quien su Dios no maldice? ¿Cómo execraría,
    pues, a aquel a quien Jehová no execra? ¡Escuchad! La veo, pero no ahora; la
    contemplo, pero no de cerca... Una estrella se eleva de Jacob y el cetro sale de
    Israel ... » (Núm. XXIV, 47).
    (10) A. Bonnetty, Documents historiques sur la Religion des Romains, tomo 11,
    página 564.
    En la iconografía simbólica, la estrella sirve para designar tanto la concepción
    como el nacimiento. La Virgen es representada a menudo nimbada de estrellas. La
    de Larmor (Morbihan), perteneciente a un bellísimo tríptico de la muerte de Cristo y
    el sufrimiento de María -Mater dolorosa- , en el cielo de cuya composición central
    podemos observar el sol, la luna, las estrellas y el cendal de Iris, sostiene con la
    mano derecha una gran estrella -maris stella-, epíteto que se da a la Virgen en un
    himno católico.
    G. J. Witkowski (11) nos describe un vitral muy curioso, que se encontraba cerca
    de la sacristía de la antigua iglesia de Saint-Jean de Rouen, actualmente destruida.
    En este vitral se hallaba representada la Concepción de san Román «Su padre,
    Benito, consejero de Clotario 11, y su madre, Felicitas, estaban acostados en una
    cama, completamente desnudos, según la costumbre que duró hasta mediados del
    siglo xvi. La concepción estaba representada por una estrella que brillaba encima de
    la colcha, en contacto con el vientre de la mujer... La cenefa de este vitral, ya
    singular por su motivo principal, aparecía adornada con medallones en los que el
    observador advertía, sorprendido, las figuras de Marte, Júpiter, Venus, etc., y, para
    51
    que no cupiese la menor duda sobre su identidad, la imagen de cada deidad iba
    acompañada de su nombre.»
    (11) G. J. Witkowski, L’Art profane á I'Eglise. Francia París, Schemit,
    1908, página 382.
    VIII
    Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene
    sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de la iglesia,
    constituye la cripta (del griego Κρυπτος, oculto).
    En este lugar profundo, húmedo y frío, el observador experimenta una sensación
    singular y que le impone silencio: la sensación del poder unido a las tinieblas. Nos
    hallamos aqui en el refugio de los muertos, como en la basílica de Saint-Denis,
    necrópolis de los ilustres, como en las catacumbas romanas, cementerio de los
    cristianos. Losas de piedra; mausoleos de mármol; sepulcros; ruinas históricas,
    fragmentos del pasado. Un silencio lúgubre y pesado llena los espacios abovedados.
    Los mil ruidos del exterior, vanos ecos del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos
    a parar a las cavernas de los cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno
    dantesco, o bajo las galerías subterráneas, tan acogedoras, tan hospitalarias, de los
    primeros mártires? Todo es misterio, angustia y temor, en este antro oscuro...
    A nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes, macizas, a veces gemelas,
    irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en desigual. Capiteles cortos, poco
    salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas y gastadas, en que la elegancia y la
    riqueza ceden el sitio a la solidez. Músculos gruesos, contraídos por el esfuerzo, que
    se reparten, sin desfallecer, el peso formidable del edificio entero. Voluntad
    nocturna, muda, rígida, tensa en su resistencia perpetua al aplastamiento. Fuerza
    material que el constructor supo ordenar y distribuir, dando a todos estos miembros
    el aspecto arcaico de un rebaño de paquidermos fósiles, soldados unos a otros,
    combando sus dorsos huesudos, contrayendo sus vientres petrificados bajo el peso
    de una carga excesiva. Fuerza real, pero oculta, que se ejercita en secreto, que se
    desarrolla en la sombra, que actúa sin tregua en la profundidad de las
    construcciones subterráneas de la obra. Tal es la impresión que experimenta el
    visitante al recorrer las galerías de las criptas góticas.
    Antaño, las cámaras subterráneas de los templos servían de morada a las
    estatuas de Isis, las cuales se transformaron, cuando la introducción del cristianismo
    en Galia, en esas Vírgenes negras a las que, en nuestros días, venera el pueblo de
    manera muy particular. Su simbolismo es, por lo demás, idéntico; unas y otras
    muestran, en su pedestal, la famosa inscripción: Virgini pariturae; A la Virgen que
    debe ser madre. Ch. Bigame (1) nos habla de varias estatuas de Isis designadas con
    el mismo vocablo: «Ya el sabio Elías Schadius -dice el erudito Pierre Dujols, en su
    Bibliografía general de lo Oculto había señalado en su libro De dictis Germanicis,
    52
    una inscripción análoga: Isidi, seu Virgini ex qua fllius proditurus est (2). Estos iconos
    no tendrían, pues, al menos exotéricamente, el sentido cristiano que se les otorga.
    Isis antes de la concepción, es, en la teogonía astronómico -dice Bigarne-, el atributo
    de la Virgen que varios documentos, muy anteriores al cristianismo, designan con el
    nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes de su fecundación, que pronto será
    animada por los rayos del sol. Es también la madre de los dioses, como atestigua
    una piedra de Die: Matri Deum Magnae Ideae.» Imposible definir mejor el sentido
    esotérico de nuestras Vírgenes negras. Representan, en el simbolismo hermético, la
    tierra primitiva, la que el artista debe elegir como sujeto de su gran obra. Es la
    materia prima en estado mineral, tal como sale de las capas metalíferas,
    profundamente enterrada bajo la masa rocosa. Es, nos dicen los textos, «una
    sustancia negra, pesada, quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se
    puede desmenuzar a la manera de una piedra». Parece, pues, natural que el
    jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico y se le destine,
    como morada, los lugares subterráneos de los templos.
    En nuestros días, las Vírgenes negras son poco numerosas. Citaremos algunas de
    ellas que gozan de gran celebridad. La catedral de Chartres es la más rica en este
    aspecto, puesto que posee dos: una, que lleva el expresivo nombre de NótreDamesous-
    Terre, se halla en la cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la
    inscripción que ya hemos indicado: Vírgini pariturae,- la otra, exterior, llamada Nótre-
    Dame-du-Pílier, ocupa el centro de un nicho lleno de exvotos en forma de corazones
    inflamados. Esta última, nos dice Witkowski, es objeto de veneración por parte de
    muchísimos peregrinos. «Antiguamente -añade este autor-, la columna de piedra
    que le sirve de soporte aparecía gastada por la lengua y los dientes de sus fogosos
    adoradores, como el pie de san Pedro, en Roma, o la rodilla de Hércules, a quien
    adoraban los paganos en Sicilia; pero, para protegerla de los besos demasiado
    ardientes, fue recubierto con madera en 1831.» Con su virgen subterránea, Chartres
    tiene fama de ser el más antiguo lugar de peregrinación. Al principio, no era más
    que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo», según dicen
    viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data solamente de finales del
    siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en una época ignorada y sustituida
    por una imagen de madera, con el Niño sentado sobre las rodillas, que fue quemada
    en 1793.
    (1) Véase Bigarne, Considerátions sur le culte d’Isis chez les Eduens, Beaune,1862.
    (2) A Isis, o a la Virgen de quien nacerá el Hijo
    En cuanto a la Virgen extra de Nótre-Dame du Puy -cuyos miembros están
    ocultos-, presenta la figura de un triángulo, gracias al manto que se ciñe a su cuello
    y se ensancha sin un pliegue hasta los pies. La tela está adornada con cepas y
    espigas de trigo -alegóricas del pan y del vino eucarísticos- y deja pasar, al nivel del
    ombligo, la cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la de su madre
    53
    Nótre-Dame-de-Confession, célebre Virgen negra de las criptas de Saint-Victor, de
    Marsella, constituye un bello ejemplar de estatuaria antigua, esbelta, magnífica y
    carnosa. Esta figura, llena de nobleza, sostiene un cetro con la mano derecha y ciñe
    su frente con una corona de triple florón (lám. l).
    Nótre-Dame de Rocamadour, lugar famoso de peregrinación, ya frecuentado en
    1166, es una madona milagrosa cuyo origen se remonta, según la tradición, al judío
    Zaqueo, jefe de los publicanos de Jericó, y que domina el altar de la capilla de la
    Virgen, construida en 1479. Es una estatuita de madera, ennegrecida por el tiempo
    y envuelta en un manto de laminillas de plata que protege la carcomida imagen. «La
    celebridad de Rocamadour se remonta al legendario eremita san Amador o
    Amadour, el cual esculpió en madera una estatuilla de la Virgen a la que se
    atribuyeron numerosos milagros. Se dice que Amador era el seudónimo del
    publicano Zaqueo, convertido por Jesucristo; venido a Galia, propagó el culto de la
    Virgen. Este culto es muy antiguo en Rocamadour; sin embargo, las grandes
    peregrinaciones no empezaron hasta el siglo XII (3).»
    En Vichy, la Virgen negra de la iglesia de Saint-Blaise es venerada desde «la más
    remota antigüedad», según decía ya Antoine Gravier, sacerdote comunalista del
    siglo xvii. Los arqueólogos sostienen que esta escultura es del siglo XIV, y, como la
    iglesia de Saint-Blaise, donde aquélla está depositada, no fue construida hasta el
    siglo xv, en sus partes más antiguas, el abate Allot, que nos habla de esta estatua,
    piensa que se encontraba anteriormente en la capilla de Saint-Nicolas, fundada en
    1372 por Guillaume de Hames.
    La iglesia de Guéodet, denominada aún Nótre-Dame-dela-Cité, en Quimper,
    posee también una Virgen negra.
    Camifie Flammarion (4) nos habla de una estatua parecida que vio en los sótanos
    del Observatorio, el 24 de septiembre de 1871, dos siglos después de la primera
    observación termométrica efectuada en él en 1671. «El colosal edificio de Luis XIV -
    escribe-, que eleva la balaustrada de su terraza a veintiocho metros del suelo, se
    hunde en el subsuelo a igual profundidad: veintiocho metros. En el ángulo de una
    de las galerías subterráneas, se observa una estatuilla de la Virgen, colocada allí en
    aquel mismo año de 1671, y a la que unos versos grabados a sus pies invocan con
    el nombre de Nótre-Dame de dessoubs terre.» Esta Virgen parisiense poco
    conocida, que personifica en la capital el misterioso tema de Hermes, parece ser
    gemela de la de Chartres: la benoiste Damme souterraine.

    (3) La Grande Encyclopédie, t. XXVIII, pág. 761.
    (4) Camille Flammarion, L'Atmosphére. París, Hachette, 1888, pág. 362.
    Otro detalle útil para el hermetista, en el ceremonial prescrito para las
    procesiones de Vírgenes negras, sólo se quemaban cirios de color verde.
    En cuanto a las estatuillas de Isis -nos referimos a las que escaparon a la
    cristianización-, son todavía más raras que las Vírgenes negras. Tal vez habría
    que buscar la causa de esto en la gran antigüedad de estos iconos. Witkowski (5)
    hace referencia a una que se encontraba en la catedral de Saint-Etienne, de Metz.
    «Esta figura de Isis, en piedra -escribe dicho autor-, que medía 0,43 m. de altura
    54
    por 0,92 m. de anchura, procedía del viejo claustro. El alto relieve sobresalía 0,18
    m. del fondo; representaba un busto desnudo de mujer, pero tan escuálido que,
    sirviéndonos de una gráfica expresión del abate Brantóme, "sólo podía mostrar el
    armazón"; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas pendían de su
    pecho, como las de las Dianas de Éfeso. La piel estaba pintada de rojo, y la tela
    de la talla, de negro... Había estatuas análogas en Saint-Germain-des-Prés y en
    Saint-Etienne de Lyon.»
    En todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto de Isis, la Ceres egipcia, era
    muy misterioso. Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la diosa,
    todos los años, en la ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un buey. «Después
    de los sacrificios -dice Heródoto-, hombres y mujeres, en número de varias decenas
    de millar, se propinan fuertes golpes. Estimo que sería impío por mi parte decir en
    nombre de qué dios se golpean.» Los griegos, igual que los egipcios, guardaban un
    silencio absoluto sobre los misterios del culto de Ceres, y los historiadores no nos
    han enseñado nada que pueda satisfacer nuestra curiosidad. La revelación del
    secreto de estas prácticas a los profanos se castigaba con la muerie.
    Considerábase incluso como un crimen prestar oídos a su divulgación. La entrada al
    templo de Ceres, siguiendo el ejemplo de los santuarios egipcios de Isis, estaba
    rigurosamente prohibida a todos los que no hubieran recibido la iniciación. Sin
    embargo, las noticias que nos han sido transmitidas sobre la jerarquía de los
    grandes sacerdotes nos permiten suponer que los misterios de Ceres debían ser del
    mismo orden que los de la Ciencia hermética. En efecto, sabemos que los misterios
    del culto se dividían en cuatro categorías: el hierofante, encargado de instruir a los
    neófitos; el portaantorcha, que representaba al Sol; el heraldo, que representaba a
    Mercurio, y el ministro del altar, que representaba a la Luna. En Roma, las Cereales
    se celebraban el 12 de abril. En las procesiones, llevaban un huevo, símbolo del
    mundo, y se sacrificaban cerdos.
    (5) Véase LArt profane á I'Eglise. Extranjero. Op. cit., pág. 26.
    Hemos dicho anteriormente que en una piedra de Die, que representa a Isis, ésta
    era llamada madre de los dioses. El mismo epíteto se aplicaba a Rea o Cibeles.
    Las dos divinidades resultan, así, próximas parientes, y nos inclinamos a
    considerarlas como expresiones diferentes de un solo y mismo principio. Monsieur
    Charles Vincens confirma esta opinión mediante la descripción que nos da de un
    bajo relieve con la figura de Cibeles, que pudo verse, durante siglos, en el exterior
    de la iglesia parroquias de Pennes (Bouches-du-Rhóne), con su inscripción: Matri
    Deum. «Este curioso fragmento -nos dice- desapareció allá por el año 1610, pero
    está grabado en el Recueil de Grosson (pág. 20).» Singular analogía hermética:
    Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia, bajo la forma de una piedra negra que se
    decía haber caído del cielo. Fidias representa a la diosa sentada en un trono entre
    dos leones, llevando en la cabeza una corona mural de la que desciende un velo. A
    veces, se la representa sosteniendo una llave y en actitud de separar su velo. Isis,
    Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo el mismo velo.
    55
    IX
    Terminado este trabajo preliminar, debemos emprender ahora el estudio
    hermético de la catedral, y, para limitar nuestras investigaciones, tomaremos como
    modelo el templo cristiano de la capital: Nótre-Dame de París.
    Ciertamente, nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos de micer
    Bemard, conde de Treviso, de Zachaire o de Flamel. Los siglos han dejado su
    huella profunda en la fachada del edificio, la intemperie lo ha surcado de grandes
    arrugas, pero los destrozos del tiempo son pocos comparados con los del furor
    humano. Las revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la
    cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles
    mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores
    intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los
    iconoclastas.
    Nótre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre una gradería
    de once escalones. Apenas aislada, por un estrecho atrio, de las casas de madera,
    de las paredes acabadas en punta y escalonadas, ganaba en atrevimiento y en
    elegancia lo que perdía en masa. Hoy en día, y gracias al retroceso de los edificios
    próximos, parece tanto más maciza cuanto que está más separada y que sus
    paredes, sus columnas Y sus contrafuertes salen directamente del suelo; la
    sucesiva acumulación de tierra ha ido cubriendo poco a poco las gradas hasta
    absorber la última de ellas.
    En medio del espacio limitado, de una parte, por la imponente basílica, y, de otra,
    por la pintoresca aglomeración de pequeños edificios adornados de agujas, espigas
    y veletas, con sus pintadas tiendas de viguetas talladas y rótulos burlescos, con sus
    esquinas quebradas por hornacinas con virgenes o santos, flanqueadas de
    torrecillas, de atalayas y de almenas, en medio de este espacio, decimos, se erguía
    una estatua de piedra, alta y estrecha, que sostenía un libro en una mano y una
    serpiente en la otra. Esta estatua formaba parte de una fuente monumental en la
    que se leía este dístico:
    Qui sitis, huc tendas: desunt si forte liquores, Pergredere, aeternas diva paravit
    aquas.
    Tú que tienes sed, ven aquí. Si por azar faltan las ondas, ha dispuesto la Diosa
    las aguas eternas.
    La gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur Legris, ora Vendedor de gris, Gran
    ayunador o Ayunador de Nótre-Dame.
    Se han dado muchas interpretaciones a estas expresiones extrañas aplicadas por
    el vulgo a una imagen que los arqueólogos no lograron identificar. La mejor
    explicación es la que nos da Amédée de Ponthieu (1), la cual nos parece tanto más
    interesante cuanto que su autor, que no era hermetista, juzga imparcialmente y sin
    ideas preconcebidas:
    56
    «Delante de este templo -nos dice, refiriéndose a Nótre-Dame-, se elevaba un
    monolito sagrado, informe a causa del tiempo. Los antiguos lo llamaban Febígeno
    (2), hijo de Apolo; el vulgo lo llamó más tarde Maitre Píerre, queriendo decir Píedra
    maestra piedra del poder (3); se llamaba también micer Legris, en una época en que
    gris significaba fuego y, en particular feu grisou, fuego fatuo...
    (1) Amédée de Ponthieu, Légendes du Vieux Paris. París, Bachelin-Deflorenne,
    1867, pág. 91.
    (2) Engendrado del sol o del oro.
    (3) Es la piedra angular de la que ya hemos hablado.
    »Según unos, sus rasgos informes recordaban los de Esculapio, o de Mercurio, o
    del dios Terme (4); según otros, los de Archambaud, mayordomo mayor de
    Clodoveo II, que dio el terreno sobre el que fue construido el hospital; otros creían
    ver las facciones de Guillermo de París, que lo había erigido al mismo tiempo que el
    frontispicio de Nótre-Dame; el abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo; otros,
    la de santa Genoveva, patrona de París.
    »Esa piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la plaza del Parvis-de-
    Nótre-Dame.»
    Aproximadamente en la misma época, el capítulo de Nótre-Dame recibió la orden
    de eliminar la estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase
    adosado a la primera columna de la derecha, entrando en la nave. Había sido
    erigido en 1413 por Antoine des Essarts, chambelán del rey Carlos VI. Se pretendió
    quitarlo en 1772, pero Christophe de Beaumont, a la sazón arzobispo de París, se
    opuso rotundamente a ello. Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada
    fuera de la metrópolis y destruida. Nótre-Dame de Amiens posee todavía el buen
    gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo cierto es que si escapó a la
    destrucción, fue debido únicamente a que forma parte del muro: es una escultura en
    bajo relieve. La catedral de Sevilla conserva también un san Cristóbal colosal y
    pintado al fresco. El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció con el
    edificio, y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que databa de 1539, fue
    destruida, por orden oficial, en 1768, sólo algunos años antes que la de París.
    Es evidente que para motivar tales actos, se requerían poderosas razones. Aunque
    nos parezcan injustificadas, encontramos, empero, su causa en la expresión
    simbólica sacada de la leyenda y condensada -sin duda con excesiva claridad- en la
    imagen. San Cristóbal, cuyo nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de
    Voragine, significa, para la masa, el que lleva a Cristo (del griego χριστοφορος); pero
    la cábala fonética descubre otro sentido, adecuado y conforme a la doctrina
    hermética. Se dice Cristóbal en vez de Crisofo: que lleva el oro (en griego,
    χρνσοφορος ). Partiendo de esto, comprendemos mejor la gran importancia del
    símbolo, tan elocuente, de san Cristóbal. Es el jeroglífico del azufre solar (Jesús) o
    del oro naciente, levantado sobre las ondas mercuriales y elevado a continuación
    por la energía propia del Mercurio, al grado de poder que posee el Elixir. Según
    Aristóteles, el Mercurio tiene por color emblemático el gris o el violeta, lo cual basta
    para explicar el hecho de que las estatuas de san Cristóbal estuviesen revestidas de
    una capa de dicho tono. Cierto número de antiguos grabados que se conservan en
    la Sala de las Estampas de la Biblioteca Nacional, y que representan al coloso,
    57
    aparecen ejecutados a simple trazo y en un tono de hollín desleído. El más antiguo
    data de 1418.
    (4) Los Termes eran bustos de Hermes (Mercurio).
    En Rocambadour (Lot), podemos ver todavía una gigantesca estatua de san
    Cristóbal erigida sobre la explanada de Saint-Michel, delante de la iglesia. A su lado
    observamos un viejo cofre ferrado, y encima de éste, un tosco fragmento de espada
    clavado en la roca y sujeto por una cadena. Según la leyenda, este fragmento
    perteneció a la famosa Durandarte, la espada que rompió el paladín Roldán al abrir
    la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad que se infiere de estos
    atributos es muy transparente. La espada que hiende la roca, la vara de Moisés que
    hace brotar el agua de la piedra de Horeb, el cetro de la diosa Rea, que golpeó con
    él el monte Dyndimus, la jabalina de Atalanta, son, en realidad, un solo y mismo
    jeroglífico de esa materia oculta de los Filósofos, de la que san Cristóbal representa
    la naturaleza, y el cofre ferrado, el resultado.
    Lamentamos no poder extendemos más sobre el magnífico emblema que tenía
    reservado el primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna
    descripción precisa y detallada de estas grandes figuras, grupos admirables por la
    enseñanza que contenían, pero a los que una época superficial y decadente hizo
    desaparecer, sin tener la excusa de una indiscutible
    necesidad.
    El siglo XVIII, reino de la aristocracia y del ingenio, de los abates cortesanos, de
    las marquesas empolvadas, de los gentiles hombres con peluca, benditos tiempos
    de los maestros de danza, de los madrigales y de las pastoras de Watteau, siglo
    brillante y perverso, frívolo y amanerado, que había de ahogarse en sangre, fue
    particularmente nefasto para las obras góticas.
    Arrastrados por la fuerte corriente de decadencia que tomó, reinando Francisco I,
    el nombre paradójico de Renacimiento, incapaces de un esfuerzo equivalente al de
    sus antepasados, ignorando completamente el simbolismo medieval, los artistas se
    dedicaron a reproducir obras bastardas, sin gusto, sin carácter, sin intención
    esotérica, más que a continuar y perfeccionar la admirable y sana creación
    francesa.
    Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su propia gloria a la del arte,
    acudieron a los modelos antiguos desfigurados en Italia.
    Los constructores de la Edad Media habían heredado la fe y la modestia.
    Artífices anónimos de verdaderas obras maestras, edificaron para la Verdad, para la
    afirmación de su ideal, para la propagación y el ennoblecimiento de su ciencia. Los
    del Renacimiento, preocupados sobre todo de su personalidad, celosos de su valor,
    edificaron para perpetuar sus nombres. La Edad Media debió su esplendor a la
    originalidad de sus creaciones; el Renacimiento debió su fama a la fidelidad servil
    de sus copias. Aquí, una idea; allá, una moda. De un lado, el genio; del otro, el
    talento. En la obra gótica, la hechura permanece sometida a la Idea; en la obra
    renacentista, la domina y la borra. Una habla al corazón, al cerebro, al alma: es el
    triunfo del espíritu; la otra se dirige a los sentidos: es la glorificación de la materia.
    Del siglo XII al xv, pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a partir del xvi,
    58
    belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales supieron
    animar la piedra calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el mármol
    inerte y frío.
    El antagonismo de estos dos períodos, nacidos de conceptos opuestos, explica el
    desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por todo lo gótico.
    Semejante estado de espíritu tenía que ser fatal para la obra de la Edad Media; y
    a él debemos atribuir, en efecto, las innumerables mutilaciones que hoy en día
    deploramos.
    59
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    62
    63
    PARÍS
    I
    La catedral de París, como la mayoría de las basílicas metropolitanas, está
    colocada bajo la advocación de la bendita Virgen María o Virgen-Madre. En
    Francia, el vulgo llama a estas iglesias las Nótre-Dame. En Sicilia, llevan un nombre
    todavía más expresivo: Matrices. Son, pues, templos dedicados a la Madre (en
    latín, mater, matris), a la Matrona en el sentido primitivo, palabra que, por
    corrupción, se ha convertido en Madona (ital. ma donna), mi Señora y, por
    extensión, Nuestra Señora.
    Franqueemos la verja y empecemos el estudio de la fachada por el gran pórtico,
    llamado pórtico central o del Juicio.
    El pilar central, que separa en dos el vano de la entrada, ofrece una serie de
    representaciones alegóricas de las ciencias medievales. De cara a la plaza -y en
    lugar de honor- aparece la alquimia representada por una mujer cuya frente toca las
    nubes. Sentada en un trono, lleva un cetro -símbolo de soberanía- en la mano
    izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el
    otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho, yérguese la
    escala de nueve peldaños -scala philosophorum-, jeroglífico de la paciencia que
    deben tener sus fieles en el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor
    hermética (lámina H). «La paciencia es la escala de los Filósofos -nos dice Valois
    (I)- y la humildad es la puerta de su jardín; pues a todos aquellos que perseveren sin
    orgullo y sin envidia, Dios les tendrá misericordia.»
    Tal es el título del capítulo filosofar de este mutus Liber que es el templo gótico; el
    frontispicio de esta Biblia oculta y de macizas hojas de piedra; la huella, el sello de
    la Gran Obra cristiana. No podía hallarse mejor situado que en el umbral mismo de
    la entrada principal.
    Así, la catedral se nos presenta fundada en la ciencia alquímica, investigadora de
    las transformaciones de la sustancia original, de la Materia elemental (lat. materea,-
    raíz mater, madre). Pues la Virgen-Madre, despojada de su velo simbólico, no es
    más que la personificación de la sustancia primitiva que empleó, para realizar sus
    designios, el Principio creador de todo lo que existe. Tal es el sentido, por lo demás
    luminosísimo, de la singular epístola que se lee en la misa de Inmaculada
    Concepción de la Virgen, cuyo texto transcribimos:
    «El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, desde el comienzo, antes
    que criase cosa alguna. Desde la eternidad fui predestinada, y antes que fuese
    hecha la tierra. Aún no existían los abismos, y yo había sido ya concebida. Aún no
    habían brotado las fuentes de las aguas; aún no estaba asentada la pesada mole de
    64
    los montes; antes de que hubiese collados yo había ya nacido. Aún no había hecho
    la tierra, ni los ríos, ni los ejes del globo de la tierra. Cuando Él extendía los cielos,
    estaba yo con El; cuando con ley fija y valla encerraba los abismos; cuando arriba
    consolidaba el firmamento, y ponía en equilibrio los manantiales de las aguas;
    cuando circunscribía al mar en sus términos, y ponía ley a sus olas para que no
    traspasasen sus linderos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, con Él estaba
    yo concertándolo todo.»
    Trátase aquí, visiblemente, de la esencia misma de las cosas. Y, en efecto, nos
    enseña la Letanía que la Virgen es el Vaso que contiene el Espítitu de las cosas.-
    Vas spirituale. «Sobre una mesa, a la altura del pecho de los Magos –nos dice
    Etteilla (2)-, estaban, a un lado, un libro o una serie de hojas o de láminas de oro (el
    libro de Thot), y, al otro, un vaso lleno de un licor celeste-astral, compuesto de un
    tercio de miel silvestre, una parte de agua de la tierra y una parte de agua del cielo...
    El secreto, el misterio, estaba, pues, en el vaso.»
    (1) Obras de Nicolas Grospanny y Nicolas Valois. Maus. bibliot. de l'Arsenal, n.-
    2.516 (166 S.A.F.), pág. 176
    Esta Virgen singular -Virgo singularis, como la llama expresamente la Iglesia- es,
    además, glorificada mediante epítetos que denotan con bastante claridad su origen
    positivo. ¿Acaso no se la llama también palmera de Paciencia (Palma patientiae),
    Lirio entre espinas (3) (Lirium inter spina ), Mie1 simbólica de Sansón, Vellón de
    Gedeón, Rosa Mística, puerta del Cielo, Casa de Oro, etc.? Los mismos textos
    llaman también a María Sede de 1a Sabidutía, lo cual equivale a Tema de la Ciencia
    hermética, del saber universal. En el simbolismo de los metales planetarios, es la
    Luna, que recibe los rayos del sol y los conserva secretamente en su seno. Es la
    dispensadora de la sustancia pasiva, a la cual anima el espíritu solar. María, Virgen
    y Madre, representa, pues, la forma; Elías, el sol, Dios Padre, es emblema del
    espíritu vital. De la unión de estos dos principios resulta la materia viva, sometida a
    las vicisitudes de las leyes de mutación y de continuidad.
    Y surge entonces Jesús, el espíritu encamado, el fuego que toma cuerpo en las
    cosas, tal como las conocemos aquí abajo:
    Y EL VERBO SE HIZO CARNE, Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
    Por otra parte, la Biblia nos dice que María, madre de Jesús, era de la rama de
    Jesé. Ahora bien, la palabra hebrea Jes significa el fuego, el sol, la divinidad. Ser
    de la rama de Jesé equivale, pues, a ser de la raza del sol, del fuego. Como la
    materia tiene su origen en el fuego solar, tal como acabamos de ver, el mismo
    nombre de Jesús se nos presenta en su esplendor original y divino: fuego, sol, Dios.
    Por último, en el Ave Regina, la Virgen es adecuadamente llamada Raíz (Salve,
    radix), para señalar que es principio y comienzo del Todo. «Salve, raíz por la cual la
    Luz ha brillado sobre el mundo.»
    (2) Etteilla, Le Denier du Pauvre, en las Sept nuances de I'Oeuvre philosophique, s.
    1. n. E (1786), pág. 57.
    65
    (3) Es el titulo de unos célebres mans. alquímicos de Agrícola y de Ticinensis.
    Véase bibliot. de Rennes (159), de Bordeaux (533), de Lyon (154). y de Cambrai
    (919).
    Tales son las reflexiones que sugiere el expresivo bajo relieve que acoge al
    visitante bajo el pórtico de la basílica. La Filosofía hermética, la antigua Espagírica,
    le dan la bienvenida en la iglesia gótica, en el templo alquímico por excelencia.
    Pues la catedral entera no es más que una glorificación muda, pero gráfica, de la
    antigua ciencia de Hermes, de la que, por otra parte, ha sabido conservar a uno de
    los antiguos artífices. Nótre-Dame de París guarda, en efecto, su alquimista.
    Si, impulsados por la curiosidad, o para distraer el ocio de un día de verano,
    ascendéis por la escalera de caracol que conduce a las partes altas del edificio,
    recorred despacio el camino, trazado como una atarjea, que se abre en lo alto de la
    segunda galería. Al llegar cerca del eje medial del majestuoso edificio, percibiréis,
    en el ángulo entrante de la torre septentrional, en medio de un cortejo de quimeras,
    el impresionante relieve de un gran anciano de piedra. Es él, es el alquimista de
    Nótre-Dame (lám. III).
    Tocado con el gorro frigio, atributo del Adepto (4), negligentemente colocado
    sobre los largos cabellos de espesos bucles, el sabio, envuelto en la capa ligera del
    laboratorio, se apoya con una mano en la balaustrada, mientras se acaricia con la
    otra la barba poblada y sedosa. No medita; observa. Tiene los ojos fijos, y, en la
    mirada, una agudeza extraña. Todo, en la actitud del Filósofo, revela una intensa
    emoción. La curvatura de los hombros, la proyección de la cabeza y del busto hacia
    delante, expresan, efectivamente, la mayor sorpresa. La mano petrificada se anima.
    ¿Será una ilusión? Uno aseguraría que la ve temblar...
    (4) El gorro frigio, que llevaban los sans-culottes y constituía una especie de
    talismán protector en medio de las hecatombes revolucionarias, era señal distintiva
    de los Iniciados. El sabio Pierre Dujols, en un análisis de la obra de Lombard (de
    Langres) titulada Histoire des Jacobins, depuis 1 789 jusqu'á cejour, ou Etat de
    L'Europe en novembre 1820 (París, 1820), escribe que, al admitir al Epopte (en los
    Misterios de Eleusis) se preguntaba al recipiendario si se sentía con la fuerza,
    voluntad y la abnegación necesarias para intervenir en la GRAN OBRA. Después,
    le ponían un gorro rojo sobre la cabeza y pro-nunciaban esta fórmula: «Cúbrete con
    este gorro, que vale más que una corona real,» Se estaba lejos de sospechar que
    esta especie de sombrero, llamado liberia en las Mitríacas, y que antaño era propio
    de los esclavos libertados, sería un símbolo masónico y la señal suprema de la
    Iniciación. No hay que admirarse, pues, de verlo figurar en nuestras monedas y en
    nuestros monumentos públicos.
    ¡Espléndida figura la del viejo maestro que escruta, interroga, ansioso y atento, la
    evolución de la vida mineral, y contempla al fin, deslumbrado, el prodigio que
    solamente su fe le había dejado entrever!
    66
    ¡Y cuán pobres son las modernas estatuas de maestros sabios -ya estén fundidas
    en bronce o talladas en mármol-, comparadas con esta imagen venerable, de tan
    formidable realismo en su sencillez!
    II
    El estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se extiende bajo los tres arcos,
    está enteramente consagrado a nuestra ciencia; y este conjunto de imágenes, tan
    curiosas como instructivas, constituye un verdadero regalo para el descifrador de los
    enigmas herméticos.
    Allí encontraremos el nombre lapidario del tema de los Sabios,- allí asistiremos a
    la elaboración del disolvente secreto; allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo
    del Elixir, desde su calcinación primera hasta su última cocción.
    Pero, a fin de observar cierto método en este estudio, observaremos siempre el
    orden de sucesión de las figuras, yendo desde el exterior hacia las hojas de la
    puerta, tal como lo haría un fiel al penetrar en el santuario.
    Sobre las caras laterales de los contrafuertes que limitan el gran pórtico,
    encontraremos, a la altura del ojo, dos pequeños bajo relieves embutidos cada uno
    en una ojiva. El del pilar de la izquierda os presenta al alquimista descubriendo la
    Fuente misteriosa que Trevisano describe en la Parábola final de su libro sobre la
    Filosofla natural de los metales (1).
    El artista ha caminado largo tiempo; ha errado por vías falsas y caminos dudosos;
    ¡pero al fin se ve colmado de gozo! El riachuelo de agua viva discurre a sus pies;
    brota, a borbotones, del roble hueco (2). Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y
    así, desdeñando el arco y las flechas con las cuales, a la manera de Cadmo,
    traspasó el dragón, mira ondear el límpido caudal cuya virtud disolvente y cuya
    esencia volátil le son atestiguadas por un pájaro posado en el árbol.
    (1) Véase J. Mangin de Richebourg, Bibliothéque des Philosophes Chimiques, París,
    1741, t. 11, tratado VII.
    Pero, ¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es la naturaleza de este poderoso
    disolvente capaz de penetrar todos los metales -el oro, en particular- y de cumplir,
    con la ayuda del cuerpo disuelto, la gran obra en su totalidad? Estos son enigmas
    tan profundos que han desanimado a un número considerable de investigadores;
    todos, o casi todos, han dado de cabeza contra este muro impenetrable, levantado
    por los Filósofos para servir de recinto a su ciudadela.
    La mitología la llama Libethra (3), y nos cuenta que era una fuente de Magnesia,
    cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca. Ambas brotaban de una gran
    roca que tenía la forma de un seno de mujer; de suerte que el agua parecía brotar
    como leche de dos senos. Ahora bien, sabemos que los autores antiguos llaman a
    la materia de la Obra nuestra Magnesia y que el licor extraído de esta magnesia
    67
    recibe el nombre de Leche de la Virgen. Esto es ya un indicio. En cuanto a la
    alegoría de la mezcla o de la combinación de esta agua primitiva brotada del Caos
    de los Sabios con una segunda agua de naturaleza diferente (aunque del mismo
    género), resulta bastante clara y suficientemente expresiva. De esta combinación
    resulta una tercera agua que no moja las manos y que los Filósofos han llamado,
    ora Mercurio, ora Azufre, según atendiesen a su cualidad o su aspecto físico.
    En el tratado del Azoth (4), atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentin,
    pero que más bien parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada
    en madera que representa una ninfa o sirena coronada, nadando en el mar y
    haciendo brotar de sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las
    aguas.
    (2) «Advierte este roble», dice simplemente Flamel en el Livre des Figures
    hiéroglyphiques.
    (3) Véase Noel, Dictionnaire de la Fable, París, Le Normant, 1801.
    (4) Azoth o Moyen de faire l'Or caché des Philosophes, por el Hermano Basile
    Valentin. París, Pierre Moét, 1659, pág. 51.
    Los autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmal y nos enseñan,
    además, que sus aguas dieron la inmortalidad al profeta Elías (HÁtog, sol). Sitúan
    la famosa fuente en el Modhallam, término cuya raíz significa Mar oscuro y
    tenebroso, señalando muy bien la confusión elemental que los Sabios atribuyen a su
    Caos o materia prima.
    Una pintura de la fábula que acabamos de citar se encontraba en la pequeña
    iglesia de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y citado por
    Witkowski (5), parece ser la versión religiosa del mismo tema químico. «Jesús vierte
    en una gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por la lanza de
    Longinos; la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de ellos cae en el
    mismo recipiente. El sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo
    de un abismo de llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los
    bustos desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y las
    refresca.»
    Al pie de esta antigua pintura, léese una inscripción en latín de sacristía:
    Dum fluit e Christi benedicto vulnere sanguis, Et dum Virgineum lac pia Virgo premít,
    Lac fuit et sanguís, sanguis conjungitur et lac, Et sit Fons Vitae, Fons et Origo boni
    (6).
    Entre las descripciones que acompañan a las Figuras simbólicas de Abraham el
    Judío, libro que, según dicen, perteneció a Nicolas Flamel (7) y tuvo este Adepto
    expuesto en su gabinete de escritor, citaremos dos que tienen relación con la
    Fuente misteriosa y con sus componentes. He aquí los textos originales de estas
    dos notas explicativas:
    (5) G. J. Witkowski, L'art profane á l'Eglise, Extranjero, pág. 63.
    68
    (6) «Mientras la sangre brota de la herida bendita de Cristo y la santa
    Virgen oprime su seno virginal, la leche y la sangre manan y se mezclan, y se
    convierten en Fuente de Vida y en Manantial del bien.»
    (7) Recueil de Sept Figures peintes. Bibl. de l'Arsenal, número 3.047 (153 S.A.F.).
    «Tercera figura. -En ella está pintado y representado un jardín cercado con setos,
    donde hay varios cuadros. En el centro, hay un roble hueco, al pie del cual, a un
    lado, hay un rosal de hojas de oro y de rosas blancas y rojas, que rodea el dicho
    roble hasta lo alto, cerca de sus ramas. Y al pie de dicho roble hueco hierve una
    fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre varios que la andan
    buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y otros cuatro que la buscan
    sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no pueden encontrarla, excepto
    uno que la pesa en su mano.»
    Este último personaje es el que constituye el tema del motivo esculpido de Nótre-
    Dame de París. La preparación del disolvente en cuestión aparece relatada en la
    explicación que acompaña a la imagen siguiente:
    «Cuarta figura. -Representa un campo, en el cual hay un rey coronado, vestido de
    rojo al estilo judío, y que sostiene una espada desenvainada; dos soldados que
    matan a los hijos de dos madres, que están sentadas en el suelo, llorando a sus
    hijos; y otros dos soldados que arrojan la sangre en una gran cuba llena de la dicha
    sangre, donde el sol y la luna bajando del cielo o de las nubes, vienen a bañarse. Y
    son seis soldados armados de armadura blanca, y el rey hace el séptimo, y siete
    inocentes muertos, y dos madres, una vestida de azul que llora, enjugándose la cara
    con un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida de rojo.»
    Citemos también una figura del libro de Trismosin (8), que es muy parecida a la
    tercera de Abraham. Vemos en ella un roble al pie del cual, ceñido con una corona
    de oro, brota un riachuelo oculto que se vierte en el campo. Entre las hojas del
    árbol, revolotean unos pájaros blancos, mientras un cuervo, que parece dormido,
    está a punto de ser apresado por un hombre pobremente vestido y encaramado en
    una escalera. En primer término de este cuadro rústico, dos sofistas, vistiendo
    suntuosos trajes, discuten y razonan sobre este punto científico, sin advertir el roble
    que tienen a su espalda, ni ven la Fuente que discurre a sus pies...
    (8) Véase Trismosin, La Toyson d’Or. París, Ch. Sevestre, 1612, página 52.
    Digamos, por último, que la tradición esotérica de la Fuente de Vida o Fuente de
    Juventud se encuentra materializada en los Pozos sagrados que poseían en la
    Edad Media, la mayoría de las iglesias góticas. El agua que se extraía de aquéllos
    pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era empleada en el
    tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el sitio de París
    por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las propiedades
    maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-desPrés, el cual se abría al
    fondo del santuario de la célebre abadía. De igual manera, el agua del pozo de
    Saint-Marcel, de París, excavado en la iglesia, cerca de la losa sepulcral del
    venerable obispo, era, según Grégoire de Tours, un eficaz específico contra varias
    dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la basílica ojival de Nótre-Dame
    de Lépine (Marne) un pozo milagroso, llamado Pozo de la Santa Virgen, y, en la
    69
    mitad del coro de Nótre-Dame de Limoux (Ande), un pozo análogo cuya agua cura,
    según dicen, todas las enfermedades, y en el que puede verse esta inscripción:
    Omnis qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit.
    Cuantos beban de esta agua, si además tienen fe, gozarán de buena salud.
    Pronto tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta agua póntica, a la que
    dieron los Filósofos multitud de epítetos más o menos sugestivos.
    Frente al motivo esculpido que expresa la naturaleza del agente secreto, vamos
    a presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción del compuesto filosofal. Aquí,
    el artista vela por el producto de su labor. Cubierto con su armadura, protegidas las
    piernas con espinilleras, y embrazado el escudo, nuestro caballero se encuentra
    plantado en la terraza de una fortaleza, a juzgar por las almenas que le rodean. En
    un movimiento defensivo, apunta su lanza a una forma imprecisa (¿un rayo de luz?
    ¿un haz de llamas?), desgraciadamente imposible de identificar, tan mutilado está el
    relieve. Detrás del combatiente, un pequeño y extraño edificio formado por un
    basamento almenado y apoyado en cuatro pilares, aparece rematado por una
    cúpula segmentada de llave esférica. Bajo el arco inferior, una masa aculeiforme e
    inflamada nos da la explicación de su destino. Este curioso pabellón o fortaleza en
    miniatura es el instrumento de la Gran Obra, el Atanor, el hornillo oculto de dos
    llamas -potencial y virtual- qu todos los discípulos conocen y que ha sido
    vulgarizado por numerosas descripciones y grabados (lám. V).
    Inmediatamente encima de estas figuras están representados dos temas que
    parecen constituir su complemento. Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo
    apariencias sagradas y escenas bíblicas, nos abstendremos de hablar de ellos, para
    que no se nos reproche una interpretación arbitraria. Hubo grandes sabios, entre
    los maestros antiguos, que no temieron explicar alquímicamente las parábolas de la
    Sagrada Escritura, tan susceptible en su sentido de interpretaciones diversas. La
    Filosofia hermética apela a menudo al testimonio del Génesis para servir de
    analogía al primer trabajo de la Obra; muchas alegorías del Viejo y del Nuevo
    Testamento adquieren un relieve imprevisto en contacto con la alquimia. Tales
    precedentes deberían animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa;
    preferimos, sin embargo, limitarnos a los motivos cuyo carácter profano es
    indiscutible, dejando a los investigadores benévolos la facultad de ejercitar su
    sagacidad con los restantes.
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    III
    Los temas herméticos del estilóbato se desarrollan en dos hileras superpuestas, a
    derecha e izquierda del pórtico. La hilera inferior comprende doce medallones, y la
    superior, doce figuras. Estas últimas representan personajes sentados en zócalos
    adornados con estrías, de perfil ora cóncavo, ora angular, y colocados en los
    intercolumnios de arcadas trilobuladas. Todos presentan discos con emblemas
    variados, pero siempre referentes a la labor alquímica.
    Si empezamos por la izquierda de la hilera superior, el primer bajo relieve nos
    muestra la imagen del cuervo, símbolo del color negro. La mujer que lo tiene sobre
    las rodillas simboliza la Putrefacción (lám. VI).
    Séanos permitido detenernos un instante en el jeroglífico del Cuervo, puesto que
    oculta un punto importante de nuestra ciencia. Expresa, en efecto, en la cocción del
    Rebis filosofar, el color negro, primera apariencia de la descomposición consecutiva
    a la mixtión perfecta de las materias del Huevo. Es, según los Filósofos, la señal
    segura del éxito futuro, el signo evidente de la preparación exacta del compuesto.
    El cuervo es, en cierto modo, el sello canónico de la Obra, como la estrella es la
    firma del tema inicial.
    Pero esta negrura que aguarda el artista, que éste espera con ansiedad y cuya
    aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de gozo, no se manifiesta
    únicamente en el curso de la cocción. El pájaro negro aparece en diversas
    ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el orden de
    las operaciones.
    Según Le Breton (1), «hay cuatro putrefacciones en la Obra filosófica. La
    primera, en la primera separación; la segunda, en la primera conjunción; la tercera,
    en la segunda conjunción, que se produce entre el agua pesada y su sal; por último,
    la cuarta, en la fijación del azufre. En cada una de estas putrefacciones se produce
    negrura».
    Resultó, pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir el arcano con tupido velo,
    mezclando las cualidades específicas de las diversas sustancias, en el curso de las
    cuatro operaciones que producen el color negro. De esta manera, es muy laborioso
    separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de ellas.
    He aquí algunas citas que pueden ilustrar al investigador y permitirle encontrar su
    camino en este tenebroso laberinto «En la segunda operación -escribe el Caballero
    Descnocido (2)-, el prudente artista fija el alma general del mundo en el oro común y
    purifica el alma terrestre e inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a la que
    llaman Cabeza de cuervo, es muy larga. Esta va seguida de una tercera
    multiplicación al añadir la materia filosófica o el alma general del mundo.»
    Con esto se indican claramente dos operaciones sucesivas, la primera de las
    cuales termina, empezando la segunda después de aparecer la coloración negra,
    cosa diferente de la cocción.
    75
    Un valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII (3) nos habla también de esta
    primera putrefacción, que no hay que confundir con las otras:
    «Si la materia no es corrompida y mortificada -dice esta obra-, no podréis extraer
    nuestros elementos y nuestros principios; y, para ayudaros en esta dificultad, os
    daré señales para conocerla. Algunos filósofos lo han observado también. Morien
    dice: es preciso que se advierta cierta acidez y que aquélla tenga cierto olor de
    sepulcro. Philaléthe dice que tiene que parecer como ojos de pescado, es decir,
    pequeñas burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma;
    pues esto es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy
    larga, y hay que tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego
    secreto, que es el único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»
    (1) Le Breton, Clefs de la Philosophie Spagyrique. París, Jombert, 1722, página
    282.
    (2) La Nature á découvert, por el Chevalier Inconnu, Aix, 1669.
    (3) La Clef du Cabinet hermétique. Mans. del siglo xviii, Anón., s. 1. n. f.
    Pero, entre todas estas descripciones, las más numerosas y más consultadas
    son las que se refieren al cuervo (o color negro), puesto que engloban todos los
    caracteres de las otras operaciones.
    Bernardo Trevisano (4) se expresa en estos términos:
    «Notad, pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a estar embebido de
    nuestra agua permanente, entonces todo el compuesto se convierte en una especie
    de pez fundida, y queda ennegrecido como carbón. Y al llegar a este punto, nuestro
    compuesto se llama: la pez negra, la sal quemada, el Plomo fundido, el latón no
    puro, la Magnesia y el Mirlo de Juan. Pues entonces se ve una nube negra, flotando
    en la región media de la redoma-- y en el fondo de ésta queda la materia fundida a
    manera de pez, y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del
    burgo S. Saturnin, al decir: ¡Oh, bendita nube que vuelas en nuestra redoma! Allí
    está el eclipse de sol, de que habla Raimundo (5). Y cuando esta masa está así
    ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de su forma... Entonces, se
    manifiesta la humedad en color de azogue negro y hediondo, el cual era
    anteriormente seco, blanco, oloroso, ardiente, depurado de azufre por la primera
    operación, y ahora a depurar por esta segunda operación. Y por esto, queda
    privado este cuerpo de su alma, que ha perdido, y de su resplandor y de la
    maravillosa luminosidad que tenía anteriormente, y es ahora negro y afeado... Esta
    masa negra o así ennegrecida es la llave (6), principio y señal de la perfecta
    invención de la manera de obrar del segundo régimen de nuestra piedra preciosa.
    Por lo cual, dice Hermes, si veis la negrura, pensad que habéis ido por buena senda
    y seguido el buen camino.»
    (4) Bernardo Trevisano, La Parole délaissée. París, Jean Sara, 1618, página 39.
    (5) Con este solo nombre designa el autor a Raimundo Lulio (Doctor llluminatus).
    76
    Batsdorff, presunto autor de una obra clásica (7) que otros atribuyen a Gaston de
    Claves, enseña que la putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que ahí
    está la señal de un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los
    Filósofos le han dado diversos nombres y la han llamado Occidente, Tinieblas,
    Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, Mortificación del Mercurio... Resulta,
    pues, que por esta putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro.
    Ahora bien, los signos de una buena y verdadera putrefacción son una negrura muy
    negra o muy profunda, un olor hediondo, malo e infecto, llamado por los Filósofos
    toxicum et venenum, olor que no es sensible para el olfato, sino sólo para el
    entendimiento.»
    Terminemos aquí las citas, que podríamos multiplicar sin mayor provecho para
    el estudioso, y volvamos a las figuras herméticas de Nótre-Dame.
    El segundo bajo relieve nos muestra la efigie del Mercurio filosofal: una serpiente
    enroscada en una vara de oro. Abraham el Judío, conocido también por el nombre
    de Eleazar, la empleó en el libro que vino a manos de Flamel, cosa que nada tiene
    de sorprendente, pues volvemos a encontrar este símbolo durante todo el período
    medieval (lámina VII).
    La serpiente indica la naturaleza incisiva y disolvente del Mercurio, que absorbe
    ávidamente el azufre metálico y lo retiene con tanta fuerza que la cohesión no
    puede ser ya vencida ulteriormente. Es el «gusano emponzoñado que lo infecta
    todo con su veneno», de que nos habla la Antigua Guerra de los Caballeros (8).
    Este reptil es el tipo del Mercurio en su estado primero, y la vara de oro, el azufre
    corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros términos, su
    absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy diversos; pero el
    cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado, conserva el nombre de
    Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia o el compuesto del
    primer orden, el huevo sulfatado que sólo exige ya una cocción graduada para
    transformarse primero en azufre rojo, después en elixir y, por último, en el tercer
    período, en Medicina universal. «En nuestra Obra -afirman los los filósofos-, basta
    con el Mercurio.»
    (6) Se da el nombre de llave a toda disolución alquímica radical (es decir,
    irreductible), y a veces se extiende a este término a los monstruos o disolventes
    capaces de efectuarla.
    (7) Le Filet d´ariadne. París, d'Houry, 1695, pág. 99.
    Sigue a continuación una mujer, de largos cabellos ondulantes como llamas.
    Personifica la Calcinación y aprieta sobre su pecho el disco de la salamandra, «que
    vive en el fuego y se alimenta de fuego» (Iám. VIII). Este lagarto fabuloso no
    designa otra cosa que la sal central, incombustible y fija, que conserva su naturaleza
    hasta en las cenizas de los metales calcinados, y que los antiguos llamaron simiente
    metálica. En la violencia de la acción ígnea, las porciones combustibles de los
    cuerpos se destruyen; sólo resisten las partes puras, inalterables, y, aunque muy
    fijas, pueden extraerse por lixiviacion.
    77
    Tal es, al menos, la expresión espagírica de la calcinación, similitud de la que se
    sirven los Autores para servir de ejemplo a la idea general que hay que tener del
    trabajo hermético.
    Sin embargo, nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la
    atención del lector sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación
    vulgar, tal como se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado
    en el gabinete de los filósofos. Ésta no se realiza por medio de un fuego vulgar, no
    necesita en absoluto el auxilio del reverbero, pero requiere la ayuda de un agente
    oculto, de un fuego secreto, el cual, para dar una idea de su forma, se parece mas a
    un agua que a una llama. Este fuego, o esta agua ardiente, es la chispa vital
    comunicada por el Creador a la materia inerte; es el espíritu encerrado en las cosas,
    el rayo ígneo, imperecedero, encerrado en el fondo de la sustancia oscura, informe
    y frígida. Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra; y nos complacería cortar
    este nudo gordiano en favor de los aspirantes a nuestra Ciencia -recordando, ¡ay!,
    que nos vimos detenidos por esta misma dificultad durante más de veinte años-, si
    nos estuviera permitido profanar un misterio cuya revelación depende del Padre de
    las Luces. Por más que nos pese, sólo podemos señalar el escollo y aconsejar, con
    los más eminentes filósofos, la atenta lectura de Artephius (9), de Pontano (10) y de
    la obrita titulada Epístola de Igne Philosophorum (11). En ellos se encontrarán
    valiosas indicaciones sobre la naturaleza y las características de este fuego acuoso
    o de esta agua ígnea, enseñanzas que podrán completarse con los dos textos
    siguientes.
    (8) Con la adición de un comentario de Limojon de Saint-Didier, en el Triunfo
    hermético o la Piedra filosofal victoriosa. Amsterdam, Weitsten, 1699, y Desbordes,
    1710. Esta obra ha sido reeditada por Atlantis, comprendidos el frontispicio
    simbólico y su explicación, que a menudo faltan en los ejemplares antiguos.
    El autor anónimo de los preceptos del Padre Abraham dice:«Hay que extraer
    esta agua primitiva y celeste del cuerpo en que se halla, y que se expresa con siete
    letras según nosotros, significando la simiente primera de todos los seres, y no
    especificada ni determinada en la casa de Aries para engendrar a su hijo. Es el
    agua a la que tantos nombres han dado los Filósofos, y es el disolvente universal, la
    vida y la salud de todas las cosas. Dicen los Filósofos que el sol y la luna se bañan
    en esta agua, y que se resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A
    causa de esta resolución, dícese que mueren, pero sus espíritus son llevados sobre
    las aguas de este mar donde estaban enterrados... Por mucho que digan, hijo mío,
    que hay otras maneras de resolver estos cuerpos en su materia primera, aténte a la
    que yo te declaro, porque la he conocido por experiencia y según lo que nos
    transmitieron nuestros antepasados.»
    (9) Le Secret Livre d’Artephius, en Trois Traitez de la Philosophie naturell. París,
    Marette, 1612.
    (10) Pontano, De Lapide Philosophico, Francofurti, 1614.
    (11) Manuscrito de la Biblioteca Nacional, 19.969.
    Limojon de Saint-Didier escriben también: «... El fuego secreto de los Sabios es
    un fuego que el artista prepara según el Arte, o, al menos, que puede hacer
    preparar por aquellos que tienen perfecto conocimiento de la química. Este fuego
    78
    no es realidad caliente, sino que es un espíritu ígneo introducido en un sujeto de la
    misma naturaleza de la Piedra; y, al ser medianamente excitado por el fuego
    exterior, la calcina, la disuelve, la sublima Y la resuelve en agua seca, tal como dice
    el Cosmopolita.»
    Por lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras relacionadas, ya con la
    fabricación, ya con las cualidades de este fuego secreto encerrado en un agua, que
    constituye el disolvente universal. Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo
    es precisamente objeto del cuarto motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero
    y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente imposible de determinar en la
    actualidad (Iám. IX). ¿Es un mineral, un fragmento de atributo, un utensilio o incluso
    un pedazo de tela? No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por allí. Sin
    embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del principio metálico macho,
    nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de Pernety:
    «Dicen los Adeptos que extraen su acero del vientre de Aries,- y llaman también a
    este acero su imán.»
    Sigue la Evolución que nos muestra la oriflama tripartita -triplicidad
    correspondiente a los Colores de la Obra- que se describe en todas las obras
    clásicas (lám. X).
    Estos colores, en número de tres, siguen un orden invariable que va del negro al
    rojo pasando por el blanco. Pero, como la Naturaleza, según el viejo adagio -Natura
    non facit saltus-, no actúa nunca brutalmente, existen muchos Otros colores
    intermedios que aparecen entre los tres principales. El artista les presta poca
    atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un testimonio de
    continuidad y de progresión de las mutaciones internas. En cuanto a los colores
    esenciales, duran más tiempo que estos matices transitorios y afectan
    profundamente a la materia misma, señalando un cambio de estado en su
    composición química. No son tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan en
    la superficie del baño, sino colocaciones en la masa que se manifiestan
    exteriormente y reabsorben todas las demás. Creemos que convenía concretar este
    punto importante.
    Estas fases coloreadas, específicas de la cocción en la práctica de la Gran Obra,
    han servido siempre de prototipo simbólico; atribúyese a cada una de ellas una
    significación precisa, y a menudo bastante extendida, a fin de expresar veladamente
    ciertas verdades concretas. Por esto existe, desde siempre, un lenguaje de los
    colores, íntimamente unido a la religión, según dice Portal (12), y que reaparece,
    durante la Edad Media, en los vitrales de las catedrales góticas.
    El color negro fue atribuido a Saturno, el cual se convirtió, en espagiria, en
    jeroglífico, del plomo,- en astrología, en planeta maléfico; en hermético, en el dragón
    negro o Plomo de los Filósofos,- en magia, en la Gallina negra; etcétera. En los ,
    templos de Egipto, cuando el recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas de la
    iniciación, un sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta frase
    misteriosa: «¡Acuérdaté de que Osiris es un dios negro!» Es el color simbólico de las
    Tinieblas y de las Sombras cimerias, el de Satán, a quien se ofrecían rosas negras,
    y también el del Caos primitivo, donde las semillas de todas las cosas se mezclan y
    confunden; es el sable de la ciencia heráldica y el emblema de la tierra, de la noche
    y de la muerte.
    79
    Lo mismo que, en el Génesis, el día sucede a la noche, así la luz sucede a la
    oscuridad. La luz tiene por signo el color blanco. Al llegar a este grado, aseguran
    los Sabios que su materia se ha desprendido de toda impureza y ha quedado
    perfectamente lavada y exactamente purificada. Preséntase, entonces bajo el
    aspecto de granulaciones sólidas de corpúsculos brillantes, con reflejos diamantinos
    y de una blancura resplandeciente. El blanco ha sido también aplicado a 1a pureza,
    a la sencillez. a la inocencia. El color blanco es el de los Iniciados. porque el
    hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa del estado profano al de
    Iniciado, al de puro. Queda espiritualmente renovado.
    (12) Frédéric Portal. Des Couleurs Symboliques. París, Treuttel y Würtz, 1957.
    página 2.
    «El término Blanco -dice Pierre Dujols- fue elegido por razones filosóficas muy
    profundas. El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha
    designado siempre la nobleza, el candor, la pureza. En el célebre Diccionario-
    Manual hebreo y caldeo de Gesenius, hur, heur, significa ser blanco,- hurim, heurim,
    designa a los nobles, a los blancos, a los puros. Esta transcripción del hebreo más
    o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux (feliz).
    Los bienheureux (bienaventurados), los que han sido regenerados y lavados por la
    sangre del Cordero, aparecen siempre representados con vestiduras blancas.
    Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o sinónimo de Iniciado,
    de noble, de puro. Ahora bien, los Iniciados vestían de blanco. De igual manera se
    vestían los nobles. En Egipto, los Manes vestían también de blanco. Path, el
    Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de
    los Puros o de los Blancos. Los Cátaros, secta a la que pertenecían los Blancos de
    Florencia, eran los Puros (del griego Ka0apog). En latín, en alemán, en inglés, las
    palabras Weiss, White, quieren decir blanco, feliz, espiritual sabio. Por el contrario,
    en hebreo, schher caracteriza un color negro de transición; es decir, el profano
    buscando la iniciación. El Osiris negro, que aparece al comienzo del ritual funerario,
    representa, dice Portal, ese estado del alma que pasa de la noche al día, de la
    muerte a la vida.»
    En cuanto al rojo, símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del
    espíritu sobre la materia, la soberanía, el poder y el apostolado. Obtenida en forma
    de cristal o de polvo rojo, volátil y fusible, la piedra filosofal se vuelve penetrante e
    idónea para curar a los leprosos, es decir, para transmutar en oro los metales
    vulgares, a los cuales su oxidabilidad hace inferiores, imperfectos, «enfermos o
    achacosos».
    Paracelso, en el Libro de las imágenes, habla en estos términos de las
    colocaciones sucesivas de la Obra: «Aunque haya -dice- algunos colores
    elementales -pues el color azulado corresponde particularmente a la tierra, el verde
    al agua, el amarillo al aire, el rojo al fuego-. con todo, los colores blanco y negro se
    refieren directamente al arte espagírico, en el cual encontramos así los cuatro
    colores primitivos, a saber, el negro, el blanco, el amarillo y el rojo. Ahora bien, el
    negro es la raíz y el origen de los otros colores,, pues toda materia negra puede ser
    reverberada durante el tiempo que le sea necesario, de manera que los otros
    colores aparecerán sucesivamente y cada cual cuando le corresponda. El color
    blanco sucede al negro, el amarillo al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora bien, toda
    80
    materia llegada al cuarto color por medio de la reverberación es la tintura de las
    cosas de su género, es decir, de su naturaleza.»
    Para dar una idea del alcance que toma el simbolismo de los colores -y en
    particular de los tres colores mayores de la Obra-, observemos que siempre se
    representa a la Virgen vestida de azul (equivalente al negro, como veremos a
    continuación); a Dios, de blanco, y a Cristo, de rojo. Aquí encontramos los colores
    nacionales de la bandera francesa, la cual, dicho sea de paso, fue compuesta por el
    masón Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan la burguesía;
    el blanco está reservado al pueblo, a los pierrots o campesinos, y el rojo, a la bailía
    o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres de tres pisos, a cuya
    categoría perteneció la famosa Torre de Babel estaban pintados de tres colores:
    negro, blanco y rojo púrpura.
    Hasta aquí hemos hablado de los colores a la manera de los teóricos, como lo
    hicieron los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar la doctrina filosófica y la
    expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora escribir, en bien de los
    Hijos de la Ciencia, en un tono que fuese más práctico que especulativo, y descubrir
    así lo que diferencia el símil de la realidad.
    Pocos filósofos han osado aventurarse por este terreno resbaladizo. Etteilla (13), al
    hablarnos de un cuadro hermético (14) que debió de tener en su poder, nos
    transmitió algunas inscripciones que figuraban al pie de aquél; entre éstas, leemos,
    no sin sorpresa, este consejo digno de ser seguido: No os fiéis demasiado del color.
    ¿Qué quiere decir esto" ¿Acaso los viejos autores engañaron deliberadamente a
    sus lectores? ¿Y con qué indicaciones deberían los discípulos de Hermes sustituir
    los colores rebeldes para reconocer y seguir el camino recto?
    (13) Véase Denier du Pauvre o la perfección des métaux, París (1785,
    aproximadamente) pág. 58
    (14) Este cuadro se supone pintado a mediados del siglo XVII.
    Buscad, hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer aqui, como en otros
    puntos oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda, habréis leído, en diversos pasajes
    de vuestras obras, que los filósofos sólo hablan claramente cuando quieren alejar a
    los profanos de su Tabla redonda. Las descripciones que dan de sus regímenes, a
    los que atribuyen coloraciones emblemáticas, son de una nitidez perfecta. Debéis,
    pues, sacar la conclusión de que estas observaciones tan bien descritas son falsas
    y quiméricas. Vuestros libros están cerrados, como el Apocalipsis, con sellos
    cabalísticos. Tendréis que romper éstos, uno a uno. Reconocemos que la tarea es
    dura; pero, quien vence sin peligro, triunfa sin gloria.
    Aprended, pues, no ya lo que distingue un color de otro, sino más bien en qué se
    diferencia un régimen del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué es un régimen?
    Sencillamente, la manera de hacer vegetar, de mantener y aumentar la vida que
    vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi que
    no se traduce forzosamente en una sucesión de colores diversos. «El que llegue a
    conocer el Régimen -escribe Philaléthe-, será honrado por los príncipes y por los
    81
    grandes de la tierra.» Y añade el mismo autor: «No os ocultamos nada, salvo el
    Régimen. Así, pues, para no atraer sobre nuestra cabeza la maldición de los
    filósofos, revelando lo que ellos creyeron que habían de dejar en la sombra, nos
    limitaremos a advertir que el Régimen de la Piedra, es decir, su cocción, contiene
    otros varios, o, dicho de otro modo, varias repeticiones de una misma manera de
    operar. Reflexionad, apelad a la analogía y, sobre todo, no os apartéis jamás de la
    sencillez natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a fin de conservar
    vuestra vitalidad. que el descanso os es indispensable porque favorece, de una
    parte, la digestión y la asimilación del alimento, y, de otra, la renovación de las
    células gastadas por el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con
    gran frecuencia, ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no
    asimilables?
    De la misma manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza,
    y este alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante
    todo dadle leche; el régimen a base de carne, más sustancioso, vendrá después. Y
    no olvidéis separar los excrementos cada digestión, pues vuestra piedra podría
    infectarse... Seguid pues, el orden de la Naturaleza y obedecedla con la mayor
    fidelidad que os sea posible. Y comprenderéis de qué manera conviene efectuar la
    cocción cuando hayáis adquirido un conocimiento perfecto del Régimen. Así
    captaréis mejor el apóstrofe que Tollius (15) dirige a los alquimistas esclavos de la
    letra:
    «Id, marchaos, vosotros que buscáis con extremada aplicación vuestros diversos
    colores en las redomas de vidrio.
    Vosotros, que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo negro, estáis tan locos como
    aquel hombre de la antigüedad que tenía la costumbre de aplaudir en el teatro,
    aunque estuviera solo en él, porque siempre se imaginaba tener ante los ojos algún
    nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis vosotros, cuando vertiendo lágrimas de gozo,
    os imagináis que veis en vuestras redomas la blanca paloma, el águila amarilla y el
    faisán rojo. Id, os digo, y alejaos de mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija;
    pues ésta no penetrará los cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el
    cuerpo humano las más sólidas murallas...
    »Esto es lo que tenía que deciros acerca de los colores, a fin de que en el porvenir
    dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo cual añadiré unas palabras con referencia al
    olor.
    »La Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se vuelve más amarillento cuando
    más se acerca al Sol; el éter es completamente rojo. También la muerte, según se
    dice, es negra; la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se aproxima
    a la naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego. Ahora bien,
    ¿acaso el olor de muerto o de un cadáver no es fastidioso y desagradable al olfato?
    De la misma manera, el olor hediondo denota, a los filósofos, la fijación; por el
    contrario, el olor agradable indica volatilidad, porque se acerca a la vida y al calor.»
    (15) J. Tollius, Le Chemin du Ciel Chymique. Trad. del Manductio ad Coelum
    Chemicum. Amstelaedami, Janss. Waesbergios, 1688.
    82
    Volviendo al basamento de Nótre-Dame, encontraremos, en sexto lugar, la Filosofía,
    cuyo disco tiene grabada una cruz. Aquí tenemos la expresión de la cuaternidad de
    los elementos y la manifestación de los dos principios metálicos, sol y luna -ésta
    machacada-, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes (lám. XI).
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    IV
    Los motivos que adornan el lado derecho son de lectura más ingrata;
    ennegrecidos y corroídos, deben sobre todo su deterioro a la orientación de esta
    parte del pórtico. Azotados por los vientos de Poniente, siete siglos de ráfagas lo
    han desgastado hasta el punto de reducir algunos de ellos al estado de siluetas
    romas y vagas.
    En el séptimo bajo relieve de esta serie -primero a la derecha-, observamos el
    corte longitudinal del atanor y el aparato interno destinado a sostener el huevo
    fdosófico; el personaje tiene una piedra en la mano derecha (Lám. XII).
    En el círculo siguiente vemos la imagen de un grifo. El monstruo mitológico,
    que tiene la cabeza y el pecho de águila y toma del león el resto del cuerpo, inicia al
    investigador en las cualidades contrarias que hay que agrupar necesariamente en la
    materia filosofaL (Lám. XIII). Encontramos en esta imagen el jeroglífico de la
    primera conjunción, la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se
    desarrolla la penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas. La
    serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima del azufre y del
    mercurio lleva también el nombre de sublimación. Gracias a la reiteración de las
    águilas o sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio exaltado de sus partes
    groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera de una porción del
    cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila significa, según
    la expresión hermética, hacer salir la luz de la tumba y llevarla a la superficie, que es
    lo propio de toda sublimación verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y
    Ariadna. En este caso, Teseo es θεσ-ειος la luz organizada, manifiesta, que se
    separa de Ariana, la araña que está en el centro de su tela, el guijarro, la cáscara
    vacía, el capullo del gusano de seda, el despojo de la mariposa (Psique). «Sabed,
    hermano mío -escribe Philaléthe (I)-, que la preparación exacta de las águilas
    voladoras es el primer grado de la perfección, y, para conocerlo, se precisa un genio
    industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo, hemos sudado y trabajado mucho. Por
    consiguiente, vos, que no hacéis más que empezar, estad persuadido de que no
    triunfaréis en la primera operación sin un gran esfuerzo...
    «Comprended, pues, hermano mío, lo que dicen los Sabios. al observar que
    conducen sus águilas para devorar al leon; y, cuanto menos águilas se emplean,
    más duro es el combate y más dificultades se encuentran para lograr la victoria.
    Mas, para perfeccionar nuestra Obra, se necesitan al menos siete águilas, e incluso
    deberían emplearse hasta nueve. Y nuestro Mercurio filosófico es el pájaro de
    Hermes, al cual se da también el nombre de Oca o de Cisne, y a veces el de
    Faisán.» Son estas sublimaciones las que describe Calímaco en el Himno a Delos,
    cuando dice, hablando de los cisnes:
    εχυχλωσαντο λιποντες
    Εβδομαχις περι Δηλον...
    Ογδοον ουχ ετ αεισαν, ο δ’εχΘορεν.
    88
    «(Los cisnes) giraron siete veces alrededor de Delos... y no habían cantado
    todavía por octava vez, cuando Apolo nació.»
    Es una variante de la procesión que Josué hizo desfilar siete veces alrededor de
    Jericó, cuyas murallas se derrumbaron antes de la octava vuelta (Josué, c. VI, 16).
    (1) Lenglet-Dufresnoy, Histoire de la Philosophie Hermétique. –L´entrée au Palais
    Fermé du Roy, t. 11, pág. 35. París, Cousteliler, 1742.
    A fin de señalar la violencia del combate que precede a nuestra conjunción, los
    sabios simbolizaron las dos naturalezas con el águila y el león iguales en fuerza,
    pero de complexión contraria. El león representa la fuerza terrestre y fija, mientras
    que el águila expresa la fuerza aérea y volátil. Puestos frente a frente, los dos
    campeones se atacan, se repelen, se desgarran mutuamente con energía, hasta
    que, al fin, después de perder el águila sus alas y el león su melena, ambos
    antagonistas no forman más que un solo cuerpo, de calidad intermedia y de
    sustancia homogénea, el Mercurio animado.
    En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos
    sobre el misterio repleto de pesados enigmas, recordamos haber visto construir un
    bello inmueble cuya decoración nos sorprendió, porque reflejaba nuestras
    preocupaciones herméticas. Encima de la puerta de entrada, dos niños enlazados,
    varón y hembra, separan y levantan un velo que los cubría. Sus bustos emergen de
    un montón de flores, de hojas y de frutos. Un bajo relieve domina el coronamiento
    angular; representa el combate simbólico del águila y el león de que acabamos de
    hablar, y se adivina fácilmente que el arquitecto debió de tener bastante trabajo para
    situar el enojoso emblema, impuesto por una voluntad intransigente y superior (2)...
    (2) Este inmueble, construido con piedra tallada y de una altura de seis Pisos, está
    situado en el distrito XVII, en la esquina del bulevar Péreire y de la calle de Monbel.
    En Tousson, cerca de Malesherbes (Seine-et-oise), una antigua mansión del siglo
    XVIII, de aspecto bastante señorial, muestra en su fachada, grabada en caracteres
    de la época, la inscripción siguiente, cuya disposición y Ortografía respetamos:
    Por un Labrador
    fui construida
    sin interés y con un don celoso,
    me llamó PIEDRA BELLA,
    1762.
    (La alquimia llevaba todavía el nombre de Agricultura celeste, y sus Adeptos el de
    Labradores).
    El noveno tema nos permite penetrar - más aún en el secreto de fabricación del
    Disolvente universal. Una mujer señala en él -alegóricamente- los materiales
    necesarios para la construcción del vaso hermético; levanta una pequeña plancha
    de madera, parecida en cierto modo a una duela de tonel, cuya esencia nos es
    revelada por la rama de roble que ostenta el escudo. Volvemos a encontrar aquí la
    fuente misteriosa esculpida en el contrafuerte del pórtico, pero el ademán de nuestro
    personaje delata la espiritualidad de esta sustancia, de este fuego de la Naturaleza
    sin el cual nada puede crecer ni vegetar aquí abajo (Iám. XIV). Es este espíritu,
    89
    extendido en la superficie del globo, lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a
    medida que se materializa. Añadiremos, una vez más, que hace falta un cuerpo
    particular que sirva de receptáculo, una tierra atractiva donde pueda encontrar un
    principio susceptible de recibirle y de darle «corporeidad». «La raíz de nuestros
    cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-, y su cabeza, en tierra.» Ahí está ese imán
    encerrado en el vientre de Aries, el cual hay que tomar en el instante de su
    nacimiento, con tanta destreza como habilidad.
    «El agua que empleamos -escribe el autor anónimo de la Llave del gabinete
    hermético -es un agua que encierra todas las virtudes del cielo y de la tierra; por eso
    es el Disolvente general de toda la Naturaleza,- ella abre las puertas de nuestro
    gabinete hermético y real; en ella están encerrados nuestro Rey y nuestra Reina, y
    ella es también su baño... Es la Fuente del Trevisano, donde el Rey se despoja de
    su manto de púrpura para vestir hábito negro... Cierto que esta agua es difícil de
    obtener; lo cual hizo decir al Cosmopolita, en su Enigma, que era rara en la isla...
    Este autor nos la señala más particularmente con estas palabras: no se parece al
    agua de la nube, pero tiene de ella toda la apariencia. En otro lugar, la designa con
    el nombre de acero y de imán, pues es realmente un imán que atrae hacia sí todas
    las influencias del cielo, del sol, de la luna y de los astros, para comunicarlas a la
    tierra. Dice que este acero se encuentra en Aries, y que señala el comienzo de la
    primavera, cuando el sol recorre el signo del Carnero.. Flamel nos da una
    descripción bastante exacta en las Figuras de Abraham el Judío; nos describe un
    roble hueco (3), de donde brota una fuente, y con la misma agua, un jardinero riega
    las plantas y las flores de un parterre. El roble, que está hueco, representa el tonel
    que se construye con madera de roble, en el que hay que corromper el agua que
    reserva para regar las plantas y que es mucho mejor que el agua cruda... Ahora
    bien, aquí llega el momento de descubrir uno de los grandes secretos de este Arte,
    ocultado por los Filósofos, y sin cuyo vaso no podréis hacer esta putrefacción y
    purificación de nuestros elementos, de la misma manera que no podríamos hacer
    vino sin que antes hirviese en el tonel. Ahora bien, así como el tonel está hecho de
    madera de roble, así el vaso debe ser de madera de viejo roble, redondeado por
    dentro, como un hemisferio, con los bordes muy gruesos y escuadrados; a falta de
    esto, un barrilillo y otro parecido para cubrirlo. Casi todos los Filósofos han hablado
    de ese vaso absolutamente necesario para esta operación. Philatéthe lo describe
    valiéndose de la fábula de la serpiente pitón, que Cadmo atravesó de parte a parte
    contra un roble. Hay una figura en el libro de las Doce llaves (4) que representa
    esta misma operación y el vaso en que ésta se hace, del cual sale una gran
    humareda, que denota la fermentación y la ebullición de esta agua; y esta humareda
    termina en una ventana, por la que se ve el cielo, en el que aparecen el sol y la luna,
    que señala el origen de esta agua y las virtudes que contiene. Es nuestro vinagre
    mercurial que baja del cielo a la tierra y sube de la tierra al cielo.»
    Hemos dado este texto porque puede ser de utilidad, a condición, empero, de
    que sepamos leerlo con prudencia y comprenderlo con lucidez. Debemos aquí
    repetir una vez más la máxima tan cara a los Adeptos: el espíritu vivifica, pero la
    letra mata.
    Y henos ahora frente a un símbolo muy complejo: el del León. Complejo porque
    no podemos, ante la actual desnudez de la piedra, contentamos con una sola
    explicación. Los Sabios han añadido al león diversos calificativos, ya para expresar
    el aspecto de las sustancias sobre las que actúan, ya para designar una cualidad
    90
    especial y preponderante. En el emblema del Grifo (motivo octavo), hemos visto
    que el León, rey de los animales terrestres, representaba la parte fija, básica, de un
    compuesto, fijeza que, en contacto con la volatilidad adversa, perdía la mejor parte
    de sí misma, la que caracterizaba su forma, es decir, en lenguaje jeroglífico, la
    cabeza., Esta vez debemos estudiar el animal sólo, e ignoramos de qué color
    estaba originariamente revestido. En general, el León es el signo del oro, tanto
    alquímico como natural; expresa, pues, las propiedades fisicoquímicas de estos
    cuerpos Pero los textos dan el mismo nombre a la materia receptiva del Espíritu
    universal, del fuego secreto en la elaboración del disolvente. En ambos casos,
    trátase siempre de una interpretación de poder, de incorruptibilidad, de perfeccion,
    como, indica por lo demás, con bastante elocuencia, el caballero de enhiesta
    espada y cubierto con cota de malla que nos presenta al rey de la fauna alquímica
    (lám. XV).
    (3) Vide supra, pág, 1 1 3.
    (4) Véase Douze CIefs de Philosophie del Hermano Basile Valentin. París, Moét,
    1659, llave 12. (Reeditadas por Les Editions de Minuit, 1956.)
    El primer agente magnético empleado para preparar el disolvente -que algunos
    han llamado Alkaest- recibe el nombre de León verde, debido no tanto a su
    coloración verde como al hecho de que no ha adquirido todavía las características
    minerales que distinguen químicamente el estado adulto del estado naciente. Es un
    fruto verde y acerbo, comparado con el fruto rojo y maduro. Es la juventud metálica,
    sobre la que todavía no ha actuado la Evolución, pero, que contiene el germen
    latente de una energía real, llamada a desarrollarse más adelante. Es el arsénico y
    el plomo con respecto a la plata y el oro. Es la imperfección actual de 1a que saldrá
    la mayor perfección futura; el rudimento de nuestro embrión, el embrión de nuestra
    piedra, la piedra de nuestro elixir. Algunos adeptos, entre ellos Basilio Valentin, lo
    llamaron Vitríolo verde, para expresar su naturaleza cálida, ardiente y salina; otros,
    Esmeralda de los Filósofos, Rocío del mayo, Hierba saturnina, Píedra vegetal,
    etcétera. «Nuestra agua toma los nombres de las hojas de todos los árboles, de los
    árboles mismos y de todo lo que presenta un color verde, a fin de engañar a los
    insensatos», dice el Maestro Arnau de Vilanova.
    En cuanto al León rojo, no es otra cosa, según los filósofos, que la misma
    materia, o León verde, llevada por determinados procedimientos a esta calidad
    especial que caracteriza al oro hermético o león rojo. Esto movió a Basilio Valentin
    a darnos el siguiente consejo: «Disuelve y alimenta al verdadero León con la sangre
    del León verde, pues la sangre fija del León rojo está hecha de sangre volátil del
    verde, porque ambos son de la misma naturaleza.»
    De estas interpretaciones, ¿cuál es la verdadera? He aquí una cuestión que nos
    confesamos incapaces de resolver. El león simbólico había sido, sin duda alguna,
    pintado o dorado. Cualquier vestigio de cinabrio, de malaquita o de metal nos
    sacaría de apuros. Pero no queda nada, salvo la piedra calcárea corroída, grisácea
    y gastada por el tiempo. ¡El león de piedra guarda su secreto!
    La extracción del Azufre rojo e incombustible aparece manifestada por la figura
    de un monstruo mezcla de gallo y de zorra. Es el mismo símbolo de que se sirvió
    Basilio Valentin en la tercera de sus Doce llaves. «Es este soberbio manto con la
    91
    Sal de los Astros, dijo el Adepto, que sigue a este azufre celeste, guardado
    cuidadosamente por miedo de que se gaste, y los hace volar como un pájaro,
    mientras sea necesario, y el gallo se comerá la zorra, y se ahogará y asfixiará en el
    agua; después, volviendo a la vida por el fuego, será (a fin de que a cada uno le
    llegue su vez) devorado por la zorra» (lám. XVI).
    Después de la zorra-gallo, viene el Toro (Iám. XVIII).
    Considerado como signo zodiacal, es el segundo mes de las operaciones
    preparatorias en la primera obra, y el primer régimen del fuego elemental en la
    segunda. Como figura de carácter práctico, y puesto que el toro y el buey están
    consagrados al sol, como la vaca lo está a la luna, representa el Azufre, principio
    masculino, dado que el sol es llamado metafóricamente por Hermes, Padre de la
    piedra. El toro y la vaca, el sol y la luna, el azufre y el mercurio, son, Pues,
    jeroglíficos de idéntico sentido y designan las naturalezas primitivas contrarias,
    antes de su conjunción, naturaleza que el Arte extrae de cuerpos mixtos
    imperfectos.
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    V
    De los doce medallones que adornan la hilera inferior del basamento, diez
    recabarán nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido mutilaciones
    demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido. Prescindiremos,
    pues, mal que nos pese, de los restos informes del quinto medallón (lado izquierdo)
    y del undécimo (lado derecho).
    Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central de la fachada norte, el
    primer motivo nos presenta un caballero desarzonado agarrándose a la crin de un
    fogoso caballo (lámina XVIII). Esta alegoría se refiere a la extracción de las partes
    fijas, centrales y puras, por los volátiles o etéreos en la Disolución filosófica. Es,
    propiamente, la rectificación del espíritu obtenido y la cohobación de este espíritu
    sobre la materia pesada. El corcel, símbolo de rapidez y de ligereza, representa la
    sustancia espiritosa; el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico
    grosero. A cada cohobación, el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo;
    pero el caballero vuelve inmediatamente por sus fueros, y se aferra a ellos hasta
    que el animal, extenuado, vencido y sumiso, consienta en llevar su obstinada carga
    y no pueda ya desprenderse de ella. La absorción de lo fijo por lo volátil se efectúa
    lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia y mucha
    perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la tierra, del espíritu
    sobre el cuerpo.
    Y sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en verdad- se llega a extraer la sal
    oculta del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Nótre-
    Dame es igual al Pegaso alado de la fábula (raíz πηγη, fuente). Como él, arroja al
    suelo a sus jinetes, llámense Perseo o Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo
    por los aires hasta la morada de las Hespérides, y hace brotar, de una coz, la fuente
    Hipocrene en el monte Helicón, fuente que, según se dice, fue descubierta por
    Cadmo.
    En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano,
    mientras sostiene con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de
    Vída (Iám. XIX). El espejo simboliza el comienzo de la obra; el Arbol de Vida indica
    su final, y el cuerno de la abundancia, el resultado.
    Alquímicamente, la materia prima, la que el artista debe elegir para empezar
    la Obra, se denomina Espejo del Arte «Ordinariamente, es llamada Espejo del Arte
    por los Filósofos -dice Moras de Respour (I)- porque ha sido principalmente gracias
    a ella que hemos aprendido la composición de los metales en las vetas de la tierra...
    También se dice que la sola indicación de naturaleza puede instruirnos.» Es lo
    mismo que enseña el Cosmopolita (2) cuando, hablando del Azufre, nos dice: «En
    su reino, hay un espejo en el cual se ve todo el mundo. Quienquiera que mire en
    este espejo puede ver y aprender las tres partes de la Sapiencia de todo el mundo,
    y, de esta manera, será sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron
    Aristóteles, Avicena y otros varios, los cuales, al igual que sus predecesores, vieron
    en este espejo cómo fue creado el mundo.» Basilio Valentin dice también en su
    Testamentum «El cuerpo entero de Vitriolo debe reconocerse únicamente mediante
    un Espejo de la Ciencia filosófica... Es un Espejo en el que se ve brillar y aparecer
    nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual podemos mostrar en un
    96
    instante y probar al incrédulo Tomás la ceguera de su crasa ignorancia.» Pernety,
    en su Diccionario mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no lo
    conociese, o porque lo omitiese deliberadamente. Este sujeto, tan vulgar y tan
    despreciado, se convierte seguidamente en el Arbol de Vida, Elixir o Piedra filosofal,
    obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y rica joya de la
    alquimia. Síntesis metálica absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el
    triple gaje del saber, de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia,
    fuente inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre.
    Recordemos, por último, que el espejo es el atributo de 1a Verdad, de la Prudencia
    y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos griegos.
    (1) De Respour, Rares Expériences sur l'Esprit minéra.l París, Langlois et Barbin,
    1668.
    (2) Nouvelle Lumiére chymique. Traité du Soufre, pág, 78. Paris, D'Houry, 1649.
    Veamos ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el velo que cubría
    la balanza (lám. XX).
    La mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en lo tocante al secreto de los
    pesos. Basilio Valentin se limitó a decir que había que «entregar un cisne blanco al
    hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus
    de Barma, en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina
    en una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en
    su Tratado de la Sal es todavía menos preciso: «El peso del agua -dice- debe ser
    plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser singular.» El autor de
    los Aforismos basilianos, o Cánones herméticos del Espíritu y del Alma (3), escribe
    en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra hermética con la conjunción de los
    tres principios preparados según determinada proporción, la cual consiste en el
    peso del cuerpo, que debe ser casi igual a la mitad del espíritu y el alma.» Si
    Raimundo Lulio y Philaléthe hablaron de ello, la mayoría prefirió guardar silencio;
    algunos pretendieron que la Naturaleza, por sí sola, distribuía las cantidades según
    una armonía misteriosa e ignorada por el Arte. Estas contradicciones apenas si
    resisten al examen. En efecto, sabemos que el mercurio filosófico resulta de la
    absorción de cierta parte de azufre por una cantidad determinada de mercurio; es,
    pues, indispensable conocer exactamente las proporciones recíprocas de los
    componentes, si operamos a la manera antigua. Huelga añadir que estas
    proporciones aparecen envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en los
    autores más sinceros. Pero debemos recalcar, por otra parte, que es posible
    sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este caso, como el exceso de
    disolvente puede eliminarse siempre por destilación, el peso queda reducido a una
    sencilla apreciación de consistencia. La balanza constituye, como vemos, un indicio
    valioso para la determinación del procedimiento antiguo, del cual parece que
    debemos excluir el oro. Nos referimos al oro vulgar que no ha sufrido la exaltación
    ni la transfusión, operaciones que, al modificar sus propiedades y sus caracteres
    físicos, lo hacen propio para el trabajo.
    (3) Impresos a continuación de las OEuvres tani Médicinales que Chymiques, del
    R. P. de Castaigne. París, de la Nove, 1681.
    97
    Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una disolución especial y poco
    empleada. Es la del azogue vulgar con el fin de obtener el mercurio común de los
    filósofos, al cual llaman éstos «nuestro» mercurio, para diferenciarlo del metal fluido
    de que procede. Aunque encontramos con frecuencia descripciones bastante
    extensas sobre este tema, no ocultaremos que semejante operación nos parece
    aventurada si no sofisticado. Según los autores que han hablado de ello, el
    mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y perfectamente exaltado, adquiriría una
    calidad ígnea que no posee y podría convertirse a su vez en disolvente. Una reina,
    sentada en un trono, derriba de un puntapié al paje que, con una copa en la mano,
    ha venido a ofrecerle sus servicios (Iám. XXI). No debemos ver, pues, en esta
    técnica, suponiendo que pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una
    modificación del sistema antiguo, y no una práctica especial, puesto que el agente
    sigue siendo el mismo. Ahora bien, no comprendemos qué ventaja nos reportaría
    una solución de mercurio con ayuda del disolvente filosófico, habida cuenta de es el
    agente principal y secreto por excelencia. Sin embargo así lo pretende Sabine
    Stuart de Chevalier (4). «Para obtener el mercurio filosófico -escribe este autor- hay
    que disolver el mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su peso, pues toda su
    sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los filósofos conocen un fuego
    natural que penetra hasta el corazón del mercurio y que lo apaga interiormente;
    conocen también un disolvente que lo convierte en agua argentina pura y natural;
    ésta no contiene ni debe contener ningún corrosivo. En cuanto el mercurio se ha
    librado de sus ligaduras y es vencido por el calor... toma la forma del agua, y esta
    misma agua es la cosa más valiosa que puede haber en el mundo. Se necesita
    muy poco tiempo para hacer tomar esta forma al mercurio vulgar.» Se nos
    perdonará que no seamos de la misma opinión, pues tenemos buenas razones,
    apoyadas en la experiencia, para no creer que el mercurio vulgar, desprovisto de
    agente propio, pueda convertirse en agua útil para la Obra. El servus fugitivus que
    nos hace falta es un agua mineral y metálica, sólida, cortante, con el aspecto de una
    piedra, y de fácil licuefacción. Esta agua coagulada, en fonna de masa pétrea, es el
    Alkaest y el Disolvente universal. Si conviene leer los filósofos -según el consejo de
    Philaléthe- con un grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para el
    estudio de Stuart de Chevalier.
    (4) Sabine Stuart de Chevalier, Discours philosophique sur les Trois Principes, o la
    Clef du Sanctuaire philosophique. París, Quillau, 1781.
    Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco del medallón siguiente, se
    apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de piedra; una especie de manguito
    envuelve su mano izquierda (Iám. XXII).
    Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda Obra, cuando el Rebis
    hermético, encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus partes y
    tiende a mortificarse. Es el principio, activo y suave, del fuego de rueda simbolizado
    por el frío y por el invierno, período embrionario en que las semillas, encerradas en
    el seno de la tierra filosofaL, experimentan la influencia fermentadora de la
    humedad. Va a aparecer el reino de Satumo, emblema de la disolución radical, de
    la descomposición y del color negro. «Soy viejo, estoy débil y enfermo -le hace decir
    Basilio Valentin-; por esta causa me veo encerrado en una fosa... El fuego me
    atormenta en gran manera, y la muerte quebranta mi carne y mis huesos.» Un tal
    Demetrius, viajero citado por Plutarco -los griegos fueron maestros en todo, incluso
    98
    en la exageración-, refiere con toda seriedad que, en una de las islas que visitó en la
    costa de Inglaterra, se encuentra Satumo encarcelado y sumido en profundo sueño.
    El gigante Briareo (Egeón) hace el papel de guardián de su prisión. ¡Y he aquí
    cómo, con la ayuda de fábulas herméticas, escribieron la Historia célebres autores!
    El sexto medallón no es más que una reproducción fragmentaria del segundo.
    Volvemos a encontrar en él al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud orante,
    parece dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por los rasgos de
    un busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema
    de los Sabios, el espejo en el que «vemos toda la Naturaleza al descubierto» (Iám.
    XXIII).
    A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos muestra a un anciano
    disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el
    velo que ocultaba la entrada a las miradas de los profanos. Es el primer paso dado
    en la práctica, el descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del
    cuerpo fijo, de recrudecerlo, según la expresión empleada, hasta darle una forma
    análoga a la de su sustancia prima (lám. XXIV). Los alquimistas aluden a esta
    operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es decir, de dar
    vida a los metales muertos. Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe,
    la primera puerta de Ripley y de Basilio Valentin, puerta que es preciso saber abrir.
    El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto del cual muchos bajo
    relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los materiales y el
    tiempo de la preparación. En cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico,
    oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a los ojos,
    aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor. Nosotros debemos ver en
    este motivo una variante de la alegoría de los Leones verde y rojo, del disolvente y
    del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno -
    el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde,
    mientras que el interior visible del Palacio presentaba una coloración purpúrea. Más
    adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias al
    colorido original, el sentido de Saturno, considerado como disolvente, es muy
    antiguo. En un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote
    hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el lado izquierdo,
    al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo),
    mientras que, a su pies, se halla tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de
    color verde.
    El círculo siguiente nos permite presenciar el encuentro del anciano y el rey
    coronado, del disolvente y el cuerpo, del principio volátil y la sal metálica fija,
    incombustible y pura. La alegoría tiene un gran parecido con el texto parabólico de
    Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote anciano y viejo en años» se muestra tan
    buen conocedor de las propiedades de la fuente oculta, de su acción sobre el «rey
    del país», al que imanta, atrae y absorbe. En esta operación, y cuando se produce
    la animación del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin violencia; no
    ocurre lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la amalgama ordinaria,
    el mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor característico y que se
    parece bastante a las efervescencias químicas. Los sabios dijeron a este respecto
    que, en la Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes tempestades, y
    que las olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero combate». Algunos
    representaron esta reacción por una lucha a muerte entre animales diferentes:
    99
    águila y león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentin), etc. Pero, a nuestro
    entender, la mejor descripción -y, sobre todo, la más iniciadora- es la que nos dejó
    el gran filósofo Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos
    la Rémora y la Salamandra. Otros -y son los más numerosos- buscaron los
    elementos de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación;
    describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del caos
    terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del agua, del
    aire y de la tierra.
    Aunque más humano y más familiar, no por ello el estilo de Nótre-Dame es
    menos noble ni menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él
    por niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los
    puñetazos. En lo más fuerte del pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro,
    una piedra (Iám. XXV). Imposible describir con mayor claridad y sencillez la acción
    del agua póntica sobre la materia grave: este medallón honra al maestro que lo
    concibió.
    De esta serie de temas con que terminaremos la descripción de las figuras del
    pórtico central, se infiere claramente que la idea rectora tuvo como objetivo la
    agrupación de los puntos variables en la práctica de la solución. Efectivamente, ella
    nos basta para identificar el procedimiento seguido. La disolución del oro alquímico
    por el Disolvente Alkaest caracteriza el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro
    mercurio indica el segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.
    Por último, una segunda solución, la del Azufre -rojo o blanco- por el agua
    filosófica, constituye el objeto del duodécimo y último bajo relieve. Un guerrero deja
    caer su espada y se detiene, sobrecogido, ante un árbol al pie del cual aparece un
    cordero, el árbol muestra tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece
    la silueta de un pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que describe el
    Cosmopolita en la parábola del Tratado de la Naturaleza, el árbol del cual hay que
    extraer el agua. En cuanto al guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el
    trabajo de Hércules que es nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél
    supo elegir la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la
    naturaleza volátil del compuesto «más celeste que terrestre». Después, sólo tendrá
    que imitar a Saturno, el cual, dice el Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua, y
    seguidamente cogió el fruto del árbol solar y lo puso en esta agua... Porque esta
    agua es el Agua de vida, que tiene poder de mejorar los frutos de este árbol, de
    manera que, en lo sucesivo, no habrá ya necesidad de plantarlo ni de injertarlo,
    porque ella podrá, con su solo olor, dar a los otros seis árboles su misma
    naturaleza». Además, esta imagen es una representación de la famosa expedición
    de los Argonautas, ya que vemos en ella a Jasón junto al Vellocino de Oro y e1
    árbol de preciosos frutos del Jardín de las Hespérides.
    En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de lamentar no sólo las
    deterioraciones producidas por estúpidos inconoclastas, sino también la completa
    desaparición del polícromo revestimiento que antaño poseía nuestra admirable
    catedral. No nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar al
    investigador y de remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no
    tenemos necesidad de compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en vano antiguas
    estampas: Nótre-Dame conserva dentro de ella misma el prístino colorido de su
    pórtico central.
    100
    Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar, supo prever
    el considerable perjuicio que el tiempo habría de infligir a su obra. Como maestro
    precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones
    en los vitrales del rosetón central. El cristal viene así a completar la piedra, y,
    gracias al auxilio de la materia frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva.
    Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de la estatuaria. Por
    ejemplo, en la alegoría de la Cohobación (primer medallón), el vitral nos presenta,
    no un jinete vulgar, sino un príncipe coronado de oro, con vestidura blanca y medias
    rojas; de los dos niños que riñen, uno es de color verde, y el otro, de un gris violeta;
    la reina que derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de
    púrpura. Incluso nos sorprende encontrar aquí ciertas imágenes desaparecidas de
    la fachada, como la del artesano, sentado a una mesa roja, que extrae grandes
    monedas de oro de un saco; o la de la mujer de verde corpiño y brial escarlata, que
    se alisa la cabellera ante un espejo; o la de los Gemelos, del zodíaco inferior, uno
    de los cuales tiene el color del rubí, y el otro, el de la esmeralda; etcétera.
    ¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la ancestral Idea hermética, en su
    armonía y en su unidad! Petrificada en la fachada, cristalizada en el círculo enorme
    del rosetón, pasa del mutismo a la revelación, de la gravedad al entusiasmo, de la
    inercia a la expresión viva. Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior,
    surge del cristal en haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida,
    diáfana y Pura como la Verdad misma.
    Y el alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta otra
    antítesis, todavía más paradójica: «¡la antorcha del pensamiento alquímico
    iluminando el templo del pensamiento cristiano!»
    101
    VI
    Dejemos el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de la Virgen. En el
    centro del tímpano, y en la cornisa de en medio, observad el sarcófago, accesorio
    de un episodio de la vida de Cristo. Veréis en él siete círculos: son los símbolos de
    los siete metales planetarios (Iám. XXVI).
    El sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
    Venus es al bronce, lo que Saturno al plomo;
    la Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
    y Marte, del hierro (1).
    El círculo central aparece decorado de una manera particular, mientras que los otros
    seis se repiten a pares, cosa que jamás se produce en los motivos puramente
    ornamentales del arte ojival. Más aún: esta simetría se extiende desde el centro
    hacia las extremidades, tal como enseña el Cosmopolita. «Contempla el cielo y las
    esferas de los planetas -dice ese autor (2)- y verás que Saturno es el más alto de
    todos, al cual sucede Júpiter, y después Marte, el Sol, Venus, Mercurio y, por último,
    la Luna. Considera ahora que las virtudes de los planetas no suben, sino que
    descienden; incluso la experiencia nos enseña que Marte se convierte fácilmente en
    Venus, y no Venus en Marte, pues ella es la esfera más baja. De la misma manera,
    Júpiter se transmuta fácilmente en Mercurio, porque Júpiter está más alto que
    Mercurio; aquél es el segundo a partir del firmamento, éste es el segundo encima de
    la Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se mezcla con
    todos, pero nunca es mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una
    gran correspondencia entre Saturno y la Luna, en medio de los cuales está el Sol,
    como también entre Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus, todos los cuales tienen el
    Sol en el medio.»
    (1) La Cabale Intellective. Mans. de la Bibl. del Arsenal, S. y A. 72, página 15.
    (2) Nouvelle Lumière chymique. Traité du Mercure, cap. IX, pág. 41. París, Jean
    d'Houry, 1649.
    La concordancia de mutación de los planetas metálicos entre sí aparece, pues,
    señalada, en el pórtico de Nótre-Dame, de la manera más formal. El motivo central
    simboliza el Sol; los florones de los extremos representan Saturno y la Luna;
    después vienen, respectivamente, Júpiter y Mercurio; y, por último, a los lados del
    Sol, Marte y Venus.
    Pero hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera que parece
    unir las circunferencias de los rosetones, veremos que está formada por una
    sucesión de cuatro cruces y tres báculos, uno de los cuales es de espiral sencilla, y
    los otros, de doble voluta. Obsérvese, de pasada, que si se tratase de un propósito
    ornamental, los atributos hubieran debido ser, necesariamente, en número. de seis
    o de ocho, a fin de obtener una simetría perfecta; sin embargo, no es así, y la
    circunstancia de que uno de los espacios, el de la izquierda, permanezca vacío,
    acaba de demostrar que se quiso dar al conjunto un sentido simbólico.
    102
    Las cuatro cruces representan, al igual que en la notación, espagírica, los
    metales imperfectos; los báculos de doble es-piral, los dos metales perfectos, y el
    báculo sencillo, el mercurio, semimetal o semiperfecto.
    Pero, si apartamos los ojos del tímpano y bajamos mirada hacia la parte izquierda
    del basamento, dividido cinco nichos, observaremos unas curiosas figuritas en el
    patio existente entre las pequeñas arcadas.
    He aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos palomas (Iám.
    XXVII), que hallamos descritos en la animación del mercurio exaltado; el perro de
    Corasceno, del que hablan Artephius y Philaléthe, al cual hay que saber separar del
    compuesto en estado de polvo negro, y las Palomas de Diana, otro enigma
    desesperante bajo el cual se ocultan la espiritualización y la sublimación del
    mercurio filosofal. El cordero, emblema de la edulcoración del principio arsenical de
    la Materia; el hombre doblado, magnífica representación del apotegma alquímico
    solve et coagula, el cual enseña a realizar la conversión elemental volatilizando lo
    fijo y fijando lo volátil (Iám. XXVIII):
    Si lo fijo sabes disolver,
    Y lo disuelto volatilizar,
    Y lo volátil fijar luego en polvo,
    tienes motivo de consolación.
    En esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el jeroglífico principal de
    nuestra práctica: se trataba del Cuervo.
    Figura principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame había ejercido,
    desde siempre, una atracción muy viva sobre los alquimistas; y es que una antigua
    leyenda lo designaba como única señal de un depósito sagrado. Decíase, en
    efecto, que Guillermo de París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido sin duda
    condenado por haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema que canta
    eternamente el resto del edificio», había escondido la piedra filosofal en uno de los
    Pilares de la inmensa nave. Y el lugar exacto de este escondrijo misterioso venía
    precisamente determinado por el ángulo visual del cuervo...
    De esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro simbólico señalaba antaño,
    desde fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en que se hallaba encerrado el
    tesoro.
    En la cara externa de los pilares sin imposta que sostienen el dintel y el arranque
    de las dovelas, se hallan representados los signos del zodíaco. En primer lugar,
    empezando por abajo, encontramos Aries, después, Tauro, y, en lo alto, Géminís.
    Son los meses primaverales que señalan el comienzo del trabajo y el tiempo
    adecuado para las operaciones.
    103
    Sin duda, objetarán algunos que el zodíaco puede no tener una significación oculta
    y representar únicamente la zona de las constelaciones. Es posible. Pero, en este
    caso, tendríamos que encontrar el orden astronómico, la sucesión cósmica de las
    figuras zodiacales, en modo alguno ignorada por nuestros antepasados. Sin
    embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer, que ha sido
    desterrado al pilar opuesto. El imaginero, quiso, pues, indicar, valiéndose de esta
    hábil transposición, la conjunción del fermento filosófico –o León- con el compuesto
    mercurial, unión que debe producirse hacia el final del cuarto mes de la primera Obra.
    Observamos también, bajo este pórtico, un pequeño relieve cuadrangular sumamente
    curioso. Sintetiza y expresa la condensación del Espíritu universal, el cual forma, en
    cuanto se materializa, el famoso Baño de los astros, en el cual el sol y la luna
    químicos deben bañarse, cambiar la naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en él a un
    niño que cae de un crisol grande como una cuba y sostenido por un arcángel en pie,
    nimbado, con un ala extendida, y que parece pegar al inocente. Todo el fondo de la
    composición lo ocupa un cielo nocturno y constelado (lám. XXXIX). Reconocemos en
    este tema una simplificación de la alegoría de la Degollación de los Santos Inocentes,
    tan cara a Nicolas Flamel y que pronto veremos en un vitral de la Sainte-Chapelle.
    Sin entrar detalladamente en la técnica de la operación -cosa que ningún autor se
    ha atrevido a hacer-, diremos no obstante, que el Espíritu universal materializado en
    los minerales bajo el nombre alquímico de Azufre, constituye el principio y el agente
    eficaz de todas las tinturas metálicas. Pero este Espíritu, esta sangre roja de los
    niños, sólo puede obtenerse descomponiendo lo que la Naturaleza había antes
    reunido en ellos. Es, pues, necesario que el cuerpo perezca, que sea crucificado y
    que muera, si se quiere extraer el alma, vida metálica y Rocío celeste, que aquél tenía
    encerrada. Y de esta quintaesencia, trasvasada a un cuerpo puro, fijo, perfectamente
    cocido, nacerá una nueva criatura, más resplandeciente que cualquiera de aquéllas
    de quienes procede. Los cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el
    espíritu es activo y eficaz.
    Por esto los Sabios, conocedores de que la sangre mineral que necesitaban para
    animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más que una condensación del Espíritu
    universal, alma de toda cosa; sabedores de que esta condensación en forma húmeda,
    capaz de penetrar y hacer vegetativos los cuerpos mixtos sublunares, sólo podía
    producirse de noche, a favor de las tinieblas, del cielo Puro y del aire tranquilo;
    sabedores, en fin, de que la estación durante la cual se manitestaba aquélla con
    mayor actividad y abundancia correspondía a la primavera terrestre; por todas estas
    razones combinadas, los Sabios le dieron el nombre de Rocío de Mayo. Así, Thomas
    Corneille (3) no nos sorprende cuando asegura que los grandes maestros de la Rosa
    Cruz eran llamados Hermanos del Rocío Cocido*, significación que ellos Mismos
    daban a las iniciales de su orden: F. R. C. Quisiéramos poder decir algo más sobre
    este tema de extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era
    madre de Hermes) -humedad vivificadora del mes de María, la Virgen madre- se
    extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto, despreciado y cuyas
    características hemos ya descrito; pero existen límites infranqueables... Rozamos aquí
    el más alto secreto de la Obra y deseamos cumplir nuestro juramento. Ahí está el
    Verbum dimissum de Trevisano, la Palabra perdida de los francmasones medievales,
    la que todas las Hermandades herméticas esperaban descubrir de nuevo y cuya
    búsqueda constituía el fin de sus trabajos y la razón de su existencia (4).
    104
    (3) Dictionnaire des Arts et des Sciences, art. Rose-Croix. París, Coignard, 1731.
    * El sentido simbólico-burlesco de esta denominación se comprende mejor en el juego
    de palabras francés: Fréres de la Rose-croix y Frères de la Rosée Cuite (N del T)
    (4) Entre los más célebres centros de iniciación de esta clase, citaremos las órdenes
    de los lluminados, de los Caballeros del Águila negra, de las Dos Águilas, del
    Apocalipsis; los Hermanos iniciados de Asia, de Palestina, del Zodíaco; las
    Sociedades de los Hermanos negros, de los Elegidos Coëns, de los Mopses, de las
    Siete-Espadas, de los Invisibles, de los Príncipes de la Muerte., los Caballeros del
    Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros del perroy del Gallo, los Caballeros de la
    Tabla redonda, de la Jineta, del Cardo, del Baño, de la Bestia muerta, del Amaranto,
    etc..
    Post tenebras lux. No lo olvidemos. La luz sale de las tinieblas; está difusa en la
    oscuridad, en la negrura, como el día lo está en la noche. De la oscuridad del Caos
    fue extraídas la luz y sus radiaciones reunidas, y si, el día de lá Creación, el Espíritu
    divino se movía sobre las aguas del Abismo -Spiritus Dominiferebatur super aquas-,
    este espíritu invisible no podía ser al principio distinguido de la masa acuosa y se
    confundía con ella.
    En fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran Obra; que la luz
    fue separada el primer día, y que los días siguientes se determinaron, como los
    nuestros, por intervalos regulares y alternativos de oscuridad y de luz.
    A medianoche, una Virgen madre,
    produce este astro lumínoso,
    en este momento milagroso
    llamamos a Dios hermano nuestro.
    105
    106
    107
    108
    VII
    Volvamos sobre nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur, llamada
    todavía pórtico de Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés es
    considerable, por cuanto describe la práctica más breve de nuestra Ciencia y merece,
    a este respecto, un lugar en la primera fila de los paradigmas lapidarios.
    «Mira -dice Grillot de Givry (l)-, esculpido en el pórtico derecho de Nótre-Dame de
    París, el obispo de pie sobre el aludel en que se sublima, encadenado en el limbo, el
    mercurio filosofal. Él te enseña de dónde proviene el fuego sagrado, y el hecho de que
    el capítulo, siguiendo una tradición secular, mantenga esta puerta cerrada todo el año,
    te indica que aquí está el camino no vulgar, ignorado por la multitud y reservado al
    pequeño número de los elegidos de la Sabiduría (2).»
    Pocos alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos caminos, uno breve y
    fácil, llamado vía seca, y otro más largo y más ingrato, llamado vía húmeda. Esto
    puede deberse a la circunstancia de que muchos autores tratan exclusivamente del
    procedimiento más largo, ya porque ignoran el otro, ya porque prefieren guardar
    silencio a enseñar sus principios. Pernety se niega a creer en esta duplicidad de
    medios, mientras que Huginus de Barma afirma, por el contrario, que los maestros
    antiguos, los Geber, los Lulio, los Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un
    procedimiento que les era propio.
    (1) Grillot de Givry, Le Grand Oeuvre. París, Chacomac, 1907, pág. 27.
    (2) En San Pedro, de Roma, una puerta igual, llamada Puerta santa o jubilar, es
    dorada y está tapiada,- el Papa la abre a golpes de martillo cada veinticinco años, o
    sea, cuatro veces al siglo.
    Químicamente, nada se opone a que un método a base de la vía húmeda pueda
    ser reemplazado por otro que utilice reacciones secas, llegándose con ambos al
    mismo resultado. Herméticamente, el emblema que nos ocupa constituye una prueba
    de ello. Otra prueba la encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se
    afirma que la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda,
    más largo y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado. En éste, hay
    que «cocer la Sal celeste, que es el mercurio de los Filósofos, con un cuerpo metálico
    terrestre, en un crisol y a fuego simple, durante cuatro días».
    En la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentin (3), pero que diríase
    más bien debida a la pluma de Senior Zadith, el autor parece referirse a la vía seca
    cuando escribe que, «para llegar a este Arte, no se requiere gran trabajo ni esfuerzo,
    y los gastos son pequeños, y los instrumentos de poco valor. Pues este Arte puede
    ser aprendido en menos de doce horas, y, en el espacio de ocho días, llevado a la
    perfección, cuando tiene en sí su propio principio».
    Philaléthe, en el capítulo XIX del Introitus, nos dice, después de hablar del camino
    largo, que afirma es enojoso y bueno solamente para las personas ricas: «Pero,
    siguiendo nuestro camino, no se necesita más de una semana; Dios ha reservado
    esta vía rara y fácil para los pobres despreciados y para sus santos cubiertos de
    109
    abyección.» Y también Lenglet-Dufresnoy en sus Observaciones a este capítulo,
    opina que este camino emplea el doble mercurio filosófico. De este modo -añade-, la
    Obra se realiza en ocho días, en vez de los casi dieciocho meses que se requieren
    con el primero de los caminos.»
    Este camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha sido llamado por los
    Sabios Régimen de Satumo. La cocción de la Obra, en vez del empleo de un vaso de
    vidrio, requiere únicamente la utilización de un simple crisol. «Resolveré tu cuerpo en
    un vaso de tierra donde lo enterraré», escribe un autor célebre (4), quien añade más
    adelante: «Haz un fuego en tu vaso, es decir, en la tierra que lo tiene encerrado. Este
    breve método, sobre el cual te hemos liberalmente instruido, me parece el camino
    más corto y la verdadera sublimación filosófica para alcanzar la perfección de esta
    grave labor.» De este modo podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia:
    un solo vaso, una sola materia, un solo hornillo.
    (3) Azoth, o Moyen de faire l'Or caché des Philosophes. París, Pierre Moët, 1659,
    página 140.
    Cyliani, en el Prefacio de su libro (5), relata los dos procedimientos en estos términos
    «Creo que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que sólo se necesitan dos
    materias del mismo origen, una volátil y la otra fija; que hay dos caminos, la vía seca y
    la vía húmeda. Yo sigo este último, preferentemente, por deber, aunque el primero
    me sea muy conocido: se hace con una materia única.»
    Henri de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a la vía seca cuando
    escribe (6): «Este secreto sobrepasa a todos los secretos del mundo, pues podéis en
    poco tiempo, sin gran cuidado ni trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual
    ved a Isaac el Holandés que habla de ello más ampliamente.» Desgraciadamente,
    nuestro autor no es más prolijo que sus colegas. «Cuando pienso -escribe Henckel
    (7)- que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende que la preparación de la piedra
    filosofal se empieza y se termina en cuatro días de tiempo, y que ha mostrado
    efectivamente esta piedra todavía adherida a los cascos del crisol me parece que no
    sería tan absurdo poner en duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no
    serán otros tantos días, lo cual sería un espacio de tiempo muy reducido; y no habrá
    un método en el cual toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo
    las materias en mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante fuego muy
    vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este método no puede ejecutarse en
    todos los laboratorios, además, tal vez no todos lo encontrarían practicable.» El
    emblema hermético de Notre-Dame, que, ya en siglo XVII, había llamado la atención
    del sagaz de Laborde (8), ocupa el entrepaño del pórtico, desde el estilóbato al
    arquitrabe, y está detalladamente esculpido sobre los tres lados del pilar empotrado.
    Es una alta y noble estatua de San Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con
    torre desprovista, a nuestro entender, de toda significación secreta. El obispo está en
    pie sobre un nicho oblongo y finamente tallado, con cuatro columnitas y un admirable
    dragón bizantino, todo ello sostenido por un zócalo guarnecido con un friso y unido al
    basamento por una moldura. Sólo el nicho y el zócalo tienen un verdadero valor
    hermético (lám. XXX).
    110
    (4) Salomón Trisrnosin, Le Toyson d´Or. París, Ch. Sevestre, 1612, páginas 72 y 1
    10.
    (5) Cyliani, Hermès dévoilé. París, F. Locquin, 1832.
    (6) H. de Lintaut, L´Aurore, Mans. de la Bibl. del Arsenal, S.A.F. 169, número 3.020.
    (7) J.-F. Henckel, Traité de l´Appropriation. París, Thomas Hérissant, 1760, págs. 375
    y 416.
    Desgraciadamente, este pilar, tan magníficamente decorado, es casi nuevo:
    apenas doce lustros nos separan de su restauración, pues ha sido reconstruido y...
    modificado.
    No queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni pretendemos
    sostener la necesidad de dejar crecer descuidadamente, la lepra del tiempo sobre un
    cuerpo espléndido; sin embargo, como filósofos, sólo podemos el desenfado de los
    restauradores cuando se trata de creaciones ojivales. Si convenía reemplazar al
    obispo por la intemperie y rehacer su base arruinada, la cosa era sencilla: bastaba
    con copiar el modelo, con reproducirlo fielmente. Poco hubiera importado que
    contuviese una significación oculta: la imitación servil la habría conservado. Pero
    quisieron hacerlo mejor y, si conservaron los rasgos del santo obispo y del bello
    dragón, en cambio adornaron el zócalo con follajes y cenefas románicos, en vez de
    las roelas y las flores que allí veíanse antaño.
    (8) De Laborde, Explications, de l'Enigme trouvée á un pilar de 1'Eghe Nótre-Dame de
    Paris, París, 1636.
    Esta segunda edición, revisada, corregida y aumentada, es ciertamente más rica que
    la primera; pero el símbolo ha quedado truncado; la ciencia, mutilada; la llave,
    perdida, y el esoterismo, extinto. El tiempo corroe, gasta, disgrega y desmorona la
    piedra caliza; su limpieza resulta perjudicada, pero el sentido permanece. Entonces
    surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos cuantos golpes de cincel,
    amputa, cercena, oblitera, transforma, convierte una ruina auténtica en un arcaísmo
    artificial y brillante, hiere y cura, suprime y añade, poda y desfigura en nombre del
    Arte, de la forma o de la simetría, sin la menor preocupación por la idea creadora.
    ¡Gracias a esta prótesis moderna, nuestras damas venerables permanecerán
    eternamente jóvenes!
    ¡Ay! ¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
    Id a la catedral, discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la disposición del
    nuevo pilar, y seguid después la pista del original. Cruzad el Sena, entrad en el
    museo de Cluny, y tendréis la satisfacción de encontrarlo allí, junto a la escalera de
    acceso al frigidario de las Termas de Juliano. Allí fue a parar el bello fragmento (9).
    (9) Este itinerario no es actualmente valedero, ya que, hace unos seis años, el pilar
    simbólico, objeto de tan justificada veneración, volvió a Nótre-Dame, a un lugar no
    muy apartado del que ocupó durante más de cinco siglos. Lo hayamos, en efecto, en
    una pieza de alto techo y con arcos de medio punto de la torre norte, la cual, tarde o
    temprano, será convertida en museo, y tiene su pareja en el lado sur, a su mismo
    nivel y al otro lado de la plataforma del gran órgano.
    111
    De momento, pues, no resulta ya tan fácil satisfacer la curiosidad, sea del género
    que fuese, del visitante; el cual se verá, no obstante, impulsado hasta el nuevo refugio
    de la escultura imitativa. Pero, ¡ay!, le espera una triste sorpresa. , que consiste en la
    amputación, infinitamente lamentable, de casi todo el cuerpo del dragón, reducida
    ahora a su parte anterior, aunque Provista aún de sus dos patas.
    El monstruoso animal, con la gracia de un enorme lagarto, estrechaba el atanor,
    dejando en sus llamas al pequeño rey triplemente coronado, que es el hijo de sus
    obras violentas sobre la muerte adúltera. Sólo es visible el rostro del niño mientras
    que sufre los «lavados ígneos» de que habla Nicolas Flamel. Aquí aparece fajado y
    vestido según la moda medieval, como podemos verlo todavía en la figurita de
    porcelana del diminuto «bañista» que se suele introducir en la galette del día de
    Reyes. (Conf Alchimie, op. cít., página 89.)
    Este enigma del trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta -al menos
    en parte- por François Cambriel, valióle a éste el ser citado por Champfleury en sus
    Excéntricos, y por Cherpakof en sus Locos literarios. ¿Mereceremos el mismo honor?
    Observaréis en el zócalo cúbico, y en su lado derecho dos roeles en relieve,
    macizos y circulares; son las materias o naturalezas metálicas -sujeto y disolventecon
    1as que se debe empezar la Obra. En la cara principal, estas sustancias,
    modificadas por las operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en forma
    de disco, sino como rosas de pétalos soldados. Hay que admirar, de paso, sin
    reserva alguna, la habilidad con que el artista supo expresar la transformación de los
    productos ocultos, libres de los accidentes externos y de los materiales heterogéneos
    que los envolvía en la mina. En el lado izquierdo, los roeles, convertidos en rosetas,
    adoptan la forma de flores decorativas de pétalos soldados, pero con el cáliz visible.
    Aunque muy corroídas y casi borradas, es fácil, empero, descubrir en ellas el rastro
    del disco central. Siguen representando los mismos objetos pero después de adquirir
    otras cualidades; el gráfico del cáliz indica que las raíces metálicas han sido abiertas y
    se hallan dispuestas a manifestar su principio seminal. Tal es interpretación esotérica
    de los pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación complementaria.
    Las materias preparadas y unidas en un solo compuesto deben sufrir la
    sublimación o última purificación ígnea. En esta operación, las partes que se
    consumen con el fuego quedan destruidas, las materias terrosas pierden su cohesión
    y se disgregan, mientras que los principios puros, incombustibles, se elevan en una
    forma muy diferente de la que presentaba el compuesto. Ahí está la Sal de los
    Filósofos, el Rey coronado de gloria, que nace en el fuego y debe regocijarse en la
    boda subsiguiente, a fin, dice Hermes, de que las ocultas se hagan manifiestas. Rex
    ab igne veniet, ac conjugio gaudebit et occulta patebunt. En el nicho, vemos
    únicamente la cabeza de este rey, emergiendo de las llamas purificadoras. En el
    estado actual, sería imposible afirmar que la esculpida sobre la frente de la figura
    pertenece a una corona; igualmente podríamos ver en él una especie de bacinete o
    capacete, dado el volumen y el aspecto del cráneo. Pero, por fortuna, poseemos el
    texto de Esprit Gobineau de Montluisant, cuyo libro fue escrito «el miércoles 20 de
    mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador Jesucrito» (10),
    y que nos dice positivamente que el rey lleva una triple corona.
    112
    Después de la elevación de los principios puros y coloreados del compuesto
    filosófico, el residuo se halla ya en condiciones de proporcionar la sal mercurial, volátil
    y fusible, a la cual dieron a menudo los antiguos autores el epíteto de Dragón
    babilónico.
    El artista creador del monstruo emblemático realizó una verdadera obra maestra, y,
    aunque mutilado -el plumaje de la izquierda está roto-, no deja por ello de constituir un
    notable fragmento estatuario. El fabuloso animal emerge de las llamas, y su cola
    parece salir del ser humano cuya cabeza envuelve en cierto modo. Luego, en un
    movimiento de torsión que le hace combarse contra la bóveda, estira las potentes
    garras para sujetar el atanor.
    Si examinamos la ornamentación del nicho, observaremos unas acanaladuras
    agrupadas, ligeramente huecas, curvilíneas en la parte superior y planas en la base.
    Las de la pared izquierda van acompañadas de una flor de cuatro pétalos separados,
    que representa la materia universal, cuaternaria, de los elementos primeros, según la
    doctrina de Aristóteles difundida en la Edad Media. Inmediatamente debajo, el dúo de
    las naturalezas que trabaja el alquimista y de cuya reunión resulta el Saturno de los
    Sabios, denominación anagramática de naturas*. En el intercolumnio frontal, cuatro
    acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa flameada, simbolizan
    el cuaternario de los elementos segundos,- por último, a cada lado del atanor, y bajo
    las garras mismas del dragón, las cinco unidades de la quintaesencia, que
    comprenden los tres principios y las dos naturalezas, más su totalización bajo el
    número diez, «en el que todo fine y se termina.». L.-P. François Cambriel (11)
    sostiene que la multiplicación del Azufre -blanco o rojo- no aparece indicada en el
    jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a pronunciarnos de manera tan
    categórica. En efecto, la multiplicación sólo puede realizarse con ayuda del mercurio,
    que desempeña el papel de paciente en la Obra, y mediante cocciones o fijaciones
    sucesivas. Es, pues, en el dragón, imagen del mercurio, donde deberíamos buscar el
    símbolo representativo de la nutrición y de la progresión del Azufre o del Elixir. Pues
    bien, si aquel autor hubiera tenido más cuidado en el examen de las particularidades
    decorativas, con toda seguridad habría observado:
    (10) Explication tres curieuse des Enigmes et Figures hiéroglyphiques, Physiques, qui
    sont au gran portail de l'Eglise Cathédrale et Métropofitaine de Nótre-Dame de Paris.
    * El anagrama, imperfecto en español, resulta exacto en francés: Natures-Saturne. (N.
    del T)
    1.º Una franja longitudinal que, partiendo de la cabeza, sigue la línea de las vértebras
    hasta la extremidad de la cola.
    2.º Dos franjas análogas, colocadas oblicuamente, sobre cada ala.
    3.º Dos franjas más anchas, transversales, que ciñen la cola del dragón, al nivel del
    plumaje la primera, y la otra encima de la cabeza del rey. Todas estas franjas están
    adornadas con círculos llenos y que se tocan en un punto de su circunferencia.
    113
    En cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las franjas caudales: el
    centro aparece claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los hermetistas
    saben que el rey de los metales es representado por el signo solar; es decir, por una
    circunferencia, con o sin punto central. Nos parece, pues, acertado pensar que si el
    dragón está profusamente cubierto de símbolos áuricos -incluso los muestra en las
    garras de su pata derecha-, ello se debe a que es capaz de transmutar copiosamente;
    mas sólo puede adquirir este poder mediante una serie de cocciones ulteriores con el
    Azufre u Oro filosófico, lo cual constituye las multiplicaciones.
    (11) L.-P. François Cambriel, Cours de Philosophie hermétique ou d´Alchimie en dixneuf
    leçons. París, Lacour et maistrasse, 1843.
    Tal es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido posible, el sentido esotérico
    que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de la puerta de Sainte-Anne. Tal vez
    otros, más eruditos o más sabios, ofrecerán una interpretación mejor, pues no
    pretendemos imponer a nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con decir que
    ésta concuerda, en general, con la de Cambriel. En cambio, no compartimos en modo
    alguno la opinión de este autor al querer extender, sin ninguna prueba, el simbolismo
    del nicho a la propia estatua.
    Ciertamente, resulta siempre penoso tener que censurar un error manifiesto, y más
    enfadoso todavía sacar a relucir ciertas afirmaciones para destruirlas en bloque. Sin
    embargo, debemos hacerlo, mal que nos pese. La ciencia que estudiamos es tan
    positiva, tan real y tan exacta como la óptica, la geometría o la mecánica, y sus
    resultados, tan tangibles como los de la química. Si el entusiasmo y la fe íntima le
    sirven de estimulantes y de valiosos auxiliares; si intervienen, por una parte, en la
    dirección y en la orientación de nuestras investigaciones, debemos, sin embargo,
    evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al razonamiento, y someterlos al
    criterio de la experiencia. Recordemos que sólo los trucos de los falsos y codiciosos
    alquimistas, las prácticas insensatas de los charlatanes y la inepcia de escritores
    ignaros y sin escrúpulos, han arrojado el descrédito sobre la verdad hermética. Es
    preciso ver claro y decir bien; ni una palabra que no haya sido pensada, ni una idea
    que no haya pasado por el tamiz del juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una
    depuración; librémosla de las máculas con que incluso sus Partidarios la han
    ensuciado a veces: después será más robusta y más sana, sin perder ni un ápice de
    su encanto y de su misteriosa atracción.
    François Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en estos términos: «De
    este mercurio resulta la Vida, representada por el obispo que está encima de dicho
    dragón... Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decirles a los que van a verle y
    a enterarse de lo que representa..., ¡callaos, no digáis una palabra ... !»
    El texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo dibujo -lo cual
    tendría poca importancia- ostensiblemente alterado -lo cual es mucho más grave-. En
    él aparece san Marcelo sosteniendo un báculo corto como el banderín de un
    guardabarrera; lleva la cabeza cubierta con una mitra de ornamentación cruciforme, y,
    formidable anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba! Un detalle gracioso:
    en el dibujo de frente, el dragón tiene la boca de perfil y muerde el pie del pobre
    obispo, el cual, por otra parte, parece preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y
    114
    sonriente, se limita a cerrarse los labios con el índice, en el ademán de un obligado
    silencio.
    La comprobación es fácil, puesto que poseemos la obra.original, y la superchería
    queda de manifiesto al primer golpe de vista. El santo, de acuerdo con la costumbre
    medieval, va completamente afeitado; su mitra, muy sencilla, carece de todo adorno;
    el báculo, que sostiene con la mano izquierda se clava, por su extremo inferior, en las
    fauces del dragón.
    En cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de Harpócrates,
    es enteramente fruto de la desmedida imaginación de Cambriel. San Marcelo fue
    representado impartiendo la bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la
    frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e
    índice.
    Resulta muy difícil creer que dos observadores pudieron ser juguete de una
    misma ilusión. ¿Emanó esta fantasía del artista, o le fue impuesta por el texto? La
    descripción y la ilustración presentan una concordancia tal que nos permite dar
    escaso crédito a las cualidades de observación manifestadas en este otro fragmento
    del mismo autor:
    «Al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París, examiné con mucha
    atención las bellas esculturas que adornan las tres puertas, y vi en una de estas tres
    puertas un jeroglífico de los más hermosos, en el cual jamás había reparado, y
    durante varios días seguidos fuí a consultarlo para poder dar el detalle de todo lo que
    representaba, cosa que conseguí. El lector podrá convencerse de ello por lo que
    sigue, y mejor aún si se traslada personalmente a aquel lugar.»
    Una actitud, en verdad, que no carece de audacia ni desfachatez. Si el lector de
    Cambriel acepta su invitación, no encontrará en el entrepaño de la puerta de Sainte-
    Anne más que el exoterismo legendario de san Marcelo. Verá allí al obispo dando
    muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal como cuenta la tradición. Que
    simbolice, como máximo, la vida de la materia, es una opinión personal que el autor
    es muy libre de expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso y
    siempre lo ha sido.
    Tales despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu sincero, probo y
    recto.
    115
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    118
    119
    VIII
    Edificadas por los Frimasons medievales para asegurar la transmisión de los
    símbolos y de la doctrina herméticos, nuestras grandes catedrales ejercieron, desde
    su aparición, considerable influencia sobre gran número de muestras más modestas
    de la arquitectura civil o religiosa.
    Flamel gustaba de revestir de emblemas y de jeroglíficos las construcciones que
    levantaba por doquier. El abate Villain nos informa de que el pequeño pórtico de
    Saint-Jacques-laBoucherie, que el Adepto hizo ejecutar en 1389, estaba lleno de
    figuras. «En la jamba occidental de la puerta -dice-, vemos un angelito esculpido que
    tiene en las manos un círculo de piedra; Flamel había hecho incrustar en él un disco
    de mármol negro con un filete de oro fino en forma de cruz ... » (1). Los pobres
    debían también a su generosidad dos casas que hizo construir para ellos en la calle
    del Cometiérede-Saint-Nicolas-des-Champs, la primera en 1407, y la otra en 1410.
    Estos inmuebles presentaban, según afirma Salmon, «gran cantidad de figuras
    grabadas en las piedras, con una N y una F góticas a cada lado». La capilla del
    hospital Saint-Gervais, reconstruida a su costa, no tenía nada que envidiar a las otras
    fundaciones. «La fachada y la puerta de la nueva capilla -escribe Albert Poisson (2)-
    estaba cubiertas de figuras y de inscripciones a la manera acostumbrada de Flamel.»
    El pórtico de Sainte-Geneviéve-des-Ardents, emplazado en la calle de la Tixeranderie,
    conservó su interesante simbolismo hasta mediados del siglo xviii; en esta época, la
    iglesia fue convertida en vivienda, siendo destruidos los ornamentos de la fachada.
    Flamel levantó también dos arcadas conmemorativas en el Chamier des Innocents,
    una en 1389 y la segunda en 1407. Refiere Poisson que se veía en la primera, entre
    otras placas jeroglíficos, un escudo que el Adepto «parece haber imitado de otro
    atribuido a santo Tomás de Aquino». El célebre ocultista añade que figura al final de
    la Armonía Química de Lagneau. Véase a continuación la descripción que hace de él:
    (1) Abate Villain, Histoire critique de Nicolas Flamel. París, Desprez, 1761.
    «El escudo está dividido en cuatro partes por una cruz; ésta lleva en el medio una
    corona de espinas que encierra en su centro un corazón sangrante del que surge una
    caña. En uno de los cuarteles, vemos la inscripción IEVE en caracteres hebraicos, en
    medio de una profusión de rayos luminosos, debajo de una negra nube; en el segundo
    cuartel, una corona, en el tercero, la tierra está cargada de copiosas mieses, y el
    cuarto aparece ocupado por globos de fuego.»
    Esta relación, de acuerdo con el grabado de Lagneau, nos permite sacar la
    conclusión de que éste hizo copiar su imagen de la arcada del osario. No hay en ello
    nada imposible, puesto que, de cuatro placas, quedaban tres del tiempo de Gohorry -
    es decir, hacia el año 1572- y que la Armonía Química fue editada por Claude Morel
    en 1601. Sin embargo, hubiera sido preferible atenerse al escudo tipo, bastante
    diferente del de Flamel y mucho menos oscuro. Existía aún en la época de la
    Revolución, en una vidriera de la capilla de Saint-Thomas-d'Aquin, del convento de los
    dominicos. La iglesia de los Dominicos -que moraban y se habían establecido allí
    120
    alrededor del año 1217- debió su fundación a Luis IX. Estaba emplazada en la calle
    de Saint-Jacques colocada bajo la advocación de San Jaime el Mayor.
    (2) Albert Poisson, Histoire de l'Alchimie, Nicolas FlameL París, Chacornac, 1893.
    Las Curiosidades de París, editadas en 1716 por Saugrain, denominado el Viejo,
    añaden que, al lado de aquella iglesia, se hallaban las escuelas del Doctor angélico.
    El escudo, llamado de Santo Tomás de Aquino, fue dibujado y pintado con gran
    precisión en 1787 y, según consta en el propio vitral, por un hermetista apellidado
    Chaudet. Gracias a este dibujo, podemos describirlo (Iám. XXXI).
    El escudo francés, acuartelado, tiene como remate un segmento redondeado que
    lo domina. En esta pieza complementaria, vemos un matraz de oro boca abajo,
    rodeado de una corona de espinas de sinople sobre campo de sable. La cruz tiene
    tres esferas de azur en la punta y en los brazos diestro y siniestro, con un corazón de
    gules con ramo de sinople en el centro. Unas lágrimas de plata caen del matraz sobre
    este corazón, y se reúnen y fijan en él. Al cuartel superior derecho, dividido en una
    parte de oro con tres astros de púrpura y otra de azur con siete rayos de oro, se
    opone en la punta izquierda una tierra de sable con espigas de oro sobre campo
    tostado. En el cuartel superior izquierdo, una nube violeta sobre campo de plata, y
    tres flechas de este mismo color, con plumas de oro y apuntando al abismo. En la
    punta derecha, tres serpientes de plata sobre campo de sinople.
    Este bello emblema es tanto más importante para nosotros cuanto que revela los
    secretos relativos o la extracción del mercurio y a su conjunción con el azufre, puntos
    oscuros de la práctica, sobre los cuales han preferido todos los autores guardar un
    silencio religioso.
    La Sainte-Chapelle, obra maestra de Pierre de Montereau, maravillosa urna de
    piedra erigida, de 1245 a 1248, para guardar las reliquias de la Pasión, presentaba
    también un conjunto alquímico muy notable. En la actualidad, si bien lamentamos
    vivamente la reparación del pórtico primitivo, en el que los parisienses de 1830
    podrían admirar, con Victor Hugo, «dos ángeles, uno de los cuales tiene la mano en
    un vaso, y el otro en una nube», nos cabe aún la satisfacción de Poseer intactas las
    vidrieras sur del espléndido edificio. Sería difícil encontrar en otra parte una colección
    más importante que la de la Sainte-Chapelle sobre las fórmulas del esoterismo
    alquímico. Emprender, hoja por hoja, la descripción de semejante bosque de cristal,
    sería tarea ardua y suficiente para llenar varios volúmenes. Nos limitaremos, pues, a
    ofrecer una muestra extraída del quinto vano, primer crucero, y que se refiere a la
    Degollación de los Santos Inocentes, cuya significación dejamos explicada más arriba
    (Iám. XXXII).
    No nos cansaremos de recomendar a los amantes de nuestra antigua ciencia y a
    cuantos sienten curiosidad por lo oculto, el estudio de los vitrales simbólicos de la
    capilla alta; encontrarán mucho que observar en ellas, así como en el gran rosetón,
    incomparable creación de color y de armonía.
    121
    AMIENS
    A semejanza de París, Amiens nos ofrece un notable conjunto de bajo relieves
    herméticos. Circunstancia singular y digna de mención es que el pórtico central de
    Nótre-Dame de Amiens -Pórtico del Salvador- es casi fiel reproducción, no sólo de los
    motivos que adoman el pórtico de París, sino también por el orden que siguen. Sólo
    ligeros detalles los diferencian: en París, los personajes sostienen discos; aquí,
    escudos. En Amiens, el emblema del mercurio es presentado por una mujer; en
    París, por un hombre. En ambos edificios, los mismos símbolos, los mismos atributos,
    y parecidos trajes y actitudes. No cabe duda de que la obra hermética de Guillermo el
    Parisiense ejerció verdadera influencia en la decoración del gran pórtico de Amiens.
    Por lo demás, la obra maestra picarda, magnífica entre todas, sigue siendo uno de
    los más puros documentos que nos haya legado la Edad Media. Su conservación
    permite a los restauradores respetar la mayor parte de los temas; y de este modo, el
    admirable templo debido al genio de Robert de Luzarches, de Thomas y Renault de
    Cormont, conserva en la actualidad todo su esplendor original..
    Entre las alegorías propias del estilo de Amiens, citaremos en primer lugar la
    ingeniosa representación del fuego de rueda. El filósofo, sentado y con el codo
    apoyado en la rodilla derecha parece meditar o vigilar (lám. XXXIII).
    Sin embargo, este trébol de cuatro hojas, muy característico según nuestro punto
    de vista, ha sido interpretado por algunos autores de manera muy diferente, Jourdain
    y Duval, Ruskin (The Bible- of Amiens), el abate Roze y, después de ellos, Georges
    Durand (1), creyeron descubrir su sentido en la profecía de Ezequiel, el cual, dice G.
    Durand, «vio cuatro animales alados, como los vio más tarde san Juan, y unas ruedas
    introducidas la una dentro de la otra. Lo que aquí se representaba es la visión de las
    ruedas. Tomando ingenuamente el texto al pie de la letra, el artista redujo la visión a
    su expresión más simple. El profeta está sentado en una roca y parece dormitar
    apoyado en la rodilla derecha. Delante de él, aparecen dos ruedas de carruajes, y
    esto es todo».
    Esta versión contiene dos errores. El primero delata un estudio incompleto de la
    técnica tradicional, de las fórmulas que observaban los latomi en la ejecución de sus
    símbolos., El segundo, más craso, proviene de una observación defectuosa.
    En efecto, nuestros imaginemos tenían la costumbre de aislar o, al menos, de
    subrayar sus atributos sobrenaturales por medio de un cordón de nubes. Tenemos
    una prueba evidente de ello en la cara de los tres contrafuertes del pórtico; en cambio,
    aquí, no observamos nada parecido. Por otra parte, nuestro personaje tiene los ojos
    abiertos; no está, pues, dormido, sino que parece vigilar, mientras se desarrolla cerca
    de él la lenta acción del fuego de rueda. Por si esto fuera poco, es bien sabido que,
    en todas las representaciones góticas de apariciones, el iluminado está siempre de
    cara al fenómeno; su actitud, su expresión, revelan invariablemente sorpresa o
    122
    éxtasis, ansiedad o beatitud; lo cual tampoco se da en el caso que nos ocupa. Las
    dos ruedas no son, ni pueden ser más que una imagen, de significación oscura para
    el profano, encaminada expresamente a velar una cosa muy conocida, tanto del
    iniciado como de nuestro personaje. Por esto no vemos a éste absorto en
    preocupaciones de este género, sino velando y vigilando, paciente, pero un poco
    cansado.
    (1) G. Durand, Monographie de L'Eglise cathédrale d´Amiens, París, A. Picard,
    1901.
    Terminados los penosos trabajos de Hércules, su labor ha quedado reducida al
    ludus puerorum de los textos, es decir, a mantener encendido el fuego, cosa que una
    mujer podría hacer fácilmente y con éxito mientras hila el copo.
    En cuanto a la doble imagen del jeroglífico, debemos interpretarlo como signo de
    las dos revoluciones que deben actuar sucesivamente sobre el compuesto para
    asegurarle un alto grado de perfección. A menos que se prefiera ver en ella la
    indicación de las dos naturalezas en la conversión, la cual se consigue también
    mediante una cocción suave y regular. Esta última tesis fue sostenida por Pernety.
    En realidad, la cocción lineal y continua exige la doble rotación de una misma
    rueda, movimiento imposible de expresar en piedra y que explica la necesidad de dos
    ruedas trabadas de madera que forman una sola. La primera rueda corresponde a la
    fase húmeda de la operación -denominada elixación-, en la cual el compuesto
    permanece fundido, hasta la formación de una película ligera, que, al aumentar poco a
    poco en espesor, gana en profundidad. El segundo período, caracterizado por la
    sequedad -o asación-, comienza a la segunda vuelta de la rueda, se realiza y se
    termina cuando el contenido del huevo, calcinado, aparece granulado o pulverulento,
    en forma de cristales, de arena o de ceniza.
    El comentarista anónimo de una obra clásica (2) dice, a propósito de esta operación,
    que es verdaderamente el sello de la Gran Obra, que «el filósofo hace cocer a un
    calor dulce y solar, y en un solo vaso, un solo vapor que se espesa poco a poco».
    Pero, ¿cuál ha de ser la temperatura del fuego exterior adecuada a esta cocción?
    Según los autores modernos, el calor inicial no debería superar la temperatura del
    cuerpo humano. Albert Poisson fija la base de 50º, con aumentos progresivos hasta
    unos 300º centígrados. Philaléthe, en sus Reglas (3), afirma que «el grado de calor
    que podrá tener del plomo (327º) o del estaño en fusión (232º), e incluso más fuerte, o
    sea, tal que los vasos puedan aguantarlo sin romperse, debe ser considerado un calor
    templado. Por ahí –dice- empezaréis vuestro grado de calor propio para el reino en
    que la naturaleza os ha dejado». En su decimoquinta regla, Philaléthe insiste en esta
    importante cuestión; después de advertir que el artista debe operar sobre cuerpos
    minerales y no sobre sustancias orgánicas, se expresa así.
    (2) La Lumiere sortant par soy-mesme des Ténèbres, París, d'Houry, 1687, capítulo
    III, pág. 30.
    (3) Régles du Philalèthe pour se conduire dans l´oeuvre hermétique, en Historie de la
    Philosophie hermétique, de Lenglet-Dufresnoy. París, Coustelier, 1742, t. II.
    123
    «Es preciso que el agua de nuestro lado hierva con las cenizas del árbol de
    Hermes; os exhorto a hacerla hervir noche y día sin cesar, a fin de que, en las obras
    de nuestro mar tempestuoso, pueda subir la naturaleza celeste y descender la
    terrestre. Pues os aseguro que, si no la hacemos: hervir, no podremos llamar jamás a
    nuestra obra una cocción, sino una digestión»
    Junto al fuego de rueda, señalaremos un pequeño motivo esculpido a la derecha
    del mismo pórtico y el cual afirma G,I. Durand que es una copia del séptimo medallón
    de París. He aquí lo que dice este autor (t. 1, pág. 336):
    «Messieurs Jourdain y Duval llamaron Inconsta este vicio opuesto a la
    Perseverancia; pero nos parece que la palabra Apostasía, propuesta por el abate
    Roze, conviene más al tema representado. Es un personaje de cabeza descubierta,
    imberbe y tonsurado, clérigo o monje, vest traje que le llega a mitad de las piernas,
    provisto de capucha, y que sólo difiere del que lleva el clérigo del grupo de la Cólera
    en el cinturón que lo ciñe. Arrojando a un lado el calzón y los zapatos, una especie de
    botas de media caña, parece alejarse de una bella iglesuca de ventanas largas y
    estrechas, de campanario cilíndrico y puerta en arco que se percibe a lo lejos» (Iám.
    XXXIV). En una llama Durand: «En el pórtico principal de Nótre-Dame de París, el
    apóstata deja sus vestiduras dentro de la iglesia; en el vitral de la propia iglesia, se
    encuentra fuera y tiene claramente la actitud del hombre que huye. En Chartres, se
    ha desnudado enteramente y sólo aparece cubierto con la camisa. Ruskin observa
    que, en las miniaturas de los siglos XII y XIII, el loco infiel es siempre representado
    descalzo.»
    En cuanto a nosotros, no encontramos la menor correlación entre el motivo de
    París y el de Amiens. Mientras aquél simboliza el comienzo de la Obra, éste, por el
    contrario, expresa su terminación. La iglesia es más bien un atanor, y su campanario,
    que contradice las reglas más elementales de la arquitectura, el horno secreto que
    encierra el huevo filosofal. Este horno está provisto de aberturas a través de las
    cuales observa el artífice las fases del trabajo. Se olvidó un detalle importante y muy
    característico: nos referimos al arco de bóveda vaciado en el basamento. Pues es
    difícil admitir que una iglesia puede estar construida sobre bóvedas visibles, de modo
    que parece descansar sobre cuatro pies. No es menos aventurado asimilar a una
    prenda de vestir la masa ligera que el artista señala con el dedo. Estas razones nos
    han llevado a pensar que el motivo de Amiens es fruto del simbolismo hermético y
    representa la cocción, así como el aparato ad hoc. El alquimista señala, con la mano
    derecha, el saco del carbón, y el abandono del calzado muestra hasta qué punto hay
    que llevar la prudencia y el silencio en este trabajo oculto. En cuanto al ligero
    indumento del artífice en el motivo de Chartres, se explica por el calor desprendido del
    horno. En el cuarto grado de fuego, operando por la vía seca, se hace necesario
    mantener una temperatura próxima a los 1.200º, indispensable también en la
    proyección. Nuestros modernos obreros de la industria metalúrgica visten también a
    la sencilla manera del alquimista de Chartres. En verdad que nos complacería mucho
    saber la razón por la cual sienten los apóstatas la necesidad de despojarse de sus
    vestiduras al alejarse del templo. Precisamente hubiera debido dársenos esta razón,
    si se quería mantener y explicar la tesis formulada por los citados autores.
    Ya hemos visto que, en Nótre-Dame de París, el atanor torna igualmente la forma
    de una torrecilla levantada sobre bóvedas. Huelga decir que era imposible,
    124
    esotéricamente, reproducirlo tal como era en el laboratorio. Se limitaron, Pues, a
    darle una forma arquitectónica, sin suprimir, empero, sus características, capaces de
    revelar su verdadero destino. En él encontramos las partes constituyentes del hornillo
    alquímico: cenicero, torre y cúpula. Desde luego, los que hayan consultado las
    estampas antiguas -y en particular los grabados en madera de la Pírotecnia que Jean
    Liébaut insertó en su tratado (4)- no se dejarán engañar por las apariencias.
    Los hornos son representados en forma de torreones, con sus glacis, sus almenas
    y sus troneras. Algunas combinaciones de estos aparatos llegan a tomar el aspecto
    de edificios o de pequeñas fortalezas de los que salen picos de alambique y cuellos
    de retorta.
    Contra el pie derecho del pórtico principal volvemos a encontrar, en un trébol de
    cuatro hojas empotrado, la alegoría del gallo y la zorra, tan apreciada por Basílio
    Valentín. El gallo está posado en una rama de roble, que la zorra tarta de alcanzar
    (Iám. XXXV). Los profanos verán en ello el tema de una fábula muy popular en la
    Edad Media, la cual, según Jourdain y Duval, sería prototipo de la del cuervo y la
    zorra. Pero «no se ve -añade G. Durand- el o los perros que son complemento de la
    fábula». Este detalle típico no parece haber llamado la atención a los autores sobre el
    sentido oculto del símbolo. Y, sin embargo, nuestros antepasados, traductores
    exactos y meticulosos, no habrían dejado de hacer figurar a aquellos actores, si se
    hubiese tratado de una escena conocida de una fábula.
    Tal vez convendría desarrollar aquí el sentido de la imagen, en favor de los hijos de la
    ciencia, nuestros hermanos, más de lo que creímos oportuno hacerlo a propósito del
    mismo emblema esculpido en el pórtico parisiense. Más adelante explicaremos la
    estrecha relación existente entre el gallo y el roble, que tiene su analogía en el lazo
    familiar. De momento, diremos tan sólo que el gallo y la zorra no son más que un
    mismo jeroglífico que abarca dos estados físicos distintos de una misma materia. Lo
    que primero salta a la vista es el gallo, o porción volátil, y, por consiguiente, activa y
    llena de movimiento, extraída del sujeto, el cual tiene el roble por emblema. Aquí está
    nuestra famosa fuente, cuya agua clara brota del pie del árbol sagrado, tan venerado
    por los druidas, y la cual fue llamada Mercurio por los antiguos filósofos, aunque no
    tenga el menor parecido con el azogue vulgar. Pues el agua que nosotros
    necesitamos es seca, no moja las manos y sale de la roca al ser ésta golpeada por la
    vara de Aarón. Tal es la significación alquímica del gallo, emblema de Mercurio para
    los paganos y de la resurrección para los cristianos. Este gallo, por muy volátil que
    sea, puede convertirse en el Fénix- Antes, empero, debe tomar el estado de fijeza
    provisional que caracteriza el símbolo del raposo, nuestra zorra hermética. Es
    importante saber, antes de emprender la práctica, que el mercurio contiene en sí todo
    lo necesario para el trabajo. «¡Bendito sea el Altísimo -exclama Geber-, que creó este
    mercurio y le dio una naturaleza a la cual nada puede resistirse! Pues, sin él, por
    mucho que hiciesen los alquimistas, su labor sería inútil.» Es la única materia que nos
    hace falta. En efecto, esta agua seca, aunque enteramente volátil, puede, si se
    descubre el medio de retenerla largo tiempo al fuego, hacerse lo bastante fija para
    resistir un grado de calor que habría sido suficiente para evaporarla en su totalidad.
    Entonces cambia de emblema, y su resistencia al fuego y su calidad de pesada hacen
    que se le atribuya la zorra como símbolo de su nueva naturaleza. El agua se ha
    convertido en tierra y el mercurio, en azufre. Sin embargo, esta tierra, a pesar de la
    bella coloración que ha tomado en su prolongado contacto con el fuego, no serviría de
    125
    nada en su forma seca; un viejo axioma nos enseña que toda tintura seca es inútil en
    su sequedad,, conviene, pues, disolver de nuevo esta tierra o esta sal en la misma
    agua de la que nació, o, lo que viene a ser lo mismo, en su Propia sangre, a fin de que
    vuelva a ser volátil y de que la zorra adquiera de nuevo la complexión, las alas y la
    cola del gallo. A través de una segunda operación, parecida a la anterior, el
    compuesto se coagulará de nuevo y volverá a luchar contra la tiranía del fuego; pero,
    esta vez, en la propia fusión y no ya a causa de su calidad de seca. Así nacerá la
    primera piedra, no absolutamente fija ni absolutamente volátil, pero sí bastante
    permanente al fuego y muy penetrante y muy fusible, propiedades que será necesario
    aumentar mediante una tercera reiteración de la misma técnica. Entonces, el gallo,
    atributo de san Pedro, piedra verdadera y fluyente sobre la que descansa el edificio
    cristiano, el gallo habrá cantado tres veces.
    (4) Véase Jean Liébaut, Quatre Livres des Secrets de Médecine et Philosophie
    Chimique. París, Jacques du Puys, 1579, págs. 17 y 19.
    Pues es él, el primer Apóstol, quien posee las dos llaves enlazadas de la solución
    y la coagulación; él es el símbolo de, la piedra volátil que el fuego convierte en fija y
    densa al, precipitarla. Nadie ignora que san Pedro fue crucificado cabeza abajo...
    Entre los bellos motivos del pórtico norte, o de Saint-Firmin, casi enteramente
    ocupado por el zodíaco y las correspondientes escenas bucólicas o domésticas,
    señalaremos dos interesantes bajo relieves. El primero de ellos representa,, una
    ciudadela cuya puerta, maciza y con cerrojos, está flanqueada de torres almenadas,
    entre las cuales se levantan dos pisos de construcciones; un tragaluz enrejado adorna
    el basamento.
    ¿Será el símbolo del esoterismo filosófico, social, moral religioso que se revela y
    se desarrolla a lo largo ciento quince tréboles de cuatro hojas? ¿O debe más bien, en
    este motivo del año 1225, la idea madre de la Fortaleza alquímica, recuperada y
    modificada por Khunrath en 1609? ¿O será el Palacio, misterioso y cerrado, del rey de
    nuestro Arte, de que hablan Basilio Valentin y Philalèthe? Sea lo que fuere, ciudadela
    o mansión real, el edificio, de aspecto imponente y rudo, produce una verdadera
    impresión de fuerza y de inexpugnabilidad. Construido para conservar algún tesoro o
    para guardar algún secreto importante, parece como si no se pudiera entrar en él más
    que poseyendo la llave de las sólidas cerraduras que lo protegen de toda fractura.
    Tiene algo de prisión y de caverna, y la puerta da la impresión de algo siniestro y
    amenazador, que nos hace pensar en la entrada del Tártaro:
    Los que aquí entráis, perded toda esperanza.
    El segundo trébol de cuatro hojas, colocado inmediatamente debajo de aquél, nos
    muestra unos árboles muertos, con sus nudosas ramas torcidas y entrelazadas, bajo
    un firmamento deteriorado, pero en el que se distinguen todavía las imágenes del sol,
    de la luna y de algunas estrellas lámina XXXVI).
    Este terna hace referencia a las materias primas del gran Arte, planetas metálicos a
    los que el fuego, nos dicen los filósofos, ha causado la muerte, y a los que la fusión ha
    hecho inertes, sin poder vegetativo, como los árboles en invierno.
    126
    Por esto los Maestros nos han recomendado tantas veces que los recrudezcamos,
    proporcionándoles, con la forma fluida, el agente propio que perdieron en la reducción
    metalúrgica.
    Pero, ¿dónde encontrar este agente? Éste es el gran misterio que hemos rozado a
    menudo en el curso de este estudio, troceándolo al azar de los emblemas, a fin de
    que sólo el investigador perspicaz pueda conocer sus cualidades e identificar su
    sustancia. No hemos querido seguir el viejo método, por el cual se decía una verdad,
    expresada parabólicamente, acompañada de una o de varias alegaciones espaciosas
    o adulteradas, para desorientar al lector incapaz de separar la buena mies de la
    cizaña. Ciertamente, se podrá discutir y criticar este trabajo, más ingrato de lo que
    pudiera creerse; pero estamos seguros de que jamás se nos podrá acusar de haber
    escrito un solo embuste. Según se afirma, no todas las verdades son buenas para ser
    dichas; mas, a pesar de esta máxima, nosotros entendemos que es posible hacerlas
    comprender empleando cierta finura en el lenguaje. «Nuestro Arte -decía ya
    Artephius- es enteramente cabalístico»: y, efectivamente, la Cábala nos ha sido
    siempre de gran utilidad. Nos ha permitido, sin alterar la verdad, sin desnaturalizar la
    expresión, sin falsificar la Ciencia ni perjurar, decir muchas cosas que uno buscaba en
    vano en los libros de nuestros predecesores. En ocasiones, ante la imposibilidad en
    que nos hallábamos de ir más lejos sin violar nuestro juramento, preferimos el silencio
    a las alusiones engañosas, el mutismo al abuso de confianza.
    Piénsese, por ejemplo, en lo que podemos decir aquí, ante el Secreto de los
    Secretos, ante este Verbum dimissum del que hemos hecho ya mención, y que Jesús
    confió a sus Apóstoles, según el testimonio de san Pablo (5):
    «Yo he sido hecho ministro de la Iglesia por voluntad de Dios, el cual me ha
    enviado a vosotros para cumplir SU PALABRA. Es decir, el SECRETO que ha estado
    oculto desde todos los tiempos y todas las edades, pero que ahora-, manifiesta a
    aquellos que considera dignos.»
    (5) San Pablo, Epístola a los colosenses, cap. I, v. 25 y 26.
    ¿Qué podemos decir nosotros, sino alegar el testimonio de los grandes maestros
    que, también ellos, han tratado de explicarlo?
    «El Caos metálico, producto de las manos de la Naturaleza, contiene en sí todos
    los metales y no es en modo alguno metal. Contiene el oro, la plata y el mercurio; sin
    embargo, no es oro, ni plata, ni mercurio» (6). Este texto es claro. Pero, ¿preferís el
    lenguaje simbólico? Haymon (7) nos da un ejemplo de él cuando dice:
    «Para obtener el primer agente, hay que trasladarse a la parte posterior del mundo,
    donde se oye retumbar el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia; allí se
    encontrará la cosa, si uno la busca.»
    Todas las descripciones que nos han dejado los filósofos de su sujeto, o materia
    prima que contiene el agente indispensable, son sumamente confusas y misteriosas.
    He aquí algunas, escogidas entre las mejores.
    127
    El autor del comentario sobre La Luz saliendo de las Tinieblas escribe, en la página
    108: «La esencia en la cual, mora el espíritu que buscamos está injertada y grabada
    en él, aunque con rasgos y facciones imperfectos; lo mismo dice Ripleus el Inglés al
    comienzo de sus Doce Puertas y Aegidius de Vadis en su Diálogo de la Naturaleza,
    hace ver claramente, y como en letras de oro que ha quedado, en este mundo, una
    porción de este primer Caos, conocida, pero despreciada por alguien, y que se vende
    públicamente.» Y el mismo autor, añade, en la página 263, que «este sujeto se
    encuentra en muchos lugares y en cada uno de los tres reinos; pero, si consideramos
    la posibilidad de la Naturaleza, es cierto que sólo la naturaleza metálica debe ser
    ayudada de la Naturaleza y por la Naturaleza; así, pues, sólo en el reino mineral,
    donde reside la simiente metálica, debemos buscar el sujeto adecuado para nuestro
    arte.»
    (6) Le Psautier d´Hermophile, en Traités de la Transmutation des Métaux. Mans.
    anón. del sigio xviii, estrofa XXV.
    (7) Haymon, Epístola de Lapidibus Philosophicis. Tratado 192, t. IV del' Theatrum
    Chemicum. Argentorati, 1613.
    «Hay una piedra de gran virtud –dice a su vez Nicolás Valois (8)-, y es llamada
    piedra y no es piedra, y es mineral, vegetal y animal, que se encuentra en todos los
    lugares y en todos los tiempos, y en todas las personas.»
    Flamel (9) escribe de modo parecido: «Hay una piedra oculta, escondida y
    enterrada en lo más profundo de una fuente, la cual es vil, abyecta y en modo alguno
    apreciada; y está cubierta de fiemo y de excrementos; a la cual, aunque no sea más
    que una, se le dan toda clase de nombres. Porque, dice el sabio Morien, esta piedra
    que no es piedra está animada, teniendo la virtud de procrear y engendrar. Esta
    piedra es blanca, pues toma su comienzo, origen y raza de Saturno o de Marte, el Sol
    y Venus; y si es Marte, Sol y Venus ... »
    «Existe -dice Le Breton (10)- un mineral conocido de los verdaderos Sabios que lo
    ocultan en sus escritos bajo diversos nombres, el cual contiene en abundancia lo fijo y
    lo volátil.»
    «Los Filósofos hicieron bien -escribe un autor anónimo (11)- en ocultar este
    misterio a los ojos de aquellos que sólo aprecian las cosas por el uso que les han
    dado; pues, si conociesen, o si se les revelase abiertamente la Materia, que Dios se
    ha complacido en ocultar en las cosas que a ellos les parecen útiles, las tendrían en
    mayor estima.» He aquí una idea parecida a otra de la Imitación (12), con la que
    pondremos fin a estas citas abstrusas: «Aquel que estima las cosas en lo que valen, y
    no las juzga según el mérito o el aprecio de los hombres, posee la verdadera
    Sabiduría.» Y volvamos ahora a la fachada de Amiens.
    El maestro anónimo que esculpió los medallones del pórtico de la Virgen-Madre
    interpretó de modo muy curioso la condensación del espíritu universal; un Adepto
    contempla un raudal de rocío celeste que cae sobre una masa que numerosos
    autores consideran que es un vellón. Sin impugnar esta opinión, es igualmente
    verosímil suponer que se trata de un cuerpo diferente, tal como el mineral designado
    128
    con el nombre de Magnesia o de Imán filosófico. Se observará que el agua cae
    únicamente sobre el objeto de referencia, lo cual parece expresar la existencia de una
    virtud de atracción oculta en este cuerpo, cosa que no sería baladí tratar de establecer
    (lámina XXXVII).
    (8) Obras de N. Grosparmy y Nicolas Valois, mans. cit., pág. 140.
    (9) Nicolas Flamel, Original du Désir désiré, o thrésor de Philosophie. París, Hulpeau,
    1629, pág. 144.
    (10) Le Breton, Clefs de la Philosophie Spagyrique. París, Jombert, 1722, página 240.
    (11) La Clef du Cabinet hermétique, mans., cit., pág. 10.
    (12) Imitación de Cristo, lib. II, cap. 1, v. 6.
    Creemos que éste es el lugar adecuado para rectificar ciertos errores cometidos a
    propósito de un vegetal simbólico, el cual, tomado a la letra por alquimistas
    ignorantes, contribuyó en gran manera a desacreditar la alquimia y a ridiculizar a sus
    partidarios. Nos referimos al Nostoc. Esta criptógama, conocida por todos los
    campesinos, se encuentra en el campo por todas partes, ora sobre la hierba, ora
    sobre el suelo, en los campos de labor, al borde de los caminos o en la orilla de los
    bosques. En primavera, muy de mañana, las encontramos voluminosas, hinchadas
    de rocío nocturno. Gelatinosas y temblorosas -de ahí su nombre de tremelas-, tienen
    a menudo un color verdoso y se secan con tal rapidez bajo la accion acción de los
    rayos solares, que se hace imposible encontrar su rastro en el mismo lugar en que se
    mostraban pocas horas antes. Todas estas características combinadas -aparición
    súbita, absorción del agua e hinchazón, coloración verde, consistencia blanda y
    pegajosa- permitieron a los filósofos tomar esta alga como tipo jeroglífico de su
    materia. Ahora bien, es sumamente probable que lo que vemos en el trébol de cuatro
    hojas de Amiens, absorbiendo el rocío celeste, sea un amasijo de plantas de este
    género, símbolo de la Magnesia mineral de los Sabios. No nos detendremos mucho
    en los múltiples nombres aplicados al Nostoc y que, en la mente de los Maestros,
    designaban únicamente su principio mineral: Principio vital celeste, Salivazo de Luna,
    Mantequilla de tierra, Grasa de rocío, Vitriolo vegetal, Flos Coeli, etc., según la
    considerasen como receptáculo del Espíritu universal, o como materia terrestre,
    exhalada desde el centro en estado de vapor y coagulada después por enfriamiento al
    entrar en contacto con el aire.
    Estos términos extraños, que tienen, sin embargo, su razón de ser, hicieron
    olvidar la significación real e inicíática del Nostoc. Esta palabra procede del griego
    νυξ νυχτος, equivale al latino nox, noctis, la noche. Es, pues, una cosa que nace por
    la noche, que tiene necesidad de la noche para desarrollarse y que sólo de noche
    puede ser utilizada. De esta manera, nuestro sujeto queda admirablemente oculto a
    las miradas profanas, aunque pueda ser fácilmente distinguido y manipulado por
    aquellos que poseen un conocimiento exacto de las leyes naturales. Pero, ¡cuán
    pocos, ay, se toman el trabajo de reflexionar y siguen siendo simples en su
    razonamiento!
    Decidnos, vosotros que tanto habéis laborado ya: ¿qué pretendéis hacer con
    vuestros hornillos encendidos, con vuestros numerosos, variados e inútiles utensilios?
    ¿Esperáis realizar una verdadera y entera creación? No, por cierto, puesto que la
    129
    facultad de crear sólo pertenece a Dios, único Creador. Entonces, lo que deseáis
    provocar en el seno de vuestros materiales es una generación. Pero, en este caso,
    necesitáis la ayuda de la Naturaleza, y podéis estar seguros de que esta ayuda os
    será negada si, por mala suerte o por ignorancia, no ponéis a la Naturaleza en
    condiciones de aplicar sus leyes. ¿Cuál es, entonces, la condición Primordial,
    esencial, para que pueda manifestarse una generación cualquiera? Responderemos
    por vosotros: la ausencia total de toda luz solar, incluso difusa o tamizada. Mirad a
    vuestro alrededor, interrogad a vuestra propia naturaleza. ¿Acaso no observáis que,
    tanto en el hombre como en los animales, la fecundación y la generación se producen,
    gracias a cierta disposición de los órganos, en una oscuridad completa, hasta el día
    del nacimiento? ¿Es en la superficie del suelo -a plena luz-, o dentro de la tierra -en la
    oscuridad-, donde pueden germinar y reproducirse las semillas vegetales? ¿Es el día
    o es la noche quien vierte el rocío fecundante que las alimenta y vigoriza? Observad
    las setas: ¿no nacen, crecen y se desarrollan en la noche? Y, en cuanto a vosotros
    mismos, ¿no es acaso durante la noche, en el sueño nocturno, que vuestro
    Organismo repara sus pérdidas, elimina sus residuos y elabora nuevas células y
    nuevos tejidos para reemplazar lo que ha quemado, gastado y destruido la luz del
    día? Incluso los trabajos de digestión, de asimilación y de transformación de los
    alimentos en sangre y sustancia orgánica, se realizan en la oscuridad. ¿Queréis hacer
    una prueba? Tomad unos cuantos huevos fecundados y hacedlos empollar en una
    pieza bien iluminada; al término de la incubación, todos estos huevos contendrán
    embriones muertos, más o menos descompuestos. Si llega a nacer algún polluelo,
    será ciego, raquítico, y tardará muy poco en morir. Tal es la influencia nefasta del sol,
    no sobre la vitalidad de los individuos constituidos, sino sobre la generación. Y no os
    imaginéis que tengamos que limitar a los reinos orgánicos los efectos de esta ley
    fundamental de la Naturaleza creada. Incluso los minerales, a pesar de sus
    reacciones menos visibles, se encuentran sometidos a ella lo mismo que los animales
    y los vegetales. Sabido es que la obtención de la imagen fotográfica se funda en la
    propiedad que poseen las sales de plata de descomponerse bajo la luz. Estas sales
    recobran, pues, su estado metálico inerte, mientras que, en el laboratorio oscuro,
    habían adquirido una cualidad activa, viva y sensible. Dos gases mezclados, el cloro
    y el hidrógeno, conservan su integridad mientras son tenidos a oscuras; se combinan
    lentamente bajo una luz difusa, y con, una explosión brutal en el momento en que
    interviene el sol. Un gran número de sales metálicas en disolución se transforman o
    precipitan en más o menos tiempo, a la luz del día. Así, el sulfato terroso se convierte
    rápidamente en sulfato férrico, etc.
    No hay que olvidar, pues, que el sol es el destructor por excelencia de todas las
    sustancias demasiado jóvenes, demasiado débiles para resistir su poder ígneo. Y es
    esto tan cierto, que esta acción especial ha servido de fundamento a un método
    terapéutico para la curación de afecciones externas y para la rápida cicatrización de
    llagas y heridas. Ha sido este poder mortal del astro sobre las células microbianas, en
    primer lugar, y sobre las células orgánicas, a continuación, lo que ha permitido
    instaurar el tratamiento fototerápico.
    Y ahora, trabajad de día si así os place; pero no nos echéis la culpa si vuestros
    esfuerzos acaban siempre en fracaso. Nosotros sabemos que la diosa Isis es la
    madre de todas las cosas, que las lleva a todas en su seno, y que sólo ella es la
    dispensadora de la Revelación y de la Iniciación. Profanos, que tenéis ojos para no
    ver y oídos para no oír, ¿a quién dirigiríais, si no, vuestras plegarias? ¿Ignoráis que
    130
    sólo puede llegarse hasta Jesús por la intercesión de su Madre; sancta Maria ora pro
    nobis? Y la Virgen es representada, para vuestra instrucción, de pie sobre la media
    luna y siempre vestida de azul, color simbólico del astro de la noche. Podríamos decir
    mucho más acerca de esto, pero creemos que ya hemos hablado bastante.
    Terminemos, pues, el estudio de los tipos herméticos originales de la catedral de
    Amiens, señalando, a la izquierda del mismo pórtico de la Virgen-Madre, un pequeño
    motivo angular con una escena de iniciación. El maestro Señala a tres de sus
    discípulos el astro hermético del que tanto hemos hablado, la estrella tradicional que
    sirve de guía a los filósofos y les revela el nacimiento del hijo del sol (lám. XXXVIII).
    Recordemos aquí, a propósito de este astro, la divisa de Nicolas Rollin, canciller de
    Felipe el Bueno, que fue pintada en 1447 en el embaldosado del hospital de Beaune,
    fundado por él. Esta divisa, presentada a la manera de un acertijo -Sola*-, daba
    testimonio de la ciencia de su poseedor mediante el signo característico de la Obra, la
    única, la sola estrella.
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    BOURGES
    I
    Bourges, vieja ciudad del Berry, silenciosa, recoleta, tranquila y gris como un
    claustro monástico, legítimamente orgullosa de su admirable catedral, ofrece además
    a los amantes del pasado otros edificios no menos notables. Entre éstos, el palacio
    de Jacques-Coeur y la mansión Lallemant son las más puras gemas de su maravillosa
    corona.
    Diremos poco del primero, que fue antaño verdadero museo de emblemas
    herméticos. El vandalismo se cebó en él. Sus sucesivos destinos arruinaron la
    decoración interior, y, si la fachada no se hubiera conservado en su estado primitivo,
    nos sería hoy imposible imaginar, ante las paredes desnudas, las salas maltratadas y
    las altas galerías amenazando ruina, la magnificencia original de esta suntuosa
    mansión.
    Jacques Coeur, tesorero mayor de Carlos VII, que la hizo construir en el siglo XV,
    tuvo reputación de Adepto experimentado. En efecto, David de Planis-Campy dice
    que poseía «el don preciso de la piedra en blanco», o sea, dicho en otros términos, de
    la transmutación de los metales viles en plata Quizá le vino de esto su título de
    tesorero. Sea como fuere, debemos reconocer que Jacques Coeur hizo cuanto pudo
    por acreditar, mediante una profusión de símbolos escogidos, su calidad verdadera, o
    supuesta, de filósofo por el fuego.
    Todo el mundo conoce el blasón y la divisa de este alto personaje: tres corazones
    ocupando el centro de este emblema, presentado como un jeroglífico: A vaillants
    cuers riens impossible. Soberbia máxima, rebosante de energía y que, si la
    estudiamos según las reglas cabalísticas, adquiere una significación bastante
    singular. En efecto, leemos cuer con la ortografía de la época, y obtendremos a un
    mismo tiempo: 1.º-, el enunciado del Espíritu universal (rayo de luz); 2.º, el nombre
    vulgar de la materia básica trabajada (el hierro), y 3º. las tres reiteraciones
    indispensables para la perfección total de los dos magisterios (los tres cuers).
    Estamos, pues, convencidos de que Jacques Coeur practicó personalmente la
    alquimia, o, al menos, presenció la elaboración de la piedra en blanco mediante el
    hierro «transformado en esencia» y cocido tres veces.
    Entre los jeroglíficos predilectos de nuestro tesorero, la concha de Santiago, ocupa,
    lo mismo que el corazón, un lugar preponderante. Las dos imágenes aparecen
    siempre reunidas o dispuestas simétricamente, tal como podemos ver en los motivos
    centrales de los círculos tretralobulados de las ventanas, de las balaustradas, de los
    tableros, del picaporte, etc. Indudablemente, esta dualidad de la concha y el corazón
    puede constituir el jeroglífico del nombre del propietario, o su firma criptográfica. Sin
    embargo, las conchas pectiniformes (pecten Jacoboaeus de los naturalistas) han sido
    siempre insignia de los peregrinos de Santiago. Se llevaban en el sombrero (como
    podernos observar en una estatua de la abadía de Westminster), alrededor del cuello
    o prendidas en el pecho, siempre de modo muy visible. La Concha de Compostela
    (Iám. XXXIX), sobre la cual habría mucho que decir, sirve, en el simbolismo secreto,
    136
    para designar el principio Mercurio (1), llamado también Viajero o Peregrino. La llevan
    místicamente todos aquellos que emprenden la labor y tratan de obtener la estrella
    (compos stella). Nada tiene, pues, de sorprendente que Jacques Coeur hiciese
    reproducir, en la entrada de su palacio, el icon peregrini tan popular entre los
    alquimistas de la Edad Media. ¿Acaso no describe el propio Nicolas Flamel, en sus
    Figuras jeroglíficas, el viaje parabólico que emprendió, según dice, para pedir al
    «Señor Yago de Galicia», ayuda, luz y protección? Todos los alquimistas se hallan,
    en sus comienzos, en igual situación. Tienen que realizar, con el cordón por guía y la
    concha por insignia, este largo y peligroso recorrido, una de cuyas mitades es por vía
    terrestre y la otra por vía marítima, Deben ser ante todo peregrinos, y, después,
    pilotos.
    (1) El Mercurio es el agua bendita de los filósofos. Las grandes conchas servían
    antaño para contener el agua bendita; a menudo las encontrarnos todavía en muchas
    iglesias rurales.
    La capilla, restaurada y enteramente pintada, es poco interesante. Si
    exceptuamos el techo de cruzadas ojivas, donde una veintena de ángeles demasiado
    nuevos llevan el globo en la frente y desenrollan filacterias, y una Anunciación
    esculpida sobre el tímpano de la puerta, nada queda ya del simbolismo de antaño.
    Pasemos, pues, a la pieza más curiosa y mas original del palacio.
    En la cámara llamada del Tesoro, observamos, esculpido en una ménsula, un
    delicioso grupo ornamental. Se afirma que representa es el encuentro de Tristán e
    Isolda. No lo desmentiremos, ya que, por lo demás, el tema no modifica en nada la
    expresión simbólica que se desprende de la imagen. El bello poema medieval forma
    parte del ciclo de romances de la Tabla Redonda, leyendas herméticas tradicionales
    que son renovación de las fábulas griegas. Alude directamente a la transmisión de los
    conocimientos científicos antiguos, bajo el velo de ingeniosas ficciones popularizadas
    por el genio de nuestros trovadores picardos (Iám. XL).
    En el centro del motivo, un cofrecillo hueco y cúbico se destaca del pie de un
    árbol frondoso cuyas hojas disimulan la cabeza coronada del rey Marc. A cada lado,
    vemos respectivamente a Tristán de Leonís y a Isolda, tocado aquél con sombrero de
    rodete y ésta con una corona que se sujeta con la mano diestra. Estos personajes
    son representados en el bosque de Morois, que está tapizado de flores y altas
    hierbas, y ambos fijan la mirada en la misteriosa piedra hueca que los separa.
    El mito de Tristán de Leonís es copia del de Teseo. Tristán mata en combate a
    Morlot,- Teseo, al Minotauro. Aquí encontramos de nuevo el jeroglífico del León
    Verde -de ahí el nombre de Léonois o Léonnais llevado por Tristán-, que nos enseña
    Basilio Valentin, en forma de lucha de dos campeones: el águila y el dragón. Este
    combate singular de los cuerpos químicos cuya combinación produce el disolvente
    secreto (y el vaso del compuesto), ha dado tema a una gran cantidad de fábulas
    profanas y de alegorías religiosas. Es Cadmo clavando la serpiente en un roble;
    Apolo, matando con sus flechas el monstruo Pitón, y Jasón, matando al dragón de
    Cólquida; Horus, combatiendo al Tifón del mito osiriano; Hércules, cortando las
    cabezas de la Hidra, y Perseo, la de la Gorgona; san Miguel, san Jorge y san Marcelo,
    abatiendo al Dragón, copias cristianas de Perseo, montado en el caballo Pegaso y
    matando al monstruo guardián de Andrómeda; es, también, el combate de la zorra y el
    137
    gallo, del que ya hemos hablado al describir los medallones de París; es el del
    alquimista y el dragón (Cyliani), de la rémora y la salamandra (de Cyrano Bergerac),
    de la serpiente roja y la serpiente verde, etc.
    Este disolvente poco común permite la recrudescencia (2) del oro natural, su
    reblandecimiento y el retorno a su primitivo estado en forma salina, desmenuzable y
    muy fusible. Es el rejuvenecimiento del rey que señalan todos los autores, principio
    de una fase evolutiva nueva, personificada, en el motivo que nos ocupa, por Tristán,
    sobrino del rey Marc. En realidad, tío o sobrino son -químicamente hablando- una
    misma cosa, del mismo género y de origen parecido. El oro pierde su corona -al
    perder su color- durante cierto período de tiempo, y se ve desprovisto de ella hasta
    que alcanza el grado de superioridad a que pueden elevarle el arte y la Naturaleza.
    Entonces hereda una segunda corona, «infinitamente más noble que la primera»,
    según afirma Limojon de Asaint-Didier. Por esto vemos destacarse claramente las
    siluetas de Tristán y de la reina Isolda, en tanto que el viejo rey permanece oculto
    entre la fronda del árbol central, el cual sale de la piedra, como sale el árbol de Jesé
    del pecho del Patriarca. Observemos, además, que la reina es, a un mismo tiempo,
    esposa del anciano y del joven héroe, a fin de mantener la tradición hermética que
    hace del rey, de la reina y del amante la tríada mineral de la Gran Obra. Por último,
    señalemos un detalle de cierto valor para el análisis del símbolo. El árbol situado
    detrás de Tristán está cargado de frutos enormes -peras o higos gigantescos-, en tal
    abundancia que las hojas desaparecen bajo su masa. ¡Extraño bosque, en verdad,
    este del Mort-Roi, y cuán tentados nos sentimos a asimilarlo al fabuloso y mirífico
    Jardín de las Hespérides!
    (2) Término de técnica hermética que significa volver crudo, es decir, volver a un
    estado anterior al que caracteriza a la madurez, retrogradar.
    138
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    142
    II
    Pero, más aún que el Palacio de Jacques Coeur, llama nuestra atención la
    Mansión Lallemant. Morada burguesa, de modestas dimensiones y de estilo menos
    antiguo, tiene la rara ventaja de presentarse a nosotros en un estado de perfecta
    conservación. Ninguna restauración, ninguna mutilación, la han despojado del bello
    carácter simbólico que se desprende de una decoración abundante en temas
    delicados y minuciosos.
    El cuerpo del edificio, construido en una pendiente, muestra el pie de su fachada
    al nivel de un piso por debajo del patio.
    Esta disposición obliga al empleo de una escalera sin bóveda, ingenioso y original
    sistema que permite el acceso al patio interior, en el cual se abre la entrada de los
    departamentos.
    En el rellano abovedado, al pie de la escalera, el guardián -cuya exquisita
    afabilidad es digna de alabanza- empuja una puerta a nuestra derecha. «Aquí -nos
    dice- está la cocina.» Es esta una pieza bastante grande, excavada en el subsuelo,
    baja de techo y apenas iluminada por una sola ventana, más ancha que alta y dividida
    por una columna de piedra. Una chimenea minúscula y nada profunda constituye la
    «cocina» propiamente dicha. En apoyo de su afirmación, nuestro cicerone señala un
    motivo ornamental en el arranque de la bóveda, en el cual representa un clérigo
    empuñando una mano de almirez. ¿Se trata, efectivamente, de la imagen de un
    marmitón del siglo XVI? Nosotros permanecemos incrédulos. Nuestra mirada va de la
    pequeña chimenea -donde apenas se podría asar un pavo, pero que, desde luego,
    bastaría para albergar la torre de un atanor- hasta el muñeco ascendido a cocinero, y
    recorre en fin toda la cocina, tan triste y sombría de este luminoso día de verano...
    Cuanto más reflexionamos, más inverosímil nos parece la explicación del guía.
    Esta sala baja, oscura, separada del comedor por una escalera y un patio descubierto,
    sin más aparato que una chimenea estrecha, insuficiente, desprovista de planchuela
    de hierro y llar, difícilmente podría utilizarse para las más simples funciones culinarias.
    Por el contrario, nos parece sumamente adecuada para el trabajo alquímico, que
    excluye la luz solar, como enemiga de toda generación. En cuanto al marmitón,
    conocemos demasiado bien el tino, el cuidado y la exactitud escrupulosa con que los
    imaginemos de antaño traducían sus ideas, para calificar de mano de almirez el objeto
    que aquél muestra al visitante. No podemos creer que el artista hubiese desdeñado la
    representación del mortero, complemento indispensable de aquélla. Por otra parte, la
    forma misma del utensilio es característica; lo que sostiene el muñeco en cuestión es
    en realidad un matraz de cuello largo, parecido al que emplean nuestros químicos y a
    los que llaman también balones, a causa de su panza esférica. Por último, el extremo
    del mango de la supuesta mano de almirez aparece hueco y cortado oblicuamente, lo
    que prueba sin lugar a dudas que nos hallamos en presencia de un utensilio, ya sea
    un vaso o una pequeña redoma (Iám. XLI).
    Esta vasija indispensable y secretísima recibió nombres diversos, escogidos con
    la intención de ocultar a los profanos, no sólo su verdadero destino, sino también su
    143
    composición. Los Iniciados nos comprenderán y sabrán perfectamente a qué vasija
    nos estamos refiriendo. En general, se la llama huevo filosófico y León verde. Por el
    término huevo, entienden los Sabios su compuesto, colocado en su vaso adecuado y
    dispuesto a sufrir las transformaciones que en él provocará la acción del fuego. Y es
    realmente, en este sentido, un huevo, ya que su envoltura, o su cáscara, encierra el
    rebis filosofal, formado de blanco y de rojo en una proporción análoga a la del huevo
    de las aves. En cuanto al segundo epíteto, los textos no han dado nunca su
    interpretación. Batsdorff dice, en su Hilo de Ariadna, que los filósofos dieron e nombre
    de León verde a la vasija utilizada ara la cocción, pero no nos explica la razón. El
    Cosmopolita, insistiendo sobre todo en la calidad del vaso y en su necesidad para el
    trabajo, afirma que, en la Obra, «sólo hay este León verde que cierra y abre los siete
    sellos indisolubles de los siete espíritus metálicos, y que atormenta a los cuerpos
    hasta perfeccionarlos enteramente, por medio de la prolongada y firme paciencia del
    artista». El manuscrito de F. Aurach (1) nos muestra un matraz de vidrio, lleno hasta
    la mitad de un licor verde, y añade que todo el arte consiste en la adquisición de este
    único León verde, cuyo nombre indica incluso su color. Es el vitriolo de Basilio
    Valentin. La tercera figura del Vellocino de Oro es casi idéntica a la imagen de G.
    Aurach. Vemos en ella un filósofo vestido de rojo, cubierto con manto de púrpura y
    tocado con un gorro verde, que muestra con la diestra un matraz de vidrio
    conteniendo un líquido verde. Ripley se acerca más a la verdad cuando dice: «Sólo
    entra un cuerpo inmundo en nuestro magisterio; los Filósofos lo llaman ordinariamente
    León verde. Es el medio para juntar las tinturas entre el sol y la luna.»
    De estos informes se infiere que hay que considerar el vaso desde el doble punto de
    vista de su materia y de su forma; de una parte, en el estado de vaso natural y de
    otra, como vaso del arte. Las descripciones -poco numerosas y poco claras- que
    acabamos de citar hacen referencia a la naturaleza del vaso; muchísimos textos nos
    instruyen sobre la forma del huevo- Éste puede ser, a gusto del artista, esférico u
    ovoide, con tal de que esté confeccionado con vidrio claro, transparente y sin
    ampollas. Sus paredes requieren un espesor determinado, a fin de resistir las
    presiones internas, y algunos autores recomiendan elegir, para este objeto, el vaso de
    Lorena (2). En fin, el cuello puede ser largo o corto, según la intención o la
    comodidad del artista; lo esencial es que pueda soldarse fácilmente a la lámpara de
    esmaltador. Pero estos detalles de la práctica son lo bastante conocidos para que
    tengamos que dar explicaciones más extensas.
    (1) Le Trés précieux Don de Dieu. Manuscrito de Georges Aurach, de Estrasburgo,
    escrito y pintado de su propia mano, el año de Gracia de la Humanidad redimida
    1415.
    (2) El término vaso de Lorena servía antaño para distinguir el vaso moldeado del vaso
    soplado. Gracias al moldeado, el vaso de Lorena podía tener las paredes muy
    gruesas y regulares.
    Por lo que a nosotros atañe, sólo queremos hacer hincapié en que el laboratorio y
    el vaso de la Obra -el lugar en que trabaja el Adepto y aquél en que actúa la
    Naturaleza- son los dos hechos ciertos que impresionan al iniciado al comenzar su
    visita y que hacen de la Mansión Lallemant una de las más seductoras y más raras
    moradas filosofales.
    144
    Siguiendo siempre al guía, hétenos ahora pisando el embaldosado del patio.
    Damos unos pasos y llegamos a la entrada de una loggia vivamente iluminada a
    través de un pórtico formado por tres aberturas en arco. Es una sala grande, de techo
    surcado por gruesas vigas. Una serie de monolitos, estelas y otros fragmentos
    antiguos le dan el aspecto de un museo arqueológico local. Para nosotros, no es esto
    lo más interesante, sino el muro del fondo, donde se halla enclavado un magnífico
    bajo relieve de piedra pintada. Representa a san Cristóbal depositando a Jesús Niño
    en la margen rocosa del legendario torrente que acaban de cruzar. En segundo
    término, un ermitaño sale de su cabaña, con una linterna en la mano -pues la escena
    se desarrolla de noche-, y avanza en dirección al Niño-Rey (Iám. XLII).
    A menudo nos hemos tropezado con bellas representaciones antiguas de san
    Cristóbal; ninguna, empero, ha estado más acorde que ésta con la leyenda. Parece
    fuera de toda duda que el tema de esta obra maestra y el texto de Jacques de
    Voragine contienen el mismo sentido hermético; esto, además de cierto detalle que no
    creo que se encuentre en otra parte. San Cristóbal adquiere, por esta circunstancia,
    una importancia capital bajo el aspecto de la analogía existente entre el gigante que
    transporta a Cristo y la materia que trae el oro (χρυδσφορς), desempeñando la misma
    función en la Obra. Como nuestra intención es servir al estudiante sincero y de buena
    fe, desarrollaremos seguidamente su esoterismo, cosa que habíamos reservado para
    este lugar al referirnos a las estatuas de san Cristóbal y al monolito levantado en el
    atrio de Nótre-Dame de París. Pero, a fin de que puedan comprendernos mejor,
    transcribiremos ante todo el relato legendario que Amédée de Ponthieu (3) tomó de
    Jacques de Voraine. Subrayaremos adrede los pasajes y los nombres que aluden
    directamente al trabajo, a las condiciones y a los materiales, a fin de que el lector
    pueda detenerse en ellos, reflexionar y sacar provecho.
    3) Amédée de Ponthieu, Légendes du Vieux Paú. París, Bachelin-Deflorenne, 1867,
    pág. 106.
    «Antes de ser cristiano, Cristóbal se llamaba Offerus,- era una especie de gigante,
    y muy duro de moliera. Cuando tuvo uso de razón, emprendió viaje, diciendo que
    quería servir al rey más grande de 1a tierra Le enviaron a la corte de un rey muy
    poderoso, el cual se alegró no poco de tener un servidor tan forzudo. Un día, el rey, al
    oir que un juglar pronunciaba el nombre del diablo, hizo, aterrorizado, la señal de la
    cruz.
    “¿Por qué hacéis eso?", preguntó al punto Cristóbal. "Porque temo al diablo", le
    respondió el rey. "Si le temes, es que no eres tan poderoso como él. En este caso,
    quiero servir al diablo." Dicho lo cual, Offerus partió de allí.
    »Después de una larga caminata en busca del poderoso monarca, vio venir en su
    dirección una nutrida tropa de jinetes vestidos de rojo; su jefe, que era negro, le dijo:
    "¿A quién buscas?" -"Busco al diablo para servirle." -"Yo soy el diablo. Sígueme." Y
    hete aquí a Offerus incorporado a los seguidores de Satán. Un día, después de
    mucho cabalgar, la tropa infernal encuentra una cruz a la orilla del camino; el diablo
    ordena dar media vuelta. "¿Por qué has hecho eso?", le preguntó Offerus, siempre
    deseoso de instruirse. "Porque temo la imagen de Cristo........ Si temes la imagen de
    Cristo, es que eres menos poderoso que él; en tal caso, quiero entrar al servicio de
    Cristo. Offerus Pasó solo por delante de la cruz y continuó su camino. Encontró a un
    145
    buen ermitaño y le preguntó dónde podría ver a Cristo. "En todas partes", le
    respondió el ermitaño. "No lo entiendo -dijo Offerus-; pero, si me habéis dicho la
    verdad, ¿qué servicios puede prestarle un muchachote robusto y despierto como yo?"
    -"Se le sirve -respondió el ermitaño- con la oración, el ayuno y la vigilia". Offerus hizo
    una mueca. "¿No hay otra manera de serle agradable?", preguntó. Comprendió el
    solitario la clase de hombre que tenía delante y, tomándole de la mano, le condujo a la
    orilla de un impetuoso torrente, que descendía de una alta montaña, y le dijo: "Los
    pobres que cruzaron estas aguas se ahogaron; quédate aquí, y traslada a la otra
    orilla, sobre tus fuertes hombros, a aquellos que te lo pidieren. Si haces esto por
    amor a Cristo, El te admitirá como su servidor." -"Sí que lo haré, por amor a Cristo",
    respondió Offerus. Y entonces se construyó una cabaña en la ribera, y empezó a
    transportar de noche y de día a los viajeros que se lo pedían.
    »Una noche, abrumado por la fatiga, dormía profundamente; le despertaron unos
    golpes dados a su puerta y oyó la voz de un niño que le llamaba tres veces por su
    nombre. Se levantó, subió al niño sobre su ancha espalda y entró en el torrente. Al
    llegar a su mitad, vio que el torrente se enfurecía de pronto, que las olas se hinchaban
    y se precipitaban sobre sus nervudas piernas para derribarle. El hombre aguantaba lo
    mejor que podía, pero el niño pesaba como una enorme carga; entonces, temeroso de
    dejar caer al pequeño viajero, arrancó un árbol para apoyarse en él; pero la corriente
    seguía creciendo y el niño se hacía cada vez más pesado. Offerus, temiendo que se
    ahogara, levantó la cabeza hacia él y le dijo: "Niño, ¿por qué te haces tan pesado?
    Me parece como si transportase el mundo." El niño le respondió: "No solamente
    transportas el mundo, sino a Aquel que hizo el mundo. Yo soy Cristo, tu Dios y Señor.
    En recompensa de tus buenos servicios, Yo te bautizo en el nombre de mi Padre, en
    el mío propio y en el del Espíritu Santo; en adelante, te llamarás Cristóbal." Desde
    aquel día, Cristóbal recorrió la tierra para enseñar la palabra de Cristo.»
    Esta narración basta para demostrar con qué fidelidad el artista observó y
    reprodujo los menores detalles de la leyenda.
    Pero hizo todavía más. Bajo la inspiración del sabio hermetista que le había
    encargado la obra (4), colocó al gigante con los pies dentro del agua y lo vistió con un
    lienzo ligero anudado sobre el hombro y ceñido con un ancho cinturón al nivel del
    abdomen. Este cinturón es lo que da a san Cristóbal su verdadero carácter esotérico.
    Lo que vamos a decir aquí sobre él, es cosa que no se enseña. Pero, aparte de que
    la ciencia de esta guisa revelada no deja por ello de ser menos tenebrosa,
    entendemos que un libro que no enseñara nada sería inútil y vano. Por esta razón,
    nos esforzaremos en desnudar el símbolo lo más posible, a fin de mostrar a los
    investigadores de lo oculto el hecho científico escondido bajo su imagen.
    4) Por ciertos documentos que se conservan en los archivos de la Mansión
    Lallemant, sabemos que Jean Lallemant pertenecía a la Hermandad alquímica de los
    Caballeros de la Tabla Redonda
    El cinturón de Offerus aparece pespunteado a rayas entrecruzadas, semejantes a
    las que presenta la superficie del disolvente cuando ha sido canónicamente
    preparado. Tal es el Signo que todos los filósofos admiten para señalar,
    exteriormente, la virtud, la perfección y la extraordinaria pureza intrínsecas a su
    sustancia mercurial. Hemos dicho antes en vanas ocasiones, y lo repetiremos aquí,
    146
    que todo el trabajo del arte consiste en animar este mercurio hasta que aparezca
    revestido del indicado signo. Y los autores antiguos llamaron a este signo, Sello de
    Hermes, Sal de los Sabios (empleando Sal por Sello) -cosa que ha llevado la
    confusión a la mente de los investigadores-, marca y huella del Todopoderoso, firma
    de Este, y también Estrella de los Magos, Estrella polar, etcétera. Esta disposición
    geométrica subsiste y aparece con mayor claridad cuando se ha puesto el oro a
    disolver en el mercurio para volverlo a su primitivo estado, el de oro joven o
    rejuvenecido; en una palabra, oro niño. Por esta razón, el mercurio -fiel servidor y
    Sello de la tierra- recibe el nombre de Fuente de Juventud. Los filósofos hablan, pues,
    con toda claridad cuando enseñan que el mercurio, una vez efectuada la disolución,
    lleva el niño, el Hijo del Sol, el Pequeño Rey (Roitelet), como una verdadera madre, ya
    que, efectivamente, el oro renace en su seno. «El viento -que es el mercurio alado y
    volátil- lo ha llevado en su vientre», nos dice Hermes en su Mesa de Esmeralda Esto
    sentado, volvemos a encontrar la versión secreta de esta verdad positiva en la Galette
    de Reyes, que suele comerse en familia el día de la Epifanía, fiesta célebre que evoca
    la manifestación de Jesucristo niño a los Reyes Magos y a los gentiles. Según la
    Tradición, los Magos fueron guiados hasta la cuna del Salvador por una estrella, la
    cual fue, para ellos, el signo anunciador, la Buena Nueva de su nacimiento. Nuestra
    Galette está signada como la propia materia, y contiene en su pasta el niñito conocido
    popularmente con el nombre de bañista. Es el Niño Jesús, llevado por Offerus, el
    servidor o el viajero, es el oro en su baño, el bañista; el haba, el zueco, la cuna o la
    cruz de honor, y es el pez «que nada en nuestro mar filosófico», según la propia
    expresión del Cosmopolita (5). Notemos que, en las basílicas bizantinas, Cristo
    aparecía a veces representado como las Sirenas, con la cola de pez. Así podemos
    verlo en un capitel de la iglesia de Saint-Brice, en Saint-Brisson-sur-Loire (Loiret). El
    pez es el jeroglífico de la piedra de los filósofos en su estado primitivo, porque la
    piedra, como el pez, nace en el agua y vive en el agua. Entre las pinturas de la estufa
    alquímica ejecutada en 1702 por P.-H. Pfau (6), vemos un pescador con caña
    sacando del agua un hermoso pez. Otras alegorías recomiendan pescarlo con ayuda
    de una red o de una malla, lo cual es imagen exacta de las mallas formadas por hilos
    cruzados y esquematizados en nuestra galettes (7) de la Epifanía. Señalemos, no
    obstante, otra forma emblemática más rara, pero no menos luminosa. En casa de una
    familia amiga, donde fuimos invitados a comer el pastel de Reyes, vimos, no sin cierto
    asombro, en la corteza, un roble con las ramas extendidas, en vez de los rombos que
    en ella figuran de ordinario, el bañista había sido sustituido por un pez de porcelana, y
    este pez era un lenguado (sole) (lat, Sol, sofis, el sol). Pronto explicaremos la
    significación hermética del roble, al hablar del Vellocino de Oro. Añadamos también
    que el famoso pez del Cosmopolita, llamado por él Echineis, es el ursino (echinus), el
    osezno, la osa menor, constelación en que se encuentra la estrella polar. Las
    conchas de ursinos fósiles, que se encuentran en abundancia en todos los terrenos,
    presentan una cara radiada en forma de estrella. Por esto Limojon de Saint-Didier
    recomienda a los investigadores que orienten su rumbo «mirando a la estrella del
    norte».
    (5) Cosmopolite o Nouvelle Lumière chymique. Traité du Sel pág. 76. París, J.
    d'Houry, 1669.
    (6) Conservada en el museo de Winterthur (Suiza).
    (7) La expresión popular avoir de la galette equivale a ser afortunado. El que tiene la
    suerte de encontrar el haba en el pastel ya no tendrá falta de nada; jamás carecerá de
    147
    dinero. Será dos veces rey, por la ciencia y por la fortuna. (La galette equivale a
    nuestro roscón. N. del T)
    Este pez misterioso es el pez real por excelencia; el que lo encuentra en su
    porción de pastel es investido con el título de rey y agasajado como a tal.
    Antiguamente, dábase el nombre de pez real al delfín, al esturión, al salmón y a la
    trucha, porque, según decían, eran especies reservadas para la mesa del rey. En
    realidad, esta denominación tenía únicamente carácter simbólico, ya que el hijo
    primogénito de los reyes, el heredero de la corona, llevaba siempre el título de Delfín,
    nombre de un pez, y, mejor aún, de un pez real Es, por lo demás, un delfín lo que los
    pescadores en barca del Mutus Liber tratan de capturar con sedal y con anzuelo. Son
    igualmente delfines los peces que observamos en diversos motivos ornamentales de
    la Mansión Lallemant: en la ventana de en medio de la torrecilla angular, en el capitel
    de una columna, y también en la parte superior de una pequeña credencia, en la
    capilla. El Ictus griego de las catacumbas romanas tiene el mismo origen. Martigny
    (8) reproduce, en efecto, una curiosa pintura de las catacumbas que representa un
    pez nadando en las olas y llevando sobre el lomo una cesta, que contiene unos panes
    y un objeto rojo, de forma alargada, que es tal vez un vaso lleno de vino. La cesta
    que lleva el pez constituye el mismo jeroglífico representado en la galette de Reyes,
    ya que está confeccionada con mimbres entrecruzados. Para no extendernos más en
    estos parangones, nos limitaremos a llamar la atención de los curiosos sobre la cesta
    de Baco, llamada Cista que llevaban las cistóforas en las procesiones de las
    bacanales y «en la cual –nos dice Fr. Noel (9)- estaba encerrado cuanto había de
    más misterioso.»
    (8) Martigny, Dictionnaire des Antiquités chrétiennes, art. Eucharistie, 2.a ed., página
    291.
    (9) Fr. Noel, Dictionnaire de la Fable, París, Le Normant, 1801.
    Incluso la pasta de la galette está de acuerdo con las leyes del simbolismo
    tradicional. Esta pasta es hojaldrada, y nuestro pequeño bañista está inserto en ella a
    la manera de las señales de los libros. Aquí tenemos una interesante confirmación de
    la materia representada por el pastel de Reyes. Sendivogius nos da -a conocer que el
    mercurio preparado tiene el aspecto y la forma de una masa pedregosa,
    desmenuzable y hojaldrada. «Si la observáis bien -dice-, advertiréis que toda ella
    forma como hojas.» En efecto, las láminas cristalinas que componen su sustancia se
    encuentran superpuestas como la hojas de un libro,- por esta razón, ha recibido los
    epítetos de tierra hojosa, tierra de hojas, libro de las hojas, etcétera. Así, vemos la
    primera materia de la Obra expresada simbólicamente por un libro, ora abierto, ora
    cerrado, según que haya sido trabajada o simplemente extraída de la mina. En
    ocasiones, cuando este libro se representa cerrado -lo cual indica la sustancia mineral
    en bruto-, no es extraño verle cerrado con siete cintas; son las marcas de las siete
    operaciones sucesivas que permiten abrirlo, al romper cada una de ellas uno de los
    sellos que lo mantienen cerrado. Tal es el Gran Libro de la Naturaleza, que encierra
    en sus páginas la revelación de las ciencias profanas y la de los misterios sagrados.
    Su estilo es sencillo y su lectura fácil, a condición, empero, de que uno sepa dónde
    encontrarlo -lo cual es muy difícil- y, sobre todo, de que sepa abrirlo, lo cual es todavía
    más laborioso.
    148
    Visitemos ahora el interior del palacio. En el fondo del patio, ábrase la puerta, en
    arco de medio punto, que da acceso a los departamentos. Hay allí cosas muy bellas,
    y el amante de nuestro Renacimiento encontrará en ellas sobrados motivos de
    satisfacción. Crucemos el comedor, cuyo techo artesonado y cuya alta chimenea, con
    las armas de Luis XII y de Ana de Bretaña, son otras tantas maravillas, y atravesemos
    el umbral de la capilla, Verdadera joya, cincelada y labrada con amor por adorables
    artistas, esta pequeña y alargada pieza apenas tiene nada de capilla, si exceptuamos
    la ventana de tres arcos dentados, siguiendo el estilo ojival. Toda la ornamentación
    es profana, y todos sus motivos han sido tomados de la ciencia hermética. Un
    soberbio bajo relieve pintado, ejecutado a la manera del san Cristóbal de la loggia,
    tiene por tema el mito pagano del Vellocino de Oro. Los artesones del techo sirven de
    marcos a numerosas figuras jeroglíficos. Una linda credencia del siglo XVI plantea un
    enigma alquímico. Ni una escena religiosa, ni un versículo de salmo, ni una parábola
    evangélica; sólo el verbo misterioso del Arte sacerdotal... ¿Es posible que se haya
    oficiado en este gabinete de aspecto tan poco ortodoxo, pero tan adecuado, en
    cambio, por su mística intimidad, para la meditación y la lectura, es decir, para la
    oración del filósofo? ¿Capilla, estudio u oratorio? No sabemos contestar a esta
    pregunta.
    El bajo relieve del Vellocino de Oro, primera cosa que se advierte al entrar, es un
    hermoso paisaje sobre Piedra, realzado por el color, pero débilmente iluminado, y
    lleno de detalles curiosos cuyo estudio dificulta la pátina del tiempo. En el centro de
    un círculo de rocas cubiertas de musgo, y de paredes verticales, un bosque formado
    principalmente por robles yergue sus troncos rugosos y extiende su fronda. En varios
    claros, percibimos diversos animales de difícil identificación -un dromedario, un buey o
    una vaca, una rana en lo alto de una roca, etc.- que animan el ambiente salvaje y
    poco atractivo del lugar. En el suelo herboso, crecen flores y cañas del género
    fragmita A la derecha, el pellejo del cordero aparece colocado sobre un saliente de la
    roca y custodiado por un dragón cuya amenazadora silueta se recorta sobre el cielo.
    El propio Jasón estaba representado al pie de un roble; pero esta parte de la
    composición, sin duda poco adherente, se despegó del resto (Iám. XLIII).
    La fábula del Vellocino de Oro es un enigma completo del trabajo hermético que
    debe llevar a la obtención de la Piedra Filosofal (10). En el lenguaje de los Adeptos,
    se llama Vellocino de Oro a la materia preparada para la Obra, así como el resultado
    final. Lo cual es totalmente exacto, ya que estas sustancias sólo se diferencian por su
    pureza, su fijeza y su madurez. Piedra de los Filósofos y Piedra Filosofal son, pues,
    cosas semejantes, en su especie y en su origen; pero la primera es cruda, mientras
    que la segunda, derivada de aquélla, está perfectamente cocida y ablandada. Los
    poetas griegos nos refieren que «Zeus se alegró tanto del sacrificio hecho por Frixo en
    su honor, que quiso que aquellos que tuvieran el Vellocino viviesen en la abundancia
    mientras lo conservaran en su poder, y que todo el mundo estuviera autorizado para
    intentar su conquista». Podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que son poco
    numerosos los que hacen uso de esta autorización. Y no es que sea tarea imposible,
    ni entrañe peligro extraordinario -pues quienes conocen al dragón saben también
    cómo vencerle-, sino que existe una gran dificultad en la interpretación del
    simbolismo. ¿Cómo establecer una concordancia satisfactoria entre tantas imágenes
    diversas y tantos textos contradictorios? Sin embargo, es el único medio que
    poseemos para reconocer el buen camino entre todos los callejones sin salida y los
    atolladeros infranqueables que nos salen al paso y que tientan al neófito impaciente
    149
    por seguir su marcha. Por esto no nos cansaremos jamás de exhortar a los discípulos
    a que dirijan sus esfuerzos a la solución de este punto oscuro -aunque material y
    tangible-, eje alrededor del cual giran todas las combinaciones simbólicas que
    estudiamos.
    (10) Véase Alchimie, op. Cit.
    Aquí, la verdad aparece velada bajo dos imágenes distintas, la del roble y la del
    cordero, las cuales sólo representan, como acabamos de decir, una misma cosa bajo
    dos aspectos diferentes. En efecto, el roble fue siempre adoptado por los viejos
    autores para designar el nombre vulgar del sujeto inicial, tal como lo encontramos en
    la mina. Y es por un poco-más-o-menos, cuyo equivalente corresponde al roble, que
    los Filósofos nos instruyen sobre esta materia. La frase que utilizamos puede parecer
    equívoca; lo lamentamos, pero no podríamos expresarnos mejor sin traspasar
    determinados límites. Sólo los iniciados en el lenguaje de los dioses comprenderán
    sin ningún esfuerzo, porque ellos poseen las llaves que abren todas las puertas, ya se
    trate de ciencias, ya de religiones. Pero, entre los presuntos cabalistas, judíos o
    cristianos, más ricos en vanidad que en saber, ¿cuántos Melampo, Tiresias, o Tales
    hay, capaces de comprender estas cosas? Ciertamente, no es por ellos, cuyas
    combinaciones ilusorias no conducen a nada sólido, positivo ni científico, por quienes
    nos tomamos el trabajo de escribir. Dejemos, pues, en su ignorancia, a estos
    doctores de la cábala y volvamos a nuestro tema, caracterizado herméticamente por
    el roble.
    Nadie ignora que el roble muestra a menudo sobre sus hojas unas pequeñas
    excrecencias redondas y rugosas, en ocasiones perforadas, que reciben el nombre de
    agallas (lat. gana). Ahora bien, si reunimos tres palabras de la misma familia latina:
    gallia, Gallit, gallus, obtendremos agalla, Galia, gallo. El gallo es emblema de la Galia
    y atributo de Mercurio, como dice expresamente Jacob Tollius (11); corona el
    campanario de las iglesias francesas, y no sin razón Francia ha sido llamada Hija
    primogénita de la Iglesia. Sólo hay que dar un paso más para descubrir lo que los
    maestros del arte tan celosamente ocultaron. Prosigamos. No sólo nos proporciona
    el roble la agalla, sino que nos da también el kermes, el cual tiene, en la Gaya
    Ciencia, la misma significación que Hermes por permutación de las consonantes
    iníciales. Ambos términos tienen idéntico sentido: el de Mercurio. Sin embargo, así
    como la agalla nos da el nombre de la materia mercurial en bruto, el quermes (en
    árabe girmiz, que tiñe de escarlata) caracteriza la sustancia preparada. Es importante
    no confundir estas cosas, para no extraviarse al pasar a los ensayos. Recordad,
    pues, que el mercurio de los filósofos, es decir, su materia preparada, debe poseer la
    virtud de teñir, y que sólo adquiere esta virtud mediante preparaciones previas.
    (11) Manuductio ad Coelum chemicum Amstelodami, S. J. Waesbergios, 1688.
    En cuanto al sujeto grosero de la Obra, unos lo llaman Magnesia lunar, otros, más
    sinceros, lo denominan Plomo de los Sabios, Saturnia vegetable. Philaléthe, Basilio
    Valentin y el Cosmopolita le dan el nombre de Hijo o Niño de Saturno. Con estas
    denominaciones, refiéranse, ora a su propiedad magnética y de atracción del azufre,
    ora a su calidad de fusible y a su fácil licuefacción. Para todos ellos, es la Tierra
    Santa (Terra Sancta): y, en fin, este mineral tiene por jeroglífico celeste el signo
    150
    astronómico del Cordero (Aries), Gala significa, en griego, leche, y el mercurio es
    llamado también Leche de Virgen (lac virginis). Si prestáis, pues, atención, hermanos
    míos, a lo que hemos dicho sobre la galette de Reyes, y si sabéis por qué los egipcios
    divinizaron al gato, no podréis tener ya ninguna duda sobre el sujeto que debéis
    elegir; su nombre vulgar se os aparecerá con toda claridad. Entonces poseeréis ese
    Caos de los Sabios «en el cual se encuentran en potencia todos los secretos ocultos»,
    según afirma Philaléthe, y que el artista hábil tarda muy poco en hacer activos. Abrid -
    es decir, descomponed- esta materia, tratad de aislar su porción pura, o su alma
    metálica, según la expresión consagrada, y obtendréis el Quermes, el Hermes, el
    mercurio tintóreo que lleva en sí el oro místico, de la misma manera que san Cristóbal
    lleva a Jesús, y el cordero su propio vellón. Entonces comprenderéis por qué el
    Vellocino de Oro está suspendido del roble, a la manera de la agalla y del quermes, y
    podréis decir, sin faltar a la verdad, que el roble hermético hace de madre al mercurio
    secreto. Comparando leyendas y símbolos, se hará la luz en vuestro espíritu y
    comprenderéis la estrecha afinidad que une al roble con el cordero, a san Cristóbal
    con el Niño-Rey, al Buen Pastor con la oveja, versión cristiana del Hermes crióforo,
    etc.
    Pasado el umbral de la capilla, colocaos en el centro de ésta; levantad los ojos, y
    podréis admirar una de las más bellas colecciones de emblemas que puedan
    encontrarse (12). El techo, compuesto de artesones dispuestos en tres hileras
    longitudinales, está sostenido, hacia la mitad de su extensión, por dos columnas
    cuadradas, adosadas a los muros y que presentan cuatro acanaladuras en su cara
    anterior.
    12) Dos inestimables artesonados, con temas iniciáticos, pueden serle
    comparados: el uno, en Dampierre-sur-Boutonne, igualmente esculpido, del siglo XVI
    (Les Demeures Philosophales).- el otro, en el Plessis-Bourré, compuesto de pinturas,
    del siglo xv (Deux Logis Alchimiques).
    La de la derecha, mirando a la única ventana que ilumina la reducida estancia,
    muestra entre sus volutas un cráneo humano, provisto de dos alas y sostenido por
    una peana de hojas de roble. Expresiva imagen de una generación nueva, brotada de
    la putrefacción, consecutiva a la muerte, que sufren los cuerpos mixtos cuando han
    perdido su alma vital y volátil. La muerte del cuerpo produce una coloración azul
    oscura o negra, propia del Cuervo, jeroglífico del caput mortuum de la Obra. Tal es el
    signo y la primera manifestación de la disolución, de la separación de los elementos y
    de la regeneración futura del azufre, principio colorante y fijo de los metales. Las dos
    alas están colocadas allí para enseñarnos que, al huir la parte volátil y acuosa, se
    produce la dislocación de las partes y se rompe la cohesión. El cuerpo, mortificado,
    cae en negras cenizas que tienen el aspecto del polvo de carbón. Después, bajo la
    acción del fuego intrínseco desarrollado por esta disgregación, la ceniza, calcinada,
    pierde sus impurezas groseras y combustibles, y entonces nace una sal pura, a la
    cual colorea poco a poco la cocción, revistiéndola del poder oculto del fuego (Iám.
    XLIV).
    El capitel de la izquierda nos muestra un vaso decorativo cuya boca está
    flanqueada de dos delfines. Una flor, que parece salir del vaso, se abre en una forma
    que recuerda la de las lises heráldicas. Todos estos símbolos hacen referencia al
    151
    disolvente, o mercurio común de los filósofos, principio contrario al del azufre cuya
    elaboración emblemática hemos visto en el otro capitel.
    En la base de estos dos soportes, una gran corona de hojas de roble, cruzada
    verticalmente por un haz de idéntico follaje, reproduce el signo gráfico
    correspondiente, en el arte espagírico, al nombre vulgar del sujeto. Corona y capitel
    realizan, de esta suerte, el símbolo completo de la materia prima, ese globo que las
    imágenes de Dios, de Jesús y de algunos grandes monarcas sostienen en la mano.
    Lejos de nuestra intención analizar detalladamente todas las imágenes que
    adornan los artesones de este techo modélico en su género. Su tema, muy extenso,
    requeriría un estudio especial y nos obligaría a frecuentes repeticiones. Nos
    limitaremos, pues, a describirlas rápidamente y a resumir el significado de las más
    originales. Entre éstas, señalaremos ante todo el símbolo del azufre y de su
    extracción de la materia prima, cuyo gráfico figura, según acabamos de decir, en cada
    una de las columnas empotradas. Es una esfera armilar, colocada sobre un fogón
    encendido y que tiene un gran parecido con uno de los grabados del tratado del
    Azoth. Aquí, el brasero ocupa el lugar de Atlas, y esta imagen de nuestra práctica,
    sumamente instructiva por si misma, nos dispensa de todo comentario. No lejos de
    allí, vemos representada una colmena común, de paja, rodeada de sus abejas; tema
    este frecuentemente reproducido, particularmente en la estufa alquímica de
    Winterthur. Ved ahí -¡singular motivo para una capilla!- un niño que orina a chorro en
    uno de sus zuecos. Más allá, el mismo niño, arrodillado junto a un montón de lingotes
    planos, sostiene un libro abierto, mientras yace a sus pies una serpiente muerta
    ¿Debemos detenernos o proseguir? Vacilamos. Un detalle, situado en la penumbra
    de las molduras, determina el sentido del pequeño bajo relieve; en la pieza más alta
    del conjunto figura el sello estrellado del rey mago Salomón. Abajo, el Mercurio,-
    arriba, el Absoluto. Procedimiento sencillo y completo que no permite más que un
    camino, no exige más que una materia, no requiere más que una operación «Aquel
    que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado todo lo que hay de más
    perfecto.» Tal es, al menos, lo que afirman los más célebres autores. Es la unión de
    los dos triángulos del fuego y del agua, o del azufre y del mercurio reunidos en un solo
    cuerpo, lo que engendra el astro de seis puntas, jeroglífico de la Obra por excelencia y
    de la Piedra Filosofal realizada. Al lado de esta imagen, otra nos presenta un
    antebrazo en llamas, cuya mano ase unas grandes castañas,- no lejos de ésta, el
    mismo jeroglífico, saliendo de la roca, sostiene una antorcha encendida; aquí, ved el
    cuerno de Amaltea, desbordante de flores y de frutos, que sirve de percha a una
    gallina o a una perdiz, pues el ave en cuestión no está muy determinada; pero, que el
    emblema sea la gallina negra o la perdiz roja, no altera en absoluto el significado
    hermético que encierra. Ved ahora un vaso volcado, escapado de la boca de un león
    decorativo que lo sostenía en equilibrio: es una versión original del solve et coagula de
    Nótre-Dame de París. Un segundo tema, poco ortodoxo y bastante irreverente, le
    sigue de cerca: un niño tratando de romper un rosario sobre su rodilla. Más lejos, una
    gran concha, nuestra concha, tiene encima una masa fija y sujeta a ella por filacterias
    espirales. En el fondo del artesón donde se halla esta imagen, se repite quince veces
    el símbolo gráfico, permitiendo la identificación exacta del contenido de la concha. El
    mismo signo -como sustituto del nombre de la materia- vuelve a aparecer no lejos de
    allí, esta vez en tamaño grande y en el centro de un horno encendido. En otra figura,
    vemos de nuevo al niño -creemos que representa el papel del artista- con los pies en
    la concavidad de la famosa concha y arrojando ante sí otras conchas menudas,
    152
    salidas, al parecer, de la grande. Observamos también el libro abierto decorado por el
    fuego; la paloma aureolada, radiante y flamígera, emblema del Espíritu; el cuervo
    ígneo, posado sobre un cráneo al que picotea, figuras reunidas de la muerte y la
    putrefacción; el ángel «que hace rodar el mundo» a la manera de una peonza, tema
    recogido y desarrollado en un librito titulado Typus Mundi (13), obra de varios padres
    jesuitas; la calcinación filosófica, simbolizada por una granada sometida a la acción
    del fuego en un vaso de orfebrería; encima del cuerpo calcinado, distinguimos la cifra
    3 seguida de la letra R, que indican al artista la necesidad de las tres reiteraciones del
    mismo procedimiento, a la cual hemos aludido ya en varias ocasiones. Por último, la
    imagen siguiente representa el ludus puerorum comentado en el Toison dor de
    Trismosin y presentado de manera idéntica: un niño hace caracolear su caballo de
    madera, con el látigo en alto y el semblante gozoso (lám. XLV).
    (13) Typus Mundi in quo ejus Calamitates et Pericula nec non Divini, humanique
    Amoris antipathia. Emblematice proponuntur a RR. C. S. I. A. Antuerpiae. Apud
    Joan. Cnobbaert, 1627.
    Con esto damos por terminada la enumeración de los principales emblemas
    herméticos esculpidos en el techo de la capilla, pongamos fin a este estudio con el
    análisis de una pieza muy curiosa y singularmente rara.
    Empotrada en el muro, cerca de la ventana, una pequeña credencia del siglo XVI
    atrae las miradas, tanto por la belleza de su decoración como por el misterio de un
    enigma considerado indescifrable. Jamás -afirma nuestro guía- logró ningún visitante
    dar su explicación. Esta laguna proviene sin duda de que nadie comprendió la
    finalidad que se proponía el simbolismo de toda la decoración, ni qué ciencia se
    ocultaba detrás de sus múltiples jeroglíficos. El hermoso bajo relieve del Vellocino de
    Oro, que habría podido servir de guía, no fue considerado en su verdadero sentido,
    sino que siguió siendo, para todos, una obra mitológica en que la imaginación oriental
    anduvo desbocada. Sin embargo, nuestra credencia lleva en sí misma la marca
    alquímica cuyas particularidades hemos descrito en esta obra (Iám. XLVI). En efecto,
    en los pilares empotrados que sostienen el arquitrabe de este templo minúsculo,
    descubrimos, inmediatamente debajo de los capiteles, los emblemas consagrados al
    mercurio filosofal, la concha de Santiago o pilita de agua bendita, rematada por las
    alas y el tridente, atributo, este último, del dios del mar, Neptuno. Siempre la misma
    indicación del principio acuoso y volátil. El frontón está constituido por una gran
    concha decorativa que sirve de apoyo a dos delfines simétricos Y atados en el centro
    por la cola. Tres granadas llameantes completan la ornamentación de esta credencia
    simbólica.
    En cuanto al enigma propiamente dicho, se compone de dos términos: RERE y
    RER, que parecen desprovistos de sentido y que se repiten tres veces sobre el fondo
    cóncavo del nicho.
    Gracias a esta sencilla disposición, descubrimos, desde el primer momento, una
    valiosa indicación: la de las tres reiteraciones de una sola y misma técnica, oculta bajo
    la misteriosa expresión RERE, RER. Ahora bien, las tres granadas ígneas del frontón
    confirman esta triple acción de un procedimiento único, y, dado que representan el
    fuego materializado en la sal roja que es el azufre filosofal, comprenderemos
    153
    fácilmente que sea necesario reiterar tres veces la calcinación de este cuerpo para
    realizar las tres obras filosóficas, según la doctrina de Geber. La primera operación
    conduce ante todo al Azufre, o medicina del primer orden; la segunda, en todo
    semejante a la primera, proporciona el Elixir, o medicina del segundo orden, que se
    diferencia del Azufre en la cantidad y no en la naturaleza; por último, la tercera
    operación, ejecutada como las dos primeras, nos da la Piedra fijosofal medicina del
    tercer orden, la cual contiene todas las virtudes, cualidades y perfecciones del Azufre
    y del Elixir multiplicadas en poder y alcance. Si se nos pregunta, por añadidura, en
    qué consiste y cómo se ejecuta la triple operación cuyos resultados hemos expuesto,
    remitiremos al investigador al bajo relieve del techo donde se ve una granada
    asándose en determinado vaso.
    Pero ¿como descifrar el enigma de unas palabras desprovistas de sentido? De
    una manera muy sencilla, RE, ablativo del nombre latino res, significa la cosa,
    considerada en su materia; y, como la palabra RERE es la suma de RE, una cosa
    más RE, otra cosa, podemos traducirla por dos cosas en una, o bien por una cosa
    doble. De esta manera, RERE equivale a RE BIS. Abrid cualquier diccionario
    hermético, hojead cualquier obra de alquimia, y veréis que la palabra REBIS,
    empleada muy a menudo por los Filósofos, define su compost, o compuesto a punto
    de sufrir las sucesivas metamorfosis bajo la acción del fuego. En resumen, RE, una
    materia seca, oro filosófico,- RE, una materia húmeda, mercurio filosófico,- RERE o
    REBIS, una materia doble, a la vez húmeda y seca, una amalgama de oro y mercurio
    filosóficos, combinación que ha recibido de la Naturaleza y del arte una doble
    propiedad oculta y exactamente equilibrada.
    Quisiéramos poder explicar con la misma claridad el segundo término, RER, pero
    no nos está permitido desgarrar el velo del misterio que encubre. Sin embargo, a fin
    de satisfacer, en la medida de lo posible, la legítima curiosidad de los hijos del arte,
    diremos que estas letras contienen un secreto de capital importancia y que hace
    referencia al vaso de la obra. RER sirve para cocer, para unir radical e
    indisolublemente, para provocar las transformaciones del compuesto RERE. ¿Cómo
    daros los datos suficientes sin cometer perjurio? No creáis lo que dice Basilio Valentin
    en sus Doce llaves, y guardaos muy bien de tomar sus palabras al pie de la letra
    cuando afirma que «quien tenga la materia encontrará sin duda una vasija para
    cocerla». Nosotros afirmamos, por el contrario -y podéis creer en nuestra sinceridad-,
    que es imposible lograr el menor éxito en la Obra si no se tiene un conocimiento
    perfecto de lo que es el Vaso de los Filósofos y de cuál es la materia con la que hay
    que confeccionarlo. Pontano confiesa que, antes de conocer este vaso secreto, había
    realizado sin éxito, más de doscientas veces, el mismo trabajo, utilizando las materias
    adecuadas y convenientes, y siguiendo el método correcto. El artista debe hacer él
    mismo su vaso: es una máxima del arte. Por consiguiente, no intentéis nada antes de
    recibir toda la luz sobre esta cáscara del huevo, calificada de secretum secretorum por
    los maestros de la Edad Media.
    ¿Qué es pues, RER? Ya hemos visto que RE significará una cosa, una materia;
    R, que es la mitad de RE, significará una mitad de cosa, de materia. RER equivale,
    pues, a una materia aumentada con la mitad de otra o de la suya propia. Advertid que
    no se trata aquí de proporciones, sino de una combinación química independiente de
    las cantidades relativas. Para comprenderlo mejor, pongamos un ejemplo y
    supongamos que la materia representada por RE sea el rejalgar o sulfuro natural de
    154
    arsénico. R, mitad de RE, podrá ser, pues, el azufre de rejalgar o su arsénico, los
    cuales son parecidos o diferentes según consideremos el azufre y el arsénico
    separadamente o combinados en el rejalgar. De manera que RER será obtenido con
    el rejalgar, añadiéndole azufre, el cual es considerado como constitutivo de la mitad
    del rejalgar, o bien arsénico, considerado como la otra mitad del mismo sulfuro rojo.
    Añadiré unos consejos: buscad ante todo RER, es decir, el vaso. RERE os será
    después, fácilmente cognoscible. La Sibila, al serle preguntado qué era un filósofo,
    respondió: Es aquél que sabe hacer el vaso. Aplicaos a fabricarlo según nuestro arte,
    sin preocuparos demasiado de los procedimientos de elaboración del vidrio. La
    industria del alfarero os sería más instructiva; ved las láminas de Piccolpassi (14) y
    encontraréis una que representa una paloma con las patas atadas a una piedra.
    ¿Acaso no hay que buscar y encontrar el magisterio, según el excelente consejo de
    Tollius, en una cosa volátil? cosa volátil? Pero si no poseéis ningún vaso para
    retenerla, ¿cómo impediréis que se evapore, que se disipe sin dejar el menor residuo?
    Haced, pues, vuestro vaso, y, después, vuestro compuesto; tapad aquél
    herméticamente de manera que el espíritu no pueda escaparse; calentadlo todo
    según arte, hasta la completa calcinación. Volved a poner la porción pura del polvo
    obtenido en vuestro compuesto, y encerradlo bien en el mismo vaso. Repetid la
    operación por tercera vez, y no nos deis las gracias. La acción de gracias debe
    dirigirse únicamente al Creador. Nada reclamamos para nosotros, simple jalón en el
    gran camino de la Tradición esotérica; no queremos vuestro agradecimiento sin
    vuestro recuerdo; sólo deseamos que os toméis por otros el mismo trabajo que
    nosotros nos hemos tomado por vosotros.
    (14) Claudius Popeli, Les Trois Livres de l´Art du Potier, del caballero Cyprian
    Piccolpassi. París, Librairie Internationale, 1861.
    Nuestra visita ha terminado. Para nuestra admiración, pensativa y muda,
    interroga una vez más a esos maravillosos y sorprendentes paradigmas, cuyo autor
    fue tanto tiempo ignorado por los nuestros. ¿Existe en alguna parte un libro escrito por
    su mano? Nada parece indicarlo. Sin duda, siguiendo el ejemplo de los grandes
    Adeptos de la Edad Media, prefirió confiar a la piedra, más que al pergamino, el
    testimonio irrebatible de una ciencia inmensa, de la que poseía todos los secretos.
    Es, pues, justo y equitativo que reviva entre nosotros, que su nombre salga por fin de
    la oscuridad y brille, como un astro de primera magnitud, en el firmamento hermético.
    Jean Lallemant, alquimista y caballero de la Tabla Redonda, merece ocupar un
    sitio alrededor del santo Grial, y comulgar en él con Geber (Magister magistrorum) y
    con Roger Bacon (Doctor admirabilis). Igual, por la extensión de su saber, al poderoso
    Basilio Valentin y al caritativo Flamel, les supera por dos cualidades, eminentemente
    científicas y filosóficas, que llevó al más alto grado de perfección: la modestia y la
    sinceridad.
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    160
    LA CRUZ CÍCLICA DE HENDAYA
    Pequeña ciudad fronteriza del país vasco, Hendaya agrupa sus casitas al pie de
    los primeros contrafuertes pirenaicos. Hállase encuadrada por el verde océano, el
    ancho Bidasoa, brillante y rápido, y los herbosos montes. La primera impresión que
    produce el contacto con aquel suelo áspero y rudo es más bien penosa, casi hostil.
    En el horizonte marino, la punta que Fuenterrabía, ocre bajo la cruda luz, hunde en las
    aguas glaucas y reverberantes del golfo, rompe apenas la austeridad natural del
    bravío paisaje. Salvo el estilo español de sus casas, el tipo y el idioma de sus
    habitantes, y el atractivo particularísimo de una playa reciente, erizada de orgullosos
    palacios, Hendaya no tiene nada capaz de retener la atención del turista, del
    arqueólogo o del artista.
    Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del ferrocarril y conduce
    a la iglesia parroquias, situada en el centro de la población. Sus muros desnudos,
    flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un atrio
    levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de tupida
    fronda. Es un edificio vulgar, pesado, reformado, carente de interés. Sin embargo,
    cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas verdes de la plaza, se
    levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como curiosa. Hallábase
    antiguamente en el cementerio comunal, y hasta 1842 no fue trasladada al lugar que
    ocupa actualmente junto a la iglesia. Así, al menos, nos lo afirmó un anciano vasco
    que había desempeñado, durante largos años, las funciones de sacristán. En cuanto
    al origen de esta cruz, es totalmente desconocido, y nos fue imposible obtener el
    menor dato sobre la época de su erección. Sin embargo, fundándonos en la forma de
    la base y de la columna, no creemos que pueda ser anterior a las postrimerías del
    siglo xvii o a principios del xviii. Sea cual fuere su antigüedad, la cruz de Hendaya
    constituye, por la decoración de su pedestal, el monumento más singular del
    milenarismo primitivo y la más rara expresión simbólica del quiliasmo que jamás
    hayamos visto. Sabido es que esta doctrina, aceptada primero y combatida después
    por Orígenes, san Dionisio de Alejandría y san Jerónimo, aunque la Iglesia no la
    hubiese condenado, formaba parte de las tradiciones esotéricas de la antigua filosofía
    de Hermes.
    La ingenuidad de los bajo relieves y su basta ejecución nos hacen pensar que
    estos emblemas lapidarios no fueron obra de un profesional del cincel y del buril; pero,
    abstracción hecha de la estética, debemos reconocer que el oscuro artífice de estas
    imágenes encamaba una ciencia profunda y verdaderos conocimientos
    cosmográficos.
    En el brazo transversal de la cruz -una cruz griega descubrimos la inscripción
    acostumbrada, chocantemente esculpida en relieve y en dos líneas paralelas, con las
    palabras casi soldadas y cuya disposición, que respetamos, es la siguiente:
    O C R U X A V E S
    P E S U N I C A
    161
    Ciertamente, la frase es fácil de descifrar, y su sentido, bien conocido: O crux
    ave spes unica. Sin embargo, traduciéndola a guisa de novato, no comprenderíamos
    muy bien con qué habíamos de quedamos, si con el pie o con la cruz, y aquella
    invocación resultaría sorprendente. Deberíamos, en verdad, llevar nuestro desenfado
    y nuestra ignorancia hasta el desprecio de las reglas elementales de la gramática,
    pues el nominativo masculino pes requiere el adjetivo unicus, que es del mismo
    género, y no el femenino unica. Parecería, pues, que la deformación de la palabra
    spes, esperanza, en pes, pie, por ablación de la consonante inicial, hubiese sido
    resultado involuntario de una falta absoluta de práctica en nuestro lapicida. Pero
    ¿explica realmente la inexperiencia una rareza semejante? No podemos admitirlo.
    En efecto, la comparación de los motivos ejecutados por la misma mano y de la
    misma manera, demuestra una evidente preocupación por la colocación normal, un
    gran cuidado en la disposición y el equilibrio de aquéllos. ¿Por qué había de ser
    realizada la inscripción menos escrupulosamente? Un examen atento de ésta nos
    permite afirmar que sus caracteres son claros, si no elegantes, y que no están
    imbricados (Iám. XLVII). Sin duda, nuestro artífice los diseñó primeramente con tiza
    o carbón, y este boceto descarta necesariamente cualquier idea sobre un error sufrido
    durante la talla. Ahora bien, como este error existe, hay que sacar la consecuencia de
    que fue un error aparente. Y deliberado. Y la única razón que podemos invocar es
    que se trata de un signo puesto adrede, disimulado bajo el aspecto de una torpeza
    inexplicable y destinado a despertar la curiosidad del observador. Diremos, pues,
    que, en nuestra opinión, el autor dispuso de este modo el epígrafe de su obra
    turbadora, a sabiendas y voluntariamente.
    El estudio del pedestal nos había iluminado, y sabíamos ya de qué manera, y
    con qué llave, debíamos leer la inscripción cristiana del monumento; pero
    deseábamos mostrar a los investigadores el gran auxilio que, para la resolución de las
    cosas ocultas, son capaces de prestarnos el sentido común, la lógica y el
    razonamiento.
    La letra S, que adopta la forma sinuosa de la serpiente, corresponde a la ji (X) de
    la lengua griega y toma de ella su significación esotérica. Es el rastro helicoidal del
    sol llegado al cenit de su curva a través del espacio, al producirse la catástrofe cíclica.
    Es una imagen teórica de la bestia del Apocalipsis, del dragón que vomita, en los días
    del Juicio Final, fuego y azufre sobre la creación macrocósmica. Gracias al valor
    simbólico de la letra S, desplazada adrede, comprendemos que la inscripción debe
    expresarse en lenguaje secreto, es decir, en la lengua de los dioses o en la de los
    pájaros, y que hemos de descubrir su sentido sirviéndonos de las regla de la
    Diplomática. Algunos autores, y en particular Grasset d'Orcet, en el análisis del
    Sueño de Polifilo, publicado por la Revue Britannique, las han expuesto con bastante
    claridad para que tengamos que hablar de ellas. Leeremos, pues, en francés, lengua
    de los diplomáticos, el latín tal y como está escrito, y después, empleando las vocales
    permutantes, obtendremos la asonancia de palabras nuevas que componen otra
    frase, cuya ortografía y cuyo orden de vocales restableceremos, así como su sentido
    literario. De este modo, recibimos este singular aviso: Il est écrit que la vie se réfugie
    en un seul espace (1), y nos enteramos de que existe una región donde la muerte no
    alcanzará al hombre, cuando llegue la época terrible del doble cataclismo. En cuanto
    al emplazamiento geográfico de esta tierra prometida, donde los elegidos
    presenciarán el retorno de la edad de oro, somos nosotros quienes debemos
    buscarlo. Pues los elegidos, hijos de Elías, se salvarán según las palabras de la
    162
    Escritura. Porque su fe profunda, su incansable perseverancia en el esfuerzo, les
    harán merecedores de su elevación al rango de discípulos de Cristo-Luz. Llevarán su
    señal y recibirán de El la misión de empalmar a la Humanidad regenerada en la
    cadena de las tradiciones de la Humanidad desaparecida.
    (1) En latín, spatium, con la significación de lugar, sitio, emplazamiento, que le da
    Tácito. Corresponde al griego χωριον raíz χωρα, país, comarca, territorio.
    (En español: «Está escrito que la vida se refugia en un solo espacio.» N. del T)
    La cara anterior de la cruz -aquella en que los tres horribles clavos fijaron en la
    madera maldita el cuerpo dolorido del Redentor- aparece definida por la inscripción
    INRI, grabada en su brazo transversal. Corresponde a la imagen esquemática del
    ciclo que vemos en la base (lám.XLVIII). Tenemos, pues, aquí, dos cruces
    simbólicas, instrumentos del mismo suplicio: arriba, la cruz divina, ejemplo del medio
    escogido para la expiación; abajo, la cruz del globo, determinando el polo del
    hemisferio boreal y situando en el tiempo la época fatal de esta expiación. Dios Padre
    tiene en su mano este globo rematado por el signo ígneo, y los cuatro grandes siglos -
    figuras históricas de las cuatro edades del mundo- representan con el mismo atributo
    a sus soberanos: Alejandro, Augusto, Carlomagno y Luis XIV (2). Esto es lo que
    enseña el epígrafe INRI, traducido exotéricamente por Iesus Nazarenus Rex
    Iudeorum, pero que toma prestada de la CRUZ su significación secreta: Igne Natura
    Renovatur Integra Porque es por medio del fuego y en el fuego mismo que pronto
    será puesto a prueba nuestro hemisferio. Y, de la misma manera en que, por medio
    del fuego, se separa el oro de los metales impuros, nos dice la Escritura que serán
    separados los buenos de los malos en el día grande del Juicio Final.
    (2) Los tres primeros son emperadores; el cuarto es solamente rey, el Rey-Sol, y
    significa la declinación del astro y sus postreros resplandores. Es el crepúsculo
    anunciador de la larga noche cíclica, llena de horror y de espanto, «la abominación de
    la desolación».
    En cada una de las cuatro caras del pedestal, observamos un símbolo diferente.
    Vemos en una de ellas la imagen del sol; en otra, la de la luna; la tercera nos muestra
    una gran estrella, y la última, una figura geométrica que, según acabamos de decir, no
    es sino el esquema adoptado por los iniciados para caracterizar el ciclo solar. Es un
    simple círculo dividido en cuatro sectores por dos diámetros que se cruzan en ángulo
    recto. En cada uno de los sectores figura una A, que los señala como las cuatro
    edades del mundo, en este jeroglífico completo del universo, formado con signos
    convencionales del cielo y de la tierra, de lo espiritual y de lo temporal, del
    macrocosmo y del microcosmo, y donde volvemos a encontrar, asociados, los
    emblemas mayores de la redención (cruz) y del mundo (círculo).
    En la época medieval, estas cuatro fases del gran período cíclico -cuya rotación
    contigua expresaban los antiguos por medio de un círculo dividido por dos diámetros
    perpendiculares- eran generalmente representados por los cuatro Evangelistas o por
    su letra simbólica, que era la alfa griega, y, todavía con mayor frecuencia, por los
    cuatro animales evangélicos rodeando a Cristo, figura humana y viva de la cruz. Es la
    fórmula tradicional que encontramos a menudo en los tímpanos de los pórticos
    163
    románicos. Jesús aparece sentado, con la mano izquierda apoyada en un libro y la
    derecha levantada en ademán de bendecir, y separado de los cuatro animales que le
    sirven de acompañamiento por la elipse llamada Almendra mística. Estos grupos,
    generalmente aislados de las otras escenas por una guirnalda de nubes, tienen
    siempre colocadas sus figuras en el mismo orden, según podemos observar en las
    catedrales de Chartres (puerta real) y de Le Mans (puerta occidental) en la iglesia de
    los Templarios de Luz (Hautes-Pyrénées), en la Civray (Vienne), en el pórtico de Saint
    Trophime de Arles, etcétera (lám. XLIV).
    «Había también delante del trono -escribe san Juan- como un mar de vidrio
    semejante al cristal; y, en medio del trono y alrededor de él, cuatro vivientes llenos de
    ojos por delante y por detrás. El primer viviente era semejante a un león; el segundo
    viviente, semejante a un ternero; el tercero tenía semblante como de hombre, y el
    cuarto era semejante a un águila voladora» (3). Relato que está de acuerdo con el de
    Ezequiel: «Vi, pues... una nube densa en torno de la cual resplandecía un remolino de
    fuego, que en medio brillaba como bronce en ignición. En el centro de ella había
    semejanza de cuatro seres vivientes... Y sus rostros de frente eran de hombre; y los
    cuatro tenían de león el lado derecho de la cara; y los cuatro tenían de buey el lado
    izquierdo; y los cuatro tenían cara de águila en la parte de arriba» (4).
    (3) Apocalipsis, cap. IV, v. 6 y 7.
    (4) Cap. 1, v. 4, 5, 10 y 11.
    En la mitología hindú, los cuatro sectores iguales del círculo dividido por la cruz
    servían de base a un concepto místico bastante singular. El ciclo entero de la
    evolución humana encarnase en él en forma de una vaca, símbolo de la Virtud, que
    apoya las pezuñas en cada uno de los cuatro sectores- que representan las cuatro
    edades del mundo. En la primera edad, que corresponde a la edad de oro de los
    griegos y es llamada Credagugán o edad de la inocencia, la Virtud se mantiene firme
    sobre la tierra; la vaca descansa sólidamente sobre sus cuatro patas. En el
    Tredagugán, o segunda edad, que corresponde a la edad de plata, la vaca está más
    débil y se sostiene sólo sobre tres patas. Durante el Tuvabaragugán, tercera edad o
    edad de bronce, sólo tiene dos patas. Por último, en la edad de hierro, que es la
    nuestra, la vaca cíclica, o Virtud humana, alcanza el grado supremo de debilidad y de
    senilidad: se sostiene difícilmente, en equilibrio, sobre una sola pata. Es la cuarta y
    última edad, el Calgugán, edad de miseria, de infortunio y de decrepitud.
    La edad de hierro no tiene más sello que el de la Muerte. Su jeroglífico es el
    esqueleto provisto de los atributos de Saturno: el reloj de arena vacio, imagen del
    tiempo cumplido, y la guadaña, reproducida en la cifra siete, que es el número de la
    transformación, de la destrucción, del aniquilamiento. El Evangelio de esta época
    nefasta es el que fue escrito bajo la inspiración de san Mateo. Matthaeus, en
    griego Ματθαιοζ, viene de Μαθημα, Μαθηματοζ, que significa ciencia, De esta
    palabra deriva Μαθησις, Μαθησεως, conocimiento, de μανθανειζ, aprender, instruirse.
    Es el Evangelio según la Ciencia, el último de todos, pero el primero para nosotros, ya
    que nos enseña que, salvo un pequeño número de elegidos, debemos perecer
    colectivamente. Por esto se dio a san Mateo el atributo del ángel; porque la ciencia,
    única capaz de penetrar el misterio de las cosas, de los seres y de su destino, puede
    164
    dar al hombre alas con que elevarse hasta el conocimiento de las más altas verdades
    y llegar hasta Dios.
    165
    166
    167
    CONCLUSIÓN
    Scire, Potere, Audere, Tacere
    ZOROASTRO
    La Naturaleza no abre indistintamente a todos la puerta del santuario.
    Tal vez descubrirá el profano en estas páginas alguna prueba de una ciencia
    verdadera y positiva. Pero no creemos que podamos alardear de convertirle, pues no
    ignoramos la tenacidad de los prejuicios y la fuerza enorme del recelo. El discípulo
    sacará de ellas mayor provecho, a condición, empero, de que no menosprecie las
    obras de los antiguos filósofos, de que estudie con cuidado y penetración los textos
    clásicos, hasta adquirir la clarividencia suficiente para discernir los puntos oscuros del
    manual operatorio.
    Nadie puede aspirar a la posesión del gran Secreto, si no armoniza su existencia
    al diapasón de las investigaciones emprendidas.
    No basta con ser estudioso, activo y perseverante, si se carece de un principio
    sólido y de base concreta, si el entusiasmo inmoderado ciega la razón, si el orgullo
    tiraniza el buen criterio, si la avidez se desarrolla bajo el brillo intenso de un astro de
    oro.
    La ciencia misteriosa requiere mucha precisión, exactitud y perspicacia en la
    observación de los hechos; un espíritu sano, lógico y ponderado; una imaginación viva
    sin exaltación; un corazón ardiente y puro. Exige, además, una gran sencillez y una
    indiferencia absoluta frente a teorías, sistemas e hipótesis que, fiando en los libros o
    en la reputación de sus autores, suelen aceptarse sin comprobación. Quiere que sus
    aspirantes aprendan a pensar más con el propio cerebro y menos con el ajeno. Les
    pide, en fin, que busquen la verdad de sus principios, el conocimiento de su doctrina y
    la práctica de sus trabajos en la Naturaleza, nuestra madre común.
    Por el ejercicio constante de las facultades de observación y de razonamiento,
    por la meditación, el neófito subirá los peldaños que conducen al
    SABER.
    La imitación ingenua de los procedimientos naturales, la habilidad conjugada con
    el ingenio, las luces de una larga experiencia le asegurarán el
    PODER.
    Pudiendo realizar, necesitará todavía paciencia, constancia, voluntad
    inquebrantable. Audaz y resuelto, la certeza y la confianza nacidas de una fe robusta
    le permitirán a todo
    ATREVERSE.
    168
    Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de labor, cuando sus
    deseos se hayan cumplido, el Sabio, despreciando las vanidades del mundo, se
    aproximará a los humildes, a los desheredados, a todos los que trabajan, sufren,
    luchan, desesperan y lloran aquí abajo. Discípulo anónimo y mudo de la Naturaleza
    eterna, apóstol de la eterna Caridad, permanecerá fiel a su voto de silencio.
    En la Ciencia. en el Bien, el Adepto debe para siempre
    CALLAR.





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