• REFLEXIONES SOBRE LA DIVINA COMEDIA-Titus Burckhardt

    REFLEXIONES SOBRE LA DIVINA COMEDIA DE
    DANTE, EXPRESION DE LA SABIDURIA TRADICIONAL
    Titus Burckhardt


    Quien considere a la Divina Comedia de Dante como una pura
    fantasía poética, en realidad no la comprende del todo, y quien la vea
    como una construcción conceptual envuelta en ropaje poético no le
    hace justicia. Dante no es un gran poeta, «a pesar de su filosofía»;
    es un gran poeta en virtud de su visión espiritual que, precisamente
    porque abarca más de cuanto se pueda imaginar en un principio,
    condiciona tanto el sentido como la forma de la obra. Está en la
    naturaleza del arte sacro el ser a la vez verdadero y bello, incidiendo
    así en todos los planos del alma y, al mismo tiempo, en el corazón, la
    razón, la imaginación y la percepción sensible, infundiéndoles el
    presentimiento de la Unidad divina.
    El artista no es tanto el inventor como el que conoce y percibe,
    puesto que las formas que dan sentido a las cosas ya están inscritas
    en ellas; lo único que tiene que hacer es separar las cualidades
    esenciales, que corresponden más al ser que al devenir, de lo que es
    accidental y fortuito. Por eso, en su descripción de los invisibles
    mundos psíquicos y espirituales, Dante pudo referirse a la estructura
    del universo visible tal como los sentidos la captan desde el punto de
    vista terrenal. Sobre la validez de este punto de vista, anclado en la
    naturaleza del propio hombre, ya nos hemos pronunciado en otro
    lugar; sólo nos queda, pues, llamar la atención sobre el significado
    que, en parte sobre la base de los prototipos ya existentes, en parte
    según su propio criterio, Dante atribuye a los elementos del universo
    visible.
    Ya hemos dicho que las condiciones de ser o de conciencia
    correspondientes a los siete cielos planetarios pertenecen al mundo
    de la materia sutil o psíquica; en realidad, los diversos movimientos
    de los planetas demuestran que debe tratarse aún de un mundo
    condicionado por la forma. Para ser más exactos, las condiciones así
    representadas son de tipo tanto psíquico como espiritual; son como
    una extensión del Espíritu divino al campo de la psique, o como una
    ascensión de la psique al campo del Espíritu. Y es justo que así sea,
    puesto que el hombre es esencialmente espíritu; una condición que
    en cierto modo incluya el conocimiento de Dios, puede caracterizarse
    por una cierta disposición de ánimo, aunque no quedarse reducida a
    esto. El propio Dante lo explica poniendo en labios de Beatriz que el
    espíritu de cada elegido tiene su propio «sitial» en el último cielo sin
    forma, y comparece al mismo tiempo en una esfera correspondiente
    a su tipo de beatitud (Paraíso, IV, 28-39). La naturaleza luminosa de
    los planetas y la regularidad de sus revoluciones son una expresión
    del hecho de que los estados psíquicos a los que aluden ya participan,
    a pesar de su coloración aún individual, del carácter inmutable del
    Espíritu puro y eterno. Es como si el alma, sin perder su forma
    individual, se convirtiera en un cristal que no opusiera ya ninguna
    resistencia a la luz divina.
    Dante traduce la diversa extensión de las esferas que se contienen
    unas a otras, y que como tal es de naturaleza cuantitativa, al plano
    cualitativo, escribiendo:
    Los círculos corpóreos son mayores o menores
    Según la mayor o menor virtud
    Que por sus partes se extiende.
    (Paraíso,, XXVIII, 64-66)
    La palabra «virtud» se entiende aquí en el sentido latino de virtus,
    fuerza invisible.
    La esfera más alta y más amplia no es el cielo de las estrellas fijas,
    sino el Empíreo invisible que se extiende más allá, comunicando su
    propio movimiento a todos los demás cielos; en realidad, el
    movimiento del cielo de las estrellas fijas no es unitario; está
    determinado, bien por la revolución diaria, bien por la precesión de
    los equinoccios, que funciona en sentido opuesto a aquélla; sólo el
    Empíreo posee un movimiento constante respecto al cual se miden
    todos los demás movimientos, por lo que Dante dice que el tiempo
    tiene allí sus raíces y sus ramas en los demás cielos (Paraíso, XXVII,
    118). De hecho, el tiempo es mensura motus, medida del
    movimiento, y, como en el caso del Cielo supremo, «su movimiento
    no está medido por otro, sino que los otros están medidos por éste»
    (ibidem, 115-117); con él viene dado el tiempo; corresponde a la
    duración unitaria, no mensurable en sí misma, así como, por su
    desmesurada extensión, corresponde al espacio total. Traspuesto al
    ámbito espiritual, esto significa que la condición ilustrada por esta
    esfera, a la que Dante tiene acceso al final de su ascensión, a través
    de los cielos estrellados, representa el umbral del mundo puramente
    espiritual, informal: «Sus partes, cercanísimas y excelsas, son tan
    uniformes que no sé decir por qué lugar Beatriz me introdujo»
    (Paraíso, XXVII, 100-102).
    La naturaleza del mundo que, inmóvil,
    En el centro, a todo lo demás mueve en torno suyo,
    Tiene aquí su principio;
    No otro lugar que la divina mente
    Tiene este cielo, y la virtud que de él emana
    Y el amor que lo impulsa, en él se encienden.
    Luz y amor lo abarcan en un círculo
    Como él a los demás; cerco
    Que sólo quien lo circunda entiende.
    (Paraíso, XXVII, 106-114)
    Desde este umbral, Dante contempla los coros de ángeles que dan
    vueltas en torno al centro divino y se maravilla de que, como «lo
    ejemplar» (modelo) y «el ejemplo» (copia), los coros de los ángeles y
    las esferas celestes que se contienen mutuamente, «concuerden
    inversamente» (Paraíso, XXVIII, 55); a lo que Beatriz le responde
    que, en correspondencia con la naturaleza corpórea, lo que posee
    mayor fuerza e inteligencia debe también ocupar mayor espacio
    (ibídem, 73-78). En otras palabras, no existe ninguna imagen
    espacial que pueda reflejar directamente la jerarquía de los grados de
    la existencia, pues Dios es el centro más profundo del mundo, y como
    tal es comparable a un plinto en torno al cual gira toda la vida, siendo
    al mismo tiempo la realidad omnicomprensiva que sólo sabemos
    representarnos como espacio ilimitado.
    Si el orden geocéntrico y, por ende, antropocéntrico, de las esferas
    celestes; representa la imagen inversa de la jerarquía teocéntrica de
    los ángeles, el embudo infernal con sus simas más estrechas cuanto
    más profundas es, por así decirlo, su correspondiente negativo:
    mientras que el coro de los ángeles está configurado por el
    conocimiento de Dios y movido por el amor, el infierno está
    determinado por la ignorancia y el odio. Sin embargo, el purgatorio,
    que, según las explicaciones de Dante, surge en el polo opuesto de la
    tierra tras la caída de Lucifer en el centro terrestre, es un contrapeso
    del infierno.
    Probablemente Dante creía en el orden geocéntrico de los cielos
    estrellados, entendiendo, desde luego, la posición en el espacio del
    infierno y del purgatorio sólo en sentido alegórico; e incluso, en otra
    parte, dice del sentido de las esferas celestes:
    Así conviene hablar a vuestro entendimiento,
    Ya que sólo aprende mediante los sentidos
    Lo que del intelecto hará al fin digno.
    Por eso condesciende la Escritura
    A vuestra facultad, y pies y manos
    A Dios atribuye, y otra cosa entiende;
    Y la Santa Iglesia, con aspecto humano
    A Gabriel y Miguel os representa.
    (Paraíso, IV, 40-47).
    En su Convite, Dante habla de los diversos significados de las
    Sagradas Escrituras, haciendo valer claramente el mismo
    razonamiento para el propio poema (Convite, II, l); habla de los
    sentidos literal, alegórico, moral y anagógico, observando que los
    teólogos entienden el sentido alegórico de otro modo que los poetas,
    para los que se trataría, en último término, de «verdades revestidas
    de hermosas mentiras»; está claro que el propio Dante utiliza la
    alegoría en un sentido más riguroso; y si para expresar una verdad
    se sirve a veces de fábulas antiguas, nunca lo hace a la manera
    superficial y festiva de las alegorías del Renacimiento. El ejemplo
    clásico de las cuatro interpretaciones de un texto es Jerusalén, que
    en sentido literal es una ciudad de Palestina, alegóricamente es la
    imagen de la Iglesia, moralmente es el alma creyente y
    anagógicamente es la Jerusalén celestial, arquetipo del alma o del
    mundo contenido en el Espíritu divino. Es preciso percatarse de que
    estas cuatro interpretaciones no se superponen artificialmente o
    sobre la base de un esquema conceptual cualquiera; corresponden
    sencillamente a los cuatro aspectos del mundo al que el hombre
    pertenece: a su aspecto exterior o «efectivo» en sentido literal; a sus
    aspectos generales en sentido lato o alegórico; a su aspecto interior,
    referido al alma y, por ello, moral o ético; y a su aspecto puramente
    espiritual, que refleja al propio Dios, es decir, anagógico. Estas
    diversas «dimensiones» son inherentes a todo auténtico símbolo que
    exprese la realidad de manera típica.
    A través de las metáforas que Dante utiliza para describir el infierno,
    es fácil observar cómo una verdad espiritual se concreta
    inmediatamente y sin tentativas conceptuales en una imagen; así por
    ejemplo, la metáfora de la selva de zarzas donde están atrapadas las
    almas que se pasaron la vida rebelándose contra el Destino (Infierno,
    XIII): es la imagen de una condición privada de toda libertad y
    satisfacción, de una existencia al borde de la nada, resultado de la
    contradicción inherente al suicidio, esto es, de una voluntad que
    niega y quiere destruir la existencia, que es, sin embargo, su propia
    premisa y sustancia. Ya que el «yo» no puede por sí solo precipitarse
    en la nada, cae por su acción destructiva en la nada aparente,
    representada por las malezas desiertas, y que sigue siendo un «yo»
    en su sufrimiento impotente más que nunca concentrado sobre sí
    mismo. Todo lo que Dante dice de la selva infernal sirve para
    profundizar en esta verdad: la planta cuya rama es cortada por un
    ignorante se lamenta de su herida y lo llama despiadado; las almas
    de los dilapidadores perseguidas por los perros (también ellos
    desprecian la existencia dada por Dios) irrumpen en la selva de
    zarzas y la llenan de sangre, y el árbol privado de sus ramas implora
    al poeta que recoja las hojas al pie del tronco, como si el «yo
    desautorizado, encerrado en ese árbol, considerase aún suyos esos
    fragmentos muertos y ya separados. En ésta, como en otras
    descripciones del infierno, cada detalle es de una pavorosa y precisa
    agudeza de expresión.
    Las imágenes del infierno son tan plásticas porque están formadas
    por la misma materia en que, en su pasión, consiste el alma humana.
    En la descripción del purgatorio se añade una dimensión diferente y
    menos tangible: la realidad psíquica alcanza amplitud cósmica,
    comprendiendo en sí misma el cielo estrellado, los días y las noches,
    y el perfume de todas las cosas. A la vista del paraíso terrestre
    desde la cima de la montaña del purgatorio, Dante evoca en unos
    pocos versos todo el milagro de la primavera; la primavera terrenal
    que se convierte en primavera del alma, imagen de la condición
    original e íntegra del alma humana.
    Para representar las condiciones puramente espirituales, propias de
    las esferas celestes, Dante debe servirse a veces de metáforas; así,
    por ejemplo, cuando explica cómo el espíritu humano, al profundizar
    en la sabiduría divina, se transforma gradualmente en ella: Dante
    contempla a Beatriz, que tiene fijos los ojos en las «ruedas eternas»,
    y, mientras se concentra en la imagen, le ocurre como a Glauco, que
    por haber probado una hierba maravillosa se transformó en dios
    marino:
    El transhumanar, expresar «per verba»
    No se podría, mas baste con el ejemplo
    De aquél a quien la gracia de esta experiencia beneficie.
    (Paraíso, I, 70-72)
    Si bien en los cantos del Paraíso el lenguaje se vuelve quizá más
    abstracto, tanto más ricas de contenido son las imágenes de que se
    vale Dante; hay en ellas una auténtica fascinación que revela cómo
    tenía una visión espiritual de aquello que intentaba expresar con
    palabras. Es poeta en tanto en cuanto es visionario cuando, por
    ejemplo, compara la ascensión ininterrumpida de las almas santas
    obedientes a la atracción divina con el movimiento de los copos de
    nieve, al mismo tiempo ascendente y descendente (Paraíso, XXVII,
    67-72).
    Cuanto más simple es una imagen, más amplio es su contenido; en
    realidad, una prerrogativa de la simbología estriba en saber expresar,
    con su carácter concreto y al mismo tiempo abierto, verdades que
    escapan al concepto mental. No queremos decir con esto que la
    metáfora tenga un trasfondo irracional e inconsciente; su significado
    es fácilmente reconocible aun cuando trascienda al mero
    pensamiento. Este significado procede del espíritu y se abre al
    espíritu, al intelecto, del que Dante habla como la capacidad
    cognoscitiva suprema y más interior, que por principio está desligada
    de toda forma sensible y conceptual y tiene la virtud de llegar hasta
    la esencia eterna de las cosas:
    En el cielo que más de Su luz toma
    Estuve yo, y vi casas que narrar
    No sabe ni puede el que de allí desciende;
    Puesto que cuando a su deseo llega,
    Nuestro intelecto tanto profundiza
    Que no puede seguirlo la memoria.
    (Paraíso, I, 4-9)
    Dante ha exigido a la poesía todo aquello de lo que ella es capaz; no
    podía elevarse más alto ni decir más con menos palabras. Un solo
    verso como éste, que alude a Beatriz y a la vez al resplandor de la
    certeza espiritual, revela toda su maestría:
    Venciéndome con la luz de una sonrisa...
    (Paraíso, XVIII, 19)
    Dante se apreció en su justo valor al situarse entre los seis máximos
    poetas de todos los tiempos (Infierno, IV, 100 - 102); la seguridad de
    este juicio sobre sí mismo es, por lo demás, típica de él.
    Durante el Renacimiento, aún se discutía si Dante había visitado
    realmente el paraíso y el infierno. Aunque este problema pueda
    parecer ingenuo al lector moderno, sin razón, por otra parte, quizá
    también él se pregunte de dónde sacaba Dante la certeza -y si no era
    certeza, entonces, la presunción- que le permitía juzgar tan clara y
    duramente el destino del hombre después de la muerte. Una
    respuesta sería que, como hombre del siglo XIII, Dante no hubiera
    podido ni diluir psicológicamente la doctrina tradicional de la
    salvación y la perdición, ni concebir los ejemplos históricos sino en un
    sentido típico. Pero con esto aún no se explica cómo pudo haber
    experimentado las condiciones que describe tan vivamente, porque,
    de un modo u otro, las experimentó. Nuestra respuesta es la
    siguiente: el conocimiento del alma humana es esencialmente
    autoconocimiento que, si va hasta el fondo, llega mucho más allá de
    todo lo que puede imaginar el hombre común. Cuando conoce en
    qué consiste su alma, el hombre conoce al mismo tiempo los
    bastidores psíquicos del mundo humano que lo rodea; ve las trazas
    del infierno en esta existencia terrena como lo que son, a saber,
    como manifestaciones de una fuerza de atracción que tiene su centro,
    no en el hombre; sino en una zona cósmica inferior, y capta las
    posibilidades celestiales aún más directamente, porque cuanto más
    altas y más reales son, más entran en un campo del ser en el cual
    sujeto y objeto son apenas distinguibles.
    Dante recorre el infierno como espectador de excepción. «No te
    cuides de ello, sino mira y pasa», le dice Virgilio. Participa de la
    beatitud de las condiciones celestiales en tanto en cuanto ésta
    consiste en el propio mirar. Sale del purgatorio sin sufrir ni una sola
    de las penas con las que otros deben expiar sus errores, y los propios
    ángeles borran de círculo en círculo las marcas del pecado de su
    frente. ¿Qué significa esto sino que Dante no procede por la vía del
    mérito activo sino por gracia particular, la del Conocimiento? Si
    Virgilio le dice que para él no hay otra vía hacia Beatriz, la Sabiduría
    divina, que la que pasa por el infierno, esto significa que el
    conocimiento de Dios se alcanza por la vía del autoconocimiento; el
    autoconocimiento exige que se tengan en cuenta todos los abismos
    de la naturaleza humana y se eliminen todas las ilusiones sobre uno
    mismo radicadas en el alma pasional; no hay expiación mayor que
    ésta. Sólo en el último peldaño del purgatorio, Dante se ve obligado a
    atravesar el fuego para llegar al paraíso terrenal. Y si Beatriz va en
    seguida a su encuentro con reproches ardientes que mueven a su
    alma a un doloroso arrepentimiento (Purgatorio, XXX, 55 ss.), el
    sentido del discurso de la mujer es que él se ha aferrado por
    demasiado tiempo a su imagen terrena, hasta seguirla al reino de lo
    invisible; ella no le recrimina ningún pecado en particular, sino el de
    no haberse concentrado en lo que es eterno y real, y respecto a lo
    cual todo el resto no es más que una ilusión.
    La severidad con que Dante juzga a sus contemporáneos no tiene
    nada que ver con la intolerancia que olvida la esencia imprevisible de
    la gracia divina; Dante colocó en el paraíso almas que nadie esperaba
    encontrar en él. Lo contrario ocurre con la aparente tolerancia de
    nuestro tiempo, que se basa en una duda evidente o secreta sobre el
    destino último del hombre; es como un crepúsculo en el cual ni la luz
    ni la sombra se perfilan claramente. Dante sabía mejor que nadie,
    qué es la dignidad original del hombre, distinguía claramente en el
    hombre el rayo de luz divina, cual prenda infinitamente preciosa cuyo
    desprecio debía reconocer como culpa y traición.
    Para él, la dignidad primordial del hombre consiste esencialmente en
    el don del “intelecto”, que no es la mera capacidad de pensar, sino
    que es como un rayo de luz interior que une al alma con la fuente
    divina de todo conocimiento:
    Bien veo que jamás se sacia
    Nuestro intelecto, si no lo ilustra aquella Verdad,
    Fuera de la cual no hay nada cierto.
    (Paraíso, IV, 124-126)
    De las almas condenadas, Dante dice que han perdido el bien del
    intelecto (Infierno, III, 18); lo cual no significa que ya no tengan
    capacidad de pensar, desde el momento en que Dante las hace
    razonar entre sí; poseen incluso el don de prever vagamente el
    futuro, ignorando al mismo tiempo el presente (Infierno, X, 97 ss.).
    Lo que en ellas ha quedado sepultado para siempre es la visión del
    corazón, esa capacidad situada en el centro del ser, allí donde se
    unen amor y conocimiento. Dante describe el auténtico amor como
    una especie de conocimiento y al espíritu -el intelecto- como amante:
    a fin de cuentas, ambos, no tienen sino una misma meta, que es
    infinita.
    En el hombre incorrupto, todas las demás capacidades psíquicas se
    refieren al centro esencial: «Yo soy como el centro del círculo, al cual
    todas las partes de la circunferencia se refieren de igual modo», pone
    Dante en boca del amor-intellectus en su Vita nova, «pero tú no eres
    así» (Ego tanquam centrum circuli, cui simili modo se habent
    circumferentiae partes, tu autem non sic) (XII, 4). En la medida en
    que el ambicionar y el querer se alejan de este centro, impiden al
    alma abrirse espiritualmente a lo eterno: «la pasión, el intelecto ata»
    (Paraíso, XIII, 120). Cuando Dante dice de las almas condenadas
    que han perdido el bien del intelecto, quiere decir que en ellas la
    voluntad se ha desviado definitivamente del centro esencial. El
    impulso volitivo que niega a Dios se ha vuelto en ellas instinto
    central; están en el infierno porque, a fin de cuentas, quieren el
    infierno:
    Los que murieron con Dios airados
    De todos los países aquí acuden,
    Y a traspasar el río se apresuran;
    Tanto la justicia divina los incita
    Que el temor se convierte en deseo.
    (Infierno, III, 122-126)
    No ocurre lo mismo con las almas que sufren las penas del
    purgatorio: su voluntad no ha negado el elemento divino del hombre,
    sino que lo ha buscado en lugares erróneos; en su nostalgia del
    infinito, se han dejado engañar: en un pasaje del Paraíso dice Beatriz
    a Dante:
    Veo claramente cómo ya resplandece
    En tu intelecto la eterna luz,
    Que, vista por sí sola y para siempre,
    El amor enciende;
    Y si otra cosa vuestro amor reclama,
    De aquélla no es sino un vestigio
    mal conocido que en ésta se trasluce.
    (Paraíso, V, 7-12)
    Cuando con la muerte desaparecen el objeto de la pasión y la ilusión
    de su bondad divina, estas almas experimentan su ansia como lo que
    realmente es: un consumirse por las apariencias que no acarrea sino
    dolores. Debatiéndose dentro de los límites de su placer, reconocen
    negativa e indirectamente qué es la realidad divina, este
    conocimiento es su arrepentimiento. Con ello desaparece
    gradualmente el instinto errado que continúa actuando en ellas sin la
    aprobación del corazón, hasta que la negación de la negación no
    desemboque en el Sí de la libertad primordial, vuelta hacia Dios:
    De la mundicia, sólo la voluntad da prueba,
    Que, completamente libre para cambiar de sitio,
    Al alma induce y a su deseo ayuda.
    Ya antes lo quiso, mas no le dejó el talento,
    Que, contra su voluntad, la divina justicia
    Tanto como puso en pecar pone en tormento.
    (Purgatorio, XXI, .61-66)
    Aquí hemos tocado un motivo de fondo de la Divina Comedia: la
    relación recíproca entre conocimiento y voluntad. El conocimiento de
    las verdades eternas está potencialmente presente en el espíritu
    humano, el intelecto; pero su desarrollo está en un primer momento
    condicionado por la voluntad: negativamente, por el pecado del
    deseo, y positivamente, por su superación. Las diversas penas del
    purgatorio descritas por Dante pueden interpretarse, por tanto, bien
    como estados sucesivos a la muerte, bien como peldaños del acceso
    que conduce a la condición intacta y original en la que conocimiento y
    querer o, más exactamente, el conocimiento del fin eterno del
    hombre y la aspiración al placer, ya no son divergentes. En el
    momento en que Dante entra en el paraíso terrenal, en la cumbre de
    la montaña del purgatorio, Virgilio le dice:
    No esperes mis palabras ya, ni mi consejo:
    Libre, recto y sano es tu albedrío,
    Y error sería no hacer según su juicio:
    Por lo que corona y mitra yo te ciño.
    (Purgatorio, XXVII, 139-142)
    El paraíso terrenal es, por así decirlo, el «lugar» cósmico donde el
    rayo del Espíritu divino, que traspasa todos los cielos, toca a la
    condición humana, pues a partir de ésta, Dante se ha elevado hasta
    Dios por Beatriz.
    Mientras que en el hombre pecador es la voluntad la que determina la
    medida de su conocimiento, en los elegidos la voluntad surge de su
    Conciencia del orden divino. Su voluntad es, en otras palabras, la
    expresión espontánea de su visión de Dios, por lo cual su jerarquía en
    el cielo no viene dictada por ninguna coerción; esto es lo que el alma
    de Piccarda explica al Poeta en el cielo de la luna, respondiendo a la
    pregunta de si los Bienaventurados de una esfera no aspiran a una
    esfera superior «para ver más y para mejor hacerse afectos»:
    Hermano, nuestra voluntad se aquieta
    Por la virtud de caridad que nos lleva a querer
    Sólo lo que tenemos y otra cosa no ansía.
    Si deseásemos estar más elevados,
    En desacuerdo estarían nuestros deseos
    Con la voluntad de Aquel que aquí nos puso;
    Verás que eso no cabe aquí en estas esferas
    Si aquí la caridad es necesaria
    Y su naturaleza bien la consideras:
    Constituye más bien, la bienaventuranza
    Que te conformes a la voluntad divina
    Para que nuestras voluntades sean una sola:
    El ir así, de grado en grado, como vamos
    Por este reino, a todo el reino place,
    Tanto como al Rey, que a su querer confórmanos:
    En su voluntad está nuestra paz:
    Ella es aquel mar donde todo confluye,
    Tanto lo que ella crea como lo que genera
    La naturaleza.
    (Paraíso, III, 70-87)
    Conformarse a la voluntad divina no significa falta de libertad, sino, al
    contrario: la voluntad que se rebela contra Dios es por ello mismo
    víctima de la coerción, por lo cual «los que con Dios mueren airados»
    tienen miedo de llegar al infierno «al que la divina justicia les incita»
    (Infierno, III, 121-126); la aparente libertad de la pasión se
    transforma en esclavitud del instinto «Que, contra su voluntad, la
    divina justicia, tanto como puso en pecar pone en tormento»
    (Purgatorio, XXI, 61-66), mientras que la voluntad de aquellos que
    conocen a Dios brota de la misma fuente de la libertad. La verdadera
    libertad de la voluntad depende, por consiguiente, de su relación con
    la Verdad, que a su vez constituye el contenido del conocimiento
    esencial. Por el contrario, la más alta visión de Dios de que Dante
    habla en su obra, está en armonía con el cumplimiento espontáneo
    de la voluntad divina. El conocimiento coincide con la Verdad divina y
    la voluntad coincide con el Amor divino, y ambas cualidades se
    revelan como aspectos del Ser divino, uno inmóvil y otro en
    movimiento. Esta es la conclusión de la Divina Comedia y al mismo
    tiempo la respuesta al esfuerzo de Dante por captar el origen eterno
    del ser humano en la Divinidad:
    Mas no para eso eran mis plumas;
    Si no hubiera sido mi mente iluminada
    Por un fulgor que satisfizo su deseo.
    Faltó aquí fuerza a la alta fantasía;
    Mi deseo y mi voluntad, empero, ya giraban
    Como rueda a la que a su vez impulsa
    El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas.
    (Paraíso, XXXIII, 139-145)
    Nunca faltará algún estudioso que asegure que Beatriz no existió
    jamás, sosteniendo que todo lo que Dante dice de ella se refiere en
    realidad a la Sabiduría divina, la Sophia. Esta concepción indica la
    confusión entre símbolo auténtico y alegoría, en la acepción que el
    Renacimiento da a este término; en este sentido, una alegoría es más
    o menos una invención conceptual, un disfraz artificioso de conceptos
    generales, mientras que la simbología auténtica está contenida, como
    ya decíamos, en la esencia de las cosas mismas. El hecho de que
    Dante preste a la Sabiduría divina la imagen y el nombre de una
    mujer noble y bella viene dictado por una ley imperiosa; no sólo
    porque este aspecto femenino, en su sentido más sublime, es, en
    cuanto objeto de conocimiento, inherente a la Sabiduría divina, sino
    también porque la presencia de la divina Sophia se le ha revelado a
    través de la mujer amada. Esto nos proporciona la clave para
    comprender, por lo menos en líneas generales, la alquimia espiritual
    en virtud de la cual el profeta transforma las apariencias sensibles en
    esencialidad suprasensible: si el amor capta toda voluntad llevándola
    a confluir al centro del ser, un amor tal tiene la posibilidad de
    convertirse en conocimiento de Dios. El medio que conduce del amor
    al conocimiento, es la belleza: cuando ésta se experimenta en su
    inagotable esencia que libera de todos los confines, le es inherente un
    aspecto de la Sabiduría divina; por eso la atracción entre los sexos
    puede conducir al conocimiento de lo divino, ya que el deseo puede
    ser absorbido y anulado por el amor, y la pasión por la experiencia de
    la belleza.
    El fuego que Dante debe atravesar en el último escalón antes de
    alcanzar el Paraíso terrenal (Purgatorio, XXVII), es el fuego en el que
    los Iujuriosos deben, purgar sus pecados. «Entre tú y Beatriz está
    este muro», dice Virgilio a Dante en el momento en que éste teme
    atravesar las llamas (ibid., 36). «Tan pronto estuve dentro, me
    habría arrojado a un vidrio ardiente para refrescarme» (ibid., 49-50).
    La inmortal Beatriz hace frente a Dante, primero con severidad
    (Purgatorio, XXX, 103 ss.), pero después con tierno amor, y,
    mientras lo conduce hacia las esferas celestes, le revela su propia
    belleza, que su mirada resiste a duras penas (Paraíso, XXI, 1 ss.,
    XXIII, 46.48). Es significativo que Dante no se refiera más, como en
    su Vita Nova, a la belleza del alma de Beatriz, a su bondad, a su
    inocencia, a su humildad, sino que hable solamente de su belleza
    visible: lo que es exterior se convierte en símbolo de lo interior, la
    percepción sensible se convierte en expresión de la visión espiritual.
    Dante aún no es capaz de mirar directamente la luz divina, y por eso
    la contempla en el espejo de los ojos de Beatriz (Paraíso, XVIII, 16-
    18; XXVIII, 3 ss.). Sólo al final, en el cielo supremo, Beatriz se
    substrae completamente de su vista y su mirada permanece fija en la
    fuente de luz divina hasta consumirse en ella (Paraíso, XXXIII, 82-
    84).
    La justicia movió a mi supremo autor:
    Me hicieron la divina potestad,
    La suma sabiduría y el amor primero.
    Antes que yo, nada hubo creado
    Sino lo eterno, y permanezco eternamente:
    Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza.
    (Infierno, III, 1-9)
    Frente a estas célebres palabras escritas en la puerta del infierno,
    más de un lector moderno tiende a decir con el Poeta: «Maestro, su
    significado me espanta» (ibid., 12), pues les resulta difícil conciliar la
    representación de la condena eterna con la idea de amor divino, «el
    amor primero». Sin embargo, para Dante el amor divino es el origen
    de la creación como tal; en realidad, el amor divino ha proporcionado
    la existencia al mundo creado «de la nada», haciéndolo participar del
    Ser divino. Así entendido, el amor divino, sin ser distinto del amor,
    pierde todos los límites que se le puedan atribuir desde un punto de
    vista humano; es la expresión de la abundancia del Ser y de la
    beatitud contenida en Dios, un exceso que revierte en la nada o en el
    casi nada. En realidad, en la medida en que el mundo es distinto de
    Dios, tiene su raíz en la nada. Por otra parte, le es inherente
    necesariamente una parte de negación de Dios, y la amplitud
    ilimitada del amor divino se pone de manifiesto tanto en la aceptación
    de, incluso, esta negación de Dios como en la concesión de su
    existencia. Por lo tanto, la existencia de las posibilidades infernales
    depende del amor divino, pero al mismo tiempo tales posibilidades
    son condenadas por la justicia divina como negaciones de Dios.
    «Antes que yo, nada hubo creado, Sino lo eterno, y permanezco
    eternamente»: las lenguas semíticas distinguen entre la eternidad,
    que sólo se refiere a Dios, equivalente a un eterno Ahora, y la
    duración eterna, propia de las condiciones del más allá; el latín
    escolástico distingue entre aeternitas y perpetuitas, pero no así el
    latín vulgar, por lo cual ni siquiera Dante pudo expresar claramente
    esta distinción. Pero ¿quién sabía mejor que él que la duración del
    más allá no es idéntica a la eternidad de Dios, así como la existencia
    fuera del tiempo del mundo de los ángeles no es comparable a la
    duración del infierno, parecida a un tiempo rígido? Si bien la
    condición de los condenados no tiene fin en sí misma, vista desde
    Dios no puede ser sino finita.
    «Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza»:
    inversamente podría decirse: quien todavía espera en Dios, no
    deberá pasar por esta puerta. La condición de los condenados es la
    desesperación, así como la esperanza sería la mano abierta para
    recibir la gracia.
    Al lector moderno le parece extraño que Virgilio, que, sabio y
    benévolo, pudo conducir a Dante hasta la cima del Purgatorio, deba
    tener su propia sede, como todos los demás sabios y héroes de la
    antigüedad, en el limbo. Sin embargo, Dante no pudo colocar al no
    bautizado Virgilio en uno de los cielos sólo alcanzables en virtud de la
    gracia. Mas, si se observa detenidamente, en la obra dantesca se
    pone en evidencia una extraña fractura que aparece como el indicio
    de una dimensión no realizada. En su conjunto, describe el limbo
    como un lugar oscuro, sin luz y sin cielo, pero apenas Dante entra
    con Virgilio en el «noble castillo» donde pasean los sabios de la
    antigüedad «por prados de fresco verdor», habla de un «lugar
    abierto, luminoso y alto» (Infierno, IV, 115 ss.), como si ya no se
    encontrara en las capas subterráneas de la tierra.
    «Había allí gentes de mirar reposado y grave,
    de gran autoridad en su semblante
    Hablaban con parsimonia, la voz suave»
    (Ibid., 112-114)
    Todo esto ya no tiene nada que ver con el infierno, pero tampoco
    puede incluirse directamente bajo la gracia cristiana.
    Se plantea aquí, pues, el problema de si Dante tenía una actitud
    fundamentalmente negativa respecto a las fes no cristianas. En un
    pasaje del Paraíso, en el que Dante coloca entre los elegidos al
    príncipe troyano Rifeo (XX, 67 ss.), habla de la imponderabilidad de
    la elección divina y aconseja a los hombres que no la juzguen a la
    ligera. ¿Qué podría significar Rifeo para Dante sino un ejemplo lejano
    de un santo extra-eclesiástico? No decimos extra-cristiano, puesto
    que para Dante cualquier revelación de Dios en el hombre es Cristo.
    Surge un segundo problema: ¿Era consciente Dante de que la
    configuración de la Divina Comedia se acercaba mucho a ciertas
    obras de la mística islámica que le son afines? El género del poema
    épico que describe en forma alegórica la vía del que conoce a Dios no
    es raro en el mundo islámico. Es presumible que algunas de esas
    obras hubieran sido traducidas en lengua provenzal, y es bien sabido
    que la comunidad a la que Dante pertenecía, los «Fedeli d'Amore»,
    tenía relación con la Orden de los Templarios, situada en Oriente y
    abierta al mundo espiritual islámico. Es posible encontrar para casi
    cada elemento importante de la Divina Comedia un prototipo
    correspondiente en los escritos esotéricos del Islam: para la
    interpretación de las órbitas de los planetas como niveles de
    conciencia espiritual; para la subdivisión del infierno; para la figura y
    el papel de Beatriz, etc. Sin embargo, a juzgar por ciertos pasajes
    del Infierno de Dante (XXVIII, 22), es más bien improbable que él
    hubiera conocido y reconocido al Islam como religión. Es mucho más
    verosímil que hubiese tenido acceso a escritos no directamente
    islámicos; las cosas que en este sentido se adjudiquen a Dante
    resultarán mucho más fuera de lugar de lo que la investigación
    comparada pueda suponer. Las verdades espirituales son como son, y
    los espíritus pueden encontrarse en un nivel determinado de
    conciencia sin haber conocido jamás la existencia uno del otro en el
    plano terrenal.
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    NOTAS
    DANTE, Paraíso, I, 103-105.
    Sobre la esencia de la intuición en el sentido espiritual de la palabra,
    cfr.: René GUENON, Introduction générale á I'étude des doctrinas
    hindoues, París, 1932, cap.: «Caractéres essentiels de la
    métaphysique».
    Tal intuición, irrefutable sobre todo en los campos matemático y
    musical, sería, respecto a una intuición verdaderamente espiritual,
    como una imagen en un espejo cóncavo: la «deformación» tiene su
    origen en la intromisión del -yo-.
    La investigación más reciente, que trabaja sólo con estadísticas,
    prefiere evitar todo axioma hasta casi eliminar conceptualmente el
    propio pensamiento.
    Esto es especialmente válido para la teología latina, mientras que
    algunos Padres de la Iglesia griega, como Dionisio el Areopagita,
    perciben la Esencia divina más allá del Ser como “tinieblas sobre la
    luz”.
    Al término «metafísico» se le confiere así un alcance mucho mayor
    del que tenía en Aristóteles.
    Con ello entendemos, de conformidad con el uso general, el
    Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, no olvidando, sin embargo, que
    incluso otras religiones, hasta aquellas que llamamos politeístas, son
    conscientes de la unidad del Origen supremo.
    Clemente de Alejandría y otros Padres de la Iglesia usan el término
    gnosis para referirse al conocimiento supra-racional de Dios. Cfr. en
    este contexto: Frithjof Schuon, Sentiers de Gnose, París, 1957.
    El hecho de que el propio espíritu universal tenga un aspecto activo o
    «masculino» y un aspecto pasivo o «femenino se ve expresado en las
    designaciones, que se complementan mutuamente, intellectus y
    spiritus; en árabe, 'aql (masculino) y rûh (femenino).
    Existen otras afinidades entre la cosmología griega y la hindú del
    sankhya, especialmente en relación con la teoría de los elementos,
    que no deben confundirse con sustancias físicas del tipo de los
    elementos químicos. Cfr. nuestro libro Alchemie, Sinn und Weltbild,
    Olten, 1960, pp. 73-76 [trad.: Alquimia. Significado e imagen del
    mundo. Esplugues de Llobregat, Plaza-Janés, 1976, Paidós,
    Barcelona].
    Propia de San Juan Evangelista. (N. del T.)
    Paraíso, XIII, 51 ss. Las «otras sustancias» en que se refleja la luz
    divina son variaciones de la materia prima, que constituye a su vez el
    polo receptivo y pasivo de la «forma primera-, es decir, del Logos.
    La Escolástica de la baja Edad Media resolvió la síntesis de la filosofía
    platónico y de la aristotélica en favor de una concepción más rigurosa
    de esta última, preparando así su propio fin y la victoria del
    racionalismo.
    No queremos decir con esto que el monoteísmo sea en sí patrimonio
    de una raza; se trata solamente de cierto -estilo- de pensamiento y
    palabra.
    La doctrina cristiana de la Trinidad tiene algunas aplicaciones
    cosmológicas; también en este sentido coincide fundamentalmente
    con la teoría de los aspectos o de las cualidades divinas, perdiendo
    así su carácter particular y exclusivo.
    Sobre la relación entre revelación y conocimiento espiritual
    inmediato, cfr.: Frithjof SCHUON, Les Stations de la Sagesse, París,
    1958; cap.: «Orthodoxie et Intellectualité».
    James JEANS, Die neuen Grundlagen der Naturerkenntnis, Stuttgart,
    1935.
    B. BAVINK, Hauptfragen der heutigen Naturphilotsophie, Berlín,
    1928.
    Josef GEISER, Aílgemeine Philosophie des Seins und der Natur,
    Münster (Westfalia), 1915.
    Es interesante notar, en este contexto, que sea ahora, precisamente,
    la primera vez que se ve seriamente perjudicada la pureza del agua,
    del aire y de la tierra. La pureza de estos elementos, que siempre se
    restablece por sí sola, es la expresión del equilibrio de la naturaleza,
    razón por la cual tierra, agua, aire y fuego fueron sagrados en todas
    las edades precedentes.
    Esto puede suceder también independientemente de los peligros de
    la fisión atómica.
    El hecho de que los gobiernos intervinieran en el control de
    nacimientos significaría una intromisión en la vida del individuo
    inimaginable hasta ahora, incluso bajo los regímenes dictatoriales
    más feroces.
    Véase la excelente crítica de la teoría einsteiniana de Maurice
    OLLIVIER en Physique moderna et Réalité, Editions du Cédre, París.
    Estas líneas ya habían sido escritas cuando nos enteramos a través
    de un informe del científico español Julio PALACIOS («El hundimiento
    de una teoría», en ABC, Madrid, noviembre de 1962) de que, según
    la revista de la sociedad norteamericana de óptica, Wallace Kantor,
    de la Western University of California, demostró inequívocamente con
    sus experimentos que la velocidad de la luz no es constante en el
    sentido einsteiniano, sino que disminuye o aumenta según e¡
    movimiento de la fuente luminosa. La teoría de Einstein ha sido,
    pues, privada de todo fundamento; de todos modos, tendrá que
    pasar mucho tiempo antes de que sus elucubraciones desaparezcan
    de los libros de texto y se saquen las debidas conclusiones de esta
    delusión; hay que darse cuenta de que la relatividad de esta
    existencia espacio-temporal, que indudablemente subsiste desde un
    punto de vista más elevado, no puede ser demostrada a partir de un
    elemento cualquiera, como es la velocidad de la luz, correspondiente
    a esta misma existencia. Considerada con la debida perspectiva
    histórica, la teoría einsteiniana de la relatividad aparecerá quizá como
    un
    equivalente de la filosofía existencialista que, con la ayuda de análisis
    lógicamente desesperados, quiere demostrar que la lógica no es
    válida.
    De igual modo se oponen a la teoría de Einstein los cálculos del
    doctor Harlan Smith, de la Universidad de Texas, relativos a ciertos
    cuerpos celestes «quasi-estelares- que a una distancia de un billón de
    años-luz y con diámetros de, por lo menos, mil años-luz, presentan
    pulsaciones de luz de cerca de trece años.
    Cfr. nuestro libro sobre Alquimia, op. cit, 42
    Véase René GUENON, Le Symbolisme de la Croix, París, 1931.
    A este aspecto de la forma se refiere la distinción hindú entre nâma,
    nombre, y rupa, forma; el nombre corresponde aquí a la esencia, y la
    forma a la existencia psicofísica limitada.
    Toda imagen de la variedad indiferenciada de las posibilidades
    contenidas en el puro Ser es necesariamente incompleta y
    paradójica; lo cual no significa que no sea posible conocer la realidad
    en cuestión.
    Cfr. Douglas DEWAR, The transformist Illusion, Murfreesboro
    (Tennessee), 1957, y también Louis BOUNOURE, Déterminisme et
    Finalité, «Coll. Philosophique», París, Flammarion.
    Cfr. Douglas DEWAR, op. cit.
    Ibid.
    TEILHARD DE CHARDIN escribe a este respecto: «Nada es por
    naturaleza tan susceptible y fugaz como un inicio. Mientras un grupo
    zoológico es aún joven, sus características permanecen
    indeterminadas. Su estructura es delicada; sus dimensiones son
    débiles. Está formado por un número relativamente exiguo de
    individuo, Y éstos se transforman rápidamente. Tanto en el espacio
    como en el tiempo, el brote de una rama viva presenta un mínimo de
    diferenciación, extensión, fuerza de resistencia. Así, pues, ¿cómo
    actuará el tiempo sobre esta zona débil? Inevitablemente,
    destruyéndola en sus vestigios» (Le Phénoméne Humain, París,
    Editions du Seuil, 1955, p. 129). Este razonamiento, que explota
    abusivamente la analogía completamente exterior Y convencional
    entre un «árbol» genealógico y una auténtica planta, es un ejemplo
    del tipo de razonamiento del autor, que confunde las abstracciones
    con las cosas concretas.
    Le Figaro Littéraire, 20 de abril de 1957.
    Ibid.
    El microscopio electrónico ha revelado cómo los procesos que se
    desarrollan dentro del ser monocelular son de una multiplicidad
    inimaginable.
    El ejemplo más utilizado en favor de la tesis transformista es la
    supuesta genealogía de los équidos. Charles DÉPEM la critica en
    estos términos: «La observación geológica establece definitivamente
    que no existen pasos graduales entre estos géneros. Hacía tiempo
    que se había extinguido sin transformarse el último paleonterio,
    cuando apareció el primer anquiterio, que tampoco se transformó
    antes de ser sustituido por la invasión del hiparión» (Les
    Transformations du Monde animal, p. 107). Hay que añadir que las
    pretendidas formas primitivas del caballo no aparecen en su
    evolución embrionaria, si bien suele considerarse el desarrollo del
    embrión como una recapitulación de la evolución de la especie.
    A propósito de la hipotética transmutación de un animal terrestre en
    ballena, escribe Douglas DEWAR: «A menudo he desafiado a los
    transformistas a que me describan plausibles antepasados que
    puedan representar la fase intermedia de esta supuesta evolución»
    (What the Animal Fossils tell us, Trans. Vict. Inst., vol. LXXIV).
    Es significativo que la tortuga, cuyo esqueleto parece representar
    una adaptación particularmente extravagante al estado «acorazado»
    del animal, aparezca súbitamente y sin evolución gradual entre los
    fósiles.
    Tomamos esta metáfora del texto al-Insân al-Kâmil, del suff 'Abd al-
    Karîm al Yîlî. Cfr. nuestra traducción de este libro: De I'Homme
    Universel, Lyon, ed. Derain, 1953.
    Cfr. Louis BOUNOURE, op. cit.
    Museum Hermeticum, Frankfurt, 1678.
    Cfr. René GUÈNON, El reino de la cantidad y los signos de los
    tiempos, Madrid, Ed. Ayuso, 1976.
    Sobre la creación de las especies en una «protomateria» sutil -donde
    guardan todavía una forma andrógina, comparable a una esfera- y su
    exteriorización consecutiva por «cristalización» en materia sensible,
    pesada, opaca y mortal, ver: Frithjof SCHUON, Chute et Déchéance
    (capítulo «Caída y decadencia», del libro Sobre los mundos antiguos,
    en esta colección. N. del T.) y, del mismo autor, «Les cinq Présences
    divinas» (en Forme et Substance dans les Religions, París, Dervy-
    Livres, 1975, de próxima aparición en esta colección, N. del T.), así
    como Images de I'Esprit, coll. «Symboles», París, ed. Flammarion,
    1961, pp. 142 ss.).
    Acerca de la creación de las especies en la «protomateria» Y su
    «cristalización» en la materia física, cf. Frithjof SCHUON, «Chute et
    déchéance», Etudes traditionnelles, París, julio-agosto-septiembreoctubre
    de 1961, pp. 178 ss., y -Les cinq présences divines», ibid.,
    noviembre-diciembre de 1962, pp. 274 ss.; asimismo, del mismo
    autor, Images de I'Esprit, col. «Symboles», París, ed. Flammarion,
    1961, pp. 142 ss.
    Cfr. C. KRASYNSKY, Tibetische Medizin-Philosophie.
    Este campo científico ha sido inundado por teorías tendenciosas,
    falsificaciones y descubrimientos prematuramente publicados. Cfr.
    Douglas DEWAR, op. cit.
    Un caso claro de interpretación abusivo es el del llamado Homo
    Pekinensis. Simplemente porque los residuos óseos de este mono,
    hasta entonces desconocido, hayan sido encontrados junto a residuos
    de utensilios prehistóricos, se ha supuesto que se trataba de su
    autor, es decir, de un hombre prehistórico, pese a que el esqueleto
    en cuestión se hallaba mezclado con el de otros animales de presa y
    presentaba las mismas perforaciones de cráneo que habían servido
    para extraerle el cerebro. Para no tener que llegar a la conclusión de
    que el susodicho Homo Pekinensis no era otra cosa que una presa de
    los hombres prehistóricos, se anunció que los homines pekinensis se
    habían devorado entre sí...
    Como el Meganthropus de Java y el Gigantopitecus de la China.
    En algunos casos muy excepcionales como los de Enoch, Elías y la
    Virgen María tal reabsorción ha tenido lugar incluso en la presente
    edad terrestre.
    El materialismo de Teilhard de Chardin aparece con toda su crudeza,
    e incluso perversidad, cuando el filósofo aconseja la intervención
    quirúrgica para acelerar la «cerebración colectiva» de la humanidad
    (La Place de I'Homme dans la Nature, París, Ed. du Seuil, 1956, p.
    155). Son suficientemente reveladoras las siguientes declaraciones
    del mismo autor: «...La Humanidad, aún dividida hoy por hoy, podrá
    regenerarse gracias a la idea luminosa del Progreso y a la fe en el
    Progreso...» «¡Ya hemos recitado el primer acto! ¡Ahora tenemos
    acceso al corazón del átomo! -Ha llegado el turno de los actos
    siguientes, como la vitalización de la materia mediante la
    estructuración de supramoléculas, el modelado del organismo
    humano por las hormonas, el control de la herencia y de los sexos
    mediante el juego de los genes y los cromosomas, la liberación de los
    instintos puestos al desnudo por el psicoanálisis por medio de un
    influjo directo, el despertar y adueñarse de los poderes intelectuales
    y emocionales aún adormecidos en la masa humana¡» (Planéte, III,
    1944, p. 30). Con toda naturalidad, en el mismo discurso Teilhard de
    Chardin propone la conformación de la humanidad por obra de un
    gobierno científico universal: exactamente el instrumento que el
    Anticristo necesita.
    La Place de I'Homme dans la Nature, p. 84.
    René GUÈNON, Op. Cit.
    Psychologie und Religion, Zurich, 1962, p. 61.
    «No me parece que sea una razón para maravillarse el que la
    psicología se acerque a la filosofía; ¿acaso no es el acto de pensar,
    fundamento de toda la filosofía, una actividad psíquica que como tal
    depende directamente de la psicología? ¿Acaso no debe la Psicología
    comprender al alma en toda su extensión, sin excluir a la filosofía, la
    teología y muchas otras cosas? Frente a todas las religiones
    ricamente diversificadas, se alzan, como suprema instancia quizá, de
    la verdad y el error, los datos inmutables del alma humana» (C. G.
    JUNG, L'Homme à la Découverte de son Áme, París, 1962, p. 238;
    citamos la única edición actualmente disponible de Die Energetik der
    Seele). Así, pues, la verdad se ve sustituida por la psicología, sin
    tener en cuenta que no existen «datos inmutables» fuera de lo que es
    inmutable por su propia naturaleza, a saber, el intelecto. Por lo
    demás, si el «acto de pensar. es una mera «actividad psíquica», ¿con
    qué derecho se alza la psicología en instancia suprema de lo
    verdadero y lo falso, si no es más que una «actividad psíquica» entre
    tantas otras?
    Esta limitación es indispensable, por cuanto hoy existen formas más
    inocuas de psicoanálisis; pero con ello no queremos justificar al
    psicoanálisis en ninguna de sus formas.
    Hay una regla según la cual sólo puede iniciar el análisis quien ya ha
    sido a su vez analizado. Cabe preguntarse quién fue el primero de
    esta serie que imita extrañamente a la «sucesión apostólica».
    Se produce generalmente un círculo vicioso desde el momento en
    que el equilibrio psíquico se ve perturbado produciendo una
    intoxicación física que a su vez empeora el equilibrio psíquico.
    Los casos de posesión diabólica, que exigen visiblemente la
    aplicación de los ritos de exorcismo, parece que se han hecho menos
    habituales en nuestros días, sin duda porque las influencias
    demoníacas ya no están «comprimidas» por el dique de la tradición,
    sino que pueden difundirse un poco por todas partes, con formas más
    bien «diluidas».
    En latín, subtilis; en árabe, latif; en sánscrito, sukshmasharira.
    Nada es tan absurdo como las tentativas de explicar materialmente
    la percepción del mundo material.
    La historia bíblica de la creación de Adán puede interpretarse en el
    sentido de que Adán fue «plasmado» en el plano sutil-psíquico
    cuando la materia física aún estaba contenida en la psíquica; sólo
    después de la expulsión del paraíso de los primeros padres -allí los
    arquetipos de los seres terrestres aún convivían en paz- empezó a
    entrar en vigor la ley de la generación y la corrupción (generatio et
    corruptio) que gobierna la vida física.
    Alusión al lema Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo («Si
    no consigo doblegar cI Olimpo, removeré los infiernos»), con el que
    Freud encabezó su obra Traumdeutung (La interpretación de los
    sueños).
    Hans JACOB, en Sagesse orientase et Psychothérapie occidentale,
    París, 1964; el autor de esta obra es un antiguo discípulo de Jung,
    que descubrió luego la doctrina y el método -infinitamente más
    vastos- del sâdhana hindú, lo que le permitió someter la psicoterapia
    occidental a una justa crítica.
    Cfr. René GUÈNON, Le Symbolisme de la Croix, op. cit.
    Según una tradición islámica, el trono del diablo se sitúa «entre la
    tierra y el cielo», una alusión entre otras a las tentaciones a las que
    se exponen los que siguen la «vía ascendente».
    Definiendo el mundo sutil como mundo de la imaginatio (en árabe,
    jiyâI), ciertos cosmólogos medievales se referían a la «imaginación»
    activa como fuerza creativa, y no sólo a las imágenes que produce.
    Hoy la psicología empírica ya no se atreve a negar este tipo de
    sueños.
    Tales transfusiones de «fragmentos- psíquicos han dado lugar a la
    falsa hipótesis de una “reencarnación” del alma. La reencarnación de
    las almas, enseñada por el Hinduísmo y el Budismo, se entiende en
    sentido simbólico y significa que el alma se «reviste» de aquello que,
    en otro plano existencial corresponde a la materia física; es probable
    que la masa de creyentes tome esta teoría al pie de la letra. También
    existe la comunicación de ciertos influjos psíquico-espirituales que
    tenía su importancia en la sucesión tibetana de los llamados -Budas
    vivientes». Cfr. René GUENON, L'erreur spirite, París, 1923.
    Generalmente la psicología moderna saca sus observaciones de los
    casos patológicos, de modo que sólo ve el alma desde una
    perspectiva clínica.
    Introducción al libro Das Geheimnis der goldenen Blüte [El secreto
    de la flor de oro], traducido del chino por Richard WILHELM, Munich,
    1929, p. 16.
    Ibid.
    Ibid.
    Ibid.
    L'Homme a la Découverte de son Ame, p. 311.
    Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten, Zurich,
    1963, p. 130.
    El tipo de introspección que Jung practica a título de investigación
    psicológica, y del que habla en sus memorias, así como ciertos
    fenómenos «parapsicológicos» que provocó con este método, nos
    introducen de lleno en el ambiente espiritista. El hecho de que Jung
    quisiera examinar estas cosas sobre la base de criterios «científicos»
    no impide que las influencias actúen a través de la puerta que él
    mismo ha abierto.
    Véase la introducción a Das Geheimnis der goldenen Blüte.
    En este sentido, es lo que traducimos como consciencia, término
    aceptado en el lenguaje filosófico. (N. del T.)
    Recordemos aquí el ternario vedántico Sat-chit-ânanda: Ser,
    Consciencia y Beatitud.
    Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten, op. cit.,
    p. 137.
    Ibid.
    Comentario psicológico al Libro tibetano de los Muertos.
    Hemos refutado la interpretación psicológica de la alquimia por Jung,
    en nuestro libro Alquimia, op. cit. Frithjof Schuon, habiendo leído
    este artículo, nos ha enviado por escrito las reflexiones siguientes:
    «Se ve generalmente en el junguismo, en relación con el freudismo,
    un paso de reconciliación hacia las espiritualidades tradicionales, pero
    no hay nada de eso: la única diferencia desde este punto de vista es
    que, si Freud se jactaba de ser un enemigo irreductible de la religión,
    Jung simpatiza con ella mientras la vacía de su contenido,
    reemplazándola por el psiquismo colectivo, luego por algo infraespiritual
    y, por consiguiente, anti-espiritual. Hay aquí un inmenso
    peligro para las antiguas espiritualidades, cuyos representantes,
    sobre todo en Oriente, carecen demasiado a menudo de sentido
    crítico con respecto al espíritu moderno, y ello en virtud de un
    complejo de 'rehabilitación'; tampoco con excesiva sorpresa, pero sí
    con viva inquietud, hemos recogido un eco de este tipo desde Japón,
    donde el equilibrio psicoanalista ha sido comparado con el satori del
    Zen, y no dudamos que sería fácil encontrar confusiones parecidas en
    la India y en otros lugares. Como quiera que sea, las confusiones de
    las que se trata, se ven en gran medida favorecidas por el rechazo
    casi universal de ver al diablo o de llamarle por su nombre, o, en
    otros términos, por esa especie de convicción tácita hecha de
    optimismo de encargo, de tolerancia en realidad rencorosa con la
    verdad y de ajustamiento obligatorio al cientifismo y a los gustos
    oficiales, sin olvidar la “cultura” que todo lo avala y que a nada
    compromete, si no es precisamente a una cómplice "neutralidad"; a
    esto se añade un desprecio no menos universal y casi oficial de todo
    lo que es, no decimos “intelectualismo”, sino verdaderamente
    intelectual, teñido, pues, en la mentalidad de la gente, de un matiz
    de 'dogmatismo', de “escolástica”, de “fanatismo” y de 'prejuicio'.
    Todo ello concuerda perfectamente con el psicologismo de nuestro
    tiempo, e incluso es, en gran parte, su resultado.»
    * Este capítulo apareció en la revista Études Traditionnelles, núm.
    389, 1965. La nota no fue incluida por el autor en la edición alemana
    de este libro. (N. del T.)
    Cfr. el prefacio del libro de Heinrich Zimmer sobre Shri Râmana
    Maharshi.
    Cfr. nuestro libro Alquimia, op. cit. Del sistema geocéntrico del
    mundo típico del medioevo, puede decirse, en líneas generales, lo
    siguiente: aunque sea «ingenuo» creer que el Sol y los diversos
    planetas se muevan en otras tantas esferas celestes en tomo al
    centro de la Tierra, esta hipótesis del sistema del mundo tal como se
    presenta a nuestros sentidos implica un realismo espiritual. En
    realidad, o bien el mundo carece de sentido y, por lo tanto, no puede
    ser captado espiritualmente, en cuyo caso la cosmología no es más
    que una locura que nos lleva a vagar de detalle en detalle; o bien se
    basa en una unidad espiritual que nunca lograremos conocer
    completamente, pero que debe ser inherente a cada aspecto total de
    la naturaleza.
    El sistema ptolemaico del mundo es de una notable claridad
    espiritual; para sin época era de una calidad científica perfectamente
    satisfactoria, pues daba una respuesta a todas las preguntas surgidas
    de la observación de la naturaleza. La «ciencia» no puede ir más
    allá; siempre tendrá un carácter provisional, y nunca definitivo; la
    validez relativa de un sistema del mundo se funda en su unidad
    lógica, mientras que su alcance espiritual se basa en su simbología,
    que será tanto más fuerte y convincente cuanto más directamente se
    dirija a los sentidos.
    Según la concepción medieval, toda esfera es movida por una
    inteligencia angélica (intelligentia). A la ciencia moderna que nos
    dice que los movimientos de, los astros pueden explicarse
    físicamente, replicamos que, en la medida en que podamos
    reconocerlas como «leyes», las leyes físicas son a su vez de
    naturaleza «inteligible».
    Con la imagen de los coros angélicos dando vueltas en tomo al
    centro divino hay una anticipación del sentido del sistema
    heliocéntrico: la fuente de cada luz es asimismo el «motor inmóvil»
    del orden cósmico. Si la unicidad del sol en el sistema copernicano
    queda ampliamente superada por el descubrimiento de otros soles,
    también este hecho es significativo: ningún símbolo puede ser único
    como Dios.
    La Iglesia, exigiéndole a GaliIeo que presentara sus propias tesis
    sobre el movimiento terrestre y Solar, no como verdad absoluta, sino
    como hipótesis, tenía sus buenas razones. Desde un punto de vista
    absoluto, el sistema de Copérnico no puede ser más que una hip6telis
    (el descubrimiento mismo del movimiento propio del Sol lo invalidó
    en un Cierto sentido, y no hablemos de las teorías modernas sobre la
    relatividad y aun de otras relativizaciones que esperamos del futuro).
    Por otra parte, la Iglesia posee, además, un derecho a salvaguardar
    la visión del mundo espiritualmente verdadera, que en el sistema
    geocéntrico había encontrado el propio sostén sensorial ante el
    peligro que se deriva de la concepción puramente matemáticomecánica
    de las cosas, que a Galileo le interesaba más que el
    movimiento o la inmovilidad de la Tierra.
    En realidad, la Iglesia no repudió la teoría Copernicana, que a su vez
    procedía de la de Icetas de Siracusa, hasta ochenta años más tarde,
    cuando Galileo, sin presentar ninguna prueba decisiva para la nueva
    teoría, transfirió la controversia sobre el orden geocéntrico o
    heliocéntrico del mundo al plano teológico, con sus violentos ataques
    desafiando a la Curia a tomar posiciones. El Papa Urbano VII propuso
    definir el sistema heliocéntrico como una tesis matemáticamente
    posible, Pero no necesariamente como la verdad definitiva. En vez de
    aceptar esta Propuesta, en su Diálogo sobre los Máximos Sistemas,
    Galileo representó al Papa como un ignorante. Esto condujo al
    conocido proceso en el curso del cual Galileo no pronunció en realidad
    su famoso -eppur si muove-, deponiendo las armas para poder
    concluir en paz su propia vida. La exaltación literaria de Galileo llevó
    a que, en varios dignatarios eclesiásticos, brotara una especie de
    conciencia de culpabilidad que les volvió extrañamente impotentes
    frente a las teorías científicas modernas, aun cuando éstas entrasen
    en clara contradicción con las verdades de la fe y de la razón. Se
    suele decir que la Iglesia no hubiera debido inmiscuirse en los
    problemas científicos. Sin embargo, el propio caso de Galileo
    demuestra que, con su pretensión de poseer la verdad absoluta, la
    nueva ciencia racionalista del Renacimiento se presentaba como una
    segunda religión.
    Cfr. el comentario del propio Dante a estos versos en su carta a
    Cangrande della Escala: Intellectus humanus in hac vita propter
    connaturalitatem et afinitatem quam habet ad substantiam
    separatam, quando elevatur, in tantum elevatur, ut memoriam post
    reditum deficiat propter transcendisse humanum modum.
    Cfr. el ensayo de Pierre Ponsoye, «Intellect d´amour», en Études
    Traditionnelles, París- mayo-junio 1962.
    El derecho a la defensa y difusión violenta de una religión, se basa
    en la idea de que sólo la verdad libera, mientras que el error
    esclaviza. Aun cuando el hombre fuese libre de escoger entre verdad
    y error, él mismo se priva de esta libertad desde el momento en que
    se decide por el error. «Según santo Tomás de Aquino, el escoger el
    mal no es propio de la naturaleza de la voluntad libre, aunque esta
    elección deriva del libre albedrío en conexión con una criatura falible.
    Libertad y voluntad, por tanto, están asociadas una con otra; es
    decir, el Doctor introduce en la voluntad un elemento intelectual y la
    hace partícipe, con razón, de la inteligencia. La voluntad no deja de
    ser voluntad con la elección del mal -lo hemos dicho en otra ocasiónpero
    deja, en el fondo, de ser libre, luego intelectiva ... » (Frithjof
    Schuon, Sentíers de Gnose, op. cit., p. 145).
    Existe una traducción provenzal medieval del Mi'raj, la narración de la
    ascensión del Profeta (publicada por Muñoz Sendino y Enrico Cerulli);
    se trata, sin embargo, de una versión más bien popular del tema que
    ha servido de base para importantes tratarlos metafísicos y místicos.
    Cfr. los trabajos de Luigi VALLI, en especial: Il linguaggio segreto di
    Dante e del Fedeli d'amore, Roma, Ed. Optima, 1928.
    En este contexto es importante el manuscrito «Ms. Latin 3236 A» de
    la Biblioteca Nacional de París, publicado por primera vez por M. T.
    D'ALVERNY en Archives d'Histoire doctrinale et littéraire du Moyen
    Age, 1940. Lo citamos en nuestro libro sobre la
    alquimia. En muchos aspectos es afín a la Divina Comedia, hecho
    singular por cuanto cita expresamente a los fundadores de las tres
    religiones monoteístas, Moisés, Cristo y Mahoma, como los
    verdaderos maestros de la vía intelectiva hacia Dios.
    Cfr. los ensayos del P. Asín Palacios.
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    Nota:
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    Cap.V de "Ciencia moderna y Sabiduría tradicional"