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    TRAS LAS HUELLAS

     

    DE LA

     

    RELIGION PERENNE

     

     

    Frithjof Schuon

     

     

     

     

    Prefacio 3

    Premisas epistemológicas 5

    Dimensiones, modos y grados del Orden Divino 12

    Especulación Confesional: Intenciones y Dificultades 20

    Escollos del Lenguaje de la Fe 36

    Notas sobre Tipología Religiosa 42

    Enigma y mensaje de un Esoterismo 50

    Escatología Universal 60

    Síntesis y conclusión 68

     

     

     

    PREFACIO

     

     

     

     

     

     

    A lo largo de toda nuestra obra hemos tratado de la Religión perenne, explícita o implícitamente, y en conexión con las diversas religiones, que por una parte la velan y por otra la dejan transparentar; y creemos haber dado de esta Sophia primordial y universal una idea homogénea y suficiente, a pesar de nuestra manera discontinua y esporádica de referirnos a ella. Pero la Sophia perennis es con toda evidencia inagotable y no tiene unos limites naturales, ni siquiera en una exposición sistemática como el Vêdânta; este carácter de sistema no es, por lo demás, ni una ventaja ni una desventaja, puede ser una cosa o la otra según el contenido; la verdad es bella en todas sus formas. De hecho, no hay ninguna gran doctrina que no sea un sistema, ni ninguna que se exprese de una manera exclusivamente sistemática.

    Como es imposible agotar todo lo que se presta a la expresión, y como la repetición en materia metafísica no puede ser un mal —es mejor ser demasiado claro que no serlo bastante—, hemos creído poder volver a nuestras tesis de siempre, ya sea para proponer cosas que todavía no habíamos dicho, o bien para exponer de una manera útilmente nueva las que habíamos dicho. Si el número de los elementos fundamentales de una doctrina, por definición abstracta, está forzosamente más o menos limitado —ésta es la definición misma de un sistema, pues los elementos formales de un cristal regular no pueden ser innumerables—, no ocurre lo mismo con las ilustraciones o las aplicaciones, que son ilimitadas y cuya función es la de hacer captar mejor lo que a primera vista parece no ser bastante concreto.

    Todavía otra observación, ésta de orden más o menos personal: crecimos en una época en la que uno todavía podía decir, sin tener que sonrojarse por su ingenuidad, que dos y dos son cuatro; en la que las palabras tenían todavía un sentido y querían decir lo que quieren decir; en la que uno podía acomodarse a las leyes de la lógica elemental o del sentido común, sin tener que pasar por la psicología o la biología, o la llamada sociología, y así con todo; en suma, en la que aún había puntos de referencia en el arsenal intelectual de los hombres. Con esto queremos dar a entender que nuestra forma de pensar y nuestra dialéctica son deliberadamente anticuadas; y sabemos de antemano, pues esto es muy evidente, que el lector al que nos dirigimos nos lo agradecerá.

     

     

    PREMISAS EPISTEMOLÓGICAS

     

     

     

     

     

     

    El término de philosophia perennis, que apareció a partir del Renacimiento, y del que la neoescolástica ha hecho uso ampliamente, designa la ciencia de los principios ontológicos fundamentales y universales; ciencia inmutable como estos mismos principios, y primordial por el hecho mismo de su universalidad y su infalibilidad. Utilizaríamos de buen grado el término de sophia perennis para indicar que no se trata de «filosofía» en el sentido corriente y aproximado de la palabra —la cual sugiere simples construcciones mentales, surgidas de la ignorancia, la duda y las conjeturas, e incluso del gusto por la novedad y la originalidad—, o, también, podríamos emplear el término de religio perennis, refiriéndonos entonces al lado operativo de esta sabiduría, o sea a su aspecto místico o iniciático1. Y a fin de recordar este aspecto, e indicar que la sabiduría universal y primordial compromete al hombre entero, hemos elegido para nuestro libro el título de «Religión perenne», para indicar también que la quintaesencia de toda religión se halla en esta religio metafísica, y que hay que conocer ésta si se quiere dar cuenta de ese misterio a la vez humano y divino que es el fenómeno religioso. Ahora bien, dar cuenta de este fenómeno «sobrenaturalmente natural» es sin duda una de las tareas más urgentes de nuestra época.

    Cuando se habla de doctrina, se piensa en primer lugar, y con razón, en un abanico de conceptos concordantes; pero hay que tener en cuenta así mismo el aspecto epistemológico del sistema considerado, y es esta dimensión, que forma parte también de la doctrina, la que queremos examinar aquí a título introductorio. Es importante saber ante todo que hay verdades que son inherentes al espíritu humano, pero que de hecho están como sepultadas en el «fondo del corazón», es decir, contenidas a título de potencialidades o virtualidades en el Intelecto puro; son éstas las verdades principales y arquetípicas, las que prefiguran y determinan a todas las demás. Tienen acceso a ellas, intuitiva e infaliblemente, el «gnóstico», el «pneumático», el «teósofo» —en el sentido propio y original de estos términos—, y tenía acceso a ellas por consiguiente el «filósofo» según el significado todavía literal e inocente de la palabra: un Pitágoras y un Platón, y en parte incluso un Aristóteles, a pesar de su perspectiva exteriorizante y virtualmente cientificista.

    Y esto es de primera importancia: si no existiera el puro Intelecto —la facultad intuitiva e infalible del Espíritu inmanente—, tampoco existiría la razón, pues el milagro del razonamiento no se explica y no se justifica más que por el de la intelección. Los animales carecen de razón porque son incapaces de concebir el Absoluto; dicho de otro modo, si el hombre posee la razón, y con ella el lenguaje, es únicamente porque tiene acceso en principio a la visión suprarracional de lo Real y por consiguiente a la certidumbre metafísica. La inteligencia del animal es parcial, la del hombre es total; y esta totalidad no se explica sino por una realidad trascendente a la que la inteligencia está proporcionada.

    Por eso el error decisivo del materialismo y del agnosticismo consiste en no ver que las cosas materiales y las experiencias corrientes de nuestra vida están inmensamente por debajo de la envergadura de nuestra inteligencia. Si los materialistas tuvieran razón, esta inteligencia sería un lujo inexplicable; sin el Absoluto, la capacidad de concebirlo no tendría un motivo. La verdad del Absoluto coincide con la substancia misma de nuestro espíritu; las diversas religiones actualizan objetivamente lo que contiene nuestra subjetividad más profunda. La revelación es en el macrocosmo lo que la intelección es en el microcosmo; lo Trascendente es inmanente al mundo, sin lo cual éste no podría existir, y lo Inmanente es trascendente con respecto al individuo, sin lo cual no lo sobrepasaría.

    Lo que acabamos de decir sobre la envergadura de la inteligencia humana se aplica igualmente a la voluntad, en el sentido de que el libre albedrío prueba la trascendencia de su fin esencial, para el cual el hombre ha sido creado y por el cual el hombre es hombre; la voluntad humana es proporcionada a Dios, y no es sino en Dios y por Él como ella es totalmente libre. Se podría decir algo análogo en lo que concierne al alma humana: nuestra alma prueba a Dios porque es proporcionada a la naturaleza divina, y lo es por la compasión, el amor desinteresado, la generosidad; o sea, a fin de cuentas, por la objetividad, la capacidad de salir de nuestra subjetividad y, por consiguiente, de superarnos; esto es lo que caracteriza precisamente a la inteligencia y la voluntad del hombre. Y en estos fundamentos de la naturaleza humana —imagen de la naturaleza divina— es donde tiene sus raíces la religio perennis, y con ella toda religión y toda sabiduría.

    «Discernir» es «separar»: separar entre lo Real y lo ilusorio, lo Absoluto y lo contingente, lo Necesario y lo posible, Atmâ y Mâyâ. Al discernimiento se junta, complementaria y operativamente, la «concentración», que «une»: es la toma de consciencia plenaria —a partir de la Mâyâ terrenal y humana— del Atmâ a la vez absoluto, infinito y perfecto; sin igual, sin limites y sin defecto. Según algunos Padres de la Iglesia, «Dios se ha hecho hombre a fin de que el hombre se haga Dios»; fórmula audaz y elíptica que parafrasearemos de forma vedántica diciendo que lo Real se ha hecho ilusorio a fin de que lo ilusorio se haga real; Atmâ se ha hecho Mâyâ a fin de que Mâyâ realice Atmâ. El Absoluto, en su sobreabundancia, proyecta la contingencia y se refleja en ella, en un juego de reciprocidad del que saldrá vencedor, Él que es el único que es.

     

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    Hay, en el Universo, lo conocido y el que conoce; en Atmâ, los dos polos están unidos, uno se encuentra inseparablemente en el otro, mientras que en Mâyâ esta unidad se escinde en sujeto y objeto. Según el punto de vista, o según el aspecto, Atmâ es, bien la «Consciencia» absoluta —el «Testigo» universal o el puro «Sujeto»—, bien el «Ser» absoluto, la «Substancia», el «Objeto» puro y trascendente; es conocible como «Realidad», pero es también el «Conocedor» inmanente de todas sus propias posibilidades, primero hipostáticas y después existenciales y existenciadas.

    Y esto es, para el hombre, de una importancia decisiva: el conocimiento de lo Total exige por parte del hombre la totalidad del conocer. Exige, más allá de nuestro pensamiento, todo nuestro ser, pues el pensamiento es parte, no todo; y esto es lo que indica la finalidad de toda vida espiritual. El que concibe el Absoluto —o el que cree en Dios— no puede detenerse de jure en este conocimiento, o en esta creencia, realizadas tan sólo por el pensamiento; debe, por el contrario, integrar todo lo que él es en su adhesión a lo Real, como lo exigen precisamente la absolutidad y la infinitud de éste. El hombre debe «convertirse en lo que él es» porque debe «convenirse en lo que es»; «el alma es todo lo que ella conoce», dice Aristóteles.

    Por lo demás, el hombre no es sólo un ser pensante, es también un ser queriente, es decir, que la totalidad de la inteligencia implica la libertad de la voluntad. Esta libertad no tendría razón de ser sin un fin prefigurado en el Absoluto; sin el conocimiento de Dios, y de nuestros fines últimos, no sería ni posible ni útil.

    El hombre está hecho de pensamiento, de voluntad y de amor: puede pensar lo verdadero o lo falso, puede querer el bien o el mal, y puede amar lo bello o lo feo2. Ahora bien, el pensamiento de lo verdadero —o el conocimiento de lo real— exige por una parte la voluntad del bien y por otra parte el amor a lo bello, luego a la virtud, pues ésta no es otra cosa que la belleza del alma; por eso los griegos, tan estetas como pensadores, englobaban la virtud en la filosofía. Sin belleza del alma, todo querer es estéril, es mezquino y se cierra a la gracia; y de modo análogo: sin esfuerzo de la voluntad, todo pensamiento espiritual permanece a fin de cuentas superficial e ineficaz y lleva a la pretensión. La virtud coincide con una sensibilidad proporcionada —o conforme— a la Verdad, y por esto el alma del sabio se cierne por encima de las cosas, y, precisamente por ello, por encima de sí misma, si podemos decirlo así; de donde el desinterés, la nobleza y la generosidad de las grandes almas. Con toda evidencia, la conciencia de los principios metafísicos no puede conciliarse con la pequeñez moral, como la ambición y la hipocresía; «sed perfectos como vuestro Padre en el Cielo es perfecto».

    Hay algo que el hombre debe saber y pensar; y algo que debe querer y hacer; y algo que debe amar y ser. Debe saber que el Principio supremo es el Ser necesario, el cual, por consiguiente, se basta a sí mismo; que Él es lo que no puede no ser, mientras que el mundo no es sino lo posible, que puede ser o no ser; todas las demás distinciones y apreciaciones derivan de este distingo fundamental. Además, el hombre debe querer lo que lo acerca directa o indirectamente a la suprema Realidad desde los mismos puntos de vista, absteniéndose a la vez de lo que lo aleja de ella; y el principal contenido de este querer es la oración, la respuesta dada a la Divinidad; lo cual incluye la meditación metafísica, así como la concentración mística. Por último, el hombre debe amar «en Dios» lo que manifiesta la Belleza divina y, de modo más general, todo lo que es conforme a la Naturaleza de Dios; debe amar el Bien, es decir, la Norma, en todas sus formas posibles; y como la Norma sobrepasa forzosamente las limitaciones del ego, el hombre debe tender a superar sus propios límites. Hay que amar más la Norma o el Arquetipo que sus reflejos; por consiguiente, más que el ego contingente; y este conocimiento de sí y este amor desinteresado constituyen toda la nobleza del alma.

     

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    Hay una cuestión que siempre se ha planteado, con razón o sin ella: las realidades metafísicas, ¿son necesariamente explicables? o, al menos, ¿no hay situaciones misteriosas que no pueden ser explicadas más que por la paradoja, e incluso por el absurdo? Demasiado a menudo se ha esgrimido este argumento para ocultar fisuras en doctrinas teológicas cuyas imperfecciones subjetivas se han objetivado: al no poder resolver determinados enigmas, se ha decretado que la «mente humana» no es capaz de hacerlo, y se ataca ante todo la lógica, «aristotélica» o no, como si ésta fuera sinónimo de racionalismo, de duda y de ignorancia.

    En el plano de las cosas naturales, basta con disponer de las informaciones necesarias y luego razonar correctamente; las mismas condiciones valen para el plano de las cosas sobrenaturales, con la diferencia de que el objeto del pensamiento exige entonces la intervención de la intelección, que es una iluminación interior; pues si las cosas naturales pueden exigir una cierta intuición independiente del razonamiento como tal, a fortiori las cosas sobrenaturales exigen dicha intuición, de un orden superior esta vez, puesto que no caen de su peso. La razón, lo hemos dicho más de una vez, no puede nada sin los datos sobre los cuales se ejercita, y en cuya ausencia raciocina en el vacío: estos datos los proporciona en primer lugar el mundo, que en sí es objetivo; en segundo lugar, y en combinación con el factor precedente, la experiencia, que como tal es subjetiva; en tercer lugar, la Revelación, que como el mundo es objetiva, puesto que nos viene de fuera; en cuarto lugar, la Intelección, que es subjetiva, puesto que se produce en nosotros mismos.

    De una cosa en otra, nos creemos autorizados a insertar aquí la observación siguiente; el existencialismo, como todo relativismo, se contradice a sí mismo; gran adversario del racionalismo —al menos se lo imagina —pretende poner la experiencia en lugar del razonamiento, sin preguntarse en lo más. mínimo por qué existe el razonamiento, ni cómo se puede ensalzar la experiencia sin recurrir a la razón. Es precisamente la misma experiencia la que demuestra que el razonamiento es algo eficaz, sin lo cual nadie razonaría; y es la existencia misma de la razón la que indica que esta facultad debe tener un objeto. Los animales tienen muchas experiencias, pero no razonan; mientras que, por el contrario, el hombre puede prescindir de muchas experiencias razonando. Querer sustituir el razonamiento por la experiencia en el plano práctico y de una manera relativa puede tener todavía un sentido; pero hacer otro tanto en el plano intelectual y especulativo, como lo quieren los empiristas y los existencialistas, es propiamente demencial. Para el hombre inferior, sólo es real lo contingente, y por su método, pretende rebajar los principios, cuando no los niega pura y simplemente, al nivel de las contingencias. Esta mentalidad de shûdra se ha infiltrado en la teología cristiana y ha causado en ella los estragos que todo el mundo conoce3.

    Pero volvamos, después de este paréntesis, al problema de la epistemología espiritual. Sin duda, la lógica tiene límites, pero ella es la primera en reconocerlo, sin lo cual no sería lógica, precisamente; no obstante, los límites de la lógica dependen de la naturaleza de las cosas y no de un ucase confesional. La ilimitación del espacio y el tiempo parece absurda en el sentido de que la lógica no puede dar cuenta de ella de una manera concreta y exhaustiva; sin embargo, es perfectamente lógico observar que esta doble ilimitación existe, y ninguna lógica nos prohíbe saber con certeza que este fenómeno resulta del Infinito principial; misterio que nuestro pensamiento no puede explorar, y que se manifiesta precisamente en los aspectos del despliegue espacial y de la transformación temporal, o también, en el de la ilimitación del número. De modo análogo, la unicidad empírica del ego —el hecho de ser determinado ego y no tal otro y de ser el único en ser este «sí mismo»— esta unicidad no puede explicarse concretamente por la lógica, y sin embargo ésta es perfectamente capaz de dar cuenta de ella de una manera abstracta con la ayuda de los principios de lo necesario y lo posible, y de escapar así al escollo del absurdo4.

    Indiscutiblemente, las Escrituras sagradas contienen contradicciones; los comentarios tradicionales dan cuenta de ellas, no discutiendo a la lógica del derecho de observarlas y de satisfacer nuestras necesidades de causalidad, sino buscando el vínculo subyacente que anula el aparente absurdo, el cual es en realidad una elipse.

    Si la sabiduría de Cristo es «locura a los ojos del mundo» es porque el «mundo» está en oposición con el «reino de Dios, que está dentro de vosotros», y por ninguna otra razón; no es, ciertamente, porque reivindique un misterioso derecho al contrasentido, quod absit5. La sabiduría de Cristo es «locura» porque no favorece la perversión exteriorizante, y a la vez dispersante y endurecedora, que caracteriza al hombre de la concupiscencia, del pecado, del error; y es esta perversión la que precisamente constituye el «mundo», esta perversión, con su insaciable curiosidad científica y filosófica, la cual perpetúa el pecado de Eva y Adán y lo reedita en formas indefinidamente diversas6.

    En el plano de las controversias religiosas, la reivindicación —en sentido único— de un derecho sagrado al ilogismo, y la atribución de una tara luciferina a la lógica elemental del contradictor —y ello en nombre de tal o cual «peumatología» supuestamente translógica y de hecho objetivamente incontrolable—, esta reivindicación, decimos, es con toda evidencia inadmisible, pues no es más que un monólogo oscurantista al mismo tiempo que una espada de doble filo, y eso por su mismo subjetivismo; todo diálogo se hace imposible, lo que por lo demás dispensa al interlocutor de convertirse, pues el hombre no debe nada a un mensaje que pretende hurtarse a las leyes del pensamiento humano. Por otra parte, el hecho de la experiencia subjetiva nunca ofrece un argumento doctrinal válido; si la experiencia es justa siempre puede expresarse de una forma satisfactoria o al menos suficiente7.

    La Verdad metafísica es expresable e inexpresable a la vez: inexpresable, no es sin embargo incognoscible, pues el Intelecto desemboca en el Orden divino y por consiguiente engloba todo lo que es; y, expresable, se cristaliza en formulaciones que son todo lo que deben ser, puesto que nos comunican todo lo que es necesario o útil para nuestro espíritu. Las formas son las puertas hacia las esencias, en el pensamiento y el lenguaje, así como en todo otro simbolismo.

     

     

    DIMENSIONES, MODOS Y GRADOS

    DEL ORDEN DIVINO

     

     

     

     

     

     

    La idea de que el Principio Supremo es a la vez la Realidad absoluta y, por ello mismo, la Posibilidad infinita, puede ser suficiente por sí misma, pues lo contiene todo, particularmente la necesidad de una Manifestación universal. Desde un punto de vista menos sintético, no obstante, y más próximo a Mâyâ, podremos considerar un tercer elemento hipostático, a saber, la Cualidad perfecta; el Principio, al ser lo Absoluto, es por ello mismo lo Infinito y lo Perfecto. Absolutidad de lo Real, infinitud de lo Posible, perfección del Bien; éstas son las «dimensiones iniciales» del Orden Divino.

    Este Orden tiene igualmente «modos»: la Sabiduría, el Poder, la Bondad. Es decir, el contenido o la substancia del Principio Supremo consiste en estos tres modos y cada uno de ellos es a la vez absoluto, infinito y perfecto; pues cada modo divino participa por definición de la naturaleza de la divina Substancia e implica así la absoluta Realidad, la infinita Posibilidad y la perfecta Cualidad. En la Sabiduría, como en el Poder y en la Bondad, no hay, en efecto, ni contingencia ni limitación, ni ninguna imperfección; estos modos, siendo absolutos, no pueden no ser, y, siendo infinitos, son inagotables; siendo perfectos, no carecen de nada.

    El Principio no posee solamente «dimensiones» y «modos», tiene además «grados», y esto en virtud de su Infinitud misma, la cual lo proyecta en la Relatividad y produce así, si se puede decir, este «espacio» metacósmico que llamamos el Orden divino. Estos grados son la divina Esencia, la divina Potencialidad y la divina Manifestación; o el Sobre-Ser, el Ser creador y el Espíritu, el Logos existenciante, el cual constituye el Centro divino del cosmos total.

     

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    Necesidad y Libertad; Unicidad y Totalidad8. Por una parte, el Absoluto es el ser «necesario», el que debe ser, el que no puede no ser, y el que por eso mismo es único; por otra parte, el Infinito es el Ser «libre», que es ilimitado y contiene todo lo que puede ser; y que por eso mismo es total.

    Esta Realidad absoluta e infinita, necesaria y libre, única y total, es ipso facto perfecta: pues nada le falta y posee por consiguiente todo lo que es positivo; ella se basta a sí misma. Es decir que el Absoluto, al igual que el Infinito, que es como su complemento intrínseco, su shakti, coinciden con la Perfección; el Soberano Bien es la substancia del Absoluto.

    Del Absoluto deriva, en el mundo, la existencia de las cosas, luego su relativa realidad; del Infinito, sus contenidos, su diversidad y su multitud, y, así, el espacio, el tiempo, la forma, el número; de la Perfección, por último, derivan sus cualidades, ya substanciales, ya accidentales. Pues la Perfección, el Soberano Bien, contiene los tres Modos o Funciones hipostáticos que hemos mencionado, a saber, la Inteligencia, o la Consciencia, o la Sabiduría, o la Ipseidad; el Poder o la Fuerza; la Bondad, que coincide con la Belleza y la Beatitud. Es la Infinitud la que, por así decirlo, proyecta el Soberano Bien en la relatividad, o, dicho de otro modo, la que crea la relatividad, Mâyâ; es en la relatividad donde las Cualidades supremas se diferencian y dan lugar a las Cualidades de la Divinidad creadora, inspiradora y activa, luego del Dios personal; de Él derivan todas las cualidades cósmicas con sus gradaciones y diferenciaciones indefinidas.

    Quien dice Absoluto dice Realidad y Soberano Bien; quien dice Infinito dice además comunicación, irradiación, y por consiguiente relatividad; luego también diferenciación, contraste, privación; el Infinito es la Omniposibilidad. Atmâ quiere revestir incluso la nada, y lo hace por y en Mâyâ9.

     

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    Hay que distinguir entre el Bien en sí y las manifestaciones del Bien; el Bien en sí no tiene opuesto, pero tan pronto como se refleja en el orden manifestado, que es el orden cósmico, aparece bajo la forma de un bien determinado, y este particularismo implica forzosamente la posibilidad de un determinado mal; el bien relativo no puede producirse más que en un mundo de contrastes.

    Decir, por un afán de trascendencia, que el Absoluto está «más allá del bien y el mal, de lo bello y lo feo», sólo puede significar una cosa, a saber, que Él es el Bien en sí, la Belleza en sí; no puede significar que está privado de bien o de belleza. Por lo demás, si por una parte la posibilidad de manifestación de un bien hace necesariamente posible la de un mal, por otra, todo bien manifestado, siendo por definición limitado, implica la posibilidad de otro bien manifestado; sólo Dios es único, porque sólo Él queda fuera de la manifestación.

    La cuasi fragmentaridad de los bienes manifestados aparece de una manera elocuente en el amor sexual o, más precisamente, en la selección natural que éste implica: cierto bien limitado —un determinado individuo considerado desde el punto de vista de sus cualidades— desea completarse con otro determinado bien limitado pero complementario, y crear así un ser nuevo en el que los fragmentos se unan. Este ser nuevo es limitado a su vez, por supuesto, ya que sigue estando comprendido en la manifestación; pero es menos limitado según una determinada intención de la selección natural, y según el amor que tiende a superar a los individuos, intrínsecamente por su magia espiritual y extrínsecamente por la creación unitiva de un ser nuevo. Así es como el hombre va a la búsqueda de sí mismo, de su totalidad y de su deiformidad; y buscándose a sí mismo, busca a Dios, inconsciente o conscientemente: encadenándose o liberándose.

     

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    En el Absoluto no hay diferenciación, pues ésta pertenece por definición a la relatividad, a Mâyâ; si se nos objeta que el Infinito y el Bien —o la Infinitud y la Perfección— dependen del Absoluto, responderemos que la separación de estos aspectos o dimensiones es subjetiva, que está en nuestro espíritu, mientras que en el Absoluto estos mismos aspectos están indiferenciados a la vez que siguen siendo reales desde el punto de vista de su naturaleza intrínseca.

    En la Esencia —en el «puro Absoluto»— la Inteligencia, el Poder y la Bondad se sitúan también10, no una junto a otra, sino una en la otra; de modo que podemos decir, bien que el Absoluto —o el Absoluto-Infinito-Bien— es la Inteligencia, bien que es el Poder, o bien que es la Bondad, siempre en su realidad intrínseca y puramente principial. Conforme al primer aspecto, se dirá que el Absoluto es el Sí, lo que expresa, por lo demás, el término Atmâ; el Absoluto así considerado es el Sujeto a secas, el Sujeto real y único; extrínsecamente y combinándose con Mâyâ, este Sujeto será la raíz de todas las subjetividades posibles, será el «Yo divino» inmanente. Conforme al segundo aspecto, el del Poder, se dirá que el Absoluto es el «absolutamente Otro», el Trascendente al mismo tiempo que el Omnipotente principal; extrínsecamente y combinándose con Mâyâ, será el Agente subyacente de todos los actos en cuanto tales, no en cuanto intenciones y formas11. Conforme al tercer aspecto, por último, el de la Bondad o la Belleza, se dirá que el Absoluto coincide con la suprema Beatitud y que, extrínsecamente y combinándose con Mâyâ, será el «Padre» generoso, pero también la «Madre» misericordiosa: infinitamente bienaventurado en sí mismo, da la existencia y los bienes de la existencia; ofrece todo lo que Él es en su Esencia.

    El Infinito, por su irradiación operada, por así decirlo, por la presión —o el desbordamiento —de las innumerables posibilidades, traspone la substancia del Absoluto, a saber, el Soberano Bien, en la relatividad; esta transposición da lugar a priori a la imagen reflejada del Bien, a saber, el Ser creador. El Bien, que coincide con el Absoluto, se prolonga así en dirección de la relatividad y da lugar primero al Ser, que contiene los arquetipos, y después a la Existencia, que los manifiesta en modos indefinidamente variados y según los ritmos de los diversos ciclos cósmicos.

    El Absoluto es lo que «no puede no ser»; y la necesidad del Ser excluye todo «lo que no es Él». De modo análogo, pero en cierta forma inverso, el Infinito es lo que «puede ser todo»; y la libertad del Ser incluye todo «lo que es Él»; luego todo lo que es posible, y este «todo» es ilimitado, precisamente. En otros términos: sólo Dios es el Ser necesario: no hay en Él nada de contingente ni, con mayor razón, de arbitrario, y, por el contrario, fuera de Él no hay más que las existencias contingentes; y sólo Dios es el Ser libre; no hay en Él ninguna determinación ab extra ni ningún constreñimiento; y, por el contrario, fuera de Él no hay más que las existencias que Él determina. Por una parte, una existencia puede ser o no ser, y esto es su contingencia; por otra parte, la existencia de una cosa sólo contiene una posibilidad, la de esta cosa y ninguna otra —y esto es su limitación—, mientras que el ser de Dios contiene todo lo que es posible.

    O también: Dios «debe» crear por su naturaleza, luego por necesidad, pero Él «es libre» de crear lo que quiere en virtud de su libertad; es necesario en el en-sí, pero libre en las modalidades. Dicho de otro modo: Dios «es libre» de crear lo que Él quiere —y no puede querer sino en conformidad con su naturaleza—, pero «debe» seguir la lógica de las cosas; su «actividad» es necesaria en las leyes, las estructuras, a la vez que es libre en los contenidos de éstas.

     

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    La Existencia está sometida al Ser, pero , a su vez, el Ser está sometido o subordinado al Sobre-Ser; dicho de otro modo, el mundo está sometido a Dios, pero, a su vez, Dios está sometido a su propia Esencia: al «puro Absoluto», a Atmâ sin rastro de Mâyâ. Dios lo puede todo en el mundo; pero no puede nada fuera de lo que le «dicta» su Esencia o su Naturaleza, y no puede querer otra cosa. Dios no puede ser lo que Él «quiere», salvo en el sentido de que no quiere sino lo que Él es; ahora bien, Él es el Soberano Bien.

    Sin duda, Dios Creador es el Dueño absoluto del mundo creado; pero Atmâ es el Dueño absoluto de Mâyâ, y el Creador pertenece a Mâyâ puesto que Él es, en ella, el reflejo directo y central de Atmâ.

    El que el Sobre-Ser pueda tener «en su plano» —si cabe expresarse así a título provisional— una voluntad distinta de la que tiene el Ser puro en su plano, no es más contradictorio que el hecho de que tal aspecto del Ser o tal «Nombre divino» pueda tener una voluntad diferente de tal otro aspecto del Ser. El «Generoso», por ejemplo, puede o debe querer otra cosa que el «Vengador»; ahora bien, la diversidad «vertical» en el Orden divino no es más contraria a la Unidad que la diversidad «horizontal». El que Dios en cuanto Legislador no quiera el pecado mientras que Dios en cuanto Omniposibilidad lo quiera —pero desde un punto de vista completamente distinto, por supuesto—, esto es tan plausible como ei hecho de que la Justicia divina tenga otros objetivos que la Misericordia12.

    «Dios hace lo que quiere»: harto paradójicamente, es justamente esta expresión coránica, y otras expresiones análogas13, las que indican la absoluta trascendencia y se refieren —en el lenguaje mismo del Ser creador y revelador— al insondable Sobre-Ser, o sea a la Esencia transpersonal de la Divinidad. La paradoja misma de la expresión, que se sustrae a toda explicación, a toda satisfacción lógica y moral, insinúa una realidad que está más allá del plano del Sujeto divino personal; lo aparentemente arbitrario abre aquí la vía a la clarificación metafísica. Las oscuridades del sentido literal son en realidad claves hacia la profundidad; la función de las palabras va aquí en sentido contrario a las interpretaciones —que cargan las tintas en el sentido de la tosquedad— de los teólogos hanbalíes, asharíes y otros. «Dios hace lo que quiere» significa, en último término, «Dios no es lo que vosotros creéis», o mejor: «lo que vosotros podéis comprender»; a saber, un ser antropomorfo con una subjetividad única y por lo tanto con una voluntad única.

    Dios puede querer lo que Él es, no puede ser lo que quiere, suponiendo —en lo que concierne a la segunda proposición— que pueda querer cualquier cosa, lo cual precisamente su ser excluye. Una observación que se impone aquí es la siguiente: desde cierto punto de vista, Dios es el absoluto Bien; pero desde otro punto de vista, está «más allá del bien y el mal», según la interpretación de las palabras; hemos aludido a ello más arriba. Por una parte, Él es el Bien en el sentido de que todo bien deriva de su naturaleza, mientras que no puede causar el mal como tal; por otra parte, Él está «más allá del bien y del mal» en el sentido de que Él es forzosamente la causa de todo lo que existe, puesto que no hay otra causa en el universo; ahora bien, la existencia en sí no es ni buena ni mala, aunque pueda considerársela en los dos aspectos. Comparado con el «Soberano Bien», el mundo total puede aparecer como una especie de «mal», puesto que no es Dios —«¿por qué me llamas bueno?»—, mientras que, desde otro punto de vista, «Dios vio que todo era bueno», es decir, que el mundo es bueno en cuanto Manifestación divina; lo que muestra bien que, si por una parte Dios es «el Bien», por otra está «más allá del bien y del mal»14; desde este último punto de vista —y desde éste solamente— se puede decir que la distinción de que se trata no significa nada para Dios, que, por consiguiente, la moral humana no le concierne.

    El Orden divino —si cabe expresarse así— está hecho de Sabiduría, de Poder y de Bondad, siendo cada una de estas hipóstasis absoluta, infinita y perfecta. Además, este Orden implica tres grados de Realidad, a saber, el Sobre-Ser, el Ser y la Existencia: ésta es aquí, no la Existencia cósmica en su integridad, sino la Manifestación divina, es decir, el reflejo directo y central del Ser en el orden cósmico15; así es como el Orden divino entra en el cosmos sin dejar de ser lo que es y sin que el cosmos deje de ser lo que es. Y éste es al mismo tiempo el misterio del Logos, del Avatâra: de la teofanía humana que es «verdadero hombre y verdadero Dios».

    La polarización en Cualidades distintas se produce a partir del grado «Ser» y se acentúa a partir del grado «Existencia». Entre las Cualidades divinas, las que manifiestan el Rigor, la Justicia, la Cólera, corresponden en último término y de una forma particular al polo «Absoluto», que en sí no puede ser un polo, pero aparece así cuando se considera separativamente su shakti de Infinitud; correlativa y complementariamente, las Cualidades que manifiestan la Dulzura, la Compasión, el Amor, corresponden de modo análogo al polo «Infinito»: ésta es la distinción islámica entre la «Majestad» (Jalâl) y la «Belleza» (Jamâl). Pero el «Justo» es el «Santo» como el «Misericordioso» es el «Santo»; pues Dios es Uno, y es santo en virtud de su Esencia, no en virtud de una determinada Cualidad.

    La Justicia, o el Rigor, que deriva en cierta forma del polo «Absoluto», no puede no ser; deben haber, pues, en el cosmos soportes que permitan su manifestación. Lo mismo para la Clemencia o la Dulzura, que deriva del polo «Infinito»: sólo puede manifestarse mediante elementos creados que sirvan de receptáculos a su acción. Lo que evoca la doctrina paulina de los vasos de Cólera y los vasos de Misericordia, luego la idea de la predestinación; y ésta no es otra que la substancia de una determinada posibilidad existencial.

     

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    La Omniposibilidad, sea cual sea su nivel hipostático16, prefigura con su ilimitación a la vez estática y dinámica la complementareidad «espacio-tiempo», o más concretamente la del éter y de su potencia vibratoria; el éter es, en nuestro mundo material, la substancia de base que prefigura a su vez la complementareidad «masa-energía». Y recordemos en esta ocasión que el vacío espacial es en realidad el éter, que es por consiguiente un vacío relativo y simbólico; asimismo, el vacío temporal, si así se puede decir —la ausencia de cambio o de movimiento— es en realidad la energía latente del elemento etéreo, pues no hay inercia absoluta. El espacio concreto es una substancia, o la substancia, la primera de todas; el vacío concreto es una vibración, o la vibración, la que comunica todas las demás. Si el vacío empírico fuera absoluto como sólo un principio puede serlo, sería una pura nada, y no habría extensión posible —ni espacial ni temporal— pues no se puede añadir una nada a otra nada; el punto no podría entonces engendrar concretamente la línea, ni el instante la duración. Sólo una substancia —por definición energética o vibratoria— puede transmitir contenidos, ya sean estáticos, ya dinámicos.

    Sin duda, el espacio en cuanto continente puro y simple es vacío y sin vida —no realiza, sin embargo, este aspecto más que de un modo relativo y fragmentario—, pero, en cuanto campo de manifestación de las posibilidades formales, luego en su naturaleza íntegra, es plenitud y movimiento; por eso de hecho, y con razón, no hay espacio total sin cuerpos celestes, y no hay cuerpos celestes sin cambio ni desplazamiento. Si el espacio no fuera más que un vacío desprovisto de substancialidad y energía, y que contuviera por milagro formas, no sería más que un museo de cristales; decimos «por milagro», pues, al no ser nada, un vacío absoluto no puede contener nada.

    Es necesariamente así porque la divina Posibilidad, a la vez que es un vacío con respecto a la Manifestación, es en sí misma Plenitud y Vida17.

     

     

    ESPECULACIÓN CONFESIONAL:

    INTENCIONES Y DIFICULTADES

     

     

     

     

     

     

    El hecho de que las opiniones confesionales se refieran, en cuanto a la substancia, al mismo orden trascendente del que se ocupa la Sabiduría perenne nos permite abordarlas sin salir del marco de nuestro tema general; y si vemos un interés en abordar opiniones que son dudosas, y que lo son incluso en su propio terreno, es por la simple razón de que rectificar un error es hacer manifiesta una verdad. Éste es, por lo demás, un medio dialéctico que se encuentra en muchas exposiciones doctrinales de Occidente y de Oriente, bajo la pluma de un Asharî, así como de un Santo Tomás; es decir, que no innovamos nada en este aspecto.

    Una primera cuestión que quisiéramos considerar aquí es la siguiente: muchos teólogos del Islam, y no de los menores, estiman que Dios quiere el mal porque, dicen, si no lo quisiera, el mal no se produciría; pues bien, si Dios no quisiera el mal mientras que el mal se produce a pesar de ello, Dios sería débil o impotente; ahora bien, Dios es todopoderoso. Lo que estos pensadores ignoran manifiestamente es, por una parte, la distinción entre el «mal como tal» y «determinado mal», y, por otra parte, entre la subjetividad de la divina Esencia y la de la divina Persona: pues la divina Persona es todopoderosa con respecto al mundo, pero no con respecto a su propia Esencia; no puede impedir lo que Ésta exige, a saber, la irradiación cosmogónica y las consecuencias que trae aparejadas, es decir, el alejamiento, la diferenciación, el contraste y, a fin de cuentas, el fenómeno del mal; lo que equivale a decir —lo repetimos— que Dios tiene poder sobre determinado mal, pero no sobre el mal como tal. Si se nos objeta, con Asharî, que en ese caso Dios sería «débil» o «impotente», responderemos que esto no es en absoluto una objeción, y por dos razones: en primer lugar, porque una limitación metafísica —con las imposibilidades que trae consigo— no es «debilidad» ni «impotencia» en el sentido humano de estos términos18, y, en segundo lugar, porque, precisamente, en el caso de que se trata hay imposibilidad metafísica por parte del Dios-Persona, siendo así que —nunca se subrayará bastante.— la Omnipotencia de la Persona divina se refiere a la Manifestación universal y en modo alguno a las raíces in divinis de esta Manifestación ni, por consiguiente, a las consecuencias principales de estas raíces, por ejemplo, el mal. Según un error particularmente malsonante, y en el fondo, blasfemo. Dios no «quiere» que pequemos puesto que prohibe el pecado, pero al mismo tiempo «quiere» que ciertos hombres pequen, pues si no lo quisiera no pecarían19; error que se refiere a la subjetividad de Dios, así como a su voluntad. Por lo demás, el mal surge de la Omniposibilidad a título de «posibilidad de lo imposible», o de «posibilidad de la nada»: la privación de ser está revestida, muy paradójicamente, de un cierto ser, y esto en función de la ilimitación de lo Posible divino; pero «Dios» no puede «querer» el mal como tal.

    Contrariamente al Corán, que declara en más de una ocasión que «Dios no rompe los compromisos» (lâ yukhlifu’l-mi’âd) o «su «promesa» (wa’dahu), ciertos exégetas insisten, por el contrario, en la idea de que Dios no debe nada al hombre, de que es absolutamente libre con respecto a él, de que no debe rendirle cuentas; preocupados, a fuerza de «piedad», por atribuir a Dios una independencia llevada hasta el absurdo, arruinan la noción del hombre, así como la de Dios, y olvidan que si Dios ha creado al hombre es porque deseaba la existencia de un ser a quien pudiera deber algo, lo que implica la expresión «creado a su imagen». Además, si Dios desea algo, lo hace de conformidad con su naturaleza, la cual coincide con su voluntad sin ser producto de ella, es decir, la voluntad resulta de la naturaleza y no inversamente; los defensores del «Derecho divino» no pueden ignorarlo, pero no sacan las consecuencias de ello, desde el momento en que creen deber defender la libertad de Dios, o su sublimidad o su realeza. Especifiquemos que estos defensores no son del todo inexcusables por atribuir a Dios una independencia moral ilimitada, pero esta suerte de independencia pertenece a la Esencia, al Sobre-Ser —que precisamente no legisla—, y no al Ser creador, legislador y retribuidor; luego no al Dios personal. La confusión viene del hecho de que la teología —que no posee la noción de Mâyâ— no considera ninguna distinción eficaz entre los grados hipostáticos en el Orden divino, preocupada como está por la «unidad» a todo pfecio; sin hablar del antropomorfismo, que atribuye a Dios una subjetividad prácticamente humana.

    El dilema de los exoterismos en un clima monoteísta es en suma el siguiente: o Dios es uno, y entonces es injusto —quod absit— y hay que ocultar esta aparente injusticia, ya sea por una declaración de incompetencia, ya por una referencia al misterio, o aun por un piadoso absurdo; o Dios es justo, y entonces su subjetividad es compleja a pesar de su simplicidad y a despecho del dogma de la Unidad, y hay que ocultar esta complejidad con las mismas estratagemas. En realidad, la unidad intrínseca no excluye una diversidad extrínseca, necesaria por lo demás, puesto que el mundo existe; y la justicia intrínseca no excluye una apariencia de injusticia o al menos de contradicción, apariencia inevitable puesto que, precisamente, el Orden divino es complejo; y lo es en función de la tendencia existenciadora y porque la existencia no puede dejar de implicar antinomias. Por una parte, la complejidad del Orden divino prefigura la diversidad y las antinomias del orden cósmico; por otra, éstas reflejan a su manera la complejidad —condicionada por Mâyâ— del Orden divino, el mal se encuentra, pues, englobado en el principio de Relatividad, de modo que sólo la Esencia permanece absolutamente ajena a la rueda universal. Esta gloria de la Esencia, el exoterismo no puede evitar atribuirla a la Mâyâ divina —es decir, a todo lo que él llama «Dios»—, de donde sus dificultades y sus apuros; la piedad obliga a un sublimismo simplificador, y esto a costa de la coherencia.

    Por lo demás, si por un afán de coherencia dogmática se quiere mantener la unidad del Sujeto divino —lo que con toda evidencia es legítimo desde el punto de vista de la Naturaleza divina en sí—,se está obligado a admitir una diferencia de modos en la Voluntad del Dios uno: a saber, un querer que es activo y directo y otro que es pasivo e indirecto, si se puede decir así; es distinguir entre lo que Dios «quiere» con miras a un bien inmediato o al menos previsible, y lo que «permite» en función de una necesidad principal, cuyo fin es por lo demás forzosamente un «mayor bien» en razón de la Naturaleza divina. Sin duda, el mecanismo total de este «permiso» escapa las más de las veces a la imaginación humana, que en este caso no capta más que el detalle, pero sin embargo es aprehensible para la inteligencia, y esto es suficiente. La capacidad intelectual se mide no sólo por la calidad de la necesidad de causalidad, sino también por sus límites, con la condición, claro está, de que estos límites estén en función de esta calidad.

     

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    «Sólo Dios es el Agente», puesto que es Él quien «crea» las acciones de los hombres. Muy bien; pero si uno se equivoca al creer que somos nosotros quienes actuamos —como lo quieren ciertos sufíes—, se equivoca igualmente al creer que somos nosotros los que existimos; si la acción humana es en realidad la Acción divina, entonces el yo humano es en realidad el Yo divino. Si el hombre «adquiere» el acto que en realidad pertenece a Dios, como lo enseña Asharî, «adquiere» asimismo el ego que en realidad pertenece a Dios; y nos gustaría saber dónde está aquí el error o el pecado: en la injusticia de la acción, como lo quiere el sentido común, o en la idea de que «soy yo quien actúa», o aun en la « adquisición» de un acto «creado» por el único Señor, como lo quiere algún sufí o algún teólogo. Si hay ilusión, ésta no está en nuestra convicción de que somos nosotros quienes actuamos, sino en nuestra existencia misma20, de la que no somos evidentemente responsables moralmente; si somos nosotros los que existimos, somos también nosotros los que actuamos. Existentes, somos libres; nuestros actos son los de Dios tan sólo en la medida en que, metafísicamente, no existimos, porque sólo Él es.

    Si Dios ha dado a los hombres la convicción de ser los autores de sus acciones, no es en absoluto —como algún sufí lo ha imaginado- para que no puedan acusar a Dios de ser el creador de sus pecados, es únicamente porque, desde el momento en que el hombre existe, él es ipso facto el autor de sus acciones buenas o malas, y esto con la misma realidad o irrealidad con la que existe, tal como hemos dicho más arriba. La conciencia concreta de que Dios es metafísicamente el Agente subyacente no es realizable más que en función de la calidad moral, o la rectitud en cierto modo ontológica, de nuestras acciones21; hay que preocuparse a priori por esta calidad moral y no por la idea de que es Dios solo el que actúa. Dios no nos ha engañado al crearnos, y tampoco nos engaña en nuestra convicción de actuar libremente; sin duda, Él es la fuente de nuestra capacidad de pensar y de actuar como es la fuente de nuestra existencia, pero no puede ser el autor responsable de nuestros actos morales22, sin lo cual no seríamos nada; y Él sería hombre.

    Es evidente que la Actividad divina subyacente es la misma en las acciones buenas y en las malas, en cuanto se trata de la actividad como tal; esta reserva significa que las acciones buenas, aparte su participación en la Actividad divina, en primer lugar son conformes al Soberano Bien —que es la substancia de esta actividad— y en segundo lugar son necesarias para la liberación del Agente divino en el alma, precisamente en razón de su conformidad con el Agathon; con la divina Perfección, que es la razón de ser de la Actividad en sí.

    Por tanto, es impropio decir, sin poner en ello el matiz indispensable, que Dios es el Agente de nuestros actos. Por el contrario, si decimos que «sólo Dios es el Conocedor» pensando en el conocimiento metafísico —como tal y no como traducción mental—, estamos en lo cierto, pues este Conocimiento no pertenece a la subjetividad específicamente humana; es propio del «Espíritu Santo» y él es lo que nos une, sin por ello divinizamos, con el Orden divino; sin él, o sin su virtualidad, el hombre no sería el hombre. El ser humano, por su naturaleza, está condenado a lo sobrenatural.

     

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    «Así pues, Él tiene misericordia de quien quiere, y endurece a quien quiere. Pero me dirás: Entonces ¿por qué reprende? ¿Quién resiste, en efecto, a su voluntad? ¡Oh hombre! en verdad, ¿quién eres tú para querer disputar con Dios? ¿Dirá la obra a quien la ha modelado: por qué me has hecho así? ¿Acaso el alfarero no es dueño de su barro para fabricar con la misma pasta un vaso honorable o un vaso vil?» (Epístola a los Romanos, IX, l8-21)23. Este pasaje enuncia una idea que se encuentra también en el Islam: Dios tiene todos los derechos, no porque es santo o porque es el Soberano Bien, sino porque es todopoderoso; argumento de conquistador y de monarca sin duda24, que cierra de entrada la discusión pero no explica nada, desde el punto de vista metafísico que el Apóstol, precisamente, no ha querido abordar. Yendo al fondo de las cosas se podría, evidentemente, responder que el hombre tiene derecho a la necesidad de casualidad que Dios le ha conferido, tanto más cuanto que la pregunta de que se trata se impone con una lógica imperiosa; sin olvidar que una pregunta no es todavía una «disputa». En el fondo, el rechazo que el Apóstol opone a nuestra necesidad de casualidad y a nuestro sentido común significa que quiere velar la complejidad del Orden divino a fin de salvaguardar la imagen antropomorfa del Dios monoteísta; pero también es, más profundamente, un rechazo opuesto a la pregunta absurda en sí: ¿por qué determinada posibilidad es posible?25

    Sea lo que fuere, según la doctrina paulina el mal es necesario para la manifestación de la «Gloria» de Dios: los «vasos de Cólera», a saber, las criaturas destinadas al castigo, están ahí para permitir la aparición de esta Cualidad divina que es, precisamente, la Cólera o la Justicia. Es decir, el pecado que hay que castigar, o el desequilibrio que hay que rectificar, es el aspecto complementario negativo, o el soporte providencial, de la Cualidad divina de que se trata; pues ésta no podría irradiar sin la ayuda de causas ocasionales que son posibilidades negativas incluidas en la Infinitud del Principio. Pero también hay que considerar lo siguiente: el hombre de bien no piensa en preguntar a Dios: ¿Por qué me has hecho piadoso y honrado?, como tampoco el pecador endurecido preguntará: ¿Por qué me has hecho pecador?, pues el hombre de bien no tiene ninguna razón para quejarse, y en cuanto al pecador, si encontrara un motivo para su pregunta —si sufriera por el hecho de ser pecador—, no pecaría más, pues nada obliga al hombre a pecar. La pregunta: ¿Por qué me has hecho así? no tiene sentido más que para una situación irremediable; ahora bien, no es el estado de pecador lo que es irremediable, es la voluntad deliberada, luego orgullosa, de pecar; y nadie puede negar que el hombre hace lo que quiere. Sin duda, esto no impide al hombre malo hacer lógicamente la pregunta de que se trata; pero aquello le prohibe hacerla moralmente, puesto que él desea ser lo que es.

    El problema de la predestinación se resuelve metafísicamente por la doctrina de la Posibilidad: toda cosa posible es con toda evidencia «idéntica a sí misma», es decir, «quiere» ser lo que es, ontológica e inicialmente26; no es el Dios personal, creador y legislador, el que «quiere» el mal, Él transfiere simplemente en la Existencia la Omniposibilidad diferenciada y diferenciadora que reside en la divina Esencia, de la que Él, el Dios personal, no es sino la primera Hipóstasis. En cuanto al hombre, podríamos decir que la «condenación» es en cierto modo el lado pasivo del individuo substancialmente perverso, es decir, cuya substancia misma es pecadora, siendo el lado activo el pecado, precisamente; queriendo el mal —queriéndolo en su misma substancia—, este individuo se «condena» a sí mismo, mientras que el pecado «por accidente», luego exterior a la substancia individual, sólo conduce al «purgatorio»27. Obsérvese que el «pecado mortal» no está en la sola acción —un hecho temporal no puede acarrear para el agente una consecuencia intemporal—, sino que está ante todo en el carácter, luego en la substancia; es decir, un mismo acto puede tener un alcance ya accidental, ya substancial, según resulte de la corteza o del núcleo de la persona. Cuando el hombre mejora su carácter, Deo juvante, Dios ya no tiene en cuenta los pecados pasados cuyas raíces han desaparecido del alma: un pecado que ya no se cometería es un pecado borrado, mientras que el hombre debe pagar por una antigua transgresión que todavía podría cometer. Huelga decir que en todo esto se trata, no de lo que aparece como pecado por su forma, sino de lo que es pecado por una tara intrínseca, pues la acción vale por la intención.

     

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    Según Cristo, es necesario que «la Escritura se cumpla»; y el Corán habla asimismo de un «Libro» en el que los menores hechos están consignados de antemano, y también de una «Tabla Guardada» en la que está inscrito el porvenir, o mejor, todo lo que es posible y todo lo que se realizará. Este libro divino no es otro que la Omniposibilidad, en diferentes grados: en primer lugar, es el Infinito mismo, que pertenece a la Esencia o al Sobre-Ser, y cuyos elementos el Ser —el Dios personal— no puede dejar de aceptar; en segundo lugar, es la Infinitud en cuanto pertenece al Ser, y es entonces la Omniposibilidad en el grado, no puramente principial y potencial, sino arquetípico y virtual; en tercer lugar, es la Ilimitación de la Existencia, luego la Omniposibilidad manifestadora y manifestada, o el Logos que proyecta las posibilidades y el mundo que las realiza.

    Dios no puede no aceptar los elementos que resultan de la Esencia, hemos dicho; sin embargo, no puede, Él que es personal, querer todos los males de una manera positiva y expresa; pero quiere, y «debe querer» por su propia naturaleza, que «la Escritura se cumpla». No obstante, puede determinar las modalidades de este cumplimiento: pues otro misterio es la relatividad de ciertas posibilidades inscritas en el «Libro». Es decir, hay cosas que deben ser de una manera absoluta y otras que pueden no ser, al menos en cuanto al modo, y que por consiguiente pueden cambiar de forma o de nivel, sin lo cual sería inútil pedir favores a Dios; la costumbre islámica de rogar a Dios, en una noche de Ramadán, que cambie en bien el mal que está inscrito en la «Tabla guardada» no tendría ningún sentido. Dios es soberanamente libre, lo que implica que hay un margen de libertad incluso en la fijación de los destinos.

     

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    Así pues, contrariamente a lo que parecen entender los celadores omnipotencialistas —los que quieren explicarlo todo por el Poder divino—, la Omnipotencia de Dios no coincide con la suprema Omniposibilidad; la Omnipotencia —ya relativa, puesto que está situada en el grado del Ser y está comprendida por ello en Mâyâ— tiene todos los poderes sobre las manifestaciones de la Posibilidad suprema, pero ésta —que precisamente pertenece al Absoluto- escapa por eso mismo a la jurisdicción ontológica de dicho Poder28. Dios tiene todo el poder sobre un determinado mal, pero no sobre el mal como tal; puede no crear un determinado mundo, pero no puede dejar de crear el mundo como tal; no puede hacer que el Absoluto no sea absoluto, que el Infinito no sea infinito, que el mundo no sea el mundo; que Dios no sea Dios. Si «Yo hago gracia a quien hago gracia, y tengo misericordia de quien tengo misericordia» (Éxodo, XXXIII, 19) es porque las cosas y las criaturas son lo que son, por su posibilidad. La actitud de Dios hacia una criatura es, en último término, un aspecto de esa criatura.

    Desde el punto de vista de la Verdad total, hay una interdependencia entre la persona humana y el Dios personal, que se explica por su solidaridad en Mâyâ; los exoteristas cometen, lógicamente, el error —pero, ¿acaso pueden obrar de otro modo?— de prestar a la Divinidad-Mâyâ las características del puro Atmâ, del puro Absoluto. De dónde la imagen de un Dios a la vez antropomorfo e incomprensible por ser forzosamente contradictorio; imagen emparejada con la de un hombre considerado incapaz de un conocimiento que no sea el sensorial, y mantenido en los límites de una piadosa ininteligencia mediante argumentos fundamentalmente moralistas.

    Por lo demás, una cosa es la legítima necesidad de causalidad del hombre disciplinado e intuitivo, y otra, la insaciable curiosidad del hombre mundano y escéptico; es a este último al que hay que oponer una negativa haciendo referencia a la grandeza de Dios y a la pequeñez del hombre, por cuanto el espíritu exteriorizado y exteriorizador nunca estará satisfecho y no tiene siquiera interés por estarlo. Sea como fuere, la Biblia y el Corán nos enseñan que los antiguos cercano-orientales tenían indiscutiblemente, junto a sus cualidades de hombres enteros, algo de prosaico, de versátil y de rebelde —no fueron, ciertamente, los únicos en tener estas debilidades—, lo que añade una justificación a los argumentos omnipotencialistas por parte de las Escrituras.

     

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    Según la lógica de los celadores obediencialistas, el hombre es «esclavo» (abd) de la misma manera incondicional en que Dios es «Señor» (Rabb); según esta forma de ver, el hombre no tiene su inteligencia más que para reconocer, por el estudio de la Revelación, lo que Dios ha declarado bueno o malo, no para comprender lo que es bueno o malo en sí y que, por consiguiente, Dios ha declarado tal. Por exceso de piedad —de una piedad que pretende dar un carácter absoluto a algo forzosamente relativo y condicional, a saber, la obediencia— no se siente siquiera que es absurdo decirnos que Dios es justo o compasivo proclamando, al mismo tiempo, que es Dios quien decide lo que es la justicia y la compasión.

    Una consecuencia de la antropología por así decirlo esclavista de algunos es la exageración, no del infierno, sino del riesgo de caer en él, riesgo atribuido incluso a los hombres más piadosos; y esto a pesar de una acentuación correlativa igualmente intensa del motivo de esperanza, de perdón, de divina Clemencia. Sin duda, la perspectiva de Misericordia restablece el equilibrio en la doctrina escatológica global, pero no por ello suprime los excesos de la perspectiva opuesta, ni la incompatibilidad entre las dos tesis; pues si es cierto que Dios ha creado a los pecadores para poder perdonarlos, como lo afirma Ghazâli, y que desesperar de la Misericordia es un pecado más grande que todos los demás pecados acumulados, como lo quiere el califa Alî, no puede ser cierto igualmente que hombres santos como Abu Bakr y Omar hayan tenido razón —suponiendo que la información sea exacta— en lamentar su nacimiento humano a causa del rigor del Juicio. Una misma doctrina no puede citarnos como ejemplo un santo que se hubiera sentido feliz de no pasar más que mil años en el infierno, y al mismo tiempo asegurarnos que Dios perdona al creyente arrepentido aun si la masa de los pecados se extiende hasta el cielo; y una misma moral no puede en buena lógica abrumarnos con amenazas escatológicas objetivamente desesperantes a la vez que nos prescribe gozar de determinados placeres «lícitos» de la vida, y no de los menores.

    En lo que concierne a la atribución, al ser humano, de un carácter exclusivamente «obediente» —en un grado que equivale a desposeerlo prácticamente de su prerrogativa de hombre—, diremos en primer lugar que el hombre debe obedecer cuando debe aceptar un destino, o un dogma a priori incomprensible —pero siempre garantizado por otros dogmas, comprensibles y fundamentales éstos—, o cuando debe someterse a una ley o a una regla; pero no obedece cuando distingue una cosa de otra o cuando ve que dos y dos son cuatro. Como quiera que sea, el argumento decisivo en esta cuestión es el siguiente: el hecho de que el hombre pueda concebir el Sobre-Ser prueba que no pude ser un «servidor» (abd) desde todos puntos de vista, y que hay algo en él —ya sea en principio tan sólo, ya sea también de hecho— que le permite no reducir su actividad espiritual a la obediencia pura y simple; esto es lo que expresa el título de «vicario» (khalîfah) dado al hombre por el Corán, y esto es lo que expresa igualmente el hecho de que, siempre según el Corán, Dios insufló al hombre «algo de su espíritu» (min Rûhihi), concediéndole así una participación real en el Espíritu divino, lo cual, como el fenómeno general de la deiformidad humana, excluye una naturaleza capaz únicamente de sumisión, luego de servidumbre29. En otros términos, el espíritu humano está esencialmente dotado de objetividad; el hombre es capaz —mal que les pese a los relativistas— de salir de su subjetividad, y esto está en relación con su capacidad de concebir el Sobre-Ser, luego de trascender el régimen del Ser creador, revelador y legislador: de trascender intelectual y contemplativamente el «Yo» divino, la autodeterminación del supremo Sí.

    Esta última observación nos permite mencionar el siguiente aspecto del problema: el Sí inmanente comprende el Ser y el Sobre-Ser; ahora bien, transcender el régimen del Ser en virtud de una consciencia concreta y suficiente del Sobre-Ser —consciencia rarísima y por definición unitiva en un grado cualquiera— es por ello mismo transcender la ley, producto del Ser legislador; no despreciarla de facto, sino entrever sus límites formales30. Conviene subrayar aquí, aunque la cosa sea evidente, que el Sí inmanente es transcendente con respecto al yo, sin lo cual el ego sería divino, mientras que el Principio transcendente —concebido objetivamente— es inmanente a todo lo que existe, sin lo cual no habría existencia. Y al igual que el Sí no deja de ser inmanente y virtualmente accesible a causa de su transcendencia, tampoco el Principio objetivo deja de ser trascendente a causa de su inmanencia ontológica en la creación.

     

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    Lo que los partidarios de un determinismo absoluto no ven, es que, al abolir las causas segundas en provecho de una sola Causa —o no admitiendo más que ésta en detrimento de aquéllas—, comprometen la noción de Libertad divina, pues un mundo sin libertad alguna, luego sin causalidad que le sea propia, no podría derivar de una Divinidad libre. El poder causativo de los seres y de las cosas da fe del Poder uno, no lo anula; la libertad del hombre da fe de la de Dios, en el sentido de que el hombre es responsable de sus actos porque Dios es soberanamente libre. El Universo no es un mecanismo de relojería, es un misterio vivo; afirmar lo contrario equivale a negar la inmanencia, que en último término es un efecto de la trascendencia. Y es por lo menos contradictorio mantener furiosamente la dualidad absoluta «Señor y servidor» declarando al mismo tiempo que sólo existe el primero.

    Pero hay más: un Dios que exige la obediencia debe Él mismo obedecer a algo, si está permitido expresarse así; este Dios que obedece es el «no-supremo» (apara) de los vedantistas, el cual está ya comprendido en Mâyâ. Un Dios que no tiene que obedecer a nada no exige la obediencia; y éste es la Divinidad «suprema» (Paramâtmâ), la Esencia «no-cualificada» (nirguna). Dios sólo puede obedecer a su propia naturaleza; no se trata de que obedezca a algo que se situaría fuera de Él mismo.

    O también: Dios-Esencia está más allá del bien y el mal, y no es un interlocutor; Dios-Persona es un interlocutor, y ama el bien y nos pide que lo amemos. Un Dios que, siendo el «Soberano Bien», ama y ordena el bien, no podría estar «por encima del bien y el mal», como tampoco un Dios que posee esta indiferencia puede ordenar ni prohibir nada31.

    En lugar de decir: «Es imposible que Dios, que es el Soberano Bien y prohibe el mal, quiera, cree y haga el mal», los omnipotencialistas prefieren decir: «Es imposible que existan cosas que Dios, que es el Todopoderoso, no quiera y no cree, aunque fuera un mal». Por una parte, se «personaliza» la Esencia divina, que es impersonal, y por otra parte se «deshumaniza» al Dios personal.

     

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    El gran enigma —desde el punto de vista humano— es la cuestión de saber, no por qué el mal como tal es posible, sino qué significa la posibilidad de un determinado mal; se puede comprender el mal abstractamente, pero no concretamente —salvo en ciertas categorías de casos cuya lógica es transparente32—, mientras que se puede comprender concretamente el bien en todas sus formas, es decir, se capta sin ninguna dificultad su posibilidad o necesidad. Es que en el mal está todo el misterio del absurdo, y éste coincide con lo ininteligible; sólo nos queda entonces referirnos a la noción de Omniposibilidad, pero en ese caso estamos de nuevo en lo abstracto; fenomenológicamente hablando, no desde el punto de vista de la intelección y de la contemplación. La Omniposibilidad es una cosa, sus contenidos son otra.

    Precisemos todavía, aunque en resumidas cuentas esto resulte de lo que acabamos de decir, que el mal se vuelve incomprensible en la medida en que es particular: la posibilidad de lo feo, por ejemplo, es comprensible, pero no es evidente el por qué pueda haber tal o cual fealdad, ya sea física o moral. Lo que explica, sin embargo, en cierta forma «tal o cual tara», es decir, la posibilidad —y de hecho la necesidad— de un defecto particular, concreto y no principial tan sólo, es la ilimitación de lo Posible, la cual debe realizar posibilidades anormales destinadas a desmentir imposibilidades; lo que la Posibilidad no puede realizar —so pena de absurdo ontológico— en las cosas en sí, lo realiza al menos en las apariencias; en este plano, nada es «absolutamente imposible», por más anodino que fuera el «suplente» de la imposibilidad.

    Una clave para el enigma del mal en general es esta fatalidad cosmogónica: allí donde hay forma, no sólo hay diferencia, sino también posibilidad de oposición efectiva, según el nivel mismo de coagulación formal; la caída de Adán, se dice, ha traído consigo la de todas las criaturas terrenas, ha actualizado, por consiguiente, oposiciones latentes e introducido en el mundo la lucha y el odio, luego el mal en cuanto privación de caridad, a veces combinada con un exceso de derecho, como en el caso de una justa venganza que sobrepasa sus límites.

     

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    Un ejemplo típico de teología obediencialista es la teoría asharí, que en substancia niega que Dios ordene lo que está bien y prohiba lo que está mal; por el contrario, expone —y hemos aludido a ello más arriba— que el bien es lo que Dios ordena, y el mal lo que prohibe; ahora bien, si esto fuera así, Dios no tendría ningún motivo para ordenar ni prohibir nada, pues no se ordena por ordenar y no se prohibe por prohibir, como tampoco se permite por permitir. La idea de Asharî es que Dios «crea» el bien y el mal, lo que es cuando menos insuficiente, puesto que la causa del bien, y por tanto de la distinción entre el bien y el mal, no está en el acto arbitrario de un Sujeto divino ya teñido de Relatividad o de Mâyâ —a saber, el Ser creador y legislador—, sino en la Naturaleza misma de Dios o en su Esencia; es en este sentido en el que el Corán declara que Dios «se ha prescrito la Misericordia» o que «le incumbe ayudar a los creyentes»; no dice que Dios «cree» la Misericordia junto con su contrario o su ausencia, sin que se pueda comprender el contenido de estas «creaciones», o sin que se pueda comprender otra cosa que el hecho de la decisión divina. Estrategia teológica, podríamos decir: se trata, en efecto, en el espíritu del teólogo, de subrayar que «Dios» —el Sujeto divino que «quiere» esto o aquello— lo determina todo y no es determinado por nada; habría bastado, sin embargo, con decir que Dios ordena o bendice lo que es conforme a su Naturaleza, que es el Soberano Bien y nos es comprensible, precisamente, por sus reflejos en la creación. Dos y dos son cuatro, no porque Dios lo «quiere», sino porque ello resulta de su Esencia33; y es por esto por lo que lo «quiere» con respecto a los hombres, en el sentido de que se lo hace evidente otorgándoles la inteligencia. Dios quiere hacernos participar en su Naturaleza porque Él es el Soberano Bien y por ninguna otra razón.

    Se podría destacar a este respecto que, si bien Dios está «ligado» por su propia naturaleza a que una causa determinada engendre un efecto determinado, es libre, por el contrario, de elegir un tipo de operación, por una parte, y sus términos, por otra; la elección depende de su Infinitud, mientras que la coherencia en la aplicación de esta misma elección depende de su Absolutidad. Podríamos señalar igualmente —y nos repetimos subrayándolo una vez más —que la libertad está en la elección y no en las consecuencias de ésta, que el buen uso de la libertad presupone, pues, el conocimiento de lo que nuestra opción implica; esto es cierto incluso para Dios, no obstante el hecho de que su Omnipotencia —su Libertad precisamente— implica la capacidad de obrar excepciones milagrosas que, sin embargo, «confirman la regla»; el hombre, en cambio, no puede en ninguna circunstancia escoger un cristal y escoger luego que éste no sea duro ni transparente. Sea como fuere, no se trata de negar que las consecuencias o las modalidades derivan de la Voluntad divina, se trata simplemente de señalar que derivan de ella de otro modo que las causas o las substancias: en cierta manera, cada gota de lluvia está ligada al Orden divino por el hecho de que es una posibilidad, pero no lo está de la misma forma que el agua en sí, la cual determina todas sus modalidades posibles por su naturaleza misma, y ésta es con toda evidencia «querida por Dios».

     

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    Lo que los celadores de un «Derecho divino» mal entendido parecen no comprender es que, al crear al hombre, Dios se compromete; ya no es, pues, absolutamente libre como lo es en sí, y es un error decir que es incondicionalmente libre con respecto al hombre porque es incondicionalmente libre en su propia naturaleza; o que habiendo creado al hombre según una determinada intención y, por tanto, según una cierta lógica, no se ha comprometido. Hemos leído en un gran teólogo que el hombre lo debe todo a Dios, pero que Dios no debe nada al hombre, lo que equivale a decir que no hay ninguna relación lógica entre el Creador y la criatura; que al crear el agua, por ejemplo, habría creado algo que en cualquier instante podría dejar de ser agua; o que Dios no actúa justamente porque es justo, sino que un acto es justo porque es realizado por Dios.

    La sobreacentuación de la trascendencia divina conduce al mismo callejón sin salida que la de la Libertad o la Omnipotencia: pues si hay Trascendencia exclusiva, luego absolutamente separativa, no hay ningún medio de saber que Dios es trascendente, o incluso simplemente que Él es; al igual que, si Dios es libre o todopoderoso en todos los aspectos posibles —no lo es sino en relación con los modos de su creación—, es libre también de no tener las Cualidades que lo caracterizan e incluso de no ser Dios, quod absit, como hemos hecho notar más arriba. Pero para el pensador de tipo asharí, el hombre no tiene elección: puesto que no puede conocer lo absolutamente Trascendente, debe limitarse a creer y a someterse; pues bien, nos gustaría saber por qué. Harto afortunadamente, el sentimiento religioso, que es innato al hombre, no depende de los piadosos excesos de una determinada teología, aun si los acepta en el plano de las abstracciones mentales, por simple piedad precisamente.

    Si existe un mundo frente a Dios y además este mundo es diferenciado, luego múltiple, es necesario que haya en Dios mismo un principio de proyección y de diferenciación, y por ello de relatividad, que establezca los grados hipostáticos en el orden divino o los grados de realidad a secas, en suma, un «precedente metafísico» in divinis que haga posible el mundo y las cosas. Cuando, por afán de unitarismo ontológico, se niega esta Mâyâ universal, se desemboca en el absurdo de una subjetividad divina a la vez despiadadamente trascendente y paradójicamente antropomorfa; luego en el absurdo de un Dios que, por unitarismo, está obligado a encargarse de todo; que en ausencia de las leyes naturales debe crear el ardor de un fuego cada vez que haya uno; de un Dios que «crea» los pecados de los hombres y que, al mismo tiempo, los castiga, excepto cuando decide no hacerlo. Todo esto debemos admitirlo por la simple razón de que «Dios nos ha informado de ello», lo que para los fideístas hace las veces de explicación metafísica, a pesar del hecho de que Dios ha creado nuestra inteligencia y con ella nuestras legítimas necesidades de causalidad; la razón de ser de la creación del hombre es precisamente el prodigio de una inteligencia capaz de participar en la naturaleza de Dios y sus misterios, y que, por participar en ellos —y en la medida en que lo hace realmente— es la primera en saber que «el comienzo de la sabiduría es el temor de Dios».

     

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    De hecho, no sólo hay una lógica racional, hay también una lógica moral; y ésta, en sus expresiones, puede violar aquélla. La idea de un infierno eterno, por ejemplo, es metafísicamente absurda; si ha sido eficaz durante más de dos milenios es porque siempre ha sido considerada según la lógica moral; esta eternidad se convierte entonces en la sombra de la Majestad divina menospreciada. Ya se trate de condenación o de salvación, el absurdo no reside sino en la idea de un alma inmortal que comienza en el nacimiento y que pasará su eternidad acordándose de su situación terrenal, y así sucesivamente; no reside en un simbolismo que es moralmente plausible y eficaz por basarse, por una parte, en lo que hay de cuasi absoluto en la condición humana y, por otra, en lo que hay de definitivo, desde el punto de vista de esta condición, en los destinos de ultratumba.

    Podríamos también expresarnos de este modo: lo que la religión quiere obtener, por así decirlo, «a cualquier precio», luego eventualmente en detrimento de la lógica, es que el hombre se someta en toda circunstancia a lo que podemos llamar la «voluntad de Dios»: ya sea el Misterio divino en cuanto puede ser incomprensible para nosotros, o cierto destino que nos turba, o, en general, los aspectos de ininteligibilidad del mundo. Y esto da al lenguaje religioso o a la formulación teológica un cierto derecho a lo excesivo, incluso al absurdo, siendo el hombre lo que es34; si hay un plano en el que «el fin santifica los medios», es el de la vida espiritual en todos los grados. «Bienaventurados los que no han visto y han creído.»

    Recordemos aquí una vez más la diferencia entre el «hombre de fe» y el «hombre de gnosis»: entre el creyente, que en todo busca tan sólo la eficacia moral y mística hasta el punto de violar a veces sin necesidad las leyes del pensamiento, y el gnóstico, que vive ante todo de certidumbres principiales y está hecho de tal forma que estas certidumbres determinan su comportamiento y contribuyen poderosamente a su transformación alquímica. Pues bien, sean cuales sean nuestras predisposiciones vocacionales, debemos forzosamente realizar un cierto equilibrio entre las dos actitudes, pues no hay piedad perfecta sin conocimiento, y no hay conocimiento perfecto sin piedad.

    Sin duda, hay hombres que sólo se salvan cojeando, y ciertamente no hay motivo para reprochárselo ni impedírselo; pero esto no puede significar que sólo ellos se salven y que todo el mundo deba cojear para salvarse. Esta observación vale independientemente del hecho de que, en ciertos aspectos, todos cojeamos, aunque sólo sea a causa de los azares de nuestra condición terrenal.

     

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    Hemos recurrido más de una vez a la noción budista del upâya, de la «estratagema salvadora»: pues bien, el upâya, por el hecho mismo de que es un medio «santificado por el fin», tiene un cierto derecho a sacrificar la verdad a la oportunidad, es decir, tiene este derecho en la medida en que una determinada verdad queda aparte de su propia verdad fundamental y de la estrategia espiritual correspondiente.

    El upâya, para ser eficaz, debe excluir; la vía de «Dios en sí» debe excluir la de «Dios hecho hombre» —a la vez que conserva un reflejo de ella, reflejo cuya función será secundaria— e inversamente; el Islam, so pena de ser ineficaz, o de ser otra cosa que él mismo, debe excluir el dogma cristiano; el Cristianismo, por su parte, debe excluir el axioma característico del Islam, como ha excluido desde sus orígenes el axioma del Judaísmo, el cual coincide con el del Islam desde el punto de vista considerado. Las Epístolas de San Pablo muestran cómo el Apóstol simplifica el Mosaísmo con la intención de apoyar el Cristianismo en el doble aspecto doctrinal y metódico; de modo análogo, todo lo que en la imaginería musulmana choca a los cristianos debe interpretarse como un simbolismo destinado a despejar el terreno con vistas a la eficacia del upâya muhammadiano. Para comprender una religión es inútil pararse en su polémica extrínseca; su intención fundamental está en su afirmación intrínseca, que da testimonio de Dios y conduce a Dios. La imaginería no es nada, la geometría subyacente lo es todo.

     

     

    ESCOLLOS DEL LENGUAJE DE LA FE

     

     

     

     

     

     

    En el Cristianismo, como en otras partes, se encuentran ejemplos característicos de la sobreacentuación del aspecto «servidor», hablando de la naturaleza humana; decimos «sobreacentuación», no para decir que hay límites para la virtud de humildad en cuanto ésta se halla determinada por una situación objetivamente real —sin lo cual hay exceso y no norma—, sino para especificar que un determinado sentimentalismo religioso está siempre dispuesto a exagerar la indignidad del hombre, es decir, a reducir el hombre total y deiforme al hombre parcial y desviado; a reducir eventualmente el «hombre como tal» a «determinado hombre». Esto aparece en cierto modo en el hecho de suplicar a Dios, antes del rito de la Consagración, «que reciba favorablemente esta ofrenda de vuestros servidores», o «que haga descender el Espíritu Santo» sobre las especies eucarísticas y las cambie «por un favor de tu bondad» en el cuerpo y la sangre de Cristo, y otras fórmulas de este género, según las liturgias; es decir, se da un cariz objetivo y sacramental a una disposición subjetiva y moral.

    Santo Tomás, que tiene conciencia del problema, plantea en primer lugar la cuestión de saber si la súplica de que se trata no es «un ruego superfluo, puesto que el poder divino produce infaliblemente el sacramento», y responde a continuación, por una parte que «la eficacia de las palabras sacramentales podría ser contrariada por la intención del celebrante», y, por otra, que «no hay ninguna inconveniencia en pedir a Dios lo que estamos seguros de que realizará»; por último, que el sacerdote ruega, no para que la consagración se cumpla, sino «para que ella nos sea fructífera35». Estas explicaciones son plausibles36, pero no dan cuenta del porqué de la formulación misma, mientras que en ello está toda la cuestión desde el punto de vista del lenguaje religioso que aquí nos interesa, e independientemente de las variaciones litúrgicas37.

    Otro ejemplo de sobreacentuación religiosa es el siguiente: el Decreto de Graciano (siglo XII) estipula que, si quedan después de la Misa hostias consagradas, los sacerdotes «deben ser diligentes en consumirlas con temor y temblor»; es cierto que el sentido de lo sagrado excluye toda desenvoltura, pero esto no es una razón para expresarse de forma que se dé la impresión de poner un moralismo irritado en lugar de la esperanza a la vez vivificadora y apaciguadora que se impone aquí, y de la que el fiel debe ser capaz so pena de estar descalificado para el rito. Pues lo que prevalece en un caso como éste no puede ser una actitud de «temblor»38, es, al contrario, un recogimiento contemplativo hecho de serenidad y de santo gozo; recogimiento que por definición se combina con el temor reverencial, sin duda, pero no hasta el punto de reducir todo el enfoque a un reflejo de separación o de alejamiento. La expresión de Graciano hace sentir, en suma, lo que hay de inconscientemente profanador en la vulgarización del sacramento eucarístico, dictada por una piedad más emotiva que realista y que olvida el mandato de no dar «a los perros lo que es sagrado»39; que olvida el principio de que la caridad bien entendida depende de la verdad, luego de la naturaleza de las cosas.

    Al pensar en este contexto en el cáliz dorado de la Misa, nos acordamos de una expresión que también da fe del «ostracismo» ocasional del sentimentalismo religioso: más de una vez hemos leído que el oro no es más que un «vil metal» mientras que el alma es bella, y otras expresiones de este género. En realidad, el hecho de que el oro sea materia no lo hace en modo alguno «vil», sin lo cual la hostia consagrada y a fortiori el cuerpo de Cristo y el de la Virgen —elevados al Cielo y no destruidos— serían «viles» igualmente, quod absit; por consiguiente, hay que poseer una mentalidad fundamentalmente moralizante para confundir prácticamente una inferioridad simplemente existencial con una bajeza moral. El hecho mismo de que el cáliz de la Misa deba ser dorado desmiente tal abuso de terminología, con la asociación de ideas desagradable que lleva consigo lógicamente, abuso que no habríamos mencionado si no hubiera muchos otros ejemplos de este género en la literatura piadosa40, al menos cuando el tema tratado invita a tales confusiones; el «complejo» fundamental es siempre el desprecio de la «carne» en nombre del «espíritu», o de la naturaleza en nombre de la sobrenaturaleza, con razón o sin ella.

     

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    Como en el capítulo precedente nos hemos referido mucho a la teología islámica, sin duda vale la pena señalar ciertos escollos que hacen singularmente penoso el acceso a la literatura piadosa del Islam, y que incluso lo bloquean en muchos casos: se trata especialmente de una acusada tendencia a la expresión elíptica, y también, casi correlativamente, una tendencia no menos desconcertante al hiperbolismo o incluso a la exageración sin más41. No es que el Cristianismo —ya lo hemos visto— esté al abrigo de este género de escollos, pero su lenguaje es por término medio más «ario» que el de la piedad musulmana, luego más directo y más abierto, menos simbolista también y menos florido, de modo que corre menos riesgos en el aspecto de que se trata. Para el occidental, la exageración es algo intelectualmente inadecuado y moralmente poco honrado; para el cercano-oriental, compensa su falsedad con su utilidad: acentúa la verdad estilizándola, es decir, pone de relieve la intención íntima de la imagen que amplifica; casi hace las veces de «esencialización», es decir, aparece a veces como «más verdadera» que su objeto, en el sentido de que manifiesta su cualidad secreta, difuminada por el velo de las contingencias. El carácter cuantitativo —no cualitativo- de la exageración no le quita a ésta nada de su fuerza contundente, a los ojos de quienes la aceptan y la practican; lo cual no deja de estar relacionado, creemos, con el prestigio de la idea de «poder», luego también con el argumento de la Omnipotencia.

    El simbolismo es el lenguaje primordial, el de la Sophia perennis; queda por saber cuáles son sus deberes y cuáles son sus derechos; las respuestas serán sin duda diversas según los temperamentos y las épocas.

     

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    Muchas de las paradojas de la literatura islámica, empezando por los ahâdîth mismos, se explican por un elipsismo deseoso de causar un «choque catalítico» al margen de la lógica incluso elemental. El sentido común aparece entonces como algo «exterior» y «superficial», profano si se quiere, luego como una falta de penetración, de intuición, de sutileza; se considera que la paradoja misma de las elipses estimula nuestro instinto de las intenciones subyacentes.

    Daremos como ejemplo el hadîth siguiente, cuya autenticidad, por lo demás, no podemos garantizar, pero poco importa, puesto que se lo cita sin vacilación: «El alimento más puro es el que ganamos con el trabajo de nuestras manos; el Profeta David trabajaba con sus propias manos para ganar su pan. El comerciante que dirige sus negocios honradamente y sin deseo de engañar a los demás será situado en el otro mundo entre los Profetas, los santos y los mártires». A este discurso, de un absurdo flagrante en cuanto al sentido literal, se podría objetar, en primer lugar, que David era rey y que la cuestión de un trabajo manual no le concernía; pero sin embargo se puede imaginar que él entendía dar buen ejemplo a su pueblo y que no consideraba la realeza como un trabajo que hubiera que remunerar; este punto no tiene gran importancia, pero como la imagen de un rey que se cree obligado a trabajar para pagar su sustento es absurda en sí misma, valía la pena indicar su plausibilidad eventual. Pero pasemos a lo esencial: un comerciante está interesado a priori en ganar tanto como sea posible, y la tentación de los fraudes pequeños o grandes está en su oficio mismo42; combatir metódicamente esta tentación, renunciar, pues, básicamente al instinto de lucro, y ello sobre la base de la fe en Dios, luego de un ideal espiritual, es morir a un modo de subjetividad; la objetividad, ya sea intelectual o moral, es, en efecto, una especie de muerte43. Ahora bien, la objetividad, que en el fondo es la esencia de la vocación humana, es un modo de santidad, y coincide incluso con ésta en la medida en que su contenido es elevado, o en la medida en que es íntegra; el desapego del comerciante, por amor a Dios, es «determinada santidad», y ésta, desde el punto de vista de la substancia, coincide con la «santidad como tal»; de dónde la referencia, en el hadîth citado, a los santos e incluso a los Profetas44. La sentencia es escandalosa a primera vista, pero invita a la meditación por esta misma razón.

    El que el elipsismo dialéctico y simbolista pueda dar lugar a muchos abusos o pueda hacer perder el sentido crítico que, sin embargo, se considera que ha de estimular, es la evidencia misma; y es una cuestión completamente distinta. Sea como fuere: «los dioses gustan del lenguaje oscuro», dice un texto hindú. Gustan de este lenguaje, no porque afecten ininteligibilidad, sino porque odian la profanación; quitad de las almas el vicio de la profanidad, y los dioses quitarán de su lenguaje el velo de oscuridad. Queda por saber en qué medida el hombre tiene derecho a este principio; en qué medida puede hablar en nombre de los dioses, y como los dioses.

     

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    Pero no sólo hay la expresión elíptica de apariencia paradójica, también hay la expresión simbolista, analógica y alusiva: citaremos a este respecto las palabras siguientes, atribuidas al califa Alî45: «Si tan sólo una gota de vino cayera en un pozo y luego éste se cegara y se construyera en ese lugar un minarete, yo no subiría a él para hacer la llamada de la oración. Si una gota de vino cayera en un río, y éste se secara y la hierba naciera en su lecho, yo no llevaría a pastar allí a ningún animal». Tomadas en su sentido literal, estas palabras son propiamente absurdas porque son contrarias a la naturaleza de las cosas desde el doble punto de vista del vino y su prohibición: en realidad, el vino es noble en sí —como lo prueban las bodas de Caná y el rito eucarístico—, y el Corán no lo prohibe sino a causa del peligro de embriaguez, luego de irresponsabilidad, de pendencia y de asesinato, y por ninguna otra razón; contrariamente a la naturaleza del vino y a la intención de la Ley, las palabras citadas significan en buena lógica, por una parte que el vino es intrínsecamente malo, y, por otra, que por esto la Ley lo prohibe. Se dice, tradicionalmente, que en el Paraíso el vino estará permitido, y nadie ignora que Cristo, Moisés, Abraham y Noé bebían vino; en fin, que todos los semitas lo hacían, como judíos y cristianos lo hacen todavía, y con honor; es bien conocido, igualmente, el papel positivo que juega en el Sufismo el simbolismo del vino46. El absurdo de la sentencia citada es tan flagrante que esta misma disonancia permite suponer —u obliga a admitir— que hay ahí una intención alusiva y analógica47 que se trata, por consiguiente, no del vino en sí, sino del principio negativo o maléfico de la embriaguez psíquica; embriaguez natural e individual, no sobrenatural y liberadora. Este aspecto de la embriaguez es el que interviene en un grado cualquiera en la música profana, o en la música asimilada de manera profana, la cual amplifica el ego en vez de superarlo48. De ello resulta un narcisismo refractario a la disciplina espiritual, una adoración de sí que está en las antípodas de la extinción beatífica de la que el arte sagrado pretende dar un presentimiento; escuchando una bella música, el culpable se sentirá inocente. Pero el contemplativo, al contrario, escuchando la misma música se olvidará a sí mismo presintiendo las esencias; metafóricamente hablando, encontrará la vida perdiéndola, o la perderá encontrándola. Esto equivale a decir que para el contemplativo la música evoca todo el misterio del retorno de los accidentes a la Substancia49.

    Pero volvamos al hadîth de Alî: en suma, el ensañamiento del cuarto califa contra el vino se explica cuando se admite que el vino es prácticamente el orgullo. La hinchazón narcisista que la embriaguez produce no es, en efecto, sino el «pecado original» considerado en su aspecto luciferino. Asimismo, se comprende el ensañamiento del hadîth sobre los comerciantes —que hemos citado en primer lugar— si se tienen en cuenta las ecuaciones «avidez igual a concupiscencia» y «concupiscencia igual a caída»; lo que se considera es también el pecado original, pero esta vez en su aspecto de egoísmo ávido y avaro. La victoria sobre el «dinero» y el «vino» se convierte en la victoria sobre el «viejo Adán»: la victoria a secas, la que personifican los santos y los Profetas; y la naturaleza de éstos no es otra que la Fitrah, la «Naturaleza primordial»; la de los elegidos en el Paraíso.

     

     

    NOTAS SOBRE TIPOLOGÍA RELIGIOSA

     

     

     

     

     

     

    Es posible aproximarse al Absoluto por dos vías50, una fundada en «Dios en sí» y la otra en «Dios hecho hombre»; esto es lo que constituye la distinción entre, por una parte, el Abrahamismo, el Mosaísmo, el Islam, el Platonismo, el Vedantismo, y, por otra, el Cristianismo, el Ramaísmo, el Krishnaísmo, el Amidismo, y en cierto modo incluso el Budismo a secas.

    La segunda de estas vías —la del Logos— es comparable a una barca que nos conduce a la otra orilla: la tierra lejana se vuelve tierra próxima, en la forma de la barca; Dios se hace hombre porque nosotros somos hombres; Él nos tiende la mano tomando nuestra propia forma. Lo que implica, en primer lugar, que el hombre no puede salvarse de otro modo que mediante esta mano tendida de Dios y, en segundo lugar, que la imagen del «Dios en sí» se difumina en la mitología y la economía salvadoras del «Dios hecho hombre».

    La primera de estas dos vías se funda, por el contrario, en la idea de que el hombre, por su misma naturaleza —caída o no— tiene acceso a Dios, y de que lo que salva es la fe en «Dios en sí»; pero esta fe debe ser íntegra, debe englobar todo lo que somos, a saber, el pensamiento, la voluntad, la actividad, el sentimiento; esto es lo que entienden realizar las Leyes sagradas, para la colectividad así como para el individuo51. El hombre se salva conformándose perfectamente a su naturaleza teomorfa; la Ley sagrada es lo que somos, esencial y, por tanto, primordialmente.

     

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    Está en la naturaleza de las cosas el que ninguna de las dos vías fundamentales pueda excluir del todo la verdad de la otra vía; la vía del Logos debe encontrar su lugar secundario —aunque sólo fuera a título simbólico- en el marco de la vía del «Dios en sí», e inversamente. El Shiísmo, con su cuasi divinización de Alî y de Fâtima y su imamolatría subsiguiente, proyecta por así decirlo la perspectiva cristiana en el Islam; el Amidismo, con su confianza salvadora en la Misericordia del Buda-Dios Amida, parece introducir esta misma perspectiva fundamental en el Budismo52. El Hinduísmo —como cabía esperar— contiene ambas perspectivas, una junto a la otra, es krishnaíta así como vedantista.

    Pero los ejemplos extremos del Shiísmo y el Amidismo son insuficientes, pues se trata de encontrar la perspectiva extranjera no sólo en una determinada cristalización particularista, sino también y ante todo en la religión general; así, el culto al Logos se encuentra en el Islam general bajo la forma atenuada y, por así decirlo, neutralizada del culto místico a Muhammad, cuya expresión canónica es la «Bendición del Profeta»; el culto al Logos se encuentra igualmente en el Budismo general bajo la forma de la cuasi adoración a Buda, cuya señal más notoria es la imagen clásica y universal de Buda.

    Con toda evidencia, la reverberación inversa existe igualmente, y se manifiesta, muy paradójicamente, en el hecho de que las religiones del Logos «hecho hombre» consideran, en cierta medida, a este hombre como si fuera el «Dios en sí»: también ellas entienden realizar lo humano íntegro y primordial mediante el recurso a una Ley, pero siempre partiendo de la idea de un «Verbo hecho carne» y de la incapacidad fundamental del hombre marcado por la caída; o sea, sin salir de su óptica general y determinante.

    La confrontación entre dos tipos de religión, centrado uno en el Dios-en-sí y el otro en el Dios-hecho-hombre, evoca el principio de una doble relación, no sólo del hombre a Dios, sino también de la esposa al esposo, del pueblo al monarca, y otras complementaridades de este género. Si nuestra confrontación de las religiones nos ha mostrado que hay hacia Dios un acceso que es directo y otro que es indirecto, podríamos decir lo mismo de las situaciones puramente humanas: la esposa no puede estar subordinada al esposo más que con la condición de ser, en otro plano, su amiga, a saber, en el plano de su humanidad común; asimismo, una regla elemental de la monarquía es que el monarca, si por una parte domina a sus súbditos, por otra debe salvaguardar siempre para con ellos una relación de hombre a hombre, como nos lo muestran los ejemplos de los grandes reyes del pasado.

    Para el occidental, el acceso a la personalidad del Profeta está como bloqueado por los factores siguientes: el lenguaje a primera vista extrañamente tipo «hombre medio», incluso «prosaico» y algo «discontinuo» del Profeta; una cierta complicación y cuasi accidentalidad de su vida privada; y sobre todo la pretensión canónica de situarlo por encima de Cristo. Por eso el acceso a la personalidad de Muhammad no es posible —fuera del caso de una conversión pura y simple, cuyo resultado será el olvido o la incomprensión de la personalidad de Jesús— este acceso, decimos, no es posible más que por rodeo metafísico o esotérico, que capta el fenómeno a partir del interior y va de la síntesis al análisis, de la esencia a la forma, o de la substancia al accidente. Hemos tratado de ello en otras ocasiones y nos limitaremos aquí a la siguiente observación, que aparecerá a priori como una petición de principio, pero poco importa, puesto que las consecuencias espirituales, religiosas, culturales e históricas del fenómeno muhammadiano prueban su legitimidad, su eficacia y su grandeza: contrariamente a lo que tiene lugar para Cristo, que no hace más que pasar como a disgusto por el estado humano y se encuentra en él casi como un extraño, el Profeta, deliberadamente separado del Orden divino —pues la razón de ser del Islam quiere que el Enviado sea «el hombre, todo el hombre y nada más que el hombre»—, el Profeta, pues, se sitúa de pleno en la condición humana y por ello acepta y realiza a la perfección todo lo que es positivamente humano y natural: lo cual, para los cristianos, confunde la pista de su santidad. El Profeta posee esencialmente el sentido de la sociedad, mientras que Cristo sólo considera al hombre en sí; por eso San Pablo, que, sin embargo, es consciente de la utilidad social del matrimonio, parece querer hacer de éste una especie de castigo, como para vengarse del hombre que no ha elegido el celibato con miras al Espíritu Santo, y ello a pesar de ese sesgo que es la sacramentalización del matrimonio, la cual se refiere al Espíritu Santo y solicita su participación. Sea como fuere, las formulaciones dogmáticas y las estipulaciones éticas tienen forzosamente algo de brutal, si se puede decir así; no se edifica una religión a base de matices.

    Por extraña que pueda parecer tal aserción —que en el caso de Cristo no tendría ningún sentido—, Muhammad es el Profeta de lo «razonable»; de lo razonable no mediocre, por supuesto, sino hecho de realismo psicológico y social, y susceptible, por consiguiente, de servir de vehículo a la vía ascendente. Incidentalmente, pero no raramente, el Profeta sabía ser tan «piadosamente desrazonable» como los ascetas cristianos, y a esos ejemplos «al margen» se refiere el ascetismo esotérico del que hemos hablado más arriba; «al margen» por ser extraños —si no contrarios— al principio de mesura y equilibrio de la religión común.

    El Profeta, dicen los sufíes, realiza la síntesis de todas las posibilidades espirituales, mientras que cada uno de los otros «Enviados» no representa más que una sola de estas posibilidades, o al menos no acentúa más que una sola. Mientras que el mensaje de «interioridad» o de «esencialidad» de Jesús —opuesto al culto de las «observancias externas»— es unívoco y contundente, el carácter de síntesis o de equilibrio del mensaje muhammadiano es precisamente lo que hace más o menos «impreciso» el retrato espiritual del Profeta, al menos visto desde fuera y en ausencia de las claves necesarias; mas para los musulmanes, este mismo retrato es perfectamente inteligible, pues lo conciben a priori como el abanico desplegado de todas las grandezas y todas las bellezas, y ello no sobre la base de una abstracción, por supuesto, sino siguiendo el itinerario complejo de los incidentes grandes y pequeños que jalonan la vida del héroe. Se podría decir que, en cierto sentido, la perspectiva islámica, en lo que concierne al Mensajero y a la vida espiritual, va del análisis a la síntesis, mientras que la perspectiva cristiana, por el contrario, procede de la síntesis al análisis, en los dos mismos aspectos.

    Una verdad simbólica no es siempre literal, pero una verdad literal es forzosamente simbólica siempre. Las diversas tradiciones islámicas referentes a Cristo, la Virgen y los cristianos no son ciertamente para tomarlas al pie de la letra —lo que no invalida en nada su intención o su simbolismo, precisamente—, pero cuando el Islam enseña que existe, y que siempre ha existido, la posibilidad de la salvación fuera de la persona de Cristo, y que ésta es una manifestación salvadora entre otras —lo que no significa que sea como las otras—, la verdad literal está de su lado, al menos en este aspecto particular53. Jesús es exclusivamente «la Puerta» y «la Vía», sin duda, pero la Puerta y la Vía no son exclusivamente Jesús; el Logos es Dios, pero Dios no es el Logos. Toda la cuestión está en saber en qué grado aceptamos este axioma y qué consecuencias sacamos de él.

    Desde otro punto de vista completamente distinto, no hay religión que no incluya elementos prácticamente comparables a lo que en lenguaje zenista se denomina un koan, a saber, una fórmula lógicamente irritante, destinada a hacer estallar la corteza de la mente, no hacia abajo, por su puesto, sino hacia arriba; y en este sentido toda religión, por algún aspecto o algún detalle, es una «divina locura», lo que por lo demás es compensado a priori por la evidencia deslumbrante y cuasi existencial de su mensaje global. Por mucho que el escéptico, o el pedante, choque con inevitables contrasentidos, siempre habrá en la religión un elemento fundamental que no le deje ninguna excusa, pero que, al contrario, proporciona una excusa ampliamente suficiente para las disonancias del simbolismo religioso.

     

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    Después de todas estas consideraciones sobre una cuestión de tipología religiosa, y, a fin de cuentas, sobre los enigmas del lenguaje dogmático en general, creemos poder cambiar de tema en el marco de este mismo capítulo y abordar un problema conexo, el de la relación —o de ciertas relaciones— entre el Occidente cristiano y el Oriente musulmán; decimos «abordar», pues no es cuestión de tratar el problema a fondo. En primer lugar, debemos señalar el fenómeno siguiente: ocurre con demasiada frecuencia que occidentales más o menos próximos al Islam acusen a los demás occidentales de desconocerlo y no albergar respecto a él más que prejuicios imperdonables en vez de estudiarlo con amor; lo cual es perfectamente injusto y hasta propiamente absurdo, pues incluso prescindiendo de todos los prejuicios posibles —y los occidentales no son, ciertamente, los únicos en tenerlos—, es un hecho el que el Islam rechaza los dogmas del Cristianismo, pone el Corán en lugar del Evangelio y su Profeta en lugar de Cristo, y estima que la religión cristiana debería ceder su lugar a la religión musulmana; pues bien, estas opiniones bastan sobradamente para hacer al Islam inaceptable y hasta odioso a los ojos de los cristianos. Lo que importa, desde el punto de vista de la verdad total —lo hemos dicho y lo repetimos—, es saber que las tesis anticristianas del Islam no tienen fundamentalmente más que un significado simbólico, extrínseco y «estratégico», y ello con arreglo a una intención espiritual positiva que, evidentemente, no tiene relación con fenómenos históricos; y la misma observación se aplica, mutatis mutandis, a las tesis cristianas que tratan de invalidar todas las demás religiones, y así sucesivamente. Dios ha querido —no podemos dudarlo— que mundos religiosos diferentes y divergentes coexistan en un mismo planeta; en el interior de uno de estos mundos, Él no pide cuentas sobre los demás; y, por otra parte, la misma «lógica existencial» es la que hace que cada individuo crea ser «yo». Si Dios quiere que haya diversas religiones, no puede querer que una determinada religión sea tal otra religión; cada una, pues, ha de tener barreras sólidas.

    En las condiciones normales, el musulmán tiene una única religión, que lo rodea y lo penetra hasta el punto de que le es imposible salir de ella, salvo por apostasía; quizá sorprenda este truismo, pero se verá inmediatamente su función si añadimos que el cristiano medio, por el contrario, parece tener prácticamente tres religiones a la vez: primero el Cristianismo, luego, «la civilización», y por último, la «patria», o la «nación», o la «sociedad», u otra ideología política cualquiera, según las fluctuaciones de la moda o según el medio; la religión propiamente dicha es puesta en un rincón, los reflejos humanos están compartimentados54. Una de las causas de este fenómeno es un gusto inveterado por la novedad, notorio ya entre los griegos de la época llamada clásica, y en no menor medida entre los celtas y los germanos; o sea, la tendencia al cambio y por ello a la infidelidad, y hasta a la aventura luciferina; tendencia neutralizada, es cierto, por más de un milenio de Cristianismo. Pero hay también —muy paradójicamente— una causa de esta incoherencia cultural en la religión misma -causa indirecta sin duda, pero que se combina a la larga con la que hemos señalado—, a saber, el hecho de que la doctrina y los medios del Cristianismo superan las posibilidades psicológicas de la mayoría; de dónde una escisión secular entre la esfera religiosa, que tiende a retener a los hombres en una especie de ghetto sagrado, y el «mundo» con sus invitaciones seductoras —irresistibles para los occidentales— a la aventura filosófica, científica, artística y otras; aventura cada vez más desligada de la religión, y a fin de cuentas vuelta contra ella.

    El Islam, se dirá, es estéril, y aplasta toda iniciativa creadora; tal vez, pero lo hace «a propósito» y con conocimiento de causa; pues así es cómo ha podido mantener un mundo bíblico durante un milenio y medio, y frente a un Occidente cada vez más prometeico y peligrosamente «civilizado». Sin duda, el Islam no ha podido escapar a la decadencia que ha invadido todo el Oriente, con raras excepciones —decadencia, por así decirlo, pasiva que no ha sufrido Occidente, que estaba enteramente ocupado con su desviación activa y creativa—, pero, sin embargo, ha protegido a Oriente durante algunos siglos contra el virus civilizacionista y ha retrasado considerablemente su expansión, e incluso ha amortiguado, más o menos, sus efectos de una manera preventiva55. Occidente, por su parte, ha podido conservar, en el marco mismo de su desviación y con independencia de ella, cualidades humanas que, en Oriente, se han visto seriamente mermadas, no en todas partes, pero sí en demasiados sectores, y hasta el punto de que ciertos juicios occidentales gozan, por lo menos, de circunstancias atenuantes; los sentimientos de superioridad de los colonizadores no eran siempre del todo gratuitos56, como a algunos defensores tan entusiastas como abstractos de Oriente les gusta pensar.

    Sin duda, el abuso luciferino de la inteligencia que se vuelve contra la verdad, y finalmente contra el hombre, es peor que el simple debilitamiento moral; pero la sorprendente facilidad con que el Oriente decadente se ha solidarizado con el modernismo occidental, en cuanto ha podido, prueba no obstante que hay entre ambos excesos como una complementariedad providencial, y que el debilitamiento moral, a partir de cierto grado, es mucho menos inocente, desde el punto de vista espiritual, y por lo tanto, desde el punto de vista de la verdad, de lo que se hubiera creído a primera vista, o se quisiera creer por amor a la tradición57. Por lo demás, adherirse realmente a la tradición es adherirse a ella con discernimiento y no por simple rutina; carecer de discernimiento hasta el punto de traicionar a la tradición en cuanto las condiciones políticas lo permiten o invitan a ello —o de sufrir esta traición sin protestar58— no es realmente tener espíritu tradicional, y no manifiesta una mentalidad digna de ser citada como ejemplo o de ser admirada sin reservas. De modo general, uno de los descubrimientos más decepcionantes de nuestro siglo es el hecho de que la media de los creyentes, bajo todos los cielos, ya no son en absoluto creyentes; ya no tienen verdaderamente la sensibilidad conforme a su religión y se les puede contar cualquier cosa. La humanidad se halla inmersa en el kaliyuga, la «edad de hierro», y la mayoría de los hombres están por debajo de su religión —si es que todavía tienen alguna— hasta el punto de no poder representarla consciente y sólidamente; sería, pues, ingenuo creer que encarnan un determinado mundo tradicional, es decir, que son lo que éste es. A la cuestión de saber si el Oriente rutinario es la tradición se debe responder sí y no; no se puede, con conocimiento de causa, responder simplemente sí, pero sería, sin duda, más inadecuado todavía responder simplemente no, dada la complejidad del problema. Todo esto no tiene relación con la tipología religiosa, de la que hemos hablado al principio de este capítulo, pero como el mal procede tanto por exceso como por privación —y la falsificación del bien participa de esas dos taras59— las características formales de una religión influyen forzosamente, aunque muy indirectamente y por subversión, en la génesis de tal o cual degeneración particular; lo cual se comprueba tanto en la decadencia oriental como en la desviación occidental.

    Lo que caracteriza fundamentalmente a esta desviación, que la simple palabra de «materialismo» no puede definir, es un triple abuso de la inteligencia: filosófico, artístico y científico; de este luciferismo —inaugurado por la Grecia «clásica», después neutralizado por un milenio de Cristianismo y finalmente reeditado por el Renacimiento— ha nacido el mundo moderno, el cual, por otra parte, ha dejado de ser únicamente occidental, lo que no puede ser culpa únicamente de los occidentales.

    Hay, con toda evidencia, en todas partes una diferencia decisiva de calidad entre los hombres espirituales y los hombres mundanos, o entre los tradicionales y los antitradicionales, los ortodoxos y los heterodoxos; pero no hay diferencia, desde el punto de vista del valor humano global, entre Oriente y Occidente. Si a priori Occidente tiene necesidad del Oriente tradicional, éste tiene necesidad a posteriori del Occidente que ha estado en su escuela.

     

     

    ENIGMA Y MENSAJE DE UN ESOTERISMO

     

     

     

     

     

     

    El esoterismo islámico presenta un enigma por el hecho de que, a primera vista, cabe preguntarse con razón cuál es su origen e incluso cuál es su naturaleza específica. En efecto, si se admite, por una parte, que el Sufismo es el esoterismo y, por otra, que se ha manifestado desde los comienzos del Islam, uno queda perplejo ante el fenómeno siguiente: el Islam es una religión legalista que ignora el ascetismo, mientras que el Sufismo, por el contrario, es expresamente ascético; se plantea entonces la cuestión: ¿cuál es la relación lógica, orgánica e histórica entre dos tradiciones aparentemente tan divergentes, aunque del mismo origen? No es sorprendente que la mayoría de los islamistas occidentales60 hayan supuesto que el Sufismo es de origen cristiano o hindú; esta opinión es totalmente falsa, pero se beneficia de circunstancias atenuantes por el hecho de la cuasi incompatibilidad entre las excentricidades teóricas y prácticas del ascetismo sufí y el mensaje de sobrio equilibrio del legalismo musulmán.

    Aunque el ascetismo no coincida en absoluto por su propia naturaleza con el esoterismo, hay que decir, en el caso del Islam y teniendo en cuenta las intenciones profundas, que la incompatibilidad entre el legalismo religioso y el ascetismo sufí no es otra, en el fondo, que la que ha opuesto siempre y en todas partes la religión común a la dimensión iniciática. Esta incompatibilidad, debida a la diferencia de los niveles y las finalidades, va ciertamente a la par con una compatibilidad compensatoria —fundada ésta en la identidad del simbolismo tradicional y de las tendencias psicológicas y morales—, pero no por ello es menos inevitable por el hecho de que entre la forma y la esencia no sólo hay analogía y continuidad, sino también oposición y discontinuidad61. Desde el punto de vista de la religión musulmana, el ascetismo no tiene sentido, salvo en la forma legal que sabiamente lo canaliza y lo delimita, ya sea por las diversas prohibiciones —alimentarias y sexuales sobre todo62—, o por el ayuno anual del Ramadán; desde el punto de vista del Sufismo, por el contrario, o bien las prácticas exteriores son secundarias —es la perspectiva interiorizante de la gnosis, la cual, por lo demás, se afirma raramente—, o bien son elementos de ascesis que es bueno multiplicar y ampliar, e incluso exagerar, como lo quiere el Sufismo medio. Paralelamente al ascetismo, hay la profundización de las virtudes que se considera que éste opera y que en realidad no depende forzosamente de él; esta profundización puede, según los casos, bien afinar las cualidades morales, bien abrir el corazón a las luces inmanentes.

    No sólo los testimonios históricos, sino también la simple naturaleza de las cosas —que acabamos de caracterizar en el aspecto de que aquí se trata— nos obligan a admitir que el Profeta instituyó dos corrientes tradicionales relativamente diferentes, a la vez solidarias y divergentes: legal, común y obligatoria una, y ascética, particular y vocacional la otra. Una cuestión se plantea entonces, aunque ya hayamos apuntado la respuesta: si los más antiguos testimonios de lo que más tarde se llamó «Sufismo» (taçawwuf) indican un ascetismo y nada más, y si de hecho el esoterismo islámico se reconoce en este ascetismo, ¿cuál es la relación entre este último y las realidades del esoterismo? La respuesta es simple si se tiene en cuenta el hecho de que todo esoterismo implica una vía purgativa: si las cualidades del «servidor» —del sujeto contingente e imperfecto- deben «extinguirse» o «desaparecer» (fanâ) para dejar penetrar las Cualidades del Señor —del Sujeto absoluto y perfecto—, el individuo humano debe con toda evidencia someterse a disciplinas que favorezcan, si no que efectúen, este proceso iniciático y alquímico. Pero esta manera de considerar las cosas excluye, sin ninguna duda, esa perspectiva del mérito reforzada por un individualismo voluntarista y sentimental que aparece tan a menudo en lo que hemos llamado el Sufismo medio, y que de hecho reduce una alquimia purgativa a una mística penitencial.

     

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    El esoterismo contiene tres dimensiones desiguales que se combinan en diferentes grados, según los niveles y temperamentos, a saber: en primer lugar, la dimensión ascética, la que el Sufismo reivindica precisamente y en la que parece reconocer-se; en segundo lugar, la dimensión invocatoria, que engloba todo lo que el Sufismo entiende por Dhikr, «Recuerdo (de Dios)»; y en tercer lugar, la dimensión intelectiva, que comprende las verdades metafísicas y exige el discernimiento, la meditación y la contemplación. Ahora bien, la acentuación abusiva de la primera dimensión trae consigo el debilitamiento de la tercera, e inversamente, pero sin que haya simetría; pues en el segundo caso la dimensión ascética no está privada de sus cualidades, simplemente se vuelve superflua —en cierto grado— por los resultados concretos de la gnosis, como la perspectiva de «temor», la makhâfah, se vuelve forzosamente más transparente y más serena por los efectos de la perspectiva de «conocimiento» de ma’rifah63.

    La dimensión intermedia, que podríamos calificar de «sacramental» a causa del uso que hace de Fórmulas sagradas y de Nombres divinos, es por así decirlo neutra: en ella las otras dos dimensiones —«periférica» la primera y «central» la tercera— se encuentran y se combinan. La tercera dimensión trasciende la religión exterior por una parte por la doctrina, que se basa en las ideas de «Unidad absoluta» (Wahdâniyah) o de «Esencia» (Dhât) —de «Sobre-Ser» si se quiere, en el sentido de Paramâtmâ—, de «Velo» (Hijâb) en el sentido de Mâyâ, y por último de «Unión» (Ittihâd) en el sentido de Moksha; por otra parte, esta dimensión de gnosis va más allá de la religión común por su finalidad particular —la que expresa precisamente el término de Ittihâd—, que trasciende la sola búsqueda de la salvación elemental. De dónde ciertas expresiones paradójicas tales como el desprecio del Paraíso, que no hay que tomar al pie de la letra, pues la Unión suprema no excluye en todos los sentidos el Paraíso de las huríes, como tampoco en el Avatâra la naturaleza divina excluye la naturaleza humana,

    Por una parte, se dirá con razón que el ascetismo y la moral no son en sí esoterismo, y no se errará al rechazar a priori la ecuación «ascesis igual a esoterismo» hecha prácticamente por gran número de sufíes; pero, por otra parte, se deberá, sin embargo, aceptar el hecho de que en el Islam el ascetismo pertenece, técnicamente y tradicionalmente, sólo al esoterismo, y que por consiguiente la ecuación de que se trata tiene una justificación de facto que no se puede dejar de tener en cuenta.

     

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    La ecuación aparentemente problemática —pero en realidad elíptica— «esoterismo igual a ascesis» significa en substancia: el esoterismo es la eliminación de las trabas individuales que impiden o «velan» en el alma la irradiación del divino Sí. Las formulaciones concretas de la ecuación son por ejemplo las siguientes:

    «El Sufismo (taçawwuf) es el ayuno»; «el Sufismo es el silencio»; «el Sufismo es la soledad»; «el Sufismo es la pobreza»; y otras expresiones de este género. Cada una de estas nociones negativas tiene el significado implícito del alejamiento de un obstáculo, con miras al «descubrimiento» de la Realidad una64.

    Esta insistencia de un esoterismo en la dimensión ascética, que sin embargo no es sino secundaria y condicional, no se explicaría si este esoterismo no se dirigiera a una gran colectividad, y no tan sólo a una minoría restringida; pues, en este último caso, el esoterismo se definiría por su esencia, a saber, una doctrina metafísica íntegra; y ésta sólo es espiritualmente operante para los «pneumáticos», no lo es para los «psíquicos»; es decir, para una minoría, no para la mayoría. Esta idea de un esoterismo que se dirige de entrada a todos parecerá muy paradójica e incluso heterodoxa a algunos que tienen del esoterismo una idea demasiado sistemática y de hecho irrealista, pero esta idea manifiesta una posibilidad que está en la naturaleza de las cosas, es decir, que un esoterismo vulgarizado obtiene su justificación de una cierta eficacia. Por otra parte, ni siquiera tenemos elección: estamos obligados a tomar nota del fenómeno histórico tal cual es y a aceptar la existencia de un esoterismo que precisamente se dirige en principio a un gran número de personas si no literalmente a todas. Ciertamente, este esoterismo «ampliado» contiene todavía en algún sector la sapiencia auténtica; tiene sus secretos, pero sólo en su «núcleo» (lubb), no en su «corteza» (qishr); no es él mismo la sapiencia, pero, gracias a su sistema de grados de interioridad, la naturaleza específica del puro esoterismo queda a salvo, allí donde puede y debe afirmarse.

    Como lo prueba por una parte el testimonio de la Historia y por otra el hecho de la gran difusión de las cofradías, hay un esoterismo que se predica; sólo la gnosis íntegra no se predica. El Cristianismo primitivo, que era un esoterismo en virtud de su perspectiva de «interioridad» —en detrimento de la exterioridad, de dónde su heterodoxia desde el punto de vista de la Ley de Moisés—, el Cristianismo, decimos, se extendió por la predicación; y lo mismo el Sufismo, que es esotérico en virtud de su perspectiva de «vía», luego de «realización», de «transmutación»; perspectiva que es ajena a la Ley exotérica. El Sufismo, como el Cristianismo, posee sus misterios y por lo tanto sus secretos, pero no obstante hay en ambos casos un mensaje que se dirige «a muchos», si no «a todos».

    Así pues, se quiera o no, la propaganda iniciática existe sin ningún género de duda, y ha existido desde los orígenes65; lo que no existe y nunca ha existido es la propaganda de las doctrinas necesariamente secretas y los medios particulares que les corresponden, e incluso en este caso la necesidad del secreto o de la discreción no es sino extrínseca y varía según los medios humanos y las condiciones cíclicas. La ausencia de un término medio entre las caras exterior e interior de la tradición ni siquiera se concibe teóricamente, pues esta confrontación abrupta no sería viable; como tampoco la confrontación del mundo y de Dios sería concebible sin la presencia, por una parte, de un mundo celestial y cuasi divino y, por otra, de una prefiguración hipostática del mundo en Dios. Así es cómo en el Sufismo ordinario un exoterismo refinado e intensificado se combina con un esoterismo vulgarizado y moralizante, y observamos simbiosis análogas en la India y en otras partes; incluso el Advaita-Vedântâ tiene sus prolongaciones populares en medio shivaíta.

    El misticismo, o la mística, resulta de la tendencia a la profundización, a la experiencia interior; es «sobrenaturalmente natural» al hombre, es decir, corresponde a una necesidad innata y se encuentra en todas partes donde hay una religión, pues el legalismo de ésta no puede satisfacer todas las aspiraciones. Así pues, el misticismo no puede no ser; otra cuestión completamente distinta es la de saber dónde están sus niveles, sus grados, sus líneas de demarcación66.

     

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    Más de una vez hemos tenido la ocasión de comprobar la intrusión de actitudes fideístas en el terreno del Sufismo; nuestro contexto presente nos permite dar un ejemplo más de ello, atribuido con o sin razón a Ibn Arabî67, y que es el siguiente: el Corán dice en varios pasajes que «Dios se sentó en el Trono»; ahora bien, el autor sufí estima, con los hanbalíes, que no hay que tratar de interpretar esta imagen, luego de comprenderla, y reprocha a unos y a otros el haber querido ver en la «Sesión de Dios» (istiwâ’) un simbolismo de «elevación», de «dominación» o de «superioridad»; llega a concluir que todo esto «no es más que presunción», dado que los «antiguos» no han transmitido ningún comentario. Nosotros pensamos, por el contrario, que esta omisión no puede tener fuerza de ley, por la sencilla razón de que el papel de los antiguos no es el de explicarlo todo, sobre todo cuando se trata de cosas evidentes. Ahora bien, es evidente que el Trono divino no puede significar, a priori, más que lo que significa un trono sin más: a saber, la autoridad, la realeza, o sea, la superioridad, el poder y la justicia, y globalmente la majestad, si las palabras tienen un sentido, lo que precisamente nuestros fideístas parecen discutir. Es decir, se nos quiere hacer admitir que la fe pueda exigir la aceptación de una imagen que para nosotros no tiene sentido y cuya razón de ser está prohibido buscar; o dicho de otro modo, que Dios pueda proponernos una imagen sólo por proponérnosla, una imagen, pues, que no significa nada, y que pueda, por añadidura, hacer de ello una condición sine qua non de la fe. En realidad, si Dios ha hablado de una «sesión» y no de otro acto, y de un «Trono» y no de otro objeto, es con toda evidencia porque quería indicar algo determinado y comprensible: sentarse en un trono es asumir una función de autoridad con respecto a un individuo o a una colectividad dados; sin duda, Dios posee la autoridad en y por su misma naturaleza intrínseca, la posee, por consiguiente, de un modo inmutable, pero no la actualiza sino a partir del «momento» cosmogónico en que el interlocutor singular o colectivo existe; éste es el sentido de la «Sesión divina».

    Como quiera que sea, pretender que el único comentario (ta’wîl) legítimo de una expresión sagrada sea el registro de una palabra, es una contradicción en los términos; es tanto como decir que la traducción de una palabra extranjera está en el simple fenómeno del sonido.

     

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    El Islam a secas ofrece al creyente ideas y medios que permiten acceder al Paraíso con la condición de que su aceptación y su puesta en práctica sean sinceras; el Sufismo, por su lado, presenta la nada de nuestra contingencia —con respecto al Absoluto— con unos colores morales que, de hecho —se quiera o no—, nos llevan a la concepción agustiniana y luterana de la corrupción irremediable de la naturaleza humana. Sin duda, la consciencia de inconmensurabilidad entre lo contingente y lo Absoluto prepara la realización iniciática del Sí a partir del yo; pero su presentación individualista, voluntarista y sentimental, por una parte no tiene nada que ver con la gnosis, y, por otra, introduce en el Islam un moralismo místico que, en definitiva, es extraño al sobrio realismo de esta religión; lo cual explica, en gran parte, la hostilidad de los ulemas y también la de los filósofos, que a veces estaban más cerca de la sapiencia que de la simple racionalidad. Sea como fuere, cuando ciertos santos lamentan no haber nacido pájaros e incluso briznas de hierba, o cuando se darían por contentos con no tener que pasar más que mil años en el fuego infernal, y otras extravagancias de este género, siempre se puede pensar que se refieren, en el fondo, a la consciencia de inconmensurabilidad que hemos mencionado, la cual es la primera condición de la alquimia unitiva; pero tales simbolismos son, sin embargo, de lo más problemático en razón de su extravagancia literal.

    Pero también hay en ello una compensación: si la separación metafísica entre lo «creado» y lo «Increado», o entre lo contingente y lo Absoluto, se ha traducido en términos de individualismo moral, el pesimismo antropológico que de ello resulta ha podido servir, de hecho, como trampolín hacia una mística de la Misericordia y la esperanza —o de la «fe que salva»—, y esto en el Islam, así como en el Cristianismo y, más lejos de nosotros, en el Budismo devocional e invocatorio fundado en la Gracia de Amitâbha. Pues la Misericordia —a la Atracción divina— no se pone en movimiento más que en función de la conciencia que tenemos de nuestra nada, ya sea esta conciencia metafísica o moral, o ambas cosas a la vez68.

     

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    Estos diversos elementos permiten considerar una interpretación particular del ternario Sharî’ah-Tarîqah-Haqîqah, «Ley-Vía-Verdad»: mientras que, según el uso corriente de los términos, la Tarîqah es la Vía, y la Haqîqah la Realidad que se pretende alcanzar —al menos cuando se entiende este último término en conexión con el precedente—, podemos entender por Tarîqah el vasto terreno del Sufismo medio, y por Haqîqah el terreno restringido del Sufismo quintaesencial, o sea del esoterismo propiamente dicho; fundándose el primero en el pesimismo antropológico, el ascetismo, la acumulación de prácticas meritorias y un moralismo escrupuloso, y el segundo, en la gnosis desde el doble punto de vista doctrinal y operativo.

    Pero volvamos al sentido propio de la palabra Tarîqah: la «Vía» posee esencialmente «Estaciones», Maqâmât; cada virtud esencial —y que, por consiguiente, resiste a las pruebas de la disciplina y del destino— es una etapa necesaria en el itinerario hacia la Unión o la «Realidad», Haqîqah69. El carácter ascético del Sufismo primitivo, y del Sufismo medio de los siglos siguientes, se explica positivamente por esta teoría de las «Estaciones», las cuales apartan progresivamente los «velos» que cubren la «Realidad»; al definir el Sufismo como una ascesis, se lo define implícitamente como una sucesión de Estaciones realizadoras y liberadoras, lo que corresponde perfectamente a la naturaleza específica del esoterismo, el cual «transforma» al hombre en vez de «salvarlo» solamente, o, mejor, lo salva transformándolo, y lo transforma salvándolo.

    El pacto iniciático, en el Islam, se refiere a la guerra santa; los iniciados son los «combatientes» (mujâhidûn); la vía iniciática es, según el propio Profeta, la «gran guerra santa» (al-jihâd al-akbar). Ahora bien, todos los modos de ascetismo —ayuno, vela, soledad, silencio, acumulación de actos meritorios—, todos estos modos son otras tantas maneras de combatir al «alma que incita al mal» (an-nafs al-ammârah); lo que explica positivamente la asociación de ideas entre el esoterismo y la ascesis, o mejor, la ecuación que parece reducir el primer elemento al segundo, pero que tiene también el significado de una ocultación de lo que no se entrega sino al precio de una prueba y gracias a una penetración de luz. Como decía Al-Hallâj: «Que nadie beba el vino si no es un héroe; si no ha abandonado el sueño y sus párpados ya no se cierran más». El enigma del Sufismo es que se designa la cosa por el precio que vale; que el valor celestial se expresa en términos de sacrificios terrenales.

     

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    El Islam extrae toda su fuerza de la evidencia de que la verdad del Uno, luego del Absoluto, es la verdad decisiva, luego la más importante de todas; y que el hombre se salva, esencial e inicialmente, por la aceptación de esta suprema verdad. Esta posibilidad de aceptación de la Realidad trascendente y la virtud salvadora de esta aceptación, constituyen, por así decirlo, la naturaleza y la vocación del hombre.

    La perspectiva esotérica ve desde un principio que la verdad suprema implica y exige, por su misma naturaleza y primacía, que la aceptemos enteramente, luego con todo lo que somos. El esoterismo es al exoterismo lo que la esfera es al círculo: en la geometría del Islam, el Sufismo es en principio la tercera dimensión, sin la cual el Islam es incompleto y después de la cual no hay ninguna otra. Si nos referimos al ternario clásico Imân-Islâm Ihsân —Fe, Resignación, Virtud espiritual— el punto geométrico simbolizará al primero de los tres elementos, y el círculo al segundo; el tercero profundizará y transpondrá los dos elementos precedentes y realizará así su universalidad y su esencia. Lo mismo para el ternario Sharî’ah-Tarîqah-Haqîqah, del que hemos hablado más arriba: mientras que el segundo elemento prolonga el primero a la vez que inicia el tercero70, éste sobrepasa su plano común y efectúa la tridimensionalidad universal.

     

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    «Doy testimonio de que no hay divinidad fuera de Dios solo, que no tiene asociado»: esta primera Atestación establece la distinción, primero entre Dios y sus imitaciones, después entre Dios y el mundo, y por último entre Atmâ y Mâyâ, o el Absoluto y lo relativo; esta tercera distinción pertenece a la metafísica total y, por lo tanto, a la perspectiva esotérica, puesto que se aplica incluso al Orden divino, en el que establece una separación entre el «Absoluto relativo» —a saber, el Ser— y el puro Absoluto.

    «Doy testimonio de que Muhammad es su servidor y su enviado»: esta segunda Atestación describe implícita o simbólicamente la naturaleza espiritual del hombre; el creyente, a semejanza de Muhammad, es «servidor» en el sentido de que debe resignarse a la Voluntad omnipresente de Dios, y es «enviado» en el sentido de que debe participar en la Naturaleza divina y, por consiguiente, prolongarla en cierto modo, lo cual se lo permiten precisamente las prerrogativas de la naturaleza humana. El fideísmo musulmán exagera fácilmente la primera de estas cualidades en detrimento de la racionalidad más legítima; por ello hay que tratar de descubrir en sus paradojas, hipérboles e incoherencias las intenciones morales y los sobreentendidos místicos71. Desde el punto de vista de este fideísmo, la simple naturaleza de las cosas no es nada, la intención moral o ascética lo es todo; queda por saber en qué medida la voluntad puede y debe determinar a la inteligencia en el místico voluntarista, y en qué medida, por el contrario, la inteligencia puede y debe determinar a la voluntad en el gnóstico; este último punto de vista está por encima evidentemente del anterior, en principio si no siempre de hecho.

    La resignación a la Voluntad divina de todo momento, combinada con el sentido del Absoluto72, constituye toda la poderosa originalidad de la perspectiva, y por tanto de la piedad, del Islam; el musulmán es completamente «él mismo» allí donde se siente unido a la Voluntad de Dios. «Extinguirse» o «desaparecer» (faniya) en la Voluntad de Dios es al mismo tiempo, y correlativamente, estar disponiblé para la divina Presencia (Hudhûr); es dejar el paso libre a la irradiación de los Arquetipos y de la Esencia; de lo que pertenece al «Ser necesario» (wujûd mutlaq), no «posible» solamente; de lo que no puede no ser.

     

     

    ESCATOLOGÍA UNIVERSAL

     

     

     

     

     

     

    La escatología forma parte de la cosmología, y ésta prolonga la metafísica, la cual se identifica esencialmente con la sophia perennis. Cabe preguntarse con qué derecho la escatología puede formar parte de esta sophia, dado que, epistemológicamente hablando, la pura intelección no parece revelar nuestros destinos de ultratumba, mientras que nos revela los principios universales; pero, en realidad, el conocimiento de estos destinos es accesible gracias al conocimiento de los principios, o gracias a su justa aplicación. En efecto, comprendiendo la naturaleza profunda de la subjetividad, y no exclusivamente por esta vía exterior que es la Revelación73, es como podemos conocer la inmortalidad del alma, pues quien dice subjetividad total o central —y no parcial y periférica como la de los animales— dice por lo mismo capacidad de objetividad, intuición de absoluto e inmortalidad74. Y decir que somos inmortales significa que hemos existido antes de nuestro nacimiento humano —pues lo que no tiene fin no podría tener un comienzo-, y, por lo demás, que estamos sometidos a ciclos; la vida es un ciclo, y nuestra existencia anterior debía ser también un ciclo en una cadena de ciclos. Nuestra existencia posterior también puede proceder por ciclos, es decir, está condenada a ello si no hemos podido realizar la razón de ser del estado humano, que, siendo central, permite precisamente escapar a la «rueda de las existencias».

    La condición humana es, en efecto, la puerta hacia el Paraíso: hacia el Centro cósmico que, aun formando parte del Universo manifestado, se sitúa, sin embargo —gracias a la proximidad magnética del Sol divino—, más allá de la rotación de los mundos y de los destinos, y, por ello, más allá de la «transmigración». Y por eso «el nacimiento humano es difícil de conseguir», según un Texto hindú; para convencerse de ello basta considerar la inconmensurabilidad entre el punto central y los innumerables puntos de la periferia.

     

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    Hay almas que, plena o suficientemente conformes a la vocación humana, entran directamente al Paraíso: son, ya los santos, ya los santificados. En el primer caso, son las grandes almas iluminadas por el Sol divino y dispensadoras de rayos bienhechores; en el segundo caso, son las almas que, no teniendo ni defectos de carácter ni tendencias mundanas, están libres —o liberadas— de pecados mortales y están santificadas por la acción sobrenatural de los medios de gracia de los que han hecho su viático. Entre los santos y los santificados hay sin duda posibilidades intermedias, pero sólo Dios es juez de su posición y su jerarquía.

    Sin embargo, entre los santificados —los salvados por santificación a la vez natural y sobrenatural75—, hay algunos que no son bastante perfectos para poder entrar directamente al Paraíso; esperarán, pues, su madurez en un lugar que algunos teólogos han calificado de «prisión honorable», pero que en opinión de los amidistas es más que esto, puesto que, dicen ellos, este lugar se sitúa en el Paraíso mismo; lo comparan a un capullo de loto dorado, que se abre cuando el alma está madura. Este estado corresponde al «limbo de los padres» (limbus = «borde») de la doctrina católica: los justos de la «Antigua Alianza», según esta perspectiva muy particular, se encontraban en él antes del «descenso a los infiernos» de Cristo-Salvador76; concepción ante todo simbólica, y muy simplificadora; pero perfectamente adecuada en cuanto al principio, e incluso literalmente verdadera en casos que no tenemos que definir aquí, dada la complejidad del problema.

    Después del «loto» debemos considerar el «purgatorio» propiamente dicho: el alma fiel a su vocación humana, es decir, sincera y perseverante en sus deberes morales y espirituales, no puede caer en el infierno, pero puede pasar, antes de acceder al Paraíso, por ese estado intermedio y doloroso que la doctrina católica llama el «purgatorio»: debe pasar por él si tiene defectos de carácter, o si tiene tendencias mundanas, o si se ha cargado con un pecado que—no ha podido compensar con su actitud moral y espiritual ni por la gracia de un medio sacramental. Según la doctrina islámica, el «purgatorio» es una estancia pasajera en el infierno: Dios salva del fuego «a quien Él quiere», es decir, Él es el único juez de los imponderables de nuestra naturaleza; o, dicho de otro modo, Él es el único en saber cuál es nuestra posibilidad fundamental o nuestra substancia. Si hay confesiones cristianas que niegan el Purgatorio, es en el fondo por la misma razón: porque las almas de los que no se han condenado, y que ipso facto están destinadas a la salvación, se hallan en manos de Dios y no le conciernen más que a Él.

    Por lo que toca al Paraíso, hay que dar cuenta aquí de sus regiones «horizontales», así como de sus grados «verticales»: las primeras corresponden a sectores circulares, y los segundos a círculos concéntricos. Las primeras separan los diversos mundos religiosos o confesionales, y los segundos, los diversos grados en cada uno de estos mundos: por una parte, el Brahma-loka de los hindúes, por ejemplo, que es un lugar de salvación como el Cielo de los cristianos, no coincide, sin embargo, con este último77; y, por otra parte, en un mismo Paraíso, el lugar de Beatitud de los santos modestos o de los «santificados» no es el mismo que el de los grandes santos. «Hay muchas moradas en la casa de mi Padre»78, sin que haya, no obstante, una separación absoluta entre los diversos grados, pues la «comunión de los santos» forma parte de la Beatitud79; y tampoco hay motivo para admitir que no hay ninguna comunicación posible entre los diversos sectores religiosos, en el plano esotérico en el que puede tener un sentido80.

    Antes de ir más lejos, y en lo que concierne a la escatología en general, quisiéramos hacer la observación siguiente: se ha esgrimido a menudo que ni el Confucianismo ni el Shintoísmo admiten expresamente las ideas del más allá y de la inmortalidad, lo cual no significa nada puesto que tienen el culto a los antepasados; si no hubiera supervivencia, este culto no tendría ningún sentido, y no habría ningún motivo para que un emperador del Japón fuera a informar solemnemente a las almas de los emperadores difuntos de tal o cual acontecimiento. Se sabe, por lo demás, que una de las características de las tradiciones de tipo chamanista es la parquedad —no la ausencia total— de las informaciones escatológicas.

     

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    Hemos de dar cuenta ahora, por una parte, de la posibilidad infernal que mantiene al alma en el estado humano y, por otra parte, de las posibilidades de «transmigración», que, por el contrario, la hacen salir de él. Hablando en rigor, también el infierno es, a fin de cuentas, una fase de la transmigración, pero antes de liberar al alma hacia otras fases u otros estados la encarcela «perpetuamente», pero no «eternamente»; la eternidad sólo pertenece a Dios, y en cierto modo al Paraíso, en virtud de un misterio de participación en la Inmutabilidad divina. El infierno cristaliza una caída vertical; es «invencible» porque dura hasta el agotamiento de un cierto ciclo cuya extensión sólo Dios conoce. Entran en el infierno, no los que han pecado accidentalmente, con su «corteza» por así decirlo, sino los que han pecado substancialmente o con su «núcleo», y ésta es una distinción que puede no ser perceptible desde fuera; son, en todo caso, los orgullosos, los malvados, los hipócritas, o sea todos los que son lo contrario de los santos y los santificados.

    Exotéricamente hablando, el hombre se condena porque no acepta una determinada Revelación, una determinada Verdad, y no obedece a una determinada Ley; esotéricamente, se condena él mismo porque no acepta su propia Naturaleza fundamental y primordial, la cual le dicta un determinado conocimiento y un determinado comportamiento81. La Revelación no es sino la manifestación objetiva y simbólica de la Luz que el hombre lleva en sí mismo, en el fondo de su ser; no hace sino recordarle lo que él es, y lo que debería ser puesto que ha olvidado lo que es. Si todas las almas humanas, antes de su creación, deben testimoniar que Dios es su Señor —según el Corán82— es porque saben «preexistencialmente» lo que es la Norma; existir es, para la criatura humana, saber «visceralmente» lo que es el Ser, la Verdad y la Ley; el pecado esencial es un suicidio del alma.

    Nos falta hablar de otra posibilidad de supervivencia, a saber, la «transmigración»83, la cual permanece totalmente fuera de la «esfera de interés» del Monoteísmo semítico, que es una especie de «nacionalismo de la condición humana» y por esta razón no considera más que lo que concierne al ser humano como tal. Fuera del estado humano, y sin hablar de los ángeles y los demonios84, para esta perspectiva sólo hay una especie de nada; ser excluido de la condición humana equivale, para el Monoteísmo, a la condenación. Hay, sin embargo, entre esta manera de ver y la de los transmigracionistas —hindúes y budistas sobre todo— un punto de unión, y es la noción católica del «limbo de los niños», donde se considera que permanecen, sin sufrir, los niños muertos sin bautismo; pues bien, este lugar, o esta condición, no es otro que la transmigración, en mundos distintos del nuestro y, por consiguiente, a través de estados no-humanos, inferiores o superiores según los casos85. «Pues ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la perdición, y numerosos son los que lo recorren»: como, por una parte, Cristo no puede querer decir que la mayoría de los hombres van al infierno, y como, por otra parte, la «perdición» en lenguaje monoteísta y semítico significa también la salida del estado humano, hay que concluir que la frase citada concierne, de hecho, a la masa de los tibios y los mundanos, que ignoran el amor a Dios —incluidos aquellos incrédulos que se benefician de circunstancias atenuantes—, y que merecen, si no el infierno, al menos la expulsión de este estado privilegiado que es el hombre; privilegiado porque da inmediatamente acceso a la Inmortalidad paradisíaca. Por lo demás, los «paganismos» no ofrecían el acceso a los Campos Elíseos o a las Islas de los Bienaventurados más que a los iniciados en los Misterios, no a la masa de los profanos; y el caso de las religiones «transmigracionistas» es más o menos similar. El hecho de que la transmigración a partir del estado humano comience casi siempre con una especie de purgatorio, refuerza evidentemente la imagen de una «perdición», es decir, de una desgracia definitiva desde el punto de vista humano.

    El bautismo de los recién nacidos tiene por objeto —aparte de su finalidad intrínseca— salvarlos de esta desgracia, y tiene, de facto, por efecto el mantenerlos, en caso de fallecimiento, en el estado humano, que en su caso será un estado paradisíaco, de modo que el resultado práctico —buscado por el «nacionalismo del estado humano»— coincide con la finalidad que persigue el sacramento para los adultos; y con la misma motivación los musulmanes pronuncian en el oído de los recién nacidos el Testimonio de Fe, lo que, por lo demás, evoca todo el misterio del poder sacramental del Mantra. La intención es inversa en el caso muy particular de la transmigración voluntaria de los bodhisattvas, que sólo pasa por estados «centrales», luego análogos al estado humano; pues el bodhisattva no desea mantenerse en la «prisión dorada» del Paraíso humano, sino que quiere poder irradiar en mundos no-humanos hasta el fin del gran ciclo cósmico. Se trata de una posibilidad que la perspectiva monoteísta excluye y que es incluso característica del Budismo Mahâyâna, sin no obstante imponerse a todos los mahayanistas, aunque fueran santos; los amidistas, particularmente, no aspiran más que al Paraíso de Amitâbha, que equivale prácticamente al Brahma-loka hindú y al Paraíso de las religiones monoteístas, y que es considerado, no como un «callejón sin salida celestial», si se puede decir así, sino, bien al contrario, como una virtualidad del Nirvâna.

    No podemos silenciar aquí otro aspecto del problema de los destinos de ultratumba, y es el siguiente: la teología —islámica así como cristiana— enseña que los animales están comprendidos en la « resurrección de la carne»86: pero mientras que los hombres son enviados, bien al Paraíso, bien al infierno, los animales serán reducidos al estado de polvo, pues se considera que no tienen «alma inmortal»; esta opinión se basa en el hecho de que el intelecto no se encuentra actualizado en los animales, de dónde la ausencia de la facultad racional y del lenguaje. En realidad, la situación infrahumana de los animales no puede significar que carezcan de subjetividad sometida a la ley del karma y comprometida en la «rueda de los nacimientos y las muertes»87, y esto concierne también, no a tal o cual planta aislada sin duda, sino a las especies vegetales, cada una de las cuales corresponde a una individualidad, sin que se pueda discernir cuáles son los límites de la especie y qué grupos constituyen simplemente modos de ella.

     

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    Hemos distinguido cinco salidas póstumas de la vida humana terrenal: el Paraíso, el limbo-loto, el purgatorio, el limbo-transmigración y el infierno. Las tres primeras salidas mantienen el estado humano, la cuarta hace salir de él; la quinta lo mantiene para finalmente hacer salir de él. El Paraíso y el loto están más allá del sufrimiento; el purgatorio y el infierno son estados de sufrimiento en diversos grados; la transmigración no es necesariamente sufriente en el caso de los bodhisattvas, pero está mezclada de placer y dolor en los demás casos: hay dos esperas del Paraíso, una dulce y otra rigurosa, a saber, el loto y el purgatorio; y hay dos exclusiones del Paraíso, igualmente una dulce y una rigurosa, a saber, la transmigración y el infierno; en estos dos casos hay pérdida de la condición humana, ya sea inmediatamente en el caso de la transmigración, ya sea, a fin de cuentas, en el del infierno. En cuanto al Paraíso, es la cumbre bienaventurada del estado de hombre, y no tiene un contrario simétrico propiamente hablando, a pesar de las esquematizaciones simplificadoras con intención moral88; pues el Absoluto, al que pertenece «por adopción» el Mundo celestial no tiene opuestos, salvo en apariencia.

    La eternidad no pertenece más que a Dios solo, hemos dicho; pero hemos evocado también, por alusión, el hecho de que lo que se denomina «eternidad» en el caso del infierno no puede coincidir con lo que se puede llamar así en el caso del Paraíso, pues no hay simetría entre estos dos órdenes, uno de los cuales se nutre de la ilusión cósmica, y el otro de la Proximidad divina. La perennidad paradisíaca es, sin embargo, relativa forzosamente; lo es en el sentido de que desemboca en la Apocatástasis, por la cual todos los fenómenos positivos retornan a sus Arquetipos in divinis; en lo que no podría haber ninguna pérdida ni ninguna privación, primero porque Dios nunca cumple menos de lo que promete o nunca promete más de lo que cumple, y después —o más bien ante todo— a causa de la Plenitud divina, que no puede carecer de nada.

    Considerado en este aspecto, el Paraíso es realmente eterno89; el fin del mundo «manifestado» y «extra-principial» sólo es una cesación desde el punto de vista de las limitaciones manifestantes, pero no desde el de la Realidad intrínseca y total, la cual, por el contrario, permite a los seres volver a ser «infinitamente» lo que son en sus Arquetipos y en su Esencia una.

     

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    Todas nuestras consideraciones precedentes, podrían parecer arbitrarias e imaginativas en el más alto grado a quien se atiene a esa inmensa simplificación que es la perspectiva cientificista, pero se vuelven, por el contrario, plausibles cuando, por una parte, se reconoce la autoridad de los diversos datos tradicionales —y no tenemos que volver aquí sobre la legitimidad de esta autoridad, que coincide con la naturaleza misma de este fenómeno «naturalmente sobrenatural» que es la Tradición en todas sus formas— y, por otra, se saben sacar de la subjetividad humana todas las consecuencias próximas y lejanas que ella implica. Es precisamente esta subjetividad —misterio deslumbrante de evidencia— lo que los filósofos modernos, incluidos los psicólogos más pretenciosos, nunca han comprendido ni querido comprender, y no hay en eso nada de sorprendente puesto que ella ofrece la clave para las verdades metafísicas así como para las experiencias místicas, las cuales, tanto unas como otras, exigen todo lo que somos.

    «Conócete a ti mismo», decía la inscripción del templo de Delfos90; es también lo que expresa este hadîth: «Quien conoce su alma, conoce a su Señor»; e igualmente el Veda: «Tú eres Esto»; a saber, Atmâ, el Sí a la vez transcendente e inmanente, el cual se proyecta en miríadas de subjetividades relativas, que están sometidas a ciclos, así como a localizaciones, y que se extienden desde la más pequeña flor hasta esa Manifestación divina directa que es el Avatâra.

     

     

    SÍNTESIS Y CONCLUSIÓN

     

     

     

     

     

     

    Dos enunciaciones dominan y resumen el pensamiento vedántico: «El mundo es falso, Brahma es verdadero»; y «Tú eres Esto», a saber, Brahma o Atmâ. Perspectiva de trascendencia en el primer caso, y perspectiva de inmanencia en el segundo.

    Las dos ideas dan cuenta, cada una en su lugar y a su manera, del misterio de la Unidad, una expresando la Unicidad y, la otra, la Totalidad; hablar de la Realidad una es decir que ella es a la vez única y total. La Unidad es el en-sí —o la quididad— de lo Real absoluto; ahora bien, cuando consideramos éste en el aspecto de la transcendencia y en relación con las contingencias, aparece como Unicidad, pues excluye todo lo que no es é1 y cuando lo consideramos en el aspecto de la inmanencia y en relación con sus manifestaciones, aparece como Totalidad, pues incluye a todo lo que lo manifiesta, luego a todo lo que existe. Por una parte, el Principio, que es «objeto» en relación con nuestra cognición, está «encima» de nosotros, es transcendente; por otra parte, el Sí, que es «sujeto» en relación con nuestra existencia objetiva, puesto que la «piensa» o la «proyecta», está «dentro de nosotros», es inmanente. Esto es decir que los fenómenos son, bien «ilusiones» que velan la Realidad, bien, al contrario —pero una cosa no excluye a la otra—, «manifestaciones» que la revelan prolongándola por medio de un lenguaje alusivo y simbólico.

    Ciertamente, la transcendencia se afirma, a priori, en el mundo objetivo, mientras que la inmanencia determina, ante todo, al mundo subjetivo; pero esto no quiere decir que la transcendencia sea ajena al mundo de la subjetividad y que, inversamente, no haya inmanencia en el mundo de la objetividad, que nos rodea y al que pertenecemos por nuestro aspecto de exterioridad. La inmanencia concierne, en efecto, a los fenómenos objetivos por el hecho de que éstos «contienen» una Presencia divina existenciante, sin lo cual no podrían subsistir un solo momento; asimismo e inversamente, la transcendencia concierne al microcosmo subjetivo en el sentido de que el divino Sí, esencia de toda subjetividad, permanece con toda evidencia transcendente con respecto al yo.

    No sería, en absoluto, forzar las cosas el decir que el misterio de la trascendencia se refiere en cierto modo al Absoluto, y el misterio de inmanencia, al Infinito; pues los elementos de rigor, de discontinuidad o de separatividad derivan incontestablemente del primero de estos dos aspectos divinos fundamentales, mientras que los elementos de dulzura, de continuidad o de unidad derivan del segundo.

     

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    La perspectiva de trascendencia exige que, en la evaluación habitual de los fenómenos, no perdamos de vista ni los grados de realidad ni la escala de los valores; es decir, que nuestro espíritu esté modelado por la conciencia de la primacía del Principio, lo que en el fondo es la definición misma de la inteligencia. De modo análogo, la perspectiva de inmanencia exige que no perdamos el contacto con nuestra subjetividad transpersonal, la cual es el puro Intelecto, que desemboca en el divino Sí; y exige igualmente, ipso facto, que veamos algo del Sí en los fenómenos, lo mismo que, inversamente, la perspectiva de transcendencia exige que tengamos conciencia de la inconmensurabilidad, no sólo entre el Principio y la manifestación, Dios y el mundo, sino también entre el Sí inmanente y el ego.

    Si el Principio transcendente domina, extingue, excluye o aniquila a la manifestación, el Sí inmanente, por el contrario, atrae, penetra y reintegra al yo; no a tal o cual yo, sin duda, sino al yo como tal, es decir, al ego-accidente en cuanto consigue incorporarse de una manera suficiente al ego-substancia, es decir, al «hombre interior» que vive del puro Intelecto y está liberado de la tiranía de las ilusiones.

    Teniendo en cuenta las afinidades por así decirlo «tipológicas», la perspectiva de trascendencia —que coincide, a priori, con la visión «objetiva» del universo— implica el discernimiento especulativo y, en función de éste, una cierta contemplación intelectiva; por el contrario, la concentración operativa, y con ella la asimilación «cardíaca» o mística, se refiere, desde el punto de vista del género, a la perspectiva de inmanencia —o a la realización «subjetiva»—. Además, diremos que la concentración atañe, a priori, a la voluntad, y el discernimiento a la inteligencia; dos facultades que resumen a su manera todo el hombre.

    Discernimiento y contemplación; también podríamos decir por analogía: certidumbre y serenidad. Certidumbre del pensamiento y serenidad de la mente en primer lugar, pero también certidumbre y serenidad del corazón; derivada, pues, no sólo de la visión intelectual de lo transcendente, sino también de la actualización mística de lo inmanente. Realizadas en el corazón, la certidumbre y la serenidad se convierten respectivamente en la fe unitiva y el recogimiento contemplativo y extintivo91; la Vida y la Paz en Dios y por Él; o sea, la unión con Dios.

    La perspectiva objetiva, centrada en la transcendencia y el Principio, desemboca necesariamente en la perspectiva subjetiva, centrada en la inmanencia y el Sí, pues la unicidad del objeto conocido exige la totalidad del sujeto conocedor; no se puede conocer a Lo único que es sino con todo lo que se es. Y esto es lo que indica y prueba que la espiritualidad, en la medida de su profundidad y su autenticidad, no puede dejar nada fuera de sí; que engloba no sólo a la verdad, sino también a la virtud y, por extensión, al arte; en una palabra, a todo lo que es humano.

    Vincit omnia ventas; habría que añadir: Vincit omnia sanctitas. Verdad y santidad: todos los valores están en estos dos términos; todo lo que debemos amar y todo lo que debemos ser.

    1 Especifiquemos en esta ocasión que no tenemos nada contra el término de «filosofía», pues los antiguos lo aplicaban a todo género de sabiduría auténtica; pero, de hecho, el racionalismo, bajo todas sus formas —incluido lo que podríamos denominar el «infrarracionalismo»—, ha dado a este término un sentido restrictivo, de modo que nunca se sabe qué alcance darle; si Plotino es un filósofo, Descartes no puede serlo —salvo desde el punto de vista completamente extrínseco del género literario—, e inversamente.

    2 Quizás aquí se impone un matiz, a pesar de su evidencia: se quiere al hombre de bien aun si es feo, pero esto es con toda evidencia a causa de su belleza interior, y ésta es inmortal mientras que la fealdad exterior es pasajera; pero, por otra parte, no hay que perder de vista que la belleza exterior, incluso combinada con una fealdad interior, manifiesta la belleza en sí, y ésta es de naturaleza celestial y no debe ser menospreciada en ninguna de sus manifestaciones. La calumnia de la belleza física por parte de muchos ascetas puede ser útil desde el punto de vista de la debilidad humana, pero no por ello es menos inadecuada e impía desde un punto de vista más profundo.

    3 Ciertos teólogos modernistas consienten en admitir que hay un Dios —se encuentran algunos motivos para ello—, pero esto se quiere justificar de una manera «provisional» y no «estereotipada», a la vez que se rechazan, por supuesto, las formulaciones definitivas de los escolásticos; mientras que en este plano la verdad, o bien es definitiva, o bien no es. Un modo de conocimiento que es incapaz de darnos la verdad ahora no nos la dará nunca.

    4 La subjetividad en sí participa del Ser necesario porque el Absoluto es pura Consciencia; la relatividad —y por consiguiente la manifestación y la diversidad— de la subjetividad es igualmente necesaria, y esto en razón de la Irradiación divina, que es función del Infinito. Es decir que la subjetividad particular es una posibilidad: su principio deriva del Absoluto, y su particularidad de lo relativo o de la contingencia. Pero sería absurdo preguntar por qué soy yo el que es yo, y la lógica no padece en absoluto por ello.

    5 Mencionemos, a título de ejemplo, la contradicción siguiente: según la Biblia, Dios elevó a Enoc junto a Sí, y Elías subió al cielo en un carro de fuego; pero, según el credo católico, Cristo «descendió a los infiernos» a fin de llevar al cielo a todos los hombres que habían vivido antes que él, incluidos Enoc y Elías, quienes también se encuentran «abajo» cuando Dios los había situado «arriba». Todo esto para decir que nadie se salva si no es por el divino Logos; pero este Logos es en realidad intemporal, actúa, pues, independientemente de la Historia, lo que no impide, evidentemente, que pueda manifestarse en forma humana, luego en la Historia. Observemos a este respecto que algunos Padres de la Iglesia, al hablar del «seno de Abraham», han añadido prudentemente: «sea lo que sea lo que pueda entenderse por esta palabra».

    6 Es muy extraño que la Iglesia no discierna esta perversión más que en los planos dogmático y moral; esta ceguera tiene algo de providencial en el sentido de que «es necesario que haya escándalo».

    7 Hablamos aquí de doctrina, luego de conceptualización, no de misterio. Huelga decir que no toda experiencia mística se deja traducir en palabras, pero ningún verdadero místico pensará en hacer de una simple experiencia un argumento específicamente doctrinal; sin lo cual las doctrinas serían inútiles, como, por lo demás, el lenguaje.

    8 Incluso en el orden natural, lo positiva o cualitativamente único es siempre total; la belleza perfecta no podría ser pobre, ella es, por definición, una síntesis, de dónde su aspecto de ilimitación y de apaciguamiento.

    9 Principial y analógicamente hablando, Mâyâ no es solamente «espacial» es también «temporal»: no sólo hay extensión y jerarquía, hay también cambio y ritmo; hay mundos y ciclos.

    10 Si uno se refiere al ternario vedántico Sat («puro Ser»), Chit («Consciencia»), Ananda («Beatitud»), hay que tener en cuenta el hecho de que el aspecto «Poder» deriva del aspecto «puro Ser». En física se dirá que la «energía» es solidaria de la «masa»; la prueba de ello la constituye el magnetismo de los cuerpos celestes en la medida de su tamaño o de su densidad.

    11 Aquí es donde se sitúa la teoría asharí de la «adquisición» (kasb) humana de los Actos divinos: es únicamente Dios el que actúa, puesto que sólo Él es capaz de ello; es Él quien «crea» nuestros actos, pero somos nosotros quienes los «adquirimos» (naksibûn).

    12 Es lo que comprenden muy bien los «politeístas».

    13 Particularmente las alusiones a lo «escondido» (ghayb) y frases como ésta: «Dios sabe y vosotros no sabéis».

    14 Obsérvese que si el Corán no especificara que es Dios quien «crea el mal» (min sharri mâ khalaq), quedaría abierta la puerta hacia un dualismo mazdeísta o maniqueo: se correría el peligro de admitir dos divinidades, una buena y otra mala. La solución coránica se sitúa, por así decirlo, entre dos escollos, la idea de dos Dioses antagonistas y la negación pura y simple del mal; la mentalidad colectiva árabe, o cercano-oriental, no parece haber dejado otra elección.

    15 Esta «Manifestación divina» no es otra que la Buddhi de los vedantistas, o la esfera arcangélica de los monoteístas.

    16 Sobre-Ser, Ser o Existencia; ya sea el Infinito puro (Ananda), o bien su prolongación en el Ser (= Prakriti), o, también, la ilimitación de la Substancia cósmica existenciante (= Saraswatî - Lakshmî - Pârvatî). Según Paracelso, Dios «Hijo» presupone no sólo el «Padre», sino también la «Madre»; ésta se halla más o menos escondida en el «Padre», y María es quien la personifica en el plano humano. Esta opinión es plausible en el sentido de que el Infinito puede ser considerado metafóricamente —si aceptamos este género de simbolismo, y presuponiendo un marco que lo haga posible— como la «Esposa» (Shakti) del Absoluto y la «Madre» de la divina Perfección o del supremo Bien; el Infinito se refleja entonces necesariamente, en un modo «de fuerza mayor», en la Mujer-Avatâra.

    17 Desde un punto de vista racionalista, se dirá que la Omniposibilidad es una abstracción, mientras que en realidad es una potencialidad, o la Potencialidad a secas. Añadiremos que la Omniposibilidad no es tan sólo una «dimensión» divina, sino que es también la Mâyâ total, desde el Ser hasta nuestro mundo.

    18 En cierto casos, se puede reprochar al débil el que no sea fuerte, pero no se puede, sin caer en lo absurdo, reprochar a lo relativo el que no sea absoluto; un modo ontológico no es una tara moral.

    19 Las expresiones tales como la frase cristiana de que «Dios permite el mal», y que lo hace «con vistas a un mayor bien», aunque sus vías puedan no ser comprensibles para nosotros, son moralmente satisfactorias sin no obstante ser intelectualmente suficientes. Obsérvese que en el Islam se precisa a veces que Dios «induce en error» no de una manera activa, sino «abandonando» al hombre, o «dándole la espalda».

    20 «No hay pecado mayor que la existencia», según una fórmula tan audaz como elíptica atribuida a Râbi’ah Adawiyah; y según otra fórmula de este género, sólo Dios tiene derecho a decir «yo», y el pecado de Iblîs fue precisamente el de haberse atribuido este derecho.

    21 Se trata aquí de moralidad intrínseca, conforme a la naturaleza de las cosas, coincida o no con tal o cual moral formal e institucional.

    22 Si el Corán especifica que «Allâh os ha creado, a vosotros y a lo que hacéis», no puede ser con la intención de quitar al hombre la responsabilidad moral, sino que es para indicar la total dependencia ontológica de las criaturas; la prueba de ello está en que, en el mismo Corán, Dios prescribe y prohibe, promete y amenaza, lo que no tiene sentido si no es a la vista de una responsabilidad otra que la suya. Por una parte, el Corán declara que «Dios induce en error a quien Él quiere» —no hay que olvidar que, según la Biblia, Dios «endureció el corazón de Faraón»—, y por otra parte, el Corán especifica que «Dios no quería hacerles ningún daño, pero ellos se han hecho daño a sí mismos», y otras expresiones de este género.

    23 «¿Acaso el alfarero es como la arcilla? ¿Puede una obra decir de su autor: Yo no soy su obra? ¿Y un vaso de su alfarero: Él es estúpido?» (Isaías, XXIX, 16). Lógica voluntarista y fideísta que, en su contexto, tiene forzosamente su razón de ser.

    24 En el nivel de la Historia sagrada, naturalmente, pero no por ello la psicología de que se trata conserva menos su particularidad.

    25 La misma observación vale para el giro coránico: «Él crea lo que quiere» (yakhluqu mâ yashâ).

    26 Esto es lo que expresa el Corán con otros términos: «Pero si ellos (los condenados) fueran devueltos (a la tierra), volverían a lo que les estaba prohibido…» (Sura Los Rebaños, 28).

    27 En el Cristianismo, la teología es indecisa en lo que concierne a la predestinación, no en sí, sino en cuanto a la intención de Dios, que según unos es independiente de los méritos humanos y según otros depende, más o menos, de estos últimos, o lo hace en algunos casos; pero la primera de estas opiniones, sostenida por lo demás por San Agustín y Santo Tomás, es la que ha prevalecido finalmente, o al menos es la que predomina sobre las demás. Los católicos reprochan a los protestantes el que estén seguros de su salvación; aparte que la mayoría de los católicos, que ignoran la teología, no tienen otra actitud, esta certidumbre es, de hecho, un elemento más metódico que dogmático —al menos en las personas piadosas— y se acerca curiosamente a la certidumbre análoga de los amidistas.

    28 Lo hemos señalado, sin duda, más de una vez y volveremos quizá todavía sobre ello, pero en el enmarañamiento de las informaciones doctrinales no es posible acordarse de todo lo que ya se ha expresado, desde el doble punto de vista del contenido y la forma; tanto más cuanto que es grande la tentación intelectual de precisar lo que exige un máximo de claridad.

    29 Otro ejemplo de lo que se puede llamar con razón y sin abuso de lenguaje la «dignidad humana» es el título de «amigo de Dios» (khalîl Allâh) conferido por el Islam a Abraham. Y cuando Jesús habla de «nuestro Padre que estás en los Cielos» es precisamente para indicar que, si el hombre es «servidor» en cierto aspecto, es «hijo» o «heredero» en otro.

    30 La interiorización de la Ley por parte de Cristo, y después por San Pablo, corresponde a este misterio; interiorización de la «letra que mata», operada en virtud del «espíritu que vivifica». Obsérvese que en la intención de Cristo esta transferencia de la forma a la esencia no es una «abolición» sino un «cumplimiento». El hecho de que el Cristianismo, siendo una religión, se haya convertido a su vez en una «Ley», pertenece a una dimensión completamente distinta.

    31 Esta indiferencia amoral —no inmoral— aparece en la noción hindú de Lila, el «Juego divino» en y por Mâyâ.

    32 No hay que olvidar que ciertos males, los azotes de la naturaleza, por ejemplo, no son males en sí, puesto que los elementos, que los provocan, son bienes; esto no impide que los daños, en el plano humano, no manifiesten nada de positivo, aun sin constituir un mal intrínseco.

    33 Por esto la palabra Haqq, que significa a la vez «Verdad» y «Realidad», es uno de los Nombres de Dios.

    34 Lo que nos hace pensar en el koan de los zenistas; en fórmulas a la vez insensatas y explosivas, y destinadas a hacer estallar la corteza de los hábitos mentales, que impide la visión de lo Real.

    35 En lo cual el Aquinate se basa en un texto de San Agustín, que a su vez comunica una opinión de Pascasio Radberto; cf. Suma Teológica, Tercera Parte, Cuestión 83.

    36 Salvo quizá en lo que concierne a la legitimidad de una petición cuya concesión es segura, pues esta legitimidad, si es evidente en ciertos casos, no nos parece serlo en el de un sacramento.

    37 En lo referente a la intención subyacente —no a la forma explícita— de las plegarias eucarísticas, se ha esgrimido no sólo que aquéllas se explican por la indignidad del hombre en sí, sino también que la Misa es un «acto comunitario» y que se trata de expresar el sentimiento de la asistencia. Sin querer extendernos en esta cuestión, que está fuera de nuestro tema, observaremos que esa concepción del papel más o menos sacerdotal de la asistencia laica es de los más ambiguos y puede dar lugar a muchos abusos, a pesar de las delimitaciones teológicas que difieren por lo demás de una confesión a otra.

    38 Actitud que un San Julián Eymard, apóstol de la adoración del Santo Sacramento, no hubiera aprobado. Añadamos, sin embargo, que preferimos, con mucho, el temblor de Graciano a la impertinencia de los modernistas.

    39 Hay, por lo demás, algo singularmente desproporcionado o «malsonante» en el hecho de consumir hostias consagradas por la simple razón de que hay demasiadas y no se quieren conservar; hay en ello una disonancia que indica a su modo la disparidad entre el sacramento y la aplicación que de él se hace; o entre la naturaleza del sacramento y una cierta interpretación falta de realismo y flexibilidad; es subestimar a Dios por exceso de celo.

    40 En este orden de ideas, se ignora fácilmente la dignidad y la inocencia del animal, que debe pagar los gastos terminológicos de la decadencia humana.

    41 Hemos tratado sobre esta espinosa cuestión en nuestro libro Forme et Substance dans les Religions, capítulos Quelques difficultés des Textes sacrés y Paradoxes de l’expression spirituelle, y aún más ampliamente en los tres primeros capítulos de nuestro libro Le soufisme, voile et quintessence.

    42 La avidez es incluso considerada, en el Corán, como el vicio que caracteriza al hombre caído: «La rivalidad (para ganar más) os distrae (de Dios), hasta que visitéis las tumbas…» (Suya La Rivalidad, 1 y 2).

    43 Hemos encontrado muchas veces, en Oriente, el desapego y la serenidad que se desprenden de esta actitud; y ello en comerciantes lo más a menudo pobres, la mayoría miembros de una cofradía.

    44 Las palabras «entre los Profetas» no indican la localización celestial, sino la afinidad en el aspecto considerado, el del desapego «por la Faz de Dios» (liwajhi-Llâh).

    45 Con razón o sin ella, pero no es esta la cuestión, puesto que no se siente ningún escrúpulo en referirlos tal cual. Lo que importa aquí es la multitud y el éxito de los dichos de este género y no su autenticidad.

    46 Testimonio de ello es la Khamriyah, el célebre poema místico de Omar ibn El-Fâridh. Omar Khayyâm se sorprende, en sus Cuartetas, de que el vino esté prohibido en este bajo mundo, mientras que en el Paraíso estará autorizado; ocurrencia que no tiene sentido más que en el esoterismo.

    47 Credo quia absurdum est, como decía Tertuliano.

    48 Salvo en los casos en que constituye una «consolación sensible» apaciguante o estimulante, y sin pretensión; pero la perspectiva islámica excluye incluso esta posibilidad, al menos en principio.

    49 El Cristianismo es una religión musical, si puede decirse así, como lo indica el papel importante de los cantos y los órganos en las iglesias. El Islam entiende representar el punto de vista opuesto, el de la sequedad y la sobriedad con miras a la «única cosa necesaria», pero compensa esta pobreza con la musicalidad de la salmodia del Corán, y también, en su dimensión sufí, con las poesías, los cantos y las danzas, otras tantas manifestaciones esotéricas del «vino» prohibido por el exoterismo; sin hablar del papel preponderante que tiene en el Islam la sexualidad.

    50 Aunque fuese un «Absoluto relativo», pero ahora no es esta la cuestión, pues todo el Orden divino es absoluto en relación con la relatividad humana; pero no en relación con el puro Intelecto, que sobrepasa toda relatividad —efectiva o potencialmente— sin lo cual no tendríamos siquiera la noción del Absoluto.

    51 Desde el punto de vista de la Ley, es conforme a la virtud no sólo lo que sirve al interés espiritual y eventualmente también material del individuo y de su prójimo inmediato —siendo incondicional el interés espiritual y condicional el material—, sino también lo que sirve para el equilibrio de la sociedad; mientras que desde el punto de vista de la simple naturaleza de las cosas, es conforme a la virtud lo que, con independencia de las necesidades de la colectividad, es justo en sí y por ello sirve a un determinado interés espiritual, a condición de no dañar los intereses legítimos de nadie.

    52 Mientras que en ambos casos las influencias cristianas están totalmente excluidas. Se trata de arquetipos espirituales, no de fenómenos históricos.

    53 No en el de la modalidad característica, y realmente única, que realiza el «Verbo hecho carne»; aunque el Corán reconozca que Cristo es «Espíritu de Dios» y que nació de una virgen.

    54 En esto Oriente se ha unido finalmente a Occidente, a veces con un celo de «aprendiz de brujo». En lo que concierne a la degeneración general de la humanidad, ha sido prevista por todas las tradiciones, y sería por lo menos paradójico negarla con respecto a Oriente por afán de tradicionalismo.

    55 Un fenómeno que hay que señalar aquí, a fin de prevenir las más enojosas confusiones, es el falso tradicionalismo que hace del Islam la bandera de un nacionalismo ultramoderno y subversivo introduciendo en el formalismo religioso ideas y tendencias que están en las antípodas de la doctrina islámica y de la mentalidad musulmana. Empresas análogas han visto la luz en otros mundos tradicionales.

    56 Los modernistas orientales lo reconocen más o menos, pero responsabilizan de ello a la tradición, y, por lo demás, si tienen interés en reconocerlo es a causa de su modernismo; llegan incluso a reprochar al colonialismo el que haya mantenido las instituciones tradicionales.

    57 En vano se acusa a Occidente de extender sus errores al mundo entero: además hace falta que alguien los acepte. La Teología nunca ha disculpado a Adán porque fuera Eva la que empezó.

    58 En ciertos casos, hay que tener en cuenta el hecho de que son forzosamente los hombres antitradicionales los que disponen de los medios técnicos y, ante todo, del armamento, de modo que los hombres tradicionales están sin defensa; pero en la mayoría de los casos esta situación general no impediría que los partidarios de la tradición manifestasen su resistencia. Se nos ha dicho más de una vez, en Oriente, que todo lo que sucede es «querido por Dios»; ahora bien, se habría podido, en situaciones análogas, hacer este razonamiento desde la Edad Medía e incluso desde la Antigüedad, y no se ha pensado en hacerlo antes de esta segunda mitad del siglo XX.

    59 La falsificación resulta del pecado de orgullo: falsificar un bien es acapararlo para sí, subordinarlo a un fin que le es contrario, luego viciarlo con una intención inferior. El orgullo, como la hipocresía que lo acompaña, sólo puede producir la falsificación.

    60 Antes de Massignon y Nicholson al menos.

    61 La prueba de que este aspecto de oposición se manifestó desde el origen nos la proporciona esta confidencia de Abû Hurayrah: «He guardado preciosamente en mi memoria dos tesoros de conocimiento que recibí del Enviado de Dios. Uno lo he hecho público; pero si divulgase el otro me cortaríais el cuello». Se encuentra una sentencia estrictamente análoga en el Evangelio de Santo Tomás. Spiritus ubi vult spirat.

    62 Hay también la prohibición —más o menos relativa— de la música, la poesía, la danza; el esoterismo no hace caso de ello, en virtud de su aspecto de oposición, el cual en realidad se refiere simplemente a la naturaleza de las cosas, luego a los valores intrínsecos y no legales o convencionales.

    63 «No soy yo quien ha dejado al mundo, es el mundo el que me ha dejado a mí»; sentencia clave que hemos citado más de una vez.

    64 También hay, sin duda, definiciones positivas, como esta, de Ghazâlî: «El Sufismo es un sabor» (dhawq); en este caso, la elipsis se refiere a la experiencia subjetiva, no a la naturaleza objetiva, tiene por consiguiente un carácter indirecto como las alusiones (ishârât) ascéticas que hemos mencionado.

    65 El Sheikh Al-Baddî, en el siglo XIX, logró afiliar a toda la tribu beréber de los Ida U-Alî a la Tarîqah Tijâniyah; estamos lejos del elitismo iniciático, cuyo principio no es rechazado, sin embargo, allí donde se impone. Y es sabido que la expansión del Islam en la India es debida, no a la fuerza de las armas, sino a la conversión producida en gran parte por la propaganda de las cofradías.

    66 A pesar de la identidad esencial, hay una cierta separación entre el Sufismo primitivo, que fue un misticismo ascético y empirista, y el Sufismo doctrinal de la Edad Media, que empleaba una terminología en gran parte helenista. Ibn Arabî fue el primero en formular la doctrina del «monismo ontológico» (wahdat al-Wujûd = «unicidad de lo Real»), lo que puede explicar, aparte otras razones quizá menos plausibles o en todo caso controvertidas, el título honorífico de Shaykh al-akbar que algunos le otorgan.

    67 Cf. La Profession de Foi, traducción de R. Deladrière. Alguien nos ha indicado que este tratado no es de Ibn Arabî, sino de uno de sus discípulos, lo que creemos de buena gana, pero esta cuestión carece de importancia aquí.

    68 Huelga decir que una conciencia de nuestra nada metafísica —pero esta conciencia unilateral no resume toda nuestra naturaleza— se acompaña necesariamente de una conciencia moral correspondiente, lo que no excusa las exageraciones moralistas de algunos, pues el carácter cuantitativo de estos excesos de celo se opone precisamente a la cualidad metafísica de la conciencia de que se trata.

    69 La Tarîqah coincide con la «Vía recta» (ascendente: Sirât mustaqîm) de la oración canónica; esta «Vía recta» —según esa oración (la Fâtihah)— es la vía «de aquellos a quienes concedes tu Gracia» (an’amta ‘alayhim), a saber, según el sentido que se impone esotéricamente, los iniciados (mutabârikûn); no es la vía descendente «de aquellos contra los que estás irritado» (maghdûb ‘alayhim), a saber, los incrédulos y los pecadores orgullosos, ni la vía horizontal y zigzagueante «de los que yerran» (dâllûn), que son aquí los creyentes profanos y tibios.

    70 En principio, pero no de hecho, la Tarîqah pertenece enteramente a la dimensión esotérica, siendo la Haqîqah el objetivo que se persigue o la esencia siempre presente; la inextensión del punto —en nuestro simbolismo geométrico— señala entonces la fijación formal, mientras que la redondez del círculo y de la esfera indica la cualidad de la Esencia y, por lo tanto, la universalidad. Según otra interpretación —sancionada por la tradición— el círculo es, por el contrario, el plano exterior, el de la Sharî’ah; los radios representan los diversos modos de la Tarîqah; el centro es la Haqîqah.

    71 Hay que emplear, pues, la paciencia y la caridad, sin por ello carecer de discernimiento. No hay que olvidar que el don del discernimiento va fácilmente a la par con una cierta, impaciencia: con el deseo subyacente de obligar al mundo a ser lógico y la dificultad de resignarse espontáneamente al derecho metafísico del mundo a un cierto coeficiente de absurdo.

    72 Estas dos cualidades expresadas por la segunda Atestación corresponden respectivamente a la «Paz» (Salâm) y a la «Bendición» (Salât) en el Homenaje al Profeta (Salât ‘alan-Nabî). Se podría decir igualmente que la Bendición concierne al intelecto (spiritus), y la Paz al alma (anima); o sea, a la iluminación y al apaciguamiento; a la certidumbre y a la serenidad. Y es conocido el simbolismo del «corazón purificado» o «fundido», y del «pecho ensanchado»: el corazón representa el intelecto en el doble aspecto del conocimiento y del amor, y el pecho representa el alma que se libera de la «estrechez» y se realiza por el «ensanchamiento».

    En lo que concierne al sentido del Absoluto, que hemos mencionado, es precisamente la necesidad de absoluto lo que explica —y excusa al menos en cuanto a la intención— las exageraciones que hacen tan difícil el acceso a ciertos textos musulmanes.

    73 Aunque ésta constituye siempre la causa ocasional, o la condición inicial, de la intelección correspondiente.

    74 Como lo hemos demostrado en otras ocasiones, sobre todo en nuestro libro Du Divin à l’humain, capítulo Conséquences découlant du mystère de la subjectivité.

    75 Esto no es una contradicción, pues la naturaleza específica del hombre contiene, por definición, elementos disponibles de sobrenaturalidad.

    76 Es en este lugar donde Dante sitúa, de facto —todo bien mirado—, a los sabios y los héroes de la Antigüedad, aunque los asocie con el Inferno por razones de teología, puesto que fueron «paganos».

    77 Los Paraísos hindúes de los que se es expulsado después de agotar el «buen karma» no son lugares de salvación, sino de recompensa pasajera; lugares «periféricos» y no «centrales», y situados fuera del estado humano, puesto que pertenecen a la transmigración.

    78 Esta frase incluye asimismo e implícitamente, una referencia esotérica a los sectores celestiales de las diversas religiones.

    79 Y especifiquemos que, si en los Paraísos hay grados, hay también ritmos, lo que el Corán expresa diciendo que los bienaventurados tendrán su alimento «mañana y noche». No hay mundo, por lo demás, sin niveles jerárquicos ni ciclos, es decir, sin «espacio» ni «tiempo».

    80 Esta posibilidad de comunicación interreligiosa también tiene, evidentemente, un sentido cuando un mismo personaje a la vez histórico y celestial aparece en religiones diferentes, como es el caso de los Profetas bíblicos; aunque sus funciones sean entonces distintas según la religión en la que se manifiestan.

    81 «Dios no hace daño a los hombres, sino que los hombres se hacen daño a sí mismo» (Corán, Sura Yûnus, 44).

    82 «Y cuando tu Señor sacó una descendencia de los riñones de los hijos de Adán, y les hizo testimoniar contra ellos mismos: ¿No soy Yo vuestro Señor?, ellos dijeron: Sí, lo atestiguamos. (Y esto) a fin de que no digáis, en el Día de la Resurrección: Hemos sido inconscientes de esto. O para que no digáis: Nuestros antepasados dieron en otro tiempo asociados (a Dios); (ahora bien) nosotros somos sus descendientes…» (Sura, Las Elevaciones, 172 y 173). Estas criaturas preexistenciales son las posibilidades individuales contenidas necesariamente en la Omniposibiidad, y llamadas a la Existencia —no producidas por una Voluntad moral— por la Irradiación existenciante.

    83 Que no hay que confundir con la metempsicosis, en la que elementos psíquicos, en principio perecederos, de un muerto se incorporan al alma de un vivo, lo que puede dar la ilusión de una «reencarnación». El fenómeno es benéfico o maléfico, según se trate de un psiquismo bueno o malo; de un santo o de un pecador.

    84 El Islam admite igualmente los jînn, los «espíritus», tales como los genios de los elementos —gnomos, ondinas, silfos, salamandras— y también otras criaturas inmateriales, vinculadas a veces a montañas, cavernas, árboles, a veces a santuarios; intervienen en la magia blanca o negra, es decir, bien en el chamanismo terapéutico, bien en la hechicería.

    85 Sea «periféricos», sea «centrales»: análogos al estado de los animales en el primer caso, y al de los hombres en el segundo; el hecho de que haya algo de absoluto en el estado humano —como hay algo de absoluto en el punto geométrico —excluye, por lo demás, la hipótesis evolucionista y transformista. Como las criaturas terrenales, los ángeles son también ya «Periféricos», ya «centrales»: ya sea que personifiquen tal o cual Cualidad divina, que les confiere a la vez una determinada proyección y una determinada limitación, ya sea que reflejen el Ser divino mismo, y entonces no constituyen más que uno en el fondo: es el «Espíritu de Dios», el Logos celestial, que se polariza en Arcángeles y que inspira a los Profetas.

    86 La muerte corporal y la separación subsiguiente del cuerpo y el alma son la consecuencia de la caída de la primera pareja humana; situación provisional que será reparada al final de este ciclo cósmico, salvo para algunos seres privilegiados —como Enoc, Elías, Cristo, la Virgen— que han subido al Cielo con su cuerpo entonces «transfigurado».

    87 En el Sufismo, se admite «inoficialmente» que tal o cual animal particularmente bendito haya podido seguir a su dueño al Paraíso, lleno como estaba de una barakah de fuerza mayor; lo cual, a fin de cuentas, no tiene nada de inverosímil. En cuanto a la cuestión de saber si hay animales en el Cielo, no podríamos negarlo, y esto porque el mundo animal, como el mundo vegetal, que constituye el «Jardín» (Jannah) celestial, forma parte del ambiente humano natural; pero los animales paradisíacos, como tampoco las plantas del «Jardín», no tienen por qué venir del mundo terrestre. Según los teólogos musulmanes, las plantas y los animales del Cielo han sido creados in situ y para los elegidos, lo que equivale a decir que son de substancia cuasi angélica; «y Dios es más sabio».

    88 El «frente por frente» cósmico inverso del Paraíso no es el infierno solamente, sino también la transmigración, lo que ilustra la trascendencia y la independencia del primero. Añadamos que hay ahâdith que atestiguan la desaparición —o la vacuidad final— del infierno; «crecerá en él el berro», parece que dijo el Profeta, y también, que Dios perdonará al último de los pecadores.

    89 Lo que indica, por lo demás, en el Sufismo, la expresión de «Jardín de la Esencia», Jannat adh-Dhât; el cual trasciende divinamente los «Jardines de las Cualidades», Jannât as-Sifât.

    90 Formulada por Tales, y después comentada por Sócrates.

    91 La fe no en el sentido de la simple creencia religiosa ni del piadoso esfuerzo de creer, sino en el sentido de una asimilación cuasi existencial —e iluminada ab intra— de la certeza doctrinal. Se podría decir igualmente que el recogimiento está íntimamente en relación con el sentido de lo sagrado, como la serenidad por su lado resulta del sentido para lo trascendente.





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