• APRECIACIONES SOBRE EL ESOTERISMO ISLÁMICO Y EL TAOÍSMO

     

    RENÉ GUÉNON

     

     

    INDICE

     


     

    Prólogo de Roger Maridort

     

    Capítulo I.- El esoterismo islámico

     

    Capítulo II.- La Corteza y el Núcleo

     

    Capítulo III.- Et-Tawhîd

     

    Capítulo IV.- EI-Faqru

     

    Capítulo V.- Er-Rûh

     

    Capítulo VI.- Nota sobre la angelología del alfabeto árabe

     

    Capítulo VII.- La quirología en el esoterismo islámico

     

    Capítulo VIII.- Influencia de la civilización islámica en Occidente

     

    Capítulo IX.- Creación y manifestación

     

    Capítulo X.- Taoismo y Confucianismo

     

    Anexo.- Reseñas de libros y de revistas

     

     

     

    APERÇUS SUR L'ÉSOTÉRISME ISLAMIQUE ET LE TAOÍSME, Gallimard, París, con prólogo de Roger Maridort, 1969, 1973, 1997. (160 p.; 19x12 cm.).

     

    Traducción castellana de Victoria Argimón: Sobre el Esoterismo Islámico y el Taoísmo, Obelisco, Barcelona, 1983,1992 (120 p.) (agotado a fecha de 2001).

     

    Trad. italiana: Scritti sull'Esoterismo Islamico e il Taoismo, Rivista di Studi Tradizionali, Turín, 1979 (trad. de Pietro Nutrizio). SeaR, Scandiano, 1986. Arktos, Carmagnola, 1990 (incluye La metafisica orientale).

     

    ¿Trad. húngara: Iszlám halottaskönyv, Farkas Lorinc Imre Könyvkiadó, 1997?

     

    Prólogo

     

    "En el Islamismo, escribió Guénon, la tradición es de esencia doble, religiosa y metafísica; puede calificarse muy exactamente de exotérico el lado religioso de la doctrina que, en efecto, es el más exterior y el que está al alcance de todos, y de esoterismo su lado metafísico, que constituye su sentido profundo y que es, por lo demás, conside­rado como la doctrina de la minoría; y esta distinción conserva, verdaderamente, su sentido propio puesto que hay ahí dos caras de una sola y misma doctrina."

    Es conveniente añadir que, para Guénon, el esoterismo es siempre y en todas partes el mismo, sean cuales fueren los nombres utilizados, según la diversidad de los países y las tradiciones. Si el conocimiento verdadero de la última Realidad es el objeto final de la búsqueda esotérica, los métodos utilizados, aunque a menudo análogos, no son forzosamente idénticos; pueden variar como varían también las lenguas y los individuos. "La diversidad de los métodos, nos escribía Guénon el 3 de octubre de 1945, responde a la diversidad misma de las naturalezas individuales para las que están hechos; es la multiplicidad de las vías que conducen todas a un objetivo único."

     

    En este librito, hemos reunido en capítulos cierto número de artículos antiguos relativos al Sufismo (Et-­Taçawwuf), es decir, al esoterismo islámico. Se completará no sólo por algunos pasajes que hacen referencia a éste en sus diferentes obras, sobre todo en Le Symbolisme de la Croix, sino también por dos artículos reproducidos en los Symboles fondamentaux: "Les mystères de la lettre Nûn" y "Sayful-Islam".

    Hemos ofrecido como primer capítulo el artículo sobre el esoterismo islámico, publicado en los Cahiers du Sud, aunque sea posterior a los demás por la fecha de aparición, porque es el que mejor precisa las particularidades de la iniciación en el Islam, definiendo las nociones fundamentales del Taçawwuf: Shariyah-Tarîqah-Haqîqah; la primera constituye la base exotérica fundamental necesaria; la segunda, la Vía y sus medios y la tercera, el objetivo o el resultado final. En los demás capítulos, Guénon expone con su claridad sintética habitual lo que es el Tawhid y el Faqr, y da unos ejemplos de ciencias tradicionales a propó­sito de la Angelología del alfabeto árabe, de la Quirología y de la Ciencia de las letras (Ilmûl-hûrûf).

     

    René Guénon ha hablado detenidamente, sobre todo en Aperçus sur l´Initiation, Le Régne de la quantité et les signes des temps (2) e Initiation et Réalisation Spirituelle, de lo que ha llamado la "Contra-iniciación" y la "Seudo­iniciación". Los autores árabes han tratado también sobre esta cuestión a propósito de los awliyâ es-shaytân y a propósito de los 'falsos sufíes" que son, dice uno de ellos, como lobos entre los hombres".

    Abû Ishâq lbrâhîm al-Holwânî preguntaba un día a Hus­sein ibn Mançûr al-Hallâj lo que pensaba de la enseñanza eso­térica (madhab al-bâtin). AI-Hallâj le respondió: "¿De cuál quieres hablar, de la verdadera o de la falsa? (bâtin al-bâtil aw bâtin al-Haqq). Si se trata del esoterismo verdadero, la vía exotérica (shariyah) es su aspecto exterior y el que la sigue verdaderamente descubre su aspecto interior, que no es otro que el conocimiento de Allâh (marifah Allâh); en cuanto al falso esoterismo, ambos aspectos, exterior e interior, son a cuál más horrible y detestable. Manténte, pues, apartado de él."

     

    Guénon dirá igualmente: "Quienquiera que se presente como instructor espiritual sin ligarse a una forma tradicio­nal determinada o sin conformarse a las reglas establecidas por ésta, no puede tener verdaderamente la calidad que se atribuye; puede ser, según los casos, un impostor o un ‘iluso', que ignora las condiciones reales de la Iniciación; y en este último caso más todavía que en el otro, es muy de temer que no sea demasiado a menudo, en definitiva, nada más que un instrumento al servicio de algo que quizá el mismo no sospecha." (3)

     

    El último capítulo está consagrado al Taoísmo y al Confucianismo. Demuestra que la diferencia entre el esote­rismo y el exoterismo se encuentra igualmente en las formas no religiosas de la Tradición. Y es normal, ya que se trata aquí, tanto para los ritos como para la perspectiva, de una diferencia de naturaleza e incluso de naturaleza profunda.

    Mucho más antiguo que La Grande Triade (4), el último libro que Guénon publicara en vida y en el que más habló de la civilización china, este artículo contiene una reflexión final que no carece de interés. En efecto, Guénon declara en él que, sean cuales sean las condiciones cíclicas que podrán causar la desaparición más o menos completa del aspecto exterior de la tradición china, el esoterismo de ésta, el Taoísmo, jamás morirá porque, en su naturaleza esencial, es eterno, es decir, que está más allá de la condi­ción temporal.

    Como hemos hecho anteriormente para los libros póstumos que hemos presentado a los lectores desde hace varios años (Etudes sur La Franc-Maçonnerie et le Compagnonnage, Etudes sur l'Hindouisme, Formes Traditionnelles et Cycles Cosmiques así como para la nueva edición de Le Théosophisme) hemos añadido algunas reseñas de libros y de revistas en las que Guénon da interesantes preci­siones sobre la ortodoxia tradicional.

     

     

    NOTAS:

     

    (1). Edición en castellano: Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagra­da. Paidós, Barcelona.

     

    (2). Edición en castellano: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos. Paidós, Barcelona.

     

    (3). Initiation et réalisation spirituelle; capítulo sobre "Vrais et faux instructeurs spirituels", p. 144-145.

     

    (4). Edición en castellano: La Gran Tríada. Ed. Obelisco. Barcelona, 1983 (agotado a fecha de 2001).

     

    Roger Maridort, febrero de 1973.

     

     

    Capítulo I: EL ESOTERISMO ISLÁMICO*

     

    De todas las doctrinas tradicionales, es en la doctrina islámica donde quizá esté marcada más claramente la distinción entre dos partes complementarias una de otra, que se pueden designar como el exoterismo y el esoterismo. Son, según la terminología árabe, es-shariyah, es decir, literalmente "el gran camino", común a todos, y el-haqîqah, es decir, la verdad interior, reservada a una minoría, no en virtud de una decisión más o menos arbitraria, sino por la naturaleza misma de las cosas porque no todos poseen las aptitudes o las "cualificaciones" requeridas para alcanzar su conocimiento. A menudo se las compara, para expresar su carácter respectivamente "exterior" e "interior", a la "corteza" y al "núcleo" (el-qishr wa el-lobb) o también a la circunferencia y al centro. La shariyah comprende todo lo que el lenguaje occidental designaría como propiamente "religioso" y, especialmente, toda la parte social y legislativa que en el Islam se integra esencialmente en la religión; cabría decir que es ante todo regla de acción, mientras que la haqîqah es conocimiento puro; pero debe entenderse bien que es este conocimiento el que da a la shariyah misma su sentido superior y profundo y su verdadera razón de ser, de modo que, aunque todos los que participan en la tradición no sean conscientes de ello, es verdaderamente su principio, como lo es el centro, de la circunferencia. Pero eso no es todo: puede decirse que el esoterismo comprende no sólo la haqîqah, sino también los medios destinados a llegar a ella; y al conjunto de estos medios se les llama tarîqah, "vía" o "sendero" que conduce de la shariyah a la haqiqah. Si tomamos de nuevo la imagen simbólica de la circunferencia, la tarîqah será representada por el radio que va de ésta al centro; y, entonces, vemos esto: a cada punto de la circunferencia corresponde un radio y todos los radios, que son también una multitud indefinida, acaban igualmente en el centro. Puede decirse que estos radios son otras tantas turuq adaptadas a los seres que están "situados" en los diferentes puntos de la circunferencia, según la diversidad de sus naturalezas individuales; por eso se dice que "las vías hacia Dios son tan numerosas como las almas de los hombres" (et-turuqu ila Llahi Ka-nufûsi bani Adam); así, las "vías" son múltiples, y tanto más diferentes entre sí cuanto más cerca se las considera de su punto de partida sobre la circunferencia, pero el fin es uno, pues no hay más que un solo centro y una sola verdad. Con todo rigor, las diferencias iniciales se borran, con la "individualidad" misma (el-inniyah, de ana, "yo"), es decir, cuando se alcanzan los estados superiores del ser y cuando los atributos (çifât) de el-abd, o de la criatura, que propiamente no son más que limitaciones, desaparecen (el-fanâ o la "extinción") para no dejar subsistir más que los de Allah (el-baqâ o la "permanencia"), al estar el ser identificado con éstos en su "personalidad" o en su "esencia" (edh-dhât).

     

    El esoterismo, considerado así como comprendiendo a la vez tarîqah y haqîqah, en cuanto medios y fin, es designado en árabe por el término general et-taçawwuf, que no puede traducirse exactamente más que por "iniciación"; por lo demás, volveremos a hablar de este punto más adelante. Los Occidentales han forjado la palabra "sufismo" para designar especialmente el esoterismo islámico (mientras que taçawwuf puede aplicarse a toda doctrina esotérica e iniciática, cualquiera que sea la forma tradicional a la que pertenezca); pero esta palabra, además de que no es más que una denominación completamente convencional, presenta un inconveniente bastante molesto: es el de que su terminación evoca casi inevitablemente la idea de una doctrina propia de una escuela particular, mientras que no es así, en realidad, y que las escuelas no son aquí más que turûq, es decir, en resumen, métodos diversos, sin que pueda haber en el fondo ninguna diferencia doctrinal pues "la doctrina de la Unidad es única" (et-tawhîdu wâhidun). Por lo que respecta a la derivación de estas designaciones, vienen evidentemente de la palabra çufi: pero, a propósito de ésta, conviene señalar en primer lugar, que nadie puede llamarse nunca sufí, a no ser por pura ignorancia, pues demuestra por eso mismo que no lo es realmente, al ser esta cualidad, necesariamente, un "secreto" (sirr) entre el verdadero sufí y Allâh; puede llamarse solamente mutaçawwuf, término que se aplica a quienquiera que haya entrado en la "vía" iniciática, sea cual sea el grado al que haya llegado; pero el sufí, en el verdadero sentido de esta palabra, es sólo el que ha alcanzado el grado supremo. Se ha pretendido dar orígenes muy diversos a la propia palabra çufî; pero esta cuestión, desde el punto de vista que suele emplearse las más de las veces es, sin duda, insoluble: diríamos, de buena gana, que esta palabra tiene demasiadas etimologías supuestas y ni más ni menos plausibles unas que otras para tener verdaderamente una; en realidad, hay que ver en ella más bien una denominación puramente simbólica, una especie de "cifra" si se quiere, que, como tal, no necesita tener una derivación lingüística, hablando con propiedad; y, por otro lado, este caso no es único, sino que podrían encontrarse otros comparables en otras tradiciones. En cuanto a las supuestas etimologías, en el fondo no son más que semejanzas fonéticas que, por lo demás, según las leyes de cierto simbolismo, corresponden efectivamente a relaciones entre diversas ideas que vienen a agruparse así de un modo más o menos accesorio alrededor de la palabra de la que se trata; pero aquí, dado el carácter de la lengua árabe (carácter que le es, por otro lado, común con la lengua hebrea), el sentido primero y fundamental debe ser dado por los números; y de hecho, lo que hay de particularmente notable, es que por la suma de los valores numéricos de los que está formada, la palabra çufi tiene el mismo número que El-Hekmah el ilahiyah, es decir "la Sabiduría divina". El sufí verdadero es pues el que posee esta Sabiduría o, en otros términos, es el-ârif bi´Llah, es decir "el que conoce a Dios", pues El no puede ser conocido más que por Sí-mismo; y ese es verdaderamente el grado supremo y "total" en el conocimiento de la haqîqah (1).

     

    De todo lo que precede, podemos sacar algunas consecuencias importantes, y, ante todo, la de que el "sufismo" no es algo "sobreañadido" a la doctrina islámica, algo que habría venido a agregarse a ella después y desde fuera, sino que es, por el contrario, una parte esencial de ella, ya que, sin él, estaría manifiestamente incompleta, e incluso incompleta por arriba, es decir, en cuanto a su principio mismo. La suposición enteramente gratuita de un origen extranjero, griego, persa o indio es además contradicha formalmente por el hecho de que los medios de expresión propios del esoterismo islámico están estrechamente ligados con la constitución misma de la lengua árabe; y si incontestablemente hay similitudes con las doctrinas del mismo orden que existen en otra parte, se explican de un modo completamente natural y sin que haya necesidad de recurrir a "plagios" hipotéticos pues, al ser la verdad una, todas las doctrinas tradicionales son necesariamente idénticas en su esencia, sea cual sea la diversidad de las formas con las que se revistan. Por lo demás, importa poco, en cuanto a esta cuestión de los orígenes, que la misma palabra çufi y sus derivados (taçawwuff-mutaçawwuf) hayan existido en la lengua desde el principio o que no hayan aparecido hasta una época más o menos tardía, lo que es un gran tema de discusión entre los historiadores; la cosa puede muy bien haber existido antes de la palabra, sea con otra designación, sea incluso sin que se haya sentido entonces la necesidad de darle una. En todo caso, y esto debe bastar para zanjar la cuestión para quienquiera que no la considere simplemente "desde el exterior", la tradición indica expresamente que el esoterismo, lo mismo que el exoterismo, procede directamente de la enseñanza misma del Profeta y, de hecho, toda tarîqah auténtica y regular posee una silsilah o "cadena" de transmisión iniciática que se remonta siempre finalmente a éste a través de un mayor o menor número de intermediarios. Incluso si luego ciertas turuq han "tomado" realmente, y más valdría decir "adaptado", algunos detalles de sus métodos particulares (aunque, aún aquí, las semejanzas puedan explicarse además, completamente, por la posesión de los mismos conocimientos, particularmente en lo que concierne a la "ciencia del ritmo" en sus diferentes ramas), eso sólo tiene una importancia muy secundaria y no afecta en nada a lo esencial. La verdad es que el "sufismo" es árabe como el propio Corán, en el que tiene sus principios directos; pero además, es preciso, para encontrarlos, que el Corán se comprenda y se interprete según las haqaïq que constituyen su sentido profundo y no, simplemente, por los procedimientos lingüísticos de los ulamâ ez-zâhir (literalmente "sabios del exterior") o doctores de la shariyah cuya competencia sólo se extiende al dominio exotérico. En efecto, verdaderamente se trata aquí de dos dominios nítidamente diferentes y por eso nunca puede haber entre ellos ni contradicción ni conflicto real; por lo demás, es evidente que de ningún modo se podría oponer el exoterismo al esoterismo pues el segundo toma, por el contrario, su base y su punto de apoyo necesario en el primero, y que verdaderamente sólo son los dos aspectos o las dos caras de una sola y misma doctrina.

     

    Luego, debemos hacer notar que, contrariamente a una opinión demasiado difundida actualmente entre los occidentales, el esoterismo islámico no tiene nada en común con el "misticismo"; las razones son fáciles de comprender por todo lo que hemos expuesto hasta aquí. En primer lugar, el misticismo, verdaderamente, parece ser en realidad algo completamente especial del Cristianismo y sólo por asimilaciones erróneas se puede pretender encontrar en otra parte equivalentes más o menos exactos; algunos parecidos exteriores, en el empleo de ciertas expresiones, se hallan sin duda en el origen de este error, pero no podrían justificarlo en modo alguno en presencia de diferencias que se refieren a lo esencial. El misticismo pertenece por completo, por propia definición, al dominio religioso, luego depende pura y simplemente del exoterismo; y además, el objetivo al que tiende está indudablemente lejos de ser del orden del conocimiento puro. Por otra parte, el místico, al tener una actitud "pasiva" y al limitarse, por consiguiente, a recibir lo que le llega, por decirlo así, de un modo espontáneo y sin ninguna iniciativa por su parte, no puede tener método; no puede haber, pues, una tarîqah mística, y tal cosa es incluso inconcebible pues es contradictoria en el fondo. Además el místico, al ser siempre un aislado y eso por el hecho mismo del carácter "pasivo" de su "realización", no tiene ni shaij o "maestro espiritual" (lo que, por supuesto, no tiene nada en común con un "director de conciencia", en el sentido religioso), ni silsilah o "cadena" por la que le sería transmitida una "influencia espiritual" (empleamos esta expresión para dar lo más exactamente posible el significado de la palabra árabe barakah, al ser, por lo demás, la segunda de estas dos cosas, una consecuencia inmediata de la primera. La transmisión regular de la "influencia espiritual" es lo que caracteriza esencialmente la "iniciación", e incluso lo que la constituye propiamente y por eso hemos empleado esta palabra antes para traducir taçawwuf; el esoterismo islámico, como por lo demás todo verdadero esoterismo, es "iniciático" y no puede no serlo; y sin ni siquiera entrar en la cuestión de la diferencia de objetivos, diferencia que resulta, por otro lado, de la diferencia misma entre los dos dominios a los que se refieren, podemos decir que la "vía mística" y la "vía iniciática" son radicalmente incompatibles en razón de sus caracteres respectivos. ¿Hay que añadir además que no existe en árabe ninguna palabra con la que se pueda traducir, ni siquiera aproximadamente la de "misticismo", al representar la idea que ésta expresa, algo tan completamente ajeno a la tradición islámica?

     

    La doctrina iniciatica es, en su esencia, puramente metafísica en el sentido verdadero y original de esta palabra; pero en el Islam, como en las demás formas tradicionales, implica además, a título de aplicaciones más o menos directas a diversos dominios contingentes, todo un conjunto complejo de "ciencias tradicionales"; y estas ciencias, al estar como suspendidas de los principios metafísicos de los que dependen y derivan por completo y al sacar, además, de esta relación y de las "transposiciones" que permite, todo su valor real, son de ese modo, aunque en un lugar secundario y subordinado, parte integrante de la propia doctrina y no añadiduras más o menos artificiales o superfluas. Hay ahí algo que parece particularmente difícil de comprender para los occidentales, sin duda porque no pueden encontrar en Occidente ningún punto de comparación a este respecto; ha habido, sin embargo, ciencias análogas en Occidente, en la Antigüedad y la Edad Media, pero esas son cosas totalmente olvidadas por los modernos, que ignoran su verdadera naturaleza y a menudo ni siquiera conciben su existencia; y, muy especialmente, los que confunden el esoterismo con el misticismo no saben cuáles pueden ser el papel y el lugar de estas ciencias que, evidentemente, representan conocimientos lo más alejados posible de lo que pueden ser las preocupaciones de un místico y, como consecuencia, su incorporación al "sufismo" constituye para ellos un enigma indescifrable. Tal es la ciencia de los números y de las letras, de la que hemos señalado un ejemplo anteriormente para la interpretación de la palabra çufi y que sólo se encuentra en una forma comparable en la qabbalah hebraica, en razón de la estrecha afinidad de las lenguas que sirven para la expresión de estas dos tradiciones, lenguas de las que sólo esta ciencia puede dar la comprensión profunda. Tales son también las diversas ciencias cosmológicas" que entran en parte en lo que se designa con el nombre de "hermetismo", y debemos observar a este respecto que la alquimia no la entienden en un sentido material" más que los ignorantes para los que el simbolismo es letra muerta, aquellos mismos a quienes los verdaderos alquimistas de la Edad Media occidental estigmatizaban con los nombres de "sopladores" y de "quemadores de carbón" y que fueron los auténticos precursores de la química moderna, por muy poco halagador que sea para ésta tal origen. Asimismo, la astrología, otra ciencia cosmológica, es en realidad algo completamente distinto al "arte adivinatorio" o a la "ciencia conjetural" que quieren ver únicamente los modernos; se relaciona ante todo con el conocimiento de las "leyes cíclicas", que desempeña un papel importante en todas las doctrinas tradicionales. Hay, por lo demás, cierta correspondencia entre todas estas ciencias que, por el hecho de que proceden esencialmente de los mismos principios, son, desde cierto punto de vista, como representaciones diferentes de una sola y misma cosa: así, la astrología, la alquimia e incluso la ciencia de las letras no hacen más que traducir, por decirlo así, las mismas verdades en los lenguajes propios a diferentes órdenes de realidad, unidos entre ellos por la ley de la analogía universal, fundamento de toda correspondencia simbólica; y en virtud de esta misma analogía, estas ciencias encuentran, por una transposición apropiada, su aplicación tanto en el dominio del "microcosmos" como en el del "macrocosmos", pues el proceso iniciático reproduce, en todas sus fases, el proceso cosmológico mismo. Es necesario, además, para tener plena consciencia de todas estas correlaciones, haber alcanzado un grado muy elevado de la jerarquía iniciática, grado que se designa como el del "azufre rojo" (el-Kebrît el ahmar); y el que posee este grado puede, por la ciencia llamada simiâ (palabra que no hay que confundir con Kimiâ), operando ciertas mutaciones sobre las letras y los números, actuar sobre los seres y las cosas que corresponden a éstos en el orden cósmico. El jafr que, según la tradición, debe su origen al propio Seyidnâ Alí, es una aplicación de estas mismas ciencias a la previsión de los acontecimientos futuros; y esta aplicación, en la que intervienen naturalmente las "leyes cíclicas" a las que aludíamos antes, presenta, para quien sabe comprenderla e interpretarla (pues hay ahí como una especie de "criptografía", lo que no es, por otra parte, más sorprendente en el fondo que la notación algebraica), todo el rigor de una ciencia exacta y matemática. Cabría citar muchas otras "ciencias tradicionales", algunas de las cuales parecerían quizás todavía más extrañas a los que no están acostumbrados a estas cosas, pero tenemos que limitarnos y no podríamos insistir más en eso sin salir del marco de esta exposición donde forzosamente debemos reducirnos a las generalidades.

     

    Para terminar, debemos añadir una última observación cuya importancia es capital para comprender bien el verdadero carácter de la doctrina iniciática; y es que en ésta no se trata de "erudición" y no podría aprenderse en modo alguno por la lectura de los libros como los conocimientos ordinarios y "profanos". Los escritos de los más grandes maestros mismos no pueden servir más que como "soportes" para la meditación; uno no se convierte en mutaçawwuf únicamente por haberlos leído, y además siguen siendo incomprensibles las más de las veces para aquellos que no están "cualificados". Es necesario, en efecto, ante todo, poseer ciertas disposiciones o aptitudes innatas a las cuales ningún esfuerzo podría suplir; y es necesaria, luego, la adhesión a una silsilah regular, pues la transmisión de la "influencia espiritual" que se obtiene por esta adhesión es, como ya hemos dicho, la condición esencial sin la que no hay iniciación, ni aunque fuera en el grado más elemental. Esta transmisión, adquirida de una vez por todas, debe ser el punto de partida de un trabajo puramente interior para el cual todos los medios exteriores no pueden ser nada más que ayudas y apoyos, necesarios, por lo demás, ya que hay que tener en cuenta la naturaleza del ser humano tal como es en realidad; y es por este trabajo interior solamente por el que el ser se elevará de grado en grado, si es capaz de ello, hasta la cumbre de la jerarquía iniciática, hasta la "Identidad suprema", estado absolutamente permanente e incondicionado, más allá de toda existencia contingente y transitoria, que es el estado del verdadero sufí.

     

     

    NOTAS:

     

    (*). Publicado originalmente en "Cahiers du Sud", 1947, pp. 153-154.

     

    (1). En una obra sobre el Taçawwuf, escrita en árabe pero de tendencias muy modernas, un autor sirio que, además, nos conoce lo bastante poco como para habernos tomado por un "orientalista", se atrevió a dirigirnos una crítica un tanto singular; habiendo leído, no sabemos cómo, eç-çûfiah en vez de çufi (número especial de los Cahiers du Sud de 1935 sobre L'Islam et l'Occident, se imaginó que nuestro cálculo era inexacto; luego, queriendo él mismo hacer uno a su modo, llegó a encontrar, gracias a varios errores en el valor numérico de las letras (esta vez como equivalente de eç-çûfî, lo que es también erróneo) el-hakîm el-ilâhî, sin darse cuenta, por lo demás, de que, al valer una ye dos he, ¡estas palabras forman exactamente el mismo total que el-hekmah el-ilahiyah! Ya sabernos que el abjad es ignorado por la enseñanza escolar actual que no conoce simplemente más que el orden gramatical de las letras; pero, sin embargo, en alguien que tiene la pretensión de tratar sobre estas cuestiones, tal ignorancia rebasa los límites permitidos... Sea como fuere, el-hakîm el-ilahi y el-hekmah el-ilahiyah dan verdaderamente el mismo sentido en el fondo; pero la primera de estas dos expresiones tiene un carácter algo insólito mientras que la segunda, la que hemos indicado, es, por el contrario, completamente tradicional.

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

     

    Capítulo II: LA CORTEZA Y EL NÚCLEO (El Qishr wa el-Lobb)*

     

    Este título, que es el de uno de los numerosos tratados de Seyidi Mohyiddin ibn-Arabi, expresa de una forma simbólica las relaciones del exoterismo y el esoterismo, comparados respectivamente con la envoltura de una fruta y su parte interior, pulpa o almendra (1). La envoltura o la corteza (el-qishr) es la shariyâh, es decir, la ley religiosa exterior que se dirige a todos y que está hecha para ser seguida por todos, como lo indica por lo demás el sentido de "gran camino" que se atribuye a la derivación de su nombre. El núcleo (el-lobb) es la haqîqah, es decir, la verdad o la realidad esencial que, al contrario que la shariyâh, no está al alcance de todos sino que está reservada a los que saben descubrirla bajo las apariencias y alcanzarla a través de las formas exteriores que la revisten, protegiéndola y disimulándola a la vez (2). En otro simbolismo, shariyâh y haqîqah son también designadas respectivamente como el "cuerpo" (el-jîsm) y la "médula" (el-mukh) (3), cuyas relaciones son exactamente las mismas que las de la corteza y el núcleo; y, sin duda, aún encontraríamos otros símbolos equivalentes a éstos.

    De lo que se trata, sea con la designación que sea, es siempre del "exterior" (ez-zâhir) y del "interior" (el-bhâtin), es decir, lo aparente y lo escondido, que además son tales por su naturaleza misma y no como consecuencia de convenciones cualesquiera o de precauciones tomadas artificialmente, e incluso arbitrariamente, por los depositarios de la doctrina tradicional. Este "exterior" y este "interior" son representados por la circunferencia y su centro, lo que puede considerarse como la copa misma del fruto evocado por el simbolismo precedente, al mismo tiempo que somos llevados así, por otra parte, a la imagen, común a todas las tradiciones, de la "rueda de las cosas". En efecto, si se consideran los dos términos de que se trata en sentido universal y sin limitarse a la aplicación que se hace de ellos habitualmente a una forma tradicional particular, se puede decir que la shariyâh, "el gran camino" recorrido por todos los seres, no es nada más que lo que la tradición extremo oriental llama la "corriente de las formas", mientras que la haqîqah, la verdad una e inmutable, reside en el "invariable medio". (4) Para pasar de una a otra, luego de la circunferencia al centro, hay que seguir uno de los radios: es la tarîqah, es decir el "sendero, la vía estrecha que no es seguida más que por un escaso número". (5) Por otra parte, hay una multitud de turuq que son todos los radios de la circunferencia tomados en el sentido centrípeto pues se trata de partir de la multiplicidad de lo manifestado para ir a la unidad principial: cada tarîqah, partiendo de cierto punto de la circunferencia es particularmente apropiada para los seres que se encuentran en este punto; pero todas, sea cual sea su punto de partida, tienden de la misma manera hacia un punto único (6) y todas desembocan en el centro y llevan así a los seres que las siguen a la simplicidad esencial del "estado primordial".

    En efecto, los seres, ya que se encuentran en este momento en la multiplicidad, están obligados a salir de allí para la realización que sea; pero esta multiplicidad es al mismo tiempo, para la mayoría de ellos, el obstáculo que les detiene y les retiene: las apariencias diversas y cambiantes les impiden ver la verdadera realidad, valga la expresión, como la envoltura del fruto impide ver su interior; y éste no puede ser alcanzado más que por los que son capaces de agujerear el envoltorio, es decir, ver el Principio a través de la manifestación, e incluso no ver más que él en todas las cosas pues la propia manifestación entera no es entonces más que un conjunto de expresiones simbólicas. La aplicación de esto al exoterismo y al esoterismo entendidos en su sentido ordinario, es decir, como aspectos de una doctrina tradicional, es fácil de hacer: ahí también, las formas exteriores esconden la verdad profunda a los ojos del vulgo, mientras que, por el contrario, la hacen aparecer a los de la minoría, para la cual lo que es un obstáculo o una limitación para los demás se convierte así en un punto de apoyo y un medio de realización. Hay que comprender bien que esta diferencia resulta directa y necesariamente de la naturaleza de los seres, de las posibilidades y de las aptitudes que cada uno lleva en sí mismo, de tal modo que el lado exotérico de la doctrina siempre desempeña así exactamente el papel que debe desempeñar para cada uno, dando a los que no pueden ir más lejos todo lo que les es posible recibir en su estado actual y proporcionando al mismo tiempo a quienes lo superan, los "soportes" que, sin ser nunca de estricta necesidad, ya que son contingentes, pueden, sin embargo, ayudarles mucho a avanzar en la vía interior y sin los cuales las dificultades serían tales, en ciertos casos, que equivaldrían de hecho a una verdadera imposibilidad.

    Debe observarse a este respecto que para la mayoría de los hombres, que se limitan inevitablemente a la ley exterior, ésta toma un carácter que es menos el de un límite que el de una guía: sigue siendo un vínculo, pero un vínculo que les impide extraviarse o perderse; sin esta ley que les obliga a recorrer un camino determinado, no sólo tampoco llegarían al centro sino que se arriesgarían a alejarse indefinidamente de él, mientras que el movimiento circular les mantiene al menos a una distancia constante (7). Así, los que no pueden contemplar directamente la luz, reciben al menos un reflejo y una participación de ella; y permanecen así ligados, de algún modo, al Principio, mientras que ni siquiera tienen ni podrían tener la conciencia efectiva de él. En efecto, la circunferencia no podría existir sin el centro del que en realidad procede por completo y si los seres que están ligados a la circunferencia no ven el centro ni siquiera los radios, cada uno de ellos no por eso deja inevitablemente de encontrarse en el extremo de un radio, el otro extremo del cual es el mismo centro. Sólo que es aquí donde la corteza se interpone y esconde todo lo que se encuentra en el interior, mientras que el que la haya agujereado, tomando por eso mismo consciencia del radio que corresponde a su propia posición sobre la circunferencia, será librado de la rotación indefinida de ésta y sólo tendrá que seguir este radio para ir hacia el centro; este radio es la tarîqah por la cual, habiendo partido de la shariyâh, llegará a la haqîqah. Hay que precisar además que, en cuanto ha sido penetrada la envoltura, uno se encuentra en el dominio del esoterismo, siendo esta penetración, en la situación del ser en relación con la envoltura misma, una especie de inversión en la que consiste el paso del exterior al interior; incluso es con más propiedad, en un sentido, a la tarîqah a la que conviene esta designación de esoterismo pues, a decir verdad, la haqîqah está más allá de la distinción del exoterismo y el esoterismo que implica comparación y correlación: el centro aparece verdaderamente como el punto más interior de todos pero, en cuanto se ha llegado a él, ya no puede tratarse de exterior ni de interior, desapareciendo toda distinción contingente al resolverse en la unidad principial. Por eso Allâh, al igual que es el "Primero y el Ultimo" (EI-Awwal wa El-Akher)(8), es también "el Exterior y el Interior" (El-Zâhir wa El-Bâtin) (9) pues nada de lo que es podría ser fuera de Él , y en Él sólo está contenida toda realidad porque Él es Él mismo la Realidad absoluta, la Verdad total: Hoa El-Haqq.

     

    Misr, 8 ramadân, 1349 H.

     

    NOTAS:

     

    *Le Voile d'Isis, marzo 1931, p. 145-150.

     

    (1). Señalemos, incidentalmente, que el símbolo del fruto tiene una relación con el "Huevo del Mundo", así como con el corazón.

     

    (2). Se podrá notar que el papel de las formas exteriores está en relación con el doble sentido de la palabra "revelación", pues manifiestan y ocultan al mismo tiempo la doctrina esencial, la verdad una, como la palabra lo hace, por otra parte, inevitablemente, para el pensamiento que expresa; y lo que es verdad de la palabra, a este respecto, lo es también de cualquier otra expresión formal.

     

    (3). Se recordará aquí la "substantífica médula" de Rabelais, que representa también un significado interior y escondido.

     

    (4). Hay que observar, a propósito de la tradición extremo-oriental, que se encuentran en ella los equivalentes muy claros de estos dos términos, no como dos aspectos exotérico y esotérico de una misma doctrina, sino como dos enseñanzas separadas, al menos desde la época de Confucio y de Lao-Tsé: se puede decir, en efecto, con todo rigor, que el Confucianismo corresponde a la shariyâh y el Taoísmo a la haqîqah.

     

    (5). Las palabras shariyâh y tarîqah contienen ambas la idea de "avance", luego de movimiento (y hay que observar el simbolismo del movimiento circular para la primera y del movimiento rectilíneo para la segunda); en efecto, hay cambio y multiplicidad en ambos casos, debiendo la primera adaptarse a la diversidad de las condiciones exteriores y la segunda a la de las naturalezas individuales; sólo el ser que ha alcanzado efectivamente la Haqîqah participa por eso mismo de su unidad y de su inmutabilidad.

     

    (6). Esta convergencia está representada por la qiblah (orientación ritual) de todos los lugares hacia la Kaabah, que es la "casa de Dios" (Beit Allâh) y cuya forma es la de un cubo (imagen de estabilidad) que ocupa el centro de una circunferencia que es la copa terrestre (humana) de la esfera de la Existencia universal.

     

    (7). Añadamos que esta ley debe considerarse normalmente como una aplicación o una especificación humana de la propia ley cósmica que liga del mismo modo toda la manifestación al Principio, tal como hemos explicado en otra parte a propósito del significado de la "Ley de Manú" en la doctrina hindú.

     

    (8). Es decir, como el símbolo del alpha y del omega, el Principio y el Fin.

     

    (9). También podría traducirse por el "Evidente" (en relación con la manifestación) y el "Oculto" (en Sí mismo), lo que corresponde aún a los dos puntos de vista de la shariyâh (de orden social y religioso) y de la haqîqah (de orden puramente intelectual y metafísico), aunque pueda también decirse que esta última está más allá de todos los puntos de vista, como comprendiéndolos todos sintéticamente en sí misma.

     

     

    Capítulo III: ET-TAWHÎD

     

    La doctrina de la Unidad, es decir, la afirmación de que el Principio de toda existencia es esencialmente Uno, es un punto fundamental común a todas las tradiciones ortodoxas y podemos incluso decir que es sobre este punto sobre el que su identidad de fondo aparece más claramente, mani­festándose hasta en la misma expresión. En efecto, cuando se trata de la Unidad, toda diversidad se borra y es sólo cuando se desciende hacia la multiplicidad cuando las diferentes formas aparecen, siendo entonces múltiples los propios modos de expresión, como aquello con lo que se relacionan, y susceptibles de variar indefinidamente para adaptarse a las circunstancias de tiempos y lugares. Pero "la doctrina de la Unidad es única" (según la fórmula árabe: Et Tawhîdu wâhidun), es decir, que es por todas partes y siempre la misma, invariable como el Principio e independiente de la multiplicidad y del cambio que no pueden afectar más que a las aplicaciones de orden contin­gente.

    Asimismo podemos decir que, contrariamente a la opinión corriente, nunca ha habido en ninguna parte doctrina alguna realmente "politeísta", es decir, que admi­ta una pluralidad de principios absoluta e irreductible.

    Este "pluralismo" no es posible más que como una desviación que resulta de la ignorancia y de la incomprensión de las masas y de su tendencia a apegarse exclusivamente a la multiplicidad de lo manifestado: de ahí la "idolatría" bajo todas sus formas, que nace de la confusión del símbolo en sí mismo con lo que está destinado a expresar y la personificación de los atributos divinos considerados como otros tantos seres independientes, lo que es el único origen posible de un "politeísmo" de hecho. Esta tendencia va acentuándose además a medida que se avanza en el desarro­llo de un ciclo de manifestación, porque este mismo desa­rrollo es un descenso hacia la multiplicidad y en razón del oscurecimiento espiritual que lo acompaña inevitablemente. Por eso, las formas espirituales más recientes son las que deben enunciar del modo más ostensible al exterior, la afir­mación de la Unidad; y, de hecho, esta afirmación no está expresada en ningún lugar tan explícitamente y con tanta insistencia como en el Islamismo en el que parece incluso, si puede decirse, absorber en ella cualquier otra manifestación.

    La única diferencia entre las doctrinas tradicionales a este respecto es la que acabamos de indicar: la afirma­ción de la Unidad está en todas partes pero, al principio, no tenía ni siquiera la necesidad de ser formulada expresa­mente para aparecer como la más evidente de todas las verdades, pues los hombres estaban entonces demasiado cerca del Principio para ignorarla o perderla de vista. Ahora, por el contrario, puede decirse que la mayoría de ellos, ligados por completo a la multiplicidad y habiendo perdi­do el conocimiento intuitivo de las verdades de orden supe­rior, sólo alcanzan con dificultad la comprensión de la Unidad; y por eso se hace poco a poco necesario, a lo largo de la historia de la humanidad terrestre, formular esta afirmación de la Unidad muchas veces y cada vez de un modo más claro, podríamos decir, de un modo más enérgi­co cada vez.

    Si consideramos el estado actual de las cosas vemos que esta afirmación está de algún modo más velada en ciertas formas tradicionales y que incluso constituye a veces como su vertiente esotérica, tomando esta palabra en su sentido más amplio, mientras que en otras, aparece ante todos de tal modo que se llega a no ver más que ella, aunque haya sin duda, aquí también, muchas otras cosas, pero que sólo son secundarias con respecto a ésta. Este último caso es el del Islamismo, incluso exotérico; el esoterismo no hace aquí más que explicar y desarrollar todo lo que está contenido en esta afirmación y todas las consecuencias que derivan de ella y, si lo hace a menudo con términos idénticos a los que encontramos en otras tradiciones, como el Vedanta y el Taoísmo, no hay motivo para extrañarse de ello ni para ver ahí el resultado de préstamos históricamente contestables; es así, simplemente, porque la verdad es una y porque, en este orden principial, como decíamos al comienzo, la Unidad se mani­fiesta hasta en su expresión misma.

    Por otra parte, hay que observar, considerando siempre las cosas en su estado presente, que los pueblos occidentales y, más especialmente, los pueblos nórdicos, son los que parecen experimentar más dificultades para comprender la doctrina de la Unidad, al mismo tiempo que están más ligados que todos los demás al cambio y a la multiplicidad. Ambas cosas van evidentemente juntas y quizás hay algo ahí que depende, al menos en parte, de las condiciones de existencia de estos pueblos: cuestión de temperamento, pero también cuestión de clima, uno estando, por lo demás, en función del otro, al menos hasta cierto punto. En efecto, en los países del Norte, en los que la luz solar es débil y a menudo velada, todas las cosas aparecen a la vista con un valor igual, si así puede decirse, y de un modo que afirma pura y simplemente su existencia individual sin dejar entre­ver nada más allá; así, en la apariencia ordinaria misma no se ve verdaderamente más que la multiplicidad. Es completamente distinto en los países en los que el sol, por su irradiación intensa, absorbe, por decirlo así, todas las cosas en sí mismo, haciéndolas desaparecer ante él como la multiplicidad desaparece ante la Unidad, no porque deje de existir según su modo propio, sino porque esta existen­cia no es nada en absoluto respecto al Principio. Así, la Unidad se vuelve de algún modo sensible: este brillo solar es la imagen de la fulguración del ojo de Shiva que reduce a cenizas toda manifestación. El sol se impone aquí como el símbolo por excelencia del Principio Uno (Allahu Ahad) que es el Ser necesario, El solo que Se basta a Sí mismo en Su absoluta plenitud (Allahu Es-Samad) y de quien depen­den completamente la existencia y la subsistencia de todas las cosas que fuera de El no serían sino nada.

     

    El "monoteísmo", si se puede emplear esta palabra para traducir Et-Tawhîd, aunque restrinja un poco su signi­ficado haciendo pensar casi inevitablemente en un punto de vista exclusivamente religioso, el "monoteísmo", deci­mos, tiene pues un carácter esencialmente "solar". En ningún lugar es más "sensible" que en el desierto, donde la diversidad de las cosas está reducida a su mínimo y donde, al mismo tiempo, los espejismos revelan todo lo que tiene de ilusorio el mundo manifestado. Allí, la irradiación solar produce las cosas y las destruye, las transforma y las reabsor­be después de haberlas manifestado. No podría encontrarse una imagen más verdadera de la Unidad desplegándose exteriormente en la multiplicidad sin dejar de ser ella misma y sin ser afectada por ello y haciendo volver luego a ella, siempre según las apariencias, esta multiplicidad que, en realidad, nunca ha salido de ella, pues no podría haber nada fuera del Principio al que nada se puede añadir y del que nada se puede substraer, porque El es la indivisible totalidad de la Existencia única. En la luz intensa de los países de Oriente, basta con ver para comprender estas cosas, para captar de inmediato su verdad profunda; y, sobre todo, parece imposible no comprenderlas así en el desierto, donde el sol traza los Nombres divinos con letras de fuego en el cielo.

     

     

    Gebel Seyidna Mousa, 23 shawal 1348 H.

    Mesr, Seyidna El-Hussein, 10 moharram 1349 H.

    (Aniversario de la batalla de Kervala).

     

     

    (Publicado originalmente en "Le Voile d'Isis", julio de 1930, p. 512-516).

     

     

    Capítulo IV: EL FAQRU *

     

     

    El ser contingente puede definirse como el que no tiene en sí mismo su razón suficiente; este ser, por consi­guiente, no es nada por sí mismo y nada de lo que él es le pertenece personalmente. Este es el caso del ser humano como individuo, así como de todos los seres manifestados en el estado que sea, pues, sea cual sea la diferencia entre los grados de la Existencia universal, siempre es nula respecto al Principio. Estos seres, humanos u otros, están pues, en todo lo que son, en una dependencia completa en relación con el Principio, "fuera del cual no hay nada, absolutamente nada que exista";(1) es en la consciencia de esta dependencia en lo que consiste propiamente lo que varias tradiciones designan como la "pobreza espiritual". Al mismo tiempo, para el ser que ha alcanzado esta cons­ciencia, ésta tiene como consecuencia inmediata el desapego con respecto a todas las cosas manifestadas, pues sabe entonces que estas cosas tampoco son nada y que su importancia es rigurosamente nula en relación con la Realidad absoluta. Este desapego, en el caso del ser huma­no, implica esencialmente y ante todo la indiferencia con respecto a los frutos de la acción, tal y como lo enseña especialmente el Bhagavad-Gîtâ, indiferencia por la que el ser escapa al encadenamiento indefinido de las consecuen­cias de esta acción: es la "acción sin deseo" (nishakâma karma), mientras que la "acción con deseo" (sakâma karma) es la acción cumplida con vistas a sus frutos.

    Así, el ser sale, pues, de la multiplicidad; escapa, según las expresiones empleadas por la doctrina taoísta, de las vicisitudes de la "corriente de las formas", de la alternan­cia de los estados de "vida" y "muerte", y de "condensa­ción" y "disipación", (2) pasando de la circunferencia de la "rueda cósmica" a su centro que él mismo es designado como "el vacío (lo no manifestado) que une los radios y hace con ellos una rueda". (3) "El que ha llegado al máximo del vacío, dice también Lao-Tsé, estará establecido sólida­mente en el reposo... Volver a la raíz (es decir, al Principio a la vez origen primero y fin último de todos los seres) es entrar en el estado de reposo." (4) "La paz en el vacío, dice Lao-Tsé, es un estado indefinible; no se toma ni se da; uno llega y se establece en ella." (5) Esta "paz en el vacío" es la "Gran Paz" (Es-Sakînah) del esoterismo musulmán, (6) que es a la vez la "presencia divina en el centro del ser, implica­da por la unión con el Principio, que, efectivamente, no puede producirse más que en este centro mismo. "Al que permanece en lo no-manifestado, todos los seres se mani­fiestan... Unido al Principio, está en armonía, por él, con todos los seres. Unido al Principio, lo conoce todo por las razones generales superiores y ya no emplea, por consi­guiente, sus diversos sentidos para conocer en particular y en detalle. La verdadera razón de las cosas es invisible, imperceptible, indefinible e indeterminable. Solamente el espíritu, restablecido en el estado de simplicidad perfec­ta, puede alcanzarla en la contemplación profunda. (7)

    La "simplicidad", expresión de la unificación de todas las capacidades del ser, caracteriza el retorno al "estado primordial"; y aquí se ve toda la diferencia que separa el conocimiento transcendente del sabio, del saber ordi­nario y "profano". Esta "simplicidad" es también lo que se designa en otra parte como el estado de "infancia" (en sánscrito bâlya), entendido, naturalmente, en el senti­do espiritual y que, en la doctrina hindú, es considerado como una condición previa para la adquisición del cono­cimiento por excelencia. Eso recuerda las palabras simila­res que se encuentran en el Evangelio: "Aquel que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". (8) "Mientras que habéis escondido estas cosas a los sabios y a los prudentes, las habéis revelado a los simples y a los pequeños." (9)

    "Simplicidad" y "pequeñez" son aquí, en el fondo, equivalentes de la "pobreza" de la que también se trata tantas veces en el Evangelio y que en general se comprende muy mal: "Bienaventurados los pobres de espíritu pues el Reino de los Cielos les pertenece." (10) Esta "pobreza" (en árabe El-faqru) conduce, según el esoterismo musul­mán, al El-fanâ, es decir, a la "extinción" del "yo";(11) y por esta "extinción" se alcanza la "estación divina" (El-maqâmul-ilahi), que es el punto central en el que todas las distinciones inherentes a los puntos de vista exteriores son superadas y en el que todas las oposiciones han desaparecido y se resuelven en un perfecto equilibrio. "En el estado primordial estas oposiciones no existían. Todas se derivan de la diversificación de los seres (inherente a la manifestación y contingente como ella) y de sus contactos causados por el giro universal (es decir, por la rotación de la "rueda cósmica" alrededor de su eje). De golpe, dejan de afectar al ser que ha reducido su "yo distinto" y su movimiento particular a casi nada." (12) Esta reducción del "yo distinto", que finalmente desaparece reabsorbiéndose en un punto único, es lo mismo que El-fanâ y también que el vacío del que se ha tratado anteriormente; por otro lado, es evidente, según el simbolismo de la rueda, que el "movimiento" de un ser es tanto más reducido cuanto que este ser está más cerca del centro. "Este ser ya no entra en conflicto con ningún ser porque está establecido en el infinito, eclipsado en lo indefinido.(13). Ha llegado y se mantiene en el punto de partida de las transformacio­nes, punto neutro en el que no hay conflictos. Por concentración de su naturaleza, por mantenimiento de su espíritu vital, por reunión de todas sus capacidades, se ha unido al principio de todos los génesis. Al ser su natura­leza completa (totalizada sistemáticamente en la unidad principial) y al estar intacto su espíritu vital, ningún ser podría hacer mella en él." (14).

     

    La "simplicidad" de la que se ha tratado anteriormen­te corresponde a la unidad "sin dimensiones" del punto primordial, en el que desemboca el movimiento de retorno hacia el origen. "El hombre absolutamente simple conmue­ve por su simplicidad a todos los seres,... de tal modo que nada se opone a él en las seis regiones del espacio, nada le es hostil, y el fuego y el agua no le dañan." (15) En efecto, se mantiene en el centro, del que han surgido las seis direc­ciones por irradiación y adonde van, en el movimiento de retorno, a neutralizarse dos a dos, de modo que, en este punto único, su triple oposición cesa por entero y nada de lo que resulta de ella o se localiza allí, puede alcanzar al ser que permanece en la unidad inmutable. Al no oponerse éste a nada, tampoco nada podría oponerse a él, pues la oposición es necesariamente una relación recíproca que exige dos términos en presencia y que, por consiguien­te, es incompatible con la unidad principial; y la hostilidad, que no es más que una consecuencia o una manifestación exterior de la oposición, no puede existir con respecto a un ser que esté fuera y más allá de toda oposición. El fuego y el agua que son el tipo de los contrarios en el "mundo elemental" no pueden dañarle pues, a decir verdad, ya ni siquiera existen para él como contrarios, al haber entrado en la indiferenciación del éter primordial, equilibrándose y neutralizándose el uno con el otro por la reunión de sus cualidades aparentemente opuestas pero realmente comple­mentarias.

    Este punto central por el que se establece, para el ser humano, la comunicación con los estados superiores o "celestes" es también la "puerta estrecha" del simbolismo evangélico y entonces se puede comprender lo que son los ricos que no pueden pasar por ella: son los seres apega­dos a la multiplicidad y que, como consecuencia, son incapaces de elevarse del conocimiento distintivo al cono­cimiento unificado. Este apego, en efecto, es directamente contrario al desapego del que se ha tratado anteriormente, como la riqueza es contraria a la pobreza y encadena al ser a la serie indefinida de los ciclos de manifestación.(16) El apego a la multiplicidad es también, en cierto sentido la "tentación" bíblica que, haciendo probar al ser el fruto del "Arbol de la Ciencia del bien y del mal", es decir, del conocimiento dual y distintivo de las cosas contingentes, le aleja de la unidad central original y le impide alcanzar el fruto del "Arbol de la Vida"; y verdaderamente es así, en efecto, como el ser está sometido a la alternancia de las mutaciones cíclicas, es decir, al nacimiento y a la muerte. El recorrido indefinido de la multiplicidad está representado precisamente por las espiras de la serpiente al enroscarse alrededor del árbol que simboliza el "Eje del Mundo": es el camino de los "extraviados" (Ed-dâllîn), de los que están en el "error" en el sentido etimológico de esta palabra, en oposición al "camino recto" (Eç-çirâtul-mustaqîm), en ascensión vertical según el eje mismo, del que se habla en la primera sûrat del Qorân. (17)

    "Pobreza", "simplicidad", "infancia", no son más que una sola y misma cosa y la renunciación que expresan todas estas palabras (18) desemboca en una "extinción" que, en realidad, es la plenitud del ser, así como el "no-actuar" (wou-wei) es la plenitud de la actividad pues es de ahí de donde se derivan todas las actividades particulares: "El Principio es siempre no-activo y sin embargo todo es hecho por él." (19) El ser que ha llegado así al punto central ha rea­lizado por eso mismo la integridad del estado humano: es el "hombre verdadero" (tchenn-jen) del Taoísmo y cuando, partiendo de este punto para elevarse a los estados supe­riores, haya realizado la totalización perfecta de sus posibi­lidades, se habrá convertido en el "hombre divino" (cheun-­jen) que es el "Hombre Universal" (El-lnsânul-Kâmil) del esoterismo musulmán. Así, puede decirse que son los "ricos" desde el punto de vista de la manifestación quienes son verdaderamente los "pobres" respecto al Principio, e inversamente; es lo que expresa muy claramente esta frase del Evangelio: "Los últimos serán los primeros y los prime­ros serán los últimos (20) y comprobamos a este res­pecto, una vez más, el perfecto acuerdo de todas las doctrinas tradicionales que no son más que las expresio­nes diversas de la Verdad una.

     

    NOTAS:

     

    *Publicado originalmente en “Le Voile d´Isis”, París, octubre de 1930, p. 714-721.

     

    (1). Mohyddin Ibn Arabî, Risâlatul Ahadiyah,

     

    (2). Aristóteles, en un sentido semejante, dice "generación" y "corrup­ción"

     

    (3). Tao-te-king, XI.

     

    (4). Tao-te-king, XVI.

     

    (5). Lie-Tsé, I.

     

    (6). Ver el capítulo sobre "La Guerre et la Paix" en Le Symbolisme de la Croix.

     

    (7). Lie-Tsé, IV.

     

    (8). Lucas, XVIII, 17

     

    (9). Mateo, Xl, 25; Lucas, X, 21.

     

    (10). Mateo, V, 2.

     

    (11). Esta "extinción" no carece de analogía, incluso en cuanto al sentido literal del término que la designa, con el Nirvana de la doctrina hindú; más allá de El-fanâ está todavía Fanâ el-fanâi, la " extinción de la extinción" que corresponde asimismo al Parinirvâna.

     

    (12). Tchoang Tsú, XIX.

     

    (13). La primera de estas dos expresiones se refiere a la "personalidad" y la segunda a la "individualidad".

     

    (14). Ibídem. La última frase se refiere todavía a las condiciones del "estado primordial": es lo que la tradición judeo-cristiana designa como la inmorta­lidad del hombre antes de la "caída", inmortalidad recobrada por el que, habiendo vuelto al "Centro del Mundo", se alimenta en el "Arbol de la Vida".

     

    (15). Lie-Tsé, lI.

     

    (16). Es el Samsâra budista, la rotación indefinida de la '"rueda de la vida" de la que el ser debe liberarse para alcanzar el Nirvana.

     

    (17). Este "camino recto" es idéntico al Te o Rectitud de Lao -Tsé, que es la dirección que un ser debe seguir para que su existencia sea según la "Vía" (Tao), o, en otros términos, en conformidad con el Principio.

     

    (18). Es la "renunciación" a los metales en el simbolismo masónico.

     

    (19). Tao-te-King, XXXVII.

     

    (20). Mateo, XX, 46.

     

     

     

    Capítulo V: ER-RÛH *

     

    Según los datos tradicionales de la "ciencia de las letras", Allâh creó el mundo no por la alif que es la primera de las letras sino por la ba que es la segunda; y, en efecto, aunque la unidad sea el principio primero de la manifestación, es la dualidad la que ésta presupone de inmediato y entre cuyos términos será producida, como entre los dos polos complementarios de esta manifestación, representados por las dos extremidades de la ba, toda la multiplicidad indefinida de las existencias contingentes. Es, pues, la ba la que está propiamente al principio de la creación y ésta se realiza por ella y en ella, es decir, que es a la vez el "medio" y el "lugar", según los dos sentidos que tiene esta letra cuando se toma como la preposición bi. (1) La ba, en este papel primordial, representa a Er-Rûh, el "Espíritu" que hay que entender como el Espíritu total de la Existencia universal y que se identifica esencialmente a la "Luz" (En-Nûr); se produce directamente por el "mandato divino" (min amri 'Llah), y, en cuanto se produce, es en cierto modo el instrumento por el que este "mandato" realizará todas las cosas que de este modo se ordenarán todas en relación con él (2); antes de él, no hay pues más que el-amr, afirmación del Ser puro y formulación primera de la Voluntad suprema, como antes de la dualidad no hay más que la unidad, o antes de la ba no hay más que la alif. Ahora bien, la alif es la letra "polar" (qutbâniyah),(3) cuya propia forma es la del "eje", según el cual se cumple la "orden" divina; y el extremo superior de la alif que es el "secreto de los secretos" (sirr el-asrâr), se refleja en el punto de la ba en tanto en cuanto este punto es el centro de la "circunferencia primera" (ed-dhâirah el awwaliyah) que limita y envuelve el dominio de la Existencia universal, circunferencia que, por lo demás, vista en simultaneidad en todas las direcciones posibles, es en realidad una esfera, la forma primordial y total de la que nacerán por diferenciación todas las formas particulares.

     

    Si se considera la forma vertical de la alif y la forma horizontal de la ba, se ve que su relación es la de un principio activo y un principio pasivo; y esto es conforme a los temas de la ciencia de los números sobre la unidad y la dualidad, no sólo en la enseñanza pitagórica, que es la que más se conoce generalmente a este respecto, sino también en la de todas las tradiciones. Este carácter de pasividad es efectivamente inherente al doble papel de "instrumento" y de "medio" universal del que hemos hablado hace poco; asimismo, Er-Rûh es, en árabe, una palabra femenina; pero hay que tener cuidado de que, según la ley de la analogía, lo que es pasivo o negativo en relación con la Verdad divina (El-Haqq) se vuelve activo o positivo en relación con la creación (El-Khalq).(4) Es esencial considerar aquí estas dos caras opuestas pues de lo que se trata es, precisamente, si podemos expresarnos así, del "límite" mismo establecido entre El-Haqq y El-Khalq, "límite" por el que la creación está separada de su Principio divino y le está unida a la vez, según el punto de vista desde el que se considere; es pues, en otros términos, el barzakh por excelencia; (5) y, así como Allâh es "el Primero y el Ultimo" (El-awwal wa El-Akhir) en el sentido absoluto, Er-Rûh es "el primero y el último" respecto a la creación.

    Esto no quiere decir, por supuesto, que el término Er-Rûh no se tome a veces en acepciones más particulares, como la palabra "espíritu" o sus equivalentes más o menos exactos en otras lenguas; así es cómo, en ciertos textos coránicos particularmente, se ha podido pensar que se trataba ya de una designación de Seyidnâ Jibraîl ((Gabriel), ya de otro ángel a quien esta designación se aplicaría más especialmente; y todo esto puede sin duda ser verdad según los casos o según las aplicaciones que se hagan de ello, pues todo lo que es participación o especificación del Espíritu universal, o lo que desempeña el papel de éste desde cierto punto de vista y en grados diversos, es también en un sentido relativo, el espíritu en tanto en cuanto reside en el ser humano o en cualquier otro ser particular. Sin embargo, hay un punto al que muchos comentaristas exotéricos parecen no prestar suficiente atención: cuando Er-Rûh es representado expresa y claramente al lado de los ángeles (el-malâikah), (6) ¿cómo sería posible admitir que simplemente se trata, en realidad de uno de éstos? La interpretación esotérica es que se trata entonces de Seyidnâ Mitatrûn (el Metatrón de la Kábala hebrea); por otra parte, eso permite explicarse el equívoco que se produce a este respecto, ya que Metatrón es también representado como un ángel, aunque, al estar más allá del dominio de las existencias "separadas", sea verdaderamente otra cosa y más que un ángel; y eso, por lo demás, verdaderamente corresponde todavía al doble aspecto del barzakh. (7)

     

    Otra consideración que concuerda por entero con esa interpretación es ésta: en la representación del "Trono" (El-Arsh), Er-Rûh está colocado en el centro y este lugar es, en efecto, el de Metatrón; el "Trono" es el lugar de la "Presencia divina", es decir, de la Shekinah que en la tradición hebraica es el "paredro" o el aspecto complementario de Metatrón. Por lo demás, incluso se puede decir que, en cierto modo, Er-Rûh se identifica con el "Trono" mismo pues éste, al rodear y envolver todos los mundos (de ahí el epíteto El-Muhît que se le da), coincide por eso con la "circunferencia primera" de la que hemos hablado anteriormente. (8) Se encuentran también aquí las dos caras del barzakh: en lo que se refiere a El-Haqq, es Er-Rahmân el que descansa sobre el "Trono"; (9) pero en lo que se refiere a el-Khalq, de algún modo, no aparece más que por refracción a través de Er-Rûh, lo que está en conexión directa con este hadîth: "El que me ve, ve la Verdad" (man raanî faqad raa el-Haqq). Este es, en efecto, el misterio de la manifestación profética;(10) y se sabe que, según la tradición hebraica igualmente, Metatrón es el agente de las "teofanías" y el principio mismo de la profecía, (11) lo que, expresado en lenguaje islámico, quiere decir que no hay otro más que Er-Rûh el-mohammedijah, en el que todos los profetas y los enviados divinos no son más que uno y que tiene, en el "mundo de abajo", su expresión última en el que es su "sello" (Khâtam el-anbiâi wa´l-mursalîn), es decir: que los reúne en una síntesis final que es el reflejo de su unidad principial en el "mundo de arriba" (en el que es awwual Khalqi'Llah, lo que es lo último en el orden manifestado siendo analógicamente lo primero en el orden principial), y que es así el "Señor de los primeros y de los últimos" (seyid el-awwalîna wa´akhirîn). Es así y sólo así como pueden comprenderse realmente, en un sentido profundo, todos los nombres y títulos del Profeta, que son en definitiva los mismos del "Hombre universal" (El-Insân el-Kâmil), totalizando finalmente en él todos los grados de la Existencia, como los contenía todos en él desde el principio: alayhi çalatu Rabbil-Arshi daw, " ¡qué esté perpetuamente sobre él la plegaria del Señor del Trono!"


    NOTAS:

     

    (). Publicado originalmente en “Etudes Traditionnelles”, VIII-IX, 1938, p. 287-291.

     

    (1). También por eso la ba o su equivalente es la letra inicial de los Libros Sagrados: la Thorah empieza por Bereshith, el Qorân por Bismi' Lhah. Aunque no se tenga actualmente el texto del Evangelio en una lengua sagrada, se puede al menos observar que la primera palabra del Evangelio de San Juan hebreo sería también Bereshith.

     

    (2). Es de la raíz amr de la que deriva en hebreo el verbo yâmer empleado en el Génesis para expresar la acción creadora representada como la "palabra" divina.

     

    (3). Como ya hemos indicado en otro lugares, alif = Qutb = 111, (Un jeroglífico del Polo, nº de mayo de 1937); añadamos que el nombre Aâlâ, "Muy alto", tiene también el mismo numero.

     

    (4). Este doble aspecto corresponde, en cierto sentido, en la Kábala hebrea al de la Shekinah, femenina, y de Metatrón, masculino, tal y como la continuación hará comprender mejor.

     

    (5). Cf. Titus Burckhardt, Du "barzakh" , “Etudes Traditionnelles”, número de diciembre, 1937.

     

    (6). Por ejemplo en la Sûrat El-Qadr (XCVII,4): "Tanazzalu´l-malâikatu wa´r-rûhu ftâh..."

     

    (7). En ciertas fórmulas esotéricas, el nombre de Er-Rûh está asociado a los cuatro ángeles en relación con los cuales es, en el orden celeste, lo que es, en el orden terrestre, el Profeta en relación con los cuatro primeros Kholafâ; ello concuerda con Mitatrûn que, por lo demás, se identifica así claramente con Er-Rûh' el-mohammediyah.

     

    (8). Sobre el tema del "Trono" y de Metatrón, considerado desde el punto de vista de la Kábala y de la angelología hebraicas, Cf., Basilide Notes sur le monde céleste (número de julio 1934, p. 274-275), y Les Anges (número de febrero 1935, p. 70-88).

     

    (9). Según este versículo de la Sûrat Tahâ (XX, 5): "Er-Rahmânu al'arshi estawâ".


    (10). Se puede observar que de ese modo reúnen, en cierto modo, la condición de Profeta y la del Avatâra que proceden en sentido inverso uno de otro, partiendo la segunda de la consideración del principio que se manifiesta, mientras que la primera parte de la del "soporte" de esta manifestación (y el "Trono" es también el "soporte" de la Divinidad).

     

    (11). Cf. Le Roi du Monde, p. 30-33.

     

    Capítulo VI: NOTA SOBRE LA ANGELOLOGÍA DEL ALFABETO ÁRABE*

     

    El "Trono" divino que rodea todos los mundos (El-Arsh El-Muhît) es representado, como es fácil de comprender, por una figura circular; en el centro está Er-Rûh, como lo explicamos en otra parte; y el "Trono" está sostenido por ocho ángeles que están colocados en la circunferencia, los cuatro primeros en los cuatro puntos cardinales y los otros cuatro en los cuatro puntos intermedios. Los nombres de estos ocho ángeles están formados por otros tantos grupos de letras, tomadas siguiendo el orden de sus valores numéricos, de tal modo que el conjunto de estos nombres comprende la totalidad de las letras del alfabeto.

     

    Conviene hacer aquí una observación: naturalmente se trata del alfabeto de 28 letras; pero se dice que el alfabeto árabe no tenía primero más que 22 letras, que correspondían exactamente a las del alfabeto hebraico; de ahí la distinción que se hace entre el pequeño Jafr que sólo utiliza estas 22 letras y el gran Jafr que emplea las 28 tomándolas todas con valores numéricos distintos. Por otra parte, se puede decir que las 28 (2 + 8 =10) están contenidas en las 22 (2 + 2 = 4) como 10 está contenido en 4, según la fórmula de la Tetraktys pitagórica: 1 + 2 + 3 + 4= 10; (1) y, de hecho, las seis letras suplementarias no son más que modificaciones de otras tantas letras primitivas, de las que están formadas por la simple añadidura de un punto, y a las que se reducen de inmediato por la supresión de este mismo punto. Estas seis letras suplementarias son las que componen los dos últimos de los ocho grupos de los que acabamos de hablar; es evidente que si no se las considerara como letras distintas, estos grupos se encontrarían modificados sea en cuanto a su número sea en cuanto a su composición. Por consiguiente, el paso del alfabeto de 22 letras al alfabeto de 28 ha debido necesariamente introducir un cambio en los nombres angélicos de que se trata, luego en las "entidades" que estos nombres representan; pero, por muy extraño que pueda parecer a algunos, es en realidad normal que sea así, pues todas las modificaciones de las formas tradicionales, y en particular las que afectan la constitución de las lenguas sagradas, deben tener, en efecto, sus "arquetipos" en el mundo celeste.

     

    Dicho esto, la distribución de las lenguas y los nombres es la siguiente:

     

    En los cuatro puntos cardinales:

     

    Al Este: A B J a D; (2)

    Al Oeste: Ha Wa Z;

    Al Norte: H a T a Y;

    Al Sur: Ka L Ma N.

     

    En los cuatro puntos intermedios:

     

    Al Noreste: Sa A Fa C

    Al Noroeste: Q a RS ha T;

    Al Sureste: T ha Kh a D h;

    Al Suroeste: D a Za Gh.

     

    Se observará que cada uno de estos dos conjuntos de cuatro nombres contiene exactamente la mitad del alfabeto, o sea 14 letras, que están repartidas del siguiente modo:

     

    En la primera mitad:

    4+3+3+4 =14;

    En la segunda mitad:

    4+4+3+3 =14.

     

    Los valores numéricos de los ocho nombres, formados por la suma de los de sus letras, son, tomándolas natural mente en el mismo orden que aquí arriba:

     

    1+2+3+4 =10

    5+6+7 = 18:

    8+9+10= 27;

    20 + 30+ 40 + 50 = 140;

    60+70+80+90 = 300;

    100+200 + 300 +400 = 1000;

    500+600+700 = 1800;

    800+900 + 1000 = 2700.

     

    Los valores de los tres últimos nombres son iguales a los de los tres primeros multiplicados por 100 lo que es, por lo demás, evidente, si se observa que los tres primeros contienen los números de 1 a 10 y los tres últimos las centenas de 100 a 1000; estando igualmente repartidos unos y otros en 4 + 3 + 3

     

    El valor de la primera mitad del alfabeto es la suma de los cuatro primeros nombres:

    10+18+27+140 = 195.

     

    Asimismo, el de la segunda mitad es la suma de los de los cuatro últimos nombres:

    300 + 1000 + 1800 + 2700 = 5800.

     

    Por último, el valor total del alfabeto entero es:

    195+5800 = 5995.

    Este número 5995 es notable por su simetría: su parte central es 99, número de los nombres "atributivos" de Allâh; sus cifras extremas forman 55, suma de los diez primeros números, en los que el denario se encuentra, por otra parte, dividido en sus dos mitades (5 + 5 = 10); además 5 + 5 = 10 y 9+9 = 18 son los valores numéricos de los dos primeros nombres.

     

    Uno puede darse cuenta mejor del modo en que el número 5995 es obtenido partiendo del alfabeto según otra división, en tres series de nueve letras más una letra aislada: la suma de los nueve primeros números es 45, valor numérico del nombre de Adam (1+4+40 = 45, es decir, desde el punto de vista de la jerarquía esotérica El-Qutb El-Ghawth en el centro, los cuatro Awtâd en los cuatro puntos cardinales y los cuarenta Anjâb en la circunferencia); la de las decenas, de 10 a 90 es 45 x 10 y la de las centenas, de 100 a 900, 45 x 100; el conjunto de las sumas de estas tres series novenarias es pues el producto de 45 x 111, el número "polar" que es el de la alif "desarrollada": 45 x 11 = 4995; hay que añadirle el número de la última letra, 1000, unidad del cuarto grado que termina el alfabeto como la unidad del primer grado la comienza, y así se tiene finalmente 5995.

     

    Por último, la suma de las cifras de este número es 5 + 9 + 9 + 5 = 28, es decir, el mismo número de las letras del alfabeto del que representa el valor total.

    Sin duda, se podrían desarrollar todavía muchas otras consideraciones partiendo de estos datos, pero estas pocas indicaciones bastarán para que se pueda al menos tener una idea de algunos de los procedimientos de la ciencia de las letras y de los números en la tradición islámica.

     

    NOTAS:

     

    (*). Publicado originalmente en “Etudes Traditionnelles”, VIII-IX, 1938, p. 324-327.


    (1). Véase La Tetraktys et le carré de quatre, (número de abril, 1927).

     

    (2). Sin duda, la alif y la ba se colocan aquí como todas las demás letra del alfabeto, en su lugar numérico: eso no hace intervenir en nada las consideraciones simbólicas que exponemos por otra parte, y que les dan, además otro papel más especial.

     

     

    Capítulo VII: LA QUIROLOGÍA EN EL ESOTERISMO ISLÁMICO*


    A menudo hemos tenido ocasión de señalar cuán ajena a los Occidentales se ha vuelto la concepción de las "ciencias tradicionales" en los tiempos modernos y cuán difícil les es comprender su verdadera naturaleza. Recientemente, teníamos de nuevo un ejemplo de esta incomprensión en un estudio consagrado a Mohyddin-Ibn-Arabi, cuyo autor se extrañaba de encontrar en éste, al lado de la doctrina puramente espiritual, numerosas consideraciones sobre la Astrología, la ciencia de las letras y los números, la geometría simbólica y muchas otras cosas del mismo orden que parecía considerar como si no tuvieran ningún vínculo con esta doctrina. Por lo demás había allí una doble equivocación pues la parte propiamente espiritual de la enseñanza de Mohyiddin estaba ella misma presentada como mística mientras que es esencialmente metafísica e iniciática; y si se tratara de "mística" no podría, en efecto, tener ninguna relación con unas ciencias fueren las que fueren. Por el contrario, ya que se trata de una doctrina metafísica, estas ciencias tradicionales cuyo valor por lo demás desconocía totalmente. Según el habitual prejuicio moderno, resultan de ella en cuanto aplicaciones, así como las consecuencias resultan del principio, y a este título, muy lejos de constituir unos elementos de algún modo adventicios y heterogéneos, forman parte de et-taçawwuf es decir, del conjunto de conocimientos iniciáticos.

    De estas ciencias tradicionales, la mayoría están hoy completamente perdidas para los occidentales y no conocen de las demás sino vestigios más o menos informes, a menudo degenerados hasta el punto de haber tomado el carácter de fórmulas empíricas o de simples "artes adivinatorias", evidentemente desprovistas de todo valor doctrinal. Para hacer comprender por un ejemplo cuán lejos está de la realidad esta manera de considerarlas, daremos aquí algunas indicaciones sobre lo que es, en el esoterismo islámico, la quirología (ilm el-kaff), que, por otra parte, no constituye más que una de las numerosas ramas de lo que podemos llamar, por falta de un término mejor, la "fisiognomía", aunque esta palabra no refleje exactamente toda la amplitud del término árabe que designa este conjunto de conocimientos (ilm el-firâsah).

    La quirología, por muy extraño que pueda parecer a los que no tienen ninguna noción de estas cosas, se relaciona directamente, en su forma islámica, con la ciencia de los nombres divinos: la disposición de las líneas principales traza en la mano izquierda el número 81 y en la mano derecha el número 18, o sea en total 99, el número de los nombres atributivos (çifûtiyah). En cuanto al nombre Allâh mismo, está formado por los dedos del modo siguiente: el meñique corresponde a la alif, el anular a la primera lam, el medio y el índice a la segunda lam que es doble y el pulgar a la ha (que, normalmente, debe trazarse en su forma "abierta"); y éste es el motivo principal del uso de la mano como símbolo, tan difundido en todos los países islámicos (refiriéndose un motivo secundario al número 5, de ahí el nombre de khoms dado a veces a esta mano simbólica). Puede comprenderse de este modo el significado de esta frase de Sifr Seyidna Ayûb (Libro de Job, XXXVII, 7): "Ha puesto un sello (khâtim) en la mano de todo hombre, a fin de que todos puedan conocer Su obra"; y añadiremos que esto no carece de relación con el papel esencial de la mano en los ritos de bendición y consagración.

    Por otro lado, se conoce generalmente la correspondencia de las diversas partes de la mano con los planetas (kawâkih) que la misma quiromancia occidental ha conservado, pero de tal modo que ya casi no puede ver nada más que una especie de designaciones convencionales, mientras que, en realidad, esta correspondencia establece un vínculo efectivo entre la quirología y la astrología. Además, uno de los principales profetas, que es su "Polo" (El-Qutb), dirige cada uno de los siete cielos planetarios; y las cualidades y las ciencias que se atribuyen más especialmente a cada uno de estos profetas están en relación con la influencia astral correspondiente. La lista de los siete Aqtâb celestes es la siguiente:

     

    Cielo de la Luna (El-Qamar): Seyidna Adam.

    Cielo de Mercurio (El- Utârid): Seyidna Aïssa.

    Cielo de Venus (Ez-Zohrah): Seyidna Yûsif.

    Cielo del Sol (Es-Shams): Seyidna Idris.

    Cielo de Marte (El-Mirrûkh): Seyidna Dâwud.

    Cielo de Júpiter (El-Barjîs): Seyidna Mûsa.

    Cielo de Saturno (El-Kaywân): Seyidna Ibrahîm.

     

    El cultivo de la tierra está relacionado con Seyidna Adam (Cf. Génesis, II, 15: "Dios cogió al hombre y le colocó en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo guardara; con Seyidna Aîssa, los conocimientos de orden puramente espiritual; con Seyidna Yûsíf, la belleza y las artes; con Seyidna Idris, las ciencias "intermedias", es decir, las del orden cosmológico y psíquico; con Seyidna Dâwud, el gobierno; con Seyidna Mûsa, al que está inseparablemente asociado su hermano Seyidna Harûn, las cosas de la religión desde el doble aspecto de la legislación y el culto, con Seyidna Ibrahîm, la fe (por la cual esta correspondencia con el séptimo cielo debe relacionarse con lo que recordábamos recientemente a propósito de Dante, en cuanto a su situación en el más alto de los siete escalones de la escala iniciática).

    Además, alrededor de estos profetas principales se reparten en los siete cielos planetarios, los demás profetas conocidos (es decir, los que son llamados por su nombre en el Qorân, 25 en total) y desconocidos (es decir, todos los demás, siendo 124.000 el número de los profetas según la tradición).

    Los 99 nombres que expresan los atributos divinos están igualmente repartidos según este septenario: 15 para el cielo del Sol, en razón de su posición central y 14 para cada uno de los otros seis cielos (15 + 6 x 14 = 99). El examen de los signos que se encuentran en la parte de la mano que corresponde a cada uno de los planetas indica en qué proporción (s/14 ó s/15) la persona posee las cualidades que se relacionan con ellos; esta proporción corresponde ella misma a un mismo número de nombres divinos entre los que pertenecen al cielo planetario considerado; y estos nombres pueden ser determinados luego, por medio de un cálculo muy largo y muy complicado.

    Añadamos que en la región de la muñeca, más allá de la mano propiamente dicha, se localiza la correspondencia de los dos cielos superiores, cielo de las estrellas fijas y cielo empíreo que, con los siete cielos planetarios completan el número 9. Además, en las diferentes partes de la mano se sitúan los doce signos zodiacales (burûj), en relación con los planetas de los que son los domicilios respectivos (uno para el Sol y la Luna, dos para cada uno de los otros cinco planetas), y también las dieciséis figuras de la geomancia (ilm er-raml) pues todas las ciencias tradicionales están estrechamente ligadas entre ellas.

    El examen de la mano izquierda denota la "naturaleza" (et-tabiyah) de la persona, es decir, el conjunto de las tendencias, disposiciones o aptitudes que constituyen de algún modo sus caracteres innatos. El de la mano derecha da a conocer los caracteres adquiridos (el-istiksâb); estos se modifican, por lo demás, continuamente, de modo que, para un estudio continuo, este examen debe repetirse cada cuatro meses. Este período de cuatro meses constituye, en efecto, un ciclo completo en el sentido de que produce el retorno a un signo zodiacal que corresponde al mismo elemento que el del punto de partida; se sabe que esta correspondencia con los elementos se hace en el siguiente orden de sucesión: fuego (nâr), tierra (turâh), aire (hawâ) y agua (mâ). Luego es un error pensar, como han hecho algunos, que el período en cuestión solo debería ser de tres meses pues el período de tres meses corresponde sólo a una estación, es decir, a una parte del ciclo anual y no en sí mismo a un ciclo completo.

    Estas pocas indicaciones, por muy escuetas que sean, mostrarán cómo una ciencia tradicional regularmente constituida se liga a los principios de orden doctrinal y depende de ellos por entero; y harán comprender a la vez lo que ya hemos dicho a menudo, acerca de que tal ciencia está vinculada estrictamente a una forma tradicional definida, de tal modo que sería completamente inservible fuera de la civilización para la que ha sido constituida según esta forma. Aquí, por ejemplo, las consideraciones que se refieren a los nombres divinos y a los profetas y que son precisamente aquellas sobre las que se basa todo el resto, serían inaplicables fuera del mundo islámico, del mismo modo que, para coger otro ejemplo, el calculo onomántico, empleado ya sea aisladamente ya sea como elemento de elaboración del horóscopo en ciertos métodos astrológicos, no podría ser válido más que para los nombres árabes cuyas letras poseen valores numéricos determina dos. Hay siempre, en este orden de las aplicaciones contingentes, una cuestión de adaptación que hace imposible la transferencia de estas ciencias tal cual de una forma tradicional a otra; y ahí está también, sin duda, uno de los principales motivos de la dificultad que tienen en comprenderlas aquellos que, como los occidentales modernos, no tienen su equivalente en su propia civilización. (1)

     

    Misr, 18 dhûl-qadah 1350 H (Mûlid Seyid Ali El-Bayûmi).

    NOTAS:

    *Le Voile d'Isis, mayo 1932, p 289-295.


    (1). Los datos que han servido de base a estas notas están sacados de los tratados inéditos del Shaij Seyid Ali Nûreddin El-Bayâmi, fundador de la tarîqah que lleva su nombre (bayûmiyah); estos manuscritos están actualmente todavía en posesión de sus descendientes directos.

    Capítulo VIII: INFLUENCIA DE LA CIVILIZACIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE*

     

    La mayoría de los europeos no han valorado exactamente la importancia de la aportación que han recibido de la civilización islámica ni han comprendido la naturaleza de lo que han tomado de esta civilización en el pasado, y algunos llegan hasta a desconocer totalmente todo lo que con ello se relaciona. Eso viene de que la historia tal como se les enseña tergiversa los hechos y parece haber sido alterada voluntariamente sobre muchos puntos. Esta enseñanza hace alarde en exceso de la poca consideración que le inspira la civilización islámica y suele rebajar su mérito cada vez que se presenta la oportunidad. Es importante observar que la enseñanza histórica en las Universidades de Europa no da a conocer la influencia de que se trata. Por el contrario, las verdades que deberían decirse a este respecto, ya se trate de enseñar o de escribir, son sistemáticamente dejadas de lado sobre todo en cuanto a los acontecimientos más importantes.

    Por ejemplo, si generalmente se sabe que España permaneció bajo la ley islámica durante varios siglos, nunca se dice que ocurrió lo mismo con otros países como Sicilia o la parte meridional de la Francia actual. Algunos quieren atribuir este silencio de los historiadores a algún prejuicio religioso. Pero, ¿qué hay que decir de los historiadores actuales, la mayoría de los cuales no tienen religión, cuando vienen a confirmar lo que sus predecesores han dicho de contrario a la verdad?

    Hay que ver aquí, pues, una consecuencia del orgullo y la presunción de los occidentales, defectos que les impiden reconocer la verdad y la importancia de sus deudas para con Oriente.

    Lo más extraño en este caso es ver a los europeos considerarse como los herederos directos de la civilización helénica mientras que la verdad de los hechos invalida esta pretensión. La realidad sacada de la historia misma hace constar perentoriamente que la ciencia y la filosofía griegas fueron transmitidas a los europeos por intermediarios musulmanes. En otros términos, el patrimonio intelectual de los Helenos no llegó a Occidente más que después de haber sido estudiado seriamente por el Próximo Oriente y, si no fuera por los sabios del Islam y sus filósofos, los europeos hubieran permanecido en la ignorancia total de estos conocimientos durante mucho tiempo, suponiendo que hubieran llegado a conocerlos alguna vez.

    Es conveniente señalar que hablamos aquí de la influencia de la civilización islámica y no especialmente árabe como se dice a veces sin motivo. Pues la mayoría de los que ejercieron esta influencia en Occidente no eran de raza árabe y si su lengua era el árabe, era solamente una consecuencia de su adopción de la religión islámica.

    Ya que estamos llevado a hablar de la lengua árabe, podemos ver una prueba segura de la extensión de esta misma influencia en Occidente, en la existencia de términos de origen y de raíz árabes mucho más numerosos de lo que generalmente se cree, incorporados a casi todas las lenguas europeas y cuyo empleo se ha proseguido hasta nosotros, aunque muchos de los europeos que los utilizan ignoren totalmente su verdadero origen. Como las palabras solamente son el vehículo de las ideas y el medio de exteriorización del pensamiento, se concibe que sea sumamente fácil deducir de estos hechos la transmisión de las ideas y de las concepciones islámicas mismas.

    De hecho, la influencia de la civilización islámica se extendió en muy amplia medida y de un modo sensible a todos los dominios: ciencias, artes, filosofía, etc. España era entonces un centro muy importante a este respecto y era el principal foco de difusión de esta civilización. Nuestra intención no es tratar en detalle cada uno de estos aspectos ni definir el área de la civilización islámica, sino sólo indicar ciertos hechos que consideramos como particularmente importantes, aunque sean pocos los que en nuestra época reconozcan esta importancia.

    En lo que se refiere a las ciencias, podemos hacer una distinción entre las ciencias naturales y las ciencias matemáticas. En cuanto a las primeras, sabemos con certeza que algunas de ellas fueron transmitidas por la civilización islámica a Europa, que las adoptó completamente. La química, por ejemplo, ha conservado siempre su nombre árabe, nombre cuyo origen remonta, por otra parte, al antiguo Egipto, y eso aunque el sentido primero y profundo de esta ciencia se haya vuelto completamente desconocido para los modernos y como perdido para ellos.

    Para tomar otro ejemplo, el de la astronomía, las palabras técnicas empleadas en ella en todas las lenguas europeas son todavía en su mayoría de origen árabe, y los nombres de muchos de los cuerpos celestes no han dejado de ser los nombres árabes empleados tal cual por los astrónomos de todos los países. Eso se debe al hecho de que los trabajos de los astrónomos griegos de la Antigüedad, como Ptolomeo de Alejandría, se habían conocido por traducciones árabes al mismo tiempo que los de sus continuadores musulmanes. Por lo demás, sería fácil demostrar, en general, que la mayor parte de los conocimientos geográficos referentes a las regiones más alejadas de Asia o Africa fueron adquiridos durante mucho tiempo por exploradores árabes que visitaron regiones muy numerosas y podrían citarse muchos otros ejemplos de este tipo.

    Por lo que se refiere a los inventos, que no son más que aplicaciones de las ciencias naturales, siguieron igualmente la misma vía de transmisión, es decir, la mediación musulmana, y la historia del "reloj de agua" ofrecido por el Califa Haroun-al-Rachid al emperador Carlomagno, no ha desaparecido aún del recuerdo.

    En lo que concierne a las ciencias matemáticas, conviene concederles una atención especial desde este punto de vista. En este amplio dominio, no es sólo la ciencia griega la que fue transmitida al Occidente por mediación de la civilización islámica, sino también la ciencia hindú. Los Griegos habían desarrollado también la geometría, e incluso la ciencia de los números, para ellos, estaba ligada siempre a la consideración de figuras geométricas correspondientes. Este predominio dado a la geometría aparece claramente, por ejemplo, en Platón. Sin embargo, esta otra parte de las matemáticas que pertenece a la ciencia de los números, que no se conoce como las demás con una denominación griega en las lenguas europeas por la razón de que los griegos la ignoraron. Esta ciencia es el álgebra, que tuvo su origen primero en la India y cuya denominación árabe muestra bastante como fue transmitida a Occidente.

    Otro hecho que es útil señalar aquí, a pesar de su menor importancia, viene también a corroborar lo que hemos dicho: es el que las cifras empleadas por los europeos se conocen por todas partes como cifras árabes, aunque su origen primero sea en realidad hindú, pues los signos de numeración empleados originariamente por los Arabes no eran más que las letras mismas del alfabeto.

     

    Si abandonamos ahora el examen de las ciencias por el de las artes, observamos que, en lo que concierne a la literatura y la poesía, muchas ideas procedentes de los escritores y poetas musulmanes fueron utilizadas en la literatura europea y que incluso algunos escritores occidentales llegaron a la imitación pura y simple de sus obras. Asimismo, se pueden notar huellas de la influencia islámica en arquitectura y eso de un modo muy particular en la Edad Media; así, el crucero ojival cuyo carácter se afirmó hasta el punto de dar su nombre a un estilo arquitectónico, tiene incontestablemente su origen en la arquitectura islámica, aunque se hayan inventado numerosas teorías caprichosas para disimular esta verdad. Estas teorías son contrariadas por la existencia de una tradición entre los propios constructores que afirmaba constantemente la transmisión de sus conocimientos desde el Próximo Oriente.

    Estos conocimientos revestían un carácter secreto y daban a su arte un sentido simbólico; tenían relaciones muy estrechas con la ciencia de los números y su origen primero siempre ha sido atribuido a los que construyeron el Templo de Salomón.

    Fuere cual fuere el origen lejano de esta ciencia no es posible que haya sido transmitida a la Europa de la Edad Media por otro intermediario que no fuese el mundo musulmán. Es conveniente decir a este respecto que estos constructores constituidos en gremios, que poseían ritos especiales, se consideraban y se designaban como extranjeros en Occidente, aunque fuera en su país natal, y que esta denominación ha subsistido hasta nuestros días aunque estas cosas se hayan vuelto obscuras y ya no las conozca más que un ínfimo número de gente.

     

    En esta rápida exposición, hay que hacer mención especialmente a otro dominio, el de la filosofía, en la que la influencia islámica alcanzó en la Edad Media una importancia tan considerable que ninguno de los más enconados adversarios de Oriente podría desconocer su fuerza. Verdaderamente, se puede decir que Europa, en aquel momento, no disponía de ningún otro medio para llegar al conocimiento de la filosofía griega: Las traducciones latinas de Platón y Aristóteles que se utilizaban entonces, no se habían hecho directamente de los originales griegos sino sobre traducciones árabes anteriores en las que estaban incluidos los comentarios de los filósofos musulmanes contemporáneos como Averroes, Avicena, etc.

    La filosofía de entonces, conocida con el nombre de escolástica, se distingue generalmente en musulmana, judía y cristiana. Pero la musulmana es la fuente de las otras dos y más particularmente de la filosofía judía que floreció en España y cuyo vehículo era la lengua árabe, como se puede comprobar por obras tan importantes como las de Moussa-ibn-Maimoun que ha inspirado la filosofía judía de algunos siglos posteriores hasta la de Spinoza, donde algunas de sus ideas son todavía muy reconocibles.

    Pero no es necesario continuar la enumeración de hechos que conocen todos los que tienen alguna noción de la historia del pensamiento. Es preferible estudiar, para terminar, otros hechos de un orden completamente diferente, totalmente ignorados por la mayoría de los modernos que, en particular en Europa, no tienen ni siquiera la más ligera idea, cuando desde nuestro punto de vista, estas cosas presentan un interés mucho más considerable que todos los conocimientos exteriores de la ciencia y la filosofía. Hablamos del esoterismo, con todo lo relacionado con él y que de él resulta en materia de conocimiento derivado, constituyendo ciencias totalmente diferentes de las conocidas por los modernos.

    En realidad, Europa no tiene hoy en día nada que pueda recordar estas ciencias, lo que es más, Occidente lo ignora todo acerca de los conocimientos verdaderos como el esoterismo y sus análogos, mientras que en la Edad Media era completamente distinto; y en este dominio también, la influencia islámica en esta época aparece del modo más luminoso y más evidente. Por otra parte, es muy fácil notar las huellas en obras de sentidos múltiples y cuyo fin real era completamente distinto al literario.

     

    Algunos europeos han comenzado a descubrir ellos mismos algo así, especialmente por el estudio que han hecho de los poemas de Dante, pero sin llegar, no obstante, a la comprensión perfecta de su verdadera naturaleza. Hace algunos años, un orientalista español, Don Miguel Asín Palacios, escribió una obra sobre las influencias musulmanas en la obra de Dante y demostró que muchos símbolos y expresiones empleadas por el poeta habían sido empleadas antes de él por esoteristas musulmanes y, en particular, por Sidi Mohyddîn-Ibn-Arabî. Desgraciadamente, las observaciones de este erudito no han hecho ver la importancia de los símbolos empleados. Un escritor italiano muerto recientemente, Luigi Valli, estudió un poco más profundamente la obra de Dante y concluyó que él no fue el único en emplear los procedimientos simbólicos utilizados en la poesía esotérica persa y árabe; en el país de Dante y entre sus contemporáneos, todos estos poetas eran miembros de una organización de carácter secreto llamada "Fieles de Amor", de la que el propio Dante era uno de los jefes. Pero cuando Luigi Valli trató de penetrar el sentido de su "lenguaje secreto" le fue imposible a él también reconocer el verdadero carácter de esta organización o de las demás de la misma naturaleza constituidas en Europa en la Edad Media. (1) La verdad es que ciertas personalidades desconocidas se encontraban detrás de estas asociaciones y las inspiraban; eran conocidas con diferentes nombres, el más importante de los cuales era el de "Hermanos de la Rosa Cruz". Por otra parte, éstos no tenían reglas escritas y no constituían una sociedad y tampoco tenían reuniones determinadas y todo lo que se puede decir es que habían alcanzado cierto estado espiritual que nos autoriza a llamarles "sufíes" europeos o al menos mutaçawwufîn que habían llegado a un alto grado en esta jerarquía. Se dice también que estos "Hermanos de la Rosa Cruz" que utilizaban como "cobertura" estos gremios de constructores de los que hemos hablado, enseñaban la alquimia y otras ciencias idénticas a las que estaban entonces en pleno florecimiento en el mundo del Islam. A decir verdad, formaban un eslabón de la cadena que unía Oriente con Occidente y establecían un contacto permanente con los sufíes musulmanes, contacto simbolizado por los viajes atribuidos a su fundador legendario.

    Pero todos estos hechos no han llegado al conocimiento de la historia ordinaria, que no profundiza en sus investigaciones más allá de la apariencia de los hechos, mientras que es ahí, puede decirse, donde se encuentra la verdadera clave que permitiría la solución de tantos enigmas que, de lo contrario, seguirían siendo siempre obscuros e indescifrables.

     

     

    NOTAS:

     

    *Etudes traditionnelles, XII-1950, p. 337-344. Artículo traducido del árabe, aparecido en la revista El Maarifah-

     

    (1). René Guénon. L'Esotérisme de Dante, Edtions Traditionnelles, París, 1950 (3ª edición), in-8º de 80 páginas. Edición en castellano. El Esoterismo de Dante. Dédalo. Buenos Aires, 1975 (agotado a fecha de 2001).

     

    Capítulo IX: CREACIÓN Y MANIFESTACIÓN*


    Hemos señalado en distintas ocasiones que la idea de "creación", si quiere entenderse en su sentido propio y exacto y sin darle una extensión más o menos abusiva, no existe en realidad más que en unas tradiciones que pertenecen a una línea única, la que está constituida por el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo; siendo esta línea la de las formas tradicionales que pueden llamarse específicamente religiosas, se debe deducir de ahí que existe un vínculo directo entre esta idea y el propio punto de vista religioso. En cualquier otra parte, la palabra "creación", si se quiere emplear en ciertos casos, sólo podrá traducir de un modo muy inexacto una idea diferente, para la que sería muy preferible encontrar otra expresión; por lo demás, este empleo no es, las más de las veces, de hecho, más que el resultado de una de estas confusiones o de estas falsas asimilaciones como se producen tantas en Occidente en todo lo que concierne a las doctrinas orientales. Sin embargo, no basta con evitar esta confusión y hay que abstenerse también con muchísimo cuidado de otro error contrario, el que consiste en querer ver una contradicción o una oposición cualquiera entre la idea de creación y esta otra idea a la que acabamos de aludir y para la cual el término más acertado que tenemos a nuestra disposición es el de "manifestación"; es sobre este último punto sobre el que nos proponemos insistir ahora.

     

    Algunos, en efecto, al reconocer que la idea de creación no se encuentra en las doctrinas orientales (con excepción del Islamismo que, por supuesto, no puede ser acusado a este respecto) pretenden, enseguida y sin tratar de ir más al fondo de las cosas, que la ausencia de esta idea es el signo de algo incompleto o defectuoso, para concluir de ello que las doctrinas de que se trata no podrían considerarse como una expresión adecuada de la verdad. Si así es por el lado religioso, en el que se confirma demasiado a menudo un "exclusivismo" molesto, hay que decir que hay también quienes, por el lado antirreligioso quieren, de la misma comprobación, sacar unas consecuencias completamente contrarias: éstos, atacando la idea de creación como todas las demás ideas de orden religioso, fingen ver en su ausencia misma una especie de superioridad; por lo demás, sólo lo hacen por espíritu de negación y de oposición y no para defender realmente las doctrinas orientales de las que poco se preocupan. Sea como fuere, estas críticas y estos elogios no son mejores ni más aceptables unos que otros ya que provienen, en resumen, de un mismo error, sólo que aprovechado según intenciones contrarias, conforme a las tendencias respectivas de los que lo cometen: la verdad es que ambos carecen de fundamento por completo y que hay en ambos casos una incomprensión aproximadamente igual.

    La razón de este error común no parece, por lo demás, muy difícil de descubrir: aquellos cuyo horizonte intelectual no va más allá de las concepciones filosóficas occidentales se imaginan generalmente que allí donde no se habla de creación y donde es, sin embargo, manifiesto por otro lado que no tienen nada que ver con teorías materialistas, no puede haber más que "panteísmo". Ahora bien, sabemos cuán a menudo, en nuestra época, se emplea esta palabra a diestro y siniestro: representa para algunos un verdadero espantajo hasta el punto de creerse dispensados de examinar seriamente aquello a lo que se han apresurado a aplicarlo (el uso tan corriente de la expresión "caer en el panteísmo" es muy característica a este respecto), mientras que, probablemente a causa de eso mismo más que por cualquier otro motivo, los otros lo reivindican de buen grado y están completamente dispuestos a hacerse con ello como una especie de bandera. Es pues bastante claro que lo que acabamos de decir se liga estrechamente en el pensamiento de unos y otros a la imputación de "panteísmo" dirigida comúnmente a las mismas doctrinas orientales y de la que hemos demostrado bastante a menudo su completa falsedad, hasta incluso la absurdidad (ya que el panteísmo es en realidad una teoría esencialmente antimetafísica), para que sea inútil volver sobre ello de nuevo.

     

    Puesto que hemos sido llevados a hablar del panteísmo, aprovecharemos para hacer enseguida una observación que tiene aquí cierta importancia a propósito de una palabra que se tiene precisamente la costumbre de asociar con las concepciones panteístas: esta palabra es la de "emanación" que algunos, siempre por las mismas razones y a consecuencia de las mismas confusiones, quieren emplear para designar la manifestación cuando no se presenta con el aspecto de creación. Ahora bien, por ello mismo, a menos que no se trate de doctrinas tradicionales y ortodoxas, esta palabra debe ser absolutamente desechada, no sólo a causa de esta asociación lamentable (que ésta esté, por lo demás, más o menos justificada en el fondo actualmente, no nos interesa), sino sobre todo porque, en sí misma y por su significado etimológico, no expresa más que una imposibilidad pura y simple. En efecto, la idea de "emanación" es propiamente la de una "salida"; pero la manifestación no debe considerarse así en modo alguno pues nada puede realmente salir del Principio; si algo saliera de él, el Principio, desde entonces ya no podría ser infinito y se encontraría limitado por el hecho mismo de la manifestación; la verdad es que, fuera del Principio, no hay y no puede haber más que la pura nada. Si incluso se quisiera considerar la "emanación", no en relación con el Principio supremo e infinito, sino solamente en relación con el Ser, principio inmediato de la manifestación, este término daría motivos todavía para una objeción que, por ser distinta a la precedente no sería menos decisiva: si los seres salieran del Ser para manifestarse, no podría decirse que fueran realmente seres y estarían desprovistos de toda existencia pues la existencia, sea bajo el modo que sea, no puede ser más que una participación del Ser; esta consecuencia, además de que es patentemente absurda en sí misma como en el otro caso es contradictoria con la idea misma de la manifestación.


    Hechas estas observaciones, diremos claramente que la idea de manifestación, tal como las doctrinas orientales la consideran de un modo puramente metafísico, no se opone en modo alguno a la idea de creación; solamente se refieren a unos niveles y a unos puntos de vista diferentes de tal modo que basta con saber situar cada una de ellas en su verdadero lugar para darse cuenta de que no hay entre ellas ninguna incompatibilidad. La diferencia, en esto como en muchos otros puntos, no es en resumen más que la misma del punto de vista metafísico y el punto de vista religioso; ahora bien, si es verdad que el primero es de orden más elevado y más profundo que el segundo, no lo es menos el que no podría en modo alguno anular o contradecir a éste, lo que está suficientemente demostrado, por lo demás, por el hecho de que ambos pueden coexistir muy bien en el interior de una misma forma tradicional; tendremos que volver a hablar sobre esto mas adelante. En el fondo, pues, no se trata más que de una diferencia que, por ser de un grado más acentuado en razón de la distinción muy clara de los dos dominios correspondientes, no es más extraordinaria ni más problemática que la de los puntos de vista diversos en los que uno se puede colocar legítimamente en un mismo dominio, según se penetre más o menos profundamente. Pensamos aquí en puntos de vista como, por ejemplo, los de Shankarâchârya y de Râmânuja con respecto al Vêdânta; es verdad que, ahí también, la incomprensión ha querido encontrar contradicciones que son inexistentes en realidad; pero eso mismo no hace más que volver la analogía más exacta y más completa.

     

    Por otro lado, conviene precisar el sentido mismo de la palabra "creación", pues parece dar lugar a veces también a malentendidos: si "crear" es sinónimo de "hacer de nada", según la definición admitida unánimemente pero quizás insuficientemente explícita, sin duda hay que entender con ello, ante todo, de nada que sea exterior al Principio; en otros términos, éste, por ser "creador" se basta a sí mismo y no tiene que recurrir a una especie de "substancia" situada fuera de él y que tiene una existencia más o menos independiente, lo que, a decir verdad, es por lo demás inconcebible. Se ve inmediatamente que la primera razón de ser de tal formulación es afirmar expresamente que el Principio no es un simple "Demiurgo" (y aquí no hay por qué distinguir según se trate del Principio supremo o del Ser, pues eso es verdad igualmente en ambos casos); sin embargo, eso no quiere decir necesariamente que toda concepción "demiúrgica" sea radicalmente falsa; pero, en todo caso, no puede encontrar lugar más que a un nivel mucho más bajo y correspondiendo a un punto de vista mucho más limitado que, al no situarse más que en alguna fase secundaria del proceso cosmogónico, ya no concierne de ningún modo al Principio. Ahora, si uno se limita a hablar de "hacer de nada" sin precisar más, como se hace de ordinario, hay otro peligro que se tiene que evitar: es el considerar esta "nada" como una especie de principio, negativo sin duda, pero del que se sacaría, en efecto, la existencia manifestada; eso sería repetir un error aproximadamente parecido a aquel contra el que hemos querido justamente prevenirnos, atribuyendo a la "nada" misma cierta "sustancialidad"; y, en un sentido, este error sería incluso todavía más grave que el otro pues se añadiría aquí una contradicción formal, la que consiste en dar alguna realidad a la "nada", es decir, en resumen, a la pura nada (1). Si se pretendiera, para escapar a esta contradicción que la "nada" de que se trata no es la pura nada simplemente sino que no es tal más que en relación con el Principio, se cometería aquí todavía un doble error: por una parte, se supondría esta vez algo muy real fuera del Principio y entonces ya no habría ninguna diferencia verdadera con la concepción "demiúrgica" misma; por otra parte, no se reconocería que los seres no son sacados en modo alguno de esta "nada" relativa por la manifestación al no dejar nunca de ser estrictamente nulo el finito para con el Infinito.

     

    En lo que se acaba de decir y también en todo lo demás que podría decirse sobre la idea de la creación, falta, en cuanto a la manera en que se considera la manifestación, algo que, sin embargo es completamente esencial: la noción misma de la posibilidad no aparece aquí; pero, que se observe bien que eso no constituye en modo alguno un prejuicio y esta manera de ver, por ser incompleta, no es menos legítima por ello, pues la verdad es que esta noción de posibilidad no tiene que intervenir más que cuando uno se coloca en el punto de vista metafísico y, ya lo hemos dicho, no es en este punto de vista en el que la manifestación es considerada como creación. Metafísicamente, la manifestación presupone necesariamente ciertas posibilidades capaces de manifestarse; pero si procede así de la posibilidad no puede decirse que venga de "nada", pues es evidente que la posibilidad no es "nada"; y quizá se objete, ¿no es contrario precisamente eso a la idea de creación? La respuesta es muy fácil: todas las posibilidades están comprendidas en la Posibilidad total que no hace más que uno con el Principio mismo; es pues en éste, en definitiva, donde están realmente contenidas en el estado permanente y desde tiempo inmemorial; y, por lo demás, si fuera de otro modo, sería entonces cuando verdaderamente no serían "nada" y ya ni siquiera podría tratarse de posibilidades. Luego si la manifestación procede de estas posibilidades o de algunas de ellas (recordaremos aquí que además de las posibilidades de la manifestación hay que considerar igualmente las posibilidades de no-manifestación, al menos en el Principio supremo, pero tampoco cuando nos limitamos al Ser), no viene de nada que sea exterior al Principio; y ese es justamente el sentido que hemos admitido para la idea de creación correctamente entendida, de modo que, en el fondo, ambos puntos de vista no sólo son conciliables sino que están incluso en perfecta conformidad entre si. Sólo que la diferencia consiste en que el punto de vista con el que se relaciona la idea de creación no considera nada más allá de la manifestación o al menos no considera más que el Principio sin profundizar más porque todavía no es más que un punto de vista relativo mientras que, por el contrario, desde el punto de vista metafísico, es lo que está en el Principio, es decir la posibilidad, lo que en realidad es lo esencial y lo que importa mucho más que la manifestación en sí.

     

    Podría decirse, en resumen, que esas son dos expresiones diferentes de una misma verdad, con la condición de añadir, por supuesto, que estas expresiones corresponden a dos aspectos o a dos puntos de vista que son ellos realmente diferentes; pero entonces uno puede preguntarse si la expresión más completa y más profunda de las dos no sería plenamente suficiente y cuál es la razón de ser de la otra. Es, en primer lugar y de un modo general, la razón de ser misma de todo punto de vista exotérico, en cuanto formulación de las verdades tradicionales limitada a lo que es a la vez indispensable y accesible a todos los hombres sin distinción. Por otro lado, en lo que concierne al caso especial de que se trata, puede haber motivos de "oportunidad", en cierto modo, particulares a ciertas formas tradicionales, en razón de las circunstancias contingentes a las que deben adaptarse y que requieren un ponerse en guardia explícito contra una concepción del origen de la manifestación de modo "demiúrgico", mientras que semejante precaución sería completamente inútil en otra parte. Sin embargo, cuando se observa que la idea de creación es estrictamente solidaria del punto de vista propiamente religioso, uno puede ser llevado a pensar por eso que todavía debe haber algo más; es lo que nos queda por examinar ahora, aún cuando no nos es posible entrar en todos los desarrollos a los que este aspecto de la cuestión podría dar lugar.

    Ya se trate de la manifestación considerada metafísicamente o de la creación, la dependencia completa de los seres manifestados, en todo lo que son realmente, con respecto al Principio, es afirmada tan clara y expresamente en un caso como en el otro; es sólo por el modo más determinado en que esta dependencia es considerada por una y otra parte por lo que aparece una diferencia característica que corresponde muy exactamente a la de los dos puntos de vista. Desde el punto de vista metafísico, esta dependencia es al mismo tiempo una "participación": en relación con lo que tienen de realidad en sí, los seres participan del Principio, ya que toda realidad está en éste; no es, por lo demás, menos verdad que estos seres, en cuanto contingentes y limitados, como la manifestación entera de la que forman parte, son nulos en relación con el Principio, como decíamos más arriba; pero hay en esta participación como un vínculo con éste, luego un vínculo entre lo manifestado y lo no-manifestado, que permite a los seres superar la condición relativa inherente a la manifestación. El punto de vista religioso, por el contrario, insiste más bien en la nulidad propia de los seres manifestados porque por su naturaleza misma no tiene que conducirles más allá de esta condición; e implica la consideración de la dependencia desde un aspecto al que corresponde prácticamente la actitud de el-ubûdiyah, para emplear el término árabe que, sin duda, el sentido ordinario de "servidumbre" no traduce más que de un modo bastante imperfecto en esta acepción específicamente religiosa, pero, sin embargo, lo suficiente para permitir comprender esta más de lo que lo haría la palabra "adoración" (que, por lo demás, responde más bien a otro término de la misma raíz, el-ibâdah); ahora bien, el estado de abd considerado así es propiamente la condición de "criatura" para con el "Creador".

    Ya que acabamos de recurrir a un término del lenguaje de la tradición islámica, añadiremos esto: nadie se atrevería, desde luego, a discutir que el Islamismo, en cuanto a su aspecto religioso o exotérico, sea al menos tan "creacionista" como puede serlo el mismo Cristianismo; sin embargo, eso no impide en modo alguno que en su aspecto esotérico haya un nivel a partir del cual la idea de creación desaparece. Así, hay un aforismo según el cual "el Çufí (se debe tener mucho cuidado en que no se trata aquí del simple mutaçawwuf) no es creado" (Eç-Çûfi lam yuklaq); eso quiere decir que su estado está más allá de la condición de "criatura" y, en efecto, en tanto en cuanto ha realizado la "Identidad Suprema", luego que se identifica actualmente con el Principio o con lo Increado, no puede ser necesariamente él mismo más que increado. Ahí, el punto de vista religioso también es superado necesariamente para dar paso al punto de vista metafísico puro; pero si uno y otro pueden coexistir así en la misma tradición, cada uno en el puesto que le conviene y en el dominio que le pertenece, ello prueba de un modo muy evidente que no se oponen ni se contradicen en modo alguno.


    Sabemos que no puede haber ninguna contradicción real ya sea en el interior de cada tradición ya sea entre ésta y las demás tradiciones, ya que no hay en todo ello más que expresiones diversas de la Verdad una. Si alguien cree ver aquí contradicciones aparentes, ¿no debería simplemente deducir que hay ahí algo que comprende mal o de un modo incompleto, en lugar de pretender imputar a las mismas doctrinas tradicionales defectos que, en realidad, no existen más que por el hecho de su propia insuficiencia intelectual?

     

     

     

    NOTAS:


    * Publicado primeramente en “Etudes Traditionnelles”, X-1937, p. 325-333.


    (1). El autor emplea aquí las palabras rien y néant que en castellano significan "nada". Ahora bien, rien (del latín rem, acusativo de res, cosa) tiene un sentido relativo, mientras que néant (del latín ne y entis, ser) es absoluto: es "absolutamente nada", el "no-ser", la "no-existencia". Hemos traducido rien por "nada" y néant por "pura nada". (N. del T.)


     

    Capítulo X: TAOÍSMO Y CONFUCIANISMO*

     

    Los pueblos antiguos, en su mayoría, casi no se preocuparon de establecer una cronología rigurosa para su historia; incluso algunos no utilizaron más que números simbólicos, al menos para las épocas más remotas, que no se podrían tomar por fechas en el sentido ordinario y literal de esta palabra sin cometer un grave error. Los Chinos constituyen a este respecto una excepción bastante notable: son quizás el único pueblo que se esforzó constantemente, desde el origen mismo de su tradición, en fechar sus anales por medio de observaciones astronómicas precisas que comprendían la descripción del estado del cielo en el momento que se produjeron los acontecimientos cuyo recuerdo se conservó. Se puede pues, en lo que concierne a China y a su antigua historia, ser más preciso que en muchos otros casos; y se sabe así que el origen de la tradición que puede llamarse propiamente china remonta a unos 3700 años antes de la era cristiana. Por una coincidencia bastante curiosa, esta misma época es también el comienzo de la era hebrea; pero para esta última, sería difícil decir con qué acontecimiento se relaciona este punto de partida. Tal origen, por muy alejado que pueda parecer cuando se compara con el de la civilización grecorromana y con las fechas de la Antigüedad llamada "clásica", es sin embargo, a decir verdad, todavía bastante reciente; ¿cuál era, antes de esta época, el estado de la raza amarilla que habitaba entonces probablemente ciertas regiones del Asia central? Es imposible precisarlo por falta de datos suficientemente explícitos; parece que esta raza atravesó un período de oscurecimiento de una duración indeterminada y que fue sacada de este sueño en un momento que también estuvo marcado por cambios importantes para otras partes de la humanidad. Puede ser pues, e incluso es lo único que se afirma bastante claramente, que lo que aparece como un comienzo no fue verdaderamente más que el despertar de una tradición muy anterior que, por lo demás, debió cambiar de forma para adaptarse a condiciones nuevas. Sea como fuere, la historia de China o de lo que hoy se llama así, no comienza propiamente más que con Fo-Hi que es considerado como su primer emperador; y hay que añadir enseguida que este nombre de Fo-Hi al que se liga todo el conjunto de los conocimientos que constituyen la esencia misma de la tradición china, sirve en realidad para designar todo un período que se extiende a lo largo de varios siglos.

     

    Fo-Hi, para fijar los principios de la tradición, utilizó símbolos lineales lo más simples y, al mismo tiempo, lo más sintéticos posibles: la línea continua y la línea discontinua, signos respectivos del yang y del yin, es decir, de los dos principios activo y pasivo que, procediendo de una especie de polarización de la suprema Unidad metafísica, dan origen a toda la manifestación universal. De las combinaciones de estos dos signos, en todas sus disposiciones posibles, se forman los ocho koua o "trigramas" que han sido siempre los símbolos fundamentales de la tradición extremo oriental. Se dice que, "antes de trazar los trigramas, Fo-Hi miró al Cielo, luego bajó los ojos hacia la Tierra, observó sus particularidades y consideró los caracteres del cuerpo humano y de todas las cosas exteriores." (1) Este texto es particularmente interesante por cuanto contiene la expresión formal de la Gran Tríada: el Cielo y la Tierra o los dos principios complementarios de los que se forman todos los seres y el hombre, que, participando de uno y otro por su naturaleza es el término medio de la Tríada, el mediador entre el Cielo y la Tierra. Es conveniente precisar que se trata aquí del "Hombre Verdadero", es decir del que, habiendo llegado al pleno desarrollo de sus facultades superiores, "puede ayudar al Cielo y a la Tierra al mantenimiento y transformación de los seres y, por eso mismo, constituir un tercer poder entre el Cielo y la Tierra" (2). Se dice también que Fo-hi vio salir del río a un dragón que unía en él las fuerzas del Cielo y de la Tierra y que portaba los trigramas inscritos en su espalda, y eso no es más que otra manera de expresar simbólicamente lo mismo.

     

    Toda la tradición estuvo pues, al principio, contenida esencialmente y como en ciernes en los trigramas, símbolos maravillosamente aptos para servir de soporte a posibilidades indefinidas: no faltaba más que sacar de ahí todos los desarrollos necesarios ya fuese en el dominio del puro conocimiento metafísico ya fuese en el de sus aplicaciones diversas en el orden cósmico y en el orden humano. Para eso Fo-hi escribió tres libros, entre los cuales sólo el último, llamado Yi-King o "Libro de las Mutaciones", ha llegado hasta nosotros; y el texto de este libro es todavía tan sintético que puede entenderse en sentidos múltiples, por lo demás perfectamente concordantes entre sí, según se atenga uno estrictamente a los principios o quiera aplicarlos a tal o cual orden determinado. Así, además del sentido metafísico, hay una multitud de aplicaciones contingentes de importancia desigual que constituyen sendas ciencias tradicionales: aplicaciones lógica, matemática, astronómica, fisiológica, social y así sucesivamente; hay incluso una aplicación adivinatoria que, además, está considerada como una de las inferiores y cuya práctica está abandonada a los juglares errantes. Además, éste es un carácter común a las doctrinas tradicionales: el contener en sí mismas desde el origen, las posibilidades de todos los desarrollos concebibles, incluso los de una indefinida variedad de ciencias de las que el Occidente moderno no tiene la menor idea, y de todas las adaptaciones que podrán ser necesarias por las circunstancias ulteriores. No hay por qué extrañarse de que las enseñanzas encerradas en el Yi-King y que el propio Fo-hi declaraba haber sacado de un pasado muy lejano y muy difícil de determinar, se hayan convertido a su vez en la base común de dos doctrinas en las que la Tradición China ha continuado hasta nuestros días y que, sin embargo, en razón de los dominios totalmente diferentes a los que corresponden pueden parecer a primera vista no tener ningún punto de contacto: el Taoísmo y el Confucianismo.

    ¿Cuáles son las circunstancias que al cabo de unos tres mil años hicieron necesaria una readaptación de la doctrina tradicional, es decir, un cambio que se apoyaba no en el fondo que permanece siempre rigurosamente idéntico a sí mismo sino en las formas en las que esta doctrina se incorporó de algún modo? Ese es todavía un punto que sin duda sería difícil de dilucidar completamente pues estas cosas, en China como también en otras partes, son de las que casi no dejan huellas en la historia escrita, en la que los resultados exteriores son mucho más aparentes que las causas profundas. En todo caso, lo que parece cierto es que la doctrina tal y como había sido formulada en la época de Fo-hi, había dejado de comprenderse generalmente en todo lo que tiene de más esencial; y, sin duda, las aplicaciones que se habían hecho antaño, principalmente desde el punto de vista social, ya no correspondían tampoco a las condiciones de existencia de la raza que había debido modificarse muy notablemente durante el intervalo.

    Era por entonces el siglo VI antes de la era cristiana; y hay que observar que en este siglo se produjeron cambios considerables en casi todos los pueblos, de modo que lo que ocurrió entonces en China parece que deba relacionarse con una causa, quizá difícil de definir, cuya acción afectó a toda la humanidad terrestre. Lo que es singular es que el siglo VI puede considerarse, de un modo muy general, como el principio de un período propiamente "histórico": cuando queremos remontarnos más, es imposible establecer una cronología ni siquiera aproximada, salvo en algunos casos excepcionales como lo es precisamente el de China; a partir de esta época, por el contrario, las fechas de los acontecimientos son conocidas en todas partes con una exactitud bastante grande; sin duda hay aquí un hecho que merecería alguna reflexión. Los cambios que se produjeron entonces presentaron, por lo demás, caracteres diferentes según los países: en la India, se vio nacer el Budismo, es decir, una rebelión contra el espíritu tradicional que llegaba a la negación de toda autoridad, a una verdadera anarquía en el orden intelectual y en el orden social; en China, por el contrario, fue estrictamente en la línea de la tradición en la que se constituyeron simultáneamente las dos formas doctrinales nuevas a las que se da los nombres de Taoísmo y Confucianismo.

    Los fundadores de estas doctrinas, Lao-Tsé y Kong-Tsé al que los Occidentales llamaron Confucio, fueron pues contemporáneos y la historia nos dice que se encontraron un día. "¿has descubierto el Tao?", preguntó Lao-Tsé. "Lo he buscado veintisiete años, respondió Kong-Tsé, y no lo he encontrado". Sobre esto, Lao-Tsé se limitó a dar a su interlocutor estos pocos consejos: "El sabio ama la oscuridad; no se entrega al primero que llega, estudia el tiempo y las circunstancias. Si el momento es propicio, habla; si no, se calla. El que posee un tesoro no lo enseña a todo el mundo; así, el que es verdaderamente sabio no revela la sabiduría a todo el mundo. He aquí cuanto tengo que decirte: aprovéchalo." Kong-Tsé, volviendo de esta entrevista, decía: "He visto a Lao-Tsé; se parece al dragón. En cuanto al dragón, ignoro como puede ser llevado por los vientos y las nubes y elevarse hasta el cielo".

    Esta anécdota, relatada por el historiador Sse-Ma-Tsien, define perfectamente las posiciones respectivas de ambas doctrinas, deberíamos decir más bien de ambas ramas de doctrina, en las que iba a encontrarse dividida en lo sucesivo la tradición extremo-oriental: una, que implica esencialmente la metafísica pura a la que se agregan todas las ciencias tradicionales que tienen un alcance propiamente especulativo o, mejor dicho, "cognoscitivo"; la otra, confinada al dominio práctico y manteniéndose exclusivamente en el terreno de las aplicaciones sociales. El propio Kong-Tsé reconocía que no había "nacido al Conocimiento", es decir, que no había alcanzado el conocimiento por excelencia que es el del orden metafísico y suprarracional; conocía los símbolos tradicionales pero no había penetrado su sentido más profundo. Por eso su obra debía limitarse a un dominio especial y contingente, que era sólo de su competencia; pero al menos, se guardaba mucho de negar lo que le superaba. En eso, sus discípulos -más o menos alejados- no siempre le imitaron y algunos, por un defecto que está muy difundido entre los "especialistas" de todo tipo, manifestaron a veces un estrecho exclusivismo que les atrajo, por parte de los grandes comentaristas taoístas del siglo IV antes de la era cristiana, Lie-Tsé y sobre todo Tchoang-Tsú, algunas réplicas de una ironía mordaz. Las discusiones y disputas que se produjeron así en ciertas épocas no deben, sin embargo, hacer considerar al Taoísmo y al Confucianismo como dos escuelas rivales, lo que no fueron nunca y que no pueden ser ya que cada una tiene su dominio propio y netamente distinto. No hay pues, en su coexistencia, más que algo perfectamente normal y regular y, en ciertos aspectos, su distinción corresponde bastante exactamente a lo que es, en otras civilizaciones, la de la autoridad espiritual y el poder temporal.

     

    Ya hemos dicho, por otra parte, que ambas doctrinas tienen una raíz común, que es la tradición anterior; Kong- Tsé, como tampoco Lao-Tsé, no tuvo nunca la intención de exponer concepciones que no fueran más que las suyas propias y que, por eso mismo, se habrían encontrado desprovistas de toda autoridad y de todo alcance real. "Soy, decía Kong-Tsé, un hombre que ha amado a los antiguos y que ha hecho todos sus esfuerzos para adquirir sus conocimientos (3)", y esta actitud que es lo contrario al individualismo de los Occidentales modernos y de sus pretensiones de "originalidad" a toda costa, es la única compatible con la constitución de una civilización tradicional. La palabra "readaptación" que empleábamos anteriormente es, pues, verdaderamente la que aquí conviene y las instituciones sociales que resultaron de ella están dotadas de una notable estabilidad ya que se conservan desde hace veinticinco siglos y han sobrevivido a todos los períodos de desórdenes que ha atravesado China hasta hoy. No queremos extendernos aquí sobre estas instituciones, que además son bastante conocidas a grandes rasgos; solamente recordaremos que su característica esencial es la de tomar por base la familia y la de extenderse de ahí a la raza que es el conjunto de familias ligadas a un mismo tronco original; uno de los caracteres propios de la civilización china es, en efecto, el basarse en la idea de la raza y de la solidaridad que une a sus miembros entre sí, mientras que las demás civilizaciones, que comprenden generalmente hombres pertenecientes a razas diversas o mal determinadas, se apoyan en unos principios de unidad completamente diferentes de éste.


    De ordinario, en Occidente, cuando se habla de China y sus doctrinas se piensa más o menos exclusivamente en el Confucianismo lo que, por otra parte, no quiere decir que se interprete siempre de un modo correcto; a veces se pretende hacer de él una especie de "positivismo" oriental mientras que es completamente distinto en realidad; en primer lugar, en razón de su carácter tradicional y también porque es, como hemos dicho, una aplicación de principios superiores mientras que, por el contrario, el positivismo implica la negación de tales principios. En cuanto al Taoísmo, es generalmente silenciado y muchos parecen ignorar hasta su existencia o al menos parecen creer que desapareció hace mucho tiempo y que ya sólo presenta un interés simplemente histórico o arqueológico; más adelante veremos las razones de esta equivocación.

     

    Lao-Tsé no escribió más que un solo tratado sumamente conciso, por lo demás, el Tao-Te-King o "Libro de la Vía y de la Rectitud"; todos los demás textos taoístas son o comentarios de este libro fundamental o redacciones más o menos tardías de ciertas enseñanzas complementarias que primero habían sido puramente orales. El Tao, que se traduce literalmente por "Vía" y que dio su nombre a la doctrina misma, es el Principio supremo, considerado estrictamente desde el punto de vista metafísico: es a la vez el origen y el fin de todos los seres, como lo indica muy claramente el carácter ideográfico que lo representa. El Te, que preferimos traducir por "Rectitud" más que por "Virtud", como se hace a veces, y eso a fin de que no parezca que se le da una acepción "moral" que no está en el espíritu del Taoísmo en modo alguno, el Te, decíamos, es lo que podríamos llamar una "especificación" del Tao en relación con un ser determinado, como el ser humano por ejemplo: es la dirección que éste ser debe seguir para que su existencia, en el estado en el que se encuentra ahora, sea conforme a la Vía o, en otros términos, en conformidad con el Principio. Lao-Tsé se sitúa pues, primeramente, en el orden universal y luego desciende a una aplicación; pero esta aplicación, aunque teniendo como objeto propiamente el caso del hombre, no está hecha en modo alguno desde un punto de vista social o moral; lo que se considera aquí, es siempre y exclusivamente la relación con el Principio supremo y así, en realidad, no salimos del dominio metafísico.

    Asimismo, no es a la acción exterior a la que el Taoísmo concede importancia; la considera, en resumidas cuentas, como indiferente en sí misma y enseña expresamente la doctrina del "no-actuar", cuya verdadera significación los Occidentales, en general, tienen dificultad en comprender, aunque puedan ser ayudados en ello por la teoría aristotélica del "motor inmóvil" cuyo sentido es el mismo en el fondo pero cuyas consecuencias no parecen haberse esforzado nunca en desarrollar. El "no-actuar" no es la inercia, es, por el contrario, la plenitud de la actividad pero es una actividad transcendente y completamente interior, no-manifestada, en unión con el Principio, luego más allá de todas las distinciones y de todas las apariencias que el vulgo toma sin razón por la realidad misma mientras que son sólo un reflejo más o menos lejano de ésta. Por otro lado, hay que observar que el mismo Confucianismo cuyo punto de vista es, sin embargo, el de la acción, no habla menos del "invariable medio", es decir, del estado de equilibrio perfecto apartado de las incesantes vicisitudes del mundo exterior; pero, para él, quizás no haya aquí más que la expresión de un ideal puramente teórico y no puede captar a lo sumo, en su dominio contingente, más que una simple imagen de algo completamente distinto, de una realización plenamente efectiva de este estado transcendente. Colocado en el centro de la rueda cósmica, el sabio perfecto la mueve de un modo invisible, por su simple presencia, sin participar en su movimiento y sin tener que preocuparse de ejercer ninguna acción; su desapego absoluto le hace dueño de todas las cosas porque ya nada puede afectarlo. "ha alcanzado la impasibilidad perfecta; al serle la vida y la muerte indiferentes por igual, el hundimiento del universo no le causaría ninguna emoción. De tanto escrutar ha llegado a la verdad inmutable, el conocimiento del Principio universal único. Deja evolucionar a los seres según sus destinos y él se mantiene en el centro inmóvil de todos los destinos. El signo exterior de este estado interior es la imperturbabilidad; no la del valiente que arremete solo, por amor a la gloria, contra un ejército formado en orden de batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo, a la tierra y a todos los seres, vive en un cuerpo del que no depende, no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proporcionan y lo conoce todo por conocimiento global en su unidad inmóvil. Este espíritu, absolutamente independiente, es señor de los hombres; si deseara convocarlos a todos juntos, acudirían todos el día fijado; pero no quiere hacerse servir (4)". "Si un sabio verdadero debiera, muy a su pesar, ocuparse del Imperio, manteniéndose en el "no-actuar", emplearía los ratos libres de su no intervención para dar rienda suelta a sus propensiones naturales. El Imperio sacaría provecho por haber sido puesto en manos de este hombre. Sin poner en funcionamiento sus órganos, sin usar sus sentidos corporales, sentado inmóvil, lo vería todo con su ojo transcendente; absorto en la contemplación, lo conmovería todo como hace el trueno; el cielo físico se adaptaría dócilmente a los movimientos de su Espíritu. Todos los seres seguirían el impulso de su no-intervención, como el polvo sigue al viento. ¿Por qué se empeñaría este hombre en manejar el Imperio, mientras que basta el dejar ir (5)?".

    Hemos insistido especialmente sobre esta doctrina del "no-actuar"; además de que es, en efecto, uno de los aspectos más importantes y más característicos del Taoísmo, hay en ello razones más especiales que la continuación hará entender mejor. Pero se plantea una cuestión: ¿cómo se puede llegar al estado que se ha descrito como el del sabio perfecto? Aquí, como en todas las doctrinas análogas que se encuentran en otras civilizaciones, la respuesta es muy precisa: se llega a él, por el conocimiento exclusivamente; pero este conocimiento, aquel mismo que Kong-Tsé confesaba no haber obtenido, es de un orden completamente distinto al del conocimiento ordinario o "profano", no tiene ninguna relación con el saber exterior de los "letrados" ni, con mayor motivo, con la ciencia tal como la comprenden los modernos occidentales. No se trata aquí de una incompatibilidad, aunque la ciencia ordinaria, por los límites que establece y por los hábitos mentales que hace adoptar, pueda ser a menudo un obstáculo para la adquisición del verdadero conocimiento; pero cualquiera que lo posea debe forzosamente considerar como despreciables las especulaciones relativas y contingentes en las que se complacen la mayoría de los hombres, los análisis y las investigaciones de detalle en las que se enredan y las múltiples divergencias de opiniones que son su consecuencia inevitable. "Los filósofos se pierden en sus especulaciones, los sofistas en sus distinciones, los investigadores en sus investigaciones. Todos estos hombres están cautivos en los límites del espacio, cegados por los seres particulares (6)". El sabio, por el contrario, ha superado todas las distinciones inherentes a los puntos de vista exteriores; en el punto central en el que se mantiene, ha desaparecido toda oposición y se ha resuelto en un perfecto equilibrio." "En el estado primordial, estas oposiciones no existían. Todas se derivan de la diversificación de los seres y de sus contactos causados por el giro universal. Cesarían si la diversidad y el movimiento cesaran. Dejan de entrada de afectar al ser que ha reducido su yo distinto y su movimiento particular a casi nada. Este ser ya no entra en conflicto con otro ser, porque está establecido en el infinito y eclipsado en lo indefinido. Ha llegado y se mantiene en el punto de partida de las transformaciones, punto neutro en el que no hay conflictos. Por concentración de su naturaleza, por mantenimiento de su espíritu vital, por reunión de todas sus capacidades, se ha unido al principio de todas sus generaciones. Al ser completa su naturaleza, al estar intacto su espíritu vital, ningún ser podría hacer mella en él (7)".

    Por todo ello, y no por una especie de escepticismo que excluye evidentemente el grado de conocimiento al que ha llegado, el sabio se mantiene fuera de todas las discusiones que agitan al común de los hombres; en efecto, para él, todas las opiniones contrarias no tienen igualmente ningún valor porque, por el mismo hecho de su oposición, son todas relativas por igual. "Su punto de vista es un punto de vista donde esto y aquello, sí o no, parecen todavía no-distinguidos. Ese punto es el eje de la norma es el centro inmóvil de una circunferencia sobre cuyo contorno dan vueltas todas las contingencias, las distinciones y las individualidades; de ahí, no se ve más que un infinito que no es ni eso ni aquello, ni sí ni no. Verlo todo en la unidad primordial todavía no diferenciada o de una distancia tal que todo se refunda en uno: he aquí la verdadera inteligencia... No nos ocupemos en distinguir, sino que veámoslo todo en la unidad de la norma. No discutamos para vencer, sino que empleemos con el prójimo el procedimiento del criador de monos. Este hombre dijo a los monos a los que criaba: "Os daré tres taros por la mañana y cuatro por la noche." Todos los monos estuvieron descontentos. "Entonces, dijo, os daré cuatro taros por la mañana y tres por la noche." Todos los monos estuvieron contentos. Con la ventaja de haberlos contentado, este hombre no les dio, en definitiva, por día, más que los siete taros que les había destinado al principio. Así hace el sabio; dice sí o no, para el bien de la paz y permanece tranquilo en el centro de la rueda universal, indiferente al sentido en el que gira (8)".

    No hay apenas necesidad de decir que el estado del sabio perfecto, con todo lo que implica y sobre lo que no podemos insistir aquí, no puede alcanzarse de repente y que, incluso, grados inferiores a ése y que son como otros tantos estadios preliminares no son accesibles más que a costa de esfuerzos de los que muy pocos hombres son capaces. Los métodos empleados con este fin por el Taoísmo son, por otra parte, particularmente difíciles de seguir y la ayuda que dan es mucho más reducida que la que se puede encontrar en la enseñanza tradicional de otras civilizaciones, de la lndia por ejemplo; de todos modos, son poco más o menos impracticables por hombres que, pertenezcan a razas distintas a la que están adaptadas más particularmente. Por lo demás, incluso en China, el Taoísmo no ha tenido nunca una difusión muy amplia y nunca lo ha pretendido, habiéndose abstenido siempre de cualquier propaganda; esta reserva se le impone por su naturaleza misma; es una doctrina muy cerrada y esencialmente 'iniciatica" que como tal sólo está destinada a una minoría y que no podría proponerse a todos indistintamente pues no todos están capacitados para comprenderla ni sobre todo para "realizarla". Se dice que Lao-Tsé sólo confió su enseñanza a dos discípulos que ellos mismos formaron a otros diez; después de haber escrito el Tao-te-king desapareció en dirección al Oeste; sin duda se retiró en algún refugio casi inaccesible del Tíbet o del Himalaya y, dice el historiador Sse-Ma-Tsien, "no se sabe ni dónde ni cómo acabó sus días."


    La doctrina que es común a todos, la que todos, en la medida de sus medios, deben estudiar y poner en práctica es el Confucianismo que, al abarcar todo lo que concierne las relaciones sociales, es enteramente suficiente para las necesidades de la vida ordinaria. Sin embargo, ya que el Taoísmo representa el conocimiento principial del que deriva todo el resto, el Confucianismo, en realidad, no es de algún modo más que una aplicación en un orden contingente y le está subordinado de derecho por su naturaleza misma; pero eso es algo de lo que la masa no tiene que preocuparse, que incluso puede no sospechar puesto que sólo la aplicación práctica entra en su horizonte intelectual; y, en la masa de la que hablamos, sin duda hay que incluir a la gran mayoría de los propios "eruditos" confucianistas. Esta separación de hecho entre el Taoísmo y el Confucianismo, entre la doctrina interior y la doctrina exterior constituye, aparte de toda cuestión de forma, una de las más notables diferencias que existen entre la civilización de China y la de la India; en esta última no hay más que un cuerpo de doctrina único, el Brahmanismo, que comprende a la vez el principio y todas sus aplicaciones y, de los grados inferiores a los más elevados, no hay, por decirlo así, ninguna solución de continuidad. Esta diferencia obedece, en gran parte, a la de las condiciones mentales de ambos pueblos; sin embargo, es muy probable que la continuidad que se ha mantenido en la India, y sin duda sólo en la India, haya existido también en otro tiempo en China, desde la época de Fo-hi hasta la de Lao-Tsé y Kong-Tsé.

     

    Se ve ahora por qué motivo el Taoísmo es tan poco conocido por los Occidentales: no aparece al exterior como el Confucianismo, cuya acción se manifiesta visiblemente en todas las circunstancias de la vida social; es el patrimonio exclusivo de una minoría, quizás más limitada en número hoy de lo que ha sido nunca y que en modo alguno trata de comunicar al exterior la doctrina de la que es depositaria; por último, su punto de vista mismo, su modo de expresión y sus métodos de enseñanza son lo más ajeno que hay al espíritu occidental moderno. Algunos, aún conociendo la existencia del Taoísmo y dándose cuenta que esta tradición está todavía viva, se imaginan sin embargo que, en razón de su carácter cerrado, su influencia sobre el conjunto de la civilización china es prácticamente desdeñable, si no es completamente nula; eso es también un grave error y ahora nos queda por explicar, en la medida que es posible hacerlo aquí, lo que ocurre realmente a este respecto.

     

    Si queremos remitirnos a los textos que hemos citado anteriormente acerca del "no-actuar", se podrá comprender sin demasiada dificultad, al menos en principio si no en las modalidades de aplicación, cuál debe ser el papel del Taoísmo, papel de dirección invisible que domina los acontecimientos en lugar de tomar parte directa en ellos, y que, no siendo claramente aparente en los movimientos exteriores, sólo por ello es más profundamente eficaz. El Taoísmo desempeña, como hemos dicho, la función del "motor inmóvil": no trata de meterse en la acción e incluso se desinteresa de ella enteramente en tanto en cuanto no ve en la acción más que una simple modificación momentánea y transitoria, un elemento ínfimo de la "corriente de las formas", y un punto de la circunferencia de la "rueda cósmica"; pero, por otro lado, es como el eje alrededor del cual gira esta rueda, la norma sobre la que se determina su movimiento, precisamente porque no participa en este movimiento y sin que ni siquiera tenga que intervenir en él expresamente. Todo lo que es arrastrado en las revoluciones de la rueda cambia y pasa; sólo permanece lo que, estando unido al Principio, se mantiene invariablemente en el centro, inmutable como el mismo Principio; y el centro, al que nada puede afectar en su unidad indiferenciada, es el punto de partida de la multitud indefinida de las modificaciones que constituyen la manifestación universal.


    Hay que añadir seguidamente que lo que acabamos de decir, que concierne esencialmente al estado y la función del sabio perfecto, puesto que es este solamente quien ha alcanzado efectivamente el centro, no se aplica rigurosamente más que al grado supremo de la jerarquía taoísta los demás grados son como intermedios entre el centro y el mundo exterior, y, como los radios de la circunferencia parten de su meollo y se unen con la circunferencia, aseguran, sin discontinuidad alguna, la transmisión de la influencia que dimana del punto invariable en el que reside la "actividad no-actuante". El término de "influencia", que no el de "acción", es verdaderamente el que conviene aquí; también podría decirse si se quiere, que se trata de una acción de presencia"; e incluso los grados inferiores, aun estando muy alejados de la plenitud del "no-actuar", participan, sin embargo, todavía de ello, en cierto modo. Por lo demás, los modos de comunicación de esta influencia escapan necesariamente a los que no ven más que el exterior de las cosas; serían tan poco inteligibles para el espíritu occidental, y por las mismas razones, como los métodos que permiten la adhesión a los diversos grados de una jerarquía. Por eso sería perfectamente inútil insistir sobre lo que se llaman los "templos sin puertas", los "colegios en los que no se enseña" o sobre lo que puede ser la constitución de organizaciones que no tienen ninguno de los caracteres de una "sociedad" en el sentido europeo de esta palabra, que no tienen forma exterior definida, que a veces ni siquiera tienen nombre y que, sin embargo, crean entre sus miembros el vínculo más efectivo y más indisoluble que pueda existir; todo eso no podría representar nada para la imaginación occidental, al no proporcionarle aquí lo que le es familiar, ningún término de comparación.

    Al nivel más exterior, existen sin duda organizaciones que, estando comprometidas en el dominio de la acción, parecen más fácilmente comprensibles, aunque también sean secretas de un modo muy distinto a todas las asociaciones occidentales que tienen alguna pretensión más o menos justificada de poseer este carácter. Estas organizaciones no tienen, en general, más que una existencia temporal; constituidas con vistas a un fin especial, desaparecen sin dejar huellas en cuanto su misión está cumplida; no son más que simples derivaciones de otras organizaciones más profundas y más permanentes de las que reciben su dirección real incluso cuando sus jefes aparentes son ajenos por completo a la jerarquía taoísta. Algunas de ellas, que desempeñaron un papel considerable en un pasado más o menos lejano, dejaron en el espíritu del pueblo recuerdos que se expresan en forma legendaria: así, hemos oído contar que en otro tiempo los maestros de tal asociación secreta cogían un puñado de alfileres y lo echaban al suelo y que de esos alfileres nacían otros tantos soldados completamente armados. Es exactamente la historia de Cadmo sembrando los dientes del dragón; y estas historias, que el vulgo comete el error de tomar sólo al pie de la letra, tienen, bajo su apariencia ingenua, un valor simbólico muy real.

    Por otra parte, puede ocurrir, en muchos casos, que las asociaciones de que se trata o al menos las más exteriores, sean opuestas e incluso estén en lucha unas con otras; algunos observadores superficiales no dejarían de hacer por este hecho una objeción contra lo que acabamos de decir y concluir que en tales condiciones la unidad de dirección no puede existir. Esos sólo olvidarían una cosa: la dirección en cuestión está más allá de la oposición que consta tan y no en el dominio en que se afirma esta oposición y para el cual sólo ella es válida. Si tuviéramos que responder a tales contradictores, nos limitaríamos a recordarles la enseñanza taoísta sobre la equivalencia del ''sí'' y el "no" en la indistinción primordial y, en cuanto a la puesta en práctica de esta enseñanza, les remitiríamos simplemente al apólogo del criador de monos.

    Pensamos que hemos dicho lo bastante para hacer comprender que la influencia del Taoísmo puede ser sumamente importante, aun manteniéndose invisible y oculta; no es sólo en China donde existen cosas de este tipo, pero allí parecen ser de una práctica más constante que en cualquier otra parte. Se comprenderá también que los que tienen algún conocimiento del papel de esta organización tradicional deben desconfiar de las apariencias y mostrarse muy reservados en la apreciación de acontecimientos como los que se desarrollan actualmente en el Extremo Oriente, y que se juzgan demasiado a menudo por asimilación con lo que ocurre en el mundo occidental, lo que les hace aparecer con un aspecto completamente falso. La civilización china ha atravesado muchas otras crisis en el pasado y finalmente ha recobrado el equilibrio; en suma, nada indica hasta ahora que la crisis actual sea mucho más grave que las precedentes e incluso, admitiendo que lo sea, eso no sería una razón para suponer que deba forzosamente alcanzar lo que hay de más profundo y de más esencial en la tradición de la raza y que un pequeñísimo número de hombres, por lo demás, puede bastar para conservar intacto en los períodos de desorden pues las cosas de este orden no se basan en la fuerza bruta de la multitud. El Confucianismo, que no representa más que el lado exterior de la tradición, puede incluso desaparecer si las condiciones sociales llegan a cambiar hasta el punto de exigir la constitución de una forma completamente nueva; pero el Taoísmo está más allá de esas contingencias. Que no se olvide que el sabio, según las enseñanzas taoístas que hemos expuesto, "permanece tranquilo en el centro de la rueda cósmica", cualesquiera que puedan ser las circunstancias y que ni siquiera "el hundimiento del universo le causaría ninguna emoción."

     

    NOTAS:


    Publicado en "Le Voile d´Isis", agosto-septiembre de 1932, p. 485-508.

     

    (1). Livre des Rites de Tcheou.

     

    (2). Tchung-yung, XXII.

     

    (3). Luin-Yu, VII.

     

    (4). Tchuang-tseu, V.

     

    (5). Tchuang-tseu, XI.

     

    (6). Tchuang-tseu, XXIV.

     

    (7). Idem, XIX.

     

    (8). Idem, II.

     

    RESEÑAS DE LIBROS Y DE REVISTAS. V. I. :"Le Voile d´Isis"

    E. T.: "Etudes Traditionnelles"

     

    W.B. SEABROOK. Aventures en Arabie. (Gallimard, Paris). Este libro, como los del mismo autor que ya han sido traducidos anteriormente (L´Ile magique y Les Secrets de la Jungle), se distingue ventajosamente de las habituales "narraciones de viajes"; es sin duda porque tratamos aquí con alguien que no se lleva a todas partes ciertas ideas preconcebidas y que, sobre todo, no está persuadido en modo alguno de que los Occidentales sean superiores a los demás pueblos. Hay a veces algunas ingenuidades, singula­res asombros ante cosas muy simples y muy elementales; pero eso mismo nos parece que es, en resumidas cuentas, una garantía de sinceridad.

    A decir verdad, el título es algo engañoso pues el autor no ha estado en Arabia propiamente dicha sino sólo en las regiones situadas inmediatamente al norte de ésta. Diga­mos también, para acabar en seguida con las críticas, que las palabras árabes a veces están curiosamente deformadas como por alguien que tratara de transcribir aproximada­mente los sonidos que oye sin preocuparse de ortografía alguna y que algunas frases citadas son traducidas de un modo más bien caprichoso. Por último, hemos podido hacer una vez más una observación curiosa: y es que, en los libros occidentales destinados al "público en general", la shahâddah nunca está, por decirlo así, reproducida exactamente; ¿es puramente accidental o no se estaría más bien tentado de pensar que algo se opone a que pueda ser pro­nunciada por la masa de los lectores hostiles o completamente indiferentes?

    La primera parte, que es la más larga se refiere a la vida de los Beduinos y es casi únicamente descriptiva, lo que no quiere decir, desde luego, que no tenga interés; pero en las siguientes hay algo más. Una de ellas, en la que trata sobre los Derviches, contiene especialmente unas declaraciones de un shaij Mawlawi cuyo sentido está, sin duda alguna, fielmente reproducido: así, para disipar la incomprensión que pone de manifiesto el autor con respecto a ciertas turuq, ese shaij le explica que "no hay, para ir a Dios una vía única, estrecha y directa sino un número infinito de senderos"; es lástima que no haya tenido ocasión de hacerle comprender también que el Sufismo no tiene nada en común ni con el panteísmo ni con la heterodoxia... Por el contrario, es verdaderamente de sectas heterodoxas y además algo enigmáticas, de lo que se trata en las otras dos partes: los Drusos y los Yêzidis; y sobre unos y otros hay ahí informaciones interesantes sin que haya, por lo demás, ninguna pretensión de darlo a conocer todo ni de explicarlo todo. En lo que concierne a los Drusos, un punto que queda particularmente obscuro es el culto que parecen rendir a un "becerro de oro" o a una "cabeza de becerro"; hay ahí algo que podría quizás dar lugar a muchas aproximaciones de entre las cuales el autor parece haber vislumbrado sólo algunas; al menos ha comprendido que simbolismo no es idolatría... En cuanto a los Yezidis, se tendrá una idea algo diferente de la que daba la confe­rencia de la que hablamos últimamente en nuestras reseñas de revistas (número de noviembre); aquí, ya no se trata de "Mazdeísmo" con respecto a ellos y, desde este aspecto al menos, sin duda más exacto; pero la "adoración del diablo" podría suscitar discusiones más difíciles de zanjar y la verdadera naturaleza del Malak Tâwûs sigue siendo todavía un misterio. Quizá lo más digno de interés, a despecho del autor que, a pesar de lo que ha visto se niega a creerlo, es lo que concierne a las "siete torres del diablo", centros de proyección de las influencias satánicas a través del mundo; que una de esas torres esté situada en tierra de los Yêzidis no prueba, por lo demás, que sean ellos mismos “satanistas" sino sólo que, como muchas sectas heterodo­xas, pueden ser utilizadas para facilitar la acción de fuerzas que desconocen. Es significativo, en este aspecto, que los sacerdotes regulares Yêzidis se abstengan de ir a cumplir cualquier rito en esta torre, mientras que una especie de magos errantes van a menudo a pasar allí varios días ¿qué representan exactamente estos últimos personajes? En todo caso, no es necesario que la torre esté habitada de forma permanente si no es más que el soporte tangible y "localizado" de uno de los centros de la "contrainiciación" que dirigen los awliyâ es-Shaytân; y esos, por la constitu­ción de estos siete Centros pretenden oponerse a la influen­cia de los siete Aqtâb o "Polos" terrestres subordinados al "Polo" supremo, aunque esta oposición, por lo demás, sólo pueda ser ilusoria, al estar el dominio espiritual necesariamente cerrado a la "contrainiciación".

     

    Publicada en V.I., 1935. p.42-43.

     

     

     

    KHAN SAHIB KHAJA KHAN. The Secret of Ana'l Haqq. (The Hogarth Press, Madras). Este libro es la traduc­ción de una obra persa, Irshâddatul Arifîn, del Shaij Ibrahim Gazur-i-Elahi de Shakarkote, pero una traducción ordena­da en capítulos para reunir todo lo que se relaciona con una misma cuestión a fin de hacer más fácil su compren­sión. El autor, explicando sus intenciones, habla de un modo muy poco afortunado de "propaganda de las ense­ñanzas esotéricas del Islam", como si el esoterismo pudiera prestarse a propaganda alguna; si éste ha sido realmente su objetivo, no podemos decir, por lo demás, que lo haya conseguido en este aspecto, pues los lectores que no tienen ningún conocimiento previo del Taçawwuf tendrán sin duda muchísimas dificultades en descubrir el verdadero sentido bajo una expresión inglesa que, demasiado a menudo, es terriblemente defectuosa y más que inexacta. Este defecto, al que se añade, en lo que se refiere a las citas árabes, el de una transcripción que las desfigura de un modo extraño, es muy lamentable pues, para el que ya sabe de qué se trata, hay allí cosas del mayor interés. El punto central de estas enseñanzas es la doctrina de la "Identidad Suprema", como, por otro lado, lo indica el titulo, que solamente comete el error de que parece relacionarla con una fórmula especial, la de El-Hallâj, mientras que nada así aparece en el texto mismo. Esta doctrina ilus­tra y rige de algún modo todas las consideraciones que se relacionan con diferentes temas, como los grados de la Existencia, los atributos divinos, el-fanâ y el-baqâ, los métodos y los estadios del desarrollo iniciático y también muchas otras cuestiones. La lectura de esta obra es reco­mendable no para aquellos a quienes podría querer dirigirse una "propaganda" que estaría, por lo demás, completamente fuera de lugar, sino, por el contrario, para los que ya poseen conocimientos suficientes para sacar de ella un provecho real.

     

    Publicado originalmente en E.T., 1937, p. 266.

     

     

    EDWARD JABRA JURJI. Illumination in Islamic Mysticism; a translation, with an introduction and notes, based up on a critical edition of Abu-al-Mawahib al-Shâdili's treatise entitled Qawânín Híkam al-lshrâq (Princeton University Press, Princeton, New Jersey).

    La denominación de "misticismo islámico" puesta de moda por Nicholson y algunos otros orientalistas, es lamentablemente inexacta, como ya hemos explicado en diversas ocasiones: de hecho, es de Taçawwuf de lo que se trata, es decir, de algo que es de orden esencialmente iniciático y no místico. Por otra parte, el autor de este libro parece seguir con demasiada facilidad a las "autori­dades" occidentales lo que le lleva a decir a veces cosas algo extrañas, por ejemplo que "queda bien sentado ahora" que el Sufismo tiene tal o cual carácter; verdaderamente se diría que se trata de estudiar alguna doctrina antigua y desaparecida desde hace largo tiempo; pero el Sufismo existe actualmente y, por consiguiente, puede ser conocido todavía directamente de modo que no hay nada que "dejar sentado" referente a él. Asimismo, es a la vez ingenuo y chocante decir que "recientemente se han advertido miembros de la hermandad shâdilí en Siria"; habríamos creído que era bien conocido que esta tarîqah, en una u otra de sus ramas, estaba más o menos difundida en todos los países islámicos, tanto más cuanto que no ha pensado nunca, sin duda alguna, en disimularse; pero esta "obser­vación" poco afortunada podría llevar justificadamente a preguntarse, ¡a qué singular clase de espionaje pueden dedicarse ciertos orientalistas! Hay ahí "matices" que escaparán probablemente a los lectores americanos o europeos; pero hubiéramos pensado que un sirio que, aunque fuera cristiano es, a pesar de todo, un árabe, hubiera debido tener un poco más de "sensibilidad" oriental... Para pasar a otros puntos más importantes en cuanto al fondo, es lamentable ver admitir al autor la teoría de los “préstamos” y del "sincretismo"; si es difícil "determinar los comienzos del Sufismo en el Islam", es que, tradicionalmente, no hay y no puede haber otro "comienzo" que el del propio Islam y es en las cuestiones de este tipo en las que convendría muy particularmente desconfiar de los errores del moderno "método histórico". Por otro lado, la doctrina ishrâqiyah, en el sentido propio de esta palabra, no representa más que un punto de vista bastante especial, el de cierta escuela vinculada principal­mente a Abul-Futûh es-Suhrawardi (que no hay que con­fundir con el fundador de la tarîqah que lleva el mismo nombre), escuela que no puede considerarse como completamente ortodoxa y a la cual algunos niegan incluso todo vínculo real con el Taçawwuf, incluso por desviación, considerándolo más bien como simplemente "filosófico"; es un tanto sorprendente que se pretenda hacerla remontar al propio Mohyiddin-ibn-Arabi y no lo es menos que se quiera hacer derivar de ella, por muy indirectamente que sea, la tarîqah shâdilita. Cuando se encuentra en alguna parte la palabra ishrâq, como en el tratado que se traduce aquí, no se está autorizado por eso a concluir de ello que se trata de la doctrina ishrâqiyah como tampoco que, por todas partes por donde se encuentre su equivalente occi­dental "iluminación", se puede hablar de "iluminismo"; con mayor motivo, una idea como la de tawhîd no ha sido "sacada" de esta doctrina particular pues esa es una idea completamente esencial en el Islam en general, incluso en su aspecto exotérico (hay una rama de estudios designada como ilm at'mtawhîd entre los ilûm ez-zâhir, es decir, las ciencias que se enseñan públicamente en las Universidades islámicas). La introducción entera sólo está, en resu­men, construida sobre un malentendido causado por el empleo del término ishrâq; y el contenido mismo del tratado no justifica en modo alguno semejante interpretación pues, en realidad, no se encuentra allí nada que no sea Taçawwuf perfectamente ortodoxo. Afortunadamente, la traducción en sí, que es la parte más importante del libro es, con mucho, mejor que las consideraciones que la preceden; es, sin embargo, sin duda difícil, en ausencia del texto, comprobar por entero su exactitud pero, sin embargo, uno puede darse cuenta en bastante amplia medida por la indicación de gran número de términos árabes que están generalmente muy bien traducidos. Sin embargo, hay algunas palabras que exigirían ciertas reservas: así, mukâshafah no es propiamente "revelación" sino más bien "intuición"; más precisamente, es una percep­ción de orden sutil (mulâtafah traducido aquí de un modo bastante extraordinario por amiability), inferior, al menos cuando se toma la palabra en su sentido estricto, a la contemplación pura (mushâhadah). No podemos compren­der la traducción de muthûl, que implica esencialmente una idea de "similitud" por attendance, tanto más cuanto que âlam al muthûl es habitualmente "el mundo de los arquetipos"; baqâ es más bien "permanencia" que "subsistencia"; dîn no podría traducirse por "fe" que, en árabe, es imân; kanz el-asrâr er-rabbâniyah no es "los secretos del tesoro divino" (que sería asrâr el-kanz el-ilâhî) sino "el tesoro de los secretos dominicales" (hay una diferencia importante en la terminología técnica entre ilâhî y rabbâni). Sin duda, se podrían señalar algunas otras inexactitudes del mismo tipo; pero, en resumidas cuentas, todo esto es bastante poco en conjunto y, al ser el tratado traducido de un interés incontestable, el libro, con excepción de su introducción, merece en definitiva ser recomendado a todos los que estudian el esoterismo islámico.

     

    Publicado en E.T., 1940, p. 166-168.

     

     

    EMILE DERMENGHEM. Contes Kabyles. (Charlot, Alger).

     

    Lo que constituye sobre todo el interés de esta colec­ción de "cuentos populares" del Africa del Norte, desde nuestro punto de vista, es la introducción y las notas que los acompañan y donde se exponen impresiones generales sobre la naturaleza del "folklore universal". El autor señala con mucha razón que "el verdadero interés de las literatu­ras populares está en otra parte que en las filiaciones, las influencias y las dependencias externas" y que reside sobre todo en que testifican "en favor de la unidad de las tradiciones". Destaca la insuficiencia del punto de vista "racio­nalista y evolucionista" al que se limitan la mayoría de los folkloristas y de los etnólogos con sus teorías sobre los "ritos estacionales" y otras cosas del mismo orden; y recuerda, a propósito de la significación propiamente simbólica de los cuentos y del carácter verdaderamente "transcendente" de su contenido, algunas de las conside­raciones que nosotros mismos y algunos de nuestros colaboradores hemos expuesto aquí mismo. No obstante, es de lamentar que haya creído, a pesar de todo, tener que conceder una parte más o menos amplia a concepciones muy poco compatibles con esas: entre los pretendidos "ritos estacionales" y los ritos iniciáticos, entre la supuesta "iniciación tribal" de los etnólogos y la verdadera inicia­ción, necesariamente hay que escoger; incluso si es verdad y normal que el esoterismo tiene su reflejo y su corres­pondencia en el lado exotérico de las tradiciones, en todo caso, hay que abstenerse de colocar en el mismo plano el principio y sus aplicaciones secundarias, y, en lo que concierne a éstas, también habría que considerarlas por entero, en el presente caso, fuera de las ideas antitradicio­nales de nuestros contemporáneos sobre las "sociedades primitivas"; y, por otro lado, ¿qué decir de la interpreta­ción psicoanalítica que, en realidad, conduce simplemente a negar el "superconsciente" confundiéndolo con el "sub­consciente"? Añadamos todavía que la iniciación, entendi­da en su verdadero sentido, no tiene y no podría tener absolutamente nada de ''mística"; es especialmente moles­to ver perpetuarse este equívoco a pesar de todas las explicaciones que hayamos podido dar a este respecto... Las notas y los comentarios demuestran, sobre todo, las múltiples similitudes que existen entre los cuentos cabilos y los de otros países muy diversos y apenas es necesario decir que las aproximaciones presentan un interés particu­lar como "ilustraciones" de la universalidad del folklore. Una última nota trata sobre las fórmulas iniciales y finales de los cuentos que corresponden claramente a las que marcan, de un modo general, el principio y el final de la realización de un rito y que están en relación tal como lo hemos explicado en otra parte, con la "coagulación" y la "solución" herméticas. En cuanto a los cuentos en sí, parecen traducidos tan fielmente como lo permite una traducción y además se leen muy agradablemente.

     

     

    EMILE DERMENGHEM. Le Mythe de Psyché dans le folklore nord-africain. (Société Historique Algérienne. Alger).

    En este otro estudio folklórico se trata de numerosos cuentos en los que, en Africa del Norte como, por lo demás en muchos otros países, se encuentran reunidos o dispersos los principales rasgos del mito conocidísimo de Psiquis; "no hay, por decirlo así, ni uno de estos rasgos que no sugiera un sentido iniciático y ritual; no hay ni uno tampoco que no podamos encontrar en el folklore univer­sal." Hay también variantes, la más notable de las cuales es la "forma invertida en la cual el ser místico desposado es femenino"; los cuentos de este tipo "parecen insistir sobre el lado activo, el lado conquista como si representa­ran el aspecto esfuerzo humano más que el aspecto pasivo y teocentrista"; ambos aspectos son evidentemente com­plementarios uno del otro. Ahora, que Apuleyo, que, desde luego, no ha inventado el mito, haya podido inspirarse, por ciertos detalles de la versión que da de ello en el Asno de Oro, en una "tradición oral popular africana, no es imposible; pero, sin embargo, no hay que olvidar que ya se encuentran representaciones relacionadas con este mito en monumentos griegos varios siglos anteriores; por otra parte, esta cuestión de las "fuentes" importa, en el fondo, tanto menos cuanto que la difusión misma del mito indica que haría falta remontarse mucho más para encontrar su origen, si es que se puede hablar propiamente de un origen en semejante caso; por lo demás, el folklore como tal nunca puede ser el punto de partida de lo que sea pues, por el contrario, no está hecho más que de "supervivencias", lo que es su propia razón de ser. Por otro lado, el hecho de que ciertos rasgos correspondan a costumbres, prohibiciones u otros que han existido efectivamente en relación con el matrimonio en tal o cual país no prueba absolutamente nada contra la existencia de un sentido superior, del que diríamos más bien, por nuestra parte, que estas costumbres mismas han podido derivarse, siempre por la razón de que el exoterismo tiene su princi­pio en el esoterismo, de modo que este sentido superior e iniciático, muy lejos de estar "sobreañadido" después, es, por el contrario, el que es verdaderamente primordial en realidad. El examen de las relaciones del mito de Psiquis y de los cuentos que lo entroncan con los miste­rios antiguos, con el que se termina el estudio del Sr. Dermenghem es particularmente digno de interés, así como la indicación de ciertas similitudes con el Taçawwuf; añadi­remos solamente a este respecto que similitudes como las que pueden observarse en la terminología de éste y el voca­bulario platónico de ningún modo deben tomarse como señales de "copia" alguna pues el Taçawwuf es propia y esencialmente islámico y los acercamientos de este tipo no hacen nada más que demostrar lo más claramente posible la "unanimidad" de la tradición universal en todas sus formas.

     

    Publicado en E.T., 1947, p. 90-91.

     

     

    HENRY CORBIN. Suhrawardi d´Alep, fondateur de la doctrine illuminative "ishrâq"). (G.-P. Maisonneuve, Paris).

    Suhrawardi de Alepo, a quien está dedicado este opúsculo, es aquel a quien a menudo se ha llamado Esh­ Sheikh el-maqtûl para distinguirlo de sus homónimos aunque, a decir verdad, no se sepa exactamente si efectiva­mente fue matado o si se dejó morir de hambre en la cárcel. La parte propiamente histórica está hecha concien­zudamente y da una buena idea de su vida y sus obras; pero hay muchas reservas que hacer sobre ciertas interpre­taciones, así como sobre ciertas afirmaciones que concier­nen a pretendidas "fuentes" de las más hipotéticas: principalmente encontramos aquí esta idea singular a la que hemos aludido en un articulo reciente de que toda angelo­logía procede forzosamente del Mazdeísmo. Por otro lado, el autor no ha sabido hacer como es conveniente la distin­ción entre la doctrina ishrâqiyah que no se relaciona con ninguna silsilah regular y el verdadero Taçawwuf; es muy arriesgado decir, basándose en algunas similitudes exteriores, que "Suhrawardi está en la descendencia de El-Hallâj"; y con seguridad no se tendría que tomar al pie de la letra la frase de uno de sus admiradores designándole como el "maestro del instante", pues tales expresiones se emplean a menudo así de un modo completamente hiperbólico. Sin duda, debió de estar influido por el Taçawwuf pero, en el fondo, verdaderamente parece haberse inspirado de ideas neoplatónicas que revistió de una forma islámica y por eso su doctrina a menudo sólo se considera del dominio de la filosofía; pero ¿han podido comprender nunca los orientalistas la diferencia profunda que separa el Taçawwuf de toda filosofía? En fin, aunque eso sólo tenga, en resumen, una importancia secundaria, nos preguntamos por qué motivo el Sr. Corbin ha sentido a veces la necesidad de imitar, hasta el punto que uno podría confundirse, el estilo complicado y algo obscuro del Sr. Massignon.

     

    Publicado en E.T., 1947, p. 92.

     

     

    MARIE-LOUISE DUBOULOZ-LAFFIN. Le Bou-­Mergou, Folklore tunisien. (G.P. Maisonneuve, Paris).

    Este grueso volumen ilustrado con dibujos y fotogra­fías está relacionado, como lo indica su subtítulo, con las creencias y costumbres populares de Sfax y su región; da testimonio, y no está ahí su mérito menor, de un espíritu mucho mas "simpático" que el que aparece las más de las veces en este tipo de investigaciones que, hay que decirlo, demasiado a menudo tienen como un falso aire de "espio­naje". Por lo demás, por ello mismo los "informadores" son tan difíciles de encontrar y comprendemos muy bien la repugnancia que siente la mayoría de la gente en responder a unos cuestionarios más o menos indiscretos, tanto más cuanto que no pueden, naturalmente, adivinar las razones de tal curiosidad con respecto a cosas que son para ellos completamente ordinarias. La Sra. Dubouloz-Laffin, tanto por sus funciones de profesora como por su mentalidad más comprensiva, estaba, por supuesto, mejor situada que muchos otros para obtener resultados satisfactorios y se puede decir que, de un modo general, ha conseguido muy bien llevar a cabo la tarea que se había asignado. Eso no quiere decir, sin embargo, que no haya defectos y eso era, sin duda, inevitable en cierta medida: según nuestra opinión, uno de los principales es el que parece presentar como teniendo un carácter puramente regional muchas cosas que son en realidad comunes ya sea a toda el Africa del Norte ya sea incluso al mundo islámico entero. Por otro lado, en ciertos capítulos, lo que atañe a los elemen­tos musulmanes y judíos de la población se encuentra mezclado de un modo algo confuso; habría sido útil, no sólo separarlos más claramente, sino también, por lo que se refiere a los Judíos tunecinos, marcar una distinción entre lo que les pertenece personalmente y lo que en ellos no son más que imitaciones del medio musulmán que les rodea. Otra cosa que sin duda no es más que un detalle secundario, pero que hace un poco difícil la lectura del libro, es que la ortografía de las palabras árabes se da aquí de un modo verdaderamente extraordinario que constituye claramente una pronunciación local oída y anotada de un modo aproximado; incluso si se juzgara oportuno conser­var estas formas raras, aunque no veamos muy bien su interés, habría sido bueno, al menos, indicar al lado las formas correctas en la ausencia de las cuales ciertas pala­bras son más o menos irreconocibles. Añadiremos también algunas observaciones que se refieren más bien a la con­cepción del folklore en general: se ha cogido la costumbre de hacer entrar aquí cosas muy inconexas y eso puede justificarse más o menos bien según los casos; pero lo que nos parece completamente inexplicable es que se incluyan también hechos que se han producido realmente en circunstancias conocidas y sin que ni "creencias" ni "costum­bres" tengan nada que ver; encontramos aquí mismo algunos ejemplos de este estilo y, en tales casos, no vemos en absoluto a título de qué un caso reciente y debidamente comprobado de "posesión" o de "casa encantada" ya puede ser del dominio del folklore. Otra singularidad es el asombro que manifiestan siempre los europeos ante las cosas que, en un medio distinto al suyo, son completamente normales y corrientes, hasta el punto de que ni siquiera se les presta ninguna atención; incluso a menudo se nota que si no han tenido ocasión de constatarlas por sí mismos, tienen muchas dificultades en creer lo que se les dice; también de ese estado de ánimo hemos observado aquí y allí algunas huellas en esta obra, aunque menos acentuadas que en otras del mismo tipo. En cuanto al contenido del libro en sí, la mayor parte concier­ne, en primer lugar, a los jnoun (jinn) y sus intervenciones diversas en la vida de los humanos, luego, tema más o menos afín a ése, la magia y la brujería a las que también se encuentra incorporada la medicina; quizás la importan­cia que se concede a las cosas de este orden sea un poco excesiva y es de lamentar que, en cambio, no haya casi nada sobre los "cuentos populares" que, sin embargo, no deben faltar en la región estudiada al igual que en cualquier otra parte, pues nos parece que eso es, en definitiva, lo que constituye el fondo mismo del verdadero folklore entendi­do en su sentido más estricto. La última parte, dedicada a los "morabitos" es más bien somera y es, ciertamente, la menos satisfactoria, incluso desde el simple punto de vista "documental"; es verdad que, por más de una razón, este tema era probablemente el más difícil de tratar; pero al menos no encontramos el molesto prejuicio, demasiado extendido entre los Occidentales, que quiere que se trate ahí de algo ajeno al Islam y que se esfuerce incluso en descubrir en él, a lo que es siempre fácil de llegar con un poco de imaginación "erudita", ¿vestigios de no sabemos demasiado qué cultos desaparecidos hace varios milenios?

     

    E.T., 1949, páginas 45-46.

     

     

    Revistas.

     

    Los "Etudes Carmelitaines", (número de abril) publican la traducción de un largo estudio del Sr. Miguel Asín Palacios sobre Ibn Abbad de Ronda, con el titulo: "Un précurseur hispano-musulman de saint Jean de la Croix". Este estudio es interesante sobre todo por los numerosos textos que se citan en él y, además, está escrito con una simpatía de la que la dirección de la revista ha creído excusarse con una nota bastante rara: se "ruega al lector que tenga cuidado con dar a la palabra precursor un sentido demasiado amplio"; y parece que, si algunas cosas deben decirse, ¡no es tanto porque sean verdaderas como porque podría reprocharse a la Iglesia el no recono­cerlas, y utilizarlas contra ella! Desgraciadamente, toda la exposición del autor sufre de cabo a rabo de un defecto capital: es la confusión demasiado frecuente entre el esoterismo y el misticismo; incluso no habla en absoluto de esoterismo y lo toma por misticismo pura y simple­mente; y este error se agrava todavía por el empleo de un lenguaje específicamente "eclesiástico", que es de lo más ajeno al Islam en general y al Sufismo en particular, y que produce cierta impresión de malestar. La escuela Shâdhiliyah a la que pertenecía Ibn Abbad, es esencialmente iniciática y, si hay ciertas similitudes exteriores con místi­cos como San Juan de la Cruz, en el vocabulario, por ejemplo, estas no impiden la diferencia profunda de los puntos de vista: así, el simbolismo de la "noche" no tiene de ninguna manera la misma significación por ambas partes y el rechazo de los "poderes" exteriores no indica las mismas intenciones; desde el punto de vista iniciático, la "noche" corresponde a un estado de no-manifestación (luego superior a los estados manifestados, representados por el "día": es, en resumen, el mismo simbolismo que en la doctrina hindú), y , si los "poderes" deben efectiva­mente ser apartados, al menos por regla general, es porque constituyen un obstáculo al conocimiento puro; no pensa­mos que sea completamente igual desde el punto de vista de los místicos.

    Eso exige una observación de orden general, para la cual, por otra parte, está claro que el Sr. Asín Palacios debe dejarse completamente de lado, pues no se le podría hacer responsable de cierta utilización de sus trabajos. La publicación regular desde hace algún tiempo en los "Etudes carmelitaines" de artículos consagrados a las doctrinas orientales y cuyo carácter más sorprendente es que en ellos se esfuerzan en presentar como "místicas", mucho parece proceder de las mismas intenciones que la traducción del libro del P. Dandoy del que hablamos en otro lado; y una simple ojeada sobre la lista de colaboradores de esta revista justifica por entero esta impresión. Si se comparan estos hechos con la campaña anti-oriental que conocen nuestros lectores y en la cual algunos medios católicos desempeñan igualmente un papel, no se puede, a primera vista, evitar cierto asombro pues parece que haya ahí alguna incoheren­cia; pero, pensándolo bien, llegamos a preguntarnos si una interpretación tendenciosa como esa de que se trata no constituiría también, aunque de un modo indirecto, un medio de combate contra Oriente. Es muy de temer, en todo caso, que una aparente simpatía no encubra alguna segunda intención de proselitismo y, si se puede decir, de "anexionismo"; ¡conocemos demasiado el espíritu occidental para no tener ninguna inquietud a este respecto:

    "Timeo Danaos et dona ferentes"!

     

    Publicado en V.I., 1932, páginas 480-481.

     

     

    Les Nouvelles littéraires (número del 27 de mayo) publicaron una entrevista a lo largo de la cual el Sr. Elian J. Finbert juzgó oportuno dedicarse a algunos chismes sobre nosotros tan poco reales como desagradables. Ya hemos dicho muy a menudo lo que pensamos de estas historias "personales": no tienen el más mínimo interés en sí y, respecto a la doctrina, las individualidades no cuentan y no deben aparecer nunca; además de esta cuestión de principio, consideramos que quienquiera que no sea un malhechor tiene el más absoluto derecho a que el secreto de su vida privada sea respetado y a que nada de lo que a ella se refiere sea expuesto ante el público sin su consenti­miento. Por lo demás, si el Sr. Finbert se complace en esta clase de anécdotas, puede encontrar fácilmente entre los "literatos", sus colegas, bastante gente cuya vanidad sólo desea satisfacerse con estas tonterías, para dejar en paz a aquellos a quienes eso no podría agradar y que no desean servir para "divertir" a quienquiera que sea. Por mucha repugnancia que sintamos de hablar de esas cosas, para la edificación de nuestros lectores que hubieran tenido conocimiento de la entrevista en cuestión, tenemos que rectifi­car al menos algunas de las inexactitudes (para emplear un eufemismo) de las que está lleno este relato descabellado. En primer lugar, tenemos que decir que el Sr. Finbert, cuando lo encontramos en El Cairo, no cometió la grosera descortesía de la que se jacta: no nos preguntó "lo que habíamos ido a hacer a Egipto", e hizo bien, ¡pues le hubié­ramos puesto rápidamente en su lugar! Luego, como nos "dirigía la palabra en francés", le respondimos del mismo modo y no "en árabe" (y, ¡además, todos los que nos conocen por poco que sea saben lo poco capaz que somos de hablar "con compunción"!); pero lo que es verdad, lo reco­nocemos de buen grado, es que nuestra respuesta debió de ser "titubeante"... simplemente porque, conociendo la reputación de la que goza nuestro interlocutor (con razón o sin ella, eso no nos interesa) estábamos más bien incómo­do ante la idea de ser visto en su compañía; y fue precisa­mente para evitar el riesgo de un nuevo encuentro en el exterior que aceptamos ir a verle a la pensión en la que se alojaba. Allí, quizás ocurriera en la conversación, que pro­nunciara algunas palabras árabes, lo que no tiene nada de muy extraordinario; pero de lo que estamos perfectamente seguro es de que no se trató en absoluto de "cofradías" ("cerradas" o no pero en todo caso de ningún modo "místicas"), pues ese es un tema que, por múltiples razones, no teníamos que tocar con el Sr. Finbert. Hablamos solamente, en términos muy vagos, de personas que poseían ciertos conocimientos tradicionales, sobre lo que nos declaró que le hacíamos vislumbrar con eso cosas cuya existencia ignoraba totalmente (e incluso nos lo escribió también después de su regreso a Francia). Por otro lado, no nos pidió que le presentáramos a quienquiera que fuese ni mucho menos todavía que le "condujésemos a las cofra­días", de modo que no tuvimos que negárselo; no nos dio tampoco "palabra de que estuviera iniciado (sic) desde hacía mucho tiempo en sus prácticas y que fuera conside­rado en ellas como un Musulmán"(!), y ¡afortunadamente para nosotros pues no hubiéramos podido abstenemos de prorrumpir en risa, a pesar de todas las conveniencias! En la continuación, en la que se trata de mística popular (el Sr. Finbert parece tener, especialmente, mucho cariño a este calificativo), de "conciertos espirituales" y de otras cosas expresadas de un modo tan confuso como occiden­tal, hemos adivinado sin demasiado trabajo dónde había podido entrar: es tan serio... ¡que incluso llevan allí a los turistas! Solamente añadiremos que en su última novela titulada "Le Fou de Dieu" (que sirvió de pretexto a la entrevista, el Sr. Finbert mostró su capacidad en cuanto al conocimiento que puede tener del espíritu del Islam: no hay ni un solo Musulmán en el mundo por muy magzâb y muy ignorante que se le quiera suponer, que pueda imagi­narse reconocer al Mahdi (el cual no debe ser en modo alguno un "nuevo Profeta") en la persona de un Judío... Pero uno piensa evidentemente (¡desgraciadamente no sin algo de razón!) que el público será lo bastante mughaffâl para aceptar lo que sea, ya que eso lo afirma un hombre que llegó de Oriente"... pero que nunca conoció más que su "aspecto" exterior. Si tuviéramos que darle un consejo al Sr. Finbert, sería el de que se dedicara a escribir novelas exclusivamente judías, en las que estaría, desde luego, mucho más a gusto, y de que no se ocupara más ni del Islam ni de Oriente... ni tampoco de nosotros. Shuf shughlek, yâ khawaga!

    Otra historia del mismo buen gusto, el Sr. Pierre Mariel, el amigo íntimo de "feu Mariani" publicó reciente­mente en Le Temps una especie de novela folletín a la que dio un titulo demasiado bonito para aquello de que se trata: L'esprit souffle où il veut y cuyo fin principal parece ser el de excitar ciertos odios occidentales; no le felicitare­mos por prestarse a esa bonita tarea... No habríamos hablado de este asunto despreciable si no hubiera aprove­chado la ocasión para permitirse para con nosotros una insolencia completamente gratuita que nos obliga a responderle esto: 1º. No tenemos que decirle lo que hemos podido "superar" o no, tanto más cuanto que, por supuesto, no comprendería nada de ello, pero podemos asegurarle que en ningún lugar estamos considerado como "postulante"; 2º. Sin querer hablar mal en lo más mínimo de los Senusios, se puede decir que no es desde luego a ellos a quienes deben dirigirse los que quieren recibir "iniciaciones superiores"; 3º. Lo que él llama, con un pleonasmo bastante cómico, "los últimos grados de la escala iniciática sufí" (sic), e incluso los grados que están todavía lejos de ser los últimos, no se obtienen por los medios exteriores y "huma­nos" que parece suponer, sino únicamente como resultado de un trabajo completamente interior y, en cuanto alguien se ha ligado a la silsilah, no está bajo el poder de nadie el impedirle acceder a todos los grados si es capaz de ello; 4º. Por último, si hay una tradición en la que las cuestiones de raza y origen no intervienen en modo alguno, es, desde luego, en el Islam que, de hecho, cuenta entre sus adherentes con hombres que pertenecen a las razas más diversas. Por otra parte, se encuentran en esta novela todos los tópicos más o menos tontos que tienen curso entre el público europeo, incluidos la "Media Luna" y el "estandarte verde del Profeta"; pero, ¿qué Conocimiento de las cosas del Islam se podría esperar de alguien que, pretendiendo evidentemente esatr vinculado al Catolicismo, lo conoce lo bastante mal como para hablar de un "cónclave" para el nombra­miento de nuevos cardenales? Es incluso con esta "perla" (margaritas ante porcos..., sea dicho sin irreverencia para con sus lectores) como se acaba la historia, como si hubiera que ver ahí... ¡la señal del diablo!

     

    Publicado en ET., 1939, págs. 434-436.

     

    En Mesures (número de julio), el Sr. Emile Dermen­ghem estudia, citando numerosos ejemplos, "L´instant chez les mystiques et chez quelques poétes"; quizá haya que lamentar el que no haya distinguido más claramente en esta exposición tres grados que, en realidad, son muy diferentes: en primer lugar, el sentido superior del "instante", de orden propiamente metafísico e iniciático, que natural­mente es el que se encuentra particularmente en el Sufismo y también en el Zen japonés (del que el satori, en cuanto procedimiento técnico de realización, está manifiestamente emparentado con ciertos métodos taoístas); luego, el senti­do, ya disminuido y limitado en su alcance, que toma entre los místicos; por último, el reflejo más o menos lejano que puede todavía subsistir de ello entre ciertos poetas profanos. Por otro lado, pensamos que el punto esencial, el que, en el primer caso al menos, da al "instan­te" su valor profundo, reside mucho menos en el hecho de que sea súbito (que es, por lo demás, más aparente que real, lo que se manifiesta en tal caso al ser siempre, de hecho, el resultado de un trabajo previo, a veces muy largo, pero cuyo efecto se había mantenido latente hasta enton­ces), que en su carácter de indivisibilidad pues es éste el que permite su transposición en lo "intemporal" y, corno consecuencia, la transformación de un estado transitorio del ser en una adquisición permanente y definitiva.

     

    Publicado en E.T., 1938, p. 423.

     

     

    Sobre el Taoísmo

     

    HENRI BOREL. Wu Wei; traducido del holandés por Félicia Barbier (Ediciones del Monde Nouveau). La prime­ra traducción francesa de este librito estaba agotada desde hacía mucho tiempo; nos alegramos de señalar la aparición de una nueva traducción pues, con su apariencia sencilla y sin pretensiones "eruditas" es, sin duda alguna, una de las mejores cosas que se han escrito en Occidente sobre el Taoísmo. El subtítulo: "fantasía inspirada por la filosofía de Lao-Tsé", corre el peligro de perjudicarla un poco; el autor explica, por ciertas observaciones que se le han dirigido, pero que nos parece que no estaba obligado a tener en cuenta, dada, sobre todo, la mediocre estima en que tiene, con mucha razón, las opiniones de los sinólogos más o menos "oficiales". "No me he dedicado, dice, más que a conservar, pura, la esencia de la sabiduría de Lao­Tsé... La obra de Lao-Tsé no es un tratado de filosofía... Lo que Lao-Tsé nos aporta no son formas ni materializa­ciones; son esencias. Mi estudio está impregnado de ellas; no es su traducción." La obra está dividida en tres capítu­los en los que están expuestos en forma de conversaciones con un viejo sabio, en primer lugar la idea misma del "Tao" y luego aplicaciones particulares "al Arte" y "al Amor"; de esos dos últimos temas, el propio Lao-Tsé no habló nunca pero la adaptación, por ser un poco especial quizás, no es por ello menos legítima, ya que todas las cosas resultan esencialmente del Principio universal. En el primer capítulo, algunas explicaciones están inspiradas o incluso traducidas parcialmente de Tchoang-Tsú, cuyo comentario es, sin duda alguna, el que mejor ilustra las fórmulas tan concisas y tan sintéticas de Lao-Tsé. El autor piensa con razón que es imposible traducir el término "Tao"; pero quizás no haya tantos inconvenientes como él parece creer, en traducirlo por "Vía", que es el sentido literal, a condición de señalar bien que eso no es más que una designación completamente simbólica y que, por lo demás, no podría ser de otro modo, sea cual sea la palabra que se tome, ya que se trata de lo que, en realidad, no puede ser nombrado. Donde estamos completamente de acuerdo con el Sr. Borel es cuando protesta contra la inter­pretación que dan los sinólogos del término "Wu Wei", que consideran como un equivalente de "inacción" o de "iner­cia", mientras que "es exactamente lo contrario lo que hay que ver aquí"; además podremos remitirnos a lo que deci­mos en otro lugar sobre este tema. Citaremos solamente este pasaje que nos parece que caracteriza bien el espíritu del libro: "Cuando sepas ser Wu wei, No-Activo, en el sen­tido ordinario y humano del término, tú serás verdaderamente, y realizarás tu ciclo vital con la misma falta de esfuerzo que la ola que se mueve a nuestros pies. Nada turbará ya tu quietud. Tu dormir no tendrá sueños y lo que entrará en el campo de tu consciencia no te causará ninguna preocupación. Lo verás todo en Tao, serás uno con todo lo que existe y la naturaleza entera te será cerca­na como una amiga, como tu propio yo. Aceptando sin conmoverte los pasos de la noche al día, de la vida al óbito, llevado por el ritmo eterno, entrarás en Tao donde nada cambia nunca, donde te volverás tan puro como salis­te." Pero no podríamos animar aún más a leer el libro entero; además se lee muy agradablemente, sin que eso le quite nada a su valor de pensamiento.

     

    Publicado en V. l., 1932, p. 604-605.

     

     

    BHIKSHU WAIJO y DWIGHT GODDARD. Lao tzu's Tao and Wu-Wei, a new translation (Dwight Coddard, Santa Barbara, California; Luzac and Co, London).

    Este volumen contiene una traducción del Tao-te-king cuyo principal defecto, por lo que nos parece, es el de revestir demasiado a menudo un matiz sentimental que está muy alejado del espíritu del Taoísmo; quizás se deba por una parte a las tendencias "budeizantes" de sus autores, al menos si se juzga por su introducción. Viene luego una traducción del Wu-Wei de Henry Borel de la que hablamos aquí hace tiempo, por E. Reynolds. Por último el libro termina con un resumen histórico del Taoísmo del Dr. Kiang Kang-Hu, hecho desgraciadamente desde un punto de vista muy exterior: hablar de "filosofía" y de "religión" es desconocer completamente la esencia iniciá­tica del Taoísmo, ya sea en cuanto doctrina puramente metafísica, ya sea, incluso, en las aplicaciones diversas que se derivan de ello en el orden de las ciencias tradicionales.

     

    E.T., 1936, p. 156.

     

     

     

    Lotus Bleu (número de agosto-septiembre) publica, con el título de Révelations sur le Bouddhisme japonais una conferencia del Sr. Steinilber-Oberlin sobre los méto­dos de desarrollo espiritual que se usan en la secta Zen (nombre derivado del sánscrito dhyâna, "contemplación", y no dziena, lo que queremos creer que es una simple errata); estos métodos no parecen, por lo demás "extra­ordinarios" para quien conoce los del Taoísmo, de los que han sufrido la influencia en gran medida de un modo muy evidente. Sea lo que sea, es sin duda interesante pero, ¿por qué razón esta palabra de "revelaciones" que haría creer fácilmente en la traición de algún secreto?

    V.l., 1932.

     

     

    El Larousse mensuel (número de marzo) contiene un artículo sobre La Réligion et la Pensée chinoise; el título mismo es muy característico de las ordinarias confusiones occidentales. Este artículo parece inspirado en gran parte en los trabajos del Sr. Granet, pero no en lo que tienen de mejor, pues, en semejante "resumen" la documenta­ción está forzosamente muy reducida y quedan, sobre todo, las interpretaciones discutibles. Es más bien diver­tido ver calificar de "creencias" los conocimientos tradicio­nales de la precisión más científica, o también afirmar que "la sabiduría china permanece ajena a las preocupaciones metafísicas"... ¡porque no considera el dualismo cartesia­no de la materia y del espíritu y no pretende oponer el hombre a la naturaleza! Casi no es necesario decir, después de eso, que el Taoísmo está particularmente mal comprendido: uno se imagina que encontrará toda clase de cosas, excepto la doctrina puramente metafísica que es, esencial­mente, en realidad...

     

    Publicada en E.T., 1936, p. 199.