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RENÉ GUÉNON - EL ERROR ESPIRITISTA
EL ERROR
ESPIRITISTARené Guénon
PREFACIO
Al abordar la cuestión del espiritismo, tenemos que decir de inmediato, tan
claramente como es posible, en qué espíritu entendemos tratarla. Ya se han
consagrado una multitud de obras a esta cuestión, y, en estos últimos tiempos, han
devenido más numerosas que nunca; sin embargo, pensamos que todavía no se ha
dicho en ellas todo lo que había que decir, ni que el presente trabajo se arriesgue a
hacer doblete de ningún otro. Por lo demás, no nos proponemos hacer una
exposición completa del tema bajo todos sus aspectos, lo que nos obligaría a
reproducir muchas cosas que se pueden encontrar fácilmente en otras obras, y que,
por consiguiente, sería una tarea tan enorme como poco útil. Creemos preferible
limitarnos a los puntos que hasta aquí han sido tratados de manera más insuficiente:
por eso es por lo que nos dedicaremos primeramente a disipar las confusiones y los
equívocos que frecuentemente hemos tenido la ocasión de constatar en este orden de
ideas, y después mostraremos sobre todo los errores que forman el fondo de la
doctrina espiritista, si es que se puede consentir en llamar a eso una doctrina.
Pensamos que sería difícil, y por lo demás poco interesante, considerar la
cuestión, en su conjunto, desde el punto de vista histórico; en efecto, se puede hacer
historia de una secta bien definida, que forma un todo claramente organizado, o que
posee al menos una cierta cohesión; pero no es así como se presenta el espiritismo.
Es necesario hacer observar que, desde el origen, los espiritistas han estado divididos
en varias escuelas, que después se han multiplicado todavía más, y que han
constituido siempre innumerables agrupaciones independientes y a veces rivales las
unas de las otras; y aunque fuera posible confeccionar una lista completa de todas
esas escuelas y de todas esas agrupaciones, la fastidiosa monotonía de una tal
enumeración no se compensaría ciertamente por el provecho que se podría sacar de
ella. Y todavía es menester agregar que, para poder llamarse espiritista, no es
indispensable pertenecer de ninguna manera a una asociación cualquiera; basta con
admitir ciertas teorías, que se acompañan ordinariamente de prácticas
correspondientes; muchas gentes pueden hacer espiritismo aisladamente, o en
pequeños grupos, sin vincularse a ninguna organización, y ese es un elemento que el
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historiador no podría alcanzar. En eso, el espiritismo se comporta de modo muy
diferente que el teosofismo y que la mayoría de las escuelas ocultistas; este punto
está lejos de ser el más importante entre todos los que le distinguen de ellas, pero es
la consecuencia de algunas otras diferencias menos exteriores, sobre las cuales
tendremos la ocasión de explicarnos. Pensamos que lo que acabamos de decir hace
comprender suficientemente por qué no vamos a introducir aquí las consideraciones
históricas sino en la medida en que nos parezcan susceptibles de aclarar nuestra
exposición, y sin hacer de ellas el objeto de una parte especial.
Otro punto que no entendemos tratar tampoco de una manera completa, es el
examen de los fenómenos que los espiritistas invocan en apoyo de sus teorías, y que
otros, aunque admiten igualmente su realidad, los interpretan de una manera
enteramente diferente. De ellos diremos suficiente como para indicar lo que
pensamos a este respecto, pero la descripción más o menos detallada de esos
fenómenos se ha dado tan frecuentemente por los experimentadores que sería
completamente superfluo volver aquí sobre ello; por lo demás, no es eso lo que nos
interesa aquí particularmente, y, a propósito de esto, preferimos señalar la
posibilidad de algunas explicaciones que los experimentadores de que se trata,
espiritistas o no, ciertamente no sospechan. Sin duda, conviene hacer observar que,
en el espiritismo, las teorías jamás se separan de la experiencia, y nos tampoco
entendemos separarlas enteramente en nuestra exposición; pero lo que pretendemos,
es que los fenómenos no proporcionan más que una base puramente ilusoria a las
teorías espiritistas, y también que, sin estas últimas, ya no se trata en absoluto de
espiritismo. Por lo demás, eso no nos impide reconocer que, si el espiritismo fuera
únicamente teórico, sería mucho menos peligroso de lo que es y no ejercería el
mismo atractivo sobre muchas gentes; e insistiremos tanto más sobre ese peligro
cuanto que constituye el más apremiante de los motivos entre los que nos han
determinado a escribir este libro.
Ya hemos dicho en otra parte cuan nefasta es, a nuestra parecer, la expansión de
esas teorías diversas que han visto la luz desde hace menos de un siglo, y que se
pueden designar, de una manera general, bajo el nombre de «neoespiritualismo».
Ciertamente, en nuestra época hay muchas otras «contraverdades» que es bueno
combatir igualmente; pero éstas tienen un carácter muy especial, que las hace más
dañinas quizás, y en todo caso de una manera diferente, que aquellas que se
presentan bajo una forma simplemente filosófica o científica. Todo eso, en efecto, es
más o menos «pseudoreligión»; esta expresión, que hemos aplicado al teosofismo,
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podríamos aplicarla también al espiritismo; aunque este último proclame
frecuentemente pretensiones científicas en razón del lado experimental en el que
cree encontrar, no solo la base, sino la fuente misma de su doctrina, en el fondo no es
más que una desviación del espíritu religioso, conforme a esta mentalidad
«cientifista» que es la de muchos de nuestros contemporáneos. Además, entre todas
las doctrinas «neoespiritualistas», el espiritismo es ciertamente la más extendida y la
más popular, y eso se comprende sin esfuerzo, ya que es su forma más «simplista»,
diríamos de buena gana la más grosera; está al alcance de todas las inteligencias, por
mediocres que sean, y los fenómenos sobre los que se apoya, o al menos los más
ordinarios de entre ellos, pueden ser obtenidos también por no importa quién. Así
pues, es el espiritismo el que hace el mayor número de víctimas, y sus desmanes se
han acrecentado aún en estos últimos años, en proporciones inesperadas, por un
efecto de la perturbación que los recientes acontecimientos han aportado a los
espíritus. Cuando hablamos aquí de desmanes y de víctimas, no son simples
metáforas: todas las cosas de ese género, y el espiritismo más todavía que las demás,
tienen como resultado desequilibrar y trastornar irremediablemente a una multitud de
infortunados que, si no las hubieran encontrado en su camino, habrían podido
continuar viviendo una vida normal. Hay ahí un peligro que no podría tenerse por
desdeñable, y que, en las circunstancias actuales sobre todo, es particularmente
necesario y oportuno denunciar con insistencia; y estas consideraciones vienen a
reforzar, para nos, la preocupación de orden más general, de salvaguardar los
derechos de la verdad contra todas las formas del error.
Debemos agregar que nuestra intención no es quedarnos en una crítica puramente
negativa; es menester que la crítica, justificada por las razones que acabamos de
decir, nos sea una ocasión de exponer al mismo tiempo algunas verdades. Aunque,
sobre muchos puntos, estaremos obligados a limitarnos a indicaciones bastante
resumidas para permanecer en los límites que entendemos imponernos, por ello no
pensamos menos que nos será posible hacer entrever así muchas cuestiones
ignoradas, susceptibles de abrir nuevas vías de investigaciones a aquellos que sepan
apreciar su alcance. Por lo demás, tenemos que prevenir que nuestro punto de vista
es muy diferente, bajo muchos aspectos, del punto de vista de la mayoría de los
autores que han hablado del espiritismo, tanto para combatirle como para defenderle;
nos nos inspiramos siempre, ante todo, en datos de la metafísica pura, tal como las
doctrinas orientales nos la han hecho conocer; estimamos que es solo así como se
pueden refutar plenamente algunos errores, y no colocándose en su propio terreno.
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Así mismo, sabemos muy bien que, desde el punto de vista filosófico, e incluso
desde el punto de vista científico, se puede discutir indefinidamente sin haber
avanzado más por ello, y que prestarse a tales controversias, es frecuentemente hacer
el juego al adversario, por poco que éste tenga alguna habilidad en hacer desviar la
discusión. Así pues, estamos más persuadidos que nadie de la necesidad de una
dirección doctrinal de la que jamás debe uno apartarse, y que es la única que permite
tocar ciertas cosas impunemente; y, por otra parte, como no queremos cerrar la
puerta a ninguna posibilidad, y no elevarnos más que contra lo que sabemos que es
falso, esta dirección no puede ser, para nosotros, más que de orden metafísico, en el
sentido en que, como hemos dicho en otra parte, se debía entender esta palabra. No
hay que decir que una obra como ésta no debe considerarse por eso como
propiamente metafísica en todas sus partes; pero no tememos afirmar que, en su
inspiración, hay más metafísica verdadera que en todo aquello a lo que los filósofos
dan este nombre indebidamente. Y que nadie se escandalice de esta declaración: esta
metafísica verdadera a la que hacemos alusión no tiene nada de común con las
farragosas sutilezas de la filosofía, ni con todas las confusiones que ésta crea y
mantiene por placer, y, además, el presente estudio, en su conjunto, no tendrá nada
del rigor de una exposición exclusivamente doctrinal. Lo que queremos decir, es que
somos guiados constantemente por principios que, para quienquiera que los ha
comprendido, son de una absoluta certeza, y sin los cuales uno corre mucho riesgo
de extraviarse en los tenebrosos laberintos del «mundo inferior», así como tantos
exploradores temerarios, a pesar de todos sus títulos científicos o filosóficos, nos han
dado ya el triste ejemplo de ello.
Todo eso no significa que despreciemos los esfuerzos de aquellos que se han
colocado en puntos de vista diferentes del nuestro; bien al contrario, estimamos que
todos esos puntos de vista, en la medida en que son legítimos y válidos, no pueden
sino armonizarse y completarse. Pero hay distinciones que hacer y una jerarquía que
observar: un punto de vista particular no vale más que en un cierto dominio, y es
menester respetar los límites más allá de los cuales cesa de ser aplicable; es lo que
olvidan demasiado frecuentemente los especialistas de las ciencias experimentales.
Por otra parte, aquellos que se colocan en el punto de vista religioso tienen la
inapreciable ventaja de una dirección doctrinal como ésta de la que hemos hablado,
pero que, en razón de la forma que reviste, no es universalmente aceptable, y que,
por lo demás, bastaría para impedirles perderse, pero no para proporcionarles
soluciones adecuadas a todas las cuestiones. Sea como sea, en presencia de los
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acontecimientos actuales, estamos persuadidos de que nunca se hará suficiente para
oponerse a ciertas actividades malhechoras, y de que todo esfuerzo que se cumpla en
este sentido, provisto que esté bien dirigido, tendrá su utilidad, al estar quizás mejor
adaptado que otro para incidir sobre tal o cual punto determinado; y para hablar un
lenguaje que algunos comprenderán, diremos también que nunca habrá demasiada
luz difundida para disipar todas las emanaciones del «Satélite sombrío».
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PRIMERA PARTE
Distinciones y precisiones necesarias
CAPÍTULO I
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
Puesto que nos proponemos distinguir primero el espiritismo de diversas otras
cosas que se confunden muy frecuentemente con él, y que sin embargo son muy
diferentes de él, es indispensable comenzar por definirle con precisión. A primera
vista, parece que se pueda decir esto: el espiritismo consiste esencialmente en
admitir la posibilidad de comunicar con los muertos; es eso lo que le constituye
propiamente, es decir, aquello sobre lo que todas las escuelas espiritistas están
necesariamente de acuerdo, cualesquiera que sean sus divergencias teóricas sobre
otros puntos más o menos importantes, puntos que consideran siempre como
secundarios en relación a éste. Pero eso no es suficiente: el postulado fundamental
del espiritismo, es que la comunicación con los muertos no es solo una posibilidad,
sino un hecho; si se admite únicamente a título de posibilidad, no se es
verdaderamente espiritista. Es cierto que, en este último caso, uno se impide así
rechazar de una manera absoluta la doctrina de los espiritistas, lo que ya es grave;
como tendremos que demostrarlo después, la comunicación con los muertos, tal
como ellos la entienden, es una imposibilidad pura y simple, y solo así se pueden
cortar todas sus pretensiones de una manera completa y definitiva. Fuera de esta
actitud, no podría haber más que compromisos más o menos penosos, y, cuando uno
se introduce en la vía de las concesiones y de los acomodos, es difícil saber dónde se
detendrá. Tenemos la prueba de ello en lo que les ha ocurrido a algunos, teosofistas
y ocultistas concretamente, que protestarían enérgicamente, y con razón por lo
demás, si se les tratase de espiritistas, pero que, por razones diversas, han admitido
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que la comunicación con los muertos podría tener lugar realmente en casos más o
menos raros y excepcionales. Reconocer eso, es en suma conceder a los espiritistas
la verdad de su hipótesis; pero éstos no se contentan solo con eso, y lo que
pretenden, es que esta comunicación se produce de una manera en cierto modo
corriente, en todas sus sesiones, y no solo una vez de cada cien o de cada mil. Así
pues, para los espiritistas, basta con colocarse en ciertas condiciones para que se
establezca la comunicación, que no consideran así como un hecho extraordinario,
sino como un hecho normal y habitual; y ésta es una precisión que conviene hacer
entrar en la definición misma del espiritismo.
Hay todavía otra cosa: hasta aquí, hemos hablado de comunicación con los
muertos de una manera muy vaga; pero, ahora, importa precisar que, para los
espiritistas, esta comunicación se efectúa por medios materiales. Éste es un elemento
completamente esencial para distinguir el espiritismo de algunas otras concepciones,
en las que se admiten solo comunicaciones mentales, intuitivas, una suerte de
inspiración; los espiritistas las admiten también, sin duda, pero no es a éstas a las que
les conceden la mayor importancia. Discutiremos este punto más tarde, pero
podemos decir de inmediato que la verdadera inspiración, que estamos muy lejos de
negar, tiene en realidad una fuente completamente diferente; pero tales concepciones
son ciertamente menos groseras que las concepciones propiamente espiritistas, y las
objeciones a las que dan lugar son de un orden algo diferente. Lo que consideramos
como propiamente espiritista, es la idea de que los «espíritus» actúen sobre la
materia, que produzcan fenómenos físicos, como desplazamientos de objetos, golpes
u otros ruidos variados, y así sucesivamente; aquí no mencionamos más que los
ejemplos más simples y más comunes, que son también los más característicos. Por
lo demás, conviene agregar que esta acción sobre la materia se supone que no se
ejerce directamente, sino por la intermediación de un ser humano vivo, que posee
facultades especiales, y que, en razón de este papel de intermediario, se llama
«médium». Es difícil definir exactamente la naturaleza del poder «mediumnico» o
«medianímico», y, sobre este punto, las opiniones varían; lo más ordinariamente
parece que se le considera como de orden fisiológico, o, si se quiere,
psicofisiológico. Hacemos observar desde ahora que la introducción de ese
intermediario no suprime las dificultades: a primera vista, no parece que a un
«espíritu» le sea más fácil actuar inmediatamente sobre el organismo de un ser vivo
que sobre un cuerpo inanimado cualquiera; pero aquí intervienen consideraciones un
poco más complejas.
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
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Los «espíritus», a pesar del apelativo que se les da, no se consideran como seres
puramente inmateriales; se pretende al contrario que están revestidos de una suerte
de envoltura que, aunque demasiado sutil para ser percibida normalmente por los
sentidos, por ello no es menos un organismo material, un verdadero cuerpo, y que se
designa bajo el nombre más bien bárbaro de «periespíritu». Si ello es así, uno puede
preguntarse por qué ese organismo no permite a los «espíritus» actuar directamente
sobre no importa cuál materia, y por qué le es necesario recurrir a un médium; eso, a
decir verdad, parece poco lógico; o bien, si el «periespíritu» es por sí mismo incapaz
de actuar sobre la materia sensible, debe ser lo mismo para el elemento
correspondiente que existe en el médium o en cualquier otro ser vivo, y entonces ese
elemento no sirve para nada en la producción de los fenómenos que se trata de
explicar. Naturalmente, nos contentamos con señalar de pasada esas dificultades, que
incumbe a los espiritistas resolver si pueden; carecería de interés proseguir una
discusión sobre esos puntos especiales, porque hay cosas mucho mejores que decir
contra el espiritismo; y, en cuanto a nos, no es ésta la manera en que la cuestión debe
plantearse. No obstante, creemos útil insistir un poco sobre la manera en que los
espiritistas consideran generalmente la constitución del ser humano, y decir de
inmediato, a fin de descartar todo equívoco, lo que reprochamos a esa concepción.
Los occidentales modernos tienen el hábito de concebir el compuesto humano
bajo una forma tan simplificada y tan reducida como es posible, puesto que no le
hacen consistir más que en dos elementos, de los cuales uno es el cuerpo, y al otro se
le llama indiferentemente alma o espíritu; decimos los occidentales modernos,
porque, ciertamente, esa teoría dualista no se ha implantado definitivamente sino
después de Descartes. No podemos emprender hacer aquí una historia, siquiera
sucinta, de la cuestión; solo diremos que, anteriormente, la idea que se hacían del
alma y del cuerpo no conllevaba esta completa oposición de naturaleza que hace su
unión verdaderamente inexplicable, y también que había, incluso en occidente,
concepciones menos «simplistas», y más aproximadas a las de los orientales, para
quienes el ser humano es un conjunto mucho más complejo. Con mayor razón se
estaba muy lejos de pensar entonces en este último grado de simplificación que
representan las teorías materialistas, más recientes todavía que todas las demás, y
según las cuales el hombre ya no es ni siquiera un compuesto, puesto que se reduce a
un elemento único, el cuerpo. Entre las antiguas concepciones a las que acabamos de
hacer alusión, sin remontar a la Antigüedad, y yendo solo hasta la Edad Media, se
encontrarían muchas que consideran en el hombre tres elementos, al distinguir el
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
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alma y el espíritu; por lo demás, hay una cierta fluctuación en el empleo de estos dos
términos, pero, lo más frecuentemente, el alma es el elemento medio, el elemento al
que corresponden en parte lo que algunos modernos han llamado el «principio vital»,
mientras que solo el espíritu es entonces el ser verdadero, permanente e
imperecedero. Es esta concepción ternaria la que los ocultistas, o al menos la
mayoría de entre ellos, han querido renovar, introduciendo en ella una terminología
especial; pero no han comprendido su sentido verdadero, y le han quitado todo
alcance por la manera fantasiosa en que se representan los elementos del ser
humano: así, hacen del elemento medio un cuerpo, el «cuerpo astral», que recuerda
singularmente al «periespíritu» de los espiritistas. Todas las teorías de este género
tienen el defecto de no ser en el fondo más que una suerte de transposición de las
concepciones materialistas; este «neoespiritualismo» nos aparece más bien como una
suerte de materialismo ensanchado, y este ensanche mismo es también algo ilusorio.
Aquello a lo que estas teorías se acercan más, y donde es menester buscar
probablemente su origen, son las concepciones «vitalistas», que reducen el elemento
medio del compuesto humano a la función de «principio vital» solo, y que apenas
parecen admitirle más que para explicar que el espíritu pueda mover el cuerpo,
problema insoluble en la hipótesis cartesiana. El vitalismo, porque plantea mal la
cuestión, y porque, al no ser en suma más que una teoría de fisiologistas, se coloca
en un punto de vista muy especial, da pie a una objeción de lo más simple: o se
admite, como Descartes, que la naturaleza del espíritu y la del cuerpo no tienen el
menor punto de contacto, y entonces no es posible que haya entre ellos un
intermediario o un término medio; o se admite al contrario, como los antiguos, que
tienen una cierta afinidad de naturaleza, y entonces el intermediario deviene inútil,
ya que esta afinidad basta para explicar que uno pueda actuar sobre el otro. Esta
objeción vale contra el vitalismo, y también contra las concepciones
«neoespiritualistas» en tanto que proceden de él y en tanto que adoptan su punto de
vista; pero, entiéndase bien, no puede nada contra las concepciones que consideran
las cosas bajo relaciones completamente diferentes, que son muy anteriores al
dualismo cartesiano, y por consiguiente enteramente extrañas a las preocupaciones
que éste ha creado, y que miran al hombre como un ser complejo para responder tan
exactamente como es posible a la realidad, y no para aportar una solución hipotética
a un problema artificial. Por lo demás, desde diversos puntos de vista, se pueden
establecer en el ser humano un número más o menos grande de divisiones y de
subdivisiones, sin que semejantes concepciones dejen por eso de ser conciliables; lo
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
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esencial es que no se divida a este ser humano en dos mitades que parezcan no tener
ninguna relación entre ellas, y que no se busque tampoco reunir después estas dos
mitades por un tercer término cuya naturaleza, en esas condiciones, no es ni siquiera
concebible.
Podemos ahora volver a la concepción espiritista, que es ternaria, puesto que
distingue el espíritu, el «periespíritu» y el cuerpo; en un sentido, puede parecer
superior a la de los filósofos modernos, puesto que admite un elemento más, pero
esta superioridad no es más que aparente, porque la manera en que se considera este
elemento no corresponde a la realidad. Volveremos sobre esto después, pero hay otro
punto sobre el que, sin poder tratarle completamente por el momento, tenemos que
llamar la atención desde ahora, y ese punto es éste: si la teoría espiritista es ya muy
inexacta en lo que concierne a la constitución del hombre durante la vida, es
enteramente falsa cuando se trata del estado de este mismo hombre después de la
muerte. Tocamos aquí el fondo mismo de la cuestión, que entendemos reservar para
más tarde; pero, en dos palabras, podemos decir que el error consiste sobre todo en
esto: según el espiritismo, no habría cambiado nada por la muerte, si no es que el
cuerpo ha desaparecido, o más bien que ha sido separado de los otros dos elementos,
que permanecen unidos uno al otro como precedentemente; en otros términos, el
muerto no se diferenciaría del vivo sino en que tendría un elemento menos, el
cuerpo. Se comprenderá sin esfuerzo que una tal concepción sea necesaria para que
se pueda admitir la comunicación entre los muertos y los vivos, y también que la
persistencia del «periespíritu», elemento material, sea no menos necesaria para que
esta comunicación pueda tener lugar por medios igualmente materiales; entre estos
diversos puntos de la teoría, hay un cierto encadenamiento; pero lo que se
comprende mucho menos bien, es que la presencia de un médium constituya, a los
ojos de los espiritistas, una condición indispensable para la producción de los
fenómenos. Lo repetimos, una vez admitida la hipótesis espiritista, no vemos por qué
un «espíritu» actuaría diferentemente por medio de un «periespíritu» extraño que por
medio del suyo propio; o bien, si la muerte modifica el «periespíritu» quitándole
ciertas posibilidades de acción, la comunicación aparece entonces bien
comprometida. Sea como sea, los espiritistas insisten tanto sobre el papel del
médium y le dan tanta importancia, que puede decirse sin exageración que hacen de
él uno de los puntos fundamentales de su doctrina.
Nos no contestamos de ninguna manera la realidad de las facultades dichas
«mediumnicas», y nuestra crítica no recae más que sobre la interpretación que dan
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
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de ellas los espiritistas; por lo demás, experimentadores que no son espiritistas no
ven ningún inconveniente en emplear la palabra «mediumnidad», simplemente para
hacerse comprender conformándose con ello al hábito recibido, y aunque esta
palabra ya no tenga entonces su razón de ser primitiva; así pues, nosotros
continuaremos haciendo lo mismo. Por otra parte, cuando decimos que no
comprendemos bien el papel atribuido al médium, queremos decir que es
colocándonos en el punto de vista de los espiritistas como no lo comprendemos, al
menos fuera de algunos casos determinados: sin duda, si un «espíritu» quiere llevar a
cabo tales acciones particulares, si quiere hablar por ejemplo, no podrá hacerlo más
que apoderándose de los órganos de un hombre vivo; pero ya no es la misma cosa
cuando el médium no hace sino prestar al «espíritu» una cierta fuerza más o menos
difícil de definir, y a la cual se han dado denominaciones variadas: fuerza neúrica,
ódica, ecténica y muchas otras todavía. Para escapar a las objeciones que hemos
planteado precedentemente, es menester admitir que esta fuerza no forma parte
integrante del «periespíritu», y que, al no existir más que en el ser vivo, es más bien
de naturaleza fisiológica; nos no contradecimos esto, pero el «periespíritu», si hay
«periespíritu», debe servirse de esta fuerza para actuar sobre la materia sensible, y
entonces uno puede preguntarse cuál es su utilidad propia, sin contar con que la
introducción de este nuevo intermediario está lejos de simplificar la cuestión.
Finalmente, parece que sea menester, o distinguir esencialmente el «periespíritu» y
la fuerza neúrica, o negar pura y simplemente el primero para no conservar más que
la segunda, o renunciar a toda explicación inteligible. Además, si la fuerza neúrica
basta para dar cuenta de todo, lo que concuerda mejor que toda otra suposición con
la teoría mediumnica, la existencia del «periespíritu» ya no aparece sino como una
hipótesis enteramente gratuita; pero ningún espiritista aceptará esta conclusión, tanto
más cuanto que, a falta de toda otra consideración, hace ya bien dudosa la
intervención de los muertos en los fenómenos, que parece posible explicar más
simplemente por algunas propiedades más o menos excepcionales del ser vivo. Por
lo demás, al decir de los espiritistas, estas propiedades no tienen nada de anormal:
existen en todo ser humano, al menos en el estado latente; lo que es raro, es que
alcancen un grado suficiente como para producir fenómenos evidentes, y los
médiums propiamente dichos son los individuos que se encuentran en este último
caso, ya sea que sus facultades se hayan desarrollado espontáneamente o por el
efecto de un entrenamiento especial; por lo demás, esta rareza no es sino relativa.
DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
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Ahora, hay todavía un último punto sobre el que juzgamos útil insistir: cuando se
habla de «comunicar con los muertos», se emplea una expresión cuya ambigüedad
muchas gentes, comenzando por los espiritistas mismos, ni siquiera sospechan; si se
entra realmente en comunicación con algo, ¿cuál es exactamente su naturaleza? Para
los espiritistas, la respuesta es extremadamente simple: eso con lo que se comunica,
es lo que ellos llaman impropiamente «espíritus»; decimos impropiamente a causa de
la presencia supuesta del «periespíritu»; un tal «espíritu» es idénticamente el mismo
individuo humano que ha vivido anteriormente sobre la tierra, y, salvo que ahora
está «desencarnado», es decir, despojado de su cuerpo visible y tangible, ha
permanecido absolutamente tal cual era durante su vida terrestre, o más bien es tal
como sería si esta vida hubiera continuado hasta ahora; en una palabra, es el hombre
verdadero el que «sobrevive» y el que se manifiesta en los fenómenos del
espiritismo. Pero sorprenderíamos mucho a los espiritistas, y sin duda también a la
mayoría de sus adversarios, al decir que la simplicidad misma de esta respuesta nada
tiene de satisfactoria; en cuanto a aquellos que hayan comprendido lo que ya hemos
dicho a propósito de la constitución del ser humano y de su complejidad,
comprenderán también la correlación que existe entre las dos cuestiones. La
pretensión de comunicar con los muertos en el sentido que acabamos de decir es algo
muy nuevo, y es uno de los elementos que dan al espiritismo un carácter
específicamente moderno; antiguamente, si ocurría que se hablaba también de
comunicar con los muertos, era de una manera completamente diferente como se
entendía; sabemos bien que eso parecerá muy extraordinario a la gran mayoría de
nuestros contemporáneos, pero no obstante es así. Explicaremos esta afirmación
después, pero hemos tenido que formularla antes de ir más lejos, en primer lugar
porque, sin eso, la definición del espiritismo permanecería vaga, imprecisa e
incompleta, aún mucho más de lo que algunos podrían apercibirse, y después porque
es sobre todo la ignorancia de esta cuestión la que hace tomar al espiritismo por otra
cosa que la doctrina de invención completamente reciente que es en realidad.
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CAPÍTULO II
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
El espiritismo data exactamente de 1848; importa precisar esta fecha, porque
diversas particularidades de las teorías espiritistas reflejan la mentalidad especial de
su época de origen, y porque es en los periodos agitados y perturbados, como lo fue
éste, donde las cosas de este género, gracias al desequilibrio de los espíritus, nacen y
se desarrollan de preferencia. Las circunstancias que rodearon los comienzos del
espiritismo son lo bastante conocidas y ya se han contando muchas veces; así pues,
nos bastará con recodarlas brevemente, insistiendo solo sobre los puntos más
particularmente instructivos, y que son quizás los que se han subrayado menos.
Como muchos otros movimientos análogos, se sabe que es en América donde el
espiritismo tuvo su punto de partida: los primeros fenómenos se produjeron en
diciembre de 1847 en Hydesville, en el Estado de New York, en una casa donde
acababa de instalarse la familia Fox, que era de origen alemán, y cuyo nombre era
primitivamente Voss. Si mencionamos este origen alemán, es porque, si un día se
quieren establecer completamente las causas reales del movimiento espiritista, no
deberá descuidarse dirigir algunas investigaciones del lado de Alemania; luego
diremos por qué. Por lo demás, parece que la familia Fox no haya jugado en el
asunto, al comienzo al menos, más que una función completamente involuntaria, y
que, incluso después, sus miembros no hayan sido más que instrumentos pasivos de
una fuerza cualquiera, como lo son todos los médiums. Sea como sea, los fenómenos
en cuestión, que consistían en ruidos diversos y en desplazamientos de objetos, no
tenían en suma nada de nuevo ni de inusitado; eran semejantes a los que se han
observado siempre en lo que se llaman las casas «encantadas»; lo que hubo allí de
nuevo, es el partido que se sacó de ello ulteriormente. Al cabo de algunos meses, se
tuvo la idea de hacer al golpeador misterioso algunas preguntas a las que respondió
correctamente; al comienzo solo se le preguntaban números, que él indicaba por
series de golpes regulares; fue un cuáquero llamado Issac Post quien tuvo la idea de
numerar las letras del alfabeto latino invitando al «espíritu» a designar por un golpe
las que componían las palabras que quería hacer escuchar, y quien inventó así el
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
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medio de comunicación que se llamó spiritual telegraph. El «espíritu» declaró que
era un cierto Charles B. Rosna, buhonero en vida, que había sido asesinado en esa
casa y enterrado en la bodega, donde se encontraron efectivamente algunos restos de
osamentas. Por otra parte, se observó que los fenómenos se producían sobre todo en
presencia de las señoritas Fox, y es de ahí de donde resultó el descubrimiento de la
mediumnidad; entre los visitantes que acudieron cada vez más numerosos, los hubo
que, con razón o sin ella, creyeron constatar que estaban dotados del mismo poder.
Desde entonces, el moderm spiritualism, como se le llamo primero, estaba fundado;
su primera denominación era en suma la más exacta, pero, sin duda para abreviar, en
los países anglosajones, se ha llegado a emplear lo más frecuentemente la palabra de
spiritualism sin epíteto; en cuanto al nombre de «espiritismo» es en Francia donde se
inventó un poco más tarde.
Pronto se constituyeron reuniones o spiritual circles, donde se revelaron nuevos
médiums en gran número; según las «comunicaciones» o «mensajes» que se
recibieron en ellas, este movimiento espiritista, que tenía como meta el
establecimiento de relaciones regulares entre los habitantes de los dos mundos, había
sido preparado por «espíritus» científicos y filosóficos que, durante su existencia
terrestre, se habían ocupado especialmente de investigaciones sobre la electricidad y
sobre otros diversos fluidos imponderables. A la cabeza de los dichos «espíritus» se
encontraba Benjamin Franklin, que se pretende que dio frecuentemente indicaciones
sobre la manera de desarrollar y de perfeccionar las vías de comunicación entre los
vivos y los muertos. En efecto, desde los primeros tiempos se las ingeniaron para
encontrar, con el concurso de los «espíritus», medios más cómodos y más rápidos:
de ahí las mesas giratorias y golpeantes, los cuadrantes alfabéticos, los lápices atados
a canastas o a planchas móviles, y otros instrumentos análogos. El empleo del
nombre de Benjamin Franklin, además de que era bastante natural en el medio
americano, es bien característico de algunas tendencias que debían afirmarse en el
espiritismo; ciertamente, él no intervino para nada en este asunto, pero los
adherentes del nuevo movimiento no podían hacer verdaderamente nada mejor que
colocarse bajo el patronazgo de este «moralista» de la más increíble vulgaridad. Y,
sobre este punto, conviene hacer otra reflexión: los espiritistas han conservado algo
de algunas teorías que tuvieron curso hacia fines del siglo XVIII, época en que se
tenía la manía de hablar de «fluidos» a propósito de todo; la hipótesis del «fluido
eléctrico», hoy día abandonada desde hace mucho tiempo, sirvió de tipo a muchas
otras concepciones, y el «fluido» de los espiritistas se parece tanto al de los
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
15
magnetizadores, que el mesmerismo, aunque está muy alejado del espiritismo, puede
considerarse en un sentido como uno de sus precursores y como habiendo
contribuido en una cierta medida a preparar su aparición.
La familia Fox, que se consideraba ahora como especialmente encargada de la
misión de difundir el conocimiento de los fenómenos «espiritualistas», fue expulsada
de la iglesia episcopal metodista a la que pertenecía. Después, fue a establecerse a
Rochester, donde los fenómenos continuaron, y donde al comienzo estuvo expuesta a
la hostilidad de una gran parte de la población; hubo incluso un verdadero tumulto
en el que estuvo a punto de ser masacrada, y no debió su salvación más que a la
intervención de un cuáquero llamado George Willets. Es la segunda vez que vemos a
un cuáquero desempeñar un papel en esta historia, y eso se explica sin duda por
algunas afinidades que esta secta presenta incontestablemente con el espiritismo: no
hacemos alusión solo a las tendencias «humanitarias», sino también a la extraña
«inspiración» que se manifiesta en las asambleas de los cuáqueros, y que se anuncia
por el temblor al que deben su nombre; hay algo ahí que se parece singularmente a
ciertos fenómenos mediumnicos, aunque la interpretación difiera naturalmente. En
todo caso, se concibe que la existencia de una secta como la de los cuáqueros haya
podido contribuir a hacer aceptar las primeras manifestaciones «espiritualistas»1;
quizás hubo también, en el siglo XVIII, una relación análoga entre las hazañas de los
convulsionarios jansenistas y el éxito del «magnetismo animal»2.
Lo esencial de lo que precede está tomado del relato de un autor americano,
relato que todos los demás se han contentado después con reproducir más o menos
fielmente; ahora bien, es curioso que este autor, que se ha hecho el historiador de los
comienzos del modern spiritualism3, sea Mme Emma Hardinge-Britten, que era
miembro de la sociedad secreta designada por las iniciales «H. B. of L.» (Hermetic
Brotherhood of Luxor), de la que ya hemos hablado en otra parte a propósito de los
orígenes de la Sociedad Teosófica. Decimos que ese hecho es curioso, porque la H.
B. of L., aunque se oponía claramente a las teorías del espiritismo, por ello no
pretendía menos haber estado mezclada de una manera muy directa en la producción
1 Por una coincidencia bastante curiosa, el fundador de la secta de los cuáqueros, en el siglo XVII,
se llamaba George Fox; se pretende que tenía, así como algunos de su discípulos inmediatos, el poder
de curar las enfermedades.
2 Para explicar el caso de los convulsionarios, Allan Kardec hace intervenir, además del
magnetismo, «espíritus de una naturaleza más elevada» (Le Livre des Esprits, pp. 210-212).
3 History of modern american spiritualism.
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
16
de este movimiento. En efecto, según las enseñanzas de la H. B. of L., los primeros
fenómenos «espiritualistas» no habrían sido provocados por los «espíritus» de los
muertos, sino más bien por hombres vivos que actuaban a distancia, por medios
conocidos solo por algunos iniciados; y esos iniciados habrían sido, precisamente,
los miembros del «círculo interior» de la H. B. of L. Desafortunadamente, es difícil
remontar, en la historia de esta asociación, más allá de 1870, es decir, del año mismo
en que Mme Hardinge-Britten publicó el libro de que acabamos de hablar (libro en el
que, bien entendido, no se hace ninguna alusión a lo que estamos tratando ahora);
algunos han creído poder decir también que, a pesar de sus pretensiones a una gran
antigüedad, apenas databa de aquella época. Pero, incluso si eso fuera verdad, no lo
sería más que para la forma que la H. B. of L. había revestido en último lugar; en
todo caso, ésta había recibido la herencia de diversas otras organizaciones que, ellas
sí, existían muy ciertamente antes de mediado el siglo XIX, como la «fraternidad de
Eulis», que estaba dirigida, al menos exteriormente, por Pascal Beverly Randolph,
personaje muy enigmático que murió en 1875. En el fondo, poco importan el nombre
y la forma de la organización que haya intervenido efectivamente en los
acontecimientos que acabamos de recordar; y debemos decir que la tesis de la H. B.
of L., en sí misma e independientemente de esas contingencias, nos aparece al menos
como muy plausible; vamos a intentar explicar las razones de ello.
A este efecto, no nos parece inoportuno formular algunas observaciones
generales sobre las «casas encantadas», o sobre lo que algunos han propuesto llamar
«lugares fatídicos»; los hechos de ese género están lejos de ser raros, y han sido
conocidos siempre; se encuentran ejemplos de ello tanto en la Antigüedad como en
la Edad Media y en los tiempos modernos, como lo prueba concretamente lo que se
cuenta en una carta de Plinio el Joven. Ahora bien, los fenómenos que se producen
en parecido caso ofrecen una constancia completamente destacable; pueden ser más
o menos intensos, más o menos complejos, pero tienen ciertos rasgos característicos
que se encuentran siempre y por todas partes; por otra parte, el hecho de Hydesville
no debe contarse ciertamente entre los más destacables, ya que no se constatan en él
más que los más elementales de esos fenómenos. Conviene distinguir al menos dos
casos principales: en el primero, que sería el de Hydesville si lo que hemos contado
es bien exacto, se trata de un lugar donde alguien ha perecido de muerte violenta, y
donde, además, el cuerpo de la víctima ha permanecido oculto. Si indicamos la
reunión de estas dos condiciones, es porque, para los antiguos, la producción de los
fenómenos estaba ligada al hecho de que la víctima no hubiera recibido la sepultura
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
17
regular, acompañada de algunos ritos, y porque es solo cumpliendo estos ritos,
después de haber encontrado el cuerpo, como se los podía hacer cesar; es lo que se
ve en el relato de Plinio el Joven, y hay ahí algo que merecería retener la atención. A
propósito de esto, sería muy importante determinar exactamente lo que eran los
«manes» para los antiguos, y también lo que éstos entendían por diversos otros
términos que no eran de ningún modo sinónimos, aunque los modernos ya no saben
apenas hacer su distinción; las investigaciones de este orden podrían esclarecer de
una manera bien inesperada la cuestión de las evocaciones, sobre la que volveremos
más adelante. En el segundo caso, ya no se trata de manifestaciones de un muerto, o
más bien, para permanecer en la vaguedad que conviene aquí hasta nueva orden, de
algo que proviene de un muerto; se trata al contrario del hecho de la acción de un
hombre vivo: hay, en los tiempos modernos, ejemplos típicos, que han sido
cuidadosamente constatados en todos sus detalles, y el que se cita más
frecuentemente, que ha devenido en cierto modo clásico, está constituido por los
hechos que se produjeron en el presbiterio de Cideville, en Normandía, de 1849 a
1851, es decir, muy poco tiempo después de los acontecimientos de Hydesville, y
cuando éstos eran todavía casi desconocidos en Francia1. Digámoslo claramente, son
hechos de brujería bien caracterizados, que no pueden interesar en nada a los
espiritistas, salvo en que parecen proporcionar una confirmación a la teoría de la
mediumnidad entendida en un sentido bastante amplio: es menester que el brujo que
quiere vengarse de los habitantes de una casa llegue a tocar a uno de ellos que
devendrá desde entonces su instrumento inconsciente e involuntario, y que servirá
por así decir de «soporte» a una acción que, en adelante, podrá ejercerse a distancia,
pero solo cuando ese «sujeto» pasivo esté presente. No es un médium en el sentido
en que lo entienden los espiritistas, puesto que la acción de la que es el medio no
tiene el mismo origen, pero es algo análogo, y se puede suponer al menos, sin
precisar más, que en ambos casos son fuerzas del mismo orden las que se ponen en
juego; es lo que pretenden los ocultistas modernos que han estudiado estos hechos, y
que, es menester decirlo, han sido influenciados todos más o menos por la teoría
espiritista. En efecto, desde que el espiritismo existe, cuando una «casa encantada»
se señala en alguna parte, en virtud de una idea preconcebida, se comienza por
1 Los hechos de Cideville han sido contados desde 1853 por Eudes de Mirville, quien había sido
testigo ocular de los mismos, en un libro titulado Des esprits et de leurs manifestations fluidiques,
donde se encuentra también la indicación de varios hechos análogos, y que fue seguido de cinco
volúmenes más que tratan del mismo orden de cuestiones.
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
18
buscar el médium, y, con un poco de buena voluntad, se llega siempre a descubrir
uno, o varios incluso; no queremos decir que siempre se esté equivocado; pero ha
habido también ejemplos de lugares enteramente desiertos, de casas abandonadas,
donde se producían fenómenos de obsesión en ausencia de todo ser humano, y no
puede pretenderse que testigos accidentales, que frecuentemente no los observaron
sino de lejos, hayan jugado en ellos la función de médiums. Es poco verosímil que
las leyes según las cuales operan ciertas fuerzas, cualesquiera que sean, hayan sido
cambiadas; así pues, mantendremos, contra los ocultistas, que la presencia de un
médium no es siempre una condición necesaria, y que, aquí como en otras partes, es
menester desconfiar de los prejuicios que arriesgan falsear el resultado de una
observación. Añadiremos que la obsesión sin médium pertenece al primero de los
dos casos que hemos distinguido: un brujo no tendría ninguna razón para apartarse a
un lugar deshabitado, y, por lo demás, puede que tuviera necesidad, para actuar, de
condiciones que no son requeridas para fenómenos que se producen
espontáneamente, aunque esos fenómenos presenten apariencias casi similares por
una y otra parte. En el primer caso, que es la verdadera obsesión, la producción de
los fenómenos está vinculada al lugar mismo que ha sido el escenario de un crimen o
de un accidente, y en donde ciertas fuerzas se encuentran condensadas de una
manera permanente; así pues, es en ese lugar donde los observadores deberían poner
entonces su atención principalmente; ahora bien, el hecho de que la acción de las
fuerzas en cuestión sea intensificada a veces por la presencia de personas dotadas de
algunas propiedades, eso nada tiene de imposible, y es quizás así como las cosas han
pasado en Hydesville, admitiendo siempre que los hechos se hayan contado
exactamente, lo que, por lo demás, no tenemos ninguna razón especial para ponerlo
en duda.
En el caso que parece explicable por «algo» que no hemos definido, que proviene
de un muerto, pero que no es ciertamente su espíritu, si por espíritu se entiende la
parte superior del ser, ¿debe esta explicación excluir toda posibilidad de intervención
de hombres vivos? No lo creemos necesariamente, y no vemos por qué una fuerza
preexistente no podría ser dirigida y utilizada por ciertos hombres que conozcan sus
leyes; parece más bien que eso deba ser relativamente más fácil que actuar allí donde
ninguna fuerza de ese género existía anteriormente, lo que, no obstante, hace un
simple brujo. Naturalmente, debe suponerse que los «adeptos», para emplear un
término rosicruciano cuyo uso ha devenido bastante corriente, o iniciados de un
rango elevado, tienen medios de acción superiores a los de los brujos, y por lo demás
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
19
muy diferentes, no menos diferentes que la meta que se proponen; bajo esta última
relación, sería menester precisar también que puede haber iniciados de muchos tipos,
pero, por el momento, consideraremos la cosa de una manera completamente
general. En el extraño discurso que pronunció en 1898 ante una asamblea de
espiritistas, y que hemos citado largamente en nuestra historia del teosofismo1, Mme
Annie Besant pretendió que «adeptos», que habían provocado el movimiento
«espiritualista», se habían servido de las «almas de los muertos»; como se proponía
intentar un aproximamiento con los espiritistas, pareció tomar, con más o menos
sinceridad, esta expresión de «almas de los muertos» en el sentido que los espiritistas
le dan; pero en nuestro caso, que no tenemos ningún trasfondo «político», podemos
entenderlo de manera muy diferente, es decir, como designando simplemente ese
«algo» de que venimos hablando. Nos parece que esta interpretación concuerda
mucho mejor que toda otra con la tesis de la H. B. of L.; ciertamente, no es eso lo
que más nos importa, pero esta constatación nos da que pensar que los miembros de
la organización de que se trata, o al menos sus dirigentes, sabían verdaderamente a
qué atenerse sobre la cuestión; en todo caso, lo sabían ciertamente mejor que Mme
Besant, cuya tesis, a pesar del correctivo que aportaba en ella, no era mucho más
aceptable para los espiritistas. Por lo demás, creemos que, en la circunstancia, es
exagerado querer hacer intervenir a «adeptos» en el sentido estricto de esta palabra;
pero repetimos que puede ser que iniciados, cualesquiera que sean, hayan provocado
los fenómenos de Hydesville, sirviéndose para ello de las condiciones favorables que
allí encontraron, o que, al menos, hayan impreso una cierta dirección determinada a
esos fenómenos cuando ya habían comenzado a producirse. No afirmamos nada a
este respecto, solo decimos que la cosa no tiene nada de imposible, sea lo que sea lo
que algunos puedan pensar de ello; no obstante, agregaremos que hay todavía otra
hipótesis que puede parecer más simple, lo que no quiere decir forzosamente que sea
más verdadera: es que los agentes de la organización en causa, ya sea la H. B. of L. o
cualquier otra, se hayan contentado con aprovechar lo que pasaba para crear el
movimiento «espiritualista», actuando por una especie de sugestión sobre los
habitantes y los visitantes de Hydesville. Esta última hipótesis representa para nos un
mínimo de intervención, y es menester aceptar al menos este mínimo, ya que sin eso,
no habría ninguna razón plausible para que el hecho de Hydesville haya tenido
1 Discurso pronunciado en la Alianza Espiritualista de Londres el 7 de abril de 1898: ver El
Teosofismo, pp. 133-137, ed. francesa.
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
20
consecuencias que jamás habían tenido los otros hechos análogos que se habían
presentado anteriormente; si un tal hecho fuera, por sí mismo, la condición suficiente
para el nacimiento del espiritismo, éste habría aparecido ciertamente en una época
mucho más remota. Por lo demás, apenas sí creemos en los movimientos
espontáneos, ya sean del orden político, o del orden religioso, o de ese dominio tan
mal definido del que nos ocupamos al presente; es menester siempre un impulso,
aunque las gentes que devienen después los jefes aparentes del movimiento puedan
ignorar frecuentemente su proveniencia tanto como los demás; pero es muy difícil
decir exactamente cómo han pasado las cosas en un caso de este género, ya que es
evidente que ese lado de los acontecimientos no se encuentra consignado en ningún
proceso verbal, y es por eso por lo que los historiadores que quieren apoyarse a toda
costa únicamente en documentos escritos no los tienen en cuenta y prefieren
negarlos pura y simplemente, cuando es quizás lo más esencial de todo. Estas
últimas reflexiones tienen, en nuestro pensamiento, un alcance muy general; las
dejaremos aquí para no lanzarnos a una disgresión demasiado larga, y volveremos
sin más dilación a lo que concierne especialmente al origen del espiritismo.
Hemos dicho que había habido casos similares al de Hydesville, y más antiguos;
el más semejante de todos, es el que ocurrió en 1762 en Dibbelsdorf, en Sajonia,
donde el «espectro golpeador» respondió exactamente de la misma manera a las
preguntas que se le hacían1; así pues, si no hubiera sido menester otra cosa, el
espiritismo, habría podido nacer muy bien en esta circunstancia, tanto más cuanto
que el acontecimiento fue bastante sonado como para atraer la atención de las
autoridades y la de los expertos. Por otra parte, algunos años antes de los comienzos
del espiritismo, el Dr. Kerner había publicado un libro sobre el caso de la «vidente
de Prevorst», Mme Hauffe, alrededor de la cual se producían numerosos fenómenos
del mismo orden; se observará que este caso, como el precedente, tuvo lugar en
Alemania, y, aunque los haya habido también en Francia y en otras partes, ésta es
una de las razones por las que hemos hecho observar el origen alemán de la familia
Fox. Es interesante, a este propósito, indicar otras aproximaciones: en la segunda
mitad del siglo XVII, algunas ramas de la alta masonería alemana se ocuparon
particularmente de evocaciones; la historia más conocida en ese dominio es la de
Schroeper, que se suicidó en 1774. No era de espiritismo de lo que se trataba
1 Un relato de este hecho, según los documentos contemporáneos, ha sido publicada en la Revue
Spirite en 1858.
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
21
entonces, sino de magia, lo que es extremadamente diferente, como lo explicaremos
después; pero por ello no es menos verdad que las prácticas de este género, si
hubieran sido vulgarizadas, habrían podido determinar un movimiento tal como el
espiritismo, a consecuencia de las ideas falsas que el gran público se habría hecho
inevitablemente a su respecto. Hubo ciertamente también en Alemania, desde el
comienzo del siglo XIX, otras sociedades secretas que no tenían el carácter
masónico, y que se ocupaban igualmente de magia y de evocaciones, al mismo
tiempo que de magnetismo; ahora bien, la H. B. of L., o aquella de la que tomó la
sucesión, estuvo precisamente en relación con algunas de estas organizaciones.
Sobre este último punto, se pueden encontrar indicaciones en una obra anónima
titulada Ghostland1, que fue publicada bajo los auspicios de la H. B. of L., y que
algunos han creído incluso poder atribuirla a Mme Hardinge-Britten; por nuestra
parte, no creemos que ésta haya sido realmente su autora, pero al menos es probable
que se ocupara de editarla2. Pensamos que habría que dirigir por ese lado
investigaciones cuyo resultado podría ser muy importante para disipar ciertas
obscuridades; no obstante, si el movimiento espiritista no fue suscitado primero en
Alemania, sino en América, es porque debía encontrar en esta última región un
medio más favorable que en cualquier otra parte, como lo prueba por lo demás la
prodigiosa eclosión de sectas y de escuelas «neoespiritualistas» que se han podido
constatar allí desde ese entonces, y que continúa actualmente más que nunca.
Nos queda plantear aquí una última cuestión: ¿qué meta se proponían los
inspiradores del modern spritualism en sus comienzos? Parece que el nombre mismo
que se dio entonces a este movimiento lo indica de una manera bastante clara: se
trataba de luchar contra la invasión del materialismo, que alcanzaba efectivamente
en aquella época su mayor extensión, y al cual se quería oponer así una suerte de
contrapie; y, al llamar la atención sobre fenómenos para los que el materialismo, al
menos el materialismo ordinario, era incapaz de proporcionar una explicación
1 Esta obra ha sido traducida al francés, aunque bastante mal, y solamente en parte, bajo este
título: Au Pays des Esprits, que es demasiado equívoco y que apenas sí traduce el sentido real del
título inglés.
2 Otros han creído que el autor de Ghostland y de Art Magic era el mismo que el autor de Light of
Egypt, de Celestial Dynamics y de Language of the Stars (Sédir, Histoire des Rose-Croix, p. 122);
pero podemos afirmar que se trata de un error. El autor de las tres últimas obras, igualmente
anónimas, es T. H. Burgoyne, que fue secretario de la H. B. of L. Las dos primeras son muy
anteriores.
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
22
satisfactoria, se le combatía en cierto modo sobre su propio terreno, lo que no podía
tener razón de ser más que en la época moderna, ya que el materialismo propiamente
dicho es de origen muy reciente, no menos que el estado de espíritu que acuerda a
los fenómenos y a su observación una importancia casi exclusiva. Si la meta fue
ciertamente la que acabamos de definir, y al referirnos a las afirmaciones de la H.B.
of L., ahora es el momento de recordar lo que hemos dicho más atrás de pasada, a
saber, que hay iniciados de tipos muy diferentes, y que, frecuentemente, pueden
encontrarse en oposición entre ellos; así, entre las sociedades secretas alemanas a las
que hemos hecho alusión, las hay que, al contrario, profesaban teorías absolutamente
materialistas, aunque de un materialismo singularmente más extenso que el de la
ciencia oficial. Entiéndase bien, cuando hablamos de iniciados como lo hacemos en
este momento, no tomamos esta palabra en su acepción más elevada, sino que
queremos designar simplemente a hombres que poseen ciertos conocimientos que no
son del dominio público; por eso es por lo que hemos tenido cuidado de precisar que
debía haber un error en suponer qué «adeptos» hayan podido estar interesados, al
menos directamente, en la creación del movimiento espiritista. Esta precisión
permite explicar que existan contradicciones y oposiciones entre escuelas diferentes;
naturalmente no hablamos más que de escuelas que tienen conocimientos reales y
serios, aunque de un orden relativamente inferior, y que no se parecen en nada a las
múltiples formas del «neoespiritualismo»; estas últimas serían más bien sus
contrahechuras. Ahora, otra cuestión se presenta todavía: si suscitar el espiritismo
para luchar contra el materialismo, era en suma combatir un error con otro error,
¿por qué actuar así? A decir verdad, puede ser que el movimiento se desviara
prontamente al extenderse y al popularizarse, que escapara al control de sus
inspiradores, y que el espiritismo tomara desde entonces un carácter que no
respondía apenas a sus intenciones; cuando se quiere hacer obra de vulgarización, se
deben esperar accidentes de este género, que son casi inevitables, ya que hay cosas
que no pueden ponerse impunemente al alcance del primero que llega, y esta
vulgarización corre el riesgo de tener consecuencias que es casi imposible prever; y,
en el caso que nos ocupa, si los promotores habían previsto estas consecuencias en
una cierta medida, pudieron haber pensado, con razón o sin ella, que se trataba de un
mal menor en comparación con el que se trataba de impedir. En cuanto a nos, no
creemos que el espiritismo sea menos pernicioso que el materialismo, aunque sus
peligros sean enteramente diferentes; pero otros pueden juzgar las cosas de otro
modo, y estimar también que la coexistencia de dos errores opuestos, que se limitan
LOS ORÍGENES DEL ESPIRITISMO
23
por así decir uno al otro, sea preferible a la libre expansión de uno solo de esos
errores. Puede ser incluso que muchas corrientes de ideas, tan divergentes como es
posible, hayan tenido un origen análogo, y que hayan sido destinadas a servir a una
suerte de juego de equilibrio que caracterice a una política muy especial; en este
orden de cosas, se estaría en un gran error al atenerse a las apariencias exteriores.
Finalmente, si una acción pública de alguna extensión no puede operarse más que en
detrimento de la verdad, hay algunos que toman bastante fácilmente su partido,
demasiado fácilmente quizás; ya se conoce el adagio: vulgus vult decipí, que algunos
completan así: ergo decipiatur; y en eso hay también un rasgo, más frecuente de lo
que se creería, de esta política a la que hacemos alusión. Uno puede guardar así la
verdad para sí mismo y difundir al mismo tiempo errores que uno sabe que son tales,
pero que se juzgan oportunos; agregaremos que puede haber también una actitud
completamente diferente, que consiste en decir la verdad para aquellos que son
capaces de comprenderla, sin preocuparse demasiado de los demás; estas actitudes
contrarias tienen quizás su justificación las dos, según los casos, y es probable que
solo la primera permita una acción muy general; pero ese es un resultado en el que
no todos se interesan igualmente, y la segunda actitud responde a preocupaciones de
un orden más puramente intelectual. Sea como sea, nos no apreciamos, nos solo
expresamos, a título de posibilidades, las conclusiones a las que conducen algunas
deducciones que no podemos pensar en exponer enteramente aquí; eso nos llevaría
demasiado lejos, y el espiritismo no aparecería ahí más que como un incidente
enteramente secundario. Por lo demás, no tenemos la pretensión de resolver
completamente todas las cuestiones que hemos sido llevados a plantear; no obstante,
podemos afirmar que, sobre el tema que hemos tratado en este capítulo, hemos dicho
ciertamente mucho más de lo que jamás se había dicho hasta aquí.
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CAPÍTULO III
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
Desde 1850, el modern spiritualism se había extendido por todos los Estados
Unidos, gracias a una propaganda en la que, hay que hacer notar, los periódicos
socialistas se señalaran muy particularmente; y, en 1852, los «espiritualistas»
tuvieron en Cleveland su primer congreso general. Es también en 1852 cuando la
mueva creencia hizo su aparición en Europa: fue importada primero a Inglaterra por
médiums americanos; desde allí, al año siguiente, ganó Alemania y luego Francia.
No obstante, no hubo entonces en estos diversos países nada comparable a la
agitación causada en América, donde, durante una docena de años sobre todo,
fenómenos y teorías fueron el objeto de las discusiones más violentas y más
apasionadas.
Es en Francia, como lo hemos dicho, donde se empleó por primera vez la
denominación de «espiritismo»; y esta palabra nueva sirvió para designar algo que,
aunque se basaba sobre los mismos fenómenos, era efectivamente bastante diferente,
en cuanto a las teorías, de lo que había sido hasta entonces el modern spiritualism de
los americanos y de los ingleses. En efecto, se ha observado frecuentemente, que las
teorías expuestas en las «comunicaciones» dictadas por los pretendidos «espíritus»
están generalmente en relación con las opiniones del medio donde se producen, y
donde, naturalmente, son aceptadas con la mayor diligencia; esta observación puede
permitir darse cuenta, al menos en parte, de su origen real. Así pues, las enseñanzas
de los «espíritus», en Francia, estuvieron en desacuerdo con lo que eran en los países
anglosajones sobre un número de puntos que, por no ser de aquellos que hemos
hecho entrar en la definición general del espiritismo, por eso no son menos
importantes; lo que constituyó la mayor diferencia, fue la introducción de la idea de
la reencarnación, de la que los espiritistas franceses hicieron un verdadero dogma,
mientras que los otros se negaron casi todos a admitirla. Por lo demás, agregaremos
que es sobre todo en Francia donde parece haberse sentido, casi desde el comienzo,
la necesidad de juntar las «comunicaciones» obtenidas para formar con ellas un
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
25
cuerpo de doctrina; es esto lo que hizo que hubiera una escuela espiritista francesa
que poseía una cierta unidad, al menos en el origen, ya que esa unidad era
evidentemente difícil de mantener, y ya que después se produjeron diversas
escisiones que dieron nacimiento a otras tantas escuelas nuevas.
El fundador de la escuela espiritista francesa, o al menos aquel a quien sus
adherentes concuerdan en considerar como tal, fue Hippolyte Rivail: era un antiguo
maestro de Lyon, discípulo del pedagogo suizo Pestalozzi, que había abandonado la
enseñanza para venir a París, donde había dirigido durante algún tiempo el teatro de
las Folies-Marigny. Bajo consejo de los «espíritus», Rivail tomó el nombre céltico
de Allan Kardec, nombre que se consideraba que había sido el suyo en una
existencia anterior; es bajo este nombre como publicó las diversas obras que fueron,
para los espiritistas franceses, el fundamento mismo de su doctrina, y que lo han
permanecido siempre para la mayoría de entre ellos1. Decimos que Rivail publicó
estas obras, pero no que las escribiera él sólo; en efecto, su redacción, y por
consiguiente la fundación del espiritismo francés, fueron en realidad la obra de todo
un grupo, del que Rivail no era en suma más que el portavoz. Los libros de Allan
Kardec son una suerte de obra colectiva, el producto de una colaboración; y con ello
entendemos otra cosa que la colaboración de los «espíritus», proclamada por Allan
Kardec mismo, que declara que los compuso con la ayuda de las «comunicaciones»
que él y otros habían recibido, «comunicaciones» que él había hecho controlar,
revisar y corregir por «espíritus superiores». En efecto, puesto que para los
espiritistas el hombre es muy poco cambiado por la muerte, no se puede confiar en lo
que dicen todos los «espíritus»: los hay que pueden engañarnos, ya sea por malicia,
ya sea por simple ignorancia, y es así como pretenden explicarse las
«comunicaciones» contradictorias; solamente nos queda preguntarnos cómo pueden
distinguirse de los demás los «espíritus superiores». Sea como sea, hay una opinión
que está bastante extendida, incluso entre los espiritistas, y que es enteramente
errónea: es que Allan Kardec habría escrito sus libros bajo una suerte de inspiración;
la verdad es que él mismo jamás fue médium, que era al contrario un magnetizador
(y decimos al contrario porque ambas cualidades parecen incompatibles), y que es
por medio de sus «sujetos» como obtenía las «comunicaciones». En cuanto a los
1 Las principales obras de Allan Kardec son las que siguen: Le Livre des Esprits; Le Livre des
Médiums; La Genèse, les miracles et les predictions selon le spiritisme; Le Ciel et l’Enfer ou la
Justice divine selon le spiritisme; L’Evangile selon le spiritisme; Le Spiritisme à sa plus simple
expression; Caractères de la révélation spirite, etc.
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
26
«espíritus superiores» por quienes éstas fueron corregidas y coordinadas, no todos
eran «desencarnados»; Rivail mismo no fue ajeno a este trabajo, pero no parece
haber tenido en él la mayor parte; creemos que la coordinación de los «documentos
de ultratumba», como se decía, debe atribuirse sobre todo a diversos miembros del
grupo que se había formado alrededor de él. Sin embargo, es probable que la
mayoría de entre ellos, por razones diversas, prefirieran que esta colaboración
permaneciera ignorada del público; y por lo demás, si se hubiera sabido que había
ahí escritores de profesión, eso quizás hubiera hecho dudar un poco de la
autenticidad de las «comunicaciones», o al menos de la exactitud con la que estaban
reproducidas, aunque su estilo, por otra parte, estuviera lejos de ser notable.
Pensamos que es bueno contar aquí, sobre Allan Kardec y sobre la manera en que
fue compuesta su doctrina, lo que ha sido escrito por el famoso médium inglés
Dunglas Home, quien se mostró frecuentemente más sensato que muchos otros
espiritistas: «Yo clasifico la doctrina de Allan Kardec entre las ilusiones de este
mundo, y tengo buenas razones para eso… No pongo de ningún modo en duda su
perfecta buena fe… Su sinceridad se proyectó, nube magnética, sobre el espíritu
sensitivo de los que él llamaba sus médiums. Sus dedos confiaban al papel las ideas
que se imponían así forzosamente a aquellos, y Allan Kardec recibía sus propias
doctrinas como mensajes enviados del mundo de los espíritus. Si las enseñanzas
proporcionadas de esta manera emanaban realmente de las grandes inteligencias que,
según él, eran sus autores, ¿habrían tomado la forma en que las vemos? ¿Dónde,
pues, habría aprendido Jamblico tan bien el francés de hoy día? ¿Y cómo es que
Pitágoras habría podido olvidar tan completamente el griego, su lengua natal?… Yo
no he encontrado nunca un solo caso de clarividencia magnética donde el sujeto no
reflejara directa o indirectamente las ideas del magnetizador. Esto es demostrado de
una manera sorprendente por Allan Kardec mismo. Bajo el imperio de su enérgica
voluntad, sus médiums eran otras tantas máquinas de escribir, que reproducían
servilmente sus propios pensamientos. Si a veces las doctrinas publicadas no eran
conformes a sus deseos, él mismo las corregía a su antojo. Se sabe que Allan Kardec
no era médium. Él no hacía más que magnetizar o “psicologizar” (que se nos
perdone este neologismo) a personas más impresionables que él»1. Todo esto es
enteramente exacto, salvo que la corrección de las «enseñanzas» no debe ser
atribuida únicamente a Allan Kardec, sino a su grupo todo entero; y, además, el
1 Les Lumières et les Ombres du Spiritualisme, pp. 112-114.
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
27
tenor mismo de las «comunicaciones» ya podía estar influenciado por las demás
personas que asistían a sus sesiones, así como lo explicaremos más adelante.
Entre los colaboradores de Allan Kardec que no eran simples «sujetos», algunos
estaban dotados de facultades mediumnicas diversas; había uno, en particular, que
poseía un curioso talento de «médium dibujante». Sobre este punto hemos
encontrado, en un artículo que apareció en 1859, dos años después de la publicación
del Livre des Esprits, un pasaje que creemos interesante reproducir, dada la
personalidad de que se trata: «Hace algunos meses, una quincena de personas
pertenecientes a la sociedad educada e instruida, algunas de las cuales tienen incluso
un nombre en la literatura, estaban reunidas en un salón del barrio de Saint-Germain
para contemplar los dibujos a pluma ejecutados manualmente por un médium
presente en la sesión, pero inspirados y dictados por Bernard Palissy… Digo bien:
M. S…, con una pluma en la mano, una hoja de papel blanco ante él, pero sin la idea
de ningún sujeto de arte, había evocado al célebre alfarero. Éste había venido y había
impreso en sus dedos la serie de movimientos necesarios para ejecutar sobre el papel
dibujos de un gusto exquisito, de una gran riqueza de ornamentación, de una
ejecución muy delicada y muy fina, de los cuales uno representa, si se quiere
permitirlo, ¡la casa habitada por Mozart en el planeta Júpiter! Es menester agregar,
para prevenir toda estupefacción, que se encuentra que Palissy es el vecino de
Mozart en ese lugar retirado, así como se lo ha indicado muy positivamente al
médium. Por otra parte, no es dudoso que esta casa sea la de un gran músico, ya que
está toda decorada de ganchos y de llaves… Los demás dibujos representan
igualmente construcciones elevadas en los diversos planetas; una de ellas es la del
abuelo de M. S… Éste habla de reunirlos todos en un álbum; será literalmente un
álbum del otro mundo»1. Ese M. S., que, al margen de sus singulares producciones
artísticas, fue uno de los colaboradores más constantes de Allan Kardec, no es otro
que el célebre dramaturgo Victorien Sardou. Al mismo grupo pertenecía otro autor
dramático, mucho menos conocido hoy día, Eugène Nus; pero éste, después, se
separó del espiritismo en una cierta medida2, y se hizo uno de los primeros
adherentes franceses de la Sociedad Teosófica. Mencionaremos también, tanto más
cuanto que es probablemente uno de los últimos supervivientes de la primera
1 La Doctrine spirite, por el Dr. Dechambre: Gazette hebdomadaire de médecine et de chirurgie,
1859.
2 Ver las obras de Eugène Nus tituladas: Choses de l’autre monde, Les Grands Mystères y A la
recherche des destinées.
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
28
organización titulada «Sociedad Parisina de estudios espiritistas», a Camille
Flammarion; es verdad que vino un poco más tarde, y que era muy joven entonces;
pero es difícil de contestar que los espiritistas le hayan considerado como uno de los
suyos, ya que, en 1869, pronunció un discurso en las exequias de Allan Kardec. No
obstante, Flammarion ha protestado a veces que no era espiritista, pero de una
manera algo exculpatoria; a pesar de ello, sus obras no muestran menos con bastante
claridad sus tendencias y sus simpatías; y queremos hablar aquí de sus obras en
general, y no solo de las que ha consagrado especialmente al estudio de los
fenómenos llamados «psíquicos»; estos últimos son sobre todo colecciones de
observaciones, donde el autor, a pesar de sus pretensiones científicas, ha hecho
entrar muchos de los hechos que no han sido controlados seriamente. Agregaremos
que su espiritismo, confesado o no, no impidió a M. Flammarion ser nombrado
miembro honorario de la Sociedad Teosófica cuando ésta fue introducida en Francia1
Si hubo en los medios espiritistas un cierto elemento «intelectual», aunque no
fuera más que una pequeña minoría, uno puede preguntarse cómo es posible que
todos los libros espiritistas, comenzando por los de Allan Kardec, sean
manifiestamente de un nivel tan bajo. Es bueno recordar, a este respecto, que toda
obra colectiva refleja sobre toda la mentalidad de los elementos más inferiores del
grupo que la ha producido; por extraño que eso parezca, no obstante es una
observación que es familiar a todos aquellos que han estudiado algo la «psicología
de las masas»; y esa es sin duda una de las razones por las que las pretendidas
«revelaciones de ultratumba» no son generalmente más que un entramado de
banalidades, ya que, en muchos casos, son efectivamente una obra colectiva, y, como
son la base de todo lo demás, ese carácter debe reencontrarse naturalmente en todas
las producciones espiritistas. Además, los «intelectuales» del espiritismo son sobre
todo literatos; podemos anotar aquí el ejemplo de Victor Hugo, que, durante su
estancia en Jersey, fue convertido al espiritismo por Mme Girardin2; en los literatos,
el sentimiento predomina lo más frecuentemente sobre la inteligencia, y el
espiritismo es sobre todo una cosa sentimental. En cuanto a los sabios que, habiendo
abordado el estudio de los fenómenos sin una idea preconcebida, han sido llevados,
de una manera más o menos desviada y disimulada, a entrar en los puntos de vista
espiritistas (y no hablamos de M. Flammarion, que es más bien un vulgarizador, sino
1 Le Lotus, abril de 1887, p. 125.
2 Ver el relato dado por Auguste Vacquerie en sus Miettes de l’histoire.
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
29
de sabios que gozan de una reputación más seria y mejor establecida), tendremos la
ocasión de volver sobre su caso; pero podemos decir de inmediato que, en razón de
su especialización, la competencia de estos sabios se encuentra limitada a un
dominio restringido, y que, fuera de este dominio, su opinión no tiene más valor que
la del primero que llega; y, por lo demás, la intelectualidad propiamente dicha tiene
muy pocas relaciones con las cualidades requeridas para triunfar en las ciencias
experimentales tal como los modernos las conciben y las practican.
Pero volvamos a los orígenes del espiritismo francés: se puede verificar en él lo
que hemos afirmado precedentemente, que las «comunicaciones» están en armonía
con las opiniones del medio. En efecto, el medio donde se reclutaron sobre todo los
primeros adherentes de la nueva creencia, fue el de los socialistas de 1848; se sabe
que éstos eran, en su mayoría, «místicos» en el peor sentido de la palabra, o si se
quiere, «pseudomísticos»; así pues, era natural que vinieran al espiritismo, antes
incluso de que la doctrina hubiera sido elaborada, y, como influenciaron en esta
elaboración, reencontraron después en ella no menos naturalmente sus propias ideas,
reflejadas por esos verdaderos «espejos psíquicos» que son los médiums. Rivail, que
pertenecía a la masonería, había podido frecuentar en ella a muchos jefes de escuelas
socialistas, y probablemente había leído las obras de aquellos que no conocía
personalmente; es de ahí de donde provienen la mayoría de las ideas que fueron
expresadas por él y por su grupo, y concretamente, como ya hemos tenido la ocasión
de decirlo en otra parte, la idea de la reencarnación; hemos señalado, bajo esta
relación, la influencia cierta de Fourier y de Pierre Leroux1. Algunos
contemporáneos no habían dejado de notar la aproximación, y entre ellos el Dr.
Dechambre, en el artículo del que ya hemos citado un extracto un poco más atrás; a
propósito de la manera en que los espiritistas consideran la jerarquía de los seres
superiores, y después de haber recordado las ideas de los neoplátonicos (que, por lo
demás, quedaban mucho más alejadas de todo eso de lo que él parece creer), agrega
esto: «Los instructores invisibles de M. Allan Kardec no hubieran tenido necesidad
de conversar en los aires con el espíritu de Porfirio para saber tanto; solo habrían
tenido que hablar algunos instantes con M. Pierre Leroux, probablemente más fácil
de encontrar, o también con Fourier2. El inventor del Falansterio se habría sentido
adulado de saber que nuestra alma revestirá un cuerpo cada vez más etéreo a medida
1 El Teosofismo, p. 116, ed. francesa.
2 Sobre este punto, ver sobre todo la Théorie des quatre mouvements de Fourier.
COMIENZOS DEL ESPIRITISMO EN FRANCIA
30
que atraviese las ochocientas existencias (en cifra redonda) a las que está destinada».
Después, al hablar de la concepción «progresista», o, como se diría más bien hoy,
«evolucionista», concepción a la que la idea de la reencarnación está estrechamente
ligada, el mismo autor dice todavía: «Ese dogma recuerda demasiado el de M. Pierre
Leroux, para quien las manifestaciones de la vida universal, a las que reduce la vida
del individuo, no son en cada nueva existencia sino una etapa más hacia el
progreso»1. Esta concepción tenía tanta importancia para Allan Kardec, que la había
expresado en una fórmula de la que en cierto modo había hecho su divisa: «Nacer,
morir, renacer otra vez y progresar sin cesar, tal es la ley». Sería fácil encontrar otras
muchas similitudes que recaen en puntos secundarios; pero no se trata, por el
momento, de proseguir un examen detallado de las teorías espiritistas, y lo que
acabamos de decir basta para mostrar que, si el movimiento «espiritualista»
americano fue en realidad provocado por hombres vivos, es a espíritus igualmente
«encarnados» a quienes se debe la constitución de la doctrina espiritista francesa,
directamente en lo que concierne a Allan Kardec y a sus colaboradores, e
indirectamente en cuanto a las influencias más o menos «filosóficas» que se
ejercieron sobre ellos; pero, esta vez, aquellos que intervinieron así ya no eran
iniciados, ni siquiera de un orden inferior. Por las razones que hemos dicho, no
pensamos continuar siguiendo al espiritismo en todas las etapas de su desarrollo;
pero las consideraciones históricas que preceden, así como las explicaciones a las
que han servido de ocasión, eran indispensables para permitir comprender lo que va
a seguir.
1 La Doctrine spirite, por el Dr. Dechambre.
Biblioteca Esoterica Esonet.ORG
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CAPÍTULO IV
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
Lo que hay de nuevo en el espiritismo, comparado a todo lo que había existido
anteriormente, no son los fenómenos, que han sido conocidos siempre, así como ya
lo hemos hecho observar a propósito de las «casas encantadas»; por lo demás, sería
muy sorprendente que estos fenómenos, si son reales, hayan esperado hasta nuestra
época para manifestarse, o que al menos nadie se haya apercibido de ellos hasta
ahora. Lo que hay de nuevo, lo que es especialmente moderno, es la interpretación
que los espiritistas dan de los fenómenos de que se ocupan, la teoría por la cual
pretenden explicarlos; pero es justamente esta teoría la que constituye propiamente
el espiritismo, como hemos tenido cuidado de advertirlo desde el comienzo; sin ella,
no habría espiritismo, sino otra cosa, otra cosa que podría ser incluso totalmente
diferente. Es completamente esencial insistir en esto, primero porque aquellos que
están insuficientemente al corriente de estas cuestiones no saben hacer las
distinciones necesarias, y después porque las confusiones son mantenidas por los
espiritistas mismos, que se complacen en afirmar que su doctrina es vieja como el
mundo. Por lo demás, se trata de una actitud singularmente ilógica en gentes que
hacen profesión de creer en el progreso; los espiritistas no llegan a hacerse
recomendar de una tradición imaginaria, como lo hacen los teosofistas contra
quienes hemos formulado en otra parte la misma objeción1, pero parecen ver al
menos, en la antigüedad que atribuyen falsamente a su creencia (y muchos lo hacen
ciertamente de muy buena fe), una razón susceptible de fortificarla en una cierta
medida. En el fondo, todas estas gentes están en una contradicción, y si ni siquiera se
aperciben de ello, es porque la inteligencia entra muy poco en su convicción; y es
por eso por lo que sus teorías, al ser sobre todo de origen y de esencia sentimentales,
no merecen verdaderamente el nombre de doctrina, y, si se aferran a ellas, es casi
1 El Teosofismo, p. 108, ed. francesa.
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
32
únicamente porque las encuentran «consolantes» y propias para satisfacer las
aspiraciones de una vaga religiosidad.
La creencia misma en el progreso, que desempeña un papel tan importante en el
espiritismo, muestra ya que éste es algo esencialmente moderno, puesto que el
progreso mismo es también completamente reciente y no se remonta apenas más allá
de la segunda mitad del siglo XVIII, época cuyas concepciones, como lo hemos
visto, han dejado rastros en la terminología espiritista, del mismo modo que han
inspirado todas esas teorías socialistas y humanitarias que, de una manera más
inmediata, han proporcionado los elementos doctrinales del espiritismo, entre las
cuales es menester hacer observar muy especialmente la idea de la reencarnación. En
efecto, esta idea es extremadamente reciente también, a pesar de las aserciones
contrarias varias veces repetidas, y que no se basan más que en asimilaciones
enteramente erróneas; es igualmente hacia finales del siglo XVIII cuando Lessing la
formuló por primera vez, a nuestro conocimiento al menos, y esta constatación lleva
nuestra atención hacia la masonería alemana, a la que este autor pertenecía, sin
contar con que estuvo verosímilmente en relación con otras sociedades secretas del
género de las que hemos hablado precedentemente; sería curioso que lo que suscitó
tantas protestas por la parte de los «espiritualistas» americanos haya tenido orígenes
emparentados a los de su propio movimiento. Habría lugar a preguntarse si no es por
esa vía como la concepción expresada por Lessing pudo transmitirse un poco más
tarde a algunos socialistas franceses; pero no podemos asegurar nada a este respecto,
ya que no está probado que Fourier y Pierre Leroux hayan tenido realmente
conocimiento de ella, y puede haber sucedido, después de todo, que la misma idea
les haya venido de una manera independiente, para resolver una cuestión que les
preocupaba fuertemente, y que era simplemente la cuestión de la desigualdad de las
condiciones sociales. Sea como sea, son ellos los que han sido verdaderamente los
promotores de la teoría reencarnacionista, popularizada por el espiritismo que la ha
tomado de ellos, y donde otros, a su vez, han venido a buscarla después. Dejamos
para la segunda parte de este estudio el examen profundo de esta concepción, que,
por grosera que sea, ha adquirido en nuestros días una verdadera importancia en
razón del asombroso favor que el espiritismo francés le ha hecho; no solo ha sido
adoptada por la mayoría de las escuelas «neoespiritualistas» que han sido creadas
ulteriormente, y de las que algunas, como el teosofismo en particular, han llegado
hasta hacerla penetrar en los medios, hasta entonces refractarios, del espiritismo
anglosajón; sino que también se ven gentes que la aceptan sin estar vinculados de
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
33
cerca o de lejos a ninguna de estas escuelas, y que ni tan siquiera sospechan que
sufren en eso la influencia de algunas corrientes mentales de las que ignoran casi
todo, y de las que quizás apenas conocen la existencia. Por el momento, nos
limitaremos a decir, reservándonos explicarlo para después, que la reencarnación no
tiene absolutamente nada de común con concepciones antiguas como las de la
«metempsicosis» y de la «transmigración», a las que los «neoespiritualistas» quieren
identificarla abusivamente; y se puede presentir al menos, por lo que hemos dicho al
buscar definir el espiritismo, que la explicación de las diferencias capitales que
desconocen, se encuentra en lo que se refiere a la constitución del ser humano, tanto
para esta cuestión como para la cuestión de la comunicación con los muertos, sobre
la cual vamos a detenernos desde ahora más largamente.
Hay un error bastante extendido, que consiste en querer vincular el espiritismo al
culto de los muertos, tal como existe más o menos en todas las religiones, y también
en diversas doctrinas tradicionales que no tienen ningún carácter religioso; en
realidad, este culto, bajo cualquier forma que se presente, no implica de ningún
modo una comunicación efectiva con los muertos; todo lo más, en algunos casos, se
podría hablar quizás de una suerte de comunicación ideal, pero nunca de esa
comunicación por medio materiales cuya afirmación constituye el postulado
fundamental del espiritismo. En particular, lo que se llama el «culto de los
antepasados», establecido en China conformemente a los ritos confucionistas (que,
es menester no olvidarlo, son puramente sociales y no religiosos), no tiene
absolutamente nada que ver con prácticas evocatorias cualesquiera; y, sin embargo,
éste es uno de los ejemplos a los que han recurrido lo más frecuentemente los
partidarios de la antigüedad y de la universalidad del espiritismo, que precisan
incluso que las evocaciones se hacen frecuentemente, en los chinos, por
procedimientos completamente semejantes a los suyos. He aquí a qué se debe esta
confusión: hay en China, efectivamente, gentes que hacen uso de instrumentos
bastante análogos a las «mesas giratorias»; pero se trata de prácticas adivinatorias
que son del dominio de la magia y que son completamente extrañas a los ritos
confucionistas. Por lo demás, aquellos que hacen de la magia una profesión son
profundamente despreciados, allí tanto como en la India, y el empleo de estos
procedimientos se considera como censurable, al margen de algunos casos
determinados de los que no vamos a ocuparnos aquí, y que no tienen más que una
similitud completamente exterior con los casos ordinarios; lo esencial, en efecto, no
es el fenómeno provocado, sino la finalidad para la que se le provoca, y también la
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
34
manera en que es producido. Así pues, la primera distinción que hay que hacer está
entre la magia y el «culto de los antepasados», y es incluso más que una distinción,
puesto que, de hecho tanto como de derecho, es una separación absoluta; pero hay
ahí todavía otra cosa: es que la magia no es el espiritismo, del que difiere
teóricamente de una punta a otra, y prácticamente en una medida muy amplia.
Primero, debemos hacer observar que el mago es todo lo contrario de un médium;
desempeña en la producción de los fenómenos un papel esencialmente activo,
mientras que el médium es, por definición, un instrumento puramente pasivo; bajo
esta relación, el mago tendría más analogía con el magnetizador, y el médium con el
«sujeto» de éste; pero es menester agregar que el mago no opera necesariamente por
medio de un «sujeto», que eso es incluso muy raro, y que el dominio donde ejerce su
acción es mucho más extenso y complejo que el dominio donde opera el
magnetizador. En segundo lugar, la magia no implica que las fuerzas que pone en
juego sean «espíritus» o algo análogo, y, allí mismo donde presenta fenómenos
comparables a los del espiritismo, les da una explicación completamente diferente;
por ejemplo, se puede emplear muy bien un procedimiento de adivinación cualquiera
sin admitir que las «almas de los muertos» intervengan para nada en las respuestas
obtenidas. Por lo demás, lo que acabamos de decir tiene un alcance completamente
general: los procedimientos que los espiritistas se felicitan de reencontrar en China
existían también en la antigüedad grecorromana; Tertuliano, por ejemplo, habla de la
adivinación que se hacía «por medio de las cabras y de las mesas», y otros autores,
como Teócrito y Luciano, hablan también de vasos y de cribas que se hacían girar;
pero, en todo eso, es exclusivamente de adivinación de lo que se trata. Por lo demás,
incluso si las «almas de los muertos» pueden, en algunos casos, estar mezcladas a
prácticas de este género (lo que parece indicar el texto de Tertuliano), o, en otros
términos, si la evocación viene, más o menos excepcionalmente, a juntarse a la
adivinación pura y simple, es porque las «almas» de que se trata son otra cosa que lo
que los espiritistas llaman «espíritus»; son solamente ese «algo» a lo que hacíamos
alusión más atrás para explicar algunos fenómenos, pero cuya naturaleza todavía no
hemos precisado. Volveremos sobre ello más ampliamente en un instante, y
acabaremos de mostrar así que el espiritismo no tiene ningún derecho a
recomendarse de la magia, ni siquiera considerada en esa rama especial que
concierne a las evocaciones, si es que esto puede considerarse una recomendación;
pero, de la China, a propósito de la cual hemos sido conducidos a estas
consideraciones, nos es menester pasar ahora a la India, a propósito de la cual se han
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
35
cometido otros errores del mismo orden que tenemos que reparar igualmente en
particular.
A este respecto, hemos encontrado cosas sorprendentes en un libro que, no
obstante, tiene una apariencia seria, lo que, por lo demás, es la razón por la que
creemos deber mencionarle aquí especialmente: este libro, bastante conocido, es el
del Dr. Paul Gibier1, que no era un espiritista; el autor quiere tener una actitud
científicamente imparcial, y toda la parte experimental parece hecha muy
concienzudamente. No obstante, uno puede preguntarse cómo es posible que casi
todos aquellos que se han ocupado de estas cosas, pretendiendo incluso atenerse a un
punto de vista estrictamente científico y absteniéndose de concluir en favor de la
hipótesis espiritista, hayan creído necesario proclamar opiniones anticatólicas que no
parecen tener una relación muy directa con lo que se trata; en eso hay algo que es
verdaderamente extraño; y el libro del Dr. Gibier contiene, en este género de cosas,
pasajes capaces de poner celoso a M. Flammarion mismo, que ama tanto introducir
declamaciones de este tipo hasta en sus obras de vulgarización astronómica. Pero no
es en eso donde queremos detenernos por el momento; hay otra cosa sobre la que es
más importante insistir, porque muchas gentes pueden no darse cuenta de ello: es
que este mismo libro contiene, en lo que concierne a la India, verdaderas
enormidades. Su proveniencia es fácil de indicar: el autor ha cometido el gravísimo
error de dar fe, por una parte, a los relatos fantasiosos de Louis Jacolliot2, y, por otra,
a los documentos no menos fantasiosos que le habían sido comunicados por una
cierta «Sociedad Atmica» que existía entonces en París (era en 1886), y que, por lo
demás, apenas sí estaba representada más que por su solo fundador, el ingeniero
Tremeschini. No nos detendremos sobre los errores de detalle, como el que consiste
en tomar el título de un tratado astronómico por el nombre de un hombre3; no son
interesantes más que en el hecho de que muestran ya la poca seriedad de las
informaciones utilizadas. Pero hemos hablado de enormidades; no creemos que la
palabra sea demasiado fuerte para calificar cosas como ésta: «La doctrina espiritista
moderna… se encuentra casi completamente de acuerdo con la religión esotérica
actual de los brahmes. ¡Ésta se enseñaba a los iniciados de los grados inferiores en
1 Le Spiritisme ou Fakirisme occidental.
2 Le Spiritisme dans le Monde; La Bible dans l’Inde; Les Fils de Dieu; Christna et le Christ;
Histoire des Vierges; La Genèse de l’Humanité, etc.
3 Sûrya-Siddhânta (ortografiado Souryo-Shiddhanto); ¡se precisa incluso que este astrónomo
imaginario habría vivido hace cincuenta y ocho mil años!
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
36
los templos del Himalaya, hace quizás más de cien mil años! La aproximación es por
lo menos curiosa, y se puede decir, sin caer en la paradoja, que el espiritismo no es
más que el brahmanismo esotérico al aire libre»1. Primero, no hay «Brahmanismo
esotérico» hablando propiamente, y, como ya nos hemos explicado sobre eso en otra
parte2, no vamos a volver sobre ello; pero, si hubiera habido alguno, no podría
guardar la menor relación con el espiritismo, porque eso sería contradictorio con los
principios mismos del brahmanismo en general, y también porque el espiritismo es
una de las doctrinas más groseramente exotéricas que hayan existido jamás. Si se
quiere hacer alusión a la teoría de la reencarnación, repetiremos que jamás ha sido
enseñada en la India, ni tan siquiera por los budistas, y que pertenece en propiedad a
los occidentales modernos; aquellos que pretenden lo contrario no saben de qué
hablan3; pero el error de nuestro autor es todavía más grave y más completo, pues he
aquí lo que leemos más adelante: «En los brahmes, la práctica de la evocación de los
muertos es la base fundamental de la liturgia de los templos y el fondo de la doctrina
religiosa»4. Esta aserción es exactamente lo contrario de la verdad: podemos afirmar
de la manera más categórica que todos los Brâhmanes sin excepción, bien lejos de
hacer de la evocación un elemento fundamental de su doctrina y de sus ritos, la
proscriben absolutamente y bajo todas sus formas. Parece que son los «relatos de los
viajeros europeos», y probablemente sobre todo los relatos de Jacolliot, los que han
enseñado al Dr. Gibier que «las evocaciones de las almas de los antepasados no
pueden hacerse más que por los brahmes de los diversos grados»5; ahora bien, las
prácticas de este género, cuando no pueden ser enteramente suprimidas, al menos
son abandonadas a los hombres de las clases más inferiores, frecuentemente incluso
a los chândâlas, es decir, a hombres sin casta (lo que los europeos llaman parias), y
todavía se esfuerza en apartarles de ellas tanto como es posible. Jacolliot es
manifiestamente de mala fe como actúa en muchos casos, como cuando travistió
Isha Krishna en Jezeus Christna por las necesidades de una tesis anticristiana; pero,
además, él mismo y sus congéneres pueden muy bien haber sido a veces
mistificados, y, si en el curso de su estancia en la India, les ha ocurrido ser testigos
1 Le Spiritisme, p. 76.
2 Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, pp. 152-154.
3 El Dr. Gibier llega hasta traducir avataras por «reencarnaciones» (p. 117), y cree que este
término se aplica al alma humana.
4 Le Spiritisme, p. 117.
5 Ibid, p. 118.
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
37
de fenómenos reales, quien fuere se ha guardado ciertamente bien de hacerles
conocer su verdadera explicación. Hacemos alusión sobre todo a los fenómenos de
los faquires; pero, antes de abordar ese punto, diremos todavía esto: en la India,
cuando ocurre que lo que los espiritistas llaman mediumnidad se manifiesta
espontáneamente (decimos espontáneamente porque nadie buscaría jamás adquirir o
desarrollar esta facultad), eso se considera como una verdadera calamidad para el
médium y para su entorno; las gentes del pueblo no vacilan en atribuir al diablo los
fenómenos de ese orden, y aquellos mismos que mezclan a los muertos en una cierta
medida en esto no consideran más que la intervención de pretâs, es decir, de
elementos inferiores que permanecen vinculados al cadáver, elementos
rigurosamente idénticos a los «manes» de los antiguos latinos, y que no representan
de ninguna manera al espíritu. Por lo demás, por todas partes los médiums naturales
han sido considerados siempre como «posesos» o como «obsesos», según los casos,
y no se han ocupado de ellos más que para esforzarse en librarlos y curarlos;
únicamente los espiritistas han hecho de esta enfermedad un privilegio, que buscan
mantener y cultivar, e incluso provocar artificialmente, y únicamente ellos rodean de
una increíble veneración a los desgraciados que son afligidos por ella, en lugar de
considerarlos como un objeto de piedad o de repulsión. Basta no tener ningún
prejuicio para ver claramente el peligro de esta extraña inversión de las cosas: el
médium, cualquiera que sea la naturaleza de las influencias que se ejercen sobre él y
por él, debe ser considerado como un verdadero enfermo, como un ser anormal y
desequilibrado; desde que el espiritismo, bien lejos de remediar este desequilibrio,
tiende con todas sus fuerzas a propagarle, debe ser denunciado como peligroso para
la salubridad pública; y, por lo demás, éste no es su único peligro.
Pero volvamos a la India, a propósito de la cual nos queda que tratar una última
cuestión, a fin de disipar el equívoco que se expresa en el título mismo que el Dr.
Gibier ha dado a su libro: calificar al espiritismo de «faquirismo occidental», es
probar simplemente que no se conoce nada, no del espiritismo sobre el que es muy
fácil informarse, sino del faquirismo. La palabra faquir, que es árabe y que significa
propiamente un «pobre» o un «mendicante», se aplica en la India a una categoría de
individuos que son muy poco considerados en general, salvo por los europeos, y a
quienes no se mira más que como una suerte de juglares que divierten al gentío con
sus piruetas. Al decir esto, no queremos decir que se conteste la realidad de sus
poderes especiales; pero esos poderes, cuya adquisición supone un entrenamiento
largo y penoso, son de orden inferior y, como tales, juzgados poco deseables;
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
38
buscarlos, es mostrar que se es incapaz de alcanzar resultados de otro orden, para los
que los poderes no pueden ser más que un obstáculo; y, aquí también, encontramos
un ejemplo del descrédito que, en Oriente, va aparejado a todo lo que es del dominio
de la magia. De hecho, los fenómenos de los faquires son a veces simulados; pero
esta simulación misma supone un poder de sugestión colectiva, que se ejerce sobre
todos los asistentes, y que apenas es menos sorprendente, a primera vista, que la
producción de fenómenos reales; esto no tiene nada en común con la prestidigitación
(que se excluye por las condiciones mismas a las que se someten todos los faquires),
y es muy diferente del hipnotismo de los occidentales. En cuanto a los fenómenos
reales, de los que los otros son una imitación, son, lo hemos dicho, incumbencia de
la magia; el faquir, siempre activo y consciente en su producción, es un mago, y, en
el otro caso, puede ser asimilado a un magnetizador; así pues, no se parece en nada
al médium, e incluso, si un individuo posee la menor dosis de mediumnidad, eso
basta para hacerle incapaz de obtener ninguno de los fenómenos del faquirismo de la
manera que caracteriza esencialmente a éste, ya que los procedimientos puestos en
obra son diametralmente opuestos, y eso incluso para los efectos que presentan
alguna semejanza exterior; por lo demás, esta semejanza no existe más que para los
más elementales de los fenómenos presentados por los faquires. Por otra parte,
ningún faquir ha pretendido jamás que los «espíritus» o las «almas de los muertos»
tuvieran la menor parte en la producción de esos fenómenos; o al menos, si los hay
que han dicho algo de este género a europeos tales como Jacolliot, ellos mismos no
creían absolutamente en nada de eso; como lo mayoría de los orientales, no hacían
en eso más que responder en el sentido de la opinión preconcebida que descubrían en
sus interlocutores, a quienes no querían hacer conocer la verdadera naturaleza de las
fuerzas que manejaban; y por lo demás, a falta de otros motivos para actuar así,
debían juzgar que toda explicación verdadera hubiera sido perfectamente inútil, dada
la mentalidad de las gentes con quienes trataban. Por poco instruidos que sean
algunos faquires, todavía tienen algunas nociones que parecerían «transcendentes» a
la generalidad de los occidentales actuales; y, sobre las cosas que son incapaces de
explicar, no tienen esas ideas falsas que son todo lo esencial del espiritismo, ya que
no tienen ninguna razón para hacer suposiciones que estarían en completo
desacuerdo con todas las concepciones tradicionales hindúes. La magia de los
faquires no es magia evocatoria, que nadie se atrevería a ejercer públicamente; así
pues, los muertos no entran ahí absolutamente para nada; y, por otra parte, la magia
evocatoria misma, si se comprende bien lo que es, puede contribuir más bien a
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
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desbaratar la hipótesis espiritista que a confirmarla. Hemos creído bueno dar todas
estas aclaraciones, a riesgo de que parezcan un poco largas, porque, sobre esta
cuestión del faquirismo y sobre las cuestiones que le son conexas, la ignorancia es
general en Europa: los ocultistas apenas saben más al respecto que los espiritistas y
que los «psiquistas»1; por otro lado, algunos escritores católicos que han querido
tratar el mismo tema se han limitado a reproducir los errores que han encontrado en
los demás2; en cuanto a los sabios «oficiales», se contentan naturalmente con negar
lo que no pueden explicar, a menos que, más prudentemente todavía, prefieran
pasarlo bajo silencio.
Si las cosas son tales como acabamos de decirlo en las antiguas civilizaciones
que se han mantenido hasta nuestros días, como las de China y de la India, hay ya
fuertes presunciones para que haya sido lo mismo en las civilizaciones desaparecidas
que, según todo lo que se conoce de ellas, se basaban sobre principios tradicionales
análogos. Es así, por ejemplo, como los antiguos egipcios consideraban la
constitución del ser humano de una manera que apenas si se aleja de las
concepciones hindúes y chinas; parece también que haya sido lo mismo para los
caldeos; así pues, se hubiera debido sacar de ello consecuencias semejantes, tanto en
lo que concierne a los estados póstumos como para explicar especialmente las
evocaciones. No vamos a entrar aquí en el detalle, sino solo a dar indicaciones
generales; y es menester no detenerse en algunas divergencias aparentes, que no son
contradicciones, sino que corresponden solo a una diversidad de puntos de vista; de
una tradición a otra, si la forma difiere, el fondo permanece idéntico, y eso es
simplemente porque la verdad es una. Esto es tan cierto que pueblos como los
griegos y los romanos, que ya habían perdido en gran parte la razón de ser de sus
ritos y de sus símbolos, guardaban no obstante todavía algunos datos que concuerdan
perfectamente con todo lo que se encuentra más completamente en otras partes, pero
que los modernos ya no comprenden; y el esoterismo de sus «misterios» conllevaba
1 Para la interpretación ocultista, ver Le Fakirisme hindou, por Sédir.
2 Ver Le Fakirisme, por Charles Godard, quien cita a Jacolliot como una autoridad, cree en el
«adepto» Koot-Hoomi, y llega hasta confundir el faquirismo con el yoga y con diversas cosas de un
carácter completamente diferente. Este autor era por lo demás un antiguo ocultista, aunque lo haya
negado en términos que nos autorizan a sospechar fuertemente de su sinceridad (L’Occultisme
contemporain, p. 70); ahora que ha muerto, sin duda no hay ningún inconveniente para nadie en hacer
conocer que colaboró largo tiempo en la Initiation bajo el seudónimo de Saturninus; en el Echo du
Merveilleux firmaba Timothée.
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
40
probablemente muchas enseñanzas que, en los orientales, se exponen más
abiertamente, sin ser nunca vulgarizadas, porque su naturaleza misma se opone a
ello; por lo demás, tenemos muchas razones para pensar que los «misterios» mismos
tenían un origen completamente oriental. Así pues, al hablar de la magia y de las
evocaciones, podemos decir que todos los antiguos las comprendían de la misma
manera; se encontrarían por todas partes las mismas ideas, aunque revestidas de
expresiones diversas, porque los antiguos, como los orientales de hoy día, sabían a
qué atenerse sobre estas cosas. Y en todo lo que nos ha llegado, no se encuentra el
menor rastro de nada que se parezca al espiritismo; y para todo lo demás, queremos
decir para lo que está enteramente perdido, es demasiado evidente que los espiritistas
no pueden invocarlo en su favor, y que, si se puede decir algo de ello, es que razones
de coherencia y de analogía conducen a pensar que tampoco encontrarían ahí con
qué justificar su pretensiones.
La distinción de la magia y del espiritismo es lo que queremos precisar ahora, a
fin de completar lo que ya hemos dicho al respecto; y en primer lugar, para apartar
algunos malentendidos, diremos que la magia es propiamente una ciencia
experimental, que no tiene nada que ver con concepciones religiosas o
pseudoreligiosas; no es así como se comporta el espiritismo, en el que esas últimas
son predominantes, y eso incluso cuando se pretende «científico». Si la magia ha
sido tratada siempre más o menos como una «ciencia oculta», reservada a un
pequeño número, es en razón de los graves peligros que presenta; no obstante, bajo
esta relación, hay una diferencia entre aquél que, rodeándose de todas las
precauciones necesarias, provoca conscientemente fenómenos cuyas leyes ha
estudiado, y aquél que, ignorándolo todo de esas leyes, se pone a merced de fuerzas
desconocidas esperando pasivamente lo que va a producirse; por esto solo se ve toda
la ventaja que el mago tiene sobre el espiritista, médium o simple asistente,
admitiendo incluso que todas las demás condiciones sean comparables. Al hablar de
las precauciones necesarias, pensamos en las reglas precisas y rigurosas a las que
están sometidas las operaciones mágicas, y que tienen todas su razón de ser; los
espiritistas descuidan hasta las más elementales de esas reglas, o más bien no tienen
la menor idea de ellas, y actúan como niños que, inconscientes del peligro, jugaran
con las máquinas más terribles, y que desencadenaran así, sin que nada pueda
protegerles, fuerzas capaces de fulminarles. No hay que decir que todo eso no es
para recomendar la magia, bien al contrario, sino únicamente para mostrar que, si la
magia es ya muy peligrosa, el espiritismo lo es mucho más; y lo es de una manera
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
41
diferente, en el sentido de que lo es en el dominio público, mientras que la magia
estuvo siempre reservada a algunos, primero porque se la tenía voluntariamente
oculta, precisamente porque se la estimaba temible, y después en razón de los
conocimientos que supone y de la complejidad de sus prácticas. Por lo demás, hay
que observar que aquellos que tienen un conocimiento completo y profundo de estas
cosas se han abstenido siempre rigurosamente de las prácticas mágicas, salvo en
algunos casos enteramente excepcionales, en los que operan de una manera
totalmente diferente que el mago ordinario; lo más frecuentemente, éste es un
«empírico», en una cierta medida al menos, no porque esté desprovisto de todo
conocimiento, sino en el sentido de que no siempre sabe las verdaderas razones de
todo lo que hace; pero, en todo caso, si tales magos se exponen a ciertos peligros,
como han sido siempre poco numerosos (y tanto menos numerosos cuanto que esas
prácticas, aparte las que son relativamente inofensivas, están severamente
prohibidas, y a muy justo título, por la legislación de todos los pueblos que saben de
qué se trata), el peligro es muy limitado, mientras que, con el espiritismo, el peligro
es para todos sin excepción. Pero ya se ha dicho bastante de la magia en general;
ahora no vamos a considerar más que la magia evocatoria, rama muy restringida, y
que es la única con la que el espiritismo puede pretender tener relaciones; a decir
verdad, muchos fenómenos que se manifiestan en las sesiones espiritistas no
dependen de ese dominio especial, y entonces no hay evocación más que en la
intención de los asistentes, no en los resultados obtenidos efectivamente; pero, sobre
la naturaleza de las fuerzas que intervienen en ese caso, nos reservaremos nuestras
explicaciones para otro capítulo. Para todo lo que entra en esta categoría, incluso si
se trata de hechos semejantes, es muy evidente que la interpretación mágica y la
interpretación espiritista son totalmente diferentes; en cuanto a las evocaciones,
vamos a ver que apenas lo son menos, a pesar de algunas apariencias engañosas.
De todas las prácticas mágicas, las prácticas evocatorias son las que, entre los
antiguos, fueron el objeto de las prohibiciones más formales; y no obstante se sabía
entonces que lo que podía tratarse de evocar realmente, no eran «espíritus» en el
sentido moderno, y que los resultados a los que se podía pretender eran en suma de
una importancia mínima; ¿cómo se hubiera juzgado pues al espiritismo, suponiendo,
lo que no es el caso, que las afirmaciones de éste respondan a alguna posibilidad? Se
sabía bien, decimos, que lo que puede ser evocado no representa el ser real y
personal, en adelante fuera de alcance porque ha pasado a otro estado de existencia
(volveremos a hablar de esto en la segunda parte de este estudio), sino únicamente
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
42
esos elementos inferiores que el ser ha dejado en cierto modo detrás de él, en el
dominio de la existencia terrestre, después de esa disolución del compuesto humano
que llamamos la muerte. Es eso, ya lo hemos dicho, lo que los antiguos latinos
llamaban los «mânes»; es también eso a lo que los hebreos daban el nombre de ob,
que se emplea siempre en los textos bíblicos cuando se trata de evocaciones, y que
algunos toman sin razón por la designación de una entidad demoniaca. En efecto, la
concepción hebraica de la constitución del hombre concuerda perfectamente con
todas las demás; y, sirviéndonos, para hacernos comprender mejor sobre este punto,
de correspondencias tomadas al lenguaje aristotélico, diremos que no solamente el
ob no es el «espíritu» o el «alma racional» (neshamah), sino que no es tampoco el
«alma sensitiva» (ruahh), ni tampoco el «alma vegetativa» (nephesh). Sin duda, la
tradición judaica parece indicar, como una de las razones de la prohibición de evocar
el ob1, que subsiste una cierta relación entre este ob y los principios superiores, y
habría que examinar este punto más de cerca teniendo en cuenta la manera bastante
particular en que esta tradición considera los estados póstumos del hombre; pero, en
todo caso, no es al espíritu a lo que el ob permanece ligado directa e
inmediatamente, es al contrario al cuerpo, y por eso es por lo que la lengua rabínica
le llama habal de garmin o «soplo de las osamentas»2; esto es precisamente lo que
permite explicar los fenómenos que hemos señalado más atrás. Así pues, lo que se
trata no se parece en nada al «periespíritu» de los espiritistas, ni al «cuerpo astral» de
los ocultistas, que se suponen que revisten el espíritu mismo del muerto; y por lo
demás hay todavía otra diferencia capital, ya que eso no es de ningún modo un
cuerpo; es, si se quiere, como una forma sutil, que solo puede tomar una apariencia
corporal ilusoria al manifestarse en ciertas condiciones, de donde el nombre de
«doble» que le daban entonces los egipcios. Por lo demás, no es verdaderamente más
que una apariencia bajo todos los aspectos: separado del espíritu, este elemento no
puede ser consciente en el verdadero sentido de esta palabra; pero posee no obstante
un remedo de consciencia, imagen virtual, por así decir, de lo que era la consciencia
del vivo; y el mago, al revivificar esa apariencia prestándole lo que le falta, da
temporariamente a su consciencia refleja una consistencia suficiente como para
obtener de ella respuestas cuando la interroga, así como eso tiene lugar
1 Deuteronomio, XVIII, 11.
2 Y no «cuerpo de la resurrección», como lo ha traducido el ocultista alemán Carl von Leiningen
(comunicación hecha a la Sociedad Psicológica de Munich, el 5 de marzo de 1887).
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
43
concretamente cuando la evocación se hace con una meta adivinatoria, lo que
constituye propiamente la «necromancia». Nos excusaremos si estas explicaciones,
que serán completadas con lo que diremos a propósito de fuerzas de otro orden, no
parecen perfectamente claras; es muy difícil poner estas cosas en lenguaje ordinario,
y uno está obligado a contentarse con expresiones que no representan
frecuentemente más que aproximaciones o «maneras de hablar»; la falta se debe en
buena medida a la filosofía moderna, que, al ignorar totalmente estas cuestiones, no
puede proporcionar una terminología adecuada para tratarlas. Ahora bien, también
podría producirse, a propósito de la teoría que acabamos de esbozar, un equívoco
que importa prevenir: si uno se queda en una visión superficial de las cosas, puede
parecer que el elemento póstumo de que se trata sea asimilable a lo que los
teosofistas llaman «cascarones», que hacen intervenir efectivamente en la
explicación de la mayoría de los fenómenos del espiritismo; pero no es nada de eso,
aunque esta última teoría se derive muy probablemente de la otra, pero por una
deformación que prueba la incomprehensión de sus autores. En efecto, para los
teosofistas, un «cascarón» es un «cadáver astral», es decir, el resto de un cuerpo en
vía de descomposición; y, además de que se reputa que este cuerpo no es
abandonado por el espíritu sino en un tiempo más o menos largo después de la
muerte, en lugar de estar ligado esencialmente al «cuerpo psíquico», la concepción
misma de los «cuerpos invisibles» nos aparece groseramente errónea, y es una de
aquellas que nos hacen calificar al «neoespiritualismo» de «materialismo
transpuesto». Sin duda, la teoría de la «luz astral» de Paracelso, que es de un alcance
mucho más general, que esto de lo que nos ocupamos al presente, contiene al menos
una parte de verdad; pero los ocultistas apenas la han comprendido, y tiene muy
pocas relaciones con su «cuerpo astral» o con el «plano» al que dan el mismo
nombre, concepciones completamente modernas, a pesar de sus pretensiones, y que
no concuerdan con ninguna tradición auténtica.
Agregaremos a lo que acabamos de decir algunas reflexiones que, aunque no se
refieren directamente a nuestro tema, no nos parecen menos necesarias, porque es
menester tener en cuenta la mentalidad especial de los occidentales actuales. Éstos,
en efecto, cualesquiera que sean sus convicciones religiosas o filosóficas, son
prácticamente «positivistas», en su gran mayoría al menos; parece incluso que no
puedan salir de esta actitud sin caer en las extravagancias del «neoespiritualismo»,
quizás porque no conocen nada más. Eso llega hasta tal punto que muchas gentes
muy sinceramente religiosas, pero influenciadas por el medio, al no poder hacer otra
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
44
cosa que admitir algunas posibilidades en principio, se niegan enérgicamente a
aceptar sus consecuencias y llegan a negar de hecho, aunque no de derecho, todo lo
que no entra en la idea que se hacen de lo que se ha convenido llamar la «vida
ordinaria»; a éstos, las consideraciones que exponemos no les aparecerán sin duda
menos extrañas ni menos chocantes que a los «cientificistas» más limitados. Eso nos
importaría bastante poco, a decir verdad, si las gentes de este tipo no se creyeran a
veces más competentes que nadie en hechos de religión, e incluso calificados para
emitir, en el nombre de esa religión, un juicio sobre cosas que rebasan su
entendimiento; por eso es por lo que pensamos que es bueno hacerles oír una
advertencia, sin ilusionarnos demasiado sobre los efectos que producirá. Así pues,
recordaremos que no nos colocamos aquí en el punto de vista religioso, y que las
cosas de que hablamos pertenecen a un dominio enteramente distinto del de la
religión; por lo demás, si expresamos algunas concepciones, es exclusivamente
porque sabemos que son verdaderas, y, por consiguiente, independientemente de
toda preocupación extraña a la pura intelectualidad; pero agregaremos que, a pesar
de eso, estas concepciones permiten comprender, mejor que muchas otras, ciertos
puntos que conciernen a la religión misma. Por ejemplo, preguntaremos esto: ¿cómo
se puede justificar el culto católico de las reliquias, o todavía el peregrinaje a las
tumbas de los santos, si no se admite que algo que no es material permanece
vinculado al cuerpo, de una manera o de otra, después de la muerte? No obstante, no
disimularemos que, al unir así las dos cuestiones, presentamos las cosas de una
manera demasiado simplificada; en realidad, las fuerzas de que se trata en este caso
(y empleamos deliberadamente esta palabra de «fuerzas» en un sentido muy general)
no son idénticas a las fuerzas de que nos hemos ocupado precedentemente, aunque
haya una cierta relación; estas últimas son de un orden muy superior, porque
interviene otra cosa que es como sobreañadida, y cuya puesta en obra no depende ya
de ningún modo de la magia, sino más bien de lo que los neoplatónicos llamaban
«teurgia»: una distinción que no conviene olvidar tampoco. Para tomar otro ejemplo
del mismo orden, el culto de las imágenes y la idea de que algunos lugares gozan de
privilegios especiales son completamente ininteligibles si no se admite que hay ahí
verdaderos centros de fuerzas (cualesquiera que sea por lo demás la naturaleza de
esas fuerzas), y que algunos objetos pueden desempeñar en cierto modo una función
de «condensadores»: recordemos simplemente la Biblia y veamos lo que se dice en
ella del Arca de la Alianza, así como del templo de Jerusalén, y quizás
comprenderemos lo que queremos decir. Tocamos aquí la cuestión de las
CARÁCTER MODERNO DEL ESPIRITISMO
45
«influencias espirituales», sobre la que no vamos a insistir, y cuyo desarrollo
encontraría por lo demás muchas dificultades; para abordarla, se debe hacer llamada
a datos propiamente metafísicos, y del orden más elevado. Citaremos solo un último
caso: en algunas escuelas de esoterismo musulmán, el «Maestro» (Sheikh) que fue su
fundador, aunque esté muerto desde hace varios siglos, se considera como vivo y
actuando siempre por su «influencia espiritual» (barakah); pero eso no hace
intervenir a ningún grado su personalidad real, que está, no solo más allá de este
mundo, sino también más allá de todos los «paraísos», es decir, de todos los estados
superiores que no son todavía más que transitorios. Se puede ver cuán lejos estamos
aquí, no solo del espiritismo, sino también de la magia; y, si hemos hablado de ello,
es sobre todo para no dejar incompleta la indicación de las distinciones necesarias; la
diferencia que separa este último orden de cosas de todos los demás es la más
profunda de todas.
Pensamos ahora haber dicho bastante para mostrar que, antes de los tiempos
modernos, jamás hubo nada comparable al espiritismo; en cuanto a occidente, hemos
considerado sobre todo la Antigüedad, pero todo lo que se refiere a la magia es
igualmente válido para la Edad Media. No obstante, si se quisiera encontrar a toda
costa algo a lo que se pudiera asimilar el espiritismo hasta un cierto punto, y con la
condición de no considerarle más que en sus prácticas (puesto que sus teorías no se
encuentran en ninguna otra parte), lo que se encontraría sería simplemente la
brujería. En efecto, los brujos son manifiestamente «empíricos», aunque el más
ignorante de entre ellos sabe quizás mucho más que los espiritistas en más de un
respecto; los brujos no conocen más que las ramas más bajas de la magia, y las
fuerzas que ponen en juego, las más inferiores de todas, son esas mismas con las que
los espiritistas tratan ordinariamente. En fin, los casos de «posesión» y de
«obsesión», en correlación estrecha con las prácticas de la brujería, son las únicas
manifestaciones auténticas de la mediumnidad que se hayan constatado antes de la
aparición del espiritismo; y, ¿han cambiado tanto las cosas desde entonces que las
mismas palabras ya no les son aplicables? No lo creemos; pero verdaderamente, si
los espiritistas no pueden recomendarse más que de un parentesco tan sospechoso y
tan poco envidiable, les aconsejaríamos más bien renunciar a reivindicar para el
movimiento una filiación cualquiera, y tomar su partido por una modernidad que, en
buena lógica, no debería ser una molestia para partidarios del progreso.
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CAPÍTULO V
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
El ocultismo es también una cosa muy reciente, quizás un poco más reciente
todavía que el espiritismo; este término parece haber sido empleado por primera vez
por Alphonse-Louis Constant, más conocido bajo el seudónimo de Eliphas Lévi, y
nos parece muy probable que sea él su inventor. Si la palabra es nueva, es porque lo
que sirve para designar no lo es menos: hasta entonces, había habido «ciencias
ocultas», más o menos ocultas por lo demás, y también más o menos importantes; la
magia era una de esas ciencias, y no su conjunto como algunos modernos lo han
pretendido1; de igual modo la alquimia, la astrología y muchas otras todavía; pero
jamás se había buscado reunirlas en un cuerpo de doctrina única, lo que implica
esencialmente la denominación de «ocultismo». A decir verdad, el supuesto cuerpo
de doctrina está formado de elementos bien disparatados: Eliphas Lévi quería
constituirle con la kabbala hebraica, el hermetismo y la magia; aquellos que vinieron
después de él debían dar al ocultismo un carácter bastante diferente. Las obras de
Eliphas Lévi, aunque mucho menos profundas de lo que pretenden sus aires,
ejercieron una influencia extremadamente extensa: inspiraron a los jefes de las
escuelas más diversas, como a Mme Blavatsky, la fundadora de la Sociedad
Teosófica, sobre todo en la época en que publicó Isis Dévoilée, como al escritor
masónico americano Albert Pike, como a los neorosicrucianos ingleses, etc. Por lo
demás, los teosofistas han continuado empleando con bastante entusiasmo el término
de ocultismo para calificar su propia doctrina, que se puede considerar en efecto
como una variedad especial de ocultismo, ya que nada se opone a que se haga de esta
designación el nombre genérico de escuelas múltiples de las que cada una tiene su
concepción particular; sin embargo, no es así como se entiende lo más
habitualmente. Eliphas Lévi murió en 1875, el mismo año en que fue fundada la
Sociedad Teosófica; en Francia, pasaron entonces algunos años durante los cuales
1 Papus, Traité méthodique de Science occulte, p. 324.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
47
apenas si se trató de ocultismo; es hacia 1887 cuando el Dr. Gérard Encausse, bajo el
nombre de Papus, retomó esta denominación, esforzándose en agrupar alrededor de
él a todos aquellos que tenían tendencias análogas, y es sobre todo a partir del
momento en que se separó de la Sociedad Teosófica, en 1890, cuando pretendió en
cierto modo monopolizar el título de ocultismo en provecho de su escuela. Tal es la
génesis del ocultismo francés; se ha dicho a veces que este ocultismo no era en suma
más que «papusismo», y eso es verdad en más de un respecto, ya que una buena
parte de sus teorías no son efectivamente más que la obra de una fantasía individual;
las hay incluso que se explican simplemente por el deseo de oponer, a la falsa
«tradición oriental» de los teosofistas, una «tradición occidental» no menos
imaginaria. No vamos a hacer aquí la historia del ocultismo, ni a exponer el conjunto
de sus doctrinas; pero, antes de hablar de sus relaciones con el espiritismo y de lo
que le distingue de él, eran indispensables estas explicaciones sumarias, a fin de que
nadie pueda sorprenderse de vernos clasificar al ocultismo entre las concepciones
«neoespiritualistas».
Como los teosofistas, los ocultistas en general están llenos de desprecio hacia los
espiritistas, y eso se comprende hasta un cierto punto, ya que el teosofismo y el
ocultismo tienen al menos una apariencia superficial de intelectualidad que no tiene
el espiritismo, y pueden dirigirse a espíritus de un nivel un poco superior. Así vemos
a Papus, haciendo alusión al hecho de que Allan Kardec era un antiguo profesor de
instituto, tratar al espiritismo de «filosofía primaria»1; y he aquí cómo aprecia los
medios espiritistas: «Al reclutar pocos creyentes en los medios científicos, esa
doctrina se ha rebajado sobre la cantidad de adherentes que le proporcionan las
clases medias y sobre todo el pueblo. Los “grupos de estudios”, más científicos unos
que otros, están formados de personas siempre muy honestas, siempre de gran fe,
antiguos oficiales, pequeños comerciantes o empleados, cuya instrucción científica y
sobre todo filosófica deja mucho que desear. Los profesores de instituto son “luces”
en esos grupos»2. Esta mediocridad es en efecto muy llamativa; pero Papus, que
critica tan vivamente la falta de selección entre los adherentes del espiritismo,
¿estuvo él mismo, en cuanto a su propia escuela, exento siempre de todo reproche a
este respecto? Habremos respondido suficientemente a esta pregunta cuando
hayamos hecho observar que su papel fue sobre todo el de un «vulgarizador»; esta
1 Traité méthodique de Science occulte, pp. 324 y 909.
2 Ibid., p. 331.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
48
actitud, bien diferente de la de Eliphas Lévi, es enteramente incompatible con las
pretensiones al esoterismo, y hay en ella una contradicción que no nos encargaremos
de explicar. En todo caso, lo que hay de cierto, es que el ocultismo, así como el
teosofismo, no tienen nada en común con un esoterismo verdadero, serio y profundo;
y es menester no tener noción ninguna de estas cosas para dejarse seducir por el
vano espejismo de una «ciencia iniciática» supuesta, que no es en realidad más que
una erudición completamente superficial y de segunda o tercera mano. La
contradicción que acabamos de señalar no existe en el espiritismo, que rechaza
absolutamente todo esoterismo, y cuyo carácter eminentemente «democrático»
concuerda perfectamente con una intensa necesidad de propaganda; es más lógica
que la actitud de los ocultistas, pero las críticas de éstos no son por ello menos justas
en sí mismas, y nos ocurrirá citarlas en su momento.
No vamos a volver, porque ya hemos reproducido en otra parte numerosos
extractos de ellas1, sobre las críticas, a veces muy violentas, que dirigieron al
espiritismo los jefes del teosofismo, muchos de los cuales, no obstante, habían
pasado por esta escuela; de una manera general, las críticas de los ocultistas
franceses están formuladas en términos más moderados. No obstante, al comienzo
hubo ataques bastante vivos de una parte y de la otra; los espiritistas estaban
particularmente ofendidos de verse tratados de «profanos» por gentes entre las
cuales se encontraban algunos de sus antiguos «hermanos»; pero enseguida se
pudieron observar tendencias a la conciliación, sobre todo del lado de los ocultistas,
cuyo «eclecticismo» les predisponía a concesiones más bien deplorables. Su primer
efecto fue la reunión en París, desde 1889, de un «Congreso espiritista y
espiritualista» donde estaban representadas todas las escuelas; naturalmente, eso no
hizo desaparecer las disensiones y las rivalidades; pero, poco a poco, los ocultistas,
en su «sincretismo» poco coherente, llegaron a hacer una parte cada vez más amplia
a las teorías espiritistas, bastante vanamente por lo demás ya que los espiritistas
jamás consintieron por eso en considerarles como verdaderos «creyentes». Hubo no
obstante excepciones individuales: mientras se producía este deslizamiento, el
ocultismo se «vulgarizaba» cada vez más, y sus agrupaciones, más ampliamente
abiertas que en el origen, acogían a gentes que, aunque entraban en ellas, no cesaban
de ser espiritistas; éstos representaban quizás una elite en el espiritismo, pero una
elite muy relativa, y el nivel de los medios ocultistas fue siempre rebajándose; quizás
1 El Teosofismo, pp. 124-129, ed. francesa.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
49
describamos algún día esta «evolución» al revés. Ya hemos hablado, a propósito del
teosofismo, de esas gentes que se adhieren simultáneamente a escuelas cuyas teorías
se contradicen, y que apenas se preocupan de ello, porque son ante todo
sentimentales; agregaremos que, en todas esas agrupaciones, predomina el elemento
femenino, y que muchos no se interesan jamás, en el ocultismo, más que por el
estudio de las «artes adivinatorias», lo que da la justa medida de sus capacidades
intelectuales.
Antes de ir más lejos, daremos la explicación de un hecho que hemos señalado
desde el comienzo: hay, entre los espiritistas, numerosos individuos y pequeños
grupos aislados, mientras que los ocultistas se vinculan casi siempre a alguna
organización, más o menos sólida, más o menos bien constituida, pero que permite a
los que forman parte de ella llamarse «iniciados» a algo, o darles la ilusión de
estarlo. Los espiritistas no tienen ninguna iniciación y ni siquiera quieren oír hablar
de nada que se le parezca de cerca o de lejos, ya que uno de los caracteres esenciales
de su movimiento es estar abierto a todos sin distinción y no admitir ninguna especie
de jerarquía; así pues, algunos de sus adversarios han equivocado completamente el
camino al creer poder hablar de una «iniciación espiritista», que es enteramente
inexistente; por lo demás, es menester decir que, por diversos lados, se ha abusado
mucho de esta palabra «iniciación». Los ocultistas, al contrario, pretenden
recomendarse de una tradición, sin razón es cierto, pero lo pretenden; por eso es por
lo que piensan que les falta una organización apropiada por la que puedan
transmitirse las enseñanzas de una manera regular; y, si un ocultista se separa de una
tal organización, ordinariamente es para fundar otra y devenir a su vez «jefe de
escuela». Ciertamente, los ocultistas se equivocan cuando creen que la transmisión
de los conocimientos tradicionales debe hacerse por una organización que revista la
forma de una «sociedad», en el sentido claramente definido en el que esta palabra se
toma habitualmente por los modernos; sus agrupaciones no son más que una
caricatura de las escuelas verdaderamente iniciáticas. Para mostrar la poca seriedad
de la supuesta iniciación de los ocultistas, basta mencionar, sin entrar en otras
consideraciones, la práctica, corriente entre ellos, de las «iniciaciones por
correspondencia»; no es difícil devenir «iniciado» en esas condiciones, y no es más
que una formalidad sin valor ni alcance; pero se quiere al menos salvaguardar
algunas apariencias. A este propósito, debemos decir también, para que nadie se
equivoque sobre nuestras intenciones, que lo que reprochamos sobre todo al
ocultismo, es no ser eso por lo que se da; y nuestra actitud, a este respecto, es muy
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
50
diferente de la de la mayoría de sus otros adversarios, y es incluso inversa en cierto
modo. En efecto, los filósofos universitarios, por ejemplo, se quejan de que el
ocultismo quiere rebasar los estrechos límites en los que ellos mismos encierran sus
concepciones, mientras que, para nos, es más bien culpable de no rebasarlos
efectivamente, salvo sobre algunos puntos particulares donde no hace más que
apropiarse concepciones anteriores, y sin comprenderlas siempre muy bien. Así, para
los demás, el ocultismo va o quiere ir demasiado lejos; para nos, al contrario, no va
suficientemente lejos, y además, voluntariamente o no, engaña a sus adherentes
sobre el carácter y la cualidad de los conocimientos que les proporciona. Los otros se
quedan más acá, nos nos colocamos más allá; y de ello resulta esta consecuencia: a
los ojos de los ocultistas, filósofos universitarios y sabios oficiales son simples
«profanos», de igual modo que los espiritistas, y no es en esto donde vamos a
contradecirles; pero, a nuestros ojos, los ocultistas igualmente no son más que
«profanos», y nadie puede pensar de otro modo entre los que saben lo que son las
verdaderas doctrinas tradicionales.
Dicho esto, podemos volver a la cuestión de las relaciones del ocultismo y del
espiritismo; y debemos precisar que, en lo que sigue, se tratará exclusivamente del
ocultismo papusiano, muy diferente, ya lo hemos dicho, del de Eliphas Lévi. Este
último, en efecto, era formalmente antiespiritista, y, además, jamás creyó en la
reencarnación; se fingió a veces considerarse él mismo como Rabelais reencarnado,
eso no fue por su parte más que una simple broma: sobre este punto hemos tenido el
testimonio de alguien que le ha conocido personalmente, y que, siendo
reencarnacionista, no puede ser sospechoso de parcialidad en esta circunstancia.
Ahora bien, la teoría de la reencarnación es una de las apropiaciones que el
ocultismo, tanto como el teosofismo, han hecho del espiritismo, ya que hay las tales
apropiaciones, y estas escuelas han sufrido la influencia del espiritismo que les es
anterior, a pesar de todo el desprecio que testimonian a su respecto. En cuanto a la
reencarnación, la cosa está muy clara: ya hemos dicho en otra parte como Mme
Blavatsky tomó esta idea a los espiritistas franceses y la transplantó a los medios
anglosajones; por otra parte, Papus y algunos de los primeros adherentes de su
escuela habían comenzado siendo teosofistas, y casi todos los demás vinieron
directamente del espiritismo; no hay pues necesidad de buscar más lejos. Sobre
puntos menos fundamentales, ya hemos tenido un ejemplo de la influencia espiritista
en la importancia capital que el ocultismo acuerda al papel de los médiums para la
producción de algunos fenómenos; se puede encontrar otro en la concepción del
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
51
«cuerpo astral», que no deja de tener muchas particularidades del «periespíritu»,
pero con esta diferencia, no obstante, que se supone que el espíritu abandona el
«cuerpo astral», en un tiempo más o menos largo después de la muerte, de la misma
manera que ha abandonado el «cuerpo físico», mientras que el «periespíritu» se
supone que persiste indefinidamente y que acompaña al espíritu en todas sus
reencarnaciones. Otro ejemplo todavía, es lo que los ocultistas llaman el «estado de
turbación», es decir, un estado de inconsciencia en el que el espíritu se encontraría
sumergido inmediatamente después de la muerte: «Durante los primeros momentos
de esa separación, dice Papus, el espíritu no se da cuenta del nuevo estado donde
está; se halla en la turbación, no cree estar muerto, y no es sino progresivamente,
frecuentemente al cabo de varios días e inclusive de varios meses, cuando tiene
consciencia de su nuevo estado»1. Esto no es más que la exposición de la teoría
espiritista; pero, en otra parte, Papus retoma esta teoría por su cuenta y precisa que
«el estado de turbación se extiende desde el comienzo de la agonía hasta la
liberación del espíritu y la desaparición de las cortezas»2, es decir, de los elementos
más inferiores del «cuerpo astral». Los espiritistas hablan constantemente de
hombres que han permanecido varios años sin saber que estaban muertos, guardando
todas las preocupaciones de su existencia terrestre e imaginándose cumplir todavía
las acciones que les eran habituales, y algunos de entre ellos se dan incluso la misión
sorprendente de «iluminar a los espíritus» sobre este punto; Eugène Nus3 y otros
autores han contado historias de ese género mucho tiempo antes de Papus, de suerte
que la fuente de donde este último extrajo su idea del «estado de turbación» no es
nada dudosa. Conviene mencionar todavía lo que concierne a las consecuencias
atribuidas a las acciones a través de la serie de las existencias sucesivas, lo que los
teosofistas llaman el «Karma»; ocultistas y espiritistas rivalizan en detalles
inverosímiles sobre estas cosas, y volveremos sobre ello más adelante cuando
retomemos la reencarnación; ahí también, los espiritistas pueden reivindicar la
prioridad. Prosiguiendo este examen, se encontrarían todavía muchos otros puntos en
los que la similitud no puede explicarse si no es por apropiaciones hechas del
espiritismo, al cual el ocultismo debe así mucho más de lo que confiesa; es verdad
que todo lo que le debe no vale gran cosa; pero lo que es más importante, es ver
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 327.
2 L’état de trouble et l’évolution posthume de l´être humain, p. 17.
3 A la recherche des destinées.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
52
cómo y en qué medida los ocultistas admiten la hipótesis fundamental del
espiritismo, es decir, la comunicación con los muertos.
Se puede constatar en el ocultismo una preocupación muy visible de dar a las
teorías un aspecto «científico», en el sentido en que los modernos lo entienden;
cuando se recusa, y frecuentemente a buen derecho, la competencia de los sabios
ordinarios en ciertos órdenes de cuestiones, sería quizás más lógico no buscar imitar
sus métodos y no parecer inspirarse en su espíritu; pero, finalmente, no hacemos más
que constatar un hecho. Por lo demás, es menester notar que los médicos, entre los
que se reclutan en gran parte los «psiquistas» de que hablaremos después, han
proporcionado también un importante contingente al ocultismo, sobre el que han
reaccionado manifiestamente los hábitos mentales que tienen por su educación y por
el ejercicio de su profesión; y es así como puede explicarse el lugar enorme que
tienen, concretamente, en las obras de Papus, las teorías que podemos llamar
«psicofisiológicas». Desde entonces, la parte de la experimentación debía ser
igualmente considerable, y los ocultistas, para tener una actitud «científica» o
reputada como tal, debían volver su atención principalmente del lado de los
fenómenos, que las verdaderas escuelas iniciáticas han tratado siempre al contrario
como a algo muy desdeñable; agregaremos que eso no basta para conciliar al
ocultismo el favor ni la simpatía de los sabios oficiales. Por lo demás, el atractivo de
los fenómenos no se ejerció más que sobre aquellos que se entregaban a
preocupaciones «científicas»; hubo quienes los cultivaron con otras intenciones, pero
no con menos ardor, ya que este es el lado del ocultismo que, con las «artes
adivinatorias», interesaba casi únicamente a una gran parte de su público, en el que
es menester colocar naturalmente a todos los que eran más o menos espiritistas. A
medida que fue creciendo este último elemento, cada vez se relajó más el rigor
«científico» que se había proclamado al comienzo; pero, independientemente de esta
desviación, el carácter experimental y «fenomenista» del ocultismo le predisponía ya
a mantener con el espiritismo relaciones que, aunque no fueran siempre agradables y
corteses, por ello no eran menos comprometedoras. Lo que tenemos que repetir en
todo esto, no es que el ocultismo haya admitido la realidad de los fenómenos, que no
contestamos, ni tampoco que los haya estudiado especialmente, y volveremos sobre
esto a propósito del «psiquismo»; lo que hay que censurar es que haya acordado a
este estudio una importancia excesiva, dadas las pretensiones que emitía en un orden
más intelectual, y sobre todo que haya creído deber admitir parcialmente la
explicación espiritista, buscando solamente disminuir el número de casos en los que
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
53
sería aplicable. «El ocultismo, dice Papus, admite como absolutamente reales todos
los fenómenos del espiritismo. No obstante, restringe considerablemente la
influencia de los espíritus en la producción de esos fenómenos, y los atribuye a una
multitud de otras influencias en acción en el mundo invisible»1. No hay que decir
que los espiritistas protestaron enérgicamente contra esta restricción, no menos que
contra la afirmación de «que el ser humano se escinde en varias entidades después de
la muerte y que lo que viene a comunicarse no es el ser todo entero, sino un residuo
del ser, un «cascaron astral»; y por lo demás agregan que, de una manera general, «la
ciencia oculta es muy difícil de comprender y muy complicada para los lectores
habituales de los libros espiritistas»2, lo que no habla precisamente en favor de estos
últimos. Por nuestra parte, desde que se admite en alguna medida la «influencia de
los espíritus» en los fenómenos, no vemos muy bien el interés que se pone en
restringirla, ya sea en cuanto al número de los casos donde se manifiesta, o ya sea en
cuanto a las categorías de «espíritus» que puedan ser realmente evocados. Sobre ese
último punto, en efecto, he aquí lo que dice también Papus: «parece incontestable
que las almas de los muertos amados puedan ser evocadas y puedan venir en algunas
condiciones. Partiendo de este punto verdadero, los experimentadores de
imaginación activa no han estado mucho tiempo sin pretender que las almas de todos
los muertos, antiguos y modernos, eran capaces de sufrir la acción de una evocación
mental»3; hay algo verdaderamente extraordinario en esta manera de hacer una
suerte de excepción para los «muertos amados», como si las consideraciones
sentimentales fueran capaces de flexibilizar las leyes naturales. O la evocación de las
«almas de los muertos», en el sentido de los espiritistas, es una posibilidad, o no lo
es; en el primer caso, es muy arbitrario pretender asignar límites a esta posibilidad, y
sería quizás más normal incorporarse simplemente al espiritismo. En todo caso, en
tales condiciones, estaría mal reprochar al espiritismo este carácter sentimental al
que debe ciertamente la mayoría de sus éxitos, y apenas se tendría el derecho de
hacer declaraciones de este género: «La ciencia debe ser verdadera y no sentimental,
mientras no se haya curado de ese argumento que quiere que la comunicación con
los muertos no pueda ser discutida porque constituye una idea muy consoladora»4.
Por lo demás, esto es perfectamente justo, pero, para estar autorizado a decirlo, es
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 347.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 344.
3 Ibid., p. 331.
4 Ibid., p. 324.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
54
menester ser uno mismo indemne a todo sentimentalismo, y éste no es el caso; bajo
esta relación, en el fondo no hay más que una diferencia de grado entre el espiritismo
y el ocultismo, y, en este último, las tendencias sentimentales y pseudomísticas no
hicieron más que ir acentuándose en el curso de esa rápida decadencia a la que ya
hemos hecho alusión. Pero, desde los primeros tiempos, y sin salir de la cuestión de
la comunicación con los muertos, esas tendencias se afirmaban ya suficientemente
en frases como ésta: «Cuando una madre desconsolada ve a su hija manifestarse a
ella, de una manera evidente, cuando una hija que se ha quedado sola en la tierra ve
a su padre difunto aparecérsele y prometerle su apoyo, hay ochenta posibilidades de
cien de que esos fenómenos hayan sido producidos por los “espíritus”, los yo de los
difuntos»1. La razón por la que son casos privilegiados, parece, es que, «para que un
espíritu, para que el ser mismo venga a comunicarse, es menester que exista una
relación “fluídica” cualquiera entre el evocador y el evocado». Así pues, es menester
creer que el sentimiento debe considerarse como algo «fluídico»; ¿no teníamos razón
al hablar de «materialismo transpuesto»? Por lo demás, todas esas historias de
«fluidos» vienen de los magnetizadores y de los espiritistas: ahí también, en su
terminología tanto como en sus concepciones, el ocultismo ha sufrido la influencia
de esas escuelas que califica desdeñosamente de «primarias».
Los representantes del ocultismo se han apartado algunas veces de su actitud de
desprecio al respecto de los espiritistas, y los avances que les hicieron en algunas
circunstancias no dejan de recordar un poco el discurso en el que Mme Annie Besant,
ante la Alianza Espiritualista de Londres, declaraba en 1898 que los dos
movimientos, «espiritualista» y teosofista, habían tenido el mismo origen. Los
ocultistas han ido incluso más lejos en un sentido, puesto que les ha ocurrido afirmar
que sus teorías no están solo emparentadas con las de los espiritistas, lo que es
incontestable, sino que son idénticas en el fondo; Papus lo ha dicho en sus propios
términos en la conclusión del informe que presentó al «Congreso espiritista y
espiritualista» de 1889: «Como es fácil verlo, las teorías del espiritismo son las
mismas que las del ocultismo, pero en menos detalle. El alcance de las enseñanzas
del espiritismo es por consiguiente mayor, puesto que puede ser comprendido por un
número de personas mucho más grande. Por su complicación misma, las enseñanzas
del ocultismo, incluso teóricas, están reservadas a los cerebros acostumbrados a
todas las dificultades de las concepciones abstractas. Pero en el fondo es una
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 847 de la ed. francesa.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
55
doctrina idéntica la que enseñan las dos grandes escuelas»1. En esto hay alguna
exageración, y quizás podríamos calificar esta actitud de «política», sin prestar no
obstante a los ocultistas intenciones comparables a las de Mme Besant; por lo demás,
los espiritistas desconfiaron siempre y apenas si respondieron a estos avances,
pareciendo temer más bien que se les quisiera llevar a intentar una fusión con otros
movimientos. Sea como sea, es permisible encontrar que el «eclecticismo» de los
ocultistas franceses es singularmente amplio, y bien incompatible con su pretensión
de poseer una doctrina seria y de apoyarse sobre una tradición respetable; iremos
más lejos incluso, y diremos que toda escuela que tiene algo en común con el
espiritismo pierde por eso mismo todo derecho a presentar sus teorías como la
expresión de un verdadero esoterismo.
A pesar de todo esto, se estaría en un gran error si se confunde ocultismo y
espiritismo: si esta confusión la cometen gentes mal informadas, la falta, es verdad,
no se debe solo a su ignorancia, sino también en buena medida, como acabamos de
verlo, a las imprudencias de los ocultistas mismos. No obstante, de una manera
general, entre los dos movimientos hay más bien una suerte de antagonismo, que se
afirma más violentamente del lado de los espiritistas, y más discretamente del lado
de los ocultistas; por lo demás, para sacudir las convicciones y las susceptibilidades
de los espiritistas, basta que los ocultistas revelen algunas de sus extravagancias, lo
que no les impide cometerlas ellos mismos cuando se presenta la ocasión. Se puede
comprender ahora por qué hemos dicho que, para ser espiritista, no solo era menester
admitir la comunicación con los muertos en casos más o menos excepcionales;
además, los espiritistas no quieren oír hablar a ningún precio de los demás elementos
que los ocultistas hacen intervenir en la producción de los fenómenos, y sobre los
cuales volveremos, si no es porque algunos de entre ellos, un poco menos limitados
y menos fanáticos que los demás, aceptan que haya a veces una acción inconsciente
del médium y de los asistentes. Finalmente, hay en el ocultismo un montón de
teorías a las que no corresponde nada en el espiritismo; cualquiera que sea su valor
real, dan testimonio al menos de preocupaciones menos restringidas, y, en suma, los
ocultistas se han calumniado algo cuando, con más o menos sinceridad, han afectado
tratar a las dos escuelas sobre un pie de igualdad; es verdad que, para ser superior al
1 Ibid., pp. 359-360 de la ed. francesa.
ESPIRITISMO Y OCULTISMO
56
espiritismo, una doctrina no tiene necesidad de ser muy sólida ni de hacer prueba de
una gran elevación intelectual.
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CAPÍTULO VI
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
Hemos dicho precedentemente que, si negamos absolutamente todas las teorías
del espiritismo, por eso no contestamos la realidad de los fenómenos que los
espiritistas invocan en apoyo de esas teorías; ahora debemos explicarnos un poco
más ampliamente sobre este punto. Lo que hemos querido decir, es que no
entendemos contestar «a priori» la realidad de ningún fenómeno, desde que ese
fenómeno se nos aparezca como posible; y debemos admitir la posibilidad de todo lo
que no es intrínsecamente absurdo, es decir, de todo lo que no implica contradicción;
en otros términos, admitimos en principio todo lo que responde a la noción de la
posibilidad entendida en un sentido que es a la vez metafísico, lógico y matemático.
Ahora bien, si se trata de la realización de una tal posibilidad en un caso particular y
definido, es menester naturalmente considerar otras condiciones: decir que
admitimos en principio todos los fenómenos de que se trata, no es decir que
aceptamos, sin más examen, todos los ejemplos que se han contado con garantías
más o menos serias; pero no vamos a hacer aquí su crítica, lo que es incumbencia de
los experimentadores, y, desde el punto de vista en que nos colocamos, eso no nos
importa de ninguna manera. En efecto, desde que un cierto género de hechos es
posible, carece de interés para nos que tal o cual hecho particular que está
comprendido en ese género sea verdadero o falso; la única cosa que nos pueda
interesar es saber cómo pueden explicarse los hechos de ese orden, y, si tenemos una
explicación satisfactoria, toda otra discusión nos parece superflua. Comprendemos
muy bien que tal no sea la actitud del sabio que amasa hechos para llegar a hacerse
una convicción, y que no cuenta más que con el resultado de sus observaciones para
edificar una teoría; pero nuestro punto de vista está muy alejado de ese, y, por lo
demás, no pensamos que los hechos solos puedan servir de base verdaderamente a
una teoría, ya que casi siempre pueden ser explicados igualmente por varias teorías
diferentes. Sabemos que los hechos de que se trata son posibles, puesto que podemos
vincularlos a algunos principios que conocemos; y, como esta explicación no tiene
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
58
nada de común con las teorías espiritistas, tenemos el derecho de decir que la
existencia de los fenómenos y su estudio son cosas absolutamente independientes del
espiritismo. Además, sabemos que existen efectivamente tales fenómenos; a este
respecto, tenemos testimonios que no han podido ser influenciados en nada por el
espiritismo, puesto que unos le son muy anteriores, y otros provienen de medios
donde el espiritismo no ha penetrado nunca, de países donde su nombre mismo es
tan desconocido como su doctrina; los fenómenos, como ya lo hemos dicho, no son
nada nuevo ni especial del espiritismo. Así pues, no tenemos ninguna razón para
poner en duda la existencia de esos fenómenos, y antes al contrario tenemos muchas
para considerarla como real; pero entiéndase bien que en eso se trata siempre de su
existencia considerada de una manera general, y por lo demás, para la meta que nos
proponemos aquí, toda otra consideración es perfectamente inútil.
Si creemos deber tomar estas precauciones y formular estas reservas, es porque,
sin hablar de los relatos que hayan podido ser inventados por bromistas pesados o
por necesidades de la causa, se han producido innumerables casos de fraude, así
como los espiritistas mismos están obligados a reconocerlo1; pero de ahí a sostener
que todo no es más que superchería, hay mucho trecho. No comprendemos que los
negadores de partido tomado insistan tanto como lo hacen sobre los fraudes
constatados y crean encontrar en ellos un argumentos sólido en su favor; lo
comprendemos tanto menos cuanto que, como lo hemos dicho en otra ocasión2, toda
superchería es siempre una imitación de la realidad; esta imitación puede ser sin
duda más o menos deforme, pero finalmente no se puede pensar en simular más que
lo que existe, y sería hacer un gran honor a los defraudadores creerles capaces de
realizar algo enteramente nuevo, algo a lo que, por lo demás, la imaginación humana
no puede llegar jamás. Además, en las sesiones espiritistas, hay fraudes de varias
categorías: el caso más simple, pero no el único, es el del médium profesional que,
cuando no puede producir fenómenos auténticos por una causa o por otra, es llevado
por el interés a simularlos; por eso es por lo que todo médium retribuido debe ser
tenido por sospechoso y vigilado muy de cerca; e incluso, a falta del interés, la
vanidad misma puede incitar también a un médium a defraudar. Ha ocurrido a la
mayoría de los médiums, incluso a los más reputados, ser cogidos en flagrante delito;
1 De una manera bastante poco caritativa para sus colegas, el médium Dunglas Home se ha
encargado de denunciar y de explicar un gran número de fraudes (Les Lumières et les Ombres du
Spiritualisme, pp. 186-235).
2 El Teosofismo, pp. 50-52, ed. francesa.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
59
eso no prueba que no posean facultades muy reales, sino solo que no siempre pueden
hacer uso de ellas a voluntad; los espiritistas, que son frecuentemente impulsivos,
cometen el error en tales casos de pasar de un extremo a otro y de considerar como
un falso médium, de una manera absoluta, a aquél a quien sobreviene semejante
desventura, aunque no sea más que una sola vez. Los médiums no son santos, como
querrían hacerlo creer algunos espiritistas fanáticos, que les rodean de un verdadero
culto; son enfermos, lo que es completamente diferente, a pesar de las teorías
ridículas de algunos psicólogos contemporáneos. Es menester tener en cuenta
siempre este estado anormal, que permite explicar fraudes de otro género: el
médium, como el histérico, siente esa irresistible necesidad de mentir, incluso sin
razón, que todos los hipnotizadores constatan también en sus sujetos, y en parecido
caso no tiene más que una responsabilidad muy débil, si tiene alguna; además, el
médium es eminentemente apto, no solo para autosugestionarse, sino también para
sufrir las sugestiones de su entorno, y para actuar en consecuencia sin saber lo que
hace: basta que se espere de él la producción de un fenómeno determinado para que
sea impulsado a simularle automáticamente1. Así, hay fraudes que no son más que
semiconscientes, y hay otros que son totalmente inconscientes, y donde el médium
hace frecuentemente prueba de una habilidad que está lejos de poseer en su estado
ordinario; todo eso depende de una psicología anormal, que jamás ha sido estudiada
como debería serlo; muchas gentes no sospechan que, hasta en ese dominio de las
simulaciones, hay un campo de investigaciones que no estarían desprovistas de
interés. Dejaremos ahora de lado esta cuestión del fraude, pero no sin antes expresar
el pesar de que las concepciones ordinarias de los psicólogos y sus medios de
investigación estén tan estrechamente limitados, que cosas como éstas a las que
acabamos de hacer alusión, se les escapen casi completamente, y que, incluso
cuando quieren ocuparse de ellas, no comprendan casi nada.
No somos el único en pensar que el estudio de los fenómenos puede emprenderse
de una manera absolutamente independiente de las teorías espiritistas; también es la
opinión de aquellos que se llaman «psiquistas», que son o quieren ser en general
experimentadores sin ideas preconcebidas (decimos en general, porque también ahí
habría que hacer algunas distinciones), y que incluso se abstienen frecuentemente de
1 Recordaremos también el caso de falsos médiums que, conscientemente o no, y probablemente
bajo la influencia al menos parcial de una sugestión, parecen haber sido los instrumentos de una
acción bastante misteriosa; a ese propósito, nos remitimos a lo que hemos dicho de las
manifestaciones del pretendido «John King» al exponer los orígenes del teosofismo.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
60
formular ninguna teoría. Conservamos las palabras «psiquismo» y «fenómenos
psíquicos» porque son las que se emplean más habitualmente, y también porque no
tenemos otras mejores a nuestra disposición; pero no dejan de dar pie a algunas
críticas: así, en todo rigor, «psíquico» y «psicológico» deberían ser perfectamente
sinónimos, y, sin embargo no es de esta manera como se entienden. Los fenómenos
dichos «psíquicos» están enteramente fuera del dominio de la psicología clásica, y, si
se supone que pueden tener algunas relaciones con ésta, no son en todo caso sino
relaciones extremadamente lejanas; por lo demás, desde nuestro punto de vista, los
experimentadores se ilusionan cuando creen poder hacer entrar todos esos hechos
indistintamente en lo que se ha convenido llamar «psicofisiología». La verdad es que
hay hechos de muchos tipos, y que no pueden reducirse a una explicación única;
pero la mayoría de los sabios no están tan desprovistos de ideas preconcebidas como
se imaginan, y, sobre todo cuando se trata de «especialistas», tienen una tendencia
involuntaria a reducirlo todo a lo que constituye el objeto de sus estudios ordinarios;
es decir, que las conclusiones de los «psiquistas», cuando las dan, no deben
aceptarse sino bajo beneficio de inventario. Las observaciones mismas pueden ser
afectadas por prejuicios; los practicantes de la ciencia experimental tienen de
ordinario ideas bastante particulares sobre lo que es posible y sobre lo que no lo es,
y, con la mejor fe del mundo, obligan a los hechos a concordar con esas ideas; por
otra parte, aquellos mismos que son lo más opuesto a las teorías espiritistas pueden
no obstante, sin saberlo y contra su voluntad, sufrir de alguna manera la influencia
del espiritismo. Sea como sea, es muy cierto que los fenómenos de que se trata
pueden constituir el objeto de una ciencia experimental como las demás, diferente de
ellas sin duda, pero del mismo orden, y que no tiene en suma ni más ni menos
interés; no vemos por qué hay quienes se complacen en calificar esos fenómenos de
«transcendentes» o de «transcendentales», lo que es un poco ridículo1. Esta última
observación hace llamada a otra: es que la denominación de «psiquismo», a pesar de
sus inconvenientes, es en todo caso preferible a la de «metapsíquica», inventada por
el Dr. Charles Richet, y adoptada después por el Dr. Gustave Geley y algunos otros;
«metapsíquica», en efecto, es una palabra calcada evidentemente de «metafísica», lo
1 Existe inclusive una «Sociedad de estudios de fotografía transcendental», fundada por
Emmanuel Vauchez y presidida por el Dr. Foveau de Courmelles, que tiene por meta «animar y
recompensar a los fotógrafos de los seres y de las radiaciones del espacio»; es curioso ver hasta qué
punto ciertas palabras pueden ser desviadas de su sentido normal.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
61
que no se justifica por ninguna analogía1. Cualquiera que sea la opinión que se tenga
sobre la naturaleza y la causa de los fenómenos en cuestión, se les puede considerar
como «psíquicos», tanto más cuanto que esta palabra ha llegado a tener para los
modernos un sentido muy vago, pero no como estando «más allá de lo psíquico»;
algunos estarían incluso más bien más acá; además, el estudio de los fenómenos
cualesquiera que sean, forma parte de la «física» en el sentido general en que la
entendían los antiguos, es decir, del conocimiento de la naturaleza, y no tiene
ninguna relación con la metafísica, puesto que lo que está «más allá de la
naturaleza» está por eso mismo más allá de toda experiencia posible. No hay nada
que pueda ser puesto en paralelo con la metafísica, y todos aquellos que saben lo que
es la verdadera metafísica no pueden protestar sino enérgicamente contra semejantes
asimilaciones; es verdad que, en nuestros días, ni los sabios ni los filósofos parecen
tener la menor noción de ella.
Acabamos de decir que hay muchos tipos de fenómenos psíquicos, y añadiremos
de inmediato, a este respecto, que el dominio del psiquismo nos parece susceptible
de extenderse a muchos otros fenómenos que los del espiritismo: es verdad que los
espiritistas son muy invasores: se esfuerzan en explotar en provecho de sus ideas una
multitud de hechos que deberían permanecerles enteramente extraños, al no estar
provocados por sus prácticas, y al no tener ninguna relación directa o indirecta con
sus teorías, puesto que no se puede pensar evidentemente en hacer intervenir en ellos
a los «espíritus de los muertos»; sin hablar de los «fenómenos místicos», en el
sentido propio y teológico de esta expresión, fenómenos que escapan por lo demás
totalmente a la competencia de los sabios ordinarios, citaremos solo hechos como los
que se reúnen bajo el nombre de «telepatía», y que son incontestablemente
manifestaciones de seres actualmente vivos2. Las increíbles pretensiones de los
espiritistas a anexarse las cosas más diversas no dejan de contribuir a crear y a
1 Muy recientemente, el Dr. Richet, al presentar su Traité de Métapsychique a la Academia de las
Ciencias, declaraba textualmente: «Como Aristóteles, por encima de la física, introdujo la metafísica,
por encima de la psíquica, yo presento la metapsíquica». ¡No se podría ser más modesto!
2 Un gran número de esos hechos han sido recopilados por Gurney, Myers y Podmore, miembros
de la Sociedad de investigaciones psíquicas de Londres, en una obra titulada Phantasms of the Living.
Existe una traducción francesa de esa obra; pero el traductor ha creído deber darle el título
estrafalario: Les Hallucinations télépathiques, título que está en completo desacuerdo con la intención
de los autores, puesto que se trata de fenómenos reales, y que traiciona curiosamente la estrechez de
miras de la ciencia oficial.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
62
mantener en el público confusiones lamentables: en varias ocasiones, hemos tenido
la ocasión de constatar que hay gentes que llegan hasta confundir el espiritismo con
el magnetismo e incluso con el hipnotismo; eso no se produciría quizás tan
frecuentemente si los espiritistas no se mezclaran en hechos que no les conciernen en
nada. A decir verdad, entre los fenómenos que se producen en las sesiones
espiritistas, los hay que dependen efectivamente del magnetismo o del hipnotismo, y
en los cuales el médium no se comporta de otro modo que un sujeto sonambúlico
ordinario; hacemos alusión concretamente al fenómeno que los espiritistas llaman
«encarnación», y que no es otra cosa en el fondo que un caso de esos «estados
segundos», llamados impropiamente «personalidades múltiples», que se manifiestan
frecuentemente también en los enfermos y en los hipnotizados; pero, naturalmente,
la interpretación espiritista es completamente diferente. La sugestión juega
igualmente un gran papel en todo eso, y todo lo que es sugestión y transmisión de
pensamiento se vincula evidentemente al hipnotismo o al magnetismo (no insistimos
sobre la distinción que hay lugar a hacer entre estas dos cosas, distinción que es
bastante difícil de precisar, y que no importa aquí); pero, desde que se hace entrar en
este dominio un fenómeno cualquiera, el espiritismo ya no tiene nada que ver en
ello. Por el contrario, no vemos ningún inconveniente en que tales fenómenos se
vinculen al psiquismo, cuyos límites son muy imprecisos y muy mal definidos;
quizás que el punto de vista de los experimentadores modernos no se opone a que se
trate como una ciencia única lo que puede constituir el objeto de varias ciencias
distintas para aquellos que la estudian de otra manera y que, no tememos decirlo
claramente, saben mejor de qué se trata en realidad.
Esto nos conduce a hablar un poco de las dificultades del psiquismo: si los sabios
no llegan, en este dominio, a obtener resultados muy seguros y muy satisfactorios,
no es solo porque tratan con fuerzas que conocen mal, sino sobre todo porque estas
fuerzas no actúan de la misma manera que aquellas que tienen el hábito de manejar,
y porque no pueden someterse a los métodos de observación que funcionan con estas
últimas. En efecto, los sabios no pueden jactarse de conocer con seguridad la
verdadera naturaleza de la electricidad, por ejemplo, y sin embargo eso no les impide
estudiarla desde su punto de vista «fenomenista», ni sobre todo utilizarla bajo la
relación de las aplicaciones prácticas; es menester pues, que en el caso que nos
ocupa, haya otra cosa que esta ignorancia a la que los experimentadores se resignan
con bastante facilidad. Lo que importa hacer observar, es que la competencia de un
sabio «especialista» es algo muy limitado; fuera de su dominio habitual, no puede
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
63
pretender una autoridad mayor que la del primero que llega, y, cualquiera que sea su
valor, no tendrá otra ventaja que la que puede darle el hábito de una cierta precisión
en la observación; y todavía esta ventaja no compensa más que imperfectamente
algunas deformaciones profesionales. Por eso es por lo que las experiencias
psíquicas de Crookes, para tomar uno de los ejemplos más conocidos, no tienen a
nuestros ojos la importancia excepcional que muchos se creen obligados a
atribuirles; reconocemos de buena gana la competencia de Crookes en química y en
física, pero no vemos ninguna razón para extenderla a un orden completamente
diferente. Los títulos científicos más serios no garantizan a los experimentadores
contra accidentes bastante vulgares, como dejarse simplemente mistificar por un
médium: eso es quizás lo que le ha ocurrido a Crookes; eso es ciertamente lo que le
ha ocurrido al Dr. Richet, y las famosas historias de la villa Carmen, en Argelia,
hacen incluso bastante poco honor a la perspicacia de este último. Por lo demás, para
eso hay una excusa, ya que estas cosas son muy propias para desconcertar a un físico
o a un fisiologista, y hasta incluso a un psicólogo; y, por un penoso efecto de la
especialización, nada es más ingenuo y más desprovisto de defensa que algunos
sabios desde que se les saca de su esfera habitual: bajo esta relación, no conocemos
un ejemplo mejor que el de la fantástica colección de autógrafos que el célebre
falsario Vrain-Lucas hizo aceptar como auténticos al matemático Michel Chasles;
ningún psiquista ha alcanzado todavía un grado semejante de extravagante
credulidad.1
Pero no es solo de cara al fraude donde los experimentadores se encuentran
desarmados, a falta de conocer mejor la psicología especial de los médiums y de
otros sujetos a los cuales recurren; están expuestos todavía a muchos otros peligros.
Primero, en cuanto a la manera de conducir experiencias tan diferentes de aquellas a
las que están acostumbrados, estos sabios se encuentran a veces inmersos en las
mayores dificultades, ello, aunque no quieran convenir que es así, y ni siquiera
confesárselo a sí mismos; así, no alcanzan a comprender que haya hechos que uno no
puede reproducir a voluntad, y que esos hechos sean no obstante tan reales como los
demás; pretenden también imponer condiciones arbitrarias o imposibles, como exigir
la producción a plena luz de fenómenos a los cuales la obscuridad puede ser
1 Henri Poincaré, más prudente que muchos otros, o más consciente de su falta de preparación, se
negó a intentar una experiencia con Eusapia Paladino; muy seguro de antemano, escribía, «que sería
arrollado». (Artículo de M. Philippe Pagnat en las Entretiens Idéalistes, junio de 1914, p. 387).
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
64
indispensable; se reirían ciertamente, y a buen derecho, del ignorante que, en el
dominio de las ciencias fisicoquímicas, hiciera muestra de un desprecio tan completo
de todas las leyes y quisiera no obstante observar a toda costa alguna cosa. Y
después, bajo un punto de vista más teórico, esos mismos sabios se dejan llevar por
el desconocimiento de los límites de la experimentación y le piden lo que no puede
dar; porque se han consagrado a ella exclusivamente, se imaginan de buena gana que
ella es la fuente única de todo conocimiento posible; y, por lo demás, un
«especialista» está peor colocado que cualquiera para apreciar los límites más allá de
los cuales sus métodos habituales dejan de ser válidos. Finalmente, he aquí lo que
hay quizás de más grave: es siempre extremadamente imprudente, lo hemos dicho,
poner en juego fuerzas de las que se ignora todo; ahora bien, a este respecto, los
psiquistas más «científicos» no tienen más ventajas que los vulgares espiritistas. Hay
cosas a las que no se toca impunemente, cuando no se tiene la dirección doctrinal
requerida para estar seguro de no extraviarse nunca; y nunca lo repetiremos bastante,
tanto más cuanto que, en el dominio que se trata, un tal extravío es uno de los efectos
más comunes y más funestos de las fuerzas sobre las que se experimenta; el número
de gentes que pierden la razón con ello lo prueba suficientemente. Ahora bien, la
ciencia ordinaria es absolutamente impotente para dar la menor dirección doctrinal, y
no es raro ver a psiquistas que, sin llegar hasta el desvarío hablando propiamente, se
extravían no obstante de una manera deplorable: en estos casos, comprendemos a
todos aquellos que, después de haber comenzado con intenciones puramente
«científicas», han acabado por ser «convertidos» al espiritismo más o menos
completamente, y más o menos abiertamente. Diremos más incluso: ya es penoso,
para hombres que deberían saber reflexionar, admitir la simple posibilidad de la
hipótesis espiritista, y sin embargo hay sabios (podríamos decir incluso que casi
todos están en esto) que no ven por qué no puede admitirse, y que, al descartarla «a
priori», tendrían miedo de faltar a la imparcialidad en la que se tienen; no creen en
ella, se entiende, pero finalmente no la rechazan de una manera absoluta, y se
mantienen solo en la reserva, en una actitud de duda pura y simple, tan alejada de la
negación como de la afirmación. Desgraciadamente, hay muchas posibilidades de
que el que aborda los estudios psíquicos con tales disposiciones se quede ahí, y de
que se deslice insensiblemente del lado espiritista más bien que del lado opuesto:
primero, su mentalidad tiene ya al menos un punto común con la de los espiritistas,
puesto que es esencialmente «fenomenista» (no tomamos esta palabra en el sentido
en que se aplica a una teoría filosófica, con ella designamos simplemente esa suerte
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
65
de superstición del fenómeno que constituye el fondo del espíritu «cientificista»); y
después, hay la influencia del medio espiritista mismo, con el que el psiquista va a
encontrarse necesariamente en contacto al menos indirecto, aunque no sea más que
por la mediación de los médiums con que trabajará, y ese medio es un espantoso
foco de sugestión colectiva y recíproca. El experimentador sugestiona
incontestablemente al médium, lo que falsea los resultados desde que tenga la menor
idea preconcebida, por oscura que sea; pero, sin sospecharlo, puede a su vez ser
sugestionado por él; y esto no sería todavía nada si no fuera más que el médium,
pero hay también todas las influencias que éste arrastra con él, y de las que lo menos
que se puede decir es que son eminentemente malsanas. En estas condiciones, el
psiquista va a encontrarse a merced de un incidente cualquiera, lo más
frecuentemente de orden completamente sentimental: a Lombroso, Eusapia Paladino
le hizo ver el fantasma de su madre; Sir Oliver Lodge recibió «comunicaciones» de
su hijo muerto en la guerra; no fue necesario nada más para determinar sus
«conversiones». Estos casos son quizás aún más frecuentes de lo que se piensa, ya
que hay ciertamente sabios que, por temor a ponerse en desacuerdo con su pasado,
no se atreverían a confesar su «evolución» y a llamarse francamente espiritistas, y ni
siquiera a manifestar simplemente, al respecto del espiritismo, una simpatía
demasiado acentuada. Los hay que no quieren que se sepa que se ocupan de estudios
psíquicos, como si eso debiera desconsiderarles a los ojos de sus cofrades y del
público, bastante habituados a asimilar esas cosas al espiritismo; es así como Mme
Curie y M. d’Arsonval, por ejemplo, han ocultado durante mucho tiempo que se
libraban a este género de experimentación. Es curioso citar a este propósito, estas
líneas de un artículo que la Revue Scientifique consagró ya hace tiempo al libro del
Dr. Gibier que ya hemos mencionado: «M. Gibier llama con sus votos a la formación
de una sociedad para estudiar esta nueva rama de la fisiología psicológica, y parece
creer que es el único de nosotros, si no el primero, entre los sabios competentes, en
interesarse en esta cuestión. Que M. Gibier se tranquilice y sea satisfecho en sus
deseos. Un cierto número de investigadores muy competentes, los mismos que han
comenzado por el comienzo y han puesto ya un cierto orden en la maraña de lo
sobrenatural (sic), se ocupan de esta cuestión y continúan su obra… sin hablar de
ello al público»1. Una semejante actitud es verdaderamente sorprendente en gentes
que, de ordinario, aman tanto la publicidad, y que proclaman sin cesar que todo
1 Revue Scientifique, 13 de noviembre de 1886, pp. 631-632.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
66
aquello de lo que se ocupan puede y debe ser divulgado tan ampliamente como sea
posible. Agregaremos que el director de la Revue Scientifique, en aquella época, era
el Dr. Richet; éste al menos, si no los demás, no debía encerrarse siempre en esta
prudente reserva.
Hay todavía otra precisión que es bueno hacer: es que algunos psiquistas, sin
poder ser sospechosos de estar ligados al espiritismo, tienen singulares afinidades
con el «neoespiritualismo» en general, o con una u otra de sus escuelas; los
teosofistas, en particular, se han jactado de haber atraído a muchos de ellos a sus
filas, y uno de sus órganos aseguraba no hace mucho «que no todos los sabios que se
han ocupado de espiritismo y que se citan como a clásicos, han sido llevados a creer
en el espiritismo (salvo uno o dos), que casi todos han dado una interpretación que se
aproxima a la de los teósofos, y que los más célebres son miembros de la Sociedad
Teosófica»1. Es cierto que los espiritistas reivindican con mucha mayor facilidad,
como siendo de los suyos, a todos aquellos que han estado mezclados de cerca o de
lejos con esos estudios y que no son sus adversarios declarados; pero los teosofistas,
por su lado, quizás se han apresurado un poco a tomar por hecho algunas adhesiones
que no tenían nada de definitivo; no obstante, debían tener presente entonces en la
memoria el ejemplo de Myers y de diversos otros miembros de la Sociedad de
investigaciones psíquicas de Londres, y también el del Dr. Richet, que no había
hecho más que pasar por su organización, y que no había estado entre los últimos, en
Francia, en hacer eco a la denuncia de las supercherías de Mme Blavastsky por dicha
Sociedad de investigaciones psíquicas2. Sea como sea, la frase que acabamos de citar
contenía quizás una alusión a M. Flammarion, que, no obstante, estuvo siempre más
cerca del espiritismo que de toda otra concepción; ciertamente contenía una alusión a
Willian Crookes, que se había adherido efectivamente a la Sociedad Teosófica en
1883, y que fue incluso miembro del consejo director de la London Lodge. En cuanto
1 Le Lotus, octubre de 1887.
2 En una carta que hemos citado en otra parte (El Teosofismo, p. 74, ed. francesa), el Dr. Richet
dice que había conocido a Mme Blavastsky por la intermediación de Mme de Barrau; la misma persona
jugó también un cierto papel junto al Dr. Gibier, como se puede ver por esta nota que viene después
de un elogio al «gran y concienzudo sabio» Burnouf: «Debemos también una mención especial a la
obra considerable de M. Louis Leblois, de Estrasburgo, cuyo conocimiento debemos a una dama de
gran mérito, Mme Caroline de Barrau, madre de uno de nuestros antiguos alumnos, hoy día nuestro
amigo, el Dr. Emile de Barrau» (Le Spiritisme, p. 110). La obra de Leblois, titulada Les Bibles et les
Initiateurs religieux de l’humanité, contribuyó, además de las de Jacolliot, a inculcar al Dr. Gibier las
ideas falsas que ha expresado sobre la India y sus doctrinas, y que hemos señalado precedentemente.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
67
al Dr. Richet, su papel en el movimiento «pacifista» muestra que siempre ha
guardado algo en común con los «neoespiritualistas», en quienes las tendencias
humanitarias se afirman no menos ruidosamente; para aquellos que están al corriente
de estos movimientos, coincidencias como ésta constituyen un signo mucho más
claro y más característico de lo que otros estarían tentados a creer. En el mismo
orden de ideas, ya hemos hecho alusión a las tendencias anticatólicas de algunos
psiquistas como el Dr. Gibier; en lo que concierne a éste, habríamos podido incluso
hablar más generalmente de tendencias antireligiosas, a menos, no obstante, de que
se trate de «religión laica», según la expresión tan querida a Charles Fauvety, uno de
los primeros apóstoles del espiritismo francés; he aquí en efecto algunas líneas que
extraemos de su conclusión, y que son una muestra suficiente de esas declamaciones:
«Tenemos fe en la Ciencia y creemos firmemente que desembarazará para siempre a
la humanidad del parasitismo de todas las especies de brahmes (el autor quiere decir
de sacerdotes), y que la religión, o más bien la moral devenida científica, será
representada, un día, por una sección particular en las academias de las ciencias del
porvenir»1. No querríamos insistir sobre semejantes necedades, que
desgraciadamente no son inofensivas; no obstante, habría que hacer un curioso
estudio sobre la mentalidad de las gentes que invocan así a la «Ciencia» a propósito
de todo, y que pretenden mezclarla a lo más extraño que hay a su dominio: se trata
todavía de una de las formas que el desequilibrio intelectual toma de buena gana
entre nuestros contemporáneos, y que quizás están menos alejadas unas de otras de
lo que parecen; ¿no hay ahí un «misticismo cientificista», un «misticismo
materialista» incluso, que son, lo mismo que las aberraciones «neoespiritualistas»,
desviaciones evidentes del sentimiento religioso?2.
Todo lo que hemos dicho de los sabios, podemos decirlo también de los
filósofos que se ocupan igualmente de psiquismo; son mucho menos numerosos,
pero finalmente hay también algunos. Ya hemos tenido la ocasión en otra parte3 de
mencionar incidentalmente el caso de William James, que, hacia el final de su vida,
manifestó tendencias muy pronunciadas hacia el espiritismo; y es necesario insistir
en ello, tanto más cuanto que algunos han encontrado «un poco fuerte» que hayamos
1 Le Spiritisme, p. 383.
2 La «religión de la Humanidad», inventada por Augusto Comte, es uno de los ejemplos que mejor
ilustran lo que queremos decir; pero la desviación puede existir perfectamente sin llegar a tales
extravagancias.
3 El Teosofismo, pp. 35 y 130, ed. francesa.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
68
calificado a ese filósofo de espiritista y sobre todo de «satanista inconsciente». Sobre
este punto, advertiremos primero a nuestros contradictores eventuales, de cualquier
lado que se encuentren, que tenemos en reserva muchas otras cosas mucho más
«fuertes» todavía, lo que no les impide ser rigurosamente verdaderas; y por lo
demás, si supieran lo que pensamos de la inmensa mayoría de los filósofos
modernos, los admiradores de lo que se ha convenido llamar «grandes hombres», sin
duda se espantarían. Sobre lo que llamamos «satanismo inconsciente», nos
explicaremos en otra parte; pero, en cuanto al espiritismo de William James, habría
sido menester precisar que no se trataba más que del último periodo de su vida
(hablamos de «conclusión final»), ya que las ideas de este filósofo han variado
prodigiosamente. Ahora bien, hay un hecho aseverado: es que William James había
prometido hacer, después de su muerte, todo lo que estuviera en su poder para
comunicar con sus amigos o con otros experimentadores; esta promesa, hecha
seguramente «en interés de la ciencia», prueba que admitía la posibilidad de la
hipótesis espiritista1, cosa grave para un filósofo (o que debería ser grave si la
filosofía fuera lo que quiere ser), y tenemos razones para suponer que haya ido
todavía más lejos en ese sentido; no hay que decir que una muchedumbre de
médiums americanos han registrado «mensajes» firmados por él. Esta historia nos
hace recordar la de otro americano no menos ilustre, el inventor Edison, que
pretendió recientemente haber descubierto un medio de comunicar con los muertos2;
no sabemos lo que habría ocurrido, ya que se ha hecho el silencio sobre el asunto,
pero siempre hemos estado bien tranquilos sobre los resultados; este episodio es
instructivo porque muestra todavía que los sabios más incontestables, y los que se
podría creer más «positivos», no están al abrigo del contagio espiritista. Pero
volvamos a los filósofos: al lado de William James, habíamos nombrado a M.
Bergson; en cuanto a éste, nos contentaremos con reproducir, porque es bastante
1 Esta actitud era también la de un filósofo universitario francés, M. Emile Boirac, que, en una
memoria titulada L’Etude scientifique du spiritisme, presentada al «Congrès de psychologie
expérimentale» de 1911, declaró que la hipótesis espiritista representaba «una de las explicaciones
filosóficas posibles de los hechos psíquicos», y que nadie podía rechazarla «a priori» como
«anticientífica»; quizás no es anticientífica ni antifilosófica, pero es ciertamente antimetafísica, lo que
es mucho más grave y más decisivo.
2 Hace ya bastante tiempo que dos espiritistas holandeses MM. Zaalberg van Zelst y Matla, habían
construido un «dinamistógrafo», o «aparato destinado a comunicar con el más allá sin médium» (Le
Monde Psychique, marzo de 1912).
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
69
significativa por sí misma, la frase que ya habíamos citado entonces: «sería algo,
sería incluso mucho poder establecer sobre el terreno de la experiencia la
probabilidad de la supervivencia por un tiempo x»1. Esta declaración es cuanto
menos inquietante, y nos prueba que su autor, tan cerca ya de las ideas
«neoespiritualistas» por más de un lado, está verdaderamente comprometido en una
vía muy peligrosa, lo que lamentamos sobre todo por aquellos que, al acordarle su
confianza, se arriesgan a ser arrastrados en su compañía. Decididamente, para
precaver contra las peores absurdidades, la filosofía no vale más que la ciencia,
puesto que no es capaz, no decimos de probar (sabemos bien que esto sería pedirle
demasiado), sino de hacer comprender o solo de hacer presentir, por confusamente
que sea, que la hipótesis espiritista no es más que una imposibilidad pura y simple.
Habríamos podido dar muchos otros ejemplos todavía, hasta tal punto que,
dejando incluso de lado a los que son más o menos sospechosos de espiritismo, los
psiquistas que tienen tendencias «neoespiritualistas» parecen ser el mayor número;
en Francia es sobre todo el ocultismo, en el sentido en que lo hemos entendido en el
capítulo precedente, el que ha influenciado fuertemente a la mayoría de ellos. Así,
las teorías del Dr. Grasset, que no obstante es católico, no dejan de presentar ciertas
relaciones con las de los ocultistas; las teorías del Dr. Durand de Gros, del Dr.
Dupony, del Dr. Baraduc, del coronel de Rochas, se aproximan al ocultismo mucho
más todavía. No citamos aquí más que algunos nombres, tomados casi al azar; en
cuanto a proporcionar textos justificativos, no sería muy difícil, pero no podemos
pensar en hacerlo aquí, porque eso nos alejaría demasiado de nuestro tema. Nos
atendremos pues a estas pocas constataciones, y nos preguntaremos si todo eso se
explica suficientemente por el hecho de que el psiquismo representa un dominio mal
conocido y peor definido, o si no es más bien, justamente porque hay demasiados
casos concordantes, el resultado inevitable de investigaciones temerarias
emprendidas, en este dominio más peligroso que cualquier otro, por gentes que
ignoran hasta las más elementales de las precauciones que hay que tomar para
abordarle con seguridad. Para concluir, agregaremos simplemente esto: de derecho,
el psiquismo es enteramente independiente, no solo del espiritismo, sino también de
toda suerte de «neoespiritualismo», e incluso, si quiere ser puramente experimental,
puede, en todo rigor, ser independiente de toda teoría cualquiera que sea; de hecho,
los psiquistas son lo más frecuentemente al mismo tiempo «neoespiritualistas» más o
1 L’Energie Spirituelle.
ESPIRITISMO Y PSIQUISMO
70
menos conscientes y más o menos confesos, y este estado de cosas es tanto más
lamentable cuanto que es proclive a arrojar sobre esos estudios, a los ojos de las
gentes serias e inteligentes, un descrédito que acabará por dejar el campo libre
enteramente a los charlatanes y a los desequilibrados.
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CAPÍTULO VII
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
Aunque nuestra intención no sea explicar especialmente los fenómenos del
espiritismo, debemos hablar al menos sumariamente de su explicación, aunque no
sea más que para mostrar que se puede prescindir perfectamente de la hipótesis
espiritista, antes de aportar contra ésta razones más decisivas. Por lo demás, hacemos
observar que no es un orden lógico el que entendemos seguir en esto: fuera de toda
consideración relativa a los fenómenos, hay razones plenamente suficientes para
rechazar de una manera absoluta la hipótesis de que se trata; al establecer la
imposibilidad de ésta hipótesis, es menester, si no se tiene otra explicación
enteramente adecuada para dar cuenta de los fenómenos, decidirse a buscar una.
Puesto que la mentalidad de nuestra época está vuelta sobre todo del lado
experimental, estará mejor preparada, en muchos casos, a admitir que una teoría es
imposible y a examinar sin ninguna toma de partido las pruebas que se den de ello, si
se le ha mostrado primero que la teoría es inútil, y que existen otras susceptibles de
reemplazarla ventajosamente. Por otro lado, importa decir de inmediato que muchos
de los hechos de que se trata, si no todos, no dependen de la ciencia ordinaria, no
podrían entrar en los estrechos cuadros que los modernos le han fijado a ésta, y que
están, en particular, enteramente fuera del dominio de la fisiología y de la psicología
clásica, contrariamente a lo que piensan algunos psiquistas que se ilusionan
enormemente a este respecto. Puesto que no sentimos ningún respeto por los
prejuicios de la ciencia oficial, no estimamos que tengamos que excusarnos de la
aparente extrañeza de algunas de las consideraciones que van a seguir; pero es bueno
prevenir a los que, en razón de los hábitos adquiridos, podrían tomarlas por
demasiado extraordinarias. Todavía una vez más, todo eso no quiere decir que
acordemos a los fenómenos psíquicos el menor carácter «transcendental»; por lo
demás, ningún fenómeno, de cualquier orden que sea, tiene en sí mismo un tal
carácter, pero eso no impide que haya muchos de ellos que escapan a los medios de
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
72
acción de la ciencia occidental moderna, que no está tan «avanzada» como lo creen
sus admiradores, o que al menos no lo está más que sobre puntos muy particulares.
La magia misma, por el hecho de que es una ciencia experimental, no tiene
absolutamente nada de «transcendente»; lo que por el contrario puede considerarse
como tal, es la «teurgia», cuyos efectos, inclusive cuando se parecen a los de la
magia, difieren totalmente en cuanto a su causa; y es precisamente la causa, y no el
fenómeno que produce, la que es entonces de orden transcendente. Permítasenos,
para hacernos comprender mejor, tomar aquí una analogía a la doctrina católica (y
hablamos solo de analogía y no de asimilación, puesto que no nos colocamos en el
punto de vista teológico): hay fenómenos, enteramente semejantes exteriormente,
que han sido constatados en santos y en brujos; ahora bien, es bien evidente que es
solo en el primer caso que se les puede atribuir un carácter milagroso y propiamente
«sobrenatural»; en el segundo caso, todo lo más pueden llamarse «preternaturales»;
no obstante, si los fenómenos son los mismos, es porque la diferencia no reside en su
naturaleza, sino únicamente en su causa, y es únicamente del «modo» y de las
«circunstancias» de donde tales fenómenos sacan su naturaleza sobrenatural. No hay
que decir que, cuando se trata del psiquismo, ninguna causa transcendente podría
intervenir, ya sea que se consideren los fenómenos provocados ordinariamente por
las prácticas espiritistas, o los fenómenos magnéticos e hipnóticos, o todos aquellos
que les están más o menos conexos; así pues, no vamos a preocuparnos aquí de las
cosas de orden transcendente, y eso quiere decir que hay cuestiones, como las de los
«fenómenos místicos» por ejemplo, que pueden permanecer enteramente fuera de las
explicaciones que vamos a considerar. Por otra parte, no vamos a examinar todos los
fenómenos psíquicos indistintamente, sino solo aquellos que tienen alguna relación
con el espiritismo; y todavía podríamos, entre éstos últimos, dejar de lado aquellos
que, como los fenómenos de «encarnación» que ya hemos mencionado, o como los
que producen los «médiums curanderos», se reducen en realidad, ya sea a la
sugestión, o ya sea al magnetismo propiamente dicho, puesto que es manifiesto que
se explican muy suficientemente fuera de la hipótesis espiritista. No queremos decir
que no haya ninguna dificultad en la explicación de los hechos de este orden, pero
los espiritistas no pueden pretender anexarse todo el dominio del hipnotismo y del
magnetismo; por lo demás, es posible que esos hechos se encuentren, como por
añadidura, algo más esclarecidos por las indicaciones que daremos a propósito de los
otros.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
73
Después de estas observaciones generales, indispensables para plantear y
delimitar la cuestión como debe serlo, podemos recordar las principales teorías que
han sido emitidas para explicar los fenómenos del espiritismo; hay un número
bastante elevado, pero el Dr. Gibier ha creído poderlas reducir a cuatro tipos1; su
clasificación no carece de defectos, lejos de eso, pero puede servirnos de punto de
partida. La primera, a la que llama «teoría del ser colectivo», se definiría así: «Un
fluido especial se desprende de la persona del médium, se combina con el fluido de
las personas presentes para constituir un personaje nuevo, temporario, independiente
en una cierta medida y que produce los fenómenos conocidos». Después viene la
teoría «demoniaca», según la cual «todo es producido por el diablo o sus secuaces»,
y que viene en suma a asimilar el espiritismo a la brujería. En tercer lugar, hay una
teoría que el Dr. Gibier llama grotescamente «gnómica», según la cual «existe una
categoría de seres, un mundo inmaterial, que vive al lado nuestro y que manifiesta su
presencia en ciertas condiciones: estos seres han sido conocidos en todos los tiempos
bajo el nombre de genios, hadas, silvanos, duendes, gnomos, trasgos, etc.»; no
sabemos por qué ha escogido los gnomos más bien que otros para dar una
denominación a esta teoría, a la cual vincula la teoría de los teosofistas
(atribuyéndola falsamente al budismo), que pone los fenómenos en la cuenta de los
«elementales». Finalmente, hay la teoría espiritista, según la cual «todas esas
manifestaciones son debidas a los espíritus o a las almas de los muertos, que se
ponen en relación con los vivos, manifestando sus cualidades o sus defectos, su
superioridad o, al contrario, su inferioridad, enteramente como si todavía vivieran».
Cada una de estas teorías, salvo la teoría espiritista que es la única absurda, puede
contener una parte de verdad y explicar efectivamente, no todos los fenómenos, pero
sí algunos de entre ellos; el error de sus partidarios respectivos es sobre todo ser
demasiado exclusivos y querer reducirlo todo a una teoría única. En cuanto a nos, no
pensamos que todos los fenómenos sin excepción deban explicarse necesariamente
por una u otra de las teorías que acaban de ser enumeradas, puesto que en esta lista
hay omisiones y confusiones; por lo demás, no somos de los que creen que la
simplicidad de una explicación es una garantía segura de su verdad: ciertamente se
puede desear que sea así, pero las cosas no están obligadas a conformarse a nuestros
deseos, y nada prueba que deban estar ordenadas precisamente de la manera que
sería más cómoda para nosotros o más propia para facilitar nuestra comprehensión;
1 Le Spiritisme, pp. 310-311.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
74
un tal «antropocentrismo», en numerosos sabios y filósofos, supone verdaderamente
muchas ingenuas ilusiones.
La teoría «demoniaca» tiene el don de poner especialmente fuera de sí a los
espiritistas tanto como a los «cientificistas», puesto que unos y otros hacen
igualmente profesión de no creer en el demonio; para los espiritistas, parece que no
debe haber en el «mundo invisible» otra cosa que seres humanos, lo que constituye
la limitación más inverosímilmente arbitraria que se pueda imaginar. Como
tendremos que explicarnos más adelante sobre el «satanismo», no insistiremos en él
por el momento; solo haremos observar que la oposición a esta teoría, que apenas es
menor en los ocultistas que en los espiritistas, se comprende mucho menos de su
parte, puesto que admiten la intervención de seres bastante variados, lo que prueba
que sus concepciones son menos limitadas. Desde este punto de vista, la teoría
«demoniaca» podría asociarse de una cierta manera a la que el Dr. Gibier llama
«gnómica», puesto que, en una y en otra, se trata de una acción ejercida por seres no
humanos; nada se opone en principio, no solo a que haya tales seres, sino también a
que sean tan diversificados como es posible. Es muy cierto que, casi en todos los
pueblos y en todas las épocas, se ha tratado de seres tales como los que menciona el
Dr. Gibier, y eso no debe ser sin razón, ya que, cualesquiera que sean los nombres
que se les ha dado, lo que se dice de su manera de actuar concuerda
sorprendentemente; solamente, no pensamos que jamás hayan sido considerados
como propiamente «inmateriales», y por lo demás la cuestión, bajo este aspecto, no
se planteaba exactamente de la misma manera para los antiguos que para los
modernos, puesto que las nociones mismas de «materia» y de «espíritu» han
cambiado grandemente de significación. Por otra parte, la manera en que esos seres
han sido «personificados» se refiere sobre todo a las concepciones populares, que
más bien que expresar una verdad la recubren, y que corresponden más bien a las
apariencias manifestadas que a la realidad profunda; y es un semejante
«antropomorfismo», de origen enteramente exotérico, lo que se puede reprochar
también a la teoría de los «elementales», que verdaderamente se deriva de la
precedente, que es, si se quiere, una de sus formas modernizadas. En efecto, los
«elementales», en el sentido primero de esta palabra, no son otra cosa que los
«espíritus de los elementos», que la antigua magia dividía en cuatro categorías:
salamandras o espíritus del fuego, silfos o espíritus del aire, ondinas o espíritus del
agua y gnomos o espíritus de la tierra; bien entendido, esta palabra «espíritus» no se
tomaba entonces en el sentido de los espiritistas, sino que designaba seres sutiles,
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
75
dotados solo de una existencia temporaria, y que no tienen por consiguiente nada de
«espiritual» en la acepción filosófica moderna; no se trata pues más que de la
expresión exotérica de una teoría sobre cuyo verdadero sentido volveremos después.
Los teosofistas han acordado una importancia considerable a los «elementales»; ya
hemos dicho en otra parte que Mme Blabatsky debió verosímilmente esta idea a
George H. Felt, miembro de la H. B. of L., que la atribuía, por lo demás
gratuitamente, a los egipcios. Después, esta teoría fue más o menos difundida y
modificada, tanto por los teosofistas mismos como por los ocultistas franceses, que
se la apropiaron manifiestamente, pretendiendo no deberles nada; por lo demás, es
de esas sobre las que las ideas de estas escuelas jamás estuvieron bien fijadas, y no
querríamos encargarnos de conciliar todo lo que se ha dicho de los «elementales».
La masa de los teosofistas y de los ocultistas se quedan en la concepción más
groseramente antropomórfica; pero los hay que han querido dar a la teoría un matiz
más «científico», y que, careciendo completamente de datos tradicionales para
restituirle su sentido original y esotérico, la han acomodado simplemente a las ideas
modernas o a los caprichos de su propia fantasía. Así, unos han intentado identificar
los «elementales» a las mónadas de Leibnitz1; otros los han reducido a no ser más
que fuerzas «inconscientes», como Papus para quien son además «los glóbulos
sanguíneos del Universo»2, o incluso a simples «centros de fuerzas», al mismo
tiempo que a «potencialidades de los seres»3; otros todavía han creído ver en ellos
«embriones de almas animales o humanas»4; hay también algunos que, en un sentido
muy diferente, han llevado la confusión hasta asimilarlos a las «jerarquías
espirituales» de la kabbala judía, de donde resultaría que es menester comprender
bajo este nombre de «elementales» a los ángeles y a los demonios, a los cuales se
pretende así hacer «perder su carácter fantasioso»5. Lo que es sobre todo fantasioso,
son esos ensamblajes de concepciones disparatadas a las que los ocultistas estás
acostumbrados; aquellas donde se encuentra algo de verdad no les pertenecen en
propiedad, sino que son concepciones antiguas más o menos mal interpretadas, y los
1 Conferencia hecha al Aryan Theosophical Society de New York, el 14 de diciembre de 1886, por
C. H. A. Bjerregaard: Le Lotus, septiembre de 1888.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 373.
3 Marius Decrespe (Maurice Després), Les Microbes de l’Astral.
4 Ibid., p. 39.
5 Jules Lermina, Magie pratique, pp. 218-220.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
76
ocultistas parecen haber tomado como tarea, sin duda involuntariamente, embrollar
todas las nociones más bien que esclarecerlas o ponerlas en orden.
Un ejemplo de estas falsas asimilaciones ya nos ha sido proporcionado por la
teoría de los «cascarones astrales», que el Dr. Gibier ha olvidado completamente en
su nomenclatura, y que es también una apropiación hecha por el ocultismo al
teosofismo; como ya hemos restablecido más atrás el verdadero sentido de aquello
de lo que esta teoría no es más que una deformación, no vamos a volver más sobre
ello, pero recordaremos que solo de la manera que hemos indicado entonces se
puede admitir en algunos fenómenos una intervención de los muertos, o más bien de
un simulacro de intervención de los muertos, puesto que su ser real no está de
ninguna manera interesado en ello y no es afectado por esas manifestaciones. En
cuanto a la teoría de los «elementales», sobre la que el ocultismo y el teosofismo no
se diferencian más claramente que sobre las precedentes, aparece como
extremadamente flotante, confundiéndose a veces con la de los «cascarones», y
yendo por lo demás, y lo más frecuentemente, hasta identificarse con la hipótesis
espiritista misma, a la que aporta solamente algunas restricciones. Por una parte,
Papus ha escrito esto: «Lo que el espiritista llama un espíritu, un yo, el ocultista lo
llama un elemental, un cascarón astral»1. No podemos creer que haya sido de buena
fe al hacer esta asimilación, inaceptable para los espiritistas; pero prosigamos: «Los
principios inferiores iluminados por la inteligencia del alma humana (con la que no
tienen más que un «lazo fluídico») forman lo que los ocultistas llaman un elemental,
y flotan alrededor de la tierra en el mundo invisible, mientras que los principios
superiores evolucionan en otro plano… En la mayoría de los casos, el espíritu que
viene a una sesión es el elemental de la persona evocada, es decir, un ser que no
posee del difunto más que los instintos y la memoria de las cosas terrestres»2. Eso es
bastante claro, y, si hay una diferencia entre un «cascarón» propiamente dicho y un
«elemental», es que el primero es literalmente un «cadáver astral», mientras que el
segundo se considera que guarda todavía un «lazo fluídico» con los principios
superiores; observemos de pasada que eso parece implicar que todos los elementos
del ser humano deben situarse en alguna parte del espacio; los ocultistas, con sus
«planos», toman una imagen bastante grosera por una realidad. Pero, por otra parte,
las afirmaciones que acabamos de reproducir no impiden al mismo autor, en otros
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 347.
2 Ibid., p. 351.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
77
lugares de la misma obra, cualificar a los «elementales» de seres «conscientes y
voluntarios», de presentarlos como «las células nerviosas del Universo», y de
asegurar que «son ellos los que se aparecen a las infelices víctimas de las
alucinaciones de la brujería bajo la figura del diablo, con el cual (sic) se hacen
pactos»1; este último papel, por lo demás, no es atribuido muy frecuentemente por
los ocultistas a los «elementales». En otra parte todavía, Papus precisa que el
«elemental» (y ahí pretende que este término, que sin embargo no tiene nada de
hebraico, pertenece a la kabbala) «está formado por el espíritu inmortal
superiormente, por el cuerpo astral (parte superior) medianamente y por las cortezas
inferiormente»2. Sería pues, según esta nueva versión, el ser humano verdadero y
completo, tal como está constituido durante el tiempo más o menos largo en que
permanece en el «plano astral»; ésta es la opinión que ha prevalecido entre los
ocultistas, así como entre los teosofistas, y los unos y los otros han llegado a admitir
bastante generalmente que este ser puede ser evocado en tanto que se encuentra en
ese estado, es decir, en el curso del periodo que va de la «muerte física» a la «muerte
astral». Solamente, se agrega que los «desencarnados» que se manifiestan de mayor
buena gana en las sesiones espiritistas (a excepción de los «muertos amados») son
los hombres cuya naturaleza es la más inferior, concretamente los borrachos, los
brujos y los criminales, y también los que han perecido de muerte violenta, sobre
todo los suicidas; y es incluso a estos seres inferiores, con los que las relaciones se
califican de muy peligrosas, a los que algunos teosofistas reservan la denominación
de «elementales». Los espiritistas, que son absolutamente opuestos a todas las
teorías que se han tratado hasta aquí, no parecen apreciar mucho esta concesión, no
obstante muy grave, y eso se comprende perfectamente: ellos mismos reconocen
bien que hay «malos espíritus» que se mezclan en sus sesiones, pero, si no hubiera
más que esos, no habría más que abstenerse cuidadosamente de las prácticas del
espiritismo; es en efecto lo que recomiendan los dirigentes del ocultismo y sobre
todo los del teosofismo, pero sin poder, sobre este punto, hacerse escuchar por una
cierta categoría de su adherentes, para quienes todo lo que es «fenómeno»,
cualquiera que sea su calidad, posee un atractivo irresistible.
Llegamos ahora a las teorías que explican los fenómenos por la acción de seres
humanos vivos, y que el Dr. Gibier reúne bastante confusamente bajo el nombre,
1 Traité méthodique de Science occulte, pp. 373, y 909-910.
2 L’etat de trouble et l’evolution posthume de l’être humain, pp. 12-13.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
78
impropio para algunas de entre ellas, de «teoría del ser colectivo». La teoría que
merece verdaderamente este nombre viene en realidad a injertarse sobre otra que no
es necesariamente solidaria de ella, y que a veces se llama teoría «animista» o
«vitalista»; bajo su forma más común, la que se expresa por lo demás en la
definición dada por el Dr. Givier, se podría llamar también, teoría «fluídica». El
punto de partida de esta teoría, es que hay en el hombre algo que es susceptible de
exteriorizarse, es decir, de salir de los límites del cuerpo, y muchas constataciones
tienden a probar que es efectivamente así; recordaremos solo las experiencias del
coronel de Rochas y de diversos otros psiquistas sobre la «exteriorización de la
sensibilidad» y la «exteriorización de la motricidad». Admitir eso no implica
evidentemente la adhesión a ninguna escuela; pero algunos han sentido la necesidad
de representarse ese «algo» bajo el aspecto de un «fluido», que llaman ora «fluido
nervioso», ora «fluido vital»; éstos son naturalmente ocultistas, que, ahí como por
todas partes donde se trata de «fluidos», no hacen más que ponerse a seguir a los
magnetizadores y a los espiritistas. Este pretendido «fluido», en efecto, no es más
que uno con el de los magnetizadores: es el od de Reichenbach, que se ha querido
aproximar a las radiaciones invisibles de la física moderna1; es este «fluido» el que
se desprendería del cuerpo humano bajo la forma de efluvios que algunos creen
haber fotografiado; pero esto es otra cuestión, que queda enteramente al margen de
nuestro tema. En cuanto a los espiritistas, ya hemos dicho que tenían del
mesmerismo esta idea de los «fluidos», a los cuales han recurrido igualmente para
explicar la mediumnidad; no es sobre eso donde recaen las divergencias, sino solo
sobre esto, que los espiritistas quieren que un «espíritu» venga a servirse del
«fluido» exteriorizado del médium, mientras que ocultistas y simples psiquistas
suponen más razonablemente que este último, en numerosos casos, podría llevar a
cabo él solo toda la parafernalia del fenómeno. Efectivamente, si algo del hombre se
exterioriza, no hay necesidad de recurrir a factores extraños para explicar fenómenos
tales como los golpes o los desplazamientos de objetos sin contacto, que no
constituyen por eso una «acción a distancia» ya que, en suma, un ser está por todas
partes donde actúa: en cualquier punto donde se produzca esa acción, es porque el
médium ha proyectado allí, sin duda inconscientemente, algo de sí mismo. Para
negar que una tal cosa sea posible, habría que ser de aquellos que creen que el
1 Ver el folleto de Papus titulado Lumière invisible, Médiumnité et Magie. —No hay que
confundir este od muy moderno con el ob hebraico.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
79
hombre está absolutamente limitado por su cuerpo, lo que prueba que no conocen
más que una mínima parte de sus posibilidades; esta suposición, lo sabemos bien, es
la más habitual entre los occidentales modernos, pero no se justifica más que por la
ignorancia común: en otros términos, equivale a sostener que el cuerpo es en cierto
modo la medida del alma, lo que constituye, en la India, una de las tesis heterodoxas
de los Jainas (nos no empleamos las palabras de cuerpo y de alma más que para
hacernos comprender más fácilmente), lo que es muy fácil de reducir al absurdo
como para que insistamos más en ello: ¿se concibe que el alma deba o que incluso
pueda seguir las variaciones cuantitativas del cuerpo, y que, por ejemplo, la
amputación de un miembro conlleve con ella una disminución proporcional? Por lo
demás, cuesta trabajo comprender que la filosofía moderna haya planteado una
cuestión tan desprovista de sentido como la de la «sede del alma», como si se tratara
de algo «localizable»; y los ocultistas no están exentos tampoco de reproche bajo
este aspecto, puesto que tienen una tendencia a localizar, incluso después de la
muerte, todos los elementos del ser humano; en lo que concierne a los espiritistas,
repiten a cada instante que los «espíritus» están «en el espacio», o también en lo que
ellos llaman la «erraticidad». Es precisamente ese mismo hábito de materializarlo
todo lo que criticamos también en la teoría «fluídica»: no encontraríamos nada que
decir si, en lugar de hablar de «fluidos», se hablara simplemente de «fuerzas», como
lo hacen por lo demás algunos psiquistas más prudentes o menos tocados por el
«neoespiritualismo»; esta palabra de «fuerzas» es sin duda muy vaga, pero por ello
no es menos válida en un caso como éste, ya que no vemos que la ciencia ordinaria
esté en un estado de permitir una mayor precisión.
Pero volvamos a los fenómenos que puede explicar la fuerza exteriorizada; los
casos que hemos mencionado son los más elementales de todos; ¿será todavía lo
mismo cuando se encuentre en ellos la marca de una cierta inteligencia, como, por
ejemplo, cuando la mesa que se mueve responde más o menos bien a las cuestiones
que se le hacen? No vacilaremos en responder afirmativamente para un gran número
de casos: es más bien excepcional que las respuestas o las «comunicaciones»
obtenidas rebasen sensiblemente el nivel intelectual del médium o de los asistentes;
el espiritista que, poseyendo algunas facultades mediumnicas, se encierra en su casa
para consultar a su mesa a propósito de no importa qué, no sospecha que es
simplemente consigo mismo con quien comunica por ese medio desviado, y, sin
embargo, es eso lo que ocurre más ordinariamente. En las sesiones de los grupos, la
presencia de asistentes más o menos numerosos viene a complicar un poco las cosas:
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
80
el médium ya no está reducido únicamente a su pensamiento, sino que, en el estado
especial donde se encuentra y que le hace eminentemente accesible a la sugestión
bajo todas sus formas, podrá reflejar y expresar también el pensamiento de uno
cualquiera de los asistentes. Por lo demás, en este caso como en el precedente, no se
trata forzosamente de un pensamiento que es claramente consciente en el momento
presente, e incluso un tal pensamiento no se expresará apenas más que si alguien
tiene la voluntad bien decidida de influenciar las respuestas; habitualmente, lo que se
manifiesta pertenece más bien a ese dominio muy complejo que los psicólogos
llaman el «subconsciente». A veces se ha abusado de esta última denominación,
porque es cómodo, en muchas circunstancias, hacer llamada a lo que es oscuro y mal
definido; por ello no es menos cierto que el «subconsciente» corresponde a una
realidad; solamente, hay de todo ahí dentro, y los psicólogos, en el límite de los
medios de que disponen, estarían enormemente embarazados si quisieran poner ahí
un poco de orden. Hay primero lo que se puede llamar la «memoria latente»: nada se
olvida jamás de una manera absoluta, como lo prueban los casos de «reviviscencia»
anormal que se han constatado frecuentemente; así pues, basta que se haya conocido
algo unos instantes, incluso si se cree haberlo olvidado completamente, para que no
haya lugar a buscarlo en otra parte si eso viene a expresarse en una «comunicación»
espiritista. Hay también todas las «previsiones» y todos los «presentimientos», que, a
veces, incluso normalmente, llegan a devenir bastante claramente conscientes en
algunas personas; y es a este orden al que es menester vincular ciertamente muchas
de las predicciones espiritistas que se realizan, sin contar con que hay muchas otras,
y probablemente un número mucho mayor, que no se realizan, y que solo
representan pensamientos vagos que toman cuerpo como puede hacerlo cualquier
ensoñación1. Pero iremos más lejos: una «comunicación» que enuncia hechos
realmente desconocidos de todos los asistentes puede provenir no obstante del
«subconsciente» de uno de ellos, ya que, bajo este aspecto también, se está muy lejos
de conocer ordinariamente todas las posibilidades del ser humano: cada uno de
nosotros puede estar en relación, por esa parte oscura de sí mismo, con seres y cosas
de los que jamás ha tenido conocimiento en el sentido corriente de esta palabra, y se
establecen ahí innumerables ramificaciones a las cuales es imposible asignar límites
definidos. Aquí, estamos muy lejos de la psicología clásica; eso podrá parecer muy
1 Hay también predicciones que se realizan solo porque han actuado a modo de sugestiones;
volveremos sobre ello cuando hablemos especialmente de los peligros del espiritismo.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
81
extraño, lo mismo que el hecho de que las «comunicaciones» pueden ser
influenciadas por los pensamientos de personas no presentes; sin embargo, no
tememos afirmar que no hay en todo eso ninguna imposibilidad. Volveremos en su
momento sobre la cuestión del «subconsciente»; por el momento, no hablamos de él
más que para mostrar que los espiritistas son muy imprudentes cuando invocan,
como pruebas ciertas en apoyo de su teoría, hechos del género de aquellos a los que
acabamos de hacer alusión.
Estas últimas consideraciones permitirán comprender lo que es la teoría del «ser
colectivo» propiamente dicha y qué parte de verdad encierra; esta teoría, digámoslo
de inmediato, ha sido admitida por algunos espiritistas más independientes que los
demás, y que no creen que sea indispensable hacer intervenir a los «espíritus» en
todos los casos sin excepción: tales son Eugène Nus, que es sin duda el primero en
haber empleado esta expresión de «ser colectivo»1, y M. Camille Flammarion.
Según esta teoría, el «ser colectivo» estaría formado por una suerte de combinación
de los «periespíritus» o de los «fluidos» del médium y de los asistentes, y se
fortificaría en cada sesión, provisto que los asistentes sean siempre los mismos; los
ocultistas se han apropiado de esta concepción con tanto más apresuramiento cuanto
que pensaban poderla aproximar a las ideas de Eliphas Lèvi sobre los egrégores2 o
«entidades colectivas». No obstante, es menester precisar, para no llevar demasiado
lejos la asimilación, que, en Eliphas Lèvi, se trataba, mucho más generalmente, de lo
que se podría llamar el «alma» de una colectividad cualquiera, como una nación por
ejemplo; el gran error de los ocultistas, en casos como éste, es tomar al pie de la letra
algunas maneras de hablar, y creer que se trata verdaderamente de un ser comparable
a un ser vivo, al que sitúan naturalmente en el «plano astral». Para volver al «ser
colectivo» de las sesiones espiritistas, diremos simplemente que, dejando de lado
todo «fluido», es menester no ver en él más que esas acciones y reacciones de los
diversos «subconscientes» presentes, de los que hemos hablado hace un momento, es
decir, el efecto de las relaciones que se establecen entre ellos de una manera más o
menos durable, y que se amplifican a medida que el grupo se constituye más
sólidamente. Por lo demás, hay casos en los que el «subconsciente», individual o
1 Les Grands Mystères.
2 Es así que Eliphas Lèvi escribió esta palabra, que sacó del Libro de Henoch, y de la que da una
etimología latina que es absurda; la ortografía correcta sería égrégores; el sentido ordinario en griego
es «vigilantes», pero es muy difícil saber a qué se aplica esta palabra exactamente en el texto, que
puede prestarse a todo tipo de interpretaciones fantasiosas.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
82
colectivo, explica todo por sí solo sin que haya la menor exteriorización de fuerza en
el médium o en los asistentes; ello es así para los «médiums de encarnaciones» e
incluso para los «médiums escritores»; estos estados, lo repetimos una vez más, son
rigurosamente idénticos a los estados sonambúlicos puros y simples (a menos que se
trate de una verdadera «posesión», pero eso no ocurre tan corrientemente). A este
propósito, agregaremos que hay grandes semejanzas entre el médium, el sujeto
hipnótico, y también el sonámbulo natural; hay un cierto conjunto de condiciones
«psicofisiológicas» que les son comunes, y la manera en que se comportan es muy
frecuentemente la misma. Citaremos aquí lo que dice Papus sobre las relaciones del
hipnotismo y del espiritismo: «Una serie de observaciones rigurosas nos han llevado
a la idea de que el espiritismo y el hipnotismo no eran dos campos de estudios
diferentes, sino los grados diversos de un mismo orden de fenómenos; que el
médium presentaba con el sujeto numerosos puntos comunes, puntos que hasta aquí,
que yo sepa, no se han destacado suficientemente. Pero el espiritismo conduce a
resultados experimentales mucho más completos que el hipnotismo; el médium es un
sujeto, pero un sujeto que lleva los fenómenos más allá del dominio actualmente
conocido en hipnotismo»1. Sobre este punto al menos, podemos estar de acuerdo con
los ocultistas, pero con algunas reservas: por una parte, es cierto que el hipnotismo
puede ir mucho más lejos de lo que han estudiado hasta aquí algunos sabios, pero,
sin embargo, no vemos ninguna ventaja en extender esta denominación de manera
que entren en ella todos los fenómenos psíquicos sin distinción; por otra, como lo
hemos dicho más atrás, todo fenómeno que está vinculado al hipnotismo escapa por
eso mismo al espiritismo, y por lo demás los resultados experimentales obtenidos por
las prácticas espiritistas no constituyen el espiritismo mismo: lo que es espiritismo,
son las teorías, no los hechos, y es en este sentido como decimos que el espiritismo
no es más que error e ilusión.
Hay todavía ciertas categorías de fenómenos de los que no hemos hablado, pero
que están entre los que suponen evidentemente una exteriorización: son los
fenómenos que se conocen bajo los nombres de «aportes» y de «materializaciones».
Los «aportes» son en suma desplazamientos de objetos, pero con la complicación de
que los objetos provienen entonces de lugares que pueden estar muy alejados, y que
parece frecuentemente que hayan debido pasar a través de obstáculos materiales. Si
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 874. —Sigue un paralelo entre el médium y el sujeto,
que es inútil reproducir aquí, puesto que nuestra intención no es entrar en el detalle de los fenómenos.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
83
el médium emite, de una manera o de otra, prolongamientos de sí mismo para ejercer
una acción sobre los objetos, la distancia más o menos grande no supone nada,
implica solo facultades más o menos desarrolladas, y, si la intervención de los
«espíritus» o de otras entidades extraterrestres no es siempre necesaria, aquí no lo es
nunca. La dificultad aquí, reside más bien en el hecho del paso, real o aparente, a
través de la materia: para explicarlo, algunos suponen que hay sucesivamente
«desmaterialización» y «rematerialización» del objeto aportado; otros construyen
teorías más o menos complicadas, en las que hacen jugar el papel principal a la
«cuarta dimensión» del espacio. No entraremos en la discusión de estas diversas
hipótesis, pero haremos observar que conviene desconfiar de las fantasías que la
«hipergeometría» ha inspirado a los «neoespiritualistas» de las diferentes escuelas;
así pues, nos parece preferible considerar simplemente, en el transporte del objeto,
«cambios de estado» que no precisaremos más; y agregaremos que, a pesar de la
creencia de los físicos modernos, puede ser que la impenetrabilidad de la materia no
sea sino muy relativa. Pero, en todo caso, nos basta señalar que, aquí todavía, la
supuesta acción de los «espíritus» no resuelve absolutamente nada: desde que se
admite el papel del médium, es bastante lógico buscar explicar hechos como éstos
por propiedades del ser vivo; por lo demás, para los espiritistas, el ser humano, por la
muerte, pierde algunas propiedades más bien que adquiere otras nuevas; finalmente,
colocándose fuera de toda teoría particular, desde el punto de vista de una acción que
se ejerce sobre la materia física, el ser vivo está manifiestamente en condiciones más
favorables que un ser en cuya constitución no entra ningún elemento de esa materia.
En cuanto a las «materializaciones», son quizás los fenómenos más raros, pero
también aquellos que los espiritistas creen los más probatorios: ¿cómo se podría
dudar de la existencia y de la presencia de un «espíritu» cuando toma una apariencia
perfectamente sensible, cuando se reviste de una forma que puede ser vista, tocada, e
incluso fotografiada (lo que excluye la hipótesis de una alucinación)? Sin embargo,
los espiritistas mismos reconocen que el médium está para algo en eso: una especie
de substancia, primero informe y nebulosa, parece desprenderse de su cuerpo,
después se condensa gradualmente; eso, todo el mundo lo admite, salvo aquellos que
contestan la realidad misma del fenómeno; pero los espiritistas agregan que un
«espíritu» viene de inmediato a modelar esa substancia, ese «ectoplasma», como lo
llaman algunos psiquistas, a darle su forma, y a animarlo como un verdadero cuerpo
temporario. Desgraciadamente, ha habido «materializaciones» de personajes
imaginarios, como ha habido «comunicaciones» firmadas por héroes romanos:
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
84
Eliphas Lèvi asegura que algunas personas han hecho evocar por Dunglas Home los
fantasmas de parientes supuestos, que jamás habían existido1; se han citado también
casos donde las formas «materializadas» reproducían simplemente retratos, o incluso
figuras fantasiosas sacadas de cuadros o de dibujos que el médium había visto: «En
ocasión del Congreso espiritista y espiritualista de 1889, dice Papus, M. Donald
Mac-Nab nos mostró un cliché fotográfico que representaba la materialización de
una joven que él mismo había podido tocar así como de seis de sus amigos y que
había logrado fotografiarla. El médium en letargia era visible al lado de la aparición.
Ahora bien, esta aparición materializada no era más que la reproducción material de
un viejo dibujo que databa de varios siglos atrás y que había impresionado mucho al
médium cuando estaba despierto»2. Por otra parte, si la persona evocada es
reconocida por uno de los asistentes, eso prueba evidentemente que ese asistente
tenía una imagen de ella en su memoria, y de ahí puede venir muy bien la semejanza
constatada; si al contrario nadie ha reconocido al presunto «desencarnado» que se
presenta, su identidad no puede ser verificada, y el argumento espiritista se
desmorona también. Por lo demás, M. Flammarion mismo ha debido reconocer que
la identidad de los «espíritus» jamás ha sido demostrada, que los casos más
sobresalientes siempre pueden dar lugar a una contestación; ¿y cómo podría ser de
otro modo, si se piensa que, incluso para el hombre vivo, es casi imposible
teóricamente, si no prácticamente, dar pruebas de su identidad verdaderamente
rigurosas e irrefutables? Es pues menester atenerse a la teoría llamada de la
«ideoplastia», según la cual no solo el substratum de la «materialización» es
proporcionado por el médium, sino que también su forma misma se debe a una idea
o más exactamente a una imagen mental, ya sea del médium igualmente, o ya sea de
un asistente cualquiera, y que esta imagen, por lo demás, puede no ser más que
«subconsciente»; todos los hechos de este orden pueden explicarse por esa teoría, y
algunos de entre ellos no pueden explicarse de otro modo. Observaremos de pasada
que, admitido esto, de ello resulta que no hay necesariamente fraude cuando se
presentan «materializaciones» desprovistas de relieve como los dibujos en los que se
reencuentra su modelo; bien entendido, eso no impide que los fraudes sean muy
frecuentes de hecho, pero casos como éstos deberían ser examinados más de cerca,
en lugar de ser descartados de partido tomado. Por lo demás, se sabe que hay
1 La Clef des Grands Mystères.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 881.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
85
«materializaciones» más o menos completas: hay a veces formas que pueden ser
tocadas, pero que no llegan a hacerse visibles; hay también apariciones que no son
más que parciales, y estas últimas son lo más frecuentemente formas de manos. Estas
apariciones de manos aisladas merecerían retener la atención: se ha buscado
explicarlas diciendo que, «como un objeto se toma ordinariamente con la mano, el
deseo de tomar un objeto debe necesariamente despertar la idea de mano y por
consiguiente la representación mental de una mano»1; aceptando esta explicación en
principio, es permisible pensar que quizás no es siempre suficiente, y recordaremos a
este propósito que manifestaciones similares han sido constatadas en casos que son
del dominio de la brujería, como los hechos de Cideville que ya hemos mencionado.
Por lo demás, la teoría de la «ideoplastia» no excluye forzosamente toda
intervención foránea, como podrían creerlo aquellos que son muy dados a
sistematizar; solo restringe el número de casos en los que es menester hacer llamada
a ella; concretamente, no excluye la acción de hombres vivos no presentes
corporalmente (es así como operan los brujos), ni la de diversas fuerzas sobre las que
tenemos que volver.
Algunos dicen que lo que se exterioriza es el «doble» del médium; esta expresión
es impropia, al menos en el sentido de que el pretendido «doble» puede tomar una
apariencia muy diferente de la del médium mismo. Para los ocultistas, este «doble»
es evidentemente idéntico al «cuerpo astral»; hay quienes se esfuerzan en obtener, de
una manera consciente y voluntaria, el «desdoblamiento» o la «salida en astral», es
decir, en suma, en realizar activamente lo que el médium hace pasivamente, al
tiempo que confiesan que las experiencias de este género son extremadamente
peligrosas. Cuando los resultados no son puramente ilusorios y debidos a una simple
autosugestión, son, en todo caso, mal interpretados; hemos dicho ya que no es
posible admitir el «cuerpo astral», como tampoco los «fluidos», porque no son más
que representaciones muy groseras, que consisten en suponer estados materiales que
no difieren apenas de la materia ordinaria más que por una menor densidad. Cuando
hablamos de un «estado sutil», es otra cosa lo que queremos decir: no es un cuerpo
de materia rarificada, un «aerosoma», según el término adoptado por algunos
ocultistas; es algo que es verdaderamente «incorporal»; por lo demás, no sabemos si
se lo debe llamar material o inmaterial, y nos importa poco, ya que estas palabras no
1 Etude expérimentable de quelques phénomènes de force psychique, por Donald Mac-Nab: Le
Lotus, marzo de 1889, p. 729.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
86
tienen más que un valor muy relativo para cualquiera que se coloca fuera de los
cuadros convencionales de la filosofía moderna, puesto que este orden de
consideraciones permanece completamente extraño a las doctrinas orientales, las
únicas donde, en nuestros días, la cuestión de que se trata es estudiada como debe
serlo. Tenemos que precisar que aquello a lo que hacemos alusión ahora es
esencialmente un estado del hombre vivo, ya que el ser, a la muerte, es cambiado
mucho más que por la simple pérdida de su cuerpo, contrariamente a lo que
sostienen los espiritistas e incluso los ocultistas; así pues, lo que es susceptible de
manifestarse después de la muerte no puede considerarse sino como una suerte de
vestigio de ese estado sutil del ser vivo, y no es ya ese estado mismo de la misma
manera que el cadáver no es el organismo animado. Durante la vida, el cuerpo es la
expresión de un cierto estado del ser, pero éste tiene igualmente, y al mismo tiempo,
estados incorporales, entre los cuales éste del que hablamos es el más próximo al
estado corporal; este estado sutil debe presentarse al observador como una fuerza o
un conjunto de fuerzas más bien que como un cuerpo, y la apariencia corporal de las
«materializaciones» solo se sobreañade excepcionalmente a sus propiedades
ordinarias. Todo esto ha sido singularmente deformado por los ocultistas, que dicen
bien que el «plano astral» es el «mundo de las fuerzas», pero a quienes eso no
impide situar ahí cuerpos; conviene agregar también que las «fuerzas sutiles» son
muy diferentes, tanto por su naturaleza como por su modo de acción, de las fuerzas
que estudia la física ordinaria.
Lo que hay que notar de curioso como consecuencia de estas últimas
consideraciones, es esto: aquellos mismos que admiten que es posible evocar a los
muertos (queremos decir el ser real de los muertos) deberían admitir que sea
igualmente posible, e incluso más fácil, evocar a un vivo, puesto que el muerto no ha
adquirido, a sus ojos, elementos nuevos, y puesto que, por lo demás, cualquiera que
sea el estado en el que se le supone, ese estado, comparado al de los vivos, no
ofrecerá jamás una similitud tan perfecta como si se compara a vivos entre ellos, de
donde se sigue que las posibilidades de comunicación, si existen, no pueden estar en
todo caso más que disminuidas y no aumentadas. Ahora bien, es sorprendente que
los espiritistas se levanten violentamente contra esta posibilidad de evocar a un vivo,
y que parezcan encontrarla particularmente temible para su teoría; por nuestra parte,
que negamos todo fundamento a la teoría de los espiritistas, reconocemos al
contrario esta posibilidad, y vamos a tratar de mostrar un poco más claramente las
razones de ello. El cadáver no tiene más propiedades que las del organismo animado,
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
87
y guarda solo algunas de las propiedades que tenía éste; de igual modo, el ob de los
hebreos, o el prêta de los hindúes, no podría tener propiedades nuevas en relación al
estado del que no es más que un vestigio; así pues, si este elemento puede ser
evocado, es porque el vivo puede serlo también en su estado correspondiente. Bien
entendido, lo que acabamos de decir supone solo una analogía entre diferentes
estados, y no una asimilación con el cuerpo; el ob (conservémosle este nombre para
mayor simplicidad) no es un «cadáver astral», y no es sino la ignorancia de los
ocultistas, que confunden analogía e identidad, la que ha hecho de él el «cascarón»
de que ya hemos hablado; digámoslo todavía una vez más, los ocultistas no han
recogido más que retazos de conocimientos incomprendidos. Obsérvese bien que
todas las tradiciones concuerdan en reconocer la realidad de la evocación mágica del
ob, bajo cualquier nombre que le den; en particular, la Biblia hebraica cuenta el caso
de la evocación del Profeta Samuel1, y por lo demás, si no se tratara de una realidad,
las prohibiciones que contiene sobre este punto no tendrían alcance ni significación.
Pero volvamos a nuestra cuestión: si un hombre vivo puede ser evocado, hay, con el
caso del muerto, la diferencia de que, al no estar disociado el compuesto humano, la
evocación afectará necesariamente a su ser real; así pues, puede tener consecuencias
mucho más graves bajo este aspecto que la del ob, lo que no quiere decir que esta
última no las tenga también, pero en otro orden. Por otro lado, la posibilidad de
evocación debe ser realizable sobre todo si el hombre está dormido, porque entonces
se encuentra precisamente, en cuanto a su consciencia actual, en el estado que
corresponde a lo que puede ser evocado, a menos de que esté sumergido en el
verdadero sueño profundo, donde ya nada puede alcanzarle y donde ninguna
influencia exterior puede ejercerse sobre él; esta posibilidad se refiere solo a lo que
podemos llamar el estado de sueño, intermediario entre la vigilia y el sueño
profundo, y es igualmente de ese lado, lo decimos de pasada, donde sería menester
buscar efectivamente la verdadera explicación de todos los fenómenos del sueño,
explicación que no les es menos imposible a los psicólogos que a los fisiologistas.
Apenas es útil decir que no aconsejamos a nadie intentar la evocación de un vivo, ni
sobre todo someterse voluntariamente a una tal experiencia, y que sería
extremadamente peligroso dar públicamente la menor indicación que pueda ayudar a
obtener este resultado; pero lo más penoso es que puede ocurrir que se obtenga a
veces sin haberlo buscado, y es éste uno de los inconvenientes accesorios que
1 I Samuel, XXVIII.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
88
presenta la vulgarización de las prácticas empíricas de los espiritistas; no queremos
exagerar la importancia de un tal peligro, pero ya es demasiado que exista, por
excepcionalmente que sea. He aquí lo que dice sobre este punto un psiquista que se
ha declarado adversario resuelto de la hipótesis espiritista, el ingeniero Donald Mac-
Nab: «Puede ocurrir que en una sesión se materialice la identidad psíquica de una
persona alejada, en relación psíquica con el médium. Entonces, si se actúa con
torpeza, se puede matar a esa persona. Muchos de los casos de muerte súbita pueden
referirse a esta causa»1. Por lo demás, el mismo autor considera también, además de
la evocación propiamente dicha, otras posibilidades del mismo orden: «Una persona
alejada puede asistir psíquicamente a la sesión, de suerte que se explica muy bien
que se pueda observar el fantasma de esa persona o de toda otra imagen contenida en
su inconsciente, comprendidas las de las personas muertas que ha conocido. La
persona que se manifiesta así no tiene generalmente consciencia de ello, sino que
siente una suerte de ausencia o de abstracción. Este caso es menos raro de lo que se
piensa»2. Reemplacemos aquí simplemente «inconsciente» por «subconsciente», y
se verá que es exactamente, en el fondo, lo que hemos dicho más atrás de esas
obscuras ramificaciones del ser humano que permiten explicar tantas cosas en las
«comunicaciones» espiritistas. Antes de ir más lejos, haremos observar todavía que
el «médium de materializaciones» está siempre sumergido en ese sueño especial que
los espiritistas anglosajones llaman trance, porque su vitalidad, así como su
consciencia, están concentradas entonces en el «estado sutil»; y, a decir verdad, este
mismo trance es más semejante a una muerte aparente que el sueño ordinario,
porque hay entonces, entre ese «estado sutil» y el estado corporal, una disociación
mas o menos completa. Por eso es por lo que, en toda experiencia de
«materialización», el médium está constantemente en peligro de muerte, no menos
que el ocultista que intenta el «desdoblamiento»; para evitar este peligro, sería
menester recurrir a medios especiales que ni uno ni otro podrían tener a su
disposición; a pesar de sus pretensiones, los ocultistas «practicantes» son, como los
espiritistas, simples empíricos que no saben lo que hacen.
El «estado sutil» del que hablamos, y al cual deben referirse en general, no solo
las «materializaciones», sino también todas las demás manifestaciones que suponen
1 Artículo ya citado: Le Lotus, marzo de 1889, p. 732. —La última frase está subrayada en el
texto.
2 Le Lotus, p. 742.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
89
una «exteriorización» a un grado cualquiera, este estado, decimos, lleva el nombre
de taijasa en la doctrina hindú, porque esta doctrina considera su principio
correspondiente como de la naturaleza del elemento ígneo (têjas), que es a la vez
calor y luz. Esto podría comprenderse mejor por una exposición de la constitución
del ser humano tal como la considera esta doctrina; pero no podemos pensar
emprenderla aquí, ya que esta cuestión exigiría todo un estudio especial, estudio que,
por lo demás, tenemos la intención de hacer algún día. Por el momento, debemos
limitarnos a señalar muy sumariamente algunas de las posibilidades de este «estado
sutil», posibilidades que rebasan con mucho todos los fenómenos del espiritismo, y a
las que éstos no son siquiera comparables; tales son por ejemplo las siguientes:
posibilidad de transferir a este estado la integralidad de la consciencia individual, y
no solo una porción del «subconsciente» como esto tiene lugar en el sueño ordinario
y en los estados hipnóticos y mediúmnicos; posibilidad de «localizar» este estado en
un lugar cualquiera, lo que es la «exteriorización» propiamente dicha, y de
condensar en ese lugar, por su mediación, una apariencia corporal que es análoga a
la «materialización» de los espiritistas, pero sin la intervención de ningún médium;
posibilidad de dar a esa apariencia, ya sea la forma misma del cuerpo (y entonces
merecería verdaderamente el nombre de «doble»), ya sea toda otra forma
correspondiente a una imagen mental cualquiera; finalmente, posibilidad de
«transponer» a este estado, si se puede expresar así, los elementos constitutivos del
cuerpo mismo, lo que parecerá sin duda más extraordinario todavía que todo lo
demás. Se observará que aquí hay con qué explicar, entre otras cosas, los fenómenos
de «bilocación», que son de aquellos a los cuales hacíamos alusión cuando decíamos
que hay fenómenos de los que se encuentran ejemplos, exteriormente semejantes, en
santos y en brujos; aquí se encuentra igualmente la explicación de esas historias,
demasiado extendidas para carecer de fundamento, de brujos que han sido vistos
errando bajo formas animales, y aquí se podría ver también por qué los golpes dados
a esas formas tienen su repercusión, en heridas reales, sobre el cuerpo mismo del
brujo, así como cuando el fantasma de éste se muestra bajo su forma natural, que,
por lo demás, puede no ser visible para todos los asistentes; sobre este último punto
como sobre muchos otros, el caso de Cideville es particularmente sorprendente e
instructivo. Por otro lado, es a realizaciones muy incompletas y muy rudimentarias
de la última de las posibilidades que hemos enumerado a las que sería menester
vincular los fenómenos de «levitación», de los que no habíamos hablado
precedentemente (y para los cuales sería menester repetir la misma observación que
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
90
para la «bilocación»), los cambios de peso constatados en los médiums (lo que ha
dado a algunos psiquistas la ilusión absurda de poder «pesar el alma»), y también
esos «cambios de estado», o al menos de modalidad, que deben producirse en los
«aportes». Hay igualmente casos que se podrían considerar como representando una
«bilocación» incompleta: tales son todos los fenómenos de «telepatía», es decir, las
apariciones de seres humanos a distancia, que se producen durante su vida o en el
momento mismo de su muerte, apariciones que pueden presentar grados de
consistencia extremadamente variables. Puesto que las posibilidades de que se trata
están mucho más allá del dominio del psiquismo ordinario, permiten explicar «a
fortiori» muchos fenómenos que estudia éste; pero esos fenómenos, como acabamos
de verlo, no representan más que sus casos atenuados, reducidos a las proporciones
más mediocres. Por lo demás, en todo esto no hablamos más que de posibilidades, y
convenimos que hay cosas sobre las que sería bastante difícil insistir, dado sobre
todo el matiz de la mentalidad dominante en nuestra época; ¿a quién se haría creer
que un ser humano, en ciertas condiciones, puede dejar la existencia terrestre sin
dejar un cadáver detrás de él? No obstante, recurriremos de nuevo al testimonio de la
Biblia: Henoch «ya no apareció, porque Dios se lo había llevado»1; Moisés «fue
amortajado por el Señor, y nadie ha conocido su sepulcro»2; Elías subió a los cielos
sobre un «carro de fuego»3, que recuerda extrañamente el «vehículo ígneo» de la
tradición hindú; y, si estos ejemplos implican la intervención de una causa de orden
transcendente, por ello no es menos cierto que esta intervención misma presupone
ciertas posibilidades en el ser humano. Sea como sea, no indicamos todo esto más
que para hacer reflexionar a aquellos que son capaces de ello, y para hacerles
concebir hasta un cierto punto la extensión de estas posibilidades del ser humano, tan
completamente insospechadas por la gran mayoría; para éstos también, agregaremos
que todo lo que se refiere a este «estado sutil» toca muy de cerca a la naturaleza
misma de la vida, que los antiguos como Aristóteles, de acuerdo en esto con los
orientales, asimilaban al calor mismo, propiedad específica del elemento têjas4.
Además, este elemento está en cierto modo polarizado en calor y luz, de donde
1 Génesis, V, 24.
2 Deuteronomio, XXXIV, 6.
3 Reyes, II, 11.
4 No se trata por eso de un «principio vital» en el sentido de algunas teorías modernas, que apenas
están menos deformadas que la teoría del «cuerpo astral»; no sabemos en qué medida el «mediador
plástico» de Cudworth puede escapar a la misma crítica.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
91
resulta que el «estado sutil» está ligado al estado corporal de dos maneras diferentes
y complementarias, por el sistema nervioso en cuanto a la cualidad luminosa, y por
la sangre en cuanto a la cualidad calórica; he aquí los principios de toda una
«psicofisiología» que no tiene ninguna relación con la de los occidentales modernos,
y de la que éstos no tienen la menor noción. Aquí, sería menester recordar también la
función de la sangre en la producción de ciertos fenómenos, su empleo en diversos
ritos mágicos e incluso religiosos, y también su prohibición, en tanto que alimento,
por legislaciones tradicionales como la de los hebreos; pero esto podría llevarnos
muy lejos, y por otra parte estas cosas no son de las que es indiferente hablar sin
reserva. Finalmente, el «estado sutil» no debe considerarse solo en los seres vivos
individuales, y, como todo otro estado, tiene su correspondencia en el orden
cósmico; es a lo que se refieren los misterios del «Huevo del Mundo», ese antiguo
símbolo común a los druidas y a los brahmanes.
Parece que estemos muy lejos de los fenómenos del espiritismo; eso es cierto,
pero, no obstante, es la última observación que acabamos de hacer la que nos va a
llevar de nuevo a ellos, al permitirnos completar la explicación que nos hemos
propuesto, y a la cual le faltaba todavía algo. El ser vivo, en cada uno de sus estados,
está en relación con el medio cósmico correspondiente; eso es evidente para el
estado corporal, y, para los demás, la analogía debe ser observada aquí como en
todas las cosas; no hay que decir que a la verdadera analogía, aplicada
correctamente, no podría hacérsele responsable de todos esos abusos de la falsa
analogía que se detectan a cada instante en los ocultistas. Éstos, bajo el nombre de
«plano astral», han desnaturalizado, caricaturizado por así decir, el medio cósmico
que corresponde al «estado sutil», medio incorporal, del que un «campo de fuerzas»
es la única imagen que pueda hacerse un físico, y todavía bajo la reserva de que estas
fuerzas son enteramente diferentes de las que está habituado a manejar. He aquí pues
con qué explicar las acciones extrañas que, en algunos casos, pueden venir a
agregarse a la acción de los seres vivos, a combinarse en cierto modo con ellas para
la producción de los fenómenos; y, aquí también, lo que hay que temer más al
formular teorías, es limitar arbitrariamente posibilidades que se pueden decir
propiamente indefinidas (no decimos infinitas). Las fuerzas susceptibles de entrar en
juego son diversas y múltiples; que se las deba considerar como proviniendo de seres
especiales, o como simples fuerzas en un sentido más cercano de aquel en el que el
físico entiende esta palabra, importa poco cuando uno se queda en las generalidades,
ya que las unas y las otras pueden ser verdaderas según los casos. Entre estas
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
92
fuerzas, las hay que, por su naturaleza, están más próximas del mundo corporal y de
las fuerzas físicas, y que , por consiguiente, se manifiestan más fácilmente al tomar
contacto con el dominio sensible por la mediación de un organismo vivo (el de un
médium) o por cualquier otro medio. Ahora bien, estas fuerzas son precisamente las
más inferiores de todas, y por consiguiente aquellas cuyos efectos pueden ser los
más funestos y que deberían ser evitados lo más cuidadosamente; en el orden
cósmico, corresponden a lo que son las regiones más bajas del «subconsciente» en el
ser humano. Es en esta categoría donde es menester colocar todas las fuerzas a las
que la tradición extremo oriental da la denominación genérica de «influencias
errantes», fuerzas cuyo manejo constituye la parte más importante de la magia, y
cuyas manifestaciones, a veces espontáneas, dan lugar a todos esos fenómenos de los
que la «obsesión» es el tipo más conocido; son, en suma, todas las energías no
individualizadas, y las hay, naturalmente, de muchos tipos. Algunas de esas fuerzas
pueden llamarse verdaderamente «demoniacas» o «satánicas»; son esas,
concretamente, las que pone en juego la brujería, y las prácticas espiritistas pueden
atraerlas también frecuentemente, aunque involuntariamente; el médium es un ser
cuya desgraciada constitución pone en relación con todo lo que hay de menos
recomendable en este mundo, e incluso en los mundos inferiores. En las «influencias
errantes» debe comprenderse igualmente todo lo que, proviniendo de los muertos, es
susceptible de dar lugar a manifestaciones sensibles, ya que se trata de elementos
que ya no están individualizados: tal es el ob mismo, y tales son con mayor razón
todos esos elementos psíquicos de menor importancia que representan «el producto
de la desintegración del inconsciente (o mejor del “subconsciente”) de una persona
muerta»1; agregaremos que, en el caso de muerte violenta, el ob conserva durante un
cierto tiempo un grado muy especial de cohesión y de casi vitalidad, lo que permite
explicar un buen número de fenómenos. No damos más que algunos ejemplos, y por
lo demás, lo repetimos, no hay que buscar indicar una fuente necesaria de estas
influencias; de donde quiera que vengan, pueden ser captadas según ciertas leyes;
pero los sabios ordinarios, que no conocen absolutamente nada de esas leyes, no
deberían sorprenderse de tener algunos percances y de no poder hacerse obedecer
por la «fuerza síquica», que a veces parece complacerse en desbaratar las más
ingeniosas combinaciones de su método experimental; no es que esta fuerza (que por
lo demás no es una) sea más «caprichosa» que cualquier otra, pero es menester saber
1 Artículo ya citado de Donald Mac-Nab: Le Lotus, marzo de 1889, p. 742.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
93
dirigirla; desgraciadamente, tiene otros desmanes en su haber que las bromas que
gasta a los sabios. El mago, que conoce las leyes de las «influencias errantes», puede
fijarlas por diversos procedimientos, por ejemplo tomando como soporte ciertas
substancias o ciertos objetos que actúan a la manera de «condensadores»; no hay que
decir que no hay más que una semejanza puramente exterior entre las operaciones de
este género y la acción de las «influencias espirituales» que hemos tratado
precedentemente. Inversamente, el mago puede también disolver los
«conglomerados» de fuerza sutil, sea que los mismos hayan sido formados
voluntariamente por él o por otros, o que se hayan constituido espontáneamente; a
este respecto, el poder de los clavos ha sido conocido siempre. Estas dos acciones
inversas son análogas a lo que la alquimia denomina «coagulación» y «solución»
(decimos análogas y no idénticas, ya que las fuerzas puestas en obra por la alquimia
y por la magia no son exactamente del mismo orden); constituyen la «llamada» y la
«devolución» por las cuales se abre y se cierra toda operación de la «magia
ceremonial» occidental; pero ésta es eminentemente simbólica, y, al tomar al pie de
la letra la manera en que «personifica» las fuerzas, se llegaría a las peores
absurdidades; por lo demás, esto es lo que hacen los ocultistas. Lo que hay de cierto
bajo este simbolismo, es sobre todo esto: las fuerzas en cuestión pueden repartirse en
diferentes clases, y la clasificación adoptada dependerá del punto de vista en que se
coloque uno; el punto de vista occidental distribuye las fuerzas, según sus afinidades,
en cuatro «reinos elementales», y es menester no buscar otro origen ni otra
significación real a la teoría moderna de los «elementales»1. Por otra parte, en el
intervalo comprendido entre las dos fases inversas que son los dos extremos de su
operación, el mago puede prestar a las fuerzas que ha captado una suerte de
consciencia, reflejo o prolongamiento de la suya propia, lo que las constituye como
en una individualidad temporaria; y es esta individualización facticia la que, a
aquellos que llamamos empíricos y que aplican reglas incomprendidas, les da la
ilusión de tratar con seres verdaderos. El mago que sabe lo que hace, si interroga a
estas pseudoindividualidades que él mismo ha suscitado a expensas de su propia
vitalidad, no puede ver ahí más que un medio de hacer aparecer, por un desarrollo
artificial, lo que su «subconsciente» contenía ya en estado latente; por lo demás, la
misma teoría es aplicable, con las modificaciones requeridas, a todos los
1 La Magia utiliza también, además, clasificaciones a base de astrología; pero no vamos a
ocuparnos aquí de ello.
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
94
procedimientos adivinatorios cualesquiera que sean. Es también ahí donde reside,
cuando la simple exteriorización de los vivos no basta enteramente, la explicación de
las «comunicaciones» espiritistas, con la diferencia de que las influencias al no estar
dirigidas en ese caso por ninguna voluntad, se expresan de la manera más
incoherente y más desordenada; hay también otra diferencia, que está en los
procedimientos puestos en obra, ya que el empleo de un ser humano como
«condensador», anteriormente al espiritismo, era el patrimonio de los brujos de la
clase más baja; hay incluso una tercera diferencia, ya que, ya lo hemos dicho, los
espiritistas son más ignorantes que el último de los brujos, y ninguno de éstos ha
llevado jamás la inconsciencia hasta tomar las «influencias errantes» por los
«espíritus de los muertos». Antes de abandonar este tema, tenemos que añadir
todavía que, además del modo de acción que acabamos de tratar y que es el único
conocido por los magos ordinarios, al menos en occidente, hay otro enteramente
diferente, cuyo principio consiste en condensar las influencias en sí mismo, para
poder servirse de ellas a voluntad y tener así a su disposición una posibilidad
permanente de producir ciertos fenómenos; es a este modo de acción al que deben
ser referidos los fenómenos de los fakires; pero que no se olvide que éstos no son
todavía más que ignorantes relativos, y que aquellos que conocen más perfectamente
las leyes de este orden de cosas son al mismo tiempo aquellos que se desinteresan
más completamente de su aplicación.
No pretendemos que las indicaciones que preceden constituyan, bajo la forma
muy abreviada que les hemos dado, una explicación absolutamente completa de los
fenómenos del espiritismo; sin embargo, contienen todo lo que es menester para
proporcionar esa explicación, cuya posibilidad hemos tenido que mostrar al menos
antes de aportar las verdaderas pruebas de la inanidad de las teorías espiritistas.
Hemos debido condensar en este capítulo consideraciones cuyo desarrollo requeriría
varios volúmenes; y hemos insistido en ello más de lo que nos habría convenido
hacerlo si las circunstancias actuales no nos hubieran probado la necesidad de
oponer algunas verdades a la ola creciente de las divagaciones «neoespiritualistas».
En efecto, estas cosas no son de aquellas en las que nos complace detenernos, y
estamos lejos de sentir, hacia el «mundo intermediario» al que se refieren, el
atractivo que testimonian los aficionados a los «fenómenos»; así pues, en este
dominio, no querríamos tener que llegar más allá de consideraciones enteramente
generales y sintéticas, las únicas, por lo demás, cuya exposición no puede presentar
ningún inconveniente. Tenemos la convicción de que estas explicaciones, tales
LA EXPLICACIÓN DE LOS FENÓMENOS
95
cuales son, van ya mucho más lejos que todo lo que se podría encontrar en otra parte
sobre el mismo tema; pero tenemos que advertir expresamente que no podrían ser de
ninguna utilidad a los que querrían emprender experiencias o intentar librarse a
prácticas cualesquiera, cosas que, lejos de deber ser favorecidas por poco que sea,
jamás serán desaconsejadas bastante enérgicamente.
Biblioteca Esoterica Esonet.ORG
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SEGUNDA PARTE
Examen de las teorías espiritistas
CAPÍTULO I
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
Antes de abordar el examen de las teorías espiritistas, debemos recordar que estas
teorías varían considerablemente según las escuelas; lo que constituye el espiritismo
en general, es solo la hipótesis de la comunicación con los muertos y de su
manifestación por medios de orden sensible. Para todo lo demás, puede haber
divergencias y las hay efectivamente, incluso sobre puntos tan importantes como la
reencarnación, admitida por unos y rechazada por otros; y la constatación de estas
divergencias sería ya una razón para dudar seriamente del valor de las pretendidas
revelaciones espiritistas. En efecto, lo que hace el carácter enteramente especial del
espiritismo, es que lo que presenta como su doctrina se basa enteramente sobre las
enseñanzas de los «espíritus»; en eso hay una contrahechura de la «revelación», en el
sentido religioso, que no es inútil subrayar, tanto más cuanto que los espiritistas no
se privan de pretender que las religiones han debido su origen a manifestaciones del
mismo orden, y de asimilar sus fundadores a médiums muy poderosos, videntes y
taumaturgos todo junto. En efecto, los milagros son reducidos por ellos a las
proporciones de los fenómenos que se producen en sus sesiones, las profecías a las
de los «mensajes» que reciben1, y las hazañas de sus «médiums curanderos»,
concretamente, se ponen de buena gana en paralelo con las curaciones que se
1 En un libro titulado Spirite et Chrétien, Alexandre Bellemare ha llegado a escribir esto:
«Reducimos a los profetas de la antigua ley al nivel de los médiums; rebajamos lo que ha sido
indebidamente elevado; rectificamos un sentido desnaturalizado. Y todavía, si nos fuera menester
hacer una elección, daríamos con mucho la preferencia a lo que escriben diariamente los médiums
actuales sobre lo que han escrito los médiums del Antiguo Testamento».
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
97
cuentan en el Evangelio1; por encima de todo, estas gentes parecen querer
«naturalizar lo sobrenatural». Por lo demás, tenemos el ejemplo de una
pseudoreligión, el antonismo, fundada en Bélgica por un «curandero», antiguo jefe
de un grupo espiritista, cuyas enseñanzas, piadosamente recogidas por sus
discípulos, no encierran apenas más que una suerte de moral protestante expresada
en una jerga casi incomprehensible; se puede decir casi otro tanto de algunas sectas
americanas como la «Christian Sciencie», que, si no son espiritistas, son al menos
«neoespiritualistas». Decimos también desde ahora, puesto que se presenta la
ocasión, que los espiritistas se complacen en interpretar el Evangelio a su manera,
según el ejemplo del protestantismo, cuya influencia sobre todos estos movimientos
no podría ser negada: tanto es así que creen encontrar en él hasta argumentos en
favor de la reencarnación. Por lo demás, si algunos espiritistas se dicen cristianos, no
lo son más que a la manera de los protestantes liberales, ya que eso no implica que
reconozcan la divinidad de Cristo, que no es para ellos más que un «espíritu
superior»: tal es la actitud de los espiritistas franceses de la escuela de Allan Kardec
(hay inclusive una fracción que se autotitula expresamente «cristiana-kardecista»), y
también la de aquellos que se adhieren más especialmente al «neocristianismo»
imaginado por el vodevilista Albin Valabrègue, que, por lo demás, es israelita.
Conocemos ocultistas que, en lugar de decirse cristianos como todo el mundo,
prefieren calificarse de «crísticos», a fin de marcar con eso que no entienden
adherirse a ninguna iglesia constituida; los espiritistas deberían encontrar también
alguna palabra propia para evitar todo equívoco, ya que están ciertamente mucho
más alejados del cristianismo real que los ocultistas a los que hacemos alusión.
Pero volvamos a las enseñanzas de los «espíritus» y a sus innumerables
contradicciones: admitiendo que esos «espíritus» sean aquello por lo que se dan,
¿qué interés puede tener escuchar lo que dicen si no concuerdan entre ellos, y si, a
pesar de su cambio de condición no saben más que los vivos? Sabemos bien lo que
responden los espiritistas, que hay «espíritus inferiores» y «espíritus superiores», y
que estos últimos son los solos dignos de fe, mientras que los otros, bien lejos de
poder «iluminar» a los vivos, tienen frecuentemente necesidad al contrario de ser
«iluminados» por ellos; ello, sin contar con los «espíritus farsantes» a los que se
deben un montón de «comunicaciones» triviales o incluso obscenas, y que es
menester contentarse con desecharlas pura y simplemente; ¿pero cómo distinguir
1 Ver Léon Denis, Christianisme et Spiritisme, pp. 89-91; Dans l’Invisible, pp. 423-439.
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
98
estas diversas categorías de «espíritus»? Los espiritistas se imaginan tratar con un
«espíritu superior» cuando reciben una «comunicación» a la que encuentran de un
carácter «elevado», ya sea porque tiene un matiz de prédica, o ya sea porque
contiene divagaciones vagamente filosóficas; pero, desgraciadamente, las gentes sin
partido tomado no ven en ellas generalmente más que un entramado de simplezas, y
si, como ocurre frecuentemente, esa «comunicación» está firmada por un gran
hombre, tendería a hacer creer que éste ha hecho todo lo contrario que «progresar»
después de su muerte, lo que pone en entredicho el evolucionismo espiritista. Por
otra parte, estas «comunicaciones» son las que encierran enseñanzas propiamente
dichas; como las hay contradictorias, todas no pueden emanar igualmente de
«espíritus superiores», de suerte que el tono serio que afectan, no es una garantía
suficiente; ¿pero a qué otro criterio se puede recurrir? Cada grupo está naturalmente
admirado ante las «comunicaciones» que obtiene, pero desconfía fácilmente de las
que reciben los demás, sobre todo cuando se trata de grupos entre los cuales existe
una cierta rivalidad; en efecto, cada uno de ellos tiene generalmente su médium
titulado, y los médiums hacen prueba de unos increíbles celos al respecto de sus
colegas, ya sea pretendiendo monopolizar ciertos «espíritus», o ya sea contestando la
autenticidad de las «comunicaciones» de otro, y los grupos al completo les siguen en
esta actitud; ¡y todos los medios donde se predica la «fraternidad universal» son así
más o menos! Cuando hay contradicción en las enseñanzas, todavía es peor: todo lo
que los unos atribuyen a «espíritus superiores», los otros ven en ello la obra de
«espíritus inferiores», y recíprocamente, como en la querella entre
reencarnacionistas y antireencarnacionistas; cada uno hace llamada al testimonio de
sus «guías» o de sus controles1, es decir, de los «espíritus» en quienes ha puesto su
confianza, y que, bien entendido, se apresuran a confirmarle en la idea de su propia
«superioridad» y de la «inferioridad» de sus contradictores. En estas condiciones, y
cuando los espiritistas están tan lejos de entenderse sobre la cualidad de sus
«espíritus», ¿cómo se podría dar fe a sus facultades de discernimiento? E, incluso si
no se discute la proveniencia de sus enseñanzas, ¿pueden éstas tener mucho más
valor que las opiniones de los vivos, puesto que estas opiniones, incluso erróneas,
persisten después de la muerte, según parece, y no deben desvanecerse o corregirse
sino con una extrema lentitud? Es así como se quiere explicar, por ejemplo, que,
mientras que la mayoría de las «comunicaciones», sobre todo en Francia, son de un
1 El primer término es el de los espiritistas franceses, el segundo el de los espiritas anglosajones.
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
99
«deísmo» que suena a finales del siglo XVIII, hay algunas que son francamente
ateas, y las hay incluso materialistas, lo que es menos paradójico de lo que parece,
dado lo que son las concepciones espiritistas de la vida futura. Por lo demás,
«comunicaciones» de este género pueden encontrar también partidarios en algunos
otros medios; Jules Lermina, el «vieux petit employé» de la Lanterne, ¿no aceptaba
de buena gana la calificación de «espiritista materialista»? Ante todas estas
incoherencias, es prudente, por parte de los espiritistas, reconocer que su doctrina no
es en absoluto estable, que es susceptible de «evolucionar» como los «espíritus»
mismos; y quizás, con su mentalidad especial, no estén muy lejos de ver en ello una
marca de superioridad. Declaran en efecto «remitirse a la razón y al progreso de la
ciencia, reservándose modificar sus creencias a medida que el progreso y la
experiencia demuestren la necesidad de ello»1; ciertamente, no se podría ser más
moderno y más «progresista». Los espiritistas piensan probablemente, como Papus,
que «esta idea de la evolución progresiva pone fin a todas las concepciones más o
menos profundas de las teologías sobre el Cielo y el Infierno»2; las pobres gentes no
sospechan que, al entusiasmarse por esta idea, son simplemente engañados por la
más ingenua de todas las ilusiones.
En las condiciones que acabamos de describir, se concibe que el espiritismo sea
un poco anárquico y no pueda tener una organización bien definida; no obstante, en
diferentes países, se han formado una suerte de asociaciones muy amplias, donde los
diversos grupos espiritistas, o al menos la mayoría de entre ellos, se unen sin
renunciar a su autonomía; se trata más bien de una entente que de una dirección
efectiva. Tales son las «federaciones» como existen concretamente en Bélgica y en
varios estados de la América del Sur; en Francia, ha sido fundada, en 1919, una
«unión espiritista» cuyas pretensiones son mayores, ya que en su sede hay un
«comité de dirección del espiritismo», pero no sabemos hasta qué punto se sigue esa
dirección, y, en todo caso, es cierto que siempre hay disidentes3. En el seno mismo
de la escuela kardecista propiamente dicha, el acuerdo no es absolutamente perfecto:
unos, como M. Léon Denis, declaran atenerse estrictamente al kardecismo puro;
1 Dr. Gibier, Le Spiritisme, p. 141. —Cf. Léon Denis, Christianisme et Spiritisme, p 282.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 360.
3 En el Congreso espiritista que se tuvo en Bruselas en enero de 1910, se formó un proyecto más
ambicioso todavía, el de una «Federación Espiritista Universal»; parece que jamás se le haya dado
consecución, aunque se constituyera entonces una «Oficina Internacional del espiritismo», bajo la
presidencia del caballero Le Clément de Saint-Marcq.
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
100
otros, como M. Gabriel Delanne, quieren dar al movimiento espiritista tendencias
más «científicas». Algunos espiritistas afirman incluso que «el espiritismo-religión
debe ceder el sitio al espiritismo-ciencia»1; pero, en el fondo, el espiritismo,
cualquier forma que revista, y cualesquiera que sean sus pretensiones «científicas»,
no podrá ser nunca otra cosa que una pseudoreligión. Podemos reproducir, como
particularmente significativas bajo esta relación, las preguntas que se hicieron y se
discutieron, en 1913, en el Congreso espiritista internacional de Ginebra: «¿A qué
papel puede pretender el espiritismo en la evolución religiosa de la humanidad? ¿Es
el espiritismo la religión científica universal? ¿Cuál es la relación entre el
espiritismo y las demás religiones existentes actualmente? ¿Puede el espiritismo ser
asimilado a un culto?». La declaración que acabamos de citar no emana de la escuela
kardecista; está tomada del órgano de una secta denominada «fraternismo», que
profesa teorías bastante particulares, y que ha adquirido un desarrollo considerable,
sobre todo en los medios obreros del norte de Francia; volveremos sobre ella
después, así como sobre algunas otras sectas del mismo género, que no están entre
las menos peligrosas.
En América, el lazo entre todos los agrupamientos está constituido sobre todo por
vastas reuniones al aire libre llamadas camp-meetings, que se tienen a intervalos más
o menos regulares, y donde se escuchan durante varios días los discursos y las
exhortaciones de los jefes del movimiento y de los médiums «inspirados»; es algo
muy diferente de los congresos europeos. Por lo demás, es en su país de origen,
como es natural, donde el espiritismo ha dado nacimiento a las asociaciones más
numerosas y del carácter más variado; en ninguna parte se ha propuesto nunca más
abiertamente como una religión que en algunas de estas asociaciones. En efecto, hay
espiritistas que no han temido formar «iglesias», con una organización enteramente
semejante a la de las innumerables sectas protestantes del mismo país: tal es por
ejemplo, la «Iglesia del verdadero espiritualismo», fundada bajo la inspiración del
«espíritu» del Rev. Samuel Watson, un antiguo pastor metodista que tiempo atrás se
había convertido al modern spiritualism. Otros prefieren la forma de esas sociedades
secretas o semisecretas que están tan en boga en los Estados Unidos, y que se
decoran profusamente con los títulos más pomposos, los más impresionantes para los
«profanos»; un americano podrá imponerse a aquellos que no saben de qué se trata,
presentándose como miembro de la «antigua Orden de Melchisedek», llamada de
1 Le Fraterniste, 19 de diciembre de 1913.
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
101
otro modo «Fraternidad de Jesús»1, o de alguna «Orden de los magos» (hay varias
con este nombre); y se sentirá muy sorprendido al descubrir después que se trata
simplemente de un vulgar espiritista. Por lo demás, organizaciones de este género
pueden también no ser especialmente espiritistas, pero contar con un gran número de
espiritistas entre sus miembros; por otra parte, en las múltiples formas del
«neoespiritualismo», hay algunas que no son apenas más que un espiritismo más o
menos perfeccionado. Esto es así hasta tal punto que uno se pregunta a veces si la
apariencia ocultista y las pretensiones esotéricas de tal o cual agrupación no son una
simple máscara tomada por algunos espiritistas que han querido aislarse de la masa y
operar una suerte de selección relativa; y, si los espiritistas en general repudian todo
esoterismo, la presencia de algunos de entre ellos en los medios propiamente
ocultistas prueba ya que puede haber acomodos y transiciones; la conducta de estas
gentes no es siempre rigurosamente conforme a sus principios, si es que tienen
principios. Es sobre todo en los espiritistas anglosajones donde se encuentran cosas
del género de las que acabamos de mencionar: ya hemos hablado en otra parte de
una Sociedad inglesa presuntamente rosicruciana, llamada «Orden de la rosa y de la
luz», a la que las organizaciones con las que estaba en concurrencia acusaron de
practicar la «magia negra»2; lo que hay de cierto, es que no tenía ninguna relación
con la antigua Rosa Cruz de la que pretendía sacar su origen, que la mayoría de sus
miembros eran espiritistas, y que, en realidad, allí se hacía más bien espiritismo que
otra cosa. «Sus guías, leemos en efecto en una carta publicada por un órgano
teosofista, son elementales: Francisco el monje, M. Sheldon, y Abdallah ben Yusuf,
este último antiguo adepto árabe; sacrifican cabras; han querido formar un círculo
para obtener informaciones de una manera prohibida. Hay también entre ellos
astrólogos, y sectarios confesos de Hiram Buther»3. Este último personaje había
fundado en Boston una «Fraternidad esotérica», que se daba como meta «el estudio y
el desarrollo del verdadero sentido interno de la inspiración divina, y la
interpretación de todas las escrituras»; las obras bastante numerosas que publicó no
contienen nada serio. Sin embargo, en el ejemplo que acabamos de dar, no puede
decirse que se trate de una escuela espiritista hablando propiamente; pero se puede
1 Esta Orden, bajo cuyos auspicios funciona la «Asociación de los Camp-Meeting de Sion-Hill»,
en Arkansas, está dirigida por un «Supremo Templo» que se reúne anualmente en esa misma
localidad, y que está compuesto de delegados «escogidos por los Rayos de la Luz» (sic).
2 El Teosofismo, pp. 33-34 de la ed. francesa.
3 Lucifer, 15 de junio de 1889.
DIVERSIDAD DE LAS ESCUELAS ESPIRITISTAS
102
suponer, ya sea que el espiritismo se haya infiltrado en una organización
preexistente, o ya sea que no se trate más que un disfraz destinado a ilusionar por
medio de un nombre usurpado; en todo caso, si verdaderamente no es más que
espiritismo, eso querría afectar no obstante que es otra cosa. Si hemos citado este
caso, es para mostrar mejor todas las formas que un movimiento como éste es
susceptible de tomar; y, a este propósito, recordaremos todavía la influencia que el
espiritismo ha ejercido manifiestamente sobre el ocultismo y el teosofismo, a pesar
del antagonismo aparente en que se encuentra frente a estas escuelas más recientes,
cuyos fundadores y jefes, habiendo sido primero espiritistas en su mayoría,
guardaron siempre algo de sus primeras ideas.
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CAPÍTULO II
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
Aunque las teorías espiritistas están sacadas de las «comunicaciones» de los
pretendidos «espíritus», están siempre en relación estrecha con las ideas que tienen
curso en el medio donde se elaboran; esta constatación apoya fuertemente la tesis
que hemos expuesto, y según la cual la principal fuente real de estas
«comunicaciones» se encontraría en el «subconsciente» del médium y de los
asistentes. Por lo demás, recordamos que puede formarse una suerte de combinación
de los diversos «subconscientes» presentes, para dar al menos la ilusión de una
«entidad colectiva»; decimos la ilusión, porque son sólo los ocultistas los que, con su
manía de ver en todo y por todo «seres vivos» (¡y reprochan a las religiones su
pretendido antropomorfismo!), pueden dejarse atrapar en las apariencias hasta creer
que se trata de un ser verdadero. Sea como sea, la formación de esa «entidad
colectiva», si se quiere conservar esta manera de hablar, explica el hecho, observado
por todos los espiritistas, de que las «comunicaciones» son tanto más claras y más
coherentes cuando las sesiones se tienen con mayor regularidad y siempre con los
mismos asistentes; así pues, insisten sobre estas condiciones, incluso sin conocer su
razón, y frecuentemente vacilan en admitir nuevos miembros en grupos ya
constituidos, prefiriendo animarlos a formar otros grupos; por lo demás, una reunión
demasiado numerosa se prestaría mal al establecimiento de lazos sólidos y duraderos
entre sus miembros. La influencia de los asistentes puede llegar muy lejos y
manifestarse diferentemente a como lo hace en las «comunicaciones», si se cree al
espiritista ruso Aksakoff, según el cual el aspecto de las «materializaciones» se
modificaría cada vez que se introducen nuevos asistentes en las sesiones donde se
producen, aunque continúan presentándose no obstante bajo la misma identidad;
naturalmente, este hecho se explica para él por las apropiaciones que los «espíritus
materializados» toman de los «periespíritus» de los vivos, pero, en cuanto a nos,
podemos ver ahí la realización de una suerte de «imagen compuesta» a la que cada
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
104
uno proporciona algunos rasgos, operándose una fusión entre los productos de los
diversos «subconscientes» individuales.
Bien entendido, no excluimos la posibilidad de acción de influencias foráneas;
pero, de una manera general, esas influencias, cualesquiera que sean, cuando
intervienen, deben estar en conformidad con las tendencias de las agrupaciones
donde se manifiesten. En efecto, es menester que sean atraídas ahí por algunas
afinidades; los espiritistas, que ignoran las leyes según las cuales actúan estas
influencias, están obligados a recoger lo que se presente y no pueden determinarlo a
su gusto. Por otra parte, hemos dicho que las «influencias errantes» no pueden
considerarse como propiamente conscientes por sí mismas; es con la ayuda de los
«subconscientes» humanos como se forman una consciencia temporaria, de suerte
que, desde el punto de vista de las manifestaciones inteligentes, el resultado es aquí
exactamente el mismo que cuando no hay más que la acción de las fuerzas
exteriorizadas de los asistentes solo. La única excepción que hay que hacer
concierne a la consciencia refleja que puede permanecer inherente a elementos
psíquicos que hayan pertenecido a seres humanos y actualmente en vía de
desagregación; pero las respuestas que provienen de esta fuente tienen generalmente
un carácter fragmentario e incoherente, de suerte que los espiritistas mismos apenas
si les prestan atención; y sin embargo eso es todo lo que proviene auténticamente de
los muertos, aunque el «espíritu» de éstos, o su ser real, no esté ya ahí ciertamente
para nada.
Todavía hay que considerar otra cosa, cuya acción puede ser muy importante:
son los elementos tomados, no ya a los asistentes inmediatos, sino al ambiente
general. La existencia de tendencias o de corrientes mentales cuya fuerza es
predominante para una época y para un país determinado es bastante conocida
ordinariamente, al menos vagamente, para que se pueda comprender sin esfuerzo lo
que queremos decir. Estas corrientes actúan más o menos sobre todo el mundo, pero
su influencia es particularmente fuerte sobre los individuos que se pueden llamar
«sensitivos», y, entre los médiums, esta cualidad es llevada a su grado más alto. Por
otra parte, en los individuos normales, es principalmente en el dominio del
«subconsciente» donde se ejerce esta misma influencia; así pues, se afirmará más
claramente cuando el contenido de ese «subconsciente» aparezca fuera, así como
ocurre precisamente en las sesiones espiritistas, y se deben referir a este origen
muchas de esas banalidades inverosímiles que se exponen en las «comunicaciones».
En este orden, puede haber manifestaciones que parecen presentar un mayor interés:
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
105
hay ideas de las que se dice vulgarmente que están «en el aire», y se sabe que
algunos descubrimientos científicos han sido hechos simultáneamente por varias
personas que trabajaban independientemente las unas de las otras; si tales resultados
jamás han sido obtenidos por los médiums, es porque, incluso si reciben una idea de
este género, son completamente incapaces de sacar partido de ella, y todo lo que
harán en ese caso será expresarla bajo una forma más o menos ridícula, algunas
veces casi incomprehensible, pero que provocará la admiración de los ignorantes
entre los cuales el espiritismo recluta la inmensa mayoría de sus adherentes. He aquí
pues con qué explicar las «comunicaciones» de matiz científico o filosófico, que los
espiritistas presentan como una prueba de la verdad de su doctrina, cuando el
médium, al ser demasiado ininteligente o iletrado, les parece evidentemente incapaz
de haber inventado semejantes cosas; y todavía debemos agregar que, en muchos
casos, estas «comunicaciones» son simplemente el reflejo de lecturas cualesquiera,
quizás incomprendidas, y que no son forzosamente las del médium mismo. Las ideas
o las tendencias mentales de que hablamos actúan un poco a la manera de las
«influencias errantes», e incluso esta denominación es tan comprehensiva que se
puede hacer que entren en ella, como constituyendo una clase especial de esas
influencias: no están forzosamente incorporadas al «subconsciente» de los
individuos, pueden permanecer también en el estado de corrientes más o menos
indeterminadas (pero que, no hay que decirlo, no tienen nada de las corrientes
«fluídicas» de los ocultistas), y manifestarse no obstante en las sesiones espiritistas.
En efecto, en estas sesiones, no es solo el médium, es el grupo entero el que se pone
en un estado de pasividad o, si se quiere, de «receptividad»; es lo que le permite
atraer las «influencias errantes» en general, puesto que sería incapaz de captarlas
ejerciendo sobre ellas una acción positiva como lo hace el mago. Esta pasividad, con
todas las consecuencias que entraña, es el mayor de todos los peligros del
espiritismo; por lo demás, bajo esta relación, es menester agregar a eso el
desequilibrio y la disociación parcial que estas prácticas provocan en los elementos
constitutivos del ser humano, y que, incluso en aquellos que no son médiums, no son
desdeñables: la fatiga sentida por los simples asistentes después de una sesión lo
muestra suficientemente, y, a la larga, los efectos pueden ser de los más funestos.
Hay otro punto que requeriría una atención muy particular: existen
organizaciones que son todo lo contrario de los grupos espiritistas, en el sentido de
que se aplican a provocar y a mantener, de manera consciente y voluntaria, ciertas
corrientes mentales. Si se considera por una parte una tal organización, y por otra un
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
106
grupo espiritista, se ve lo que podrá producirse: una emitirá una corriente, la otra la
recibirá; se tendrá así un polo positivo y un polo negativo entre los cuales se
establecerá una suerte de «telegrafía psíquica», sobre todo si la organización
considerada es capaz, no solo de producir la corriente, sino también de dirigirla. Por
lo demás, una explicación de este género es aplicable a los hechos de «telepatía»;
pero, en éstos, la comunicación se establece entre dos individuos, y no entre dos
colectividades, y, además, lo más frecuentemente es enteramente accidental y
momentánea, puesto que no es más querida por un lado que por el otro. Se ve que
esto se relaciona con lo que hemos dicho de los orígenes reales del espiritismo y del
papel que han podido jugar ahí hombres vivos, sin que éstos hayan parecido tomar la
menor parte en ello: un movimiento como éste era eminentemente apropiado para
servir a la propagación de ciertas ideas, cuya proveniencia podía permanecer
enteramente ignorada por aquellos mismos que participarían en ella; pero el
inconveniente era que el instrumento así creado podía encontrarse también a merced
de otras influencias cualesquiera, quizás incluso opuestas a las que estaban en acción
primitivamente. No podemos insistir más sobre esto, ni dar aquí una teoría más
completa de esos centros de emisión mental a los que hacemos alusión; aunque sea
bastante difícil, es posible que lo hagamos en otra ocasión. No agregaremos más que
una palabra sobre este punto, a fin de evitar toda falsa interpretación: cuando se trata
de explicar la «telepatía», los psiquistas hacen llamada a algo que recuerda o se
asemeja más o menos a las «ondas hertzianas»; hay ahí, en efecto, una analogía que
puede ayudar, si no a comprender las cosas, al menos a representárselas en una cierta
medida; pero, si se rebasan los límites en los que esta analogía es válida, ya no se
tiene más que una imagen casi tan grosera como la de los «fluidos», a pesar de su
apariencia más «científica»; en realidad, la naturaleza de las fuerzas de que se trata
es esencialmente diferente de la de las fuerzas físicas.
Pero volvamos a la influencia del medio considerado en el caso más general: que
esta influencia haya actuado previamente sobre los espiritistas mismos, o que tome
cuerpo especialmente con ocasión de sus sesiones, es a ella a la que es menester
referir la mayoría de las variaciones que sufren las teorías del espiritismo. Es así, por
ejemplo, como los «espíritus» son «poligamistas» en los mormones, y como, en
otros medios americanos, son «neomalthusianos»; es cierto que la actitud de las
diversas fracciones al respecto de la reencarnación se explica de una manera
semejante. En efecto, hemos visto como esta idea de la reencarnación había
encontrado en Francia un medio enteramente preparado para recibirla y desarrollarla;
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
107
por el contrario, si los espiritistas anglosajones la han rechazado, es, al decir de
algunos, en razón de sus concepciones «bíblicas». A decir verdad, este motivo no
aparece como absolutamente suficiente en sí mismo, puesto que los espiritistas
franceses invocan el testimonio del Evangelio en favor de la reencarnación; y, en un
medio protestante sobre todo, las interpretaciones más fantasiosas pueden darse libre
curso. Solamente, si los «espíritus» ingleses y americanos han declarado que la
reencarnación está en desacuerdo con la Biblia (que por lo demás no habla de ella
por la buena razón de que es una idea completamente moderna), es porque tal era el
pensamiento de aquellos que les interrogaban; en caso contrario, hubieran expresado
ciertamente otra opinión, e incluso no se hubieran cortado ante el hecho de aportar
textos en su apoyo, puesto que los reencarnacionistas lo hacen efectivamente.
Todavía hay más: ¡parece que, en América particularmente, la reencarnación es
rechazada porque la posibilidad de que su espíritu vuelva para animar el cuerpo de
un negro causa horror a los blancos!1 Si los «espíritus» americanos han adelantado
un parecido motivo, no es solo, como lo dicen los espiritistas franceses, porque no
estuvieran completamente «desprendidos» de sus prejuicios terrestres; es porque no
eran más que el reflejo de la mentalidad de aquellos que recibían sus «mensajes», es
decir, de la mentalidad vulgar de los americanos; y la importancia acordada a las
consideraciones de ese orden muestra, además, hasta qué punto puede llevarse ese
ridículo sentimentalismo que es común a todos los espiritistas. Si hoy día hay
espiritistas anglosajones que admiten la reencarnación, es bajo la influencia de las
ideas teosofistas; el espiritismo jamás hace otra cosa que seguir las corrientes
mentales, y no puede en ningún caso darles nacimiento, en razón de esa actitud de
pasividad que hemos señalado. Por lo demás, las tendencias más generales del
espiritismo son las del espíritu moderno mismo, como la creencia en el progreso y en
la evolución por ejemplo; todo lo demás viene de corrientes más particulares, que
actúan en medios menos extensos, pero sobre todo, la mayoría del tiempo, actúan en
los medios que se pueden considerar como «mediocres» bajo la relación de la
inteligencia y de la instrucción. Desde este punto de vista, habría que precisar la
función jugada por las concepciones que difunden las obras de vulgarización
científica; muchos espiritistas pertenecen a la clase a la cual se dirigen estas obras, y,
si los hay cuyo nivel mental es todavía inferior, las mismas ideas les llegan por la
mediación de los otros, o bien las extraen simplemente del ambiente. En cuanto a las
1 Dr. Gigier, Le Spiritisme, pp. 138-139.
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
108
ideas de un orden más elevado, como no son intensificadas por una semejante
expansión, no vienen nunca a reflejarse en las «comunicaciones» espiritistas, y más
bien hay que felicitarse por ello, ya que el «espejo psíquico» que es un médium no
podría más que deformarlas, y eso sin provecho para nadie, puesto que los
espiritistas son perfectamente incapaces de apreciar lo que rebasa las concepciones
corrientes.
Cuando una escuela espiritista ha llegado a constituir una semejanza de doctrina,
a fijar ciertas líneas mayores, las variaciones, en el interior de esa escuela, ya no
recaen sino sobre punto secundarios, pero, en esos límites, continúan siguiendo las
mismas leyes. No obstante, puede ocurrir que las «comunicaciones» persistan
entonces en traducir una mentalidad que es más bien la de la época en que esta
escuela se ha establecido, porque esa mentalidad ha permanecido la de sus
adherentes, aunque ya no corresponda enteramente al ambiente. Es lo que se ha
producido para el kardecismo, que ha guardado siempre algunos rasgos de aquellos
medios socialistas de 1848 en los que tomó nacimiento; pero es menester decir
también que el espíritu que animaba a aquellos medios no ha desaparecido
enteramente, incluso fuera del espiritismo, y que les ha sobrevivido, bajo formas
diversas, en todas las variedades de «humanitarismo» que se han desarrollado desde
entonces; pero el kardecismo ha permanecido más cerca de las antiguas formas,
mientras que otras etapas de este desarrollo se han «cristalizado» en cierto modo en
movimientos «neoespiritualistas» de fecha más reciente. Por lo demás, las tendencias
democráticas son inherentes al espiritismo en general, e incluso, de una manera más
o menos acentuada, a todo el «neoespiritualismo»; ello es así porque el espiritismo,
al reflejar fielmente el espíritu moderno en esto como en muchas otras cosas, es y no
puede ser más que un producto de la mentalidad democrática; es, como se ha dicho
muy justamente, «la religión del demócrata, la única herejía donde podía
desembocar, en religión, la democracia»1. En cuanto a las demás escuelas
«neoespiritualistas», son igualmente creaciones específicamente modernas,
influenciadas por lo demás, de cerca o de lejos, por el espiritismo mismo; pero,
aquellas que admiten una pseudoiniciación, por ilusoria que sea, y por consiguiente
una cierta jerarquía, son menos lógicas que el espiritismo, ya que, se quiera o no, hay
en eso algo que es claramente contrario al espíritu democrático. Bajo esta relación,
pero en un orden de ideas un poco diferente, habría un tema de precisiones bien
1 Les Lettres, diciembre de 1921, pp. 913-914.
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
109
curiosas en algunas actitudes contradictorias, como la de las ramas de la masonería
actual (sobre todo en Francia y en los demás países llamados latinos) que, aunque
proclaman las pretensiones más ferozmente democráticas, por ello no conservan
menos cuidadosamente la antigua jerarquía, sin apercibirse de su incompatibilidad; y
es precisamente esta inconsciencia de la contradicción lo que es digno sobre todo de
atraer la atención de aquellos que quieren estudiar los caracteres de la mentalidad
contemporánea; pero esta inconsciencia no se manifiesta quizás en ninguna parte con
tanta amplitud, si puede decirse, como en los espiritistas y en aquellos que tienen con
ellos algunas afinidades.
En algunos respectos, la observación de lo que pasa en los medios espiritistas,
por las razones que acabamos de exponer, puede proporcionar indicaciones bastante
claras sobre las tendencias que predominan en un momento dado, por ejemplo en el
dominio político. Así, los espiritistas franceses permanecieron mucho tiempo, en su
gran mayoría, apegados a concepciones socialistas fuertemente coloreadas de
internacionalismo; pero, algunos años antes de la guerra, se produjo un cambio: la
orientación general fue entonces la de un radicalismo de tendencias patrióticas
acentuadas; lo único que no varió nunca fue el anticlericalismo. Hoy día, el
internacionalismo ha reaparecido bajo formas diversas: es naturalmente en los
medios de este género donde ideas como la de la «Sociedad de las Naciones» debían
suscitar el máximo entusiasmo; y, por otra parte, entre los obreros que son ganados
para el espiritismo, éste ha redevenido socialista, pero de un socialismo a la nueva
moda, bien diferente del de 1848, que era lo que se podría denominar un socialismo
de «pequeña burguesía». En fin, sabemos que se hace actualmente mucho
espiritismo en ciertos medios comunistas1, y estamos persuadidos de que todos los
«espíritus» deben predicar ahí el bolchevismo; por lo demás, sin eso no podrían
encontrar el menor crédito.
Al considerar las «comunicaciones» como acabamos de hacerlo, solo tenemos en
vista las que se obtienen fuera de todo fraude, ya que las otras no tienen
evidentemente ningún interés; la mayoría de los espiritistas son ciertamente de muy
buena fe, y solo los médiums profesionales pueden ser sospechosos «a priori»,
1 Lenin mismo se ha declarado espiritista en una conversación con una institutriz parisiense que
tuvo antaño problemas con la justicia; es difícil saber si esta profesión de fe fue verdaderamente
sincera, o si no es menester ver en ella más que un simple acto de cortesía con una ferviente
espiritista; en todo caso, hace mucho tiempo que el espiritismo opera furiosamente en Rusia, en todas
las clases de la sociedad.
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
110
incluso cuando han dado pruebas manifiestas de sus facultades. Por lo demás, las
tendencias reales de los medios espiritistas se muestran mejor en los pequeños
grupos privados que en las sesiones de los médiums de renombre; todavía es
menester saber distinguir entre las tendencias generales y las que son propias a tal o
a cual grupo. Estas últimas se traducen especialmente en la elección de los nombres
bajo los cuales se presentan los «espíritus», sobre todo aquellos que son los «guías»
titulados del grupo; se sabe que son generalmente nombres de personajes ilustres, lo
que haría creer que éstos se manifiestan con mucha mayor frecuencia que los demás
y que han adquirido una especie de ubicuidad (tendremos que hacer una precisión
análoga sobre el tema de la reencarnación), pero también que las cualidades
intelectuales que poseían sobre esta tierra han disminuido penosamente. En un grupo
donde la religiosidad era la nota dominante, los «guías» eran Bossuet y Pío IX; en
otros donde priva la literatura, son grandes escritores, entre los cuales el que se
encuentra lo más frecuentemente es Víctor Hugo, sin duda porque también era
espiritista. Solamente, hay esto de curioso: en Víctor Hugo, no importa quién o
incluso no importa qué se expresaba en verso de una perfecta corrección, lo que
concuerda con nuestra explicación; decimos no importa qué, ya que recibía a veces
«comunicaciones» de entidades fantasiosas, como la «sombra del sepulcro» (y no
hay más que dirigirse a sus obras para ver su proveniencia)1; pero, en el común de
los espiritistas, Víctor Hugo ha olvidado hasta las reglas más elementales de la
prosodia, si aquellos que le interrogan las ignoran ellos mismos. No obstante, hay
casos menos desfavorables: un antiguo oficial (hay muchos entre los espiritistas),
que se ha hecho conocer por experiencias de «fotografía del pensamiento» cuyos
resultados son al menos contestables, está firmemente convencido de que su hija está
inspirada por Víctor Hugo; esta persona posee efectivamente una facilidad de
versificación poco común, y ha adquirido incluso alguna notoriedad, lo que no
prueba nada ciertamente, a menos de admitir con algunos espiritistas que todas las
predisposiciones naturales se deben a una influencia de los «espíritus», y que
1 Señalamos a este propósito que el «Espíritu de Verdad» (denominación sacada del Evangelio)
figura entre los firmantes del manifiesto que sirve de preámbulo al Livre des Esprits (el prefacio de
l’Evangile selon le Spiritisme lleva esta misma firma), y también que Víctor Hennequin, uno de los
primeros espiritistas franceses, que por lo demás murió loco, era inspirado por el «alma de la tierra»,
que le persuadió de que había sido elevado al rango de «sub-dios» del planeta (Ver Eugène Nus,
Choses de l’autre monde, p. 139); ¿cómo los espiritistas, que atribuyen todo a los «desencarnados»,
explicarían estas rarezas?
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
111
aquellos que hacen prueba de algunos talentos desde su juventud son todos médiums
sin saberlo; otros espiritistas, por el contrario, no quieren ver en los mismos hechos
más que un argumento en favor de la reencarnación. Pero volvamos a las firmas de
las «comunicaciones», y citemos lo que dice sobre este punto un psiquista poco
sospechoso de parcialidad, el Dr. L. Moutin: «Un hombre de ciencia no estará
satisfecho y estará lejos de aprobar «comunicaciones» idiotas de Alejandro Magno,
de César, de Cristo, de la Santa Virgen, de San Vicente de Paul, de Napoléon I, de
Víctor Hugo, etc., que sostienen que son exactas un gentío de pseudomédiums. El
abuso de los grandes nombres es detestable, ya que hace nacer el escepticismo.
Frecuentemente hemos demostrado a esos médiums que se equivocaban, al hacer, a
los supuestos espíritus presentes, preguntas que aquellos debían conocer, pero que
los médiums ignoraban. Así, por ejemplo, Napoléon I ya no se acordaba de
Waterloo; san Vicente de Paul ya no sabía una palabra de latín; Dante no
comprendía el italiano; Lamartine y Alfred de Musset eran incapaces de acoplar dos
versos. Al coger a esos espíritus en flagrante delito y al hacer palpar la verdad a esos
médiums, ¿piensan ustedes que quebrantábamos su convicción? No, ya que el
espíritu guía sostenía que eramos de mala fe y que buscábamos impedir que se
cumpliera una gran misión, misión atribuida a su médium. ¡Hemos conocido a
varios de esos grandes misionarios que han terminado su misión en casas
especiales!»1. Por su lado, Papus dice esto: «Cuando San Juan, la Virgen María o
Jesucristo vienen a comunicarse, buscad en la asistencia a un creyente católico, es de
su cerebro y no de otra cosa de donde ha salido la idea directriz. De igual modo
cuando, así como yo lo he visto, se presenta d’Artanang, no hay más que ver (sic)
que se trata de un ferviente de Alejandro Dumas». A esto no tenemos que hacer más
que dos correcciones: por una parte, es menester reemplazar el «cerebro» por el
«subconsciente» (estos «neoespiritualistas» hablan a veces como puros
materialistas); por otra, como los «creyentes católicos» propiamente dichos son más
bien raros en los grupos espiritistas, mientras que las «comunicaciones» de Cristo o
de los santos no lo son, sería menester hablar solo de una influencia de ideas
católicas, subsistentes en el estado «subconsciente» en aquellos mismos que se creen
completamente «liberados» de ellas; el matiz es bastante importante. Papus prosigue
en estos términos: «Cuando Víctor Hugo viene a hacer versos de trece pies o a dar
consejos culinarios, cuando Mme Girardin viene a declarar su pasión póstuma a un
1 Le Magnétisme humain, l’Hypnotisme et le Spiritualisme moderne, pp. 370-371.
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
112
médium americano1, hay noventa posibilidades sobre cien de que se trate de un error
de interpretación. El punto de partida de la idea impulsora debe buscarse muy
cerca»2. Diremos más claramente: en estos casos y en todos los demás sin excepción,
hay siempre un error de interpretación por parte de los espiritistas; pero estos casos
son quizás aquellos donde se puede descubrir más fácilmente el origen verdadero de
las «comunicaciones», por poco que uno se libre a una pequeña encuesta sobre las
lecturas, los gustos y las preocupaciones habituales de los asistentes. Bien entendido,
las «comunicaciones» más extraordinarias por su contenido o por su proveniencia
supuesta no son las que los espiritistas acogen con menos respeto y solicitud; estas
gentes están completamente cegadas por sus ideas preconcebidas, y su credulidad
parece no tener límites, mientras que su inteligencia y su discernimiento son de lo
más estrecho; hablamos de la masa, ya que hay grados en la ceguera. El hecho de
aceptar las teorías espiritistas puede ser una prueba de necedad o solo de ignorancia;
aquellos que están en el primer caso son incurables, y no se puede hacer otra cosa
que compadecerles; en cuanto a aquellos que se encuentran en el segundo caso, no es
1 Se trata de Henry Lacroix, de quien hablaremos más adelante.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 847; cf. ibid., p. 341. —He aquí todavía un ejemplo
citado por Dunglas Home, y que puede contarse ciertamente entre los más extravagantes: «En las
notas de una sesión tenida en Nápoles, entre los espíritus que se presentaron ante tres personas, se ve
a Margarita Pusterla, Dionisio de Siracusa, Cleopatra, Ricardo Corazón de León, Aladino, Belcadel,
Guerrazzi, Manin y Vico; después Abraham, Melchisedeq, Jacob, Moisés, David, Senaquerib, Elíseo,
Joaquín, Judith, Joel, Samuel, Daniel, María Magdalena, San Pablo, San Pedro y San Juan, sin contar
a los demás, ya que se asegura en esas notas que los espíritus de la Biblia vinieron todos, unos
después de otros, a presentarse ante el Nazareno, precedido por Juan Bautista» (Les Lumières et les
Ombres du Spiritualisme, pp. 168-169).
LA INFLUENCIA DEL MEDIO
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quizás lo mismo, y se puede buscar hacerles comprender su error, a no ser que esté
tan arraigado en ellos que les haya impreso una deformación mental irremediable.
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CAPÍTULO III
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
Entre otras pretensiones injustificadas, los espiritistas tienen la de proporcionar la
«prueba científica» o la «demostración experimental de la inmortalidad del alma»1;
esta afirmación implica un cierto número de equívocos, que importa disipar antes
incluso de discutir la hipótesis fundamental de la comunicación con los muertos.
Primero, puede haber un equívoco tocante a la palabra «inmortalidad» misma, ya
que esta palabra no tiene el mismo sentido para todo el mundo: lo que los
occidentales llaman así no es lo que los orientales designan por términos que pueden
no obstante parecer equivalentes, que lo son incluso a veces exactamente si uno se
atiene solo al punto de vista filológico. Así, la palabra sánscrita amrita se traduce
bien literalmente por «inmortalidad», pero se aplica exclusivamente a un estado que
es superior a todo cambio, ya que la idea de «muerte» se extiende aquí a un cambio
cualquiera. Los occidentales, al contrario, tienen el hábito de no llamar «muerte»
más que al fin de la existencia terrestre, y por lo demás no conciben apenas los
demás cambios análogos, ya que parece que este mundo sea para ellos la mitad del
Universo, mientras que, para los orientales, no representa más que una porción
infinitesimal de él; hablamos aquí de los occidentales modernos, ya que la influencia
del dualismo cartesiano cuenta para algo en esta manera tan restringida de considerar
el Universo. Es menester insistir en ello tanto más cuanto que estas cosas se ignoran
generalmente, y, además, estas consideraciones facilitarán enormemente la
refutación propiamente dicha de la teoría espiritista: desde el punto de vista de la
metafísica pura, que es el punto de vista oriental, no hay en realidad dos mundos,
este y el «otro», correlativos y por así decir simétricos o paralelos; hay una serie
indefinida y jerarquizada de mundos, es decir, de estados de existencia (y no de
lugares), en la que éste no es más que un elemento que no tiene ni más ni menos
1 Una obra de M. Gabriel Delanne tiene por título L’Ame est inmortelle: Démonstration
expérimentale.
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
115
importancia o valor que no importa cuál otro, y que está simplemente en el lugar que
debe ocupar en el conjunto, al mismo título que todos los demás. Por consiguiente, la
inmortalidad, en el sentido que hemos indicado, no puede ser alcanzada en «el otro
mundo» como lo piensan los occidentales, sino solo más allá de todos los mundos, es
decir, de todos los estados condicionados; concretamente, está fuera del tiempo y del
espacio, y también de todas las condiciones análogas a éstas; puesto que es
absolutamente independiente del tiempo y de todo otro modo posible de la duración,
se identifica a la eternidad misma. Esto no quiere decir que la inmortalidad tal como
la conciben los occidentales no tenga también una significación real, pero es muy
distinta: no es en suma más que una prolongación indefinida de la vida, en
condiciones modificadas y transpuestas, pero que permanecen siempre comparables
a las de la existencia terrestre; el hecho mismo de que se trate de una «vida» lo
prueba suficientemente, y hay que precisar que esta idea de «vida» es una de
aquellas de las que los occidentales se liberan más difícilmente, incluso cuando no
profesan a su respecto el respeto supersticioso que caracteriza a algunos filósofos
contemporáneos; es menester agregar que no escapan apenas más fácilmente al
tiempo y al espacio, y, si no se escapa de ellos, no hay metafísica posible. La
inmortalidad, en el sentido occidental, no está fuera del tiempo, según la concepción
ordinaria, e, incluso según una concepción menos «simplista», no está fuera de una
cierta duración; es una duración indefinida, que puede llamarse propiamente
«perpetuidad», pero que no tiene ninguna relación con la eternidad, como lo
indefinido, que procede de lo finito por desarrollo, tampoco tiene nada que ver con el
Infinito. Esta concepción corresponde efectivamente a un cierto orden de
posibilidades; pero la tradición extremo oriental, que se niega a confundirla con la de
la inmortalidad verdadera, le acuerda solo el nombre de «longevidad»; en el fondo,
no es más que una extensión de la que son susceptibles las posibilidades del orden
humano. Uno se apercibe de ello fácilmente cuando se pregunta lo que es inmortal
en uno y otro caso: en el sentido metafísico y oriental, es la personalidad
transcendente; en el sentido filosófico-teológico y occidental, es la individualidad
humana. No podemos desarrollar aquí la distinción esencial de la personalidad y de
la individualidad; pero, sabiendo muy bien cual es el estado de espíritu de muchas
gentes, tenemos que decir expresamente que sería vano buscar una oposición entre
las dos concepciones de que acabamos de hablar, ya que, al ser de orden totalmente
diferente, ni se excluyen ni se confunden. En el Universo, hay lugar para todas las
posibilidades, a condición de que se sepa poner cada una de ellas en su rango
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
116
verdadero; desgraciadamente, no es lo mismo en los sistemas de los filósofos, pero
eso es una contingencia en la que sería un gran error inmiscuirse.
Cuando se trata de «probar experimentalmente la inmortalidad», no hay que decir
que no podría tratarse de ninguna manera de la inmortalidad metafísica: por
definición misma, esa está más allá de toda experiencia posible; por lo demás, los
espiritistas no tienen la menor idea de ella, de suerte que no hay lugar a discutir su
pretensión más que colocándose únicamente en el punto de vista de la inmortalidad
entendida en el sentido occidental. Incluso desde este punto de vista, la
«demostración experimental» de que hablan aparece como una imposibilidad, por
poco que se quiera reflexionar en ello un instante; no insistiremos sobre el empleo
abusivo que se hace de la palabra «demostración»: la experiencia es incapaz de
«demostrar» propiamente algo, en el sentido riguroso de este término, el que tiene en
matemáticas por ejemplo; pero volvamos a nuestro asunto, y observemos solo que es
una extraña ilusión, propia al espíritu moderno, la que consiste en hacer intervenir la
ciencia, y especialmente la ciencia experimental, en cosas donde no tiene nada que
hacer, y creer que su competencia puede extenderse a todo. Los modernos, ebrios
por el desarrollo que han llegado a dar a este dominio muy particular, y habiéndose
aplicado a él tan exclusivamente que ya no ven nada fuera, han llegado muy
naturalmente a desconocer los límites en el interior de los cuales la experimentación
es válida, y más allá de los cuales no puede dar ningún resultado; hablamos aquí de
la experimentación en su sentido más general, sin ninguna restricción, y, bien
entendido, estos límites serán todavía más estrechos si no se consideran más que las
modalidades bastante poco numerosas que constituyen los métodos reconocidos y
puestos en uso por los sabios ordinarios. Hay precisamente, en el caso que nos
ocupa, un desconocimiento de los límites de la experimentación; encontraremos otro
ejemplo a propósito de las pretendidas pruebas de la reencarnación, ejemplo quizás
más sobresaliente todavía, o al menos de apariencia más singular, y que nos dará la
ocasión de completar estas consideraciones colocándonos en un punto de vista un
poco diferente.
La experiencia no incide nunca más que sobre hechos particulares y
determinados, que tienen lugar en un punto definido del espacio y en un momento
igualmente definido del tiempo; al menos, tales son todos los fenómenos que pueden
ser el objeto de una constatación experimental dicha «científica» (y es esto lo que
entienden también los espiritistas). Esto se reconoce bastante ordinariamente, pero
uno se equivoca quizás más fácilmente sobre la naturaleza y el alcance de las
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
117
generalizaciones a las que la experiencia puede dar lugar legítimamente (y que por lo
demás la rebasan considerablemente): estas generalizaciones no pueden recaer más
que sobre clases o conjuntos de hechos, de los que cada uno, tomado aparte, es tan
particular y tan determinado como aquel sobre el cual se han hecho las
constataciones de las cuales se generalizan así los resultados, de suerte que esos
conjuntos no son indefinidos más que numéricamente, en tanto que conjuntos, no en
cuanto a sus elementos. Lo que queremos decir, es esto: jamás se está autorizado a
concluir que lo que se ha constatado en un cierto lugar de la superficie terrestre se
produce semejantemente en todo otro lugar del espacio, ni que un fenómeno que se
ha observado en una duración muy limitada es susceptible de prolongarse durante
una duración indefinida; naturalmente aquí no tenemos que salir del tiempo y del
espacio, ni que considerar otra cosa que fenómenos, es decir, apariencias o
manifestaciones exteriores. Es pues menester saber distinguir entre la experiencia y
su interpretación: los espiritistas, así como los psiquistas, constatan ciertos
fenómenos, y no entendemos discutir la descripción que dan de ellos; es la
interpretación de los espiritistas, en cuanto a la causa real de estos fenómenos, la que
es radicalmente falsa. Admitamos no obstante, por un instante, que esa explicación
sea correcta, y que lo que se manifieste sea verdaderamente un ser humano
«desencarnado»; ¿se seguirá necesariamente que ese ser sea inmortal, es decir, que
su existencia póstuma tenga una duración realmente indefinida? Se ve sin esfuerzo
que hay en eso una extensión ilegítima de la experiencia, consistente en atribuir la
indefinidad temporal a un hecho constatado para un tiempo definido; e, incluso
aceptando la hipótesis espiritista, eso solo bastaría para reducir su importancia y su
interés a proporciones bastante modestas. La actitud de los espiritistas que se
imaginan que sus experiencias establecen la inmortalidad no está mejor fundada
lógicamente de lo que lo estaría la actitud de un hombre que, no habiendo visto
morir jamás a un ser vivo, afirmara que un tal ser debe continuar existiendo
indefinidamente en las mismas condiciones, por la sola razón de que habría
constatado esa existencia en un cierto intervalo; y esto, lo repetimos, sin prejuzgar
nada de la verdad o de la falsedad del espiritismo mismo, puesto que nuestra
comparación, por ser enteramente justa, supone implícitamente su verdad.
No obstante, hay espiritistas que se han apercibido más o menos claramente de lo
que había en eso de ilusorio, y que, para hacer desaparecer este sofisma inconsciente,
han renunciado a hablar de inmortalidad para no hablar más que de «sobrevida» o de
«supervivencia»; escapan así, lo reconocemos de buena gana, a las objeciones que
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
118
acabamos de formular. No queremos decir que estos espiritistas, en general, no están
tan persuadidos como los otros de la inmortalidad, que no crean como ellos en la
perpetuidad de la «supervivencia»; pero esta creencia tiene entonces el mismo
carácter que en los no espiritistas, ya no difiere sensiblemente de lo que puede ser,
por ejemplo, para los adherentes de una religión cualquiera, salvo en que, para
apoyarla, se agrega a las razones ordinarias el testimonio de los «espíritus»; pero las
afirmaciones de éstos están sujetas a caución, ya que, a los ojos de los espiritistas
mismos, pueden no ser frecuentemente más que el resultado de las ideas que tenían
sobre esta tierra: si un espiritista «inmortalista» explica de esta manera las
«comunicaciones» que niegan la inmortalidad (ya que los hay), ¿en virtud de qué
principio acordará más autoridad a las que la afirman? En el fondo, es simplemente
porque estas últimas están de acuerdo con sus propias convicciones; pero todavía es
menester que estas convicciones tengan otra base, que sean establecidas
independientemente de su experiencia, y por consiguiente fundadas sobre razones
que ya no son más especialmente propias al espiritismo. En todo caso, nos basta
constatar que hay espiritistas que sienten la necesidad de renunciar a la pretensión de
probar «científicamente» la inmortalidad: es ya un punto adquirido a tener en cuenta,
e incluso un punto importante para determinar exactamente el alcance de la hipótesis
espiritista.
La actitud que acabamos de definir en último lugar es también la de los filósofos
contemporáneos que tienen tendencias más o menos marcadas hacia el espiritismo;
la única diferencia es que estos filósofos ponen en condicional lo que los espiritistas
afirman categóricamente; en otros términos, los unos se contentan con hablar de la
posibilidad de probar experimentalmente la supervivencia, mientras que los otros
consideran la prueba como ya hecha. M. Bergson, inmediatamente antes de escribir
la frase que hemos reproducido más atrás, y donde considera precisamente esta
posibilidad, reconoce que la «inmortalidad misma no podría ser probada
experimentalmente»; así pues, su posición es clara a este respecto; y, en lo que
concierne a la supervivencia, lleva la prudencia hasta hablar solo de «probabilidad»,
quizás porque se da cuenta, hasta un cierto punto, de que la experimentación no da
verdaderas certezas. Solamente, aunque reduce así el valor de la prueba
experimental, encuentra que «sería ya algo», que «sería incluso mucho»; a los ojos
de un metafísico, al contrario, e inclusive sin aportar tantas restricciones, eso sería
muy poco, por no decir que sería enteramente desdeñable. En efecto, la inmortalidad
en el sentido occidental es ya algo completamente relativo, que, como tal, no se
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
119
refiere al dominio de la metafísica pura; ¿qué decir entonces de una simple
supervivencia? Inclusive fuera de toda consideración metafísica, no vemos bien que
pueda haber, para el hombre, un interés capital en saber, de manera más o menos
probable o incluso cierta, que puede contar con una supervivencia que no es quizás
más que «por un tiempo x»; ¿puede esto tener para él mucha más importancia que
saber más o menos exactamente lo que durará su vida terrestre, de la cual no le
representa así más que una prolongación indeterminada? Se ve cuanto difiere esto
del punto de vista propiamente religioso, que contaría como nada una supervivencia
que no estuviera asegurada a perpetuidad; y, en la llamada que el espiritismo hace a
la experiencia en este orden de cosas, se puede ver, dadas las consecuencias que
resultan de ello, una de las razones (y está lejos de ser la única) por las cuales jamás
será más que una pseudoreligión.
Vamos a señalar todavía otro lado de la cuestión: para los espiritistas, cualquiera
que sea el fundamento de su creencia en la inmortalidad, todo lo que sobrevive en el
hombre es inmortal; lo que sobrevive, es, lo recordamos, el conjunto constituido por
el «espíritu» propiamente dicho y por el «periespíritu» que es inseparable de él. Para
los ocultistas, lo que sobrevive, es igualmente el conjunto del «espíritu» y del
«cuerpo astral»; pero, en este conjunto, sólo el «espíritu» es inmortal, y el «cuerpo
astral» es perecedero1; y no obstante ocultistas y espiritistas pretenden igualmente
basar sus afirmaciones sobre la experiencia, que mostraría así a unos la disolución
del «organismo invisible» del hombre, mientras que los otros no habrían tenido
jamás la ocasión de constatar nada semejante. Según la teoría ocultista, habría una
«segunda muerte», que sería sobre el «plano astral» lo que la muerte en el sentido
ordinario es sobre el «plano físico»; y los ocultistas están bien forzados a reconocer
que los fenómenos psíquicos no podrían probar en todo caso la supervivencia más
allá del «plano astral». Estas divergencias mostrarían la poca solidez de las
pretendidas pruebas experimentales, al menos en lo que concierne a la inmortalidad,
si hubiera todavía necesidad de ellas después de las demás razones que hemos dado,
y que por lo demás son mucho más decisivas a nuestros ojos, puesto que establecen
su completa inanidad; a pesar de todo, no carece de interés constatar que, en dos
escuelas de experimentadores que se colocan en la misma hipótesis, lo que es
inmortal para la una no lo es para la otra. Es menester agregar, además, que la
cuestión se encuentra todavía complicada, tanto para los espiritistas como para los
1 Papus, Traité méthodique de Science occulte, p. 371.
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
120
ocultistas, por la introducción de la hipótesis de la reencarnación: la «supervivencia»
considerada, y cuyas condiciones son diversamente descritas por las diferentes
escuelas, no representa naturalmente más que el periodo intermediario entre dos
vidas terrestres sucesivas, puesto que, a cada nueva «encarnación», las cosas deben
evidentemente reencontrarse en el mismo estado que en la precedente. Por
consiguiente, es siempre, en resumidas cuentas, de una «supervivencia» provisoria
de lo que se trata, y, en definitiva, la cuestión permanece sin resolver: en efecto, no
puede decirse que esa alternancia regular de existencias terrestres y ultraterrestres
deba continuarse indefinidamente; las diferentes escuelas podrán discutir sobre esto,
pero no es la experiencia la que vendrá nunca a desempatarlas. Así, si la cuestión es
retrasada, no por eso está resuelta, y la misma duda subsiste siempre en cuanto al
destino final del ser humano; al menos, esto es lo que debería confesar un
reencarnacionista que quisiera permanecer consecuente consigo mismo, ya que su
teoría es más incapaz que toda otra de aportar aquí una solución, sobre todo si
pretende atenerse al terreno de la experiencia; los hay que creen en efecto haber
encontrado pruebas experimentales de la reencarnación, pero eso es otro asunto, que
examinaremos más adelante.
Lo que hay que retener, es que lo que los espiritistas dicen de la «sobrevida» o de
la «supervivencia» se aplica esencialmente, para ellos, al intervalo comprendido
entre dos «encarnaciones»; ésta es la condición de los «espíritus» cuyas
manifestaciones creen observar; es lo que llaman la «erraticidad», o también la vida
«en el espacio», ¡como si no fuera también en el espacio donde se desarrolla la
existencia terrestre! Un término como el de «sobrevida» es muy apropiado para
designar su concepción, ya que es literalmente la de una vida continuada, y en
condiciones tan próximas como es posible a las de la vida terrestre. En ellos, no hay
esa transposición que permite a otros concebir la «vida futura» e incluso perpetua de
una manera que responde a una posibilidad, cualquiera que sea por lo demás el lugar
que ocupe esa posibilidad en el orden total; al contrario, la «sobrevida», tal como se
la representan, no es más que una imposibilidad, porque, al transportar tal cuales a
un estado las condiciones de otro estado, implica un conjunto de elementos
incompatibles entre ellos. Esta suposición imposible es por lo demás absolutamente
necesaria al espiritismo, porque, sin ella, las comunicaciones con los muertos no
serían ni siquiera concebibles; para poder manifestarse como se supone que lo hacen,
es menester que los «desencarnados» estén muy cerca de los vivos bajo todas las
relaciones, y que la existencia de los unos se parezca singularmente a la de los otros.
INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
121
Esta similitud es llevada a un grado apenas creíble, y que muestra hasta la evidencia
que las descripciones de esa «sobrevida» no son más que un simple reflejo de las
ideas terrestres, un producto de la imaginación «subconsciente» de los espiritistas
mismos; pensamos que es bueno detenernos algunos instantes sobre este lado del
espiritismo, que no es uno de los menos ridículos.
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CAPÍTULO IV
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
Se cuenta que algunos salvajes se representan la existencia póstuma sobre el
modelo exacto de la vida terrestre: el muerto continuará cumpliendo las mismas
acciones, cazando, pescando, haciendo la guerra, librándose en una palabra a todas
sus ocupaciones habituales, sin olvidar las de beber y de comer; y nadie se priva,
bien entendido, de hacer observar cuan ingenuas y groseras son semejantes
concepciones. A decir verdad, conviene desconfiar siempre un poco de lo que se
cuenta sobre los salvajes, y eso por varias razones: primero, los relatos de los
viajeros, fuente única de todas esas historias, son frecuentemente fantasiosos;
después, alguien que cree contar fielmente lo que ha visto y oído puede no obstante
no haber comprendido nada, y, sin apercibirse de ello, substituir los hechos por su
interpretación personal; finalmente, hay sabios, o supuestos tales, que vienen todavía
a superponer a todo eso su propia interpretación, resultado de ideas preconcebidas:
lo que se obtiene por esta última elaboración, no es lo que piensan los salvajes, sino
lo que deben pensar conformemente a tal teoría «antropológica» o «sociológica». En
realidad, los cosas son menos simples, o, si se prefiere, son complicadas de manera
muy diferente, porque los salvajes, como los civilizados, tienen maneras de pensar
que les son particulares, y que, por consiguiente, son difícilmente accesibles a los
hombres de otra raza; y, con los salvajes, se tienen pocos recursos para
comprenderles y para asegurar que se les comprende bien, porque, generalmente,
apenas saben explicar lo que piensan, admitiendo que ellos mismos se den cuenta de
ello. En lo que concierne a la aserción que contábamos hace un momento, se
pretende apoyarla sobre un cierto número de hechos que no prueban absolutamente
nada, como los objetos que se depositan junto a los muertos, las ofrendas de
alimento que se hacen sobre las tumbas, etc.; ritos enteramente semejantes han
existido o existen todavía en pueblos que no son de ningún modo salvajes, y no
corresponden en ellos a esas concepciones groseras de las que se cree que son un
indicio, porque su verdadera significación es muy diferente de la que les atribuyen
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
123
los sabios europeos, y porque, en realidad, conciernen únicamente a algunos
elementos inferiores del ser humano. Solamente, los salvajes, que para nos no son
«primitivos», sino al contrario degenerados, pueden haber conservado algunos ritos
sin comprenderlos, y eso desde tiempos muy remotos; la tradición, cuyo sentido se
ha perdido, ha hecho lugar entre ellos a la rutina, o a la «superstición» en el sentido
etimológico de la palabra. En estas condiciones, no vemos ningún inconveniente en
que algunas tribus al menos (es menester no generalizar demasiado) hayan llegado a
concebir la vida futura casi como se dice; pero no hay necesidad de ir tan lejos para
encontrar, y de una manera mucho más cierta, concepciones o más bien
representaciones que sean exactamente esas. Primero, se las encontraría muy
probablemente, en nuestra época tanto como en toda otra, en las clases inferiores de
los pueblos que más se jactan de su civilización: si se buscaran ejemplos entre los
campesinos de los diversos países de Europa, estamos persuadidos de que la cosecha
no dejaría de ser abundante. Pero hay más: en los mismos países, los ejemplos más
claros, los que revisten las formas más precisas en su grosería, no los
proporcionarían quizás los iletrados, sino más bien gentes que poseen una cierta
instrucción, entre los cuales algunos se consideran incluso comúnmente como
«intelectuales». En efecto, en ninguna parte las representaciones del género especial
de que se trata se han afirmado nunca con tanta fuerza como en los espiritistas; hay
en eso un curioso tema de estudios, que nos permitimos recomendar a los sociólogos,
que, ahí al menos, no correrán el riesgo de un error de interpretación.
Para comenzar, no podríamos hacer nada mejor que citar aquí algunos extractos
de Allan Kardec mismo; y he aquí primero lo que dice sobre el tema del «estado de
turbación» que sigue inmediatamente a la muerte: «Esta turbación presenta
circunstancias particulares, según el carácter de los individuos y sobre todo según el
género de muerte. En las muertes violentas, por suicidio, suplicio, accidente,
apoplejía, heridas, etc., el espíritu está sorprendido, extrañado, y no cree estar
muerto; lo sostiene con obstinación; no obstante ve su cuerpo, sabe que ese cuerpo
es el suyo, y no comprende que está separado de él; va junto a las personas que
quería, les habla, y no concibe por qué no le oyen. Esta ilusión dura hasta el entero
desprendimiento del periespíritu; solo entonces el espíritu se reconoce y comprende
que no forma parte de los vivos. Este fenómeno se explica fácilmente. Sorprendido
de improviso por la muerte, el espíritu está aturdido por el brusco cambio que se ha
operado en él; para él, la muerte es todavía sinónimo de destrucción, de
aniquilamiento; ahora bien, como piensa, como ve, como oye, para sí mismo no está
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
124
muerto; lo que aumenta su ilusión, es que se ve un cuerpo semejante al precedente
por la forma, pero cuya naturaleza etérea todavía no ha tenido tiempo de estudiar; le
cree sólido y compacto como el primero; y cuando se llama su atención sobre este
punto, se extraña de no poder palparse… Algunos espíritus presentan esta
particularidad aunque la muerte no haya llegado inopinadamente; pero es siempre
más general entre los que, aunque enfermos, no pensaban morir. Se ve entonces el
singular espectáculo de un espíritu asistiendo a su entierro como al de un extraño, y
hablando de él como de una cosa que no le concierne, hasta el momento en que
comprende la verdad... En el caso de muerte colectiva, se ha observado que todos los
que perecen al mismo tiempo no se ven de nuevo siempre inmediatamente. En la
turbación que sigue a la muerte, cada uno va por su lado, o no se preocupa más que
de aquellos que le interesan»1. He aquí ahora lo que concierne a lo que podría
llamarse la vida diaria de los «espíritus»: «La situación de los espíritus y su manera
de ver las cosas varían al infinito en razón del grado de su desarrollo moral e
intelectual. Los espíritus de un orden elevado no hacen generalmente sobre la tierra
más que estancias de corta duración; todo lo que se hace aquí es tan mezquino en
comparación a las grandezas del infinito (sic), las cosas a las que los hombres dan
más importancia son tan pueriles a sus ojos, que encuentran en ellas pocos
atractivos, a menos que se les llame en vistas a concurrir al progreso de la
humanidad. Los espíritus de un orden medio permanecen aquí más frecuentemente,
aunque consideran las cosas desde un punto de vista más elevado que mientras
vivían. Los espíritus vulgares son en cierto modo sedentarios en esta tierra y
constituyen la masa de la población ambiente del mundo invisible; han conservado
casi las mismas ideas, los mismos gustos y las mismas inclinaciones que tenían bajo
su envoltura corporal; se mezclan a nuestras reuniones, a nuestros asuntos, a nuestros
entretenimientos, en los cuales toman una parte más o menos activa, según su
carácter. No pudiendo satisfacer sus pasiones, gozan de aquellos que se abandonan a
ellos y les excitan. En el número, los hay más serios que ven y observan para
instruirse y perfeccionarse»2. Parece en efecto que los «espíritus errantes», es decir,
aquellos que esperan una nueva encarnación, se instruyen «viendo y observando lo
que pasa en los lugares que recorren», y también «escuchando los discursos de los
hombres iluminados y las opiniones de los espíritus más elevados que ellos, lo que
1 Le Livre des Esprits, pp. 72-73.
2 Ibid,, p. 145.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
125
les da ideas que no tenían»1. Las peregrinaciones de estos «espíritus errantes», por
instructivas que sean, tienen el inconveniente de ser casi tan fatigantes como los
viajes terrestres; pero «hay mundos particularmente afectos a los seres errantes,
mundos en los cuales pueden habitar temporariamente, especies de vivaques, de
campos para reposar de una erraticidad demasiado larga, estado siempre un poco
penoso. Son posiciones intermediarias entre los otros mundos, graduadas según la
naturaleza de los espíritus que pueden trasladarse a ellos, y éstos gozan allí de un
bienestar más o menos grande»2. Todos los «espíritus» no pueden ir por todas partes
indiferentemente; he aquí como explican ellos mismos las relaciones que tienen entre
sí: «Los espíritus de los diferentes órdenes se ven, pero se distinguen los unos de los
otros. Se evitan o se aproximan, según la analogía o antipatía de sus sentimientos, de
igual modo que eso tiene lugar entre vosotros. Es todo un mundo del cual el vuestro
es el reflejo obscurecido3. Los del mismo rango se reúnen por una suerte de afinidad
y forman grupos o familias de espíritus unidos por la simpatía y la meta que se
proponen: los buenos por el deseo de hacer el bien, los malos por el deseo de hacer
el mal, la vergüenza de sus faltas y la necesidad de encontrarse entre seres
semejantes a ellos. Tal como una gran ciudad donde los hombres de todos los rangos
y de todas las condiciones se ven y se encuentran sin confundirse; donde las
sociedades se forman por la analogía de los gustos; donde el vicio y la virtud se
codean sin decirse nada… Los buenos van por todas partes, y es menester que sea así
para que puedan ejercer su influencia sobre los malos; pero las regiones habitadas
por los buenos están prohibidas a los espíritus imperfectos, a fin de que éstos no
puedan aportar allí el trastorno de las malas pasiones... Los espíritus se ven y se
comprenden; la palabra es material: es el reflejo del espíritu. El fluido universal
establece entre ellos una comunicación constante; es el vehículo de la transmisión
del pensamiento, como para vosotros el aire es el vehículo del sonido; una suerte de
telégrafo universal que enlaza todos los mundos, y permite a los espíritus
comunicarse de un mundo a otro… Constatan su individualidad por el periespíritu
que hace de ellos seres distintos los unos para los otros, como el cuerpo entre los
hombres»4. No sería difícil multiplicar estas citas, agregar textos que muestran que
1 Le Livre des Esprits, pp. 109-110.
2 Ibid, p. 111.
3 Esta frase está subrayada en el texto; invirtiendo la relación que indica, se tendría la exacta
expresión de la verdad.
4 Le Livre des Esprits, pp. 135-137.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
126
los «espíritus» intervienen en casi todos los acontecimientos de la vida terrestre, y
otros que precisan también las «ocupaciones y misiones de los espíritus»; pero eso
devendría pronto fastidioso; hay pocos libros cuya lectura sea tan insoportable como
los de la literatura espiritista en general. Nos parece que los extractos precedentes
pueden prescindir de todo comentario; haremos destacar solamente, porque es
particularmente importante y sale a cada instante, la idea de que los «espíritus»
conservan todas las sensaciones de los vivos; la única diferencia es que no les llegan
ya por órganos especiales y localizados, sino por el «periespíritu» entero; y las
facultades más materiales, las más evidentemente dependientes del organismo
corporal, como la percepción sensible, se consideran como «atributos del espíritu»,
que «forman parte de su ser»1.
Después de Allan Kardec, es bueno citar al más «representativo» de sus
discípulos actuales, M. Léon Denis: «Los espíritus de orden inferior, envueltos en
fluidos espesos, sufren las leyes de la gravitación y son atraídos hacia la materia…
Mientras que el alma purificada recorre la vasta y radiante extensión, reside a su
gusto sobre los mundos y apenas si ve límites a su vuelo, el espíritu impuro no puede
alejarse de la vecindad de los globos materiales… La vida del espíritu avanzado es
esencialmente activa, aunque sin fatigas. Las distancias no existen para él. Se
traslada con la rapidez del pensamiento. Su envoltura, semejante a un vapor ligero,
ha adquirido una tal sutileza que deviene invisible a los espíritus inferiores. Ya no
ve, oye, huele, y percibe por los órganos materiales que se interponen entre la
naturaleza y nosotros e interceptan el paso de la mayoría de las sensaciones, sino
directamente, sin intermediario, por todas las parte de su ser. Así sus percepciones
son mucho más claras y multiplicadas que las nuestras. El espíritu elevado nada en
cierto modo en el seno de un océano de sensaciones deliciosas. Cuadros cambiantes
se desenvuelven ante su vista, armonías suaves le mecen y le encantan. Para él, los
colores son perfumes, los perfumes son sonidos. Pero por exquisitas que sean sus
impresiones, puede sustraerse a ellas y recogerse a voluntad, envolviéndose en un
velo fluídico, aislándose en el seno de los espacios. El espíritu avanzado está
liberado de todas sus necesidades corporales. El alimento y el sueño no tienen para
él ninguna razón de ser… Los espíritus inferiores llevan con ellos, más allá de la
tumba, sus hábitos, sus necesidades, sus preocupaciones materiales. No pudiendo
elevarse por encima de la atmósfera terrestre, vuelven para participar en la vida de
1 Le Livre des Esprits, pp. 116-117.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
127
los humanos, para mezclarse en sus luchas, en sus trabajos, en sus placeres… Se
encuentran en la erraticidad muchedumbres inmensas a la búsqueda de un estado
mejor que les rehuye… Es en cierto modo el vestíbulo de los espacios luminosos, de
los mundos mejores. Todos pasan por él, todos residen en él, pero para elevarse más
alto… Todas las regiones del Universo están pobladas de espíritus muy afanosos.
Por todas partes muchedumbres, enjambres de almas suben, descienden, se agitan en
el seno de la luz o en las regiones obscuras. Sobre un punto, se asamblean auditorios
para recibir las instrucciones de espíritus elevados. Más allá, se forman grupos para
festejar a un recién llegado. En otra parte, otros espíritus combinan los fluidos, les
prestan mil formas, mil tintes fundidos y maravillosos, los preparan para los usos
sutiles que les destinan los genios superiores. Otras muchedumbres se aprietan
alrededor de los globos y les siguen en sus revoluciones, muchedumbres sombrías,
trastornadas, que influyen sin saberlo sobre los elementos atmosféricos… El espíritu,
puesto que es fluídico él mismo, actúa sobre los fluidos del espacio. Por el poder de
su voluntad, los combina, los dispone a su guisa, les presta los colores y las formas
que responden a su cometido. Es por la mediación de estos fluidos como se ejecutan
obras que desafían toda comparación y todo análisis: cuadros cambiantes, luminosos;
reproducciones de vidas humanas, vidas de fe y de sacrificio, apostolados dolorosos,
dramas del infinito… Es en las mansiones fluídicas donde se despliegan las pompas
de las fiestas espirituales. Los espíritus puros, deslumbrantes de luz, se agrupan por
familias. Su brillo, los matices variados de su envolturas, permiten medir su
elevación, determinar sus atributos… La superioridad del espíritu se reconoce en su
vestimenta fluídica. Es como una envoltura tejida con los méritos y las cualidades
adquiridas en la sucesión de sus existencias. Apagada y sombría para el alma
inferior, su blancura aumenta en la proporción de los progresos realizados y deviene
cada vez más pura. Brillante ya en el espíritu elevado, despide en las almas
superiores un fulgor insostenible»1. Y que no se diga que eso no son más que
maneras de hablar más o menos figuradas; para los espiritistas, todo eso debe
tomarse rigurosamente al pie de la letra.
Por extravagantes que sean las concepciones de los espiritistas franceses sobre el
tema de la «sobrevida», parece que todavía son rebasadas por las de los espiritistas
anglosajones, y por todo lo que éstos cuentan de las maravillas de Summerland o
«país de verano», como ellos llaman a la «morada de los espíritus». Hemos dicho en
1 Après la mort, pp. 270-290.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
128
otra parte que los teosofistas critican a veces severamente estas necedades, en lo cual
no carecen de razón: es así como Mme Besant habla de «la más grosera de todas las
representaciones, la del Summerland moderno, con sus “espíritus maridos”, su
“espíritus mujeres”, sus “espíritus hijos”, que van a la escuela y a la universidad y
que devienen espíritus adultos»1. Esto es muy justo, ciertamente, pero uno puede
preguntarse si los teosofistas tienen el derecho a mofarse así de los «espiritualistas»;
se juzgará de ello por estas pocas citas que tomamos a otro teosofista eminente, M.
Leadbeater: «Después de la muerte, al llegar al plano astral, las gentes no
comprenden que están muertos, e, incluso si se dan cuenta de ello, al comienzo no
perciben en qué difiere ese mundo del mundo físico… Así a veces se ven personas
recientemente fallecidas intentar comer, prepararse comidas completamente
imaginarias, mientras que otras se construyen casas. He visto positivamente en el
más allá a un hombre construirse una casa piedra a piedra, y, aunque creaba cada
piedra por un esfuerzo de su pensamiento, no había comprendido que de igual modo
hubiera podido construir la casa entera de un solo golpe, por el mismo
procedimiento, sin sufrir mayor esfuerzo. Al descubrir que las piedras no tenían
peso, poco a poco fue conducido a apercibirse de que las condiciones de ese nuevo
medio diferían de aquellas a las cuales estaba acostumbrado sobre la tierra, lo que le
condujo a continuar su examen. En el Summerland 2, los hombres se rodean de
paisajes que se crean ellos mismos; algunos no obstante se evitan este esfuerzo y se
contentan con los que ya han sido imaginados por otros. Los hombres que viven en
el sexto subplano, es decir, junto a la tierra, están rodeados de la contrapartida astral
de las montañas, de los árboles, de los lagos físicos, de suerte que no son tentados a
edificarlos ellos mismos; aquellos que habitan los subplanos superiores, que planean
por encima de la superficie terrestre, se crean todos los paisajes que quieren… Un
materialista eminente, bien conocido durante su vida por uno de nuestros colegas de
la Sociedad Teosófica, fue recientemente descubierto por éste en la subdivisión más
elevada del plano astral; se había rodeado de todos sus libros y proseguía allí sus
estudios casi como en la tierra»3. Aparte de la complicación de los «planos» y de los
«subplanos», debemos confesar que no vemos bien la diferencia; es verdad que M.
Leadbeater es un antiguo espiritista, que puede estar influenciado todavía por sus
1 La Mort et l’au-delà, p. 85 de la traducción francesa.
2 El autor teosofista acepta aquí hasta el término mismo que emplean los «espiritualistas».
3 L’Occultisme dans la Nature, pp. 19-20 y 44.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
129
ideas anteriores, pero muchos de sus colegas están en el mismo caso; el teosofismo
se ha apropiado verdaderamente de muchas cosas del espiritismo como para
permitirse criticarle. Es bueno precisar que los teosofistas atribuyen generalmente a
la «clarividencia» las pretendidas constataciones de este género, mientras que los
espiritistas las admiten por la fe en las simples «comunicaciones»; no obstante, el
espiritismo tiene también sus «videntes», y lo que es penoso es que allí donde hay
divergencia entre las escuelas, hay igualmente desacuerdo entre las visiones, puesto
que las de cada uno son siempre conformes a sus propias teorías; así pues, no puede
acordárseles un valor mayor que a las «comunicaciones», que están en el mismo
caso, y en las que la sugestión juega manifiestamente un papel preponderante.
Pero volvamos a los espiritistas: lo más extraordinario que conocemos, en el
orden de cosas de que se trata, es un libro titulado Mes expériences avec les esprits,
escrito por un americano de origen francés, llamado Henry Lacroix; esta obra, que
fue publicada en París en 1889, prueba que los espiritistas no tienen la menor
consciencia del ridículo. Papus mismo ha tratado al autor de «fanático peligroso» y
ha escrito que «la lectura de este libro basta para alejar para siempre del espiritismo
a todos los hombres sensatos»1; Donald Mac-Nab dice que «las personas que no son
enemigas de una dulce alegría no tienen más que leer esta obra para darse cuenta de
las extravagancias de los espiritistas», y «recomienda especialmente este caso a la
atención de los alienistas»2. Sería menester poder reproducir esta elucubración casi
enteramente para mostrar hasta dónde pueden llegar ciertas aberraciones; es
verdaderamente increíble, y sería ciertamente hacer una excelente propaganda
antiespiritista recomendar su lectura a aquellos a quienes el contagio todavía no ha
ganado, pero que corren el riesgo de ser alcanzados por él. Puede verse ahí, entre
otras curiosidades, la descripción y el dibujo de la «casa fluídica» del autor (ya que,
si hemos de creerle, vivía en los dos mundos a la vez), y también los retratos de sus
«hijos espíritus», dibujados por él «bajo su control mecánico»: se trata de doce niños
(de quince) que había perdido, y que habían continuado viviendo y creciendo «en el
mundo fluídico»; ¡varios inclusive se han casado allí! Señalamos a este propósito
que, según el mismo autor, «Habría bastante frecuentemente en los Estados Unidos,
matrimonios entre los vivos y los muertos»; cita el caso de un juez llamado
Lawrence, que se hizo rematrimoniar con su mujer fallecida por un pastor de sus
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 341.
2 Le Lotus, marzo de 1889, p. 736.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
130
amigos1; si el hecho es verdadero, da una triste idea de la mentalidad de los
espiritistas americanos. En otra parte, se enseña cómo se alimentan los «espíritus»,
cómo se visten, cómo se construyen sus mansiones; pero lo mejor que hay son quizás
las manifestaciones póstumas de Mme de Girardin y los diversos episodios que se
refieren a ella; he aquí una muestra: «Era de noche, y yo estaba ocupado en leer o en
escribir, cuando vi a Delphine (Mme de Girardin) llegar junto a mí con un fardo en
sus brazos, que depositó a mis pies. No vi en seguida lo que era, pero pronto me
apercibí de que aquello tenía una forma humana. Comprendí entonces lo que se
esperaba de mí. ¡Era desmaterializar a aquel espíritu infeliz que llevaba el nombre de
Alfred de Musset! Y lo que confirmaba para mí esta versión, es que Delphine se
había marchado con prisa, luego de haber desempeñado su tarea, como si temiera
asistir a la operación… La operación consistía en quitar de la forma entera del
espíritu una especie de epidermis, que se pegaba al interior del organismo por toda
suerte de fibras o de ligaduras, o, finalmente, en desollarle, lo que hice con sangre
fría, comenzando por la cabeza, a pesar de los gritos agudos y de las convulsiones
violentas del paciente, que yo oía y veía ciertamente, pero sin tenerlos en cuenta…
Al día siguiente, Delphine llegó para hablarme de su protegido, y me anunció que
después de haber prodigado a mi víctima todos los cuidados requeridos para
reponerla de la terrible operación que yo le había hecho sufrir, los amigos habían
organizado un “festín de pagano” para celebrar su liberación»2. No menos
interesante es el relato de una representación teatral entre los «espíritus»: «Mientras
que Celeste (una de las “hijas espíritu” del autor) me acompañaba un día en uno de
mis paseos, Delphine llegó inopinadamente junto a nosotros, y dijo a mi hija: “¿Por
qué no invitas a tu padre a ir a escuchar la ópera?” Celeste respondió: “¡Pero será
menester que se lo pida al director!”… Algunos días después, Celeste vino a
anunciarme que su director me invitaba y que estaría encantado de recibirme con los
amigos que me acompañaran. Me trasladé una tarde a la ópera con Delphine y una
decena de amigos (espíritus)… La sala inmensa, en anfiteatro, donde acudimos,
rebosaba de asistentes. Felizmente, en nuestros sitios escogidos, con nuestros
amigos, teníamos espacio para movernos con toda libertad. El auditorio, compuesto
casi de veinte mil personas, devenía por momentos un mar agitado, cuando la pieza
conmovía los corazones del público entendido. Aridide, o los Signos del Tiempo, tal
1 Mes expériences avec les esprits, p. 174.
2 Mes expériences avec les esprits, pp. 22-24.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
131
es el nombre de esta ópera, donde Celeste, como primer sujeto, ha aparecido
ventajosamente, resplandeciente, abrasada del fuego artístico que la anima. En su
milésima representación, este esfuerzo de una colaboración de las cabezas de mayor
renombre cautiva todavía de tal modo a los espíritus, que la muchedumbre de los
curiosos, no encontrando sitio en el recinto, formaba con sus cuerpos comprimidos
una bóveda (o un techo) compacto en el edificio. La tropa activa, en relieve, sin
contar los comparsas ni la orquesta, era de ciento cincuenta artistas de primer
orden… Celeste ha venido a decirme con frecuencia el nombre de otras piezas en las
que ella figuraba. Me anunció una vez que Balzac había compuesto una ópera muy
bella o un drama de amplias miras, y que estaba en reposición»1. ¡A pesar de sus
éxitos, la pobre Celeste, algún tiempo después, se malquistó con su director y fue
despedida! Otra vez, el autor asiste a una sesión de otro género, «en un bello templo
circular, dedicado a la Ciencia»; allí, a invitación del presidente, sube a la tribuna y
pronuncia un gran discurso «ante aquella docta asamblea de quinientos o seiscientos
espíritus que se ocupan de ciencia: era una de sus reuniones periódicas»2. Algún
tiempo después, entra en relaciones con el «espíritu» del pintor Courbet, le cura de
una «borrachera póstuma», después le hace nombrar «director de una gran academia
de pintura que gozaba de una hermosa reputación en la zona donde se encontraba»3.
He aquí ahora la masonería de los «espíritus», que no deja de presentar algunas
analogías con la «gran logia blanca» de los teosofistas: «Los “hermanos mayores”
son seres que han pasado por todos los grados de la vida espiritual y de la vida
material. Forman una sociedad, en diversas clases, la cual se halla establecida (para
servirme de un término terrestre) sobre los confines del mundo fluídico y del mundo
etéreo, el cual es el más alto, el mundo “perfecto”. Esta sociedad, llamada la gran
fraternidad, es la vanguardia del mundo etéreo; es el gobierno administrativo de las
dos esferas, espiritual y material, o del mundo fluídico de la tierra. Es esta sociedad,
con el concurso legislativo del mundo etéreo propiamente dicho, la que gobierna a
los espíritus y a los “mortales”, a través de todas sus fases de existencia»4. En otro
pasaje, se puede leer el relato de una «iniciación mayor» en la «gran hermandad», la
1 Mes expériences avec les esprits, pp. 101-103. —Eso no impide a los «espíritus», fuera de estas
representaciones que les están destinadas especialmente, asistir también a las que se dan en nuestro
mundo (ibid., pp. 155-156).
2 Ibid., pp. 214-215.
3 Ibid., p. 239.
4 Ibid., p. 81.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
132
de un difunto espiritista belga llamado Jobard1; esto recuerda pasablemente a las
iniciaciones masónicas, pero las «pruebas» son allí mas serias y no son puramente
simbólicas. Esta ceremonia fue presidida por el autor mismo, que, aunque vivo, tenía
uno de los más altos grados en esa extraña asociación; otro día, se le ve «ponerse a la
cabeza de la tropa del tercer orden (sic), compuesto de casi diez mil espíritus,
masculinos y femeninos», para ir «a una colonia poblada de espíritus un poco
retrógrados», y «purificar la atmósfera de ese lugar, donde se encontraba más de un
millón de habitantes, por un procedimiento químico conocido por nosotros, a fin de
producir un reactivo salutario en las ideas mantenidas entre estas poblaciones»;
parece que «ese país formaba una dependencia de la Francia fluídica»2, ya que, ahí
como entre los teosofistas, cada región de la tierra tiene su «contrapartida fluídica».
La «gran hermandad» está en lucha con otra organización, igualmente «fluídica»,
que es, bien entendido, una «orden clerical»3; por lo demás, el autor, en lo que le
concierne personalmente, declara expresamente que «la principal meta de su misión
es minar y restringir la autoridad clerical en el otro mundo, y por contragolpe en
éste»4. He aquí bastante sobre estas locuras; pero teníamos que dar una pequeña
apercepción, porque hacen aparecer, en cierto modo en el estado de grosura, una
mentalidad que es también, a un grado más o menos atenuado, la de muchos otros
espiritistas y «neoespiritualistas»; ¿no está fundado, desde entonces, denunciar estas
cosas como un verdadero peligro público?
Damos todavía, a título de curiosidad, esta descripción, bien diferente de las
precedentes, que un «espíritu» ha hecho de su vida en el más allá: «Lo más
frecuentemente, el hombre muere sin tener consciencia de lo que le ocurre. Vuelve a
la consciencia después de algunos días, algunas veces después de algunos meses. El
despertar está lejos de ser agradable. Se ve rodeado de seres que no reconoce: la
cabeza de estos seres recuerda lo más frecuentemente a un cráneo de esqueleto: el
terror que se apodera de él le hace perder frecuentemente el conocimiento una
segunda vez. Poco a poco, se acostumbra a estas visiones. El cuerpo de los espíritus
es material y se compone de una masa gaseosa que tiene casi la pesantez del aire;
este cuerpo se compone de una cabeza y de un pecho; no tiene ni brazos, ni piernas,
ni abdomen. Los espíritus se mueven con una velocidad que depende de su voluntad.
1 Mes expériences avec les esprits, pp. 180-183.
2 Ibid., pp. 152-154.
3 Ibid., pp. 170-171.
4 Ibid., p. 29.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
133
Cuando se mueven muy aprisa, su cuerpo se alarga y deviene cilíndrico; cuando se
mueven con la mayor velocidad posible, su cuerpo toma la forma de una espiral que
cuenta catorce vueltas con un diámetro de treinta y cinco centímetros. La espira
puede tener un diámetro de alrededor de cuatro centímetros. En esta forma, obtienen
una velocidad que iguala a la del sonido… Nos encontramos ordinariamente en las
mansiones de los hombres, ya que la lluvia y el viento nos son muy desagradables.
Ordinariamente vemos insuficientemente; hay muy poca luz para nosotros. La luz
que preferimos es la del acetileno; es la luz ideal. En segundo lugar, los médiums
difunden una luz que nos permite ver hasta una distancia de más de un metro
alrededor de ellos; esta luz atrae a los espíritus. Los espíritus ven poco de los
vestidos del hombre; los vestidos semejan a una nube; ven incluso algunos órganos
interiores del cuerpo humano; pero no ven el cerebro a causa del cráneo óseo. Pero
oyen pensar a los hombres, y a veces estos pensamientos se hacen oír muy lejos
aunque ninguna palabra haya sido pronunciada por la boca. En el reino de los
espíritus reina la ley del más fuerte, es un estado de anarquía. Si las sesiones no salen
bien, es porque un espíritu malévolo no deja la mesa y se queda encima de una
sesión a la otra, de suerte que los espíritus que desearían entrar en comunicación
seria con los miembros del círculo no pueden aproximarse a la mesa… Como media,
los espíritus viven de cien a ciento cincuenta años. La densidad del cuerpo aumenta
hasta la edad de cien años; después de eso, la densidad y la fuerza disminuyen, y
finalmente se disuelven, como todo se disuelve en la naturaleza… Estamos
sometidos a las leyes de la presión del aire; somos materiales; no nos interesamos,
nos resultamos aburridos. Todo lo que es materia está sometido a las leyes de la
materia: la materia se descompone; nuestra vida no dura más de ciento cincuenta
años como mucho; entonces nos morimos para siempre»1. Este «espíritu»
materialista y negador de la inmortalidad debe considerarse por la mayoría de los
espiritistas como pasablemente heterodoxo y poco «iluminado»; y los
experimentadores que han recibido estas extrañas «comunicaciones» aseguran
además que «los espíritus más inteligentes protestan positivamente contra la idea de
Dios»2; tenemos muchas razones para pensar que ellos mismos tenían fuertes
preferencias por el ateísmo y el «monismo». Sea como sea, las gentes que han
1 Comunicación recibida por MM. Zaalberg van Zelst y Matla, de la Haya: Le Monde Psychique,
marzo de 1912.
2 Le Secret de la Mort, por Matla y Zaalberg van Zelst; ibid., abril de 1912.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
134
registrado seriamente las divagaciones de las que acabamos de dar una muestra son
los que tienen la pretensión de estudiar los fenómenos «científicamente»: se rodean
de aparatos impresionantes, y se imaginan incluso haber creado una nueva ciencia, la
«psicología física»; ¿no hay ahí con qué ahuyentar de estos estudios a los hombres
sensatos, y no es para estar tentado de excusar a aquellos que prefieren negarlo todo
«a priori»? No obstante, al lado del artículo del que hemos tomado las citas
precedentes, encontramos otro en el que un psiquista, que por lo demás no es más
que un espiritista apenas disfrazado, declara tranquilamente que «los dudadores, los
contradictores y los testarudos en el estudio de los fenómenos psíquicos deben ser
considerados como enfermos», que «el espíritu científico preconizado en estos tipos
de examen puede provocar en el examinador, a la larga, una suerte de manía, si se
puede decir… un delirio crónico, paroxismos, una suerte de locura lúcida», en fin,
que «la duda, al instalarse en un terreno predispuesto, puede evolucionar hasta la
locura maníaca»1. Evidentemente, las gentes que están bastante bien equilibradas
deben pasar por locos a los ojos de aquellos que están más o menos trastornados; ahí
no hay nada que no sea enteramente natural, pero es poco tranquilizador pensar que,
si el espiritismo continua ganando terreno, llegará quizás un día en que cualquiera
que se permita criticarle se expondrá simplemente a ser internado en algún asilo de
alienados.
Una cuestión a la que los espiritistas dan una gran importancia, pero sobre la cual
no pueden llegar a entenderse, es saber si los «espíritus» conservan su sexo; les
interesa sobre todo por las consecuencias que puede tener desde el punto de vista de
la reencarnación: si el sexo es inherente al «periespíritu», debe permanecer
invariable en todas las existencias. Evidentemente, para aquellos que han podido
asistir a «matrimonios de espíritus», como Henry Lacroix, la cuestión se resuelve
afirmativamente, o más bien ni siquiera se plantea; pero no todos los espiritistas
gozan de facultades tan excepcionales. Allan Kardec, por lo demás, se había
pronunciado claramente por la negativa: «Los espíritus no tienen sexo como
vosotros lo entendéis, ya que los sexos dependen de la organización (sin duda que
quiere decir del organismo). Hay entre ellos amor y simpatía, pero fundados sobre la
similitud de los sentimientos». Y agregaba: «Los espíritus se encarnan hombres o
mujeres porque no tienen sexo; como deben progresar en todo, cada sexo, como cada
posición social, les ofrece pruebas y deberes especiales y la ocasión de adquirir
1 Le Monde Psychique, marzo de 1912.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
135
experiencia. Aquel que fuera siempre hombre no sabría más que lo que saben los
hombres»1. Pero sus discípulos no tienen la misma seguridad, sin duda porque han
recibido sobre este punto demasiadas «comunicaciones» contradictorias; así, en
1913, un órgano espiritista, el Fraterniste, sintió la necesidad de formular
expresamente la pregunta, y lo hizo en estos términos: «¿Cómo se concibe la vida
del más allá? En particular, los espíritus o, más exactamente, los periespíritus,
¿conservan su sexo o devienen neutros al entrar en el plano astral? Y si se pierde el
sexo, ¿cómo explicar que al encarnarse se determine de nuevo claramente un sexo?
Se sabe que muchos ocultistas pretenden que el periespíritu es el molde sobre el que
se forma el nuevo cuerpo». La última frase contiene un error en lo que concierne a
los ocultistas propiamente dichos, puesto que éstos dicen al contrario que el «cuerpo
astral», que es para ellos el equivalente del «periespíritu», se disuelve en el intervalo
de dos «encarnaciones»; la opinión que expresa es más bien la de algunos
espiritistas; pero hay tantas confusiones en todo eso que es ciertamente excusable no
reconocerse en ellas. M. Léon Denis, después de haber «pedido opinión a sus guías
espirituales», respondió que «el sexo subsiste, pero permanece neutro y sin utilidad»,
y que, «en el momento de la reencarnación, el periespíritu se liga de nuevo a la
materia y retoma el sexo que le era habitual», a menos no obstante «que un espíritu
desee cambiar de sexo, lo que se le concede». Sobre este punto particular, M.
Gabriel Delaune se muestra más fiel a la enseñanza de Allan Kardec, ya que declara
que «los espíritus son asexuados, simplemente porque no tienen necesidad de
reproducirse en el más allá», y que «ciertos hechos de reencarnación parecen probar
que los sexos alternan para el mismo espíritu según la meta a la cual (sic) se haya
propuesto aquí abajo; es, al menos, lo que parece desprenderse como enseñanza de
las comunicaciones recibidas un poco por todas partes desde hace medio siglo»2.
Entre las respuestas que fueron publicadas, hubo también las de varios ocultistas,
concretamente la de Papus, que, invocando la autoridad de Swedenborg, escribía
esto: «Existen sexos para los seres espirituales, pero estos sexos no tienen ninguna
relación con sus análogos sobre la tierra. Hay en el plano invisible seres
sentimentalmente femeninos y seres mentalmente masculinos. Al venir sobre la
tierra, cada uno de estos seres puede tomar otro sexo material que el sexo astral que
poseía». Por otra parte, un ocultista disidente, M. Ernest Bosc, confesaba
1 Le Livre des Esprits, p. 88.
2 Le Fraterniste, 13 de marzo de 1914.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
136
francamente concebir la vida en el más allá «absolutamente como en este bajo
mundo, pero con la diferencia de que, del otro lado, al no tener que ocuparnos ya
enteramente de nuestros intereses materiales, nos queda mucho más tiempo para
trabajar mental y espiritualmente en nuestra evolución». Este «simplismo» no le
impedía protestar con toda la razón contra una enormidad que seguía al cuestionario
del Fraterniste, y que era ésta: «Se comprenderá toda la importancia de esta cuestión
cuando hayamos dicho que, para muchos espiritistas, los espíritus son asexuados,
mientras que los ocultistas creen en los íncubos y en los súcubos, acordando así un
sexo a nuestros amigos del Espacio». Nadie había dicho nunca que los íncubos y los
súcubos fuesen humanos «desencarnados»; algunos ocultistas parecen considerarles
como «elementales», pero, antes de ellos, todos los que han creído en ellos han sido
unánimes en considerarlos como demonios y nada más; si es eso lo que los
espiritistas llaman «sus amigos del Espacio», ¡la cosa es enteramente edificante!
Hemos debido anticipar un poco sobre la cuestión de la reencarnación;
señalaremos todavía, para terminar este capítulo, otro punto que da lugar a tantas
opiniones divergentes como el precedente: ¿las reencarnaciones se hacen todas sobre
la tierra, o pueden hacerse también en otros planetas? Allan Kardec enseña que «el
alma puede revivir varias veces sobre el mismo globo, si no está bastante avanzada
para pasar a un mundo superior»1; para él, puede haber una pluralidad de existencias
terrestres, pero hay también existencias en otros planetas, y es el grado de evolución
de los «espíritus» el que determina su paso de uno a otro. He aquí las precisiones que
da en lo que concierne a los planetas del sistema solar: «Según los espíritus, de todos
los globos que componen el sistema planetario, la tierra es uno de aquellos cuyos
habitantes están menos avanzados físicamente y moralmente; Marte le sería todavía
inferior y Júpiter muy superior en todos los aspectos. El sol no sería un mundo
habitado por seres corporales, sino un lugar de cita de los espíritus superiores, que
desde allí irradian por el pensamiento hacia los demás mundos, que dirigen por la
intermediación de espíritus menos elevados a los cuales se transmiten por la
mediación del fluido universal. Como constitución física, el sol sería un foco de
electricidad. Todos los soles parecerían estar en una posición idéntica. El volumen y
el alejamiento del sol no tienen ninguna relación necesaria con el grado de avance de
los mundos, puesto que parecería que Venus estaría más avanzado que la Tierra, y
Saturno menos que Júpiter. Varios espíritus que han animado a personas conocidas
1 Le Livre des Esprits, pp. 76-77.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
137
sobre la tierra han dicho que estaban reencarnados en Júpiter, uno de los mundos
más vecinos de la perfección, y uno ha podido extrañarse de ver, en ese globo tan
avanzado, a hombres que la opinión no colocaba aquí abajo en la misma línea. Esto
no tiene nada que deba sorprender, si se considera que algunos espíritus que habitan
ese planeta han podido ser enviados sobre la tierra para desempeñar en ella una
misión que, a nuestros ojos, no les colocaba en el primer rango; en segundo lugar,
que entre su existencia terrestre y su existencia en Júpiter, han podido tener
existencias intermediarias en las cuales se han mejorado; en tercer lugar, finalmente,
que en ese mundo como en el nuestro, hay diferentes grados de desarrollo, y que
entre esos grados puede haber la distancia que separa entre nosotros al salvaje del
hombre civilizado. Así pues, de que se habite en Júpiter, no se sigue que se esté al
nivel de los seres más avanzados, como tampoco que se esté al nivel de un sabido del
instituto porque uno habite en París»1. Ya hemos visto la historia de los «espíritus»
que habitan Júpiter a propósito de los dibujos mediúmnicos de Victorien Sardou; uno
podría preguntarse cómo es posible que esos espíritus, aunque viven al presente
sobre otro planeta, pueden no obstante enviar «mensajes» a los habitantes de la
tierra; ¿creerían pues los espiritistas haber resuelto a su manera el problema de las
comunicaciones interplanetarias? Su opinión parece ser que estas comunicaciones
son efectivamente posibles por sus procedimientos, pero solo en el caso de que se
trate de «espíritus superiores», que, «aunque habitan en ciertos mundos, no están
confinados a ellos como los hombres sobre la tierra, y pueden estar por todas partes
mejor que los demás»2. Algunos «clarividentes» ocultistas y teosofistas, como M.
Leadbeater, pretenden poseer el poder de transportarse a otros planetas para hacer
allí «investigaciones»; sin duda deben ser colocados entre «esos espíritus
superiores» de los que hablan los espiritistas; pero éstos, inclusive si pudieran
también transportarse allí en persona, no tienen ninguna necesidad de darse este
trabajo, puesto que los «espíritus», encarnados o no, vienen por sí mismos a
satisfacer su curiosidad y a contarles lo que pasa en esos mundos. A decir verdad, lo
que cuentan esos «espíritus» no es muy interesante; en el libro de Dunglas Home que
ya hemos citado a propósito de Allan Kardec, hay un capítulo titulado Absurdités,
del que destacamos este pasaje: «Los pocos datos científicos que sometemos a la
apreciación del lector nos han sido provistos bajo forma de folleto. Es un compendio
1 Le Livre des Esprits, pp. 81-82.
2 Ibid., p. 81.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
138
precioso que haría las delicias del mundo sabio. Ahí se ve, por ejemplo, que el cristal
juega un gran papel en el planeta Júpiter; es una materia indispensable, el
complemento necesario a toda existencia acomodada en esos parajes. Los muertos
son puestos en cajas de cristal, y éstas son colocadas a título de ornamento en las
habitaciones. Las casas también son de cristal, de suerte que no es bueno lanzar
piedras en ese planeta. Hay hileras de esos palacios de cristal que se llaman Séména.
Allí se practica una especie de ceremonia mística, y en esa ocasión, es decir, una vez
cada siete años, se pasea el santo sacramento por las ciudades de cristal sobre un
carro de cristal. Los habitantes son de talla gigantina, como dice Scarron; tienen de
siete a ocho pies de altura. Tienen como animales domésticos una raza especial de
grandes loros. Se encuentra invariablemente uno, cuando se entra en una casa, tras
de la puerta, afanado en tricotar gorros de noche… Si hemos de creer a otro médium,
no menos bien reseñado, es el arroz el que se acomoda mejor al suelo del planeta
Mercurio, si no me equivoco. Pero allí, no brota como en la tierra bajo la forma de
planta; gracias a influencias climatéricas y a una manipulación entendida, se lanza a
los aires a una altura que rebasa la cima de los robles más grandes. El ciudadano
mercurial que desee gozar en la perfección del otium cum dignitate debe, cuando es
joven, poner todo su saber en un arrozal. Escoge, entre los más altivos de su
dominio, un tallo para escalar por él hasta la cima; después, a ejemplo del ratón en
un queso, se introduce en el interior de la enorme vaina para devorar su fruto
delicioso. Cuando lo ha comido todo, recomienza la misma tarea sobre otro tallo»1.
Es lamentable que Home no haya dado referencias precisas, pero no tenemos
ninguna razón para dudar de la autenticidad de lo que cuenta, y que ciertamente ha
rebasado con mucho las extravagancias de Henry Lacroix; estas necedades, que
constituyen el tono ordinario de las «comunicaciones» espiritistas, denotan sobre
todo una gran pobreza de imaginación. Esto está bien lejos de equivaler a las
fantasías de los escritores que han supuesto viajes a otros planetas, y que, al menos,
no pretendían que sus invenciones fuesen la expresión de la realidad; por lo demás,
hay casos en que tales obras han ejercido una influencia cierta: hemos oído a una
«vidente» espiritista dar una descripción de los habitantes de Neptuno que estaba
manifiestamente inspirada de las novelas de Wells. Hay que precisar que, inclusive
en los escritores mejor dotados bajo el aspecto de la imaginación, las fantasías de
este género han permanecido siempre bien terrestres en el fondo: han constituido los
1 Les Lumières et les Ombres du Spiritualisme, pp. 179-181.
LAS REPRESENTACIONES DE LA SOBREVIDA
139
habitantes de otros planetas con elementos tomados a los de la tierra y más o menos
modificados, ya sea en cuanto a sus proporciones, o ya sea en cuanto a su
disposición; no podía ser de otro modo, y esto es uno de los mejores ejemplos que se
puedan dar para mostrar que la imaginación no es nada más que una facultad de
orden sensible. Esta observación debe hacer comprender por qué aproximamos aquí
estas concepciones a las que conciernen a la «sobrevida» propiamente dicha: es que,
en los dos casos, la fuente real es exactamente la misma; y el resultado es lo que
puede ser cuando se trata solo de la imaginación «subconsciente» de gentes muy
ordinarias y más bien por debajo de la media. Como lo hemos dicho, este tema se
relaciona directamente a la cuestión misma de la comunicación con los muertos: son
estas representaciones enteramente terrestres las que permiten creer en la posibilidad
de una tal comunicación; y, de esta manera, somos conducidos finalmente al examen
de la hipótesis fundamental del espiritismo, examen que será enormemente facilitado
y simplificado por todo lo que precede.
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CAPÍTULO V
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
Al discutir la comunicación con los muertos, o la reencarnación, o cualquier otro
punto de la doctrina espiritista, hay un género de argumentos que no tendremos en
cuenta: son los argumentos de orden sentimental, que consideramos como
absolutamente nulos, tanto en un sentido como en el otro. Se sabe que los espiritistas
han recurrido de buena gana a estas razones que no son tales, que hacen el mayor
caso de ellas, y que están sinceramente persuadidos de que pueden justificar
realmente sus creencias; eso es enteramente conforme a su mentalidad. Los
espiritistas, ciertamente, están lejos de tener el monopolio del sentimentalismo, que
predomina bastante generalmente en los occidentales modernos; pero su
sentimentalismo reviste formas particularmente irritantes para cualquiera que esté
exento de sus prejuicios: no conocemos nada más neciamente pueril que esas
invocaciones dirigidas a los «espíritus queridos», esos cantos por los que se abren la
mayoría de las sesiones, ese absurdo entusiasmo en presencia de las
«comunicaciones» más banales y de las manifestaciones más ridículas. En estas
condiciones, no tiene nada de sorprendente que los espiritistas insistan a todo
propósito sobre lo que hay de «consolador» en sus teorías; que las encuentran tales,
es su asunto, y no tenemos nada que ver en ello; constatamos solamente, que hay
otros, al menos tan numerosos, que no participan en esa apreciación y que piensan
incluso exactamente lo contrario, lo que, por lo demás, no prueba nada tampoco. En
general, cuando dos adversarios se sirven de los mismos argumentos, es muy
probable que esos argumentos no valgan nada; y, en el caso presente, siempre nos ha
sorprendido ver que algunos no encuentran nada mejor que decir contra el
espiritismo que esto, a saber, que es poco «consolador» representarse a los muertos
viniendo a despachar inepcias, a remover mesas, a librarse a mil chistes más o menos
grotescos; ciertamente seríamos más bien de esta opinión que de la de los
espiritistas, que, ellos sí, encuentran eso muy «consolador», pero no pensamos que
estas consideraciones tengan que intervenir cuando se trata de pronunciarse sobre la
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
141
verdad o la falsedad de una teoría. Primero, nada es más relativo: cada quien
encuentra «consolador» lo que le place, lo que concuerda con sus propias
disposiciones sentimentales, y no hay más que discutir sobre eso, como tampoco
sobre todo lo que no es más que asunto de gusto; lo que es absurdo, es querer
persuadir a los demás de que tal apreciación vale más que la apreciación contraria.
Después, no todos tienen una igual necesidad de «consolaciones», y, por
consiguiente, no están dispuestos a acordar la misma importancia a esas
consideraciones; a nuestros ojos, no tienen más que una importancia muy mediocre,
porque lo que nos importa, es la verdad: los sentimentales no consideran las cosas
así, pero, todavía una vez más, su manera de ver no vale más que para ellos, mientras
que la verdad debe imponerse igualmente a todos, por poco capaces que sean de
comprenderla. Finalmente, la verdad no tiene por qué ser «consoladora»; si hay
quienes, al conocerla, le encuentran este carácter, tanto mejor para ellos, pero eso no
viene más que de la manera especial en que su sentimentalidad se encuentra afectada
por ella; al lado de éstos, puede haber otros sobre quienes el efecto producido será
enteramente diferente e incluso opuesto, y es cierto incluso que los habrá siempre, ya
que nada es más variable y más diverso que el sentimiento; pero, en todos los casos,
la verdad no intervendrá en eso para nada.
Dicho esto, recordaremos que, cuando se trata de comunicación con los muertos,
esta expresión implica que aquello con lo que se comunica es el ser real del muerto;
es así como lo entienden los espiritistas, y es esto lo que vamos a considerar
exclusivamente. No podría tratarse de la intervención de elementos cualesquiera
provenientes de los muertos, elementos más o menos secundarios y disociados;
hemos dicho que esta intervención es perfectamente posible, pero los espiritistas, por
el contrario, no quieren oír hablar de ello; así pues, ya no tenemos que ocuparnos
más de ese asunto aquí, y tendremos que hacer una observación semejante en lo que
concierne a la reencarnación. Después, recordaremos igualmente que, para los
espiritistas, se trata esencialmente de comunicar con los muertos por medios
materiales; al menos, es en estos términos como hemos definido su pretensión en el
comienzo, porque era así como querían hacérnoslo comprender; pero en eso hay un
equívoco posible, porque puede haber concepciones de la materia que sean
extremadamente diferentes, y que lo que no es material para los unos puede serlo no
obstante para los otros sin contar a aquellos a quienes la idea misma de materia les es
extraña o les parece vacía de sentido; así pues, para mayor claridad y precisión,
diremos que los espiritistas consideran una comunicación establecida por medios de
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
142
orden sensible. Es eso, en efecto, lo que constituye la hipótesis fundamental del
espiritismo; y esto es precisamente aquello cuya imposibilidad absoluta afirmamos, y
vamos a dar ahora las razones de ello. Hemos de atenernos a que se comprenda bien
nuestra posición a este respecto: un filósofo, aunque se niegue a admitir la verdad o
incluso la probabilidad de la teoría espiritista, puede considerarla no obstante como
representando una hipótesis como cualquier otra, e, incluso si la encuentra muy poco
plausible, puede ocurrir que la comunicación con los muertos o la reencarnación se
le aparezcan como «problemas», que quizás no tiene ningún medio de resolverlos;
para nos, al contrario, no hay en eso ningún «problema», porque no son más que
imposibilidades puras y simples. No pretendemos que la demostración de ello sea
fácilmente comprehensible para todos, porque hace llamada a datos de orden
metafísico, por lo demás relativamente elementales; tampoco pretendemos exponerla
aquí de una manera absolutamente completa, porque todo lo que presupone no
podría ser desarrollado en el cuadro de este estudio, y hay puntos que retomaremos
en otra parte. No obstante, esta demostración, cuando se comprende plenamente,
entraña la certeza absoluta, como todo lo que tiene un carácter verdaderamente
metafísico; así pues, si algunos no la encuentran plenamente satisfactoria, la falta no
se deberá más que a la expresión imperfecta que le daremos, o a la comprehensión
igualmente imperfecta que ellos mismos tendrán de ella.
Para que dos seres puedan comunicarse entre ellos por medios sensibles, es
menester primero que los dos posean sentidos, y, además, es menester que sus
sentidos sean los mismos, al menos parcialmente; si uno de ellos no puede tener
sensaciones, o si no tienen sensaciones comunes, ninguna comunicación de este
orden es posible. Esto puede parecer muy evidente, pero son las verdades de este
género las que se olvidan más fácilmente, o a las que menos atención se presta; y sin
embargo tienen frecuentemente un alcance que no se sospecha. De las dos
condiciones que acabamos de enunciar, es la primera la que establece de una manera
absoluta la imposibilidad de la comunicación con los muertos por medio de las
prácticas espiritistas; en cuanto a la segunda, compromete al menos muy gravemente
la posibilidad de las comunicaciones interplanetarias. Este último punto se relaciona
inmediatamente con lo que hemos dicho al final del capítulo precedente; vamos a
examinarle en primer lugar, ya que las consideraciones que va a permitirnos
introducir facilitarán la comprehensión de la otra cuestión, la que nos interesa
principalmente aquí.
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
143
Si se admite la teoría que explica todas las sensaciones por movimientos
vibratorios más o menos rápidos, y si se considera la tabla donde se indican los
números de vibraciones por segundo que corresponden a cada tipo de sensaciones,
uno se sorprende por el hecho de que los intervalos que representan lo que nuestros
sentidos nos transmiten son muy pequeños en relación al conjunto: están separados
por otros intervalos donde no hay nada perceptible para nosotros, y, además, no es
posible asignar un límite determinado a la frecuencia creciente o decreciente de las
vibraciones1, de suerte que se debe considerar la tabla como pudiendo prolongarse
de una parte y de otra por posibilidades indefinidas de sensaciones, a las que no
corresponde para nosotros ninguna sensación efectiva. Pero decir que hay
posibilidades de sensaciones, es decir que esas sensaciones pueden existir en otros
seres diferentes de nosotros, y que, por el contrario, esos seres pueden no tener
ninguna de las que tenemos nosotros; cuando decimos «nosotros», aquí, no
queremos decir solo los hombres, sino todos los seres terrestres en general, ya que no
parece que los sentidos varíen en ellos en grandes proporciones, e, incluso si su
extensión es susceptible de más o de menos, permanecen siempre fundamentalmente
los mismos. Así pues, la naturaleza de estos sentidos parece estar determinada por el
medio terrestre; no es una propiedad inherente a tal o cual especie, sino que depende
de que los seres considerados vivan sobre la tierra y no en otra parte; sobre cualquier
otro planeta, analógicamente, los sentidos deben estar determinados de igual modo,
pero entonces pueden no coincidir en nada con los que poseen los seres terrestres, e
incluso es extremadamente probable que, de una manera general, ello deba ser así.
En efecto, toda posibilidad de sensación debe poder realizarse en alguna parte en el
mundo corporal, ya que todo lo que es sensación es esencialmente una facultad
corporal; puesto que estas posibilidades son indefinidas, hay muy pocas
probabilidades de que se realicen dos veces, es decir, de que seres que habitan dos
planetas diferentes posean sentidos que coincidan en su totalidad o incluso en parte.
No obstante, si se supone que esta coincidencia pueda realizarse a pesar de todo, hay
todavía, una vez más, muy pocas probabilidades de que se realice precisamente en
condiciones de proximidad temporal y espacial tales que pueda establecerse una
comunicación; queremos decir que estas probabilidades, que son ya infinitesimales
1 Es evidente que la frecuencia de una vibración por segundo no representa de ningún modo un
límite mínimo, puesto que el segundo es una unidad completamente relativa, como lo es por lo demás
toda unidad de medida; la unidad aritmética pura es la única absolutamente indivisible.
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
144
para todo el conjunto del mundo corporal, se encuentran reducidas indefinidamente
si se consideran solo los astros que existen simultáneamente en un momento
cualquiera, e indefinidamente más todavía si, entre esos astros, no se consideran más
que los que son muy vecinos unos de otros, como lo son los diferentes planetas que
pertenecen a un mismo sistema; ello debe ser así, puesto que el tiempo y el espacio
representan en sí mismos posibilidades indefinidas. No decimos que una
comunicación interplanetaria sea una imposibilidad absoluta; decimos solamente que
estas probabilidades de posibilidad no pueden expresarse más que por una cantidad
infinitesimal en varios grados, y que, si se plantea la cuestión para un caso
determinado, como el de la tierra y un planeta del sistema solar, apenas se corre
riesgo de equivocarse si se consideran como prácticamente nulas; se trata, en suma,
de una simple aplicación de la teoría de las probabilidades. Lo que importa precisar,
es que lo que constituye un obstáculo para una comunicación interplanetaria, no son
dificultades del género de las que pueden encontrar por ejemplo, para comunicarse
entre ellos, dos hombres de los que cada uno ignora totalmente el lenguaje del otro;
estas dificultades no serían insuperables, porque estos dos seres podrían encontrar
siempre, en las facultades que les son comunes, un medio de remediarlas en una
cierta medida; pero, allí donde las facultades comunes no existen, al menos en el
orden donde debe operarse la comunicación, es decir, en el orden sensible, el
obstáculo no puede ser suprimido por ningún medio, porque reside en la diferencia
de naturaleza de los seres considerados. Si los seres son tales que nada de lo que
provoca sensaciones en nosotros las provoca en ellos, esos seres son para nosotros
como si no existieran, y recíprocamente; aunque estuvieran a nuestro lado, por ello
no estaríamos más avanzados, y quizás ni siquiera nos apercibiríamos de su
presencia, o, en todo caso, no reconoceríamos probablemente que son seres vivos.
Esto, lo decimos de pasada, permitiría suponer incluso que no hay nada de imposible
en que existan en el medio terrestre seres enteramente diferentes de todos los que
conocemos, y con los cuales no tendríamos ningún medio de entrar en relación; pero
no insistiremos sobre esto, tanto más cuanto que, si hubiera tales seres, no tendrían
evidentemente nada de común con nuestra humanidad. Sea como sea, lo que
acabamos de decir muestra cuanta ingenuidad hay en las ilusiones que se hacen
algunos sabios al respecto de las comunicaciones interplanetarias; y estas ilusiones
proceden del error que hemos señalado precedentemente, y que consiste en
transportar por todas partes representaciones puramente terrestres. Si se dice que
esas representaciones son las únicas posibles para nosotros, convenimos en ello, pero
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
145
vale más no tener ninguna representación que tenerlas falsas; es perfectamente cierto
que de lo que se trata no es imaginable, pero es menester no concluir de ello que eso
no es concebible, ya que, al contrario, lo es muy fácilmente. Uno de los grandes
errores de los filósofos modernos consiste en confundir lo concebible y lo
imaginable; este error es particularmente visible en Kant, pero no le es especial, y es
incluso un rasgo general de la mentalidad occidental, al menos desde que ésta se ha
vuelto casi exclusivamente del lado de las cosas sensibles; para cualquiera que
comete una semejante confusión, evidentemente no hay metafísica posible.
El mundo corporal, puesto que conlleva posibilidades indefinidas, debe contener
seres cuya diversidad es igualmente indefinida; no obstante, este mundo todo entero
no representa más que un solo estado de existencia, definido por un cierto conjunto
de condiciones determinadas, que son comunes a todo lo que se encuentra
comprendido en él, aunque puedan expresarse de maneras extremadamente variadas.
Si se pasa de un estado de existencia a otro, las diferencias serán incomparablemente
más grandes, dado que ya no habrá condiciones comunes, puesto que éstas son
reemplazadas por otras que, de una manera análoga, definen a ese otro estado; así
pues, esta vez, no habrá ningún punto de comparación con el orden corporal y
sensible considerado en su integralidad, y no solo en tal o en cual de sus
modalidades especiales, como la que constituye, por ejemplo, la existencia terrestre.
Condiciones como el espacio y el tiempo no son de ningún modo aplicables a otro
estado, porque son precisamente de las que definen el estado corporal; incluso si en
otra parte hay algo que se les corresponde analógicamente, ese «algo», en todo caso,
no puede dar lugar para nosotros a ninguna representación; la imaginación, facultad
de orden sensible, no podría alcanzar realidades de otro orden, como tampoco lo
puede la sensación misma, que le proporciona todos los elementos de sus
construcciones. Por consiguiente, no es en el orden sensible donde se podrá
encontrar nunca un medio de entrar en relación con lo que es de otro orden; hay en
eso una heterogeneidad radical, lo que no quiere decir una irreductibilidad principial;
si puede haber comunicación entre dos estados diferentes no puede ser más que por
la intermediación de un principio común y superior a esos dos estados, y no
directamente del uno al otro; pero es bien evidente que la posibilidad que
consideramos aquí no concierne en ningún grado al espiritismo. Para no considerar
más que los dos estados en sí mismos, diremos esto: la posibilidad de comunicación
nos parecía hace un momento como extremadamente improbable, aunque, no
obstante, no se trataba todavía más que de seres pertenecientes a modalidades
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
146
diversas de un mismo estado; ahora que se trata de seres que pertenecen a estados
diferentes, la comunicación entre ellos es una imposibilidad absoluta. Precisamos
que se trata solo, por el momento al menos, de una comunicación que se supondría
establecida por los medios que cada uno de estos seres puede encontrar en las
condiciones de su propio estado, es decir, por las facultades que resultan en él de
esas condiciones mismas, lo que es el caso de las facultades sensibles del orden
corporal; y, en efecto, es a las facultades sensibles a las que los espiritistas han
recurrido. Es una imposibilidad absoluta, porque las facultades de que se trata son
rigurosamente propias a uno solo de los estados considerados, como lo son las
condiciones de las que derivan; si estas condiciones fueran comunes a los dos
estados, éstos se confundirían y no serían más que uno solo, puesto que es por esas
condiciones como se define un estado de existencia1. La absurdidad del espiritismo
está demostrada así plenamente, y podríamos quedarnos ahí; no obstante, como el
rigor mismo de esta demostración puede hacerla difícilmente comprehensible para
aquellos que no están habituados a considerar las cosas de esta manera, agregaremos
algunas observaciones complementarias que, al presentar la cuestión bajo un aspecto
un poco diferente y más particularizado, harán esta absurdidad más visible todavía.
Para que un ser pueda manifestarse en el mundo corporal, es menester que posea
facultades apropiadas, es decir, facultades de sensación y de acción, y que posea
también los órganos que correspondan a estas facultades; sin tales órganos, en
efecto, estas facultades podrían existir, pero solo en el estado latente y virtual; serían
puras potencialidades que no se actualizarían, y no servirían de nada para aquello de
que se trata. Así pues, incluso si se supone que el ser que ha dejado el estado
corporal para pasar a otro estado conserva en él, de una cierta manera, las facultades
del estado corporal, eso no puede ser más que a título de potencialidades, y así no
pueden serle en adelante de ninguna utilidad para comunicar con los seres
corporales. Por lo demás, un ser puede llevar en él potencialidades correspondientes
a todos los estados de los que es susceptible, e inclusive debe llevarlas en cierto
modo, sin lo cual esos estados no serían posibilidades para él; pero aquí hablamos
del ser en su realidad total, y no de esa parte del ser que no encierra más que las
posibilidades de un solo estado, como la individualidad humana por ejemplo. Así
1 Habría que hacer una reserva, en el sentido de que, como lo diremos más adelante, es una
condición común a todo estado individual, a exclusión de los estados no individuales; pero esto no
afecta en nada a nuestra demostración, que hemos tenido que presentar bajo una forma tan simple
como es posible, sin que eso sea no obstante en detrimento de la verdad.
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
147
pues, esto está mucho más allá de todo lo que tenemos que considerar al presente, y,
si hemos hecho alusión a ello, es únicamente para no descuidar nada de lo que podría
parecer susceptible de dar lugar a alguna objeción; por otra parte, para evitar todo
equívoco, debemos agregar que lo que representa la individualidad humana no es
precisamente el estado corporal solo, sino que conlleva además diversos
prolongamientos que, con este estado corporal propiamente dicho, constituyen
todavía un solo y mismo estado o grado de la existencia universal. Aquí, no vamos a
preocuparnos apenas de esta última complicación, puesto que, si es cierto que el
estado corporal no es un estado absolutamente completo, no obstante es el único en
causa en toda manifestación sensible; en el fondo, lo sensible y lo corporal se
identifican completamente. Para volver a nuestro punto de partida, podemos decir
pues que una comunicación por medios sensibles no es posible más que entre seres
que poseen un cuerpo; esto quiere decir en suma que un ser, para manifestarse
corporalmente, debe ser corporal él mismo, y, bajo esta última forma, la cosa es
evidentísima. Los espiritistas mismos no pueden ir abiertamente contra esta
evidencia; es por lo que, sin darse demasiada cuenta de las razones que les obligan a
ello, suponen que sus «espíritus» conservan todas las facultades de sensación de los
seres terrestres, y les atribuyen además un organismo, una suerte de cuerpo que no es
un cuerpo, puesto que tendría propiedades incompatibles con la noción misma de
cuerpo, y puesto que no tendría todas las propiedades que son esencialmente
inherentes a esta noción: guardaría algunas de ellas, como estar sometido al espacio
y al tiempo, pero esto está lejos de ser suficiente. En eso no podría haber un término
medio: o un ser tiene un cuerpo, o no lo tiene; si está muerto en el sentido ordinario
de la palabra, lo que los espiritistas llaman «desencarnado», eso quiere decir que ha
dejado su cuerpo; desde entonces, ya no pertenece al mundo corporal, de donde se
sigue que toda manifestación sensible le ha devenido imposible; estaríamos casi
tentados de excusarnos por tener que insistir sobre cosas tan simples en el fondo,
pero sabemos que esto es necesario. Haremos observar también que esta
argumentación no prejuzga nada del estado póstumo del ser humano: de cualquier
manera que se conciba ese estado, uno puede estar de acuerdo en reconocer que no
es corporal, a menos que se acepten esas groseras representaciones de la «sobrevida»
que hemos descrito en el capítulo precedente, con todos los elementos
contradictorios que conllevan; esta última opinión no es de las que se puede discutir
seriamente, y toda otra opinión, cualesquiera sea, debe entrañar necesariamente la
negación formal de las hipótesis espiritistas. Esta precisión es muy importante,
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
148
porque, efectivamente, hay que considerar dos casos: o bien el ser, después de la
muerte, y por el hecho mismo de este cambio, ha pasado a un estado enteramente
diferente y definido por condiciones completamente distintas de las de su estado
precedente, y entonces la refutación que hemos expuesto en primer lugar se aplica
inmediatamente y sin ninguna restricción; o bien permanece todavía en alguna
modalidad del mismo estado, pero distinta de la modalidad corporal, y caracterizada
por la desaparición de al menos una de las condiciones cuya reunión es necesaria
para constituir la corporeidad: la condición que ha desaparecido forzosamente (lo
que no quiere decir que las otras no puedan haber desaparecido también), es la
presencia de la materia, o, de una manera más precisa y más exacta, de la «materia
cuantificada»1. Podemos admitir que estos dos casos corresponden uno y otro a
posibilidades: en el primero, la individualidad humana ha dejado lugar a otro estado,
individual o no, que ya no puede llamarse humano; en el segundo, al contrario, se
puede decir que la individualidad humana subsiste por alguno de esos
prolongamientos a los que hemos hecho alusión, pero esta individualidad es desde
entonces incorporal, y por consiguiente incapaz de manifestación sensible, lo que
basta para que no pueda estar en absoluto para nada en los fenómenos del
espiritismo. Apenas hay necesidad de indicar que es al segundo caso al que
responde, entre otras, la concepción de la inmortalidad entendida en el sentido
religioso y occidental; en efecto, es de la individualidad humana que se trata
entonces, y por lo demás el hecho de que se transporte a ella la idea de vida, por
modificada que se la suponga, implica que ese estado conserva algunas de las
condiciones del estado precedente, ya que la vida misma, en toda la extensión de la
que es susceptible, no es más que una de estas condiciones y nada más. Todavía
habría que considerar un tercer caso: es el de la inmortalidad entendida en el sentido
metafísico y oriental, es decir, el caso donde el ser ha pasado, de una manera
inmediata o diferida (ya que importa poco, en cuanto a la meta final, que haya
habido o no estados intermediarios), al estado incondicionado, superior a todos los
estados particulares que hemos tratado hasta aquí, y en el que todos estos estados
tienen su principio; pero esta posibilidad es de un orden demasiado transcendente
para que nos detengamos en ella actualmente, y no hay que decir que el espiritismo,
con su punto de partida «fenoménico», no tiene nada que ver con las cosas de este
1 Materia quantitate signata, según la expresión escolástica.
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
149
orden; nos bastará decir que un tal estado está más allá, no ya solo de la
manifestación sensible, sino de toda manifestación bajo cualquier modo que sea.
En todo lo que precede, no hemos considerado naturalmente más que la
comunicación con los muertos tal como la admiten los espiritistas; no obstante,
todavía se podría preguntar, después de haber establecido su imposibilidad, si no
hay, por el contrario, posibilidad de comunicación de algún otro género, que se
traduzca por una suerte de inspiración o de intuición especial, en ausencia de todo
fenómeno sensible; sin duda, esto apenas puede interesar a los espiritistas, pero
podría interesar a otros. Es difícil tratar completamente esta cuestión, porque, aunque
es una posibilidad, faltan casi enteramente los medios de expresión para dar cuenta
de ella; por lo demás, para que sea verdaderamente una posibilidad, eso supone que
se han realizado condiciones tan excepcionales que es casi inútil hablar de ello. No
obstante, de una manera general, diremos que para poder ponerse en relación con un
ser que está en otro estado, es menester haber desarrollado en sí mismo las
posibilidades de ese estado, de suerte que, inclusive si el que llega a ese estado es un
hombre vivo actualmente sobre la tierra, no es en tanto que individualidad humana
terrestre como puede llegar ahí, sino solo en tanto que es también otra cosa al mismo
tiempo. El caso más simple, relativamente, es aquel donde el ser con el que se trata
de comunicar ha permanecido en uno de los prolongamientos del estado individual
humano; basta entonces que el vivo haya extendido su propia individualidad, en una
dirección correspondiente, más allá de la modalidad corporal a la que está
comúnmente limitado en acto, aunque no en potencia (ya que las posibilidades de la
individualidad integral son evidentemente las mismas en todos, pero pueden
permanecer puramente virtuales durante toda la existencia terrestre); este caso puede
encontrarse realizado en algunos «estados místicos», y eso puede producirse
entonces incluso sin que la voluntad del que lo realiza haya intervenido en ello
activamente. Si consideramos después el caso donde se trata de comunicar con un
ser que ha pasado a un estado enteramente diferente del estado humano, podemos
decir que es prácticamente una imposibilidad, ya que la cosa no sería posible más
que si el vivo hubiera alcanzado un estado superior, bastante elevado como para
representar un principio común a los otros dos y permitir así unirlos, al implicar
«eminentemente» todas sus posibilidades particulares; pero entonces la cuestión ya
no tiene ningún interés, dado que, al haber llegado a un tal estado, no tendrá ninguna
necesidad de redescender a un estado inferior que no le concierne directamente; en
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
150
fin, de todos modos, en eso se trata de otra cosa que de la individualidad humana1.
En cuanto a la comunicación con un ser que hubiera alcanzado la inmortalidad
absoluta, supondría que el vivo posee el mismo estado correspondiente, es decir, que
ya ha realizado actual y plenamente su propia personalidad transcendente; por lo
demás, no se puede hablar de ese estado como análogo a un estado particular y
condicionado: en ese estado ya no podría tratarse de nada que se parezca a
individualidades, y la palabra comunicación misma pierde su significación,
precisamente porque toda comparación con el estado humano cesa aquí de ser
aplicable. Estas explicaciones pueden parecer algo obscuras todavía, pero, para
aclararlas más, serían menester muchos desarrollos completamente extraños a
nuestro tema2; en su ocasión, estos desarrollos podrán encontrar lugar en otros
estudios. Por lo demás, la cuestión está lejos de tener la importancia que algunos
podrían estar tentados de atribuirle, porque la verdadera inspiración es
completamente diferente de eso en realidad: no tiene su fuente en una comunicación
con otros seres, cualesquiera que sean, sino más bien en una comunicación con los
estados superiores de su propio ser, lo que es totalmente diferente. Así pues, para
este género de cosas de las que acabamos de hablar, podríamos repetir lo que hemos
dicho a propósito de la magia, aunque sean ciertamente de un orden más elevado:
aquellos que saben verdaderamente de qué se trata y que tienen de ello un
conocimiento profundo se desinteresan enteramente de su aplicación; en cuanto a los
«empíricos» (cuya acción se encuentra restringida aquí, por la fuerza de las cosas,
1 Hemos supuesto aquí que el ser no humano está en un estado todavía individual; si estuviera en
un estado supraindividual, aunque todavía condicionado, bastaría que el vivo alcanzara el mismo
estado, pero entonces las condiciones serían tales que apenas se podría hablar ya de comunicación, en
un sentido análogo a la acepción humana, como tampoco se puede cuando se trata del estado
incondicionado.
2 Sería menester también, después de haber supuesto que la iniciativa viene del vivo, retomar la
cuestión en sentido inverso, lo que conllevaría todavía otras complicaciones.
LA COMUNICACIÓN CON LOS MUERTOS
151
únicamente al caso en que no interviene más que una extensión de la individualidad
humana), evidentemente nadie les puede impedir aplicar a ciegas los pocos
conocimientos fragmentarios e incoordinados de que hayan podido apoderarse
sorpresivamente, pero siempre es bueno advertirles que no podrían hacerlo más que
por su cuenta y riesgo.
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CAPÍTULO VI
LA REENCARNACIÓN
No podemos pensar en emprender aquí un estudio absolutamente completo de la
cuestión de la reencarnación, ya que sería menester un volumen entero para
examinarla bajo todos sus aspectos; quizás volveremos sobre ella algún día; la cosa
vale la pena, no en sí misma, ya que no es más que una absurdidad pura y simple,
sino en razón de la extraña difusión de esta idea de reencarnación, que, en nuestra
época, es una de las que más contribuyen al trastorno mental de un gran número.
Puesto que, no obstante, no podemos dispensarnos al presente de tratar este tema,
diremos al menos todo lo que hay que decir de más esencial a su respecto; y nuestra
argumentación no solo valdrá contra el espiritismo kardecista, sino también contra
todas las demás escuelas «neoespiritualistas» que, en su continuación, han adoptado
esta idea, salvo en los detalles más o menos importantes en que la han modificado.
Por el contrario, esta refutación no se dirige, como la precedente, al espiritismo
considerado en toda su generalidad, ya que la reencarnación no es un elemento
absolutamente esencial, y se puede ser espiritista sin admitirla, mientras que uno no
puede serlo sin admitir la manifestación de los muertos por fenómenos sensibles. De
hecho, se sabe que los espiritistas americanos e ingleses, es decir, los representantes
de la forma más antigua del espiritismo, fueron unánimes al comienzo en oponerse a
la teoría reencarnacionista, que Dunglas Home, en particular, criticó violentamente1;
para que algunos de entre ellos se decidieran más tarde a aceptarla, ha sido menester
que, en el intervalo, esta teoría haya penetrado en los medios anglosajones por vías
extrañas al espiritismo. En Francia mismo, algunos de los primeros espiritistas, como
Piérart y Anatole Barthe, se separaron de Allan Kardec sobre este punto; pero, hoy
día, se puede decir que el espiritismo francés todo entero ha hecho de la
reencarnación un verdadero «dogma»; Allan Kardec mismo, por lo demás, no había
1 Les Lumières et les Ombres du Spiritualisme, pp. 118-141.
LA REENCARNACIÓN
153
vacilado en llamarla con este nombre1. Es al espiritismo francés, lo recordamos
todavía, al que la teoría en cuestión fue tomada por el teosofismo en primer lugar,
después por el ocultismo papusiano y diversas otras escuelas, que han hecho de ella
igualmente uno de sus artículos de fe; por mucho que estas escuelas reprochen a los
espiritistas concebir la reencarnación de una manera poco «filosófica», las
modificaciones y las complicaciones diversas que ellas le han aportado no podrían
enmascarar esta apropiación inicial.
Ya hemos notado algunas de las divergencias que existen, a propósito de la
reencarnación, ya sea entre los espiritistas, ya sea entre ellos y las demás escuelas;
sobre esto como sobre todo lo demás, las enseñanzas de los «espíritus» son bastante
flotantes y contradictorias, y las pretendidas constataciones de los «clarividentes» no
lo son menos. Así, ya lo hemos visto, para unos, un ser humano se reencarna
constantemente en el mimo sexo; para otros, se reencarna indiferentemente en un
sexo o en el otro, sin que se pueda fijar ninguna ley a este respecto; para otros
todavía, hay una alternancia más o menos regular entre las encarnaciones masculinas
y femeninas. De igual modo, unos dicen que el hombre se reencarna siempre sobre la
tierra; otros pretenden que puede reencarnarse también, ya sea en otro planeta del
sistema solar, o ya sea incluso sobre un astro cualquiera; algunos admiten que hay
generalmente varias encarnaciones terrestres consecutivas antes de pasar a otra
morada, y ésta es la opinión de Allan Kardec mismo; para los teosofistas, no hay más
que encarnaciones terrestres durante toda la duración de un ciclo extremadamente
largo, después de lo cual una raza humana toda entera comienza una nueva serie de
encarnaciones en otra esfera, y así sucesivamente. Otro punto que no es menos
discutido, es la duración del intervalo que debe transcurrir entre dos encarnaciones
consecutivas: unos piensan que uno se puede reencarnar inmediatamente, o al menos
al cabo de un tiempo muy corto, mientras que para otros, las vidas terrestres deben
estar separadas por largos intervalos; hemos visto en otra parte que los teosofistas,
después de haber supuesto primero que estos intervalos eran de mil doscientos o de
mil quinientos años como mínimo, han llegado a reducirlos considerablemente, y a
hacer a este respecto distinciones según los «grados de evolución» de los
individuos2. En los ocultistas franceses, se ha producido igualmente una variación
que es bastante curiosa de señalar: en sus primeras obras Papus, aunque atacaba a los
1 Le Livre des Esprits, pp. 75 y 96.
2 El Teosofismo, pp. 88-90, ed. francesa.
LA REENCARNACIÓN
154
teosofistas con los que acababa de romper, repite según ellos que, «según la ciencia
esotérica, un alma no puede reencarnarse más que al cabo de mil quinientos años o
más, salvo en algunas excepciones muy claras (muerte en la infancia, muerte
violenta, adeptado)»1, y afirma incluso, a fe de Mme Blavatsky y de Sinnet, que
«estas cifras están sacadas de cálculos astronómicos por el esoterismo hindú»2,
mientras que ninguna doctrina tradicional auténtica ha hablado nunca de la
reencarnación, y mientras ésta no es más que una invención moderna enteramente
occidental. Más tarde, Papus rechaza enteramente la pretendida ley establecida por
los teosofistas y declara que no se puede dar ninguna ley, diciendo (y respetamos
escrupulosamente su estilo) que «sería tan absurdo fijar un término de mil doscientos
años como de diez en el tiempo que separa una encarnación de un retorno sobre la
tierra, como fijar para la vida humana sobre la tierra un periodo igualmente fijo»3.
Todo esto apenas sí da para inspirar confianza a los que examinan las cosas con
imparcialidad, y, si la reencarnación no ha sido «revelada» por los «espíritus» por la
buena razón de que éstos jamás han hablado realmente por la intermediación de las
mesas o de los médiums, las pocas precisiones que acabamos de hacer bastan ya para
mostrar que ella no puede ser tampoco un verdadero conocimiento esotérico,
enseñado por iniciados que, por definición, sabrían a qué atenerse al respecto. Así
pues, no hay necesidad siquiera de ir al fondo de la cuestión para descartar las
pretensiones de los ocultistas y de los teosofistas; queda que la reencarnación sea el
equivalente de una simple concepción filosófica; efectivamente, ella no es más que
eso, y está incluso al nivel de las peores concepciones filosóficas, puesto que es
absurda en el sentido propio de esta palabra. Hay muchas absurdidades también
entre los filósofos, pero al menos, generalmente, no las presentan más que como
hipótesis; los «neoespiritulistas» se ilusionan más completamente (y admitimos aquí
su buena fe, que es incontestable para la masa, pero que no lo es siempre para los
dirigentes), y la seguridad misma con la que formulan sus afirmaciones es una de las
razones que las hacen más peligrosas que las de los filósofos.
Acabamos de pronunciar la palabra «concepción filosófica»; la de «concepción
social» sería quizás todavía más justa en la circunstancia, si se considera lo que fue
el origen real de la idea de reencarnación. En efecto, para los socialistas franceses de
1 Traité méthodique de Science occulte, pp. 296-297.
2 Ibid., p. 341.
3 La Réincarnation, pp. 42-43.
LA REENCARNACIÓN
155
la primera mitad del siglo XIX, que se la inculcaron a Allan Kardec, esta idea estaba
esencialmente destinada a proporcionar una explicación de la desigualdad de las
condiciones sociales, que revestía a sus ojos un carácter particularmente punzante.
Los espiritistas han conservado este mismo motivo entre los que invocan con más
ganas para justificar su creencia en la reencarnación, e incluso han querido extender
la explicación a todas las desigualdades, tanto intelectuales como físicas; he aquí lo
que dice al respecto Allan Kardec: «O las almas en su nacimiento son iguales, o no
son iguales, esto no es dudoso. Si son iguales, ¿por qué esas actitudes diversas?… Si
son desiguales, es porque Dios las ha creado así, pero entonces, ¿por qué esa
superioridad innata se le concede a algunas? ¿es conforme esta parcialidad a su
justicia y al igual amor que profesa a todas sus criaturas? Admitamos, al contrario,
una sucesión de existencias anteriores progresivas, y todo queda explicado. Los
hombres conllevan al nacer la intuición de lo que han adquirido; están más o menos
avanzados, según el número de existencias que han recorrido, según que estén más o
menos alejados del punto de partida, absolutamente como en una reunión de
individuos todos ancianos cada uno tendrá un desarrollo proporcionado al número de
años que haya vivido; las existencias sucesivas serán, para la vida del alma, lo que
los años son para la vida del cuerpo… Dios, en su justicia, no ha podido crear almas
más o menos perfectas; pero, con la pluralidad de las existencias, la desigualdad que
vemos ya no tiene nada de contrario a la equidad más rigurosa»1. M. Léon Denis
dice igualmente: «La pluralidad de las existencias es la única que puede explicar la
diversidad de los caracteres, la variedad de las aptitudes, la desproporción de las
cualidades morales, en una palabra todas las desigualdades que hieren nuestras
miradas. Fuera de esta ley, uno se preguntaría en vano por qué algunos hombres
poseen talento, nobles sentimientos, aspiraciones elevadas, mientras que tantos otros
no tienen en herencia más que necedad, pasiones viles e instintos groseros. ¿Qué
pensar de un Dios que, al asignarnos una sola vida corporal, nos hubiera hecho
partes tan desiguales y, del salvaje al civilizado, hubiera reservado a los hombres
bienes tan poco ajustados y un nivel moral tan diferente? Sin la ley de las
reencarnaciones, es la iniquidad la que gobierna el mundo… Todas estas
obscuridades se disipan ante la doctrina de las existencias múltiples. Los seres que se
distinguen por su capacidad intelectual o sus virtudes han vivido más, trabajado más,
1 Le Livre des Esprits, pp. 102-103.
LA REENCARNACIÓN
156
adquirido una experiencia y aptitudes más extensas»1. Razones similares son
alegadas incluso por las escuelas cuyas teorías son menos «primarias» que las del
espiritismo, ya que la concepción reencarnacionista jamás ha podido perder
enteramente la marca de su origen; los teosofistas, por ejemplo, ponen también
delante, al menos accesoriamente, la desigualdad de las condiciones sociales. Por su
lado, Papus hace exactamente lo mismo: «Los hombres recomienzan un nuevo
recorrido en el mundo material, ricos o pobres, felices socialmente o desgraciados,
según los resultados adquiridos en los recorridos anteriores, en las encarnaciones
precedentes»2. En otra parte, se expresa todavía más claramente sobre este punto:
«Sin la noción de la reencarnación, la vida social es una iniquidad. ¿Por qué seres
ininteligentes están ahogados de dinero y colmados de honores, mientras que seres
de valer se debaten en la preocupación y en la lucha cotidiana por alimentos físicos,
morales o espirituales?… Puede decirse, en general, que la vida social actual está
determinada por el estado anterior del espíritu y que determina el estado social
futuro»3.
Una tal explicación es perfectamente ilusoria, y he aquí por qué: primeramente, si
el punto de partida no es el mismo para todos, si hay hombres que están más o
menos alejados de él y que no han recorrido igual número de existencias (es lo que
dice Allan Kardec), hay en eso una desigualdad de la que no podrían ser
responsables, y que, por consiguiente, los reencarnacionistas deben considerar como
una «injusticia» que su teoría es incapaz de explicar. Después, admitiendo incluso
que no hubiera habido esas diferencias entre los hombres, es menester que haya
habido, en su evolución (y hablamos según la manera de ver de los espiritistas), un
momento en el que las desigualdades han comenzado, y es menester también que
hayan tenido una causa; si se dice que esa causa, son los actos que los hombres ya
habían cumplido anteriormente, será menester explicar cómo esos hombres han
podido comportarse tan diferentemente antes de que las desigualdades se hayan
introducido entre ellos. Eso es inexplicable, simplemente porque hay ahí una
contradicción: si los hombres hubieran sido perfectamente iguales, habrían sido
semejantes bajo todos los aspectos, y, admitiendo que eso fuera posible jamás
habrían podido dejar de serlo, a menos que se conteste la validez del principio de
1 Après la mort, pp. 164-166.
2 Traité méthodique de Science occulte, p. 167.
3 La Réincarnation, pp. 113 y 118.
LA REENCARNACIÓN
157
razón suficiente (y, en ese caso, ya no habría lugar a buscar ni una ley ni una
explicación cualquiera); si han podido devenir desiguales, es evidente que la
posibilidad de desigualdad estaba en ellos, y esta posibilidad preliminar bastaba para
constituirles desiguales desde el origen, al menos potencialmente. Así pues, no
hemos hecho más que hacer retroceder la dificultad creyendo resolverla, y,
finalmente, subsiste toda entera; pero, a decir, verdad, no hay dificultad, y el
problema mismo no es menos ilusorio que su pretendida solución. Se puede decir de
esta cuestión lo mismo que de muchas cuestiones filosóficas, que no existe sino
porque está mal planteada; y, si se plantea mal, es sobre todo, en el fondo, porque se
hacen intervenir consideraciones morales y sentimentales allí donde no tienen nada
que hacer: esta actitud es tan ininteligente como lo sería la de un hombre que se
preguntara, por ejemplo, por qué tal especie animal no es igual a tal otra, lo que está
manifiestamente desprovisto de sentido. Que haya en la naturaleza diferencias que se
nos aparezcan como desigualdades, mientras que hay otras que no toman este
aspecto, eso no es más que un punto de vista puramente humano; y, si se deja de lado
este punto de vista eminentemente relativo, ya no hay que hablar de justicia o de
injusticia en este orden de cosas. En suma, preguntarse por qué un ser no es igual a
otro, es preguntarse por qué es diferente de ese otro; pero, si no fuera diferente de él,
sería ese otro en lugar de ser él mismo. Desde que hay una multiplicidad de seres, es
menester necesariamente que haya diferencias entre ellos; dos cosas idénticas son
inconcebibles, porque, si son verdaderamente idénticas, no son dos cosas, sino una
sola y misma cosa; Leibnitz tiene enteramente razón sobre este punto. Cada ser se
distingue de los demás, desde el principio, en que lleva en sí mismo algunas
posibilidades que son esencialmente inherentes a su naturaleza, y que no son las
posibilidades de ningún otro ser; la cuestión a la cual los reencarnacionistas
pretenden aportar una respuesta equivale pues, simplemente, a preguntarse por qué
un ser es él mismo y no otro. Si quiere verse en eso una injusticia, importa poco,
pero, en todo caso, es una necesidad; y por lo demás, en el fondo, sería más bien lo
contrario de una injusticia: en efecto, la noción de justicia, despojada de su carácter
sentimental y específicamente humano, se reduce a la de equilibrio o de armonía;
ahora bien, para que haya armonía total en el Universo, es menester y basta con que
cada ser esté en el lugar que debe ocupar, como elemento de este Universo, en
conformidad con su propia naturaleza. Esto equivale a decir precisamente que las
diferencias y las desigualdades, que uno se complace en denunciar como injusticias
reales o aparentes, concurren efectiva y necesariamente, al contrario, a esa armonía
LA REENCARNACIÓN
158
total; y esta armonía no puede no ser, ya que sería suponer que las cosas no son lo
que son, puesto que habría absurdidad en suponer que puede sucederle a un ser algo
que no es una consecuencia de su naturaleza; así, los partidarios de la justicia pueden
encontrarse satisfechos por añadidura, sin estar obligados a ir contra la verdad.
Allan Kardec declara que «el dogma de la reencarnación está fundado sobre la
justicia de Dios y la revelación»1; acabamos de mostrar que, de estas dos razones
para creer, la primera no podría ser invocada válidamente; en cuanto a la segunda,
como quiere hablar evidentemente de la revelación de los «espíritus», y como hemos
establecido precedentemente que es inexistente, no tenemos que volver sobre ello.
No obstante, todavía no se trata más que de observaciones preliminares, ya que, del
hecho de que no se vea ninguna razón para admitir una cosa, no se sigue
forzosamente que esa cosa sea falsa; también se podría permanecer a su respecto en
una actitud de duda pura y simple. Por lo demás, debemos decir que las objeciones
que se formulan ordinariamente contra la teoría reencarnacionista no son apenas más
fuertes que las razones que se invocan por otra parte para apoyarla; esto se debe, en
gran parte, a que adversarios y partidarios de la reencarnación se colocan por igual,
lo más frecuentemente, sobre el terreno moral y sentimental, y a que las
consideraciones de este orden no podrían probar nada. Podemos retomar aquí la
misma observación que en lo que concierne a la cuestión de la comunicación con los
muertos: en lugar de preguntarse si eso es verdadero o falso, que es lo único que
importa, se discute para saber si eso es o no es «consolador», y se puede discutir así
indefinidamente sin avanzar más por ello, puesto que eso es un criterio puramente
«subjetivo», como diría algún filósofo. Afortunadamente, hay mucho más que decir
contra la reencarnación, puesto que se puede establecer su imposibilidad absoluta;
pero, antes de llegar ahí, debemos tratar todavía otra cuestión y precisar algunas
distinciones, no solo porque son muy importantes en sí mismas, sino también
porque, sin eso, algunos podrían sorprenderse de vernos afirmar que la
reencarnación es una idea exclusivamente moderna. Hay demasiadas confusiones y
nociones falsas que tienen curso desde hace un siglo como para que muchas gentes,
incluso fuera de los medios «neoespiritualistas», no se encuentren gravemente
influenciados por ellas; esta deformación ha llegado incluso a un punto tal que los
orientalistas oficiales, por ejemplo, interpretan corrientemente en un sentido
reencarnacionista textos en los que no hay nada de tal, y que han devenido
1 Le Livre des Esprits, p. 75.
LA REENCARNACIÓN
159
completamente incapaces de comprenderlos de otra manera, lo que equivale a decir
que no comprenden nada en absoluto.
El término de «reencarnación» debe ser distinguido de otros dos términos al
menos, que tienen una significación totalmente diferente, y que son los de
«metempsicosis» y de «transmigración»; se trata de cosas que eran muy bien
conocidas por los antiguos, como lo son todavía por los orientales, pero que los
occidentales modernos, inventores de la reencarnación, ignoran absolutamente1.
Entiéndase bien que, cuando se habla de reencarnación, eso quiere decir que el ser
que ha estado ya incorporado retoma un nuevo cuerpo, es decir, que vuelve al estado
por el que ya ha pasado; por otra parte, se admite que eso concierne al ser real y
completo, y no simplemente a los elementos más o menos importantes que hayan
podido entrar en su constitución a un título cualquiera. Fuera de estas dos
condiciones, no puede tratarse de reencarnación; ahora bien, la primera de estas
condiciones la distingue esencialmente de la transmigración, tal como se considera
en las doctrinas orientales, y la segunda no la diferencia menos profundamente de la
metempsicosis, en el sentido en que la entendían concretamente los órficos y los
pitagóricos. Los espiritistas, aunque afirman falsamente la antigüedad de la teoría
reencarnacionista, dicen bien que no es idéntica a la metempsicosis; pero, según
ellos, solo se distingue de ella en que las existencias sucesivas son siempre
«progresivas», y en que deben considerarse exclusivamente los seres humanos:
«Hay, dice Allan Kardec, entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina
moderna de la reencarnación, esta gran diferencia, a saber, que los espíritus rechazan
de manera absoluta la transmigración del hombre en los animales, y
recíprocamente»2. Los antiguos, en realidad, jamás han considerado una tal
transmigración, como tampoco la del hombre en otros hombres, como podría
definirse la reencarnación; sin duda, hay expresiones más o menos simbólicas que
pueden dar lugar a malentendidos, pero solo cuando no se sabe lo que quieren decir
verdaderamente, y que es esto: hay en el hombre elementos psíquicos que se
disocian después de la muerte, y que pueden pasar entonces a otros seres vivos,
1 Habría lugar a mencionar también las concepciones de algunos kabbalistas, que se designan bajo
los nombres de «revolución de las almas» y de «embrionato»; pero no hablaremos de ellas aquí
porque eso nos llevaría muy lejos; por lo demás, estas concepciones no tienen más que un alcance
bastante restringido, ya que hacen intervenir condiciones que, por extraño que eso pueda parecer, son
enteramente especiales al pueblo de Israel.
2 Le Livre des Esprits, p. 96; cf. ibid., pp. 262-264.
LA REENCARNACIÓN
160
hombres o animales, sin que eso tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de
que, después de la disolución del cuerpo de ese mismo hombre, los elementos que le
componían puedan servir para formar otros cuerpos; en los dos casos, se trata de
elementos mortales del hombre, y no de la parte imperecedera que es su ser real, y
que no es afectado de ninguna manera por esas mutaciones póstumas. A este
propósito, Papus ha cometido una equivocación de otro género, al hablar «de las
confusiones entre la reencarnación o retorno del espíritu a un cuerpo material,
después de una estancia astral, y la metempsicosis o travesía por el cuerpo material
de cuerpos de animales y de plantas, antes de volver a un nuevo cuerpo material»1;
sin hablar de algunas rarezas de expresión que pueden ser lapsus (los cuerpos de
animales y de plantas no son menos «materiales» que los cuerpos humanos, y no son
«atravesados» por éste, sino por elementos que provienen de él), eso no podría
llamarse de ninguna manera «metempsicosis», ya que la formación de esta palabra
implica que se trata de elementos psíquicos, y no de elementos corporales. Papus
tiene razón al pensar que la metempsicosis no concierne al ser real del hombre, pero
se equivoca completamente sobre su naturaleza; y por otra parte, en cuanto a la
reencarnación, cuando dice que «ha sido enseñada como un misterio esotérico en
todas las iniciaciones de la antigüedad»2, la confunde pura y simplemente con la
transmigración verdadera.
La disolución que sigue a la muerte no recae solo sobre los elementos corporales,
sino también sobre algunos elementos que se pueden llamar psíquicos; esto, ya lo
1 La Réincarnation, p. 9. —Papus agrega: «es menester no confundir jamás la reencarnación y la
metempsicosis, puesto que el hombre no retrograda y el espíritu no deviene jamás un espíritu de
animal, salvo en el plano astral, en el estado genial, pero esto es todavía un misterio». Para nos, este
pretendido misterio no lo es: podemos decir que se trata del «genio de la especie», es decir, de la
entidad que representa el espíritu, no de una individualidad, sino de una especie animal toda entera;
los ocultistas piensan, en efecto, que el animal no es como el hombre un individuo autónomo, y que,
después de la muerte, su alma retorna a la «esencia elemental», propiedad indivisa de las especie.
Según la teoría a la que Papus hace alusión en términos enigmáticos, los genios de las especies
animales serían espíritus humanos llegados a un cierto grado de evolución y a quienes esta función
habría sido asignada especialmente; por lo demás, hay «clarividentes» que pretenden haber visto
genios bajo la forma de hombres con cabezas de animales, como las figuras simbólicas de los
antiguos egipcios. La teoría en cuestión es enteramente errónea: el genio de la especie es una realidad,
inclusive para la especie humana, pero no es lo que creen los ocultistas, y no tiene nada en común con
los espíritus de los hombres individuales; en cuanto al «plano» donde se sitúa, eso no entra en los
cuadros convencionales fijados por el ocultismo.
2 La Réincarnation, p. 6.
LA REENCARNACIÓN
161
hemos dicho al explicar que tales elementos pueden intervenir a veces en los
fenómenos del espiritismo y contribuir a dar la ilusión de una acción real de los
muertos; de una manera análoga, pueden también, en algunos casos, dar la ilusión de
una reencarnación. Lo que importa retener, bajo esta última relación, es que estos
elementos (que, durante la vida, pueden haber sido propiamente conscientes o solo
«subconscientes») comprenden concretamente todas las imágenes mentales que, al
resultar de la experiencia sensible, han formado parte de lo que se llama memoria e
imaginación: estas facultades, o más bien estos conjuntos, son perecederos, es decir,
sujetos a disolverse, porque, al ser de orden sensible, son literalmente dependencias
del estado corporal; por otra parte, fuera de la condición temporal, que es una de las
que definen este estado, la memoria no tendría evidentemente ninguna razón de
subsistir. Ciertamente, esto está muy lejos de las teorías de la psicología clásica
sobre el «yo» y su unidad; estas teorías no tienen otro defecto que estar casi tan
desprovistas de fundamento, en su género, como las concepciones de los
«neoespiritualistas». Otra precisión que no es menos importante, es que puede haber
una transmisión de elementos psíquicos de un ser a otro sin que eso suponga la
muerte del primero: en efecto, hay una herencia psíquica tanto como una herencia
fisiológica, esto es bastante poco contestado, y es incluso un hecho de observación
vulgar; pero de lo que muchos no se dan cuenta probablemente, es que eso supone al
menos que los padres proporcionan un germen psíquico, al mismo título que un
germen corporal; y este germen puede implicar potencialmente un conjunto muy
complejo de elementos pertenecientes al dominio de la «subconsciencia», además de
las tendencias o predisposiciones propiamente dichas que, al desarrollarse,
aparecerán de una manera más manifiesta; estos elementos «subconscientes», al
contrario, podrán no devenir visibles más que en casos más bien excepcionales. Es la
doble herencia psíquica y corporal la que expresa esta fórmula china: «Tú revivirás
en tus millares de descendientes», que, a buen seguro, sería muy difícil de interpretar
en un sentido reencarnacionista, aunque los ocultistas e incluso los orientalistas
hayan logrado muchas otras hazañas comparables a ésta. Las doctrinas extremo
orientales consideran incluso preferentemente el lado psíquico de la herencia, y ven
en él un verdadero prolongamiento de la individualidad humana; por eso es por lo
que, bajo el nombre de «posteridad» (que es susceptible también de un sentido
superior y puramente espiritual), la asocian a la «longevidad», que los occidentales
llaman inmortalidad.
LA REENCARNACIÓN
162
Como lo veremos después, algunos hechos que los reencarnacionistas creen
poder invocar en apoyo de sus hipótesis se explican perfectamente por uno u otro de
los dos casos que acabamos de considerar, es decir, por una parte, por la transmisión
hereditaria de algunos elementos psíquicos, y, por otra, por la asimilación a una
individualidad humana de otros elementos psíquicos provenientes de la
desintegración de individualidades humanas anteriores, que no tienen por ello la
menor relación espiritual con aquella. En todo esto, hay correspondencia y analogía
entre el orden psíquico y el orden corporal; y eso se comprende, puesto que uno y
otro, lo repetimos, se refieren exclusivamente a lo que se puede llamar los elementos
mortales del ser humano. Es menester agregar todavía que, en el orden psíquico,
puede ocurrir, más o menos excepcionalmente, que un conjunto bastante
considerable de elementos se conserve sin disociarse y sea transferido tal cual a una
nueva individualidad; los hechos de este género son, naturalmente, los que presentan
el carácter más sorprendente a los ojos de los partidarios de la reencarnación, y sin
embargo estos casos no son menos ilusorios que todos los demás1. Todo eso, ya lo
hemos dicho, no concierne ni afecta de ninguna manera al ser real; es verdad que
uno podría preguntarse por qué, si ello es así, los antiguos parecen haber dado una
importancia tan grande a la suerte póstuma de los elementos en cuestión. Podríamos
responder haciendo observar simplemente que hay muchas gentes que se preocupan
del tratamiento que su cuerpo podrá sufrir después de la muerte, sin pensar por eso
que su espíritu deba sentir la contrapartida de ello; pero agregaremos que
1 Algunos piensan que una transferencia análoga puede operarse para elementos corporales más o
menos sutilizados, y consideran también una «metensomatosis» al lado de la «metempsicosis»; uno
podrá estar tentado de suponer, a primera vista, que en eso hay una confusión y que atribuyen
equivocadamente la corporeidad a los elementos psíquicos inferiores; no obstante, puede tratarse
realmente de elementos de origen corporal, pero «psiquizados», en cierto modo, por esta
transposición al «estado sutil» cuya posibilidad hemos indicado precedentemente; el estado corporal y
el estado psíquico, simples modalidades diferentes de un mismo estado de existencia que es el de la
individualidad humana, no podrían ser totalmente separados. Señalamos a la atención de los ocultistas
lo que dice sobre este punto un autor del que ellos hablan de buena gana sin conocerle, Keleph ben
Nathan (Dutoit-Membrini), en la Phiosophie Divine, t I, pp. 62 y 292-293; a muchas declamaciones
místicas bastante huecas, este autor mezcla a veces apercepciones muy interesantes. Aprovecharemos
esta ocasión para exponer un error de los ocultistas, que presentan a Dutoit-Membrini como un
discípulo de Louis-Claude de Saint Martin (es M. Joanny Bricaud quien ha hecho este
descubrimiento), mientras que, al contrario, éste se ha expresado sobre él en términos más bien
desfavorables (ídem, t, I, pp. 245 y 345); habría que hacer todo un libro, que sería muy divertido,
sobre la erudición de los ocultistas y su manera de escribir la historia.
LA REENCARNACIÓN
163
efectivamente, como regla general, estas cosas no son en absoluto indiferentes; si lo
fueran, por lo demás, los ritos funerarios no tendrían ninguna razón de ser, mientras
que, al contrario, tienen una razón muy profunda. Sin poder insistir sobre todo esto,
diremos que la acción de estos ritos se ejerce precisamente sobre los elementos
psíquicos del difunto; hemos mencionado lo que pensaban los antiguos de la relación
que existe entre su no cumplimiento y algunos fenómenos de «obsesión», y esta
opinión estaba perfectamente fundada. Ciertamente, si no se considerara más que el
ser en tanto que ha pasado a otro estado de existencia, no habría que tener en cuenta
lo que pueden devenir esos elementos (salvo quizás para asegurar la tranquilidad de
los vivos); pero la cosa es muy diferente si se considera lo que hemos llamado los
prolongamientos de la individualidad humana. Este tema podría dar lugar a
consideraciones cuya complejidad y cuya extrañeza misma nos impiden abordar
aquí; por lo demás, estimamos que es de aquellos que no sería ni útil ni ventajoso
tratar públicamente de una manera detallada.
Después de haber dicho en qué consiste verdaderamente la metempsicosis,
vamos a decir ahora lo que es la transmigración propiamente dicha: esta vez, se trata
en efecto del ser real, pero no se trata para él de un retorno al mismo estado de
existencia, retorno que, si pudiera tener lugar, sería quizás una «migración» si se
quiere, pero no una «transmigración». De lo que se trata es, al contrario, del paso del
ser a otros estados de existencia, que están definidos, como lo hemos dicho, por
condiciones enteramente diferentes de aquellas a las cuales está sometida la
individualidad humana (con la sola restricción de que, mientras se trate de estados
individuales, el ser está revestido siempre de una forma, pero que no podría dar lugar
a ninguna representación espacial u otra, más o menos modelada sobre la de la forma
corporal); quien dice transmigración dice esencialmente cambio de estado. Es esto lo
que entienden todas las doctrinas tradicionales de oriente, y tenemos múltiples
razones para pensar que esta enseñanza era también la de los «misterios» de la
antigüedad; incluso en doctrinas heterodoxas como el budismo, no se trata de otra
cosa, a pesar de la interpretación reencarnacionista que tiene curso hoy día entre los
europeos. Es precisamente la verdadera doctrina de la transmigración, entendida
según el sentido que le da la metafísica pura, la que permite refutar de una manera
absoluta y definitiva la idea de reencarnación; y, sobre este terreno, no hay ninguna
otra refutación que sea posible. Somos pues conducidos así a mostrar que la
reencarnación es una imposibilidad pura y simple; por esto es menester entender que
un mismo ser no puede tener dos existencias en el mundo corporal, considerando
LA REENCARNACIÓN
164
este mundo en toda su extensión: importa poco que sea sobre la tierra o sobre otros
astros cualesquiera1; importa poco también que sea en tanto que ser humano o, según
las falsas concepciones de la metempsicosis, bajo cualquier otra forma, animal,
vegetal o incluso mineral. Agregaremos todavía: importa poco que se trate de
existencias sucesivas o simultáneas, ya que se encuentra que algunos han hecho esta
suposición, al menos estrafalaria, de una pluralidad de vidas que se desarrollan al
mismo tiempo, para un mismo ser, en diversos lugares, verosímilmente sobre
planetas diferentes; eso nos lleva todavía una vez más a los socialistas de 1848, ya
que parece que sea Blanqui quien haya imaginado el primero una repetición
simultánea e indefinida, en el espacio, de individuos supuestos idénticos2. Algunos
ocultistas pretenden también que el individuo humano puede tener varios «cuerpos
psíquicos», como ellos dicen, viviendo al mismo tiempo en diferentes planetas; ¡y
llegan hasta afirmar que, si le ocurre a alguien soñar que ha sido matado, es, en
muchos casos, que, en ese mismo instante, lo ha sido efectivamente en otro planeta!
Esto podría parecer increíble si no lo hubiéramos oído nos mismo; pero, en el
capítulo siguiente, se verán otras historias tan fuertes como ésta. Debemos decir
también que la demostración que vale contra todas las teorías reencarnacionistas,
cualquiera que sea la forma que tomen, se aplica igualmente, y al mismo título, a
ciertas concepciones de matiz más propiamente filosófico, como la concepción del
«eterno retorno» de Nietzsche, y en una palabra a todo lo que suponga en el
Universo una repetición cualquiera.
No podemos pensar exponer aquí, con todos los desarrollos que conlleva, la
teoría metafísica de los estados múltiples del ser; tenemos la intención de
consagrarle, cuando lo podamos, uno o varios estudios especiales. Pero podemos
indicar al menos el fundamento de esta teoría, que es al mismo tiempo el principio
de la demostración de que se trata, y que es el siguiente: la Posibilidad universal y
total es necesariamente infinita y no puede ser concebida de otro modo, ya que, al
comprender todo y al no dejar nada fuera de ella, no puede estar limitada por nada en
absoluto; una limitación de la Posibilidad universal, puesto que debe serle exterior,
1 La idea de la reencarnación en diversos planetas no es absolutamente especial a los
«neoespiritualistas»; esta concepción, querida de M. Camille Flammarion, es también la de Luis
Figuier (Le Lendemain de la Mort ou la Vie future selon la Science); es curioso ver a qué
extravagantes desvaríos puede dar lugar una ciencia tan «positiva» como quiere serlo la astronomía
moderna.
2 L’Eternité par les Astres.
LA REENCARNACIÓN
165
es propia y literalmente una imposibilidad, es decir, una pura nada. Ahora bien,
suponer una repetición en el seno de la Posibilidad universal, como se hace al
admitir que haya dos posibilidades particulares idénticas, es suponerle una
limitación, ya que la infinitud excluye toda repetición: no es sino en el interior de un
conjunto finito donde se puede volver dos veces a un mismo elemento, y todavía ese
elemento no sería rigurosamente el mismo más que a condición de que ese conjunto
forme un sistema cerrado, condición que no se realiza nunca efectivamente. Desde
que el Universo es verdaderamente un todo, o más bien el Todo absoluto, no puede
haber en ninguna parte ningún ciclo cerrado: dos posibilidades idénticas no serían
más que una sola y misma posibilidad; para que sean verdaderamente dos, es
menester que difieran por una condición al menos, y entonces no son idénticas. Nada
puede volver nunca al mismo punto, y esto incluso en un conjunto que es solo
indefinido (y no ya infinito), como el mundo corporal: mientras se traza un círculo,
se efectúa un desplazamiento, y así el círculo no se cierra más que de una manera
enteramente ilusoria. No hay en eso más que una simple analogía, pero puede servir
para ayudar a comprender que, «a fortiori», en la existencia universal, el retorno a un
mismo estado es una imposibilidad: en la Posibilidad total, estas posibilidades
particulares que son los estados de existencia condicionados son necesariamente en
multiplicidad indefinida; negar esto, es querer limitar la Posibilidad; es menester
pues admitirlo, bajo pena de contradicción, y eso basta para que ningún ser pueda
volver a pasar dos veces por el mismo estado. Como se ve, esta demostración es
extremadamente simple en sí misma, y, si a algunos les cuesta algún trabajo
comprenderla, no puede deberse más que al hecho de que les faltan los
conocimientos metafísicos más elementales; para esos, quizás fuera necesaria una
exposición más desarrollada, pero les rogaremos que esperen, para encontrarla, a que
tengamos la ocasión de dar integralmente la teoría de los estados múltiples; en todo
caso, pueden estar seguros de que esta demostración, tal como acabamos de
formularla en lo que tiene de esencial, no tiene nada que desear bajo el aspecto del
rigor. En cuanto a aquellos que se imaginarán que, al rechazar la reencarnación, nos
arriesgamos a limitar de otra manera la Posibilidad universal, les responderemos
simplemente que no rechazamos más que una imposibilidad, que es nada, y que no
aumentaría la suma de las posibilidades más que de una manera absolutamente
ilusoria, al no ser más que un puro cero; no se limita la Posibilidad negando una
absurdidad cualquiera, por ejemplo diciendo que no puede existir un cuadrado
redondo, o que, entre todos los mundos posibles, no puede haber ninguno donde dos
LA REENCARNACIÓN
166
y dos sumen cinco; el caso es exactamente el mismo. Hay gentes que, en este orden
de ideas, se hacen extraños escrúpulos: así Descartes, cuando atribuía a Dios la
«libertad de indiferencia», por temor a limitar la omnipotencia divina (expresión
teológica de la Posibilidad universal), y sin apercibirse de que esa «libertad de
indiferencia», o la elección en ausencia de toda razón, implica condiciones
contradictorias; diremos, para emplear su lenguaje, que una absurdidad no es tal
porque Dios lo ha querido arbitrariamente, sino que, al contrario, es porque es una
absurdidad por lo que Dios no puede hacer que sea algo, sin que eso implique el
menor atentado a su omnipotencia, puesto que absurdidad e imposibilidad son
sinónimos.
Volviendo a los estados múltiples del ser, haremos observar, ya que esto es
esencial, que estos estados pueden ser concebidos tanto simultáneos como sucesivos,
y que incluso, en el conjunto, no se puede admitir la sucesión sino a título de
representación simbólica, puesto que el tiempo no es más que una condición propia a
uno de estos estados, y puesto que incluso la duración, bajo un modo cualquiera, no
puede ser atribuida más que a algunos de entre ellos; si se quiere hablar de sucesión,
es menester pues tener cuidado de precisar que eso no puede ser más que en el
sentido lógico, y no en el sentido cronológico. Por esta sucesión lógica, entendemos
que hay un encadenamiento causal entre los diversos estados; pero la relación misma
de causalidad, si se toma según su verdadera significación (y no según la acepción
«empirista» de algunos lógicos modernos), implica precisamente la simultaneidad o
la coexistencia de sus términos. Además, es bueno precisar que incluso el estado
individual humano, que está sometido a la condición temporal, puede presentar sin
embargo una multiplicidad simultánea de estados secundarios: el ser humano no
puede tener varios cuerpos, pero, fuera de la modalidad corporal y al mismo tiempo
que ella, puede poseer otras modalidades en las cuales se desarrollan también
algunas de las posibilidades que conlleva. Esto nos conduce a señalar una
concepción que se relaciona bastante estrechamente a la de la reencarnación, y que
cuenta también con numerosos partidarios entre los «neoespiritulistas»: según esta
concepción, cada ser debería, en el curso de su evolución (ya que aquellos que
sostienen tales ideas son siempre, de una manera o de otra, evolucionistas), pasar
sucesivamente por todas las formas de vida, terrestres y otras. Una tal teoría no
expresa más que una imposibilidad manifiesta, por la simple razón de que existe una
indefinidad de formas vivas por las cuales un ser cualquiera jamás podrá pasar,
puesto que estas formas son todas las que están ocupadas por los demás seres. Por lo
LA REENCARNACIÓN
167
demás, aunque un ser hubiera recorrido sucesivamente una indefinidad de
posibilidades particulares, y en un dominio mucho más extenso que el de las «formas
de vida», por ello no estaría más avanzado en relación al término final, que no podría
ser alcanzado de esta manera; volveremos sobre esto al hablar más especialmente del
evolucionismo espiritista. Por el momento, solo haremos observar esto: el mundo
corporal todo entero, en el despliegue integral de todas las posibilidades que
contiene, no representa más que una parte del dominio de manifestación de un solo
estado; este mismo estado conlleva pues, a «fortiori», la potencialidad
correspondiente a todas las modalidades de la vida terrestre, que no es más que una
porción muy restringida del mundo corporal. Esto vuelve perfectamente inútil
(incluso si su imposibilidad no fuera probada en otra parte) la suposición de una
multiplicidad de existencias a través de las cuales el ser se elevaría progresivamente
de la modalidad más inferior, la del mineral, hasta la modalidad humana,
considerada como la más alta, pasando sucesivamente por el vegetal y el animal, con
toda la multitud de grados que comprende cada uno de estos reinos; en efecto, hay
quienes hacen tales hipótesis, y que rechazan solo la posibilidad de un retorno atrás.
En realidad, el individuo, en su extensión integral, contiene simultáneamente las
posibilidades que corresponden a todos los grados de que se trata (no decimos,
obsérvese bien, que los contiene corporalmente); esta simultaneidad no se traduce en
sucesión temporal más que en el desarrollo de su modalidad corporal únicamente, en
el curso de la cual, como lo muestra la embriología, pasa efectivamente por todos los
estadios correspondientes, desde la forma unicelular de los seres organizados más
rudimentarios, e incluso, remontando más atrás todavía, desde el cristal, hasta la
forma humana terrestre. Decimos de pasada, desde ahora, que ese desarrollo
embriológico, contrariamente a la opinión común, no es de ninguna manera la
prueba de la teoría «transformista»; esta no es menos falsa que todas las demás
formas del evolucionismo, y es incluso la más grosera de todas; pero tendremos la
ocasión de volver sobre ello más adelante. Lo que es menester retener sobre todo es
que el punto de vista de la sucesión es esencialmente relativo, y por lo demás,
incluso en la medida restringida en que es legítimamente aplicable, pierde casi todo
su interés por la simple observación de que el germen, antes de todo desarrollo,
contiene ya en potencia el ser completo (veremos enseguida su importancia); en todo
caso, este punto de vista debe permanecer siempre subordinado al de la
simultaneidad, como lo exige el carácter puramente metafísico, y por consiguiente
LA REENCARNACIÓN
168
extratemporal (pero también extraespacial, puesto que la coexistencia no supone
necesariamente el espacio), de la teoría de los estados múltiples del ser1
Añadiremos todavía, que pretendan lo que pretenden los espiritistas y sobre todo
los ocultistas, no se encuentra en la naturaleza ninguna analogía en favor de la
reencarnación, mientras que, en revancha, se encuentran numerosas en sentido
contrario. Este punto ha sido suficientemente ilustrado en las enseñanzas de la H. B.
of L., de la que hemos hablado precedentemente, y que era formalmente
antireencarnacionista; creemos que puede ser interesante citar aquí algunos pasajes
de esas enseñanzas, que muestran que esta escuela tenía al menos algún
conocimiento de la transmigración verdadera, así como de algunas leyes cíclicas:
«Es una verdad absoluta que expresa el adepto autor de Ghosthland, cuando dice
que, en tanto que ser impersonal, el hombre vive en una indefinidad de mundos
antes de llegar a éste… Cuando se alcanza el gran estado de consciencia, cima de la
serie de las manifestaciones materiales, el alma ya no entrará nunca en la matriz de
la materia, ni sufrirá la encarnación material; en adelante, sus renacimientos son en
el reino del espíritu. Aquellos que sostienen la doctrina extrañamente ilógica de la
multiplicidad de los nacimientos humanos, ciertamente jamás han desarrollado en sí
mismos el estado lúcido de consciencia espiritual; si no, la teoría de la
reencarnación, afirmada y sostenida hoy día por un gran número de hombres y de
mujeres versados en la «sabiduría mundana», no tendría el menor crédito. Una
educación exterior es relativamente sin valor como medio de obtener el
conocimiento verdadero… La bellota deviene encina, la nuez de coco deviene
palmera; pero por miríadas de otras bellotas que dé la encina, ella misma ya no
deviene bellota nunca más, ni la palmera redeviene nuez tampoco ya. De igual modo
para el hombre: desde que el alma se ha manifestado sobre el plano humano, y ha
alcanzado así la consciencia de la vida exterior, jamás vuelve a pasar por ninguno de
esos estados rudimentarios… Todos los pretendidos “despertares de recuerdos”
latentes, por los que algunas personas aseguran acordarse de sus existencias pasadas,
pueden explicarse, e incluso no pueden no explicarse más que por las simples leyes
de la afinidad y de la forma. Cada raza de seres humanos, considerada en sí misma,
es inmortal; es lo mismo para cada ciclo: jamás el primer ciclo deviene el segundo,
1 Sería menester poder criticar aquí las definiciones que Leibnitz da del espacio (orden de
coexistencias) y del tiempo (orden de sucesiones); al no poder emprender esa crítica, diremos solo
que Leibnitz extiende así el sentido de estas nociones de una manera completamente abusiva, como lo
hace también, por lo demás, para la noción de cuerpo.
LA REENCARNACIÓN
169
pero los seres del primer ciclo son (espiritualmente) los padres, o los generadores1,
de los del segundo ciclo. Así, cada ciclo comprende una gran familia constituida por
la reunión de diversos agrupamientos de almas humanas, donde cada condición está
determinada por las leyes de su actividad, las de su forma y las de su afinidad: Una
trinidad de leyes… Es así como el hombre puede ser comparado a la bellota y a la
encina: el alma embrionaria, no individualizada, deviene un hombre de igual modo a
como la bellota deviene una encina, y, del mismo modo en que la encina da
nacimiento a una cantidad innumerable de bellotas, así el hombre proporciona a su
vez a una indefinidad de almas los medios de tomar nacimiento en el mundo
espiritual. Hay correspondencia completa entre los dos, y es por esta razón por lo
que los antiguos druidas rendían tan grandes honores a este árbol, que era honrado
por encima de todos los demás por los poderosos hierofantes». Hay en esto una
indicación de lo que es la «posteridad» entendida en el sentido puramente espiritual;
éste no es el lugar de decir más sobre este punto, como tampoco sobre las leyes
cíclicas con las que se relaciona; quizás algún día trataremos estas cuestiones, si
encontramos el medio de hacerlo en términos suficientemente inteligibles, ya que
hay dificultades que son sobre todo inherentes a la imperfección de las lenguas
occidentales.
Desafortunadamente, la H. B. of L. admitía la posibilidad de la reencarnación en
algunos casos excepcionales, como el de los niños nacidos muertos o muertos de
corta edad, y el de los idiotas de nacimiento2. Hemos visto en otra parte que Mme
Blavatsky había admitido esta manera de ver en la época en que escribió Isis
Develada3. En realidad, desde que se trata de una imposibilidad metafísica, no
podría haber la menor excepción: basta que un ser haya pasado por un cierto estado,
aunque no sea más que en forma embrionaria, o incluso bajo la forma de simple
germen, para que no pueda en ningún caso volver a ese estado, cuyas posibilidades
ha efectuado así según la medida que conllevaba su propia naturaleza; si el
1 Son los pitris de la tradición hindú.
2 Había todavía un tercer caso de excepción, pero de un orden completamente diferente: era el de
las «encarnaciones mesiánicas voluntarias», que se producirían cada seiscientos años más o menos, es
decir, al final de cada uno de los ciclos que los caldeos llamaban Naros, pero sin que el mismo
espíritu se encarne jamás así más de una vez, y sin que haya consecutivamente dos encarnaciones
semejantes en una misma raza; la discusión y la interpretación de esta teoría se saldrían enteramente
del cuadro del presente estudio.
3 El Teosofismo, pp. 97-99 (ed. francesa).
LA REENCARNACIÓN
170
desarrollo de esas posibilidades parece haberse detenido para él en un cierto punto,
es porque no tenía que ir más lejos en cuanto a su modalidad corporal, y lo que es
aquí la causa del error es el hecho de no considerar más que ésta exclusivamente, ya
que no se tienen en cuenta todas las posibilidades que, para ese mismo ser, pueden
desarrollarse en otras modalidades del mismo estado; si se pudieran tener en cuenta,
se vería que la reencarnación, incluso en casos como éstos, es absolutamente inútil,
lo que se puede admitir desde que se sabe que es imposible, y que todo lo que es,
cualesquiera que sean las apariencias, concurre a la armonía total del Universo. Esta
cuestión es enteramente análoga a la de las comunicaciones espiritistas: en una y
otra, se trata de imposibilidades; decir que puede haber excepciones sería tan ilógico
como decir, por ejemplo, que puede haber un pequeño número de casos en los que,
en el espacio euclidiano, la suma de los tres ángulos de un triángulo no sea igual a
dos rectos; lo que es absurdo lo es absolutamente, y no solo «en general». Por lo
demás, si se comienza a admitir excepciones, no vemos muy bien cómo se les podría
asignar un límite preciso: ¿cómo se podría determinar la edad a partir de la cual un
niño, si muere, no tendrá necesidad de reencarnarse, o el grado que debe alcanzar la
debilidad mental para exigir una reencarnación? Evidentemente, nada podría ser más
arbitrario, y podemos dar la razón a Papus cuando dice que, «si se rechaza esta
teoría, es menester no admitir excepción, sin lo cual se abre una brecha a través de la
cual todo puede pasar»1.
Esta observación, en el pensamiento de su autor, se dirigía sobre todo a algunos
escritores que han creído que la reencarnación, en algunos casos particulares, era
conciliable con la doctrina católica: el conde de Larmandie, concretamente, ha
pretendido que podía ser admitida para los niños muertos sin bautismo2. Es cierto
que algunos textos, como los del cuarto concilio de Constantinopla, que se ha creído
a veces poder invocar contra la reencarnación, no se aplican a ella en realidad; pero
los ocultistas no han podido triunfar en esto, y, si es así, es simplemente porque, en
aquella época, la reencarnación todavía no había sido imaginada. Se trataba de una
opinión de Orígenes, según la cual la vida corporal sería un castigo para almas que,
«preexistiendo en tanto que potencias celestes, habrían llegado a saciarse de la
contemplación divina»; como se ve, en esto no se trata de otra vida corporal anterior,
sino de una existencia en el mundo inteligible en el sentido platónico, lo que no tiene
1 La Réincarnation, p. 179; según el Dr. Rozier: Initiation, abril de 1898.
2 Magie et Religion.
LA REENCARNACIÓN
171
ninguna relación con la reencarnación. Cuesta trabajo concebir cómo Papus ha
podido escribir que «la opinión del concilio indica que la reencarnación formaba
parte de la enseñanza, y que si había quienes volvían voluntariamente a reencarnarse,
no por disgusto del Cielo, sino por amor de su prójimo, el anatema no podía
tocarles» (se ha imaginado que ese anatema se dirigía contra «el que proclamara
haber vuelto sobre la tierra por disgusto del Cielo»); y se apoya en esto para afirmar
que «la idea de la reencarnación forma parte de las enseñanzas secretas de la
Iglesia»1. A propósito de la doctrina católica, debemos mencionar también una
aserción de los espiritistas que es verdaderamente extraordinaria: Allan Kardec
afirma que el «dogma de la resurrección de la carne es la consagración del dogma de
la reencarnación enseñado por los espíritus», y que «así la Iglesia, por el dogma de la
resurrección de la carne, enseña también la doctrina de la reencarnación»; ¡o si no
presenta estas proposiciones bajo forma interrogativa, y es el «espíritu» de San Luis
quien le responde que «eso es evidente», agregando que «antes de poco se
reconocerá que el espiritismo resulta a cada paso del texto mismo de las Escrituras
sagradas»!2. Lo que es más sorprendente todavía, es que se haya encontrado un
sacerdote católico, más o menos sospechoso de heterodoxia, para aceptar y sostener
una parecida opinión; es el abad J. A. Petit, de la diócesis de Beauvais, familiar
lejano de la duquesa de Pomar, quien ha escrito estas líneas: «La reencarnación ha
sido admitida en la mayoría de los pueblos antiguos… Cristo también la admitía. Si
no se encuentra enseñada más expresamente por los Apóstoles, es porque los fieles
debían reunir en ellos las cualidades morales que les dieran paso a ella… Más tarde,
cuando los jefes mayores y sus discípulos hubieron desaparecido, y cuando la
enseñanza cristiana, bajo la presión de intereses humanos, fue fijada en un árido
símbolo, no quedó, como vestigio del pasado, más que la resurrección de la carne, o
en la carne, que, tomada en el sentido estrecho de la palabra, hizo creer en el error
gigantesco de la resurrección de los cuerpos muertos»3. No queremos hacer sobre
esto ningún comentario, ya que tales interpretaciones son de las que ningún espíritu
no prevenido puede tomar en serio; pero la transformación de la «resurrección de la
carne» en «resurrección en la carne» es una de las pequeñas habilidades que hacen
poner en duda la buena fe de su autor.
1 La Réincarnation, p. 171.
2 Le Livre des Esprits, pp. 440-442
3 L’Alliance Spiritualiste, julio de 1911.
LA REENCARNACIÓN
172
Antes de dejar este tema, diremos todavía algunas palabras de los textos
evangélicos que los espiritistas y los ocultistas invocan en favor de la reencarnación;
Allan Kardec indica dos1, de los que el primero es éste, que sigue al relato de la
Transfiguración: «Cuando descendían de la montaña, Jesús hizo este mandamiento y
les dijo: No habléis a nadie de lo que acabáis de ver, hasta que el Hijo del Hombre
sea resucitado de entre los muertos. Sus discípulos le interrogaron entonces y le
dijeron: ¿Por qué entonces los escribas dicen que es menester que Elías venga antes?
Pero Jesús les respondió: Es verdad que Elías debe venir y que restablecerá todas las
cosas. Pero yo os declaro que Elías ya ha venido, y no le han conocido, sino que le
han hecho sufrir como han querido. Es así como harán morir al Hijo del Hombre.
Entonces sus discípulos comprendieron que era de Juan Bautista de quien les había
hablado»2. Y Allan Kardec agrega: «Puesto que Juan Bautista era Elías, ha habido
pues reencarnación del espíritu o del alma de Elías en el cuerpo de Juan Bautista».
Papus, de su lado, dice igualmente: «Primeramente, los Evangelios afirman sin
ambages que Juan Bautista es Elías reencarnado. Era un misterio. Juan Bautista
interrogado se calla, pero los demás saben. Hay también esa parábola del ciego de
nacimiento castigado por sus pecados anteriores, que da mucho que reflexionar»3.
En primer lugar, en el texto no se dice de qué manera «Elías ya ha venido»; y, si se
piensa que Elías no estaba muerto en el sentido ordinario de esta palabra, puede
parecer al menos difícil que sea por reencarnación; además, ¿por qué Elías, en la
Transfiguración, no se habría manifestado bajo los rasgos de Juan Bautista?4
Después, Juan Bautista, interrogado, no se calla como lo pretende Papus, al
contrario, niega formalmente: «Ellos le preguntaron: ¿Qué pues? ¿Eres tú Elías? Y él
les dijo: Yo no lo soy»5. Si se dice que eso prueba solo que no tenía el recuerdo de
su precedente existencia, responderemos que hay otro texto que es mucho más
1 Le Livre des Esprits, pp. 105-107. —Cf. también Léon Denis, Christianisme et Spiritisme, pp.
376-378. Ver también Les Messies esseniens et l’Eglise orthodoxe, pp. 33-35; esta obra es una
publicación de la supuesta secta «esenia» a la que haremos alusión más adelante.
2 San Mateo, XVII, 9-15. —Cf. San Marcos IX, 8-12; este texto apenas difiere del otro excepto en
que el nombre de Juan Bautista no se menciona en él.
3 La Réincarnation, p. 170.
4 El otro personaje del Antiguo Testamento que se ha manifestado en la Transfiguración es
Moisés, de quien «nadie ha conocido su sepulcro»; Henoch y Elías, que deben volver «al fin de los
tiempos», han sido uno y otro «elevados a los cielos»; todo esto no podría invocarse como ejemplo de
manifestación de los muertos.
5 San Juan, I, 21.
LA REENCARNACIÓN
173
explícito todavía; es aquel en que el ángel Gabriel, anunciando a Zacarías el
nacimiento de su hijo, declara: «Marchará ante el Señor en el espíritu y en la virtud
de Elías, para reunir el corazón de los padres con sus hijos y recordar las
desobediencias a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo
perfecto»1. No se podría indicar más claramente que Juan Bautista no sería Elías en
persona, sino que pertenecería solamente, si puede expresarse así, a su «familia
espiritual»; así pues, es de esta manera, y no literalmente, como es menester entender
la «venida de Elías». En cuanto a la historia del ciego de nacimiento, Allan Kardec
no habla de ella, y Papus apenas sí parece conocerla, dado que toma por una
parábola lo que es el relato de una curación milagrosa; he aquí el texto exacto:
«Cuando Jesús pasaba, vio a un hombre que estaba ciego desde su nacimiento; y sus
discípulos le hicieron esta pregunta: Maestro, ¿es el pecado de este hombre, o el
pecado de los que le han traído al mundo, el que es causa de que haya nacido ciego?
Jesús les respondió: No es que él haya pecado, ni aquellos que le han traído al
mundo; sino que es a fin de que las obras del poder de Dios brillen en él»2. Así pues,
aquel hombre no había sido «castigado por sus pecados», pero eso habría podido ser
así, a condición de que se hubiera querido forzar el texto agregando una palabra que
no se encuentra en él: «por sus pecados anteriores»; sin la ignorancia de la que Papus
hace prueba en la ocasión, se podría estar tentado de acusarle de mala fe. Lo que era
posible, es que la enfermedad de aquel hombre le hubiera sido infligida como
sanción anticipada en vistas de pecados que cometería ulteriormente; esta
interpretación no puede ser descartada más que por los que llevan el
antropomorfismo hasta querer someter a Dios al tiempo. En fin, el segundo texto
citado por Allan Kardec no es otro que la conversación de Jesús con Nicodemo; para
refutar las pretensiones de los reencarnacionistas a este respecto, uno se puede
contentar con reproducir el pasaje esencial de la misma: «Si un hombre no nace de
nuevo, no puede ver el Reino de Dios… En verdad, yo os digo, si un hombre no
renace del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la
carne es carne, y lo que nace del espíritu es espíritu. No os sorprendáis de que os
haya dicho, que es menester que nazcáis de nuevo»3. Es menester una ignorancia tan
prodigiosa como la de los espiritistas para creer que puede tratarse de la
1 San Lucas, I, 17.
2 San Juan, IX, 1-3.
3 San Juan, III, 3-7.
LA REENCARNACIÓN
174
reencarnación mientras se trata del «segundo nacimiento», entendido en un sentido
puramente espiritual, y que es incluso opuesto claramente aquí al nacimiento
corporal; esta concepción del «segundo nacimiento», sobre la que no vamos a insistir
al presente, es de las que son comunes a todas las doctrinas tradicionales, entre las
cuales no hay ninguna, a pesar de las aserciones de los «neoespiritualistas», que haya
enseñado jamás algo que recuerde de cerca o de lejos a la reencarnación.
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CAPÍTULO VII
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
Hemos dicho que la idea de la reencarnación contribuye enormemente a
trastornar a muchas personas en nuestra época; vamos a mostrarlo ahora citando
ejemplos de las extravagancias a las que da lugar, y eso será, después de todas las
consideraciones metafísicas que hemos debido de exponer, una diversión más bien
amena; a decir verdad, hay algo bastante triste en el fondo en el espectáculo de todas
esas locuras, pero no obstante es muy difícil impedirse reír algunas veces. Bajo esta
relación, lo que se tiene más frecuentemente la ocasión de constatar en los medios
espiritistas, es una megalomanía de un género especial: esas gentes se imaginan casi
todos que son la reencarnación de personajes ilustres; hemos hecho destacar que, si
se juzga al respecto por las firmas de las «comunicaciones», los grandes hombres se
manifiestan de mucha mayor buena gana que los demás; es menester creer que se
reencarnan también mucho más frecuentemente, e incluso simultáneamente en
múltiples ejemplares. En suma, este caso no difiere de la megalomanía ordinaria más
que sobre un punto: en lugar de creerse grandes personajes en el presente, los
espiritistas remiten su sueño enfermizo al pasado; hablamos de los espiritistas
porque son el mayor número, pero hay también teosofistas que no están menos
tocados (hemos visto en otra parte a M. Leadbeater asegurar seriamente que el
coronel Olcott era la reencarnación de los reyes Gushtasp y Ashoka)1. Los hay
también en quienes el mismo sueño se transforma en una esperanza para el porvenir,
y es quizás una de las razones por las que encuentran la reencarnación tan
«consoladora»; en la sección de las enseñanzas de la H. B. of L., de la que hemos
reproducido algunos extractos en el capítulo precedente, se hace alusión a gentes que
afirman que «aquellos que han llevado una vida noble y digna de un rey (aunque sea
en el cuerpo de un mendigo), en su última existencia terrestre, revivirán como
nobles, reyes, u otros personajes de alto rango», y se agrega muy justamente que
1 El Teosofismo, p. 105 (ed. francesa).
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
176
«tales aserciones no son buenas sino para probar que sus autores no hablan más que
bajo la inspiración de la sentimentalidad, y que les falta conocimiento».
Los espiritistas antireencarnacionistas de los países anglosajones no se han
privado de ridiculizar estas locas imaginaciones: «Los partidarios de los delirios de
Allan Kardec, dice Dunglas Home, se reclutan sobre todo en las clases burguesas de
la sociedad. Para esas bravas gentes que no son nada, su consolación es creer que
han sido un gran personaje antes de su nacimiento y que serán todavía una cosa
importante después de su muerte»1. Y en otra parte: «Además de la confusión
escandalosa a la que esta doctrina conduce lógicamente (en lo que concierne a las
relaciones familiares y sociales), hay imposibilidades materiales que es menester
tener en cuenta, por muy entusiasta que se sea. Una dama puede creer tanto como
quiera que ha sido la pareja de un emperador o de un rey en una existencia anterior.
¿Pero cómo conciliar las cosas si nos encontramos, como ocurre frecuentemente, con
una buena media docena de damas, igualmente convencidas, que sostienen haber
sido cada una la queridísima esposa del mismo augusto personaje? Por mi parte, he
tenido el honor de encontrar al menos doce María Antonieta, seis o siete María
Estuardo, una muchedumbre de San Luis y otros reyes, una veintena de Alejandro y
de Cesar, pero nunca un simple Juan Nadie»2. Por otra parte, hay también, sobre
todo entre los ocultistas, partidarios de la reencarnación que han creído deber
protestar contra lo que consideran como «exageraciones» susceptibles de
comprometer su causa; así, Papus escribe esto: «Se encuentra en algunos medios
espiritistas pobres desdichados que pretenden fríamente ser una reencarnación de
Moliere, de Racine o de Richelieu, sin contar los poetas antiguos, Orfeo y Homero.
Por el momento no vamos a discutir si estas afirmaciones tienen una base sólida o
son del dominio de alienación mental; pero recordaremos que Pitágoras, al hacer el
relato de sus encarnaciones anteriores, no se jactó de haber sido gran hombre3, y
constatamos que es una singular manera de defender el progreso incesante de las
almas en el infinito (teoría del espiritismo) la que consiste en mostrar a Richelieu
habiendo perdido todo rastro de genio y a Victor Hugo haciendo versos de catorce
pies después de su muerte. Los espiritistas serios e instruidos, y hay más de los que
se cree, deberían vigilar que tales hechos no se produzcan»4. Más adelante dice
1 Les Lumières et les Ombres du Spiritualisme, p. 111.
2 Ibid., pp. 124-125.
3 Esto no es más que la confusión ordinaria entre la metempsicosis y la reencarnación.
4 Traité méthodique de Science occulte, p. 297.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
177
todavía: «Algunos espiritistas, exagerando esta doctrina, se dan como la
reencarnación de todos los grandes hombres un poco conocidos. Un bravo empleado
es Voltaire reencarnado… menos el espíritu. Un capitán retirado, es Napoléon vuelto
de Santa Elena, aunque habiendo perdido el arte de medrar. En fin, no hay grupo
donde María de Médicis, Mme de Maintenon, María Estuardo no hayan vuelto de
nuevo en cuerpos de buenas burguesas frecuentemente enriquecidas, y donde
Turena, Condé, Richelieu, Mazarino, Moliere, Jean-Jacques Russeau no dirijan
alguna pequeña sesión. Ahí está el peligro, ahí está la causa real del estado
estacionario del espiritismo desde hace cincuenta años; no es menester buscar otra
razón que esa, agregada a la ignorancia y al sectarismo de los jefes de grupo»1. En
otra obra mucho más reciente, vuelve de nuevo sobre este tema: «El ser humano que
tiene consciencia de este misterio de la reencarnación imagina de inmediato el
personaje que ha debido ser, y, como por azar, se encuentra que ese personaje ha
sido siempre un hombre considerable sobre la tierra, y de una alta situación. En las
reuniones espiritistas o teosofistas, se ven muy pocos asesinos, borrachos, antiguos
comerciantes de legumbres o asistentes (profesiones en suma honorables)
reencarnados; es siempre Napoléon, una gran princesa, Luis XIV, Federico el
Grande, alguno Faraones célebres, quienes están reencarnados en la piel de bravas
gentes que llegan a figurarse haber sido estos grandes personajes que imaginan. Para
dichos personajes sería ya un castigo bastante fuerte haber vuelto sobre la tierra en
parecidas condiciones… El orgullo es el gran escollo de muchos partidarios de la
doctrina de las reencarnaciones, el orgullo juega frecuentemente un papel tan nefasto
como considerable. Si se guardan los grandes personajes de la historia para
reencarnarse uno mismo, es menester reconocer que los adeptos de esta doctrina
conservarán los asesinos, los grandes criminales y frecuentemente los grandes
calumniados para hacer que se reencarnen sus enemigos»2. Para remediar el mal que
ha denunciado así, he aquí lo que Papus ha encontrado: «Se puede tener la intuición
de que se ha vivido en tal época, de que se ha estado en tal medio, se puede tener la
revelación, por el mundo de los espíritus, de que se ha sido una gran dama
contemporánea del grandísimo filósofo Abelardo, tan indignamente comprendido
por los groseros contemporáneos, pero no se tiene la certeza del ser exacto que se ha
1 Traité méthodique de Science occulte, p. 342.
2 La Réincarnation, pp. 138-139 y 142-143.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
178
sido sobre la tierra»1. Por consecuencia, la gran dama en cuestión no será
necesariamente Eloisa, y, si se cree haber sido tal personaje célebre, es simplemente
porque se habrá vivido en su medio, quizás en calidad de doméstica; evidentemente,
Papus piensa que en esto hay con qué poner un freno a las divagaciones causadas por
el orgullo; pero dudamos que los espiritistas se dejen persuadir tan fácilmente de que
deben renunciar a sus ilusiones. Desgraciadamente, hay también otros géneros de
divagaciones que apenas son menos lastimosas; esa prudencia y esa sabiduría, por lo
demás relativas, de las que Papus hace prueba, no le impiden escribir a él mismo, y
al mismo tiempo, cosas del cariz de éstas: «Cristo tiene un apartamento (sic) donde
encierra miles de espíritus. Cada vez que un espíritu del apartamento de Cristo se
reencarna, obedece sobre la tierra a la ley siguiente: 1º es el primogénito de su
familia; 2º su padre se llama siempre José; 3º su madre se llama siempre María, o la
correspondencia numérica de estos nombres en otras lenguas. Finalmente, hay en
este nacimiento de los espíritus que vienen del apartamento de Cristo (y no decimos
de Cristo mismo) aspectos planetarios completamente particulares que es inútil
revelar aquí»2. Sabemos perfectamente a quién quiere hacer alusión todo eso;
podríamos contar toda la historia de ese «Maestro», o supuesto tal, que decía que era
«el espíritu más viejo del planeta», y «el jefe de los Doce que pasaron por la Puerta
del Sol, dos años después del medio del siglo». ¡Aquellos que se negaban a
reconocer a este «Maestro» se veían amenazados con un «retraso de evolución»,
antes de traducirse por una penalidad de treinta encarnaciones suplementarias, ni una
más ni una menos!
No obstante, al escribir las líneas que hemos reproducido en último lugar, Papus
tenía todavía la convicción de que con eso podía contribuir a moderar algunas
pretensiones excesivas, puesto que agregaba: «Ignorando todo eso, una
muchedumbre de visionarios se han pretendido la reencarnación de Cristo sobre la
tierra… y la lista no está cerrada». Esta previsión estaba muy justificada; ya hemos
contado en otra parte la historia de los Mesías teosofistas, y hay todavía muchos
otros en medios análogos; pero el mesianismo de los «neoespiritualistas» es capaz de
revestir las formas más extrañas y más diversas, fuera de esas «reencarnaciones de
Cristo», uno de cuyos prototipos fue el pastor Guillaume Monod. A este respecto, no
vemos por qué la teoría de los «espíritus del apartamento de Cristo» sería mucho
1 Ibid., p. 141.
2 La Réincarnation, p. 140.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
179
menos extravagante que las otras; sabemos muy bien el papel deplorable que jugó en
la escuela ocultista francesa, y eso continúa todavía en las agrupaciones diversas que
representan hoy día los restos de esta escuela. Por otro lado, hay una «vidente»
espiritista, Mlle Marguerite Wolff (podemos nombrarla, puesto que la cosa es
pública), que ha recibido de su «guía», en estos últimos tiempos, la misión de
anunciar «la próxima reencarnación de Cristo en Francia»; ella misma se cree
Catherine de Médicis reencarnada (sin hablar de algunas centenas de otras
existencias vividas anteriormente sobre la tierra y en otras partes, y de las cuales
habría recuperado el recuerdo más o menos preciso), y ha publicado una lista de más
de doscientas «reencarnaciones célebres», en la cual hace saber «lo que los grandes
hombres de hoy han sido antaño»; éste es todavía un caso patológico bastante
destacable1. Hay también espiritistas que tienen concepciones mesiánicas de un
género completamente diferente: hemos leído hace tiempo, en una revista espiritista
extranjera (no hemos podido encontrar la referencia exacta), un artículo en el que el
autor criticaba bastante justamente a aquellos que, al anunciar para un tiempo
próximo la «segunda venida» de Cristo, la presentan como debiendo ser una
reencarnación; pero era para declarar a continuación que, si no se puede admitir esta
tesis, es simplemente porque el retorno de Cristo ya es un hecho cumplido… por el
espiritismo: «Ya ha venido, puesto que en algunos centros, se registran sus
comunicaciones». Verdaderamente, es menester tener una fe bien robusta para poder
creer así que Cristo y sus Apóstoles se manifiestan en sesiones espiritistas y hablan
por el órgano de los médiums, sobre todo cuando se ve de qué calidad son las
innumerables «comunicaciones» que se les han atribuido2. Por otra parte, en algunos
círculos americanos, hubo «mensajes» donde Apolonio de Tiana vino a declarar,
haciéndose apoyar por diversos «testigos», que es él mismo quien fue a la vez «el
Jesús y el San Pablo de las escrituras cristianas», y quizás también San Juan, y quien
1 Esta calaverada ha tenido un fin triste: caída entre las manos de estafadores que la explotaron
odiosamente, la desdichada está hoy, parece, completamente desengañada de su misión.
2 Una revista espiritista bastante independiente que se publicaba en Marsella, bajo el título de La
Vie Posthume, dio hace tiempo una divertida reseña de una sesión de «espiritismo pietista» donde se
manifestaron San Juan, Jesucristo y Allan Kardec; Papus ha reproducido este relato, no sin alguna
malicia, en su Traité méthodique de Science occulte, pp. 332-389. —Mencionamos también, a este
propósito, que los «prolegómenos» del Livre des Esprits llevan las firmas siguientes: «San Juan el
Evangelista, San Agustín, San Vicente de Paul, San Luis, el Espíritu de Verdad, Sócrates, Platón,
Fenelón, Franklin, Swedemborg, etc.»; ¿no hay ahí con qué hacer excusables las «exageraciones» de
algunos discípulos de Allan Kardec?
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
180
predicó los Evangelios, cuyos originales le habían sido dados por los budistas; se
pueden encontrar algunos de estos «mensajes» al final del libro de Henry Lacroix1.
Fuera del espiritismo, hubo también una Sociedad secreta angloamericana que
enseñó la identidad de San Pablo y de Apolonio, pretendiendo que la prueba se
encontraba «en un pequeño manuscrito que ahora se conserva en un monasterio del
Mediodía de Francia»; hay muchas razones para pensar que esta fuente es puramente
imaginaria, pero la concordancia de esta historia con las «comunicaciones»
espiritistas que acabamos de tratar hace al origen de éstas extremadamente
sospechoso, ya que permite pensar que hubo en eso otra cosa que un producto de la
«subconsciencia» de dos o tres desequilibrados2.
Hay todavía, en Papus, otras historias que equivalen casi a la de los «espíritus del
apartamento de Cristo»; citamos este ejemplo: «Del mismo modo que existen
cometas que vienen a aportar la fuerza al sol fatigado y que circulan entre los
diversos sistemas solares, existen también enviados cíclicos que vienen en algunos
periodos a remover a la humanidad entumecida en los placeres o llena de abulia por
una quietud demasiado prolongada… Entre estas reencarnaciones cíclicas, que
vienen siempre de un mismo apartamento de lo invisible, si no son del mismo
espíritu, citaremos la reencarnación que ha sorprendido a tantos historiadores:
Alejandro, Cesar, Napoléon. Cada vez que un espíritu de este plano vuelve,
transforma bruscamente, todas las leyes de la guerra; cualquiera que sea el pueblo
que esté puesto a su disposición, le dinamiza y hace de él un instrumento de
conquista contra el cual nada puede luchar… La próxima vez que venga, este
espíritu encontrará el medio de impedir la muerte de más de dos tercios de su
efectivo en los combates, por la creación de un sistema defensivo que revolucionará
las leyes de la guerra»3. La fecha de esta próxima venida no está indicada, siquiera
aproximadamente, y es una lástima; pero quizás es menester alabar a Papus por
1 Mes expériences avec les esprits, pp. 259-280. —Los «testigos» son Caifás, Poncio Pilatos, el
procónsul Félix, el gnóstico Marción (supuesto San Marcos), Luciano (supuesto San Lucas), Damis,
biógrafo de Apolonio, el papa Gregorio VII, y finalmente un cierto Deva Bodhastuata, personaje
imaginario que se presentaba como «el vigesimoséptimo profeta a partir de Budha»; ¡Parece que
varios de entre ellos habían tomado como intérprete el «espíritu» de Faraday!
2 La sociedad secreta de que se trata se designaba, de manera más bien enigmática, por la
denominación de «Orden S. S. S. y Fraternidad Z. Z. R. R. Z. Z.»; estuvo en hostilidad declarada con
la H. B. of L.
3 La Réincarnation, pp. 155-159.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
181
haber sido tan prudente en la circunstancia, ya que, cada vez que quiso ponerse a
hacer profecías un poco precisas, los acontecimientos, por una increíble mala suerte,
jamás dejaron de darle un desmentido. Pero he aquí otro «apartamento» con el que
nos hace tomar conocimiento: «Es también Francia (acaba de hablar de Napoléon)
quien tuvo el gran honor de encarnar varias veces a una enviada celeste del
apartamento de la Virgen de Luz, que unía a la fragilidad de la mujer la fuerza del
ángel encarnado. Santa Genoveva forma el núcleo de la nación francesa. Juana de
Arco salva a esta nación en el momento en que, lógicamente, ya no había nada que
hacer»1. Y, a propósito de Juana de Arco, es menester no dejar escapar la ocasión de
una pequeña declaración anticlerical y democrática: «La iglesia romana es hostil a
todo enviado celeste, y ha sido menester la formidable voz del pueblo para reformar
el juicio de los jueces eclesiásticos que, cegados por la política, martirizaron a la
enviada del Cielo»2. Si Papus hace venir a Juana de Arco del «apartamento de la
Virgen de Luz», hubo hace algún tiempo en Francia una secta, sobre todo espiritista
en el fondo, que se titulaba «esenia» (esta denominación ha tenido mucho éxito en
todos los medios de este género), que la consideraba como el «Mesías femenino»,
como la igual de Cristo mismo, en fin, como el «Consolador celeste» y el «Espíritu
de Verdad anunciado por Jesús»3; y parece que algunos espiritistas han llegado hasta
considerarla como una reencarnación de Cristo en persona4.
Pero pasemos a otro género de extravagancias a las que la idea de la
reencarnación ha dado lugar igualmente: queremos hablar de las relaciones que los
espiritistas y los ocultistas suponen entre las existencias sucesivas; para ellos, en
efecto, las acciones cumplidas en el curso de una vida deben tener consecuencias en
las vidas siguientes. Se trata de una causalidad de una especie muy particular; más
exactamente, es la idea de sanción moral, pero que, en lugar de ser aplicada a una
«vida futura» extraterrestre como lo es en las concepciones religiosas, se encuentra
reducida a las vidas terrestres en virtud de esta aserción, al menos contestable, de
que las acciones cumplidas sobre la tierra deben tener efectos sobre la tierra
1 La Réincarnation, p. 160.
2 Ibid., p. 161.
3 Habría que decir cosas bastante curiosas sobre esta secta, que era de un anticatolicismo feroz; las
fantasías pseudohistóricas de Jacolliot eran muy honradas allí, y con todo eso se buscaba sobre todo
«neutralizar» el cristianismo; hemos dicho algunas palabras en otra parte, a propósito del papel que
los teosofistas atribuyen a los antiguos esenios (El Teosofismo, página 194 de la edición francesa).
4 Les Messies esséniens et l’Eglise orthodoxe, p. 319.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
182
exclusivamente; el «Maestro» al que hemos hecho alusión enseñaba expresamente
que «es en el mundo donde se han contraído deudas donde se viene a pagarlas». Es a
esta «causalidad ética» a la que los teosofistas han dado el nombre de karma
(impropiamente, puesto que esta palabra, en sánscrito, no significa otra cosa que
«acción»); en las demás escuelas, si no se encuentra la palabra (aunque los ocultistas
franceses, a pesar de su hostilidad hacia los teosofistas, la emplean de buena gana),
la concepción es la misma en el fondo, y las variaciones no inciden sino sobre puntos
secundarios. Cuando se trata de indicar con precisión las consecuencias futuras de tal
o de cual acción determinada, los teosofistas se muestran generalmente bastante
reservados; pero espiritistas y ocultistas parecen rivalizar sobre quién dará a este
respecto los detalles más minuciosos y más ridículos: por ejemplo, si es menester
creer a algunos, si alguien se ha conducido mal hacia su padre, renacerá cojo de la
pierna derecha; si ha sido hacia su madre, será cojo de la pierna izquierda, y así
sucesivamente. Hay otros que, en algunos casos, ponen también las enfermedades de
este género en la cuenta de accidentes ocurridos en existencias anteriores; hemos
conocido a un ocultista que era cojo y que creía firmemente que se debía a que en su
vida precedente, se había roto la pierna al saltar por una ventana para evadirse de las
prisiones de la inquisición. No se podría creer hasta dónde puede llegar el peligro de
esta suerte de cosas: ocurre diariamente, sobre todo en los medios ocultistas, que se
le dice a alguien que ha cometido antaño tal o cual crimen, y que debe esperar
«pagarle» en su vida actual; y se agrega todavía que no debe hacer nada para escapar
a este castigo que le alcanzará pronto o tarde, y que será incluso tanto más grave
cuanto más se haya retrasado el plazo. Bajo el imperio de una tal sugestión, el
desdichado correrá verdaderamente al encuentro del supuesto castigo y se esforzará
incluso en provocarle; si se trata de un hecho cuyo cumplimiento depende de su
voluntad, las cosas más absurdas no harán vacilar al que ha llegado a este grado de
credulidad y de fanatismo. El «Maestro» (siempre el mismo) había persuadido a uno
de sus discípulos de que, en razón de no sabemos muy bien cuál acción cometida en
otra encarnación, debía casarse con una mujer amputada de la pierna izquierda; el
discípulo (era por lo demás un ingeniero, y por consiguiente un hombre que debía
tener un cierto grado de inteligencia y de instrucción) hizo aparecer anuncios en
diversos periódicos para encontrar una persona que cumpliera la condición
requerida, y acabó por encontrarla en efecto. No se trata más que un rasgo entre
muchos otros análogos, y le citamos porque es enteramente característico de la
mentalidad de las gentes en cuestión; pero los hay que pueden tener resultados más
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
183
trágicos, y hemos conocido a otro ocultista que, no deseando nada tanto como una
muerte accidental que debía liberarle de un pesado karma, había tomado
simplemente el partido de no hacer nada para evitar los coches que encontraba en su
camino; si no llegaba hasta meterse debajo de sus ruedas, es solo porque debía morir
por accidente, y no por suicidio que, en lugar de satisfacer su karma, le hubiera
agravado al contrario más todavía. Que nadie vaya a suponer que exageramos lo más
mínimo; estas cosas no se inventan, y, para quien conoce estos medios, la puerilidad
misma de algunos detalles es una garantía de autenticidad; por lo demás, si hubiera
necesidad de ello, podríamos dar los nombres de los diversos personajes a quienes
les han ocurrido estas aventuras. Uno no puede sino compadecerse de aquellos que
son víctimas de semejantes sugestiones; ¿pero qué es menester pensar de aquellos
que son sus autores responsables? Si actúan de mala fe, merecerían ciertamente ser
denunciados como verdaderos malhechores; si son sinceros, lo que es posible en
muchos casos, debería tratárseles como a locos peligrosos.
Cuando estas cosas se quedan en el dominio de la simple teoría, no son más que
grotescas: tal es el ejemplo, bien conocido entre los espiritistas, de la víctima que
lleva hasta otra existencia su venganza contra su asesino; el asesinado de antaño
devendrá entonces asesino a su vez, y el asesino, devenido víctima, deberá vengarse
a su vez en otra existencia… y así sucesiva e indefinidamente. Otro ejemplo del
mismo género es el del cochero que aplasta a un peatón; como castigo, ya que la
«justicia» póstuma de los espiritistas se extiende incluso al homicidio por
imprudencia, este cochero, devenido peatón en su vida siguiente, será aplastado por
el peatón devenido cochero; pero, lógicamente, éste, cuyo acto no difiere del
primero, deberá sufrir después el mismo castigo, y siempre por su víctima, de suerte
que estos dos desafortunados individuos estarán obligados a aplastarse así
alternativamente uno al otro hasta el fin de los siglos, ya que, evidentemente no hay
ninguna razón para que eso se detenga; que se pregunte más bien a M. Gabriel
Delanne lo que piensa de este razonamiento. Sobre este punto todavía, hay otros
«neoespiritualistas» que no tienen que envidiar en nada a los espiritistas, y hemos
oído a un ocultista de tendencias místicas contar la historia siguiente, como ejemplo
de las consecuencias horrorosas que pueden acarrear actos considerados
generalmente como bastante indiferentes: un escolar se entretiene en quebrar una
pluma, luego la tira; las moléculas del metal guardarán, a través de todas las
transformaciones que tengan que sufrir, el recuerdo de la maldad de la que ese niño
ha hecho prueba a su respecto; finalmente, después de algunos siglos, estas
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
184
moléculas pasarán a los órganos de una máquina cualquiera, y, un día, se producirá
un accidente, y un obrero morirá triturado por esta máquina; ahora bien, se
encontrará justamente que ese obrero será el escolar en cuestión, que se habrá
reencarnado para sufrir el castigo de su acto anterior. Sería ciertamente difícil
imaginar algo más extravagante que semejantes cuentos fantásticos, que bastan para
dar una justa idea de la mentalidad de aquellos que los inventan, y sobre todo de
aquellos que creen en ellos.
En estas historias, como se ve, la cuestión más frecuente son los castigos; eso
puede parecer sorprendente en gentes que se jactan de tener una doctrina
«consoladora» ante todo, pero sin duda es lo más propio para encender las
imaginaciones. Además, como lo hemos dicho, se hacen esperar recompensas para el
porvenir; pero, en cuanto a hacer conocer lo que, en la vida presente, es la
recompensa de tal o cual buena acción cumplida en el pasado, parece que eso tendría
el inconveniente de poder dar nacimiento a sentimientos de orgullo; quizás, después
de todo, sería menos funesto que aterrorizar a pobres gentes con el «pago» de sus
«deudas» imaginarias. Agregamos que se consideran también algunas veces
consecuencias de un carácter más inofensivo: es así como Papus se asegura que «es
raro que un ser espiritual reencarnado sobre la tierra no sea conducido, por
circunstancias en apariencia fortuitas, a hablar, además de su lengua actual, la lengua
del país de su última encarnación anterior»1; agrega que «es una precisión
interesante de controlar», pero, desafortunadamente, olvida indicar por cuál medio se
podría llegar a ello. Ya que citamos todavía una vez más a Papus, no olvidamos,
pues es una curiosidad digna de ser notada, decir que enseñaba (pero no creemos que
se haya atrevido a escribirlo) que uno puede a veces reencarnarse antes de haber
muerto: reconocía que éste debía ser un caso excepcional, pero presentaba de buena
gana el cuadro de un abuelo y de su nieto que no tenían más que un único y mismo
espíritu, que se encarnaría progresivamente en el niño (tal es en efecto la teoría de
los ocultistas, que precisan que la encarnación no está completa sino al cabo de siete
años) a medida que el anciano fuera debilitándose. Por lo demás, la idea de poderse
reencarnar en su propia descendencia le era particularmente querida, porque veía en
ello un medio de justificar, bajo su punto de vista, las palabras por las cuales «Cristo
1 La Réincarnation, p. 135.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
185
proclama que el pecado puede ser castigado hasta la séptima generación»1; la
concepción de lo que se podría llamar una «responsabilidad hereditaria» parecía
escapársele enteramente, y sin embargo, incluso fisiológicamente, se trata de un
hecho que apenas es contestable. Desde que el individuo humano tiene de sus padres
algunos elementos corporales y psíquicos, los prolonga en cierto modo parcialmente
bajo esta doble relación, y es verdaderamente algo de ellos aunque es él mismo, y así
las consecuencias de sus acciones pueden extenderse hasta él; es de esta manera, al
menos, como se pueden expresar las cosas despojándolas de todo carácter
específicamente moral. Inversamente, se puede decir también que el niño, e incluso
todos los descendientes, están potencialmente incluidos desde el origen en la
individualidad de los padres, siempre bajo la doble relación corporal y psíquica, es
decir, no en lo que concierna al ser propiamente espiritual y personal, sino en lo que
constituye la individualidad humana como tal; y así la descendencia puede ser
considerada como habiendo participado, de una cierta manera, en las aciones de los
padres, sin existir no obstante actualmente en el estado individualizado. Indicamos
ahí los dos aspectos complementarios de la cuestión; no nos detendremos más en
ello, pero quizás eso bastará para que algunos entrevean todo el partido que se podría
sacar de ahí en cuanto a la «teoría del pecado original».
Los espiritistas, precisamente, protestan contra esta idea del «pecado original»,
primeramente porque choca contra su concepción especial de la justicia, y también
porque tiene consecuencias contrarias para su teoría «progresista»; Allan Kardec no
quiere ver en ella más que una expresión del hecho de que «el hombre ha venido
sobre la tierra, llevando en sí mismo el germen de sus pasiones y los rastros de su
inferioridad primitiva», de suerte que, para él, «el pecado original está en la
naturaleza imperfecta del hombre, que no es así responsable más que de sí mismo y
de sus propias faltas, y no de las de sus padres»; tal es al menos, sobre esta cuestión,
la enseñanza que atribuye al «espíritu» de San Luis2. M. Léon Denis se expresa en
términos más precisos, y también más violentos: «El pecado original es el dogma
fundamental sobre el cual reposa todo el edificio de los dogmas cristianos. Idea
verdadera en el fondo, pero falsa en la forma y desnaturalizada por la iglesia.
Verdadera en el sentido de que el hombre sufre por la intuición que conserva de las
1 Ibid., p. 35. —Esta frase parece no tener ninguna relación con el resto del pasaje en el que se
encuentra intercalada, pero sabemos cuál era el pensamiento de Papus sobre este punto (cf. ibid., pp.
103-105).
2 Le Livre des Esprits, pp. 446-447.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
186
faltas cometidas en sus vidas anteriores, y por las consecuencias que ellas entrañan
para él. Pero este sufrimiento es personal y merecido. Nadie es responsable de las
faltas de otro, si no ha participado en ellas. Presentado bajo su aspecto dogmático, el
pecado original, que castiga a toda la posteridad de Adam, es decir, a la humanidad
entera, por la desobediencia de la primera pareja, para salvarla después por una
iniquidad mayor, la inmolación de un justo, es un ultraje a la razón y a la moral,
consideradas en sus principios esenciales: la bondad y la justicia. Ha hecho más para
alejar al hombre de la creencia en Dios que todos los ataques y todas las críticas de
la filosofía»1. Podría preguntársele al autor si la transmisión hereditaria de una
enfermedad no es igualmente, según su manera de ver, «un ultraje a la razón y a la
moral», lo que no le impide ser un hecho real y frecuente2; o podría preguntársele
también si la justicia, entendida en el sentido humano (y es en efecto así como la
entiende, puesto que su concepción de Dios es completamente antropomórfica y
«antropopática»), puede consistir en otra cosa que en «compensar una injusticia por
otra injusticia», como lo dicen los chinos; pero, en el fondo, las declamaciones de
este género no merecen siquiera la menor discusión. Lo que es más interesante, es
notar aquí un procedimiento que es habitual a los espiritistas, y que consiste en
pretender que los dogmas de la iglesia, y también las diversas doctrinas de la
antigüedad, son una deformación de sus propias teorías; olvidan que éstas son de
invención completamente moderna, y tienen eso de común con los teosofistas, que
presentan su doctrina como «la fuente de todas las religiones»: ¿no ha llegado así M.
Léon Denis hasta declarar formalmente que «todas las religiones, en su origen,
reposan sobre hechos espiritistas y no tienen otras fuentes que el espiritismo»?3. En
el caso actual, la opinión de los espiritistas, es que el pecado original es una figura
de las faltas cometidas en las vidas anteriores, figura cuyo verdadero sentido no
puede ser comprendido evidentemente más que por aquellos que, como ellos, creen
en la reencarnación; ¡es lamentable, para la solidez de esta tesis, que Allan Kardec
sea algo posterior a Moisés!
1 Christianisme et Spiritisme, pp. 93-96.
2 A pesar de M. Léon Denis (ibid., pp. 97-98), no es necesario ser materialista para admitir la
herencia; pero los espiritistas, por necesidades de su tesis, no vacilan en negar la evidencia misma. —
M. Gabriel Delanne, por el contrario, admite la herencia en una cierta medida (L’Evolution animique,
pp. 287-301).
3 Discurso pronunciado en el Congreso espiritista de Ginebra, en 1913.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
187
Los ocultistas dan del pecado original y de la caída del hombre interpretaciones
que, si no están mejor fundadas, son al menos más sutiles en general; hay una que no
podemos dispensarnos de señalar aquí, ya que se relaciona muy directamente con la
teoría de la reencarnación. Esta explicación pertenece en propiedad a un ocultista
francés, ajeno a la escuela papusiana, y que reivindica para él solo el derecho a la
calificación de «ocultista cristiano» (aunque los demás tengan la pretensión de ser
cristianos también, a menos de que prefieran llamarse «crísticos»); una de sus
particularidades es que, mofándose a todo propósito de los triples y séptuples
sentidos de los esoteristas y de los kabbalistas, quiere atenerse a la interpretación
literal de las Escrituras, lo que no le impide, como se va a ver, acomodar esta
interpretación a sus concepciones personales. Es menester saber, para comprender su
teoría, que este ocultista es partidario del sistema geocéntrico, en el sentido de que
considera la tierra como el centro del Universo, si no materialmente, al menos por un
cierto privilegio en lo que concierne a la naturaleza de sus habitantes1: para él, la
tierra es el único mundo donde haya seres humanos, porque las condiciones de la
vida sobre los demás planetas o en los demás sistemas son muy diferentes de las de
la tierra para que un hombre pueda adaptarse a ellas, de donde resulta
manifiestamente que, por «hombre», entiende exclusivamente un individuo corporal,
dotado de los cinco sentidos que conocemos, de las facultades correspondientes, y de
los órganos necesarios a las diversas funciones de la vida humana terrestre. Por
consiguiente, los hombres no pueden reencarnarse mas que sobre la tierra, puesto
que no hay ningún otro lugar en el Universo donde les sea posible vivir (no hay que
decir que no podría tratarse en eso de salir de la condición espacial), y puesto que
siguen siendo siempre hombres al reencarnarse; se agrega incluso que un cambio de
sexo les es completamente imposible. En el origen, el hombre, «al salir de las manos
del Creador» (las expresiones más antropomórficas deben ser tomadas aquí al pie de
la letra, y no como los símbolos que son en realidad), fue colocado sobre la tierra
para «cultivar su jardín», es decir, según parece, para «evolucionar la materia física»,
supuesta más sutil entonces que hoy día. Por «el hombre», es menester entender la
colectividad humana toda entera, la totalidad del género humano, considerado como
la suma de todos los individuos (destáquese esta confusión de la noción de especie
con la de colectividad, que es muy común también entre los filósofos modernos), de
1 Otros ocultistas, que tienen concepciones astronómicas completamente especiales, llegan hasta
sostener que la tierra es, incluso materialmente, el centro del Universo.
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
188
tal suerte que «todos los hombres», sin ninguna excepción, y en número
desconocido, pero ciertamente muy grande, fueron primeramente encarnados al
mismo tiempo sobre la tierra. No es la opinión de las demás escuelas, que hablan
frecuentemente de las «diferencias de edad de los espíritus humanos» (sobre todo
aquellos que han tenido el privilegio de conocer «al espíritu más viejo del planeta»),
e inclusive de los medios de determinarlas, principalmente por el examen de los
«aspectos planetarios» del horóscopo; pero sigamos. En las condiciones que
acabamos de decir, evidentemente no podía producirse ningún nacimiento, puesto
que no había ningún hombre no encarnado, y fue así mientras no murió el hombre, es
decir, hasta la caída, en la cual debieron participar todos así en persona (éste es el
punto esencial de la teoría), y que se considera por lo demás como «pudiendo
representar toda una serie de acontecimientos que han debido desarrollarse en el
curso de un periodo de varios siglos»; pero se evita prudentemente pronunciarse
sobre la naturaleza exacta de estos acontecimientos. A partir de esta caída, la materia
física devino más grosera, sus propiedades fueron modificadas, fue sometida a la
corrupción, y los hombres, aprisionados en esta materia, comenzaron a morir, a
«desencarnarse»; después, comenzaron igualmente a nacer, ya que estos hombres
«desencarnados», permaneciendo «en el espacio» (se ve cuan grande es la influencia
del espiritismo en todo eso), o en la «atmósfera invisible» de la tierra, tendían a
reencarnarse, a retomar la vida física terrestre en nuevos cuerpos humanos, es decir,
en suma, a volver de nuevo a su condición normal. Así, según esta concepción, son
siempre los mismos seres humanos los que deben renacer periódicamente desde el
comienzo al fin de la humanidad terrestre (admitiendo que la humanidad terrestre
tenga un fin, ya que hay también escuelas según las cuales la meta que debe alcanzar
es entrar en posesión de la «inmortalidad física» o corporal, y cada uno de los
individuos que la componen se reencarnará sobre la tierra hasta que llegue
finalmente a este resultado). Ciertamente, todo este razonamiento es muy simple y
perfectamente lógico, pero a condición de admitir primero su punto de partida, y
especialmente de admitir la imposibilidad para el ser humano de existir en
modalidades diferentes de la forma corporal terrestre, lo que no es de ninguna
manera conciliable con las nociones más elementales de la metafísica; ¡parece no
obstante, al menos al decir de su autor, que éste es el argumento más sólido que se
pueda proporcionar en apoyo de la hipótesis de la reencarnación!1.
1 Esto era escrito cuando no habíamos sabido la muerte del ocultista al que hacíamos alusión; así
EXTRAVAGANCIAS REENCARNACIONISTAS
189
Podemos detenernos aquí, ya que no tenemos la pretensión de agotar la lista de
estas excentricidades; hemos dicho suficientemente como para que uno pueda darse
cuenta de todo lo que la difusión de la idea reencarnacionista tiene de inquietante
para el estado mental de nuestros contemporáneos. Nadie debe sorprenderse de que
hayamos tomado algunos de nuestros ejemplos fuera del espiritismo, ya que es a éste
a quien ha sido tomada esta idea por todas las demás escuelas que la enseñan; así
pues, es sobre el espiritismo donde recae, al menos indirectamente, la
responsabilidad de esta extraña locura. Finalmente, nos excusaremos de haber
omitido, en lo que precede, la indicación de algunos nombres; no queremos hacer
obra de polémica, y, sí se puede ciertamente citar sin inconveniente, con referencias
en su apoyo, todo lo que un autor ha publicado bajo su propia firma, o incluso bajo
un seudónimo cualquiera, el caso es un poco diferente cuando se trata de cosas que
no han sido escritas; sin embargo, si nos vemos obligados a dar algún día precisiones
mayores, no vacilaremos en hacerlo en el interés de la verdad, y únicamente las
circunstancias determinarán nuestra conducta a este respecto.
pues, ahora podemos decir que es del Dr. Rozier de quien se trata en este párrafo.
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CAPÍTULO VIII
LOS LÍMITES DE LA EXPERIMENTACIÓN
Antes de dejar la cuestión de la reencarnación, nos queda que hablar todavía de
las pretendidas «pruebas experimentales»; ciertamente, cuando una cosa se
demuestra imposible, como es el caso, todos los hechos que pueden invocarse en su
favor son perfectamente insignificantes, y se puede estar seguro de antemano de que
estos hechos son malinterpretados; pero a veces es interesante y útil poner las cosas a
punto, y vamos a encontrar en ello un buen ejemplo de las fantasías
pseudocientíficas en las que se complacen los espiritistas e incluso algunos
psiquistas que, frecuentemente sin saberlo, se dejan ganar poco a poco por el
contagio «neoespiritualista». Primeramente, recordaremos y precisaremos lo que
hemos dicho precedentemente en lo que concierne a los casos que se presentan como
casos de reencarnación, en razón de un pretendido «despertar de recuerdos» que se
produce espontáneamente: cuando son reales (ya que los hay que están muy mal
controlados, y ya que los autores que tratan de este tipo de cosas los repiten uno tras
de otro sin tomarse jamás el trabajo de verificarlos), no son más que simples casos
de metempsicosis, en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, de transmisión
de algunos elementos psíquicos de una individualidad a otra. Los hay incluso para
los cuales quizás no hay necesidad de ir tan lejos: así, ocurre a veces que una
persona sueña con un lugar que no conoce, y que, después, al ir por primera vez a un
país más o menos remoto, encuentra allí todo lo que había visto así como por
anticipación; si no había guardado de su sueño un recuerdo claramente consciente, y
si no obstante se produjera el reconocimiento, esa persona podría, admitiendo que
crea en la reencarnación, imaginarse que hay en eso alguna reminiscencia de una
existencia anterior; y es así como pueden explicarse efectivamente muchos de los
casos, al menos entre aquellos donde los lugares reconocidos no evocan la idea de un
acontecimiento preciso. Estos fenómenos, que se pueden relacionar con la clase de
los sueños llamados «premonitorios», están lejos de ser raros, pero aquellos a
quienes les ocurren evitan lo más frecuentemente hablar de ello por temor a pasar
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
191
por «alucinados» (una palabra de la que se abusa y que jamás explica nada en el
fondo), y se podría decir otro tanto de los hechos de «telepatía» y otros del mismo
género; estos hechos ponen en juego algunos prolongamientos obscuros de la
individualidad, pertenecientes al dominio de la «subconsciencia», y cuya existencia
se explica más fácilmente de lo que se podría creer. En efecto, un ser cualquiera debe
llevar en sí mismo algunas virtualidades que sean como el germen de todos los
acontecimientos que le ocurrirán, ya que estos acontecimientos, en tanto que
representan estados secundarios o modificaciones de sí mismo, deben tener en su
propia naturaleza su principio o su razón de ser; éste es un punto que Leibnitz, único
entre todos los filósofos modernos, ha visto bastante bien, aunque su concepción se
encuentra falseada por la idea de que el individuo es un ser completo y una suerte de
sistema cerrado. Se admite bastante generalmente la existencia, desde el origen, de
tendencias o de predisposiciones de órdenes diversos, tanto psicológicos como
fisiológicos; no se ve pues por qué sería así para algunas cosas solo, entre las que se
realizarán o se desarrollarán en el futuro, mientras que las demás no tendrían
ninguna correspondencia en el estado presente del ser; si se dice que hay
acontecimientos que no tienen más que un carácter puramente accidental,
replicaremos que esta manera de ver implica la creencia en el azar, que no es otra
cosa que la negación del principio de razón suficiente. Se reconoce sin dificultad que
todo acontecimiento pasado que ha afectado a un ser por poco que sea debe dejar en
él alguna huella, incluso orgánica (se sabe que algunos psicólogos querrían explicar
la memoria por un supuesto «mecanismo» fisiológico), pero, bajo esta relación,
apenas se puede concebir que haya una suerte de paralelismo entre el pasado y el
futuro; eso se debe simplemente a que uno no se da cuenta de la relatividad de la
condición temporal. A este respecto, habría que exponer toda una teoría, que podría
dar lugar a largos desarrollos; pero nos basta haber señalado que en eso hay
posibilidades que no deberían ser desdeñadas, aunque se pueda sentir alguna
molestia en hacerlas entrar en los cuadros de la ciencia ordinaria, que no se aplican
más que a una porción muy pequeña de la individualidad humana y del mundo donde
se despliega; ¿qué sería pues si tratara de rebasar el dominio de esta individualidad?
En lo que concierne a los casos que no pueden explicarse de la manera
precedente, son sobre todo aquellos donde la persona que reconoce un lugar donde
no había estado jamás tiene al mismo tiempo la idea más o menos clara de que ya ha
vivido allí, o de que allí le ha ocurrido tal o cual acontecimiento, o también de que
ha muerto allí (lo más frecuentemente de muerte violenta); ahora bien, en los casos
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
192
donde se ha podido proceder a algunas verificaciones, se ha podido constatar que lo
que esta persona cree que le ha ocurrido así a ella misma le ha ocurrido
efectivamente en ese lugar a uno de su antepasados más o menos lejanos. Hay ahí un
ejemplo muy claro de esa transmisión hereditaria de elementos psíquicos de la que
hemos hablado; se podrían designar los hechos de este género bajo el nombre de
«memoria ancestral», y los elementos que se transmiten así son en efecto, en una
buena parte, del orden de la memoria. Lo que es singular a primera vista, es que esta
memoria puede no manifestarse sino después de varias generaciones; pero se sabe
que es exactamente la misma cosa para las semejanzas corporales, y también para
algunas enfermedades hereditarias. Se puede admitir muy bien que, durante todo el
intervalo, el recuerdo en cuestión ha permanecido en el estado latente y
«subconsciente», aguardando una ocasión favorable para manifestarse; si la persona
en la que se produce el fenómeno no hubiera ido al lugar requerido, este recuerdo
habría continuado más tiempo todavía conservándose como lo había hecho hasta
entonces, sin poder devenir claramente consciente. Por lo demás, es exactamente la
misma cosa para lo que, en la memoria, pertenece en propiedad al individuo: todo se
conserva, puesto que todo tiene, de una manera permanente, la posibilidad de
reaparecer, incluso lo que parece más completamente olvidado y lo que es más
insignificante en apariencia, como se ve en algunos casos más o menos anormales;
pero, para que tal recuerdo determinado reaparezca, es menester que las
circunstancias se presten a ello, de suerte que, de hecho, hay muchos de ellos que
jamás vuelven al campo de la consciencia clara y distinta. Lo que pasa en el dominio
de las predisposiciones orgánicas es exactamente análogo: un individuo puede llevar
en él, en el estado latente, tal o cual enfermedad, el cáncer por ejemplo, pero esta
enfermedad no se desarrollará sino bajo la acción de un choque o de alguna causa de
debilitamiento del organismo; si tales circunstancias no se encuentran, la enfermedad
no se desarrollará jamás, pero por eso su germen no existe menos real y
presentemente en el organismo, del mismo modo que una tendencia psicológica que
no se manifiesta por ningún acto exterior por eso no es menos real en sí misma.
Ahora bien, debemos agregar que, puesto que no podría haber circunstancias
fortuitas, y puesto que una semejante suposición está incluso desprovista de sentido
(que ignoremos la causa de una cosa no quiere decir que esa causa no exista), debe
haber una razón para que la «memoria ancestral» se manifieste en tal individuo más
bien que en cualquier otro miembro de la misma familia, del mismo modo que debe
haber también una razón para que una persona se parezca físicamente a tal o a cual
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
193
de sus antepasados más bien que a tal otro y que a sus padres inmediatos. Es aquí
donde sería menester hacer intervenir esas leyes de la «afinidad» a las que se ha
aludido más atrás; pero correríamos el riesgo de alejarnos mucho de nuestro tema si
fuera menester explicar cómo una individualidad puede estar ligada más
particularmente a otra, tanto más cuanto que los lazos de este género no son
forzosamente hereditarios en todos los casos, y cuanto que, por extraño que eso
parezca, pueden existir incluso entre un ser humano y seres no humanos; y todavía,
además de los lazos naturales, puede haber lazos creados artificialmente por algunos
procedimientos que son del dominio de la magia, e incluso de una magia bastante
inferior. Sobre este punto como sobre tantos otros, los ocultistas han dado
explicaciones eminentemente fantasiosas; es así como Papus ha escrito esto: «El
cuerpo físico pertenece a una familia animal de la cual han venido (sic) la mayoría
de sus células, después de una evolución astral. La transformación evolutiva de los
cuerpos se hace en plano astral; hay pues cuerpos humanos que se relacionan por su
forma fisiognomónica, ya sea al perro, al mono, al lobo, incluso a los pájaros o a los
peces. Ese es el origen secreto de los tótems de la raza roja y de la raza negra»1.
Confesamos no comprender lo que puede ser una «evolución astral» de elementos
corporales; pero después de todo, esta explicación vale tanto como la de los
sociólogos, que se imaginan que el «tótem» animal o incluso vegetal es considerado,
literal y materialmente, como el antepasado de la tribu, sin parecer sospechar que el
«transformismo» es de invención completamente reciente. En realidad, no es de
elementos corporales de lo que se trata en todo eso, sino de elementos psíquicos
(hemos visto ya que Papus cometía esta confusión sobre la naturaleza de la
metempsicosis); y es evidentemente poco razonable suponer que la mayoría de las
células de un cuerpo humano, o más bien de sus elementos constituyentes, tengan
una proveniencia idéntica, mientras que, en el orden psíquico, puede haber, como lo
hemos dicho, conservación de un conjunto más o menos considerable de elementos
que permanecen asociados. En cuanto al «origen secreto de los tótems», podemos
afirmar que ha permanecido verdaderamente secreto en efecto para los ocultistas,
tanto como para los sociólogos; por lo demás, quizás vale más que sea así, ya que
estas cosas no son de aquellas sobre las que es fácil explicarse sin reservas, a causa
de las consecuencias y de las aplicaciones prácticas que algunos no dejarían de
querer sacar de ello; hay ya bastantes otras, pasablemente peligrosas también, de las
1 La Réincarnation, pp. 11-12.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
194
que no se puede sino lamentar que estén a la disposición del primer experimentador
que llega.
Acabamos de hablar de los casos de transmisión no hereditaria; cuando esta
transmisión no recae sino sobre elementos poco importantes, no se nota apenas, e
incluso es casi imposible constatarla claramente. Hay ciertamente, en cada uno de
nosotros, elementos de éstos que provienen de la desagregación de las
individualidades que nos han precedido (aquí no se trata naturalmente sino de la
parte mortal del ser humano); si alguno de entre ellos, ordinariamente
«subconscientes», aparecen en la consciencia clara y distinta, uno se apercibe bien
de que lleva en sí mismo algo cuyo origen no se explica, pero generalmente no le
presta apenas atención, tanto más cuanto que estos elementos parecen incoherentes y
desprovistos de relación con el contenido habitual de la consciencia. Es sobre todo
en los casos anormales, como en los médiums y los sujetos hipnóticos, donde los
fenómenos de este género tienen más probabilidades de producirse con alguna
amplitud; y, en ellos también, puede haber manifestación de elementos de
proveniencia análoga, pero «adventicios», que no se agregan sino pasajeramente a su
individualidad, en lugar de ser parte integrante de ella; pero puede ocurrir también
que estos elementos, una vez que han penetrado en ellos, se fijen de una manera
permanente, y éste no es uno de los menores peligros de esta suerte de experiencias.
Para volver al caso donde se trata de una transmisión que se opera espontáneamente,
la ilusión de la reencarnación apenas puede tener lugar sino por la presencia de un
conjunto notable de elementos psíquicos de la misma proveniencia, que bastan para
representar casi el equivalente de una memoria individual más o menos completa;
eso es más bien raro, pero parece que se hayan constatado algunos ejemplos.
Verosímilmente, es lo que se produce cuando, habiendo muerto un niño en una
familia, nace después otro que posee, al menos parcialmente, la memoria del
primero; sería difícil, en efecto, explicar tales hechos por una simple sugestión, lo
que, no obstante, no quiere decir que los padres no hayan jugado un papel
inconsciente en la transferencia real, que la sentimentalidad contribuirá no poco a
interpretar en un sentido reencarnacionista. Ha ocurrido también que la transferencia
de la memoria se ha operado en un niño perteneciente a otra familia y a otro medio,
lo que va en contra de la hipótesis de la sugestión; en todo caso, cuando ha habido
una muerte prematura, los elementos psíquicos persisten más fácilmente sin
disolverse, y es por lo que la mayor parte de los ejemplos que se cuentan conciernen
a niños. No obstante, también se citan algunos casos donde se trata de personas que
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
195
han manifestado, en su juventud, la memoria de individuos adultos; pero los hay que
son más dudosos que los precedentes, y donde todo podría reducirse muy bien a una
sugestión o a una transmisión de pensamiento; naturalmente, si los hechos se han
producido en un medio que ha sufrido la influencia de las ideas espiritistas, deben
ser tenidos por extremadamente sospechosos, sin que la buena fe de aquellos que los
han constatado esté por eso en causa, como tampoco lo está la de los
experimentadores que determinan involuntariamente la conducta de sus sujetos en
conformidad con sus propias teorías. No obstante, no hay nada imposible «a priori»
en todos estos hechos, excepto la interpretación reencarnacionista; hay todavía otros
casos donde algunos han querido ver pruebas de la reencarnación, como el caso de
los «niños prodigios»1, que se explican de una manera muy satisfactoria por la
presencia de elementos psíquicos previamente elaborados y desarrollados por otras
individualidades. Agregamos también que es posible que la desintegración psíquica,
incluso fuera de los casos de muerte prematura, sea impedida a veces o al menos
retardada artificialmente; pero éste es también un tema sobre el que es preferible no
insistir. En cuanto a los verdaderos casos de «posteridad espiritual», en el sentido
que hemos indicado precedentemente, no vamos a hablar aquí de ello, ya que estos
casos, por su naturaleza misma, escapan forzosamente a los medios de investigación
muy restringidos de que disponen los experimentadores.
Hemos dicho ya que la memoria está sometida a la desagregación póstuma,
porque es una facultad del orden sensible; conviene agregar que también puede
sufrir, en vida del individuo incluso, una especie de disociación parcial. Las
múltiples enfermedades de la memoria, estudiadas por los psicofisiólogos, no son
otra cosa en el fondo; y es así como deben explicarse, en particular, los supuestos
«desdoblamientos de la personalidad», donde hay como un fraccionamiento en dos o
varias memorias diferentes, que ocupan alternativamente el campo de la consciencia
clara y distinta; estas memorias fragmentarias deben coexistir naturalmente, pero,
puesto que sólo una de entre ellas puede ser plenamente consciente en un momento
dado, las demás se encuentran entonces relegadas a los dominios de la
«subconsciencia»; por lo demás, hay a veces comunicación entre ellas en una cierta
medida. Tales hechos se producen espontáneamente en algunos enfermos, así como
en el sonambulismo natural; también pueden ser realizados experimentalmente en
1 Allan Kardec, Le Livre des Esprits, p. 101; Léon Denis, Après la mort, p. 166; Christianisme et
Spiritisme, p. 296; Gabriel Delanne, L’Evolution animique, p. 282, etc.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
196
los «estados segundos» de los sujetos hipnóticos, a los cuales los fenómenos de
«encarnación» espiritista deben ser asimilados en la mayoría de los casos. Sujetos y
médiums difieren sobre todo de los hombres normales por una cierta disociación de
sus elementos psíquicos, que por lo demás va acentuándose con el entrenamiento que
sufren; es esta disociación la que hace posibles los fenómenos de que se trata, y la
que permite igualmente que elementos heteróclitos vengan en cierto modo a
intercalarse en su individualidad.
El hecho de que la memoria no constituye un principio verdaderamente
permanente del ser humano, sin hablar de las condiciones orgánicas a las cuales está
más o menos estrechamente ligada (al menos en cuanto a sus manifestaciones
exteriores), debe hacer comprender por qué no hemos hecho acuse de una objeción
que se opone frecuentemente a la tesis reencarnacionista, y que los defensores de
ésta estiman no obstante «considerable»: es la objeción sacada del olvido, durante
una existencia, de las existencias anteriores. La respuesta que le da Papus es
ciertamente todavía más débil que la objeción misma: «Este olvido, dice, es una
necesidad ineluctable para evitar el suicidio. Antes de volver de nuevo sobre la tierra
o al plano físico, todo espíritu ve las pruebas que tendrá que sufrir, no vuelve de
nuevo sino después de la aceptación consciente de todas estas pruebas. Ahora bien,
si el espíritu supiera, una vez encarnado, todo lo que tendrá que soportar, su razón se
obnubilaría, su coraje se perdería, y el suicidio consciente sería la conclusión de una
visión clara… sería menester arrebatar la facultad de suicidio al hombre si se
quisiera que guardara con certeza el recuerdo de las existencias anteriores»1. No se
ve que haya una relación necesaria entre el recuerdo de las existencias anteriores y la
previsión de la existencia presente; si esta previsión no ha sido imaginada sino para
responder a la objeción del olvido, no merecía verdaderamente la pena; pero es
menester decir también que la concepción completamente sentimental de las
«pruebas» juega un enorme papel en los ocultistas. Sin buscar la cosa tan lejos, los
espiritistas son a veces más lógicos; es así como M. Léon Denis, aunque declara por
lo demás que el «olvido del pasado es, para el hombre, la condición indispensable de
toda prueba y de todo progreso», y aunque junta a eso todavía algunas otras
consideraciones no menos sentimentales, dice simplemente esto: «El cerebro no
puede recibir y almacenar más que las impresiones comunicadas por el alma en el
estado de cautividad en la materia. La memoria no podría reproducir más que lo que
1 La Réincarnation, pp. 136-137.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
197
ha registrado. En cada renacimiento, el organismo cerebral constituye, para nosotros,
como un libro nuevo sobre el que se graban las sensaciones y las imágenes»1. Es
quizás un poco rudimentario, porque la memoria, a pesar de todo, no es de naturaleza
corporal; pero es bastante plausible, tanto más cuanto que no deja de hacer destacar
que hay muchas de las partes de nuestra existencia actual de las cuales parecemos no
tener ningún recuerdo. Todavía una vez más, la objeción no es tan grave como
quiere decirse, aunque tenga una apariencia más seria que las que no se fundan más
que sobre el sentimiento; quizás es incluso lo mejor que pueden presentar a los que
ignoran todo de la metafísica; pero, en cuanto a nos, no tenemos en modo alguno
necesidad de recurrir a argumentos tan contestables.
Hasta aquí, todavía no hemos abordado las «pruebas experimentales»
propiamente dichas; se designan bajo este nombre los diversos casos que acabamos
de tratar; pero hay todavía otra cosa que depende de la experimentación en su
sentido más estricto. Es aquí sobre todo donde los psiquistas no parecen darse cuenta
de los límites en los que sus métodos pueden ser aplicables; aquellos que hayan
comprendido lo que precede deben ver ya que los experimentadores, según las ideas
admitidas por la «ciencia moderna» (incluso cuando son mantenidos más o menos
apartados por sus representantes «oficiales»), están lejos de poder proporcionar
explicaciones válidas para todo aquello de lo que se trata: ¿cómo los hechos de
metempsicosis, por ejemplo, podrían dar pie a sus investigaciones? Hemos señalado
un singular desconocimiento de los límites de la experimentación en los espiritistas
que tienen la pretensión de «probar científicamente la inmortalidad»; vamos a
encontrar otro que no es menos llamativo para quienquiera que está libre del
prejuicio «cientificista», y, esta vez, no será ya siquiera en los espiritistas, sino más
bien en los psiquistas. Por lo demás, entre espiritistas y psiquistas, a veces es difícil
trazar de hecho una línea de demarcación muy clara, como debería existir en
principio, y parece que haya gentes que solo se titulan psiquistas porque no se
atreven a llamarse francamente espiritistas, puesto que esta última denominación
tiene muy poco prestigio a los ojos de muchos; hay otros que se dejan influenciar sin
quererlo, y que se sorprenderían mucho si se les dijera que una toma de partido
inconsciente falsea el resultado de sus experiencias; para estudiar verdaderamente
los fenómenos psíquicos sin idea preconcebida, los experimentadores deberían
ignorar la existencia misma del espiritismo, lo que evidentemente es imposible. Si la
1 Après la mort, p. 180.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
198
cosa fuera así, no se habría pensado en instituir experiencias destinadas a verificar la
hipótesis de la reencarnación; y si no se hubiera tenido primeramente la idea de
verificar esta hipótesis, jamás se habrían constatado hechos como éstos de los que
vamos a hablar, ya que los sujetos hipnóticos, que se emplean en estas experiencias,
no hacen nada más que reflejar todas las ideas que les son sugeridas voluntaria o
involuntariamente. Basta que el experimentador piense en una teoría, que él
considera como simplemente posible, con razón o sin ella, para que esta teoría
devenga, en el sujeto, el punto de partida de divagaciones interminables; y el
experimentador acogerá ingenuamente como una confirmación lo que no es más que
el efecto de su propio pensamiento actuando sobre la imaginación «subconsciente»
del sujeto; y esto es cierto hasta tal punto que las intenciones más «científicas» jamás
han garantizado a nadie contra algunas causas de error.
Las primeras historias de este género donde se haya tratado de reencarnación son
las que hicieron conocer los trabajos de un psiquista ginebrino, el profesor Flournoy,
que se tomó el trabajo de reunir en un volumen1 todo lo que uno de sus sujetos le
había contado sobre las diversas existencias que pretendía haber vivido sobre la
tierra e inclusive en otras partes; ¡y lo que hay más destacable, es que ni siquiera
haya pensado en sorprenderse de que lo que pasa sobre el planeta Marte fuera tan
fácilmente expresable en lenguaje terrestre! Eso equivalía exactamente al relato de
un sueño cualquiera, y se habría podido estudiar efectivamente bajo el punto de vista
de la psicología del sueño provocado en los estados hipnóticos; pero apenas es
creíble que se haya querido ver en eso algo más, y sin embargo es lo que tuvo lugar.
Un poco más tarde, otro psiquista quiso retomar la cuestión de una manera más
metódica: era el coronel de Rochas, reputado generalmente como un experimentador
serio, pero a quien faltaba muy ciertamente la inteligencia necesaria para saber con
qué trataba en este orden de cosas y para evitar algunos peligros; así, partiendo del
hipnotismo puro y simple, hizo como muchos otros e, insensiblemente, acabó por
convertirse casi enteramente a las teorías espiritistas2. Una de sus últimas obras3 fue
consagrada al estudio experimental de la reencarnación: era la exposición de sus
1 Des Indes à la planète Mars.
2 En 1914, el coronel de Rochas acepto, lo mismo que M. Camille Flammarion, el título de
miembro de honor de la «Association des Etudes spirites» (doctrina Allan Kardec), fundada por M.
Puvis (Algol), con MM. Léon Denis y Gabriel Delanne como presidentes de honor (Revue Spirite,
marzo de 1914, p. 140).
3 Les Vies successives.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
199
investigaciones sobre las pretendidas «vidas sucesivas» por medio de lo que él
llamaba los fenómenos de «regresión de la memoria». En el momento de aparición
de esta obra (era en 1911), acababa de ser fundado en París un «Instituto de
investigaciones psíquicas», colocado precisamente bajo el patronato de M. de
Rochas, y dirigido por MM. L. Lefranc y Charles Lancelin; es bueno decir que este
último, que se califica casi indiferentemente de psiquista y de ocultista, no es apenas
en el fondo otra cosa que un espiritista, y que era ya bien conocido como tal. M.
Lefranc, cuyas tendencias eran las mismas, quiso retomar las experiencias de M. de
Rochas, y, naturalmente, llegó a resultados que concordaban perfectamente con los
que había obtenido éste; lo contrario hubiera sido bien sorprendente, puesto que
partía de una hipótesis preconcebida, de una teoría ya formulada, y puesto que no
había encontrado nada mejor que trabajar con antiguos sujetos de M. de Rochas
mismo. El asunto ha devenido hoy día completamente corriente: hay un cierto
número de psiquistas que creen muy firmemente en la reencarnación, simplemente
porque tienen sujetos que les han contado sus existencias anteriores; es menester
convenir que son poco difíciles en hecho de pruebas, y en eso hay un nuevo capítulo
que agregar a la historia de lo que se podría llamar la «credulidad científica».
Sabiendo lo que son los sujetos hipnóticos, y también cómo pasan indiferentemente
de un experimentador a otro, llevando así el producto de las sugestiones variadas que
ya han recibido, no es dudoso que se hagan, en todos los medios psiquistas, los
propagadores de una verdadera epidemia reencarnacionista; así pues, no es inútil
mostrar con alguna precisión lo que hay en el fondo de todas esas historias1.
M. de Rochas ha creído constatar en algunos una «regresión de la memoria»;
decimos que ha creído constatarla, ya que, si su buena fe es incontestable, por eso no
es menos verdad que los hechos que interpreta así, en virtud de una pura hipótesis, se
explican en realidad de una manera diferente y mucho más simple. En suma, estos
hechos se resumen a esto: al estar el sujeto en un cierto estado de sueño, puede ser
remitido mentalmente a las condiciones donde se encontraba en una época pasada, y
ser «situado» así en una edad cualquiera, de la que habla entonces como del
presente, de donde se concluye que, en ese caso, no hay «recuerdo» sino «regresión
de la memoria»: «El sujeto no recuerda, declara categóricamente M. Lancelin, sino
1 Recordaremos solo de memoria las «investigaciones en el pasado» a las que se libran los
«clarividentes» de la Sociedad Teosófica; este caso es completamente análogo al otro, salvo en que la
sugestión hipnótica se reemplaza allí por la autosugestión.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
200
que es remitido a la época indicada»; y agrega con un verdadero entusiasmo que
«para el coronel de Rochas, esta simple precisión ha sido el punto de partida de un
descubrimiento absolutamente superior»1. Desafortunadamente, esta «simple
precisión» contiene una contradicción en los términos, ya que, evidentemente, no
puede tratarse de memoria allí donde no hay recuerdo; es incluso tan evidente que es
difícil comprender que nadie se haya dado cuenta de ello, y eso hace pensar que no
se trata más que de un error de interpretación. Aparte de esta observación, es
menester preguntarse ante todo si la posibilidad del recuerdo puro y simple está
verdaderamente excluida únicamente por la razón de que el sujeto habla del pasado
como si se hubiera vuelto presente, de que, por ejemplo, cuando se le pregunta lo
que hacía tal día y a tal hora, no responde: «yo hacía esto», sino: «yo hago esto». A
eso, se puede responder inmediatamente que los recuerdos, en tanto que tales, están
siempre mentalmente presentes; el hecho de que estos recuerdos se encuentren
actualmente en el campo de la consciencia clara y distinta o en el de la
«subconsciencia», importa poco, puesto que, como lo hemos dicho, tienen siempre la
posibilidad de pasar de la una a la otra, lo que muestra que en eso no se trata más que
de una simple diferencia de grado. En lo que concierne a nuestra consciencia actual,
lo que caracteriza efectivamente a estos elementos como recuerdos de
acontecimientos pasados, es su comparación con nuestras percepciones presentes
(entendemos presentes en tanto que percepciones), única comparación que permite
distinguir los unos de los otros al establecer una relación temporal, es decir, una
relación de sucesión, entre los acontecimientos exteriores de los que son para
nosotros las traducciones mentales respectivas; por lo demás, esta distinción del
recuerdo y de la percepción depende de la psicología más elemental: si la
comparación llega a hacerse imposible por una razón cualquiera, ya sea por la
supresión momentánea de toda impresión exterior, ya sea de alguna otra manera, el
recuerdo, al no estar ya localizado en el tiempo en relación a otros elementos
psicológicos actualmente diferentes, pierde su carácter representativo del pasado,
para no conservar ya más que su cualidad actual de presente. Ahora bien, es
precisamente eso lo que se produce en el caso de que hablamos: el estado en el que
está colocado el sujeto corresponde a una modificación de su consciencia actual, que
implica una extensión, en un cierto sentido, de sus facultades individuales, pero en
detrimento momentáneo del desarrollo en algún otro sentido que estas mismas
1 Le Monde Psychique, enero de 1912.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
201
facultades poseen en el estado normal. Así pues, si en un tal estado, se impide que el
sujeto sea afectado por las percepciones presentes, y si, además, se apartan al mismo
tiempo de su consciencia todos los acontecimientos posteriores a un cierto momento
determinado, condiciones que son perfectamente realizables con la ayuda de la
sugestión, he aquí lo que ocurre: cuando los recuerdos que se refieren a ese mismo
momento se presentan distintamente a esta consciencia así modificada en cuanto a su
extensión, y que es entonces para el sujeto la consciencia actual, no pueden ser
situados de ninguna manera en el pasado, y ni siquiera simplemente considerados
bajo este aspecto de pasado, puesto que en el campo de la consciencia (hablamos
únicamente de la consciencia clara y distinta) no hay actualmente ningún elemento
con el que puedan ponerse en una relación de anterioridad temporal.
En todo eso, no se trata de nada más que de un estado que implica una
modificación de la concepción del tiempo, o mejor de su comprehensión, en relación
al estado normal; y, por lo demás, estos dos estados no son uno y otro sino
modalidades diferentes de la misma individualidad, como lo son igualmente los
diversos estados, espontáneos o provocados, que corresponden a todas las
alteraciones posibles de la consciencia individual, comprendidos los que se colocan
ordinariamente bajo la denominación impropia y falsa de «personalidades
múltiples». En efecto, aquí no puede tratarse de estados superiores y
extraindividuales en los que el ser estaría exento de la condición temporal, y ni
siquiera de una extensión de la individualidad que implique esta misma exención
parcial, puesto que, al contrario, se coloca al sujeto en un instante determinado, lo
que supone esencialmente que su estado está condicionado por el tiempo. Además,
por una parte, estados tales como éstos a los que acabamos de hacer alusión no
pueden ser alcanzados evidentemente por medios que son enteramente del dominio
de la individualidad actual, y considerada incluso exclusivamente en una porción
muy restringida de sus posibilidades, lo que es necesariamente el caso de todo
procedimiento experimental; y, por otra, incluso si tales estados fueran alcanzados
de una manera cualquiera, no podrían hacerse sensibles de ninguna manera a esta
individualidad, cuyas condiciones particulares de existencia no tienen ningún punto
de contacto con las de los estados superiores del ser, y que, en tanto que
individualidad especial, es forzosamente incapaz de asentir, y con mayor razón de
expresar, todo lo que está más allá de los límites de sus propias posibilidades. Por lo
demás, en todos los casos de que hablamos, jamás se trata sino de acontecimientos
terrestres, o al menos que se refieren únicamente al estado corporal; en eso no hay
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
202
nada que exija lo más mínimo la intervención de estados superiores del ser, que, bien
entendido, los psiquistas no sospechan siquiera.
En cuanto a retornar efectivamente al pasado, eso es una cosa que es
manifiestamente tan imposible para el individuo humano como trasladarse al
porvenir; es muy evidente que esta idea de un transporte al futuro, en tanto que tal,
no sería más que una interpretación completamente errónea de los hechos de
«previsión», pero esta interpretación no sería más extravagante que la que se trata
aquí, y así mismo podría producirse igualmente un día u otro. Si no hubiéramos
tenido conocimiento de las teorías de los psiquistas en cuestión, ciertamente no
hubiéramos pensado jamás que la «máquina de explorar el tiempo» de Wells pudiera
ser considerada de otro modo que como una concepción de pura fantasía, ni que se
llegara a hablar seriamente de la «reversibilidad del tiempo». El espacio es
reversible, es decir, que una cualquiera de sus partes, una vez recorrida en un cierto
sentido, puede serlo después en sentido inverso, y eso porque es una coordinación de
elementos considerados en modo simultáneo y permanente; pero el tiempo, que es al
contrario una coordinación de elementos considerados en modo sucesivo y
transitorio, no puede ser reversible, ya que una tal suposición sería la negación
misma del punto de vista de la sucesión, o, en otros términos, equivaldría
precisamente a suprimir la condición temporal. Esta supresión de la condición
temporal es perfectamente posible en sí misma, así como la de la condición espacial;
pero no lo es en el caso que consideramos aquí, puesto que estos casos suponen
siempre el tiempo; por lo demás, es menester tener buen cuidado en hacer destacar
que la concepción del «eterno presente», que es la consecuencia de esta supresión,
no puede tener nada en común con un retorno al pasado o un transporte al porvenir,
puesto que suprime precisamente el pasado y el porvenir, al liberarnos del punto de
vista de la sucesión, es decir, de lo que constituye para nuestro ser actual toda la
realidad de la condición temporal.
Sin embargo, se han encontrado gentes que han concebido esta idea por lo menos
singular de la «reversibilidad del tiempo», y que han pretendido apoyarla incluso por
un supuesto «teorema de mecánica» cuyo enunciado creemos interesante
reproducirle integralmente, a fin de mostrar más claramente el origen de su fantástica
hipótesis. Es M. Lefranc quien, para interpretar sus experiencias, ha creído deber
plantear la cuestión en estos términos: «¿Pueden la materia y el espíritu remontar el
curso del tiempo, es decir, volver a colocarse en una época de vida supuestamente
anterior? El tiempo pasado ya no vuelve; no obstante, ¿no podría volver, sin
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
203
embargo?»1. Para responder a eso, ha ido a investigar un trabajo sobre la
«reversibilidad de todo movimiento puramente material», publicado antaño por un
cierto M. Breton2; es bueno decir que este autor no había presentado la concepción
de que se trata sino como una especie de juego matemático, que resultaba en unas
consecuencias que él mismo consideraba como absurdas; por eso no es menos cierto
que había en eso un verdadero abuso del razonamiento, como lo cometen a veces
algunos matemáticos, sobre todo aquellos que no son más que «especialistas», y hay
que destacar que la mecánica proporciona un terreno particularmente favorable a
cosas de este género. He aquí como comienza el enunciado de M. Breton:
«Conociendo la serie completa de todos los estados sucesivos de un sistema de
cuerpos, y siguiéndose y engendrándose esos estados en un orden determinado,
desde el pasado que hace función de causa, al porvenir que tiene el rango de efecto
(sic), consideremos uno de estos estados sucesivos, y, sin cambiar nada en las masas
componentes, ni en las fuerzas que actúan entre estas masas3, ni en las leyes de estas
fuerzas, como tampoco en las situaciones actuales de las masas en el espacio,
reemplacemos cada velocidad por una velocidad igual y contraria…». Una velocidad
contraria a otra, o bien de dirección diferente, a decir verdad, no puede serle igual en
el sentido riguroso de la palabra, solo puede serle equivalente en cantidad; y, por
otro lado, ¿es posible considerar este reemplazo como no cambiando en nada las
leyes del movimiento considerado, puesto que, si estas leyes hubieran continuado
siendo seguidas normalmente, no se hubiera producido? Pero veamos la
continuación: «Llamaremos a eso “revertir” todas las velocidades; este cambio
mismo tomará el nombre de reversión, y llamaremos a su posibilidad, reversibilidad
del movimiento del sistema…». Detengámonos un instante aquí, ya que es
justamente esta posibilidad la que no podríamos admitir, desde el punto de vista
mismo del movimiento, que se efectúa necesariamente en el tiempo: el sistema
considerado retomará en sentido inverso, en nueva serie de estados sucesivos, las
situaciones que había ocupado precedentemente en el espacio, pero el tiempo jamás
volverá a ser el mismo por eso, y basta evidentemente que esta única condición esté
cambiada para que los nuevos estados del sistema no puedan identificarse de
ninguna manera a los precedentes. Por lo demás, en el razonamiento que citamos, se
1 Le Monde Psychique, enero de 1912.
2 Les Mondes, diciembre de 1875.
3 «Sobre estas masas» habría sido quizás más comprehensible.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
204
supone explícitamente (aunque en un lenguaje más que contestable) que la relación
del pasado y el porvenir es una relación de causa a efecto, mientras que la verdadera
relación causal, al contrario, implica esencialmente la simultaneidad de sus dos
términos, de donde resulta que unos estados que se consideran como siguiéndose no
pueden, desde este punto de vista, engendrarse los unos a los otros, puesto que sería
menester entonces que un estado que ya no existe produjera otro estado que no existe
todavía, lo que es absurdo (y de eso resulta también que, si el recuerdo de una
impresión cualquiera puede ser causa de otros fenómenos mentales, cualesquiera que
sean, es únicamente en tanto que recuerdo presente, puesto que la impresión pasada
no puede actualmente ser causa de nada). Pero, prosigamos todavía: «Ahora bien,
cuando se haya operado la reversión de las velocidades de un sistema de cuerpos…»;
el autor del razonamiento ha tenido la prudencia de agregar aquí entre paréntesis:
«no en la realidad, sino en el pensamiento puro»; sin apercibirse de ello, con eso sale
enteramente del dominio de la mecánica, y esto de lo que habla ya no tiene ninguna
relación con un «sistema de cuerpos» (es verdad que, en la mecánica clásica, se
encuentran también suposiciones contradictorias, como la de un cuerpo pesado
reducido a un punto matemático, es decir, de un cuerpo que no es un cuerpo, puesto
que le falta la extensión); pero hay que retener que él mismo considera la pretendida
«reversión» como irrealizable, contrariamente a la hipótesis de los que han querido
aplicar su razonamiento a la «regresión de la memoria». Suponiendo operada la
«reversión», he aquí cuál será el problema: «Se tratará de encontrar, para este
sistema así revertido, la serie completa de sus estados futuros y pasados: ¿será esta
investigación más o menos difícil que el problema correspondiente para los estados
sucesivos del mismo sistema no revertido? Ni más ni menos…». Evidentemente,
puesto que, en uno y otro caso, se trata de estudiar un movimiento del que no se dan
todos los elementos; pero, para que este estudio corresponda a algo real o incluso
posible, sería menester no engañarse con un simple juego de notación, como el que
indica la continuación de la frase: «Y la solución de uno de estos problemas dará la
del otro por un cambio muy simple, que consiste, en términos técnicos, en cambiar el
signo algebraico del tiempo, para escribir – t en lugar de + t, y recíprocamente…».
En efecto, es muy simple en teoría, pero, al no tener en cuenta que la notación de los
«números negativos» no es sino un procedimiento completamente artificial de
simplificación de los cálculos (que no carece de inconvenientes bajo el punto de
vista lógico) y que no corresponde a ninguna especie de realidad, el autor de este
razonamiento cae en un grave error, que por lo demás es común a buen número de
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
205
matemáticos, y, para interpretar el cambio de signo que acaba de indicar, agrega de
inmediato: «Es decir que las dos series completas de estados sucesivos del mismo
sistema de cuerpos diferirán solo en que el porvenir devendrá pasado, y en que el
pasado devendrá futuro…». He aquí, ciertamente, una singular fantasmagoría, y es
menester reconocer que una operación tan vulgar como un simple cambio de signo
algebraico está dotada de un poder bien extraño y verdaderamente maravilloso… a
los ojos de los matemáticos de este tipo. «Será la misma serie de estados sucesivos
recorrida en sentido inverso. La reversión de las velocidades en una época cualquiera
revierte simplemente el tiempo; la serie primitiva de los estados sucesivos y la serie
revertida tienen, en todos los instantes correspondientes, las mismas figuras del
sistema con las mismas velocidades iguales y contrarias (sic)». Desafortunadamente,
en realidad, la reversión de las velocidades revierte simplemente las situaciones
espaciales, y no el tiempo; en lugar de ser «la misma serie de estados sucesivos
recorrida en sentido inverso», será una segunda serie inversamente homóloga de la
primera, en cuanto al espacio solo; el pasado no devendrá futuro por eso, y el
porvenir no devendrá pasado sino en virtud de la ley natural y normal de la sucesión,
así como eso se produce a cada instante. Para que haya verdaderamente
correspondencia entre las dos series, será menester que no haya habido, en el sistema
considerado, otros cambios que simples cambios de situación; únicamente esos
pueden ser reversibles, porque hacen intervenir solo la consideración del espacio,
que es efectivamente reversible; para todo otro cambio de estado, el razonamiento ya
no se aplicará. Así pues, es absolutamente ilegítimo querer sacar de ahí
consecuencias del género de éstas: «En el reino vegetal, por ejemplo, veríamos, por
la reversión, una pera podrida que se despudre, que deviene fruto maduro, que se
vuelve a unir a su árbol, después fruto verde, que decrece y que vuelve a ser flor
marchita, después flor semejante a una flor frescamente abierta, después capullo de
flor, después yema de fruto, al mismo tiempo que sus materiales vuelven a pasar, los
unos al estado de ácido carbónico y de vapor de agua difundido en el aire, los otros
al estado de savia, después al de humus o de abonos». Nos parece que M. Camille
Flammarion ha descrito en alguna parte cosas casi parecidas, pero suponiendo un
«espíritu» que se aleja de la tierra con una velocidad superior a la de la luz, y que
posee una facultad visual capaz de hacerle distinguir, a una distancia cualquiera, los
menores detalles de los acontecimientos terrestres1; era una hipótesis por lo menos
1 Lumen.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
206
fantástica, pero finalmente no era una verdadera «reversión del tiempo», puesto que
los acontecimientos mismos por eso no dejaban de seguir su curso ordinario, y
puesto que su desarrollo al revés no era más que una ilusión de óptica. En los seres
vivos, se produce a cada instante una multitud de cambios que no son reductibles a
cambios de situación; e, incluso en los cuerpos inorgánicos que parecen permanecer
más completamente semejantes a sí mismos, se efectúan también cambios
irreversibles: la «materia inerte», postulada por la mecánica clásica, no se encuentra
en ninguna parte del mundo corporal, por la simple razón de que lo que es
verdaderamente inerte está necesariamente desprovisto de toda cualidad sensible u
otra. Es verdaderamente muy fácil mostrar los sofismas inconscientes y múltiples
que se ocultan en semejantes argumentos; ¡y sin embargo es esto todo lo que se
encuentra que se nos presenta para justificar, «ante la ciencia y la filosofía», una
teoría como la de las pretendidas «regresiones de la memoria»!
Hemos mostrado que se puede explicar muy fácilmente, y casi sin salir del
dominio de la psicología ordinaria, el supuesto «retorno al pasado», es decir, en
realidad, simplemente, la llamada a la consciencia clara y distinta de recuerdos
conservados en el estado latente en la memoria «subconsciente» del sujeto, y que se
refieren a tal o cual periodo determinado de su existencia. Para completar esta
explicación, conviene agregar que esta llamada es facilitada por otra parte, bajo el
punto de vista fisiológico, por el hecho de que toda impresión deja necesariamente
una huella sobre el organismo que la ha sentido; no vamos a investigar de qué
manera esta impresión puede ser registrada por algunos centros nerviosos, ya que es
ese un estudio que no depende más que de la ciencia experimental pura y simple, lo
que no quiere decir, por lo demás, que ésta haya obtenido hasta ahora resultados muy
satisfactorios a este respecto. Sea como sea, la acción ejercida sobre los centros que
corresponden a las diferentes modalidades de la memoria, ayudada por un factor
psicológico que es la sugestión, y que es incluso el que juega el papel principal (ya
que lo que es de orden fisiológico no concierne más que a las condiciones de
manifestación exterior de la memoria), esta acción, decimos, de cualquier manera
que se efectúe, permite colocar al sujeto en las condiciones requeridas para realizar
las experiencias de que hablamos, al menos en cuanto a su primera parte, la que se
refiere a los acontecimientos en los que ha tomado realmente parte o asistido en una
época más o menos remota. Únicamente, lo que contribuye a ilusionar al
experimentador, es que las cosas se complican por una suerte de «sueño en acción»,
del género de los que han hecho dar al sonambulismo su denominación: por poco
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
207
que esté suficientemente entrenado, el sujeto, en lugar de contar simplemente sus
recuerdos, llegará a representarlos, como representará también todo lo que se le
quiera sugerir, ya sean sentimientos o impresiones. Es así como M. de Rochas «ha
devuelto, situado al sujeto a diez, veinte, treinta años atrás; ha hecho de él un niño,
un bebe lloriqueante»; debía esperar en efecto, desde que sugería a su sujeto un
retorno al estado de infancia, verle actuar y hablar como un verdadero niño; pero si
le hubiera sugerido igualmente que era un animal cualquiera, el sujeto no hubiera
dejado de comportarse, de una manera análoga, como el animal en cuestión; ¿habría
pues concluido de ello que el sujeto había sido efectivamente ese animal en alguna
época anterior? El «sueño en acción» puede tener como punto de partida, ya sean
recuerdos personales, o ya sea el conocimiento de la manera de actuar de un ser, y
estos dos elementos pueden mezclarse en mayor o menor medida; este último caso
representa verosímilmente lo que se produce cuando se quiere «situar» al sujeto en la
infancia. Puede ocurrir también que se trate de un conocimiento que el sujeto no
posee en el estado normal, sino que le es comunicado mentalmente por el
experimentador, sin que éste haya tenido la menor intención de ello; es
probablemente así como M. de Rochas «ha situado al sujeto anteriormente al
nacimiento, haciéndole remontar su vida uterina, donde tomaba, al retrogradar, las
posiciones diversas del feto». No obstante, no queremos decir que, incluso en este
último caso, no haya en la individualidad del sujeto algunos rastros, orgánicos e
incluso psíquicos, de los estados de que se trata; al contrario, debe haberlos, y ellos
pueden proporcionar una porción más o menos considerable, aunque difícil de
determinar, de su «sueño en acción». Pero, bien entendido, una correspondencia
fisiológica cualquiera no es posible más que para las impresiones que han afectado
realmente al organismo del sujeto; y del mismo modo, desde el punto de vista
psicológico, la consciencia individual de un ser cualquiera no puede contener
evidentemente más que elementos que tengan alguna relación con la individualidad
actual de este ser. Eso debería bastar para mostrar que es perfectamente inútil e
ilusorio buscar proseguir las investigaciones experimentales más allá de ciertos
límites, es decir, en el caso actual, anteriormente al nacimiento del sujeto, o al menos
al comienzo de su vida embrionaria; ¡sin embargo es eso lo que se ha pretendido
hacer, puesto que se ha querido «situarle antes de la concepción», y puesto que,
apoyándose sobre la hipótesis preconcebida de la reencarnación, se ha creído poder
«remontando siempre más lejos, hacerle revivir sus vidas anteriores», estudiando
igualmente, en el intervalo, «lo que pasa por el espíritu no encarnado»!
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
208
Aquí, estamos evidentemente en plena fantasía; y sin embargo M. Lancelin nos
afirma que «el resultado adquirido puede ser tenido por enorme, no solo por sí
mismo, sino por las vías que abre a la exploración de las anterioridades del ser
vivo», que «acaba de darse un gran paso, por el sabio de primer orden que es el
coronel de Rochas, en la vía seguida por él de la desocultación de lo oculto» (sic), y
que «acaba de sentarse un principio nuevo, cuyas consecuencias son, desde ahora,
incalculables»1. ¿Cómo se puede hablar de las «anterioridades del ser vivo», cuando
se trata de un tiempo en que este ser vivo no existía todavía en el estado
individualizado, y querer remitirle más allá de su origen, es decir, a condiciones
donde jamás se ha encontrado, y que no corresponden para él a ninguna realidad?
Eso equivale a crear en todas sus piezas una realidad artificial, si puede expresarse
así, es decir, una realidad mental actual que no es la representación de ninguna suerte
de realidad sensible; la sugestión dada por el experimentador proporciona su punto
de partida, y la imaginación del sujeto hace el resto. Sin duda, puede ocurrir algunas
veces que el sujeto encuentre, ya sea en sí mismo, o ya sea en el ambiente psíquico,
algunos de esos elementos de que hemos hablado, y que provienen de la
desintegración de otras individualidades; eso explicaría que pueda proporcionar
algunos detalles concernientes a personas que hayan existido realmente, y, si tales
casos llegaran a ser debidamente constatados y verificados, no probarían más que
todos los demás. De una manera general, todo eso es enteramente comparable, aparte
de la sugestión inicial, a lo que pasa en el estado de sueño ordinario, donde, como lo
enseña la doctrina hindú, «el alma individual crea un mundo que procede todo entero
de sí misma, y cuyos objetos consisten exclusivamente en concepciones mentales»,
para los cuales utiliza naturalmente todos los elementos de proveniencia variada que
puede tener a su disposición. Por lo demás, habitualmente no es posible distinguir
estas concepciones, o más bien las representaciones en las que se traducen, de las
percepciones de origen exterior, a menos que se establezca una comparación entre
estos dos tipos de elementos psicológicos, lo que no puede hacerse más que por el
paso más o menos claramente consciente del estado de sueño al estado de vigilia;
pero esta comparación jamás es posible en el caso del sueño provocado por
sugestión, puesto que el sujeto, al despertar, no conserva ningún recuerdo de él en su
consciencia normal (lo que no quiere decir que este recuerdo no subsista en la
«subconsciencia»). Digamos todavía que, en algunos casos, el sujeto puede
1 Le Monde Psychique, enero de 1912.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
209
considerar como recuerdos imágenes mentales que no lo son realmente, ya que un
sueño puede comprender tanto recuerdos como impresiones actuales, sin que estos
dos tipos de elementos sean otra cosa que puras creaciones mentales del momento
presente; estas creaciones, como todas las de la imaginación, no son, en todo rigor,
sino combinaciones nuevas formadas a partir de otros elementos preexistentes. Aquí
no hablamos, bien entendido, de los recuerdos de la vigilia que llegan
frecuentemente, aunque modificándose y deformándose más o menos, a mezclarse al
sueño, porque la separación de los dos estados de consciencia jamás es completa, al
menos en cuanto al sueño ordinario; parece serlo mucho más cuando se trata del
sueño provocado, y es lo que explica el olvido total, al menos en apariencia, que
sigue al despertar del sujeto. No obstante, esta separación es siempre relativa, puesto
que no se trata, en el fondo, más que de diversas partes de una misma consciencia
individual; lo que lo muestra bien, es que una sugestión dada en el sueño hipnótico
puede producir su efecto después del despertar del sujeto, mientras que, sin embargo,
éste parece no acordarse ya de ella. Si se llevara el examen de los fenómenos del
sueño más lejos de lo que podemos hacerlo aquí, se vería que todos los elementos
que ponen en juego entran también en las manifestaciones del estado hipnótico; estos
dos casos no representan en suma más que un solo y mismo estado del ser humano;
la única diferencia, es que, en el estado hipnótico, la consciencia del sujeto se
encuentra en comunicación con otra consciencia individual, la del experimentador, y
que puede asimilarse los elementos que están contenidos en ésta, al menos en una
cierta medida, como si no constituyeran más que uno de sus propios
prolongamientos. Por eso es por lo que el hipnotizador puede proporcionar al sujeto
algunos de los datos que éste utilizará en su sueño, datos que pueden ser imágenes,
representaciones más o menos complejas, así como eso tiene lugar en las
experiencias más ordinarias, y que pueden ser también ideas, teorías cualesquiera,
tales como la hipótesis reencarnacionistas, ideas que el sujeto se apresura a traducir
igualmente en representaciones imaginativas; y eso sin que el hipnotizador tenga
necesidad de formular verbalmente esas sugestiones, y sin que sean siquiera queridas
por su parte. Así pues, a un sueño provocado, estado en todo semejante a esos en los
que se hace nacer en un sujeto, por sugestiones apropiadas, percepciones parcial o
totalmente imaginarias, pero con la única diferencia de que aquí el experimentador
es él mismo engañado por su propia sugestión y toma las creaciones mentales del
sujeto por «despertares de recuerdos», e incluso por un retorno real al pasado, he
aquí a lo que se reduce finalmente la pretendida «exploración de las vidas
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
210
sucesivas», la única «prueba experimental» propiamente dicha que los
reencarnacionistas hayan podido aportar en favor de su teoría.
El «Instituto de investigaciones psíquicas» de París tenía como anexo una
«clínica neurológica y pedagógica», donde se intentaba, como se hace en otras parte,
aplicar la sugestión a la «psicoterapia», servirse de ella concretamente para curar
alcohólicos y maníacos, o para desarrollar la mentalidad de algunos idiotas. Las
tentativas de este género no dejan de ser muy loables, y, cualesquiera que sean los
resultados obtenidos, ciertamente no se puede encontrar nada que decir al respecto,
al menos en cuanto a las intenciones en las que se inspiran; es verdad que estas
prácticas, incluso sobre el terreno estrictamente médico, son a veces más
perjudiciales que útiles, y que las gentes que las emplean apenas saben adónde van;
pero, en fin, se haría mejor quedándose en eso, y, en todo caso, los psiquistas, si
quieren que se les tome en serio, deberían dejar de emplear la sugestión en
fantasmagorías como éstas de las que acabamos de hablar. Todavía se encuentran, no
obstante, junto a eso, gentes que vienen a alabarnos «la claridad y la evidencia del
espiritismo», y a oponerla a «la obscuridad de la metafísica», que confunden por lo
demás con la más vulgar filosofía1; ¡singular evidencia, a menos de que no sea la de
la absurdidad! Algunos llegan a reclamar incluso «experiencias metafísicas», sin
darse cuenta de que la unión de estas dos palabras constituye un sinsentido puro y
simple; sus concepciones están tan limitadas al mundo de los fenómenos, que todo lo
que está más allá de la experiencia no existe para ellos. Ciertamente, todo eso no
debe sorprendernos en modo alguno, ya que es muy evidente que espiritistas y
psiquistas de las diferentes categorías ignoran todos profundamente lo que es la
metafísica verdadera, cuya existencia ni siquiera sospechan; pero nos complace
constatar, cada vez que se nos presenta la ocasión, hasta qué punto sus tendencias
son las que caracterizan propiamente al espíritu occidental moderno, exclusivamente
vuelto hacia el exterior, por una monstruosa desviación cuyo análogo no se
encuentra en ninguna otra parte. Por mucho que los «neoespiritualistas» quieran
querellarse con los «positivistas» y los sabios «oficiales», su mentalidad es la misma
en el fondo, y las «conversiones» de algunos sabios al espiritismo no implican en
ellos cambios tan graves o tan profundos como algunos se imaginan, o al menos no
1 Esto se encuentra en un artículo firmado J. Rapicault, que está igualmente contenido en el
Monde Psychique de enero de 1912, y que es completamente característico de las tendencias
propagandistas de los espiritistas: La «simplicidad», es decir, la mediocridad intelectual, se alaba ahí
abiertamente como una superioridad; volveremos después sobre ello.
LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA
211
implican más que uno: es que su espíritu, aunque permanece siempre tan
estrechamente limitado, ha perdido, al menos bajo un cierto aspecto, el equilibrio
relativo en el que se había mantenido hasta entonces. Se puede ser un «sabio de
primer orden», de una manera mucho más incontestable que el coronel de Rochas, al
que no entendemos negar por eso un cierto mérito; se puede incluso ser un «hombre
de genio», según las ideas que tienen curso en el mundo «profano»1, y no estar al
abrigo de tales accidentes; todo eso, todavía una vez más, prueba simplemente que
un sabio o un filósofo, cualquiera que sea su valor como tal, y cualquiera que sea
también su dominio especial, fuera de ese dominio, no es forzosamente por eso
notablemente superior a la gran masa del público ignorante y crédulo que
proporciona la mayor parte de la clientela espirito-ocultista.
1 Sin embargo, M. Rapicault va quizás un poco más lejos al afirmar que «muchos grandes genios
han sido fervientes adeptos del espiritismo»; es ya demasiado que haya habido algunos, pero se
estaría equivocado al impresionarse por eso o al darle una gran importancia, porque lo que se ha
convenido llamar «genio» es algo muy relativo, y vale incomparablemente menos que la menor
parcela del verdadero conocimiento.
Biblioteca Esoterica Esonet.ORG
http://www.esonet.ORG
CAPÍTULO IX
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
En los espiritistas kardecistas, como en todas las demás escuelas que la admiten,
la idea de la reencarnación está estrechamente ligada a una concepción «progresista»
o, si se quiere, «evolucionista»; al comienzo, se empleaba simplemente la palabra
«progreso»; hoy día, se prefiere la de «evolución»: es la misma cosa en el fondo,
pero eso tiene un aire más «científico». No se podría creer cuánta seducción ejercen,
sobre espíritus más o menos incultos o «primarios», las grandes palabras que tienen
una falsa apariencia de intelectualidad; hay una suerte de «verbalismo» que da la
ilusión del pensamiento a aquellos que son incapaces de pensar verdaderamente, y
una obscuridad que pasa por profundidad a los ojos del vulgo. La fraseología
pomposa y vacía que está en uso en todas las escuelas «neoespiritualistas» no es
ciertamente uno de sus menores elementos de éxito; la terminología de los
espiritistas es particularmente ridícula, porque se compone en gran parte de
neologismos fabricados por casi iletrados en contra de todas las leyes de la
etimología. Si se quiere saber, por ejemplo, cómo ha sido forjada la palabra
«periespíritu» por Allan Kardec, es bien simple: «Como el germen de un fruto está
rodeado del perispermio, del mismo modo el espíritu propiamente dicho está
rodeado de una envoltura que, por comparación, se puede llamar periespíritu»1. Los
aficionados a las investigaciones lingüísticas podrían encontrar, en esta suerte de
cosas, el tema de un curioso estudio; contentémonos con señalarlo de pasada.
Frecuentemente también, los espiritistas se adueñan de términos filosóficos o
científicos que ellos aplican como pueden; naturalmente, aquellos que tienen sus
preferencias son los que han sido difundidos entre el gran público por obras de
vulgarización, imbuidas del más detestable espíritu «cientificista». En lo que
1 Le Livre des Esprits, p. 38. —Un psiquista ocultizante, el conde Tromelin, ha inventado la
palabra manspíritu para designar especialmente el «periespíritu» de los vivos; es el mismo autor
quien ha imaginado también la «fuerza biólica».
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
213
concierne a la palabra «evolución», que es de esas, es menester convenir que lo que
designa está completamente en armonía con el conjunto de las teorías espiritistas: el
evolucionismo, desde hace más o menos un siglo, ha revestido muchas formas, pero
todas son complicaciones diversas de la idea de «progreso», tal como comenzó a
extenderse en el mundo occidental en el curso de la segunda mitad del siglo XVIII;
es una de las manifestaciones más características de una mentalidad específicamente
moderna, que es en efecto la de los espiritistas, e incluso, más generalmente, la de
todos los «neoespiritualistas».
Allan Kardec enseña que «los espíritus no son buenos o malos por su naturaleza,
sino que son los mismos espíritus que se mejoran, y que, al mejorarse, pasan de un
orden inferior a un orden superior», que «Dios ha dado a cada uno de los espíritus
una misión con el propósito de iluminarles y de hacerles llegar progresivamente a la
perfección por el conocimiento de la verdad y para aproximarles a él», que «todos
devendrán perfectos», que «el espíritu puede permanecer estacionario, pero no
retrogrado», que «los espíritus que han seguido la ruta del mal podrán llegar al
mismo grado de superioridad que los demás, pero las eternidades (sic) serán más
largas para ellos»1. Es por la «transmigración progresiva» por donde se efectúa esta
marcha ascendente: «La vida del espíritu, en su conjunto, recorre las mismas fases
que vemos en la vida corporal; pasa gradualmente del estado de embrión al de
infancia, para llegar por una sucesión de periodos al estado de adulto, que es el de la
perfección, con la diferencia de que no hay declive y decrepitud como en la vida
corporal; que su vida, que ha tenido un comienzo, no tendrá fin; que le es menester
un tiempo inmenso, desde nuestro punto de vista, para pasar de la infancia espiritista
(sic) a un desarrollo completo, y su progreso se cumple, no sobre una sola esfera,
sino pasando por mundos diversos. La vida del espíritu se compone así de una serie
de existencias corporales, cada una de las cuales es para él una ocasión de progreso,
como cada existencia corporal se compone de una serie de días, en cada uno de los
cuales el hombre adquiere un aumento de experiencia y de instrucción. Pero, del
mismo modo que en la vida del hombre hay días que no dan ningún fruto, en la del
espíritu hay existencias corporales que son sin resultado, porque no ha sabido
aprovecharlas… La marcha de los espíritus es progresiva y jamás retrograda; se
elevan gradualmente en la jerarquía y no descienden del rango al que han llegado.
En sus diferentes existencias corporales, pueden descender como hombres (bajo la
1 Le Livre des Esprits, pp. 49-53.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
214
relación de la posición social), pero no como espíritus»1. He aquí ahora una
descripción de los efectos de este progreso: «A medida que el espíritu se purifica, el
cuerpo que reviste se aproxima igualmente a la naturaleza espiritista (sic). La
materia es menos densa, no se arrastra ya penosamente por la superficie del suelo,
las necesidades físicas son menos groseras, los seres vivos ya no tienen necesidad de
destruirse entre ellos para alimentarse. El espíritu es más libre y tiene para las cosas
alejadas percepciones que nos son desconocidas; ve por los ojos del cuerpo lo que
nosotros no vemos sino por el pensamiento. La purificación de los espíritus acarrea
en los seres en los que están encarnados el perfeccionamiento moral. Las pasiones
animales se debilitan, y el egoísmo hace sitio al sentimiento fraternal. Es así como,
en los mundos superiores a la tierra, las guerras son desconocidas; los odios y las
discordias carecen allí de objeto, porque nadie piensa en hacer daño a su semejante.
La intuición que tienen de su porvenir, la seguridad que les da una consciencia
exenta de remordimientos, hacen que la muerte no les cause ninguna aprehensión; la
ven venir sin temor y como una simple transformación. La duración de la vida, en
los diferentes mundos, parece ser proporcional al grado de superioridad psíquica y
moral de esos mundos, y eso es perfectamente racional. Cuanto menos material es el
cuerpo, menos sujeto está a las vicisitudes que le desorganizan; cuanto más puro es
el espíritu, menos son las pasiones que le minan. Eso es también un beneficio de la
Providencia, que quiere así abreviar los sufrimientos… Lo que determina el mundo
donde el espíritu será encarnado, es el grado de su elevación2… Los mundos
también están sometidos a la ley del progreso. Todos han comenzado por estar en un
estado inferior, y la tierra misma sufrirá una transformación semejante; devendrá un
paraíso terrestre cuando los hombres hayan devenido buenos… Es así como las razas
que pueblan la tierra hoy desaparecerán un día y serán reemplazadas por unos seres
cada vez más perfectos; estas razas transformadas sucederán a la raza actual, como
ésta ha sucedido a otras más groseras todavía»3. Citamos todavía lo que concierne
especialmente a la «marcha del progreso» sobre la tierra: «El hombre debe progresar
sin cesar, y no puede retornar al estado de infancia. Si progresa, es que Dios lo
quiere así; pensar que puede retrogradar hacia su condición primitiva sería negar la
ley del progreso». Eso es muy evidente, pero es precisamente esta pretendida ley lo
1 Le Livre des Esprits, pp. 83-85.
2 Recordamos que lo que Allan Kardec llama mundos, no son sino planetas diferentes, que, para
nos, no son más que porciones del mundo corporal solo.
3 Le Livre des Esprits, pp. 79-80.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
215
que negamos formalmente; no obstante, continuemos: «El progreso moral es la
consecuencia del progreso intelectual, pero no le sigue siempre inmediatamente…
Puesto que el progreso es una condición de la naturaleza humana, no está en el poder
de nadie oponerse a él. Es una fuerza viva que las leyes malas pueden retardar, pero
no asfixiar… Hay dos especies de progreso que se prestan un mutuo apoyo, y que no
obstante no marchan de frente, es el progreso intelectual y el progreso moral. En los
pueblos civilizados, el primero recibe, en este siglo, todos los ánimos deseables; es
así como ha alcanzado un grado desconocido hasta nuestros días. Es menester que el
segundo esté al mismo nivel, y, sin embargo, si se comparan las costumbres sociales
a algunos siglos de distancia, sería menester estar ciego para negar el progreso. ¿Por
qué no iba a haber entre el siglo XIX y el XX tanta diferencia como entre el siglo
XIV y el XIX? Dudarlo sería pretender que la humanidad está en el apogeo de la
perfección, lo que sería absurdo, o que no es perfectible moralmente, lo que es
desmentido por la experiencia»1. En fin, he aquí cómo el espiritismo puede
«contribuir al progreso»: «Destruyendo el materialismo, que es una de las plagas de
la sociedad, hace comprender a los hombres dónde está su verdadero interés. Al no
estar ya la vida futura velada por la duda, el hombre comprenderá mejor que puede
asegurar su porvenir por el presente. Al destruir los prejuicios de sectas, de castas y
de colores, enseña a los hombres la gran solidaridad que debe unirles como
hermanos»2.
Se ve cuan estrechamente se emparenta el «moralismo» espiritista con todas las
utopías socialistas y humanitarias: todas estas gentes concuerdan en situar en un
porvenir más o menos lejano el «paraíso terrestre», es decir, la realización de sus
sueños de «pacifismo» y de «fraternidad universal»; pero, además, los espiritistas
suponen que ya están realizados actualmente en otros planetas. Apenas hay
necesidad de hacer destacar cuan ingenua y grosera es su concepción de los
«mundos superiores a la tierra»; en eso no hay nada de qué sorprenderse, cuando se
ha visto cómo se representan la existencia del «espíritu desencarnado»; señalamos
únicamente la predominancia evidente del elemento sentimental en lo que constituye
para ellos la «superioridad». Es por la misma razón por la que ponen el «progreso
moral» por encima del «progreso intelectual»; Allan Kardec escribe que «la
civilización completa se reconoce en el desarrollo moral», y agrega: «La civilización
1 Le Livre des Esprits, pp. 326-329.
2 Ibid., pp. 336-337.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
216
tiene sus grados como todas las cosas. Una civilización incompleta es un estado de
transición que engendra males especiales, desconocidos en el estado primitivo; pero
por eso no constituye menos un progreso natural, necesario, que lleva consigo el
remedio al mal que hace. A medida que la civilización se perfecciona, hace cesar
algunos de los males que ha engendrado, y estos males desaparecerán con el
progreso moral. De dos pueblos llegados a la cima de la escala social, solo puede
llamarse el más civilizado, en la verdadera acepción de la palabra, aquel donde se
encuentra menos egoísmo, codicia y orgullo; donde los hábitos son más intelectuales
y morales que materiales; donde la inteligencia puede desarrollarse con más libertad,
donde hay más bondad, buena fe, buen talante y generosidad recíprocas: donde los
prejuicios de casta y de nacimiento están menos enraizados, ya que estos prejuicios
son incompatibles con el verdadero amor del prójimo; donde las leyes no consagran
ningún privilegio, y son las mismas tanto para el último como para el primero; donde
la justicia se ejerce con menos parcialidad; donde el débil encuentra siempre apoyo
contra el fuerte; donde la vida del hombre, sus creencias y sus opiniones son más
respetadas; donde hay menos desdicha, y finalmente, donde todo hombre de buena
voluntad está siempre seguro de no carecer de lo necesario»1. En este pasaje se
afirman también las tendencias democráticas del espiritismo, que Allan Kardec
desarrolla después largamente en los capítulos donde trata de la «ley de igualdad» y
de la «ley de libertad»; bastaría leer estas páginas para convencerse de que el
espiritismo es en efecto un puro producto del espíritu moderno.
Nada es más fácil que hacer la crítica de este «optimismo» estúpido que
representa, en nuestros contemporáneos, la creencia en el «progreso»; aquí no
podemos extendernos en ella, ya que esta discusión nos alejaría mucho del
espiritismo, que no representa aquí más que un caso muy particular; esta creencia
está extendida igualmente en los medios más diversos, y, naturalmente, cada uno se
figura el «progreso» conformemente a sus propias preferencias. El error
fundamental, cuyo origen parece que debe atribuirse a Turgot y sobre todo a Fourier,
consiste en hablar de «la civilización», de una manera absoluta; eso es una cosa que
no existe, ya que ha habido siempre y hay todavía «civilizaciones», cada una de las
cuales tiene su desarrollo propio, y además, entre estas civilizaciones, las hay que se
han perdido enteramente, y de las cuales aquellas que han nacido más tarde no han
recogido ninguna herencia. Tampoco se podría contestar que, en el curso de una
1 Le Livre des Esprits, pp. 333-334.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
217
civilización, hay periodos de decadencia, ni que un progreso relativo en un cierto
dominio pueda ser compensado por una regresión en otros dominios; por lo demás,
sería bien difícil a la generalidad de los hombres de un mismo pueblo y de una
misma época aplicar igualmente su actividad a las cosas de los órdenes más
diferentes. La civilización occidental moderna es, ciertamente, aquella cuyo
desarrollo se limita al dominio más restringido de todos; no es muy difícil encontrar
quienes sostienen que «el progreso intelectual ha alcanzado un grado desconocido
hasta nuestros días», y aquellos que piensan así muestran que ignoran todo de la
intelectualidad verdadera; tomar por un «progreso intelectual» lo que no es más que
un desarrollo puramente material, limitado al orden de las ciencias experimentales (o
más bien de algunas de entre ellas, puesto que hay ciencias experimentales de las
que los modernos desconocen hasta la existencia), y sobre todo de sus aplicaciones
industriales, es en efecto la más ridícula de todas las ilusiones. Antes al contrario, a
partir de la época que se ha convenido llamar el renacimiento, bien erróneamente
según nos, ha habido en occidente una formidable regresión intelectual, que ningún
progreso material podría compensar; ya hemos hablado de ello en otra parte1, y
volveremos sobre ello de nuevo en su ocasión. En cuanto al supuesto «progreso
moral», se trata de un asunto de sentimiento, y por consiguiente de apreciación
individual pura y simple; desde este punto de vista, cada uno puede hacerse un
«ideal» conforme a sus gustos, y el de los espiritistas y demás demócratas no
conviene a todo el mundo; pero los «moralistas», en general, no lo entienden así, y,
si tuvieran poder para ello, impondrían a todos su propia concepción, ya que nada es
menos tolerante en la práctica que las gentes que sienten la necesidad de predicar la
tolerancia y la fraternidad. Sea como sea, la «perfección moral» del hombre, según la
idea que se hacen de ella lo más corrientemente, parece ser «desmentida por la
experiencia» más bien que al contrario; muchos acontecimientos recientes
desmienten aquí a Allan Kardec y a sus adláteres como para que sea útil insistir en
ello; pero los soñadores son incorregibles, y, cada vez que estalla una guerra,
siempre se encuentran para predecir que será la última; estas gentes que invocan la
«experiencia» a todo propósito parecen perfectamente insensibles a todos los
«desmentidos» que ella les inflige. En lo que concierne a las razas futuras, siempre
se las puede imaginar al gusto de su fantasía; los espiritistas tienen al menos la
prudencia de no dar, sobre este punto, esas precisiones que han quedado como
1 Ver los primeros capítulos de nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
218
monopolio de los teosofistas; se quedan en vagas consideraciones sentimentales, que
no valen quizás más en el fondo, pero que tienen la ventaja de ser menos
pretenciosas. En fin, conviene destacar que la «ley del progreso» es para sus
partidarios una suerte de postulado o de artículo de fe: Allan Kardec afirma que «el
hombre debe progresar», y se contenta con agregar que, «si progresa, es que Dios lo
quiere así»; si se le hubiera preguntado cómo lo sabía, habría respondido
probablemente que los «espíritus» se lo habían dicho; es débil como justificación,
pero, ¿se cree que aquellos que emiten las mismas afirmaciones en nombre de la
«razón» tienen una posición mucho más fuerte? Es un «racionalismo» que apenas es
más que un sentimentalismo disfrazado, y por lo demás no hay absurdidades que no
encuentren el medio de recomendarse en la razón; Allan Kardec mismo proclama
también que «la fuerza del espiritismo está en su filosofía, en la llamada que hace a
la razón, al buen sentido»1. Ciertamente, el «buen sentido» vulgar, del cual se ha
abusado tanto desde que Descartes ha creído deber alabarle de una manera
completamente democrática ya, es bien incapaz de pronunciarse con conocimiento
de causa sobre la verdad o la falsedad de una idea cualquiera; e inclusive una razón
más «filosófica» apenas garantiza mejor a los hombres contra el error. Así pues,
ríase tanto como se quiera de Allan Kardec cuando se encuentra satisfecho de
afirmar que, «si el hombre progresa, es que Dios lo quiere así»; ¿pero entonces qué
será menester pensar de tal sociólogo eminente, representante muy calificado de la
«ciencia oficial», que declaraba gravemente (lo hemos oído nos mismo) que, «si la
humanidad progresa, es porque tiene una tendencia a progresar»? Las solemnes
necedades de la filosofía universitaria son a veces tan grotescas como las
divagaciones de los espiritistas; pero éstas, como lo hemos dicho, tienen peligros
especiales, que residen concretamente en su carácter «pseudoreligioso», y es por eso
por lo que es más urgente denunciarlas y hacer aparecer su inanidad.
Nos es menester ahora hablar de lo que Allan Kardec llama el «progreso del
espíritu», y, para comenzar, señalaremos en él un abuso de la analogía, en la
comparación que quiere establecer con la vida corporal: puesto que esta
comparación, según él mismo, no es aplicable en lo que concierne a la fase de
declive y de decrepitud, ¿por qué iba a ser más válida para la fase de desarrollo? Por
otra parte, si lo que llama la «perfección», meta que todos los «espíritus» deben
alcanzar pronto o tarde, es algo comparable al «estado de adulto», es esa una
1 Le Livre des Esprits, p. 457.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
219
perfección bien relativa; y es menester que sea completamente relativa en efecto para
que se pueda llegar a ella «gradualmente», inclusive si eso debe requerir «un tiempo
inmenso»; volveremos dentro de un momento sobre este punto. En fin, lógicamente
y sobre todo metafísicamente, lo que no tendrá fin no puede haber tenido comienzo
tampoco, o, en otros términos, todo lo que es verdaderamente inmortal (no solamente
en el sentido relativo de esta palabra) es por eso mismo eterno; es verdad que Allan
Kardec, que habla de la «longitud de las eternidades» (en plural), no concibe
manifiestamente nada más que la simple perpetuidad temporal, y, porque no ve su
fin, supone que la misma no lo tiene; pero lo indefinido es todavía finito, y toda
duración es finita por su naturaleza misma. En eso, por lo demás, hay que disipar
otro equívoco: lo que se llama «espíritu», y que se supone que constituye el ser total
y verdadero, no es en suma más que la individualidad humana; por mucho que se
quiera repetir esta individualidad en múltiples ejemplares sucesivos por la
reencarnación, por eso no está menos limitada. En un sentido, los espiritistas la
limitan incluso demasiado, ya que no conocen sino una débil parte de sus
posibilidades reales, y ya que ella no tiene necesidad de reencarnarse para ser
susceptible de prolongamientos indefinidos; pero, en otro sentido, le acuerdan una
importancia excesiva, ya que la toman por el ser del cual ella no es, con todos sus
prolongamientos posibles, más que un elemento infinitesimal. Este doble error no es
por lo demás particular a los espiritistas, sino que es común a casi todo el mundo
occidental: el individuo humano es a la vez mucho más y mucho menos de lo que se
cree; y, si no se tomara equivocadamente este individuo, o más bien una porción
restringida de este individuo, por el ser completo, jamás se hubiera tenido la idea de
que éste es algo que «evoluciona». Se puede decir que el individuo «evoluciona», si
con eso se entiende simplemente que cumple un cierto desarrollo cíclico; pero, en
nuestros días, quien dice «evolución» quiere decir desarrollo «progresivo», y eso es
contestable, si no para algunas porciones del ciclo, al menos sí para su conjunto;
incluso en un dominio relativo como ese, la idea de progreso no es aplicable más que
en el interior de límites muy estrechos, y todavía entonces no tiene sentido más que
si se precisa bajo cuál relación se entiende que se aplica: eso es verdad tanto de los
individuos como de las colectividades. Por lo demás, quien dice progreso dice
forzosamente sucesión: por consiguiente, para todo lo que no puede ser considerado
en modo sucesivo, esta palabra ya no significa nada; si el hombre le atribuye un
sentido, es porque, en tanto que ser individual, está sometido al tiempo, y, si
extiende este sentido de la manera más abusiva, es porque no concibe lo que está
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
220
fuera del tiempo. Para todos los estados del ser que no están condicionados por el
tiempo ni por ningún otro modo de duración, no podría tratarse de nada semejante, ni
siquiera a título de relatividad o de contingencia ínfima, ya que no es una posibilidad
de esos estados; con mayor razón, si se trata del ser verdaderamente completo, que
totaliza en sí mismo la multiplicidad indefinida de todos los estados, es absurdo
hablar, no solo de progreso o de evolución, sino de un desarrollo cualquiera: puesto
que la eternidad excluye toda sucesión y todo cambio (o más bien, puesto que es sin
relación con ellos), implica necesariamente la inmutabilidad absoluta.
Antes de acabar esta discusión, tenemos que citar todavía algunos pasajes
tomados a escritores que gozan entre los espiritistas de una autoridad incontestada;
y, primeramente, M. Léon Denis habla casi como Allan Kardec: «Se trata de trabajar
con ardor en nuestro avance. La meta suprema es la perfección; la ruta que conduce
a ella, es el progreso. Esta ruta es larga y se recorre paso a paso. La meta parece
retroceder a medida que se avanza, pero, a cada etapa que se pasa, el ser recoge el
fruto de sus esfuerzos; enriquece su experiencia y desarrolla sus facultades… No hay
entre las almas más que diferencias de grado, diferencias que les es lícito llenar en el
porvenir»1. Hasta aquí no hay nada nuevo; pero el mismo autor, sobre lo que él
llama la «evolución periespirital», aporta algunas precisiones que están visiblemente
inspiradas en algunas teorías científicas, o pseudocientíficas, cuyo éxito es uno de
los signos más innegables de la debilidad intelectual de nuestros contemporáneos:
«Las relaciones seculares de los hombres y de los espíritus2, confirmadas, explicadas
por las experiencias recientes del espiritismo, demuestran la supervivencia del ser
bajo una forma fluídica más perfecta. Esta forma indestructible, compañera y
sirviente del alma, testigo de sus luchas y de sus sufrimientos, participa en sus
peregrinaciones, se eleva y se purifica con ella. Formado en las regiones inferiores,
el ser periespirital asciende lentamente la escala de las existencias. Primeramente no
es más que un ser rudimentario, un esbozo incompleto. Llegado a la humanidad,
comienza a reflejar sentimientos más elevados; el espíritu irradia con más fuerza, y
el periespíritu se ilumina con nuevas claridades. De vidas en vidas, a medida que las
facultades se extienden, que las aspiraciones se depuran, que el campo de los
conocimientos se acrecienta, él se enriquece con sentidos nuevos. Cada vez que una
1 Après la mort, pp. 167-168.
2 ¡El autor acaba de citar, como ejemplos de médiums «en relaciones con las altas personalidades
del espacio» (sic), a «las vestales romanas, las sibilas griegas, las druidesas de la isla de Sein»,… y
Juana de Arco!
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
221
encarnación se acaba, como una mariposa sale de su crisálida, el cuerpo espiritual se
desprende de sus harapos de carne. El alma se encuentra, entera y libre, y, al
considerar este manto fluídico que la recubre, en su aspecto espléndido o miserable,
constata su propio avance»1. He aquí lo que se puede llamar «transformismo
psíquico»; y algunos espiritistas, si no todos, se adhieren a la creencia en el
transformismo entendido en su sentido más ordinario, aunque esta creencia no se
concilia apenas con la teoría enseñada por Allan Kardec, que dice que «los gérmenes
de todos los seres vivos, contenidos en la tierra, permanecerán en ella en el estado
latente e inerte hasta el momento propicio para la eclosión de cada especie»2. Sea
como sea, M. Gabriel Delanne, que quiere ser el más «científico» de los espiritistas
kardecistas, admite enteramente las teorías transformistas; pero entiende completar
la «evolución corporal» con la «evolución anímica»: «Es el mismo principio
inmortal el que anima a todas las criaturas vivas. No manifestándose primero sino
bajo modos elementales en los últimos estadios de la vida, va poco a poco
perfeccionándose, a medida que se eleva sobre la escala de los seres; desarrolla en su
larga evolución, las facultades que estaban encerradas en él en el estado de
gérmenes, y las manifiesta de una manera más o menos análoga a la nuestra, a
medida que se aproxima a la humanidad… Nosotros no podemos concebir, en efecto,
por qué Dios iba a crear seres sensibles al sufrimiento, sin acordarles al mismo
tiempo la facultad de beneficiarse de los esfuerzos que hacen para mejorarse. Si el
principio inteligente que los anima estuviera condenado a ocupar eternamente esta
posición inferior, Dios no sería justo al favorecer al hombre a expensas de las demás
criaturas. Pero la razón nos dice que la cosa no podría ser así, y la observación
demuestra que hay identidad substancial entre el alma de las bestias y la nuestra, que
todo se encadena y se liga estrechamente en el Universo, desde el ínfimo átomo
hasta el gigantesco sol perdido en la noche del espacio, desde la mónera hasta el
espíritu superior que planea en las regiones serenas de la erraticidad»3. La llamada a
la justicia divina era aquí inevitable; decíamos más atrás que sería absurdo
preguntarse por qué tal especie animal no es igual a tal otra, pero es menester creer
no obstante que esta desigualdad, o más bien esta diversidad, hiere la
sentimentalidad de los espiritistas casi tanto como la de las condiciones humanas; ¡el
1 Après la mort, pp. 229-230.
2 Le Livre des Esprits, p. 18.
3 L’Evolution animique, pp. 102-103.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
222
«moralismo» es verdaderamente una cosa admirable! Lo que es bien curioso
también, es la página siguiente, que reproducimos integralmente para mostrar hasta
dónde puede llegar, en los espiritistas, el espíritu «cientificista», con su
acompañamiento habitual, un odio feroz para todo lo que tiene un carácter religioso
o tradicional: «¿Cómo se ha cumplido esta génesis del alma, por cuáles
metamorfosis ha pasado el principio inteligente antes de llegar a la humanidad? Es lo
que el transformismo nos enseña con una luminosa evidencia. Gracias al genio de
Lamarck, de Darwin, de Wallace, de Haeckel y de todo un ejército de sabios
naturalistas, nuestro pasado ha sido exhumado de las entrañas del suelo. Los
archivos de la tierra han conservado las osamentas de las razas desaparecidas, y la
ciencia ha reconstituido nuestra línea ascendente, desde la época actual, hasta
periodos mil veces seculares donde la vida ha aparecido sobre nuestro globo. El
espíritu humano, liberado de los lazos de una religión ignorante, ha tomado su libre
vuelo, y, desprendido de los temores supersticiosos que dificultaban las
investigaciones de nuestros padres, se ha atrevido a abordar el problema de nuestros
orígenes y ha encontrado su solución. Ese es un hecho capital cuyas consecuencias
morales y filosóficas son incalculables. La tierra ya no es ese mundo misterioso que
la varita de un encantador hace eclosionar un día, todo poblado de animales y de
plantas, presto a recibir al hombre que será su rey; ¡la razón iluminada nos hace
comprender, hoy, de cuánta ignorancia y orgullo dan testimonio esas fábulas! El
hombre no es un ángel caído, llorando un imaginario paraíso perdido, no debe
inclinarse servilmente bajo la férula del representante de un Dios parcial, caprichoso
y vindicativo, no hay ningún pecado original que le manche desde su nacimiento, y
su suerte no depende de otro. El día de la liberación intelectual ha llegado; ha sonado
la hora de la renovación para todos los seres a quienes doblaba todavía bajo su yugo
el despotismo del miedo y del dogma. El espiritismo ha iluminado con su llama
nuestro porvenir, que se desarrolla en los cielos infinitos; sentimos palpitar el alma
de nuestras hermanas, las otras humanidades celestes; remontamos a las espesas
tinieblas del pasado para estudiar nuestra juventud espiritual, y, en ninguna parte,
encontramos a ese tirano caprichoso y terrible de quien la Biblia nos hace una
descripción tan espantosa. En toda la creación, nada arbitrario o ilógico viene a
destruir la armonía grandiosa de las leyes eternas»1. Estas declamaciones,
enteramente semejantes a las de M. Camille Flammarion, tienen por principal interés
1 L’Evolution animique, pp. 107-108.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
223
hacer sobresalir las afinidades del espiritismo con todo lo que hay más detestable en
el pensamiento moderno; los espiritistas, temiendo sin duda no parecer jamás
bastante «iluminados», se suman también a las exageraciones de los sabios, o
supuestos tales, cuyos favores bien quisieran conciliarse, y dan testimonio de una
confianza sin límites al respecto de las hipótesis más azarosas: «Si la doctrina
evolucionista ha encontrado tantos adversarios, es porque el prejuicio religioso ha
dejado huellas profundas en los espíritus, naturalmente rebeldes, por lo demás, a
toda novedad… La teoría transformista nos ha hecho comprender que los animales
actuales no son más que los últimos productos de una larga elaboración de formas
transitorias, las cuales han desaparecido en el curso de las edades, para no dejar
subsistir más que aquellos que existen actualmente. Los hallazgos de la
paléontología hacen descubrir cada día las osamentas de los animales prehistóricos,
que forman los anillos de esta cadena sin fin, cuyo origen se confunde con el de la
vida. Y como si no bastara mostrar esta filiación por los fósiles, la naturaleza se ha
encargado de proporcionarnos un ejemplo contundente de ello, en el nacimiento de
cada ser. Todo animal que viene al mundo reproduce, en los primeros tiempos de su
vida, todos los tipos anteriores por los cuales ha pasado la raza antes de llegar a él.
Es una historia sumaria y resumida de la evolución de sus ancestros, y establece
irrevocablemente el parentesco animal del hombre, a pesar de todas las protestas más
o menos interesadas… La descendencia animal del hombre se impone con una
luminosa evidencia a todo pensador sin partido tomado»1. Y, naturalmente, vemos
aparecer después esta otra hipótesis que asimila los hombres primitivos a los salvajes
actuales: «El alma humana no podría constituir excepción a esta ley general y
absoluta (de la evolución); constatamos sobre la tierra que ella pasa por fases que
abarcan las manifestaciones más diversas, desde las humildes y raquíticas
concepciones del estado salvaje, hasta las magníficas eflorescencias del genio en las
naciones civilizadas»2. Pero he ahí suficientes muestras de esta mentalidad
«primaria»; lo que queremos retener sobre todo, es la afirmación de la estrecha
solidaridad que existe, quiérase o no, entre todas las formas del evolucionismo.
Bien entendido, no es aquí donde podemos hacer una crítica detallada del
transformismo, porque, ahí todavía, nos apartaríamos mucho de la cuestión del
espiritismo; pero recordaremos al menos lo que hemos dicho más atrás, que la
1 L’Evolution animique, pp. 113-115
2 Ibid., p. 117.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
224
consideración del desarrollo embrionario no prueba absolutamente nada. Las gentes
que afirman solemnemente que «la ontogenia es paralela a la filogenia» no tienen
pinta de sospechar que toman por una ley lo que no es más que el enunciado de una
simple hipótesis; cometen una verdadera usurpación de principio, ya que sería
menester probar primero que hay una «filogenia», y, a buen seguro, no es la
observación la que ha mostrado jamás a una especie cambiándose en alguna otra. El
desarrollo del individuo es el único constatable directamente, y, para nos, las
diversas formas que atraviesa no tienen otra razón de ser que ésta: es que este
individuo debe realizar, según modalidades conformes a su naturaleza propia, las
diferentes posibilidades del estado al que pertenece; para eso, le basta por lo demás
con una sola existencia, y es menester que sea así, puesto que no puede volver a
pasar dos veces por el mismo estado. Por lo demás, bajo el punto de vista metafísico,
al cual debemos volver siempre, es la simultaneidad lo que importa, y no la sucesión,
que no representa más que un aspecto eminentemente relativo de las cosas; así pues,
uno podría desinteresarse enteramente de la cuestión, si el transformismo, para quien
comprende la verdadera naturaleza de la especie, no fuera una imposibilidad, y no
solo una inutilidad. Sea como sea, en eso no hay otro interés en juego que el de la
verdad; aquellos que hablan de «protestas interesadas» prestan probablemente a sus
adversarios sus propias preocupaciones, que dependen sobre todo de ese
sentimentalismo con máscara racional al cual hemos hecho alusión, y que no son
siquiera independientes de algunas maquinaciones políticas del orden más bajo, a las
que muchos de entre ellos, por lo demás, pueden prestarse de una manera muy
inconsciente. Hoy día, el transformismo parece que ya ha cumplido su misión, y ha
perdido ya mucho terreno, al menos en los medios científicos un poco serios; pero
todavía puede continuar contaminando el espíritu de las masas, a menos que se
encuentre alguna otra máquina de guerra que sea capaz de reemplazarle; nos no
creemos, en efecto, que las teorías de este género se extiendan espontáneamente, ni
que aquellos que se encargan de propagarlas obedezcan en eso a preocupaciones de
orden intelectual, ya que ponen en ello demasiada pasión y animosidad.
Pero dejamos ahí estas historias de «descendencia», que no han adquirido una
importancia tan grande sino porque son propias a sacudir vivamente la imaginación
del vulgo, y volvamos de nuevo a la pretendida evolución de un ser determinado,
que plantea cuestiones más graves en el fondo. Recordaremos lo que hemos dicho
precedentemente a propósito de la hipótesis según la cual el ser debería pasar
sucesivamente por todas las formas de vida: esta hipótesis, que no es otra cosa en
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
225
suma que la «evolución anímica» de M. Delanne, es primeramente una imposibilidad
como lo hemos mostrado; después, es inútil, y lo es incluso doblemente. Es inútil, en
primer lugar, porque el ser puede tener simultáneamente en él el equivalente de todas
esas formas de vida; y aquí no se trata más que del ser individual, puesto que todas
esas formas pertenecen a un mismo estado de existencia, que es el de la
individualidad humana; así pues, son posibilidades comprendidas en el dominio de
ésta, a condición de que se considere en su integralidad. No es sino para la
individualidad restringida únicamente a la modalidad corporal, como ya lo hemos
hecho destacar, que la simultaneidad es reemplazada por la sucesión, en el desarrollo
embriológico, pero esto no concierne más que a una parte bien débil de las
posibilidades en cuestión; para la individualidad integral, el punto de vista de la
sucesión desaparece ya, y no obstante no se trata todavía más que un único estado
del ser, entre la multiplicidad indefinida de los demás estados; si se quiere hablar a
toda costa de evolución, con esto se ve cuan estrechos son los límites en los que esta
idea encontrará dónde aplicarse. En segundo lugar, la hipótesis de que hablamos es
inútil en cuanto al término final que el ser debe alcanzar, cualquiera que sea por lo
demás la concepción que uno se haga de él; y creemos necesario explicarnos aquí
sobre la palabra «perfección», que los espiritistas emplean de una manera tan
abusiva. Evidentemente, para ellos no puede tratarse de la Perfección metafísica,
única que merece verdaderamente este nombre, y que es idéntica al Infinito, es decir,
a la Posibilidad universal en su total plenitud; eso les rebasa inmensamente, y ni
siquiera tienen ninguna idea al respecto; pero admitamos que se pueda hablar,
analógicamente, de perfección en un sentido relativo, para un ser cualquiera: será,
para ese ser, la plena realización de todas sus posibilidades. Ahora bien, basta que
estas posibilidades sean indefinidas, en no importa cuál grado, para que la perfección
así entendida no pueda ser alcanzada «gradual» y «progresivamente», según las
expresiones de Allan Kardec; el ser que hubiera recorrido una a una, en modo
sucesivo, posibilidades particulares en un número cualquiera, no estaría más
avanzado por eso. Una comparación matemática puede ayudar a comprender lo que
queremos decir: si se debe hacer la adición de una indefinidad de elementos, jamás
se llegará a ello tomando esos elementos uno a uno; la suma no podrá obtenerse sino
por una operación única, que es la integración, y así es menester que todos los
elementos sean tomados simultáneamente; esto es la refutación de esa concepción
falsa, tan extendida en occidente, según la cual no se podría llegar a la síntesis más
que por el análisis, mientras que, al contrario, si se trata de una verdadera síntesis, es
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
226
imposible llegar a ella de esta manera. Todavía se pueden presentar las cosas así: si
se tiene una serie indefinida de elementos, el término final, o la totalización de la
serie, no es ninguno de estos elementos; ese término final no puede encontrarse en la
serie, de suerte que jamás se llegará a él recorriéndola analíticamente; por el
contrario, se puede alcanzar esa meta de un solo golpe por la integración, pero para
eso poco importa que se haya recorrido ya la serie hasta tal o cual de sus elementos,
puesto que no hay ninguna común medida entre no importa cuál resultado parcial y
el resultado total. Incluso para el ser individual, este razonamiento es aplicable,
puesto que este ser conlleva posibilidades susceptibles de un desarrollo indefinido;
no sirve de nada hacer intervenir «un tiempo inmenso», ya que este desarrollo, si se
quiere que sea sucesivo, no se acabará jamás; pero, desde que puede ser simultáneo,
ya no hay ninguna dificultad; solamente, es entonces la negación del evolucionismo.
Ahora bien, si se trata del ser total, y no ya solo del individuo, la cosa es todavía más
evidente, primero porque ya no hay ningún lugar para la consideración del tiempo o
de alguna otra condición análoga (puesto que la totalización del ser es el estado
incondicionado), y después porque entonces hay que considerar algo muy diferente
de la simple indefinidad de las posibilidades del individuo, puesto que éstas no son
ya, en su integralidad, más que un elemento infinitesimal en la serie indefinida de los
estados del ser. Llegados a este punto (pero, bien entendido, esto no se dirige ya a
los espiritistas, que son manifiestamente incapaces de concebirlo), podemos
reintroducir la idea de la Perfección metafísica, y decir esto: aunque se admitiera que
un ser haya recorrido distinta o analíticamente una indefinidad de posibilidades, toda
esta evolución, si se quiere llamarla así, jamás podría ser sino rigurosamente igual a
cero en relación a la Perfección, ya que lo indefinido, puesto que procede de lo finito
y es producido por ello (como lo muestra claramente, en particular, la generación de
los números), y puesto que, por tanto, está contenido en ello en potencia, no es en
suma más que el desarrollo de las potencialidades de lo finito, y, por consiguiente,
no puede tener ninguna relación con el Infinito, lo que equivale a decir que,
considerado desde el Infinito, o desde la Perfección que le es idéntica, no puede ser
más que cero. La concepción analítica que representa el evolucionismo, si se
considera en lo universal, equivale pues, no ya a agregar una a una cantidades
infinitesimales, sino rigurosamente a agregar indefinidamente cero a sí mismo, por
una indefinidad de adiciones distintas y sucesivas, cuyo resultado final será siempre
cero; no se puede salir de esta sucesión estéril de operaciones analíticas más que por
la integración (que debería ser aquí una integración múltiple, e inclusive
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
227
indefinidamente múltiple), e insistimos en ello, ésta se efectúa de un sólo golpe, por
una síntesis inmediata y transcendente, que no está precedida lógicamente de ningún
análisis.
Los evolucionistas, que no tienen ninguna idea de la eternidad, como tampoco de
todo lo que es del orden metafísico, llaman de buena gana por este nombre a una
duración indefinida, es decir, a la perpetuidad, mientras que la eternidad es
esencialmente la «no duración»; este error es del mismo género que el que consiste
en creer que el espacio es infinito, y por lo demás apenas se dan uno sin el otro; la
causa de ello está siempre en la confusión de lo concebible y de lo imaginable. En
realidad, el espacio es indefinido, pero, como toda otra posibilidad particular, es
absolutamente nulo en relación al Infinito; del mismo modo, la duración, incluso
perpetua, no es nada al respecto de la eternidad. Pero lo más singular, es esto: para
aquellos que, al ser evolucionistas de una manera o de otra, colocan toda realidad en
el devenir, la supuesta eternidad temporal, que se compone de duraciones sucesivas,
y que es por tanto divisible, parece partirse en dos mitades, una pasada y la otra
futura. He aquí, a título de ejemplo (y podrían darse muchos otros), un curioso
pasaje que sacamos de una obra astronómica de M. Flammarion: «Si los mundos
murieran para siempre, si los soles una vez extinguidos no se reencendieran más, es
probable que ya no hubiera estrellas en el cielo. ¿Y por qué? Porque la creación es
tan antigua, que podemos considerarla como eterna en el pasado. Desde la época de
su formación, los innumerables soles del espacio han tenido ampliamente tiempo de
extinguirse. Relativamente a la eternidad pasada (sic), son únicamente los nuevos
soles los que brillan. Los primeros están extinguidos. La idea de sucesión se impone
pues por sí misma a nuestro espíritu. Cualquiera que sea la creencia íntima que cada
uno de nosotros haya adquirido en su consciencia sobre la naturaleza del Universo,
es imposible admitir la antigua teoría de una creación hecha de una vez por todas.
¿No es la idea de Dios misma, sinónima de la idea de Creador? Tan pronto como
Dios existe, crea; si no hubiera creado más que una vez, no habría ya soles en la
inmensidad, ni planetas sacando a su alrededor la luz, el calor, la electricidad y la
vida. Es menester, de toda necesidad, que la creación sea perpetua. Y, si Dios no
existiera, la antigüedad, la eternidad del Universo se impondría con más fuerza
todavía»1. Es casi superfluo llamar la atención sobre la cantidad de puras hipótesis
que hay acumuladas en estas pocas líneas, y que no son siquiera muy coherentes: es
1 Astronomie populaire, pp. 380-381.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
228
menester que haya nuevos soles porque los primeros están extinguidos, pero los
nuevos no son más que los antiguos que se han reencendido; es menester creer que
las posibilidades se agotan pronto; ¿y qué decir de esa «antigüedad» que equivale
aproximativamente a la eternidad? Sería pues igualmente lógico hacer un
razonamiento de esto género: si los hombres una vez muertos no se reencarnaran, es
probable que ya no los hubiera sobre la tierra, ya que, desde que los hay, han tenido
«ampliamente tiempo» de morir todos; he ahí un argumento que ofrecemos de muy
buena gana a los reencarnacionistas, cuya tesis no fortificará apenas. La palabra
«evolución» no está en el pasaje que acabamos de citar, pero es evidentemente esta
concepción, exclusivamente basada sobre la «idea de sucesión», la que debe
reemplazar a «la antigua teoría de una creación hecha de una vez por todas»,
declarada imposible en virtud de una simple «creencia» (la palabra está ahí). Por lo
demás, para el autor, Dios mismo está sometido a la sucesión o al tiempo; la creación
es un acto temporal: «Tan pronto como Dios existe, crea»; se trata pues de que tiene
un comienzo, y probablemente también debe estar situado en el espacio, pretendido
infinito. Decir que «la idea de Dios es sinónima de la idea de Creador», es emitir una
afirmación más que contestable: ¿se atreverá a sostener que todos los pueblos que no
tienen la idea de creación, es decir, en suma todos aquellos cuyas concepciones no
son de fuente judaica, no tienen por eso mismo ninguna idea que corresponde a la de
la Divinidad? Es manifiestamente absurdo; y destáquese bien que, cuando aquí se
trata de creación, lo que se designa así no es nunca más que el mundo corporal, es
decir, el contenido del espacio que la astronomía tiene la posibilidad de explorar con
su telescopio; ¡el Universo es verdaderamente bien pequeño para estas gentes que
ponen el infinito y la eternidad por todas partes donde no podría tratarse de ellos! Si
ha sido menester toda la «eternidad pasada» para llegar a producir el mundo corporal
tal como le vemos hoy día, con seres como los individuos humanos para representar
la más alta expresión de la «vida universal y eterna», es menester convenir que se
trata de un lastimoso resultado1; y, ciertamente, no será demasiado toda la «eternidad
futura» para llegar a la «perfección», no obstante tan relativa, con la que sueñan
nuestros evolucionistas. Eso nos recuerda la estrafalaria teoría de no sabemos muy
bien qué filósofo contemporáneo (si nuestros recuerdos son exactos, debe ser
1 Mlle Marguerite Wolff, de quien ya hemos hablado, aseguraba que «Dios se había equivocado al
crear el mundo, porque era la primera vez y carecía de experiencia»; y agregaba que, «si tuviera que
recomenzar, lo haría ciertamente mucho mejor».
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
229
Guyau), que se representaba la segunda «mitad de la eternidad» como debiendo
transcurrir reparando los errores acumulados durante la primera mitad; ¡He aquí los
«pensadores» que se creen «ilustrados», y que se permiten tomar a irrisión las
concepciones religiosas!
Los evolucionistas, decíamos hace un momento, colocan toda realidad en el
devenir; por eso es por lo que su concepción es la negación completa de la
metafísica, dado que ésta tiene esencialmente como dominio lo que es permanente e
inmutable, es decir, aquello cuya afirmación es incompatible con el evolucionismo.
La idea misma de Dios, en estas condiciones, debe estar sometida al devenir como
todo lo demás, y ese es, en efecto, el pensamiento más o menos confesado, si no de
todos los evolucionistas, al menos sí de aquellos que quieren ser consecuentes
consigo mismos. Esta idea de un Dios que evoluciona (y que, habiendo comenzado
en el mundo, o al menos con el mundo, no podría ser su principio, y que no
representa así más que una hipótesis perfectamente inútil) no es excepcional en
nuestra época; se encuentra, no solo en filósofos del género de Renan, sino también
en algunas sectas más o menos extrañas cuyos comienzos, naturalmente, no
remontan más allá del último siglo. He aquí, por ejemplo, lo que los mormones
enseñan sobre el tema de su Dios: «Su origen fue la fusión de dos partículas de
materia elemental, y, por un desarrollo progresivo, alcanzó la forma humana… Dios,
eso no hay que decirlo (sic), ha comenzado siendo un hombre, y, por una vía de
continuada progresión, ha devenido lo que es, y puede continuar progresando de la
misma manera eterna e indefinidamente. Igualmente, el hombre puede crecer en
conocimiento y en poder, tan lejos como le plazca. Así pues, si el hombre está
dotado de una progresión eterna, vendrá ciertamente un tiempo donde sabrá tanto
como Dios sabe ahora»1. Y todavía: «El niño más débil de Dios que existe ahora
sobre la tierra, poseerá a su tiempo más dominación, súbditos, poder y gloria de la
que posee hoy día Jesucristo o su Padre, mientras que el poder y la elevación de
éstos habrán crecido en la misma proporción»2. Estas absurdidades no son más
fuertes que las que se encuentran en el espiritismo, del que no nos hemos alejado
más que en apariencia, y es bueno señalar algunas aproximaciones: la «progresión
eterna» del hombre, de la que acabamos de tratar, es perfectamente idéntica a la
concepción de los espiritistas sobre el mismo punto; y en cuanto a la evolución de la
1 L’Etoile Millénaire, órgano del presidente Brigham Young, 1852.
2 Extracto de un sermón de Joseph Smith, fundador del Mormonismo.
EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
230
Divinidad, si no todos están en eso, es no obstante una conclusión lógica de sus
teorías, y hay efectivamente algunos que no retroceden ante semejantes
consecuencias, que las proclaman incluso de una manera tan explícita como
extravagante. Es así como M. Jean Béziat, jefe de la secta «fraternista», ha escrito
hace algunos años un artículo destinado a demostrar que «Dios está en perpetua
evolución» y al cual ha dado este título: «Dios no es inmutable; Satán, es Dios-
Ayer»; se tendrá una idea suficiente al respecto por algunos extractos: «Dios no nos
parece todopoderoso en el momento considerado, puesto que hay la lucha del bien y
del mal, y no bien absoluto… Del mismo modo que el frío no es más que un grado
menor de calor, el mal no es, él también, más que un grado menor del bien; y el
diablo o el mal no es más que un grado menor de Dios. Es imposible contestar esta
argumentación. Así pues, no hay sino vibraciones calóricas, vibraciones benéficas o
divinas más o menos activas, simplemente. Dios es la Intención evolutiva en
incesante ascenso; ¿no resulta de eso que Dios estaba ayer menos avanzado que hoy,
y Dios-Hoy menos avanzado que Dios-Mañana? Aquellos que han salido del seno
divino ayer son pues menos divinos que aquellos que han salido del seno del Dios
actual, y así sucesivamente. Los salidos de Dios-Ayer son menos buenos
naturalmente que los emanados del Dios-Momento, y es por ilusión, simplemente,
por lo que se nombra Satán a lo que no es todavía más que Dios, pero solamente
Dios-Pasado y no Dios-Actual»1. Semejantes elucubraciones, ciertamente, no
merecen que nadie se dedique a refutarlas en detalle; pero conviene subrayar su
punto de partida específicamente «moralista», puesto que en todo eso no se trata más
que de bien y de mal, y también hacer destacar que M. Béziat argumenta contra una
concepción de Satán como literalmente opuesto a Dios, lo que no es otra cosa que el
«dualismo» que se atribuye de ordinario, y quizás equivocadamente, a los
maniqueos; en todo caso, es del todo gratuitamente como presta esta concepción a
otros, a quienes es totalmente extraña. Esto nos conduce directamente a la cuestión
del satanismo, cuestión tan delicada como compleja, que es todavía de esas que no
pretendemos tratar completamente aquí, pero de la que, no obstante, no podemos
dispensarnos de indicar al menos algunos aspectos, aunque sea para nos una tarea
muy poco agradable.
1 Le Fraterniste, 27 de marzo de 1914.
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CAPÍTULO X
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
Se ha convenido que no se puede hablar del diablo sin provocar, por parte de
todos los que se jactan de ser más o menos «modernos», es decir, por la inmensa
mayoría de nuestros contemporáneos, sonrisas desdeñosas o encogimientos de
hombros más despectivos todavía; y hay gentes que, aunque tienen algunas
convicciones religiosas, no son los últimos en tomar una semejante actitud, quizás
por simple temor de pasar por «atrasados», quizás también de una manera más
sincera. Esos, en efecto, están bien obligados a admitir en principio la existencia del
demonio, pero estarían muy embarazados si tuvieran que constatar su acción
efectiva; eso trastocaría enormemente el círculo restringido de ideas hechas en el que
tienen costumbre de moverse. Se trata de un ejemplo de ese «positivismo práctico»
al que hemos hecho alusión precedentemente: las concepciones religiosas son una
cosa, la «vida ordinaria» otra, y, entre las dos, se tiene buen cuidado de establecer un
tabique tan estanco como sea posible; tanto da pues decir que uno se comportará de
hecho como un verdadero increyente, en la lógica al menos; ¿pero cómo hacer de
otro modo, en una sociedad tan «ilustrada» y tan «tolerante» como la nuestra, sin
hacerse tratar por lo menos de «alucinado»? Sin duda, una cierta prudencia es
frecuentemente necesaria, pero prudencia no quiere decir negación «a priori» y sin
discernimiento; no obstante, en descargo de algunos medios católicos, se debe decir
que el recuerdo de algunas mistificaciones muy famosas, como las de Leo Taxil, no
es ajeno a esta negación: uno se ha arrojado de un exceso en el exceso contrario; si
todavía es una astucia del diablo hacerse negar, es menester convenir que no lo ha
hecho demasiado mal. Si no abordamos esta cuestión del satanismo sin alguna
repugnancia, no es por razones del género de las que acabamos de indicar, ya que un
ridículo de ese tipo, si es que lo es, nos toca muy poco, y tomamos, bastante
claramente, posición contra el espíritu moderno bajo todas sus formas como para no
tener que hacer uso de algunos miramientos; pero apenas se puede tratar este tema
sin tener que remover cosas que se querría mejor dejar en la sombra; no obstante, es
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
232
menester resignarse a hacerlo en una cierta medida, ya que un silencio total a este
respecto correría el riesgo de ser muy mal comprendido.
No pensamos que los satanistas conscientes, es decir, los verdaderos adoradores
del diablo, hayan sido jamás muy numerosos; se cita en efecto la secta de los Yézidis,
pero ese es un caso excepcional, y todavía no es seguro que sea correctamente
interpretado; por toda otra parte, apenas se encontrarían más que aislados, que son
brujos de la más baja categoría, ya que sería menester no creer que todos los brujos o
los «magos negros» más o menos caracterizados responden igualmente a esta
definición, y puede haber, entre ellos, quienes no creen de ninguna manera en la
existencia del diablo. Por otro lado, hay también la cuestión de los luciferinos: los ha
habido, muy ciertamente, fuera de los relatos fantásticos de Leo Taxil y de su
colaborador el Dr. Hacks, y quizás los hay todavía, en América o en otras partes; si
han constituido organizaciones, eso podría parecer ir contra lo que acabamos de
decir; pero no hay nada de eso, ya que, si estas gentes invocan a Lucifer y le rinden
un culto, es porque no le consideran como el diablo, es decir, es porque es
verdaderamente a sus ojos el «portaluz»1, e inclusive hemos oído decir que llegaban
hasta nombrarle «La Gran Inteligencia Creadora». Sin duda, son satanistas de hecho,
pero, por extraño que eso pueda parecer a aquellos que no van al fondo de las cosas,
no son más que satanistas inconscientes, puesto que se equivocan sobre la naturaleza
de la entidad a la que dirigen su culto; y en lo que concierne al satanismo
inconsciente, a diversos grados, está lejos de ser raro. A propósito de los luciferinos,
tenemos que señalar un singular error: hemos oído afirmar que los primeros
espiritistas americanos reconocían estar en relación con el diablo, al cual daban el
nombre de Lucifer; en realidad, los luciferinos no pueden ser de ninguna manera
espiritistas, puesto que el espiritismo consiste esencialmente en creerse en
comunicación con humanos «desencarnados», y puesto que generalmente niega
incluso la intervención de otros seres que esos en la producción de los fenómenos.
Incluso si ha ocurrido que algunos luciferinos emplean procedimientos análogos a
los del espiritismo, tampoco son espiritistas por eso; la cosa es posible, aunque el uso
de procedimientos propiamente mágicos sea más verosímil en general. Si algunos
espiritistas, por su lado, reciben un «mensaje» firmado por Lucifer o por Satán, no
1 Mme Blavatsky, que dio este nombre de Lucifer a una revista que fundó en Inglaterra hacia el
final de su vida, afectaba tomarle igualmente en este sentido etimológico de «portaluz», o, como ella
decía, de «portador de la llama de la verdad»; pero ella no veía ahí más que un puro símbolo,
mientras que, para los luciferinos, es un ser real.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
233
vacilan un solo instante en cargarle a la cuenta de algún «espiritista bromista»,
puesto que hacen profesión de no creer en el demonio, y puesto que aportan incluso
a esta negación un verdadero apasionamiento; al hablarles del diablo, uno se arriesga
no solo a despertar en ellos desdén, sino más bien furor, lo que es por lo demás un
signo bastante malo. Lo que los luciferinos tienen en común con los espiritistas, es
que son bastante limitados intelectualmente, y parecidamente cerrados a toda verdad
de orden metafísico; pero están limitados de una manera diferente, y hay
incompatibilidad entre las dos teorías; eso no quiere decir, naturalmente, que las
mismas fuerzas no puedan estar en juego en los dos casos, sino que la idea que se
hacen al respecto por una parte y por otra es completamente diferente.
Es inútil reproducir las innumerables denegaciones de los espiritistas, así como
de los ocultistas y de los teosofistas, relativamente a las existencia del diablo; se
llenaría con ellas fácilmente todo un volumen, que sería por lo demás muy poco
variado y sin gran interés. Allan Kardec, ya lo hemos visto, enseña que los «malos
espíritus» se mejoran progresivamente; para él, ángeles y demonios son igualmente
seres humanos, pero que se encuentran en las dos extremidades de la «escala
espiritista»; y agrega que Satán no es más que «la personificación del mal bajo una
forma alegórica»1. Los ocultistas, por su lado, hacen llamada a un simbolismo que
apenas comprenden y que acomodan a su fantasía; además, asimilan generalmente
los demonios a «elementales» más bien que a «desencarnados»; admiten al menos
seres que no pertenecen a la especie humana, y eso es ya algo. Pero he aquí una
opinión que se sale un poco de lo ordinario, no en cuanto al fondo, sino por la
apariencia de erudición de la que se envuelve: es la de M. Charles Lancelin, de quien
ya hemos hablado; resume en estos términos «el resultado de sus investigaciones»
sobre la cuestión de la existencia del diablo, a la que ha consagrado por lo demás dos
obras especiales2: «El diablo no es más que un fantasma y un símbolo del mal. El
judaísmo primitivo le ha ignorado; por lo demás, el Jehovah tiránico y sanguinario
de los judíos no tenía necesidad de ese repelente. La leyenda de la caída de los
ángeles se encuentra en el Libro de Henoch, reconocido apócrifo desde hace mucho
tiempo y escrito mucho más tarde. Durante la gran cautividad de Babilonia, el
judaísmo recibe de las religiones orientales la impresión de divinidades malas, pero
1 Le Livre des Esprits, pp. 54-56. —Sobre Satán y el infierno, cf. Léon Denis, Christianisme et
Spiritisme, pp. 103-108; Dans l’Invisible, pp. 395-405.
2 Histoire mythique de Shatan y Le Ternaire magique de Shatan.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
234
esta idea permanece entonces popular, sin penetrar en los dogmas. Y Lucifer es
todavía entonces la estrella de la mañana, y Satán un ángel, una criatura de Dios.
Más tarde, si Cristo habla del Malo y del demonio, es por pura acomodación a las
ideas populares de su tiempo; pero para él, el diablo no existe… En el cristianismo,
el Jehovah vindicativo de los judíos deviene un Padre de bondad: desde entonces, las
otras divinidades son, junto a él, divinidades del mal. Al desarrollarse, el
cristianismo entra en contacto con el helenismo y recibe de él la concepción de
Plutón y de las Furias, y sobre todo del Tártaro, que él acomoda a sus propias ideas
haciendo entrar en ellas confusamente todas las divinidades malas del paganismo
grecorromano y de las diversas religiones con las cuales se encontró. Pero es en la
Edad Media donde nació verdaderamente el diablo. En este periodo de trastornos
incesantes, sin ley, sin freno, el clero, para contener a los poderosos, fue llevado a
hacer del diablo el gendarme de la sociedad; retomó la idea del Malo y de las
divinidades del mal, fundió el todo en la personalidad del diablo e hizo de él el
espanto de los reyes y de los pueblos. Pero esta idea, de la que el clero era el
representante, le daba un poder incontestado; rápidamente también cayó él mismo en
su propia trampa, y desde entonces existió el diablo; con el correr de los tiempos
modernos, su personalidad se afirmó, y en el siglo XVII reinaba como señor.
Voltaire y los enciclopedistas comenzaron la reacción; la idea del demonio declinó,
y hoy día muchos sacerdotes ilustrados la consideran como un simple símbolo»1. No
hay que decir que esos sacerdotes «ilustrados» son simplemente modernistas, y que
el espíritu que les anima es extrañamente parecido al que se afirma en estas líneas;
esta manera más que fantástica de escribir la historia es bastante curiosa, pero, en
resumidas cuentas, vale tanto como la de los representantes oficiales de la pretendida
«ciencia de las religiones»: se inspira visiblemente en los mismos métodos
«críticos», y los resultados no difieren sensiblemente; es menester ser bien ingenuo
para tomar en serio a estas gentes que hacen decir a los textos todo lo que ellos
quieren, y que siempre encuentran medio de interpretarlos conformemente a sus
propios prejuicios.
Pero volvamos a lo que llamamos el satanismo inconsciente, y, para evitar todo
error, digamos primeramente que un satanismo de este género puede ser puramente
mental y teórico, sin implicar ninguna tentativa de entrar en relación con entidades
cualesquiera, cuya existencia, en muchos casos, ni siquiera se considera. Es en este
1 Le Monde Psychique, febrero de 1912.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
235
sentido como se puede, por ejemplo, considerar como satánica, en una cierta medida,
toda teoría que desfigura notablemente la idea de la Divinidad; y sería menester aquí
colocar en primer rango las concepciones de un Dios que evoluciona y las de un
Dios limitado; por lo demás, las unas no son más que un caso particular de las otras,
ya que, para suponer que un ser puede evolucionar, es menester evidentemente
concebirle como limitado; decimos un ser, ya que Dios, en estas condiciones, no es
el Ser universal, sino un ser particular e individual, y eso no se da apenas sin un
cierto «pluralismo» donde el Ser, en el sentido metafísico, no podría encontrar lugar.
Más o menos abiertamente, todo «inmanentismo» somete a la Divinidad al devenir;
eso puede no ser visible en las formas más antiguas, como el panteísmo de Spinoza,
y quizás esta consecuencia es incluso contraria a las intenciones de éste (no hay
sistema filosófico que no contenga, al menos en germen, alguna contradicción
interna); pero, en todo caso, está muy claro a partir de Hegel, es decir, en suma,
desde que el evolucionismo ha hecho su aparición, y, en nuestros días, las
concepciones de los modernistas son particularmente significativas bajo esta
relación. En cuanto a la idea de un Dios limitado, tiene también, en la época actual,
muchos partidarios declarados, ya sea en sectas como esas de las que hablamos al
final del capítulo precedente (los mormones llegan hasta sostener que Dios es un ser
corporal, a quien asignan como residencia un lugar definido, un planeta imaginario
llamado «Colob»), o ya sea en algunas corrientes del pensamiento filosófico, desde
el «personalismo» de Renouvier hasta las concepciones de William James, que el
novelista Wells se esfuerza en popularizar1. Renouvier negaba el Infinito metafísico
porque le confundía con el pseudoinfinito matemático; para James, la cosa es
diferente, y su teoría tiene su punto de partida en un «moralismo» muy anglosajón:
es más ventajoso, desde el punto de vista sentimental, representarse a Dios a la
manera de un individuo, que tiene cualidades (en el sentido moral) comparables a las
nuestras; así pues, es esta concepción antropomórfica la que debe tenerse por
verdadera, según la actitud «pragmatista» que consiste esencialmente en substituir la
verdad por la utilidad (moral o material); y por lo demás James, conformemente a las
tendencias del espíritu protestante, confunde la religión con la simple religiosidad, es
decir, que no ve en ella nada más que el elemento sentimental. Pero hay otra cosa
más grave todavía en el caso de James, y es sobre todo lo que nos hace pronunciar a
su propósito esta palabra de «satanismo inconsciente», que, parece, ha indignado tan
1 Dieu, l’Invisible Roi.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
236
vivamente a algunos de sus admiradores, particularmente en medios protestantes
cuya mentalidad está enteramente dispuesta a recibir semejantes concepciones1: es
su teoría de la «experiencia religiosa», que le hace ver en el «subconsciente» el
medio para que el hombre se ponga en comunicación efectiva con lo Divino; de ahí a
aprobar las prácticas del espiritismo, a conferirles un carácter eminentemente
religioso, y a considerar a los médiums como los instrumentos por excelencia de esta
comunicación, se convendrá en ello, no había más que un paso. Entre elementos
bastante diversos, el «subconsciente» contiene incontestablemente todo lo que, en la
individualidad humana, constituye los rastros o los vestigios de los estados inferiores
del ser, y aquello con lo que pone al hombre en comunicación, es ciertamente todo lo
que, en nuestro mundo, representa a esos mismos estados inferiores. Así, pretender
que eso es una comunicación con lo Divino, es verdaderamente colocar a Dios en los
estados inferiores del ser, in inferis en el sentido literal de esta expresión2; así pues,
se trata de una doctrina propiamente «infernal», una inversión del orden universal, y
eso es precisamente lo que llamamos «satanismo»; pero, como está claro que no es
querido expresamente y que los que emiten o aceptan tales teorías no se dan cuenta
de su enormidad, no es más que satanismo inconsciente.
Por lo demás, el satanismo, incluso consciente, se caracteriza siempre por una
inversión del orden normal: toma a contrapie las doctrinas ortodoxas, invierte
expresamente algunos símbolos o algunas fórmulas; en muchos casos, las prácticas
de los brujos no son sino prácticas religiosas cumplidas al revés. Habría que decir
cosas bien curiosas sobre la inversión de los símbolos; no podemos tratar esta
cuestión ahora, pero tenemos que indicar que ese es un signo que engaña raramente;
solamente, según que la inversión sea intencional o no, el satanismo puede ser
consciente o inconsciente3. Así, en la secta «carmeliana» fundada antaño por
1 Se nos ha reprochado también, por el mismo lado, lo que se ha creído poder llamar un «prejuicio
antiprotestante»; nuestra actitud a este respecto es en realidad todo lo contrario de un prejuicio,
puesto que hemos llegado a ella de una manera perfectamente reflexionada, y como conclusión de
varias consideraciones que hemos indicado ya en diversos pasajes de nuestra Introducción general al
estudio de las doctrinas hindúes.
2 Lo opuesto es in excelsis, en los estados superiores del ser, que son representados por los cielos,
del mismo modo que la tierra representa el estado humano.
3 Algunos han querido ver símbolos invertidos en la figura de la «cepa de viña dibujada por los
espíritus» que Allan Kardec ha colocado, bajo orden suya, en la portada del Livre des Esprits; la
disposición de los detalles es en efecto lo bastante extraña como para dar lugar a una tal suposición,
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
237
Vintras, el uso de una cruz invertida es un signo que aparece a primera vista como
eminentemente sospechoso; es verdad que este signo se interpretaba como indicando
que el reino del «Cristo doloroso» debía hacer sitio en adelante al del «Cristo
glorioso»; así pues, es muy posible que Vintras mismo no haya sido más que un
satanista perfectamente inconsciente, a pesar de todos los fenómenos que se
cumplían alrededor de él y que dependen claramente de la «mística diabólica»; pero
quizás no se podría decir otro tanto de alguno de sus discípulos y de sus sucesores
más o menos legítimos; por lo demás, esta cuestión requeriría un estudio especial,
que contribuiría a aclarar singularmente una muchedumbre de manifestaciones
«preternaturales» constatadas durante todo el curso del siglo XIX. Sea como sea, hay
ciertamente más que un matiz entre «pseudoreligión» y «contrareligión»1, y es
menester guardarse contra algunas asimilaciones injustificadas; pero, de la una a la
otra, puede haber muchos grados por donde el paso se efectúa casi insensiblemente y
sin que uno se aperciba de ello: ese es uno de los peligros especiales que son
inherentes a toda intrusión, incluso involuntaria, en el dominio propiamente
religioso; cuando uno se introduce en una pendiente como esa, apenas es posible
saber con certeza dónde se detendrá, y es muy difícil recuperarse antes de que sea
demasiado tarde.
Nuestra explicación relativa al carácter satánico de algunas concepciones, que no
pasan habitualmente por tales, hace llamada todavía a un complemento que
estimamos indispensable, porque muchas gentes no saben hacer la distinción entre
dominios que, sin embargo, están esencial y profundamente separados. En lo que
hemos dicho, hay naturalmente una alusión a la teoría metafísica de los estados
múltiples del ser, y lo que justifica el lenguaje que hemos empleado, es esto: todo lo
que se dice teológicamente de los ángeles y de los demonios se puede decir también
metafísicamente de los estados superiores e inferiores del ser. Eso es al menos muy
destacable, y hay en ello una «clave», como dirían los ocultistas; pero los arcanos
que abre esta llave no son para uso. Se trata de un ejemplo de lo que hemos dicho en
otra parte2, de que toda verdad teológica puede ser transpuesta en términos
pero no es de una nitidez suficiente como para que hagamos estado de ello, y no señalamos esto más
que a título puramente documental.
1 En la brujería, la «contrareligión» intencional viene a superponerse a la magia, pero siempre
debe ser distinguida de ésta, que, aunque es del orden más inferior, no tiene este carácter por sí
misma; no hay ninguna relación directa entre el dominio de la magia y el de la religión.
2 Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, pp. 112-115, ed. francesa.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
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metafísicos, pero sin que la recíproca sea verdad, ya que hay verdades metafísicas
que no son susceptibles de ser traducidas en términos teológicos. Por otra parte,
jamás se trata más que de una correspondencia, y no de una identidad ni de una
equivalencia; la diferencia de lenguaje marca una diferencia real de punto de vista, y,
desde que las cosas no se consideran bajo el mismo aspecto, ya no dependen del
mismo dominio; la universalidad, que caracteriza únicamente a la metafísica, no se
encuentra de ninguna manera en la teología. Lo que la metafísica tiene que
considerar propiamente, son las posibilidades del ser, y de todo ser, en todos los
estados; bien entendido, en los estados superiores e inferiores, así como en el estado
actual, puede haber seres no humanos, o, más exactamente, seres en las posibilidades
en las que no entra la individualidad específicamente humana; pero eso, que parece
ser lo que interesa más particularmente al teólogo, no importa igualmente al
metafísico, a quien le basta admitir que ello debe ser así, desde que eso es
efectivamente posible, y porque ninguna limitación arbitraria es compatible con la
metafísica. Por lo demás, si hay una manifestación cuyo principio está en un cierto
estado, importa poco que esta manifestación deba ser referida a tal ser más bien que
a tal otro, entre aquellos que se sitúan en ese estado, e inclusive, a decir verdad,
puede ocurrir que no haya lugar a referirla a ningún ser determinado; es únicamente
el estado lo que conviene considerar, en la medida en que percibimos, en este otro
estado donde estamos, algo que es en suma como un reflejo o un vestigio, según se
trate de un estado superior o inferior al nuestro. Importa insistir sobre este punto, de
que una tal manifestación, de cualquier naturaleza que sea, no traduce nunca más que
indirectamente lo que pertenece a otro estado; por eso es por lo que decimos que ella
tiene allí su principio más bien que su causa inmediata. Estas precisiones permiten
comprender lo que hemos dicho a propósito de las «influencias errantes», algunas de
las cuales pueden tenerse verdaderamente como «satánicas» o «demoniacas», ya sea
que se las considere por lo demás como fuerzas puras y simples o como el medio de
acción de algunos seres propiamente dichos1: ambas pueden ser verdaderas según los
casos, y debemos dejar el campo abierto a todas las posibilidades; por lo demás, eso
no cambia nada en la naturaleza intrínseca de las influencias en cuestión. Se debe ver
por esto hasta qué punto entendemos permanecer fuera de toda discusión de orden
1 Diversos ocultistas pretenden que lo que se nos aparece como fuerzas, son en realidad seres
individuales, más o menos comparables a los seres humanos; en muchos casos, esta concepción
antropomórfica es todo lo contrario de la verdad.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
239
teológico; nos abstenemos expresamente de colocarnos bajo ese punto de vista, lo
que no quiere decir que no reconozcamos plenamente su legitimidad; y, aunque
empleamos algunos términos tomados al lenguaje teológico, no hacemos en suma
sino adoptar, basándonos sobre correspondencias reales, los medios de expresión que
son propios para hacernos comprender más fácilmente, lo que es en efecto nuestro
derecho. Dicho esto para poner las cosas a punto y para prevenir tanto como sea
posible las confusiones de las gentes ignorantes o mal intencionadas, por eso no es
menos verdad que los teólogos podrán, si lo juzgan a propósito, sacar partido, bajo
su punto de vista, de las consideraciones que exponemos aquí; en lo que concierne a
los demás, si hay quien tiene miedo de las palabras, no tendrá más que llamar de otra
manera a lo que, en cuanto a nos, continuaremos llamando diablo o demonio, porque
no vemos en ello ningún inconveniente serio, y también porque seremos
probablemente mejor comprendido de esta manera que si introducimos una
terminología más o menos inusitada, que no sería más que una complicación
perfectamente inútil.
El diablo no es solo terrible, es frecuentemente grotesco; que cada quien tome
eso como lo entienda, según la idea que se haga de ello; aquellos que podrían estar
tentados de extrañarse o incluso de escandalizarse por una tal afirmación que se
remitan a los detalles estrafalarios que se encuentran inevitablemente en todo asunto
de brujería, y que hagan después una aproximación con todas esas manifestaciones
ineptas que los espiritistas tienen la inconsciencia de atribuir a los «desencarnados».
He aquí una muestra tomada entre mil: «Se lee una plegaria a los espíritus, y todo el
mundo coloca sus manos sobre la mesa o sobre el velador más próximo, después se
hace la obscuridad… La mesa oscila un poco, y Mathurin, por este hecho, anuncia su
presencia… De repente, un rasponazo violento, como si una garra de acero arañara
la mesa bajo nuestras manos, nos hace estremecer a todos. En adelante han
comenzado los fenómenos. Golpes violentos son sacudidos sobre el piso junto a la
ventana, en un reducto inaccesible para nosotros, después un dedo materializado
arrasca fuertemente mi antebrazo; una mano helada viene sucesivamente a tocar mis
dos manos. Esta mano deviene caliente; palmotea mi mano derecha e intenta
quitarme el anillo, pero no llega a ello… Me quita el manguito y le arroja sobre las
rodillas de la persona que está en frente de mí; ya no le recuperaría más que al final
de la sesión. Mi muñeca está cogida entre el pulgar y el índice de la mano invisible;
mi chaqueta es tirada por abajo, se juega en varias ocasiones al tambor con los dedos
sobre mi muslo derecho. Un dedo se introduce bajo mi mano derecha que reposa
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
240
enteramente sobre la mesa, y encuentra medio, yo no sé cómo, de arañarme la palma
de la mano… A cada uno de estos atrevimientos, Mathurin, que parece encantado de
sí mismo, viene a ejecutar sobre la mesa, contra nuestras manos, una serie de giros.
En varias ocasiones pide canto; explica incluso, por golpes sacudidos, los trozos que
prefiere; se le cantan… Un vaso de agua, azúcar, una jarra de agua, un vaso, un
botellón de ron, una cucharilla, han sido colocados, antes de la sesión, sobre la mesa
del comedor, cerca de la ventana. Oímos de maravilla a la entidad aproximarse a
ella, poner agua, después ron en el vaso, y abrir el azucarero. Antes de poner azúcar
en el ponche en preparación, la entidad toma de él dos trozos produciendo curiosas
chispas, y viene a frotarlos en medio de nosotros. Luego retorna al ponche después
de haber arrojado sobre la mesa los trozos frotados, y coge el azucarero para poner
azúcar en el vaso. Oímos girar la cuchara, y golpes sacudidos anuncian que se me va
a ofrecer a beber. Para aumentar la dificultad, giro la cabeza, de suerte que Mathurin,
si busca mi boca, no encontrará más que mi oreja. Pero no he contado con mi
huésped: el vaso viene a buscar mi boca donde se encuentra sin una vacilación, y el
ponche me es enviado de una manera más bien brusca pero impecable, ya que no se
pierde de él ni una sola gota… Tales son los hechos que, desde hace casi quince
años, se reproducen todos los sábados con algunas variaciones…»1. Sería difícil
imaginar algo más pueril; para creer que los muertos vuelven para librarse a estas
necedades de mal gusto, es menester ciertamente algo más que ingenuidad; ¿y qué
pensar de esta «plegaria a los espíritus» por la que comienza una tal sesión? Este
carácter grotesco es evidentemente la marca de algo de un orden muy inferior;
aunque su fuente está en el ser humano (y comprendemos en este caso las
«entidades» formadas artificialmente y más o menos persistentes), eso proviene
ciertamente de las regiones más bajas del «subconsciente»; y, en un grado más o
menos acentuado, todo el espiritismo, englobando en él prácticas y teorías, está
marcado por este carácter. No hacemos excepción para lo que hay de más «elevado»,
al decir de los espiritistas, en las «comunicaciones» que reciben: las que tienen
pretensiones de expresar ideas, son absurdas, o ininteligibles, o de una banalidad que
únicamente gentes completamente incultas pueden no ver; en cuanto al resto, es de la
1 Le Fraterniste, 26 de diciembre de 1913 (artículo de M. Eugène Philippe, abogado de la corte de
apelación de París, vicepresidente de la Sociedad francesa de estudios de los fenómenos psíquicos).
—El relato de una sesión casi semejante, con los mismos médiums (Mme y Mlle Vallée) y la misma
«entidad» (que ahí es calificado incluso de «guía espiritual»), ha sido dada en L’Initiation, octubre de
1911.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
241
sentimentalidad más ridícula. Ciertamente, no hay necesidad de hacer intervenir
especialmente el diablo para explicar semejantes producciones, que están
enteramente a la altura de la «subconsciencia» humana; si consintiera en mezclarse a
ello, con toda seguridad no tendría que hacer mucho esfuerzo para hacerlo mucho
mejor que eso. Se dice incluso que el diablo, cuando quiere, es muy buen teólogo; es
verdad, sin embargo, que no puede impedirse dejar escapar siempre alguna necedad,
que es como su firma; pero agregaremos que no hay más que un dominio que le está
rigurosamente prohibido, y es el de la metafísica pura; éste no es el lugar para
indicar las razones, aunque los que hayan comprendido las explicaciones
precedentes puedan adivinar una parte de ellas sin demasiada dificultad. Pero
volvamos a las divagaciones de la «subconsciencia»: basta que ésta tenga en ella
elementos «demoniacos», en el sentido que hemos dicho, y que sea capaz de poner al
hombre en relación involuntaria con influencias que, incluso si no son más que
simples fuerzas inconscientes por sí mismas, por eso no son menos «demoniacas»
también; eso basta, decimos, para que el mismo carácter se exprese en algunas de las
«comunicaciones» de que se trata. Estas «comunicaciones» no son forzosamente las
que, como las hay frecuentemente, se distinguen por la grosería de su lenguaje;
puede ocurrir que sean también, a veces, aquellas ante las cuales los espiritistas caen
presas de admiración: bajo esta relación, hay marcas que son bastante difíciles de
distinguir a primera vista: en esto, también, puede ser una simple firma, por así decir,
constituida por el tono mismo del conjunto, o por alguna fórmula especial, por una
cierta fraseología; y hay términos y fórmulas de éstas, en efecto, que se encuentran
un poco por todas partes, que rebasan la atmósfera de tal o de cual grupo particular,
y que parecen ser impuestos por alguna voluntad que ejerce una acción más general.
Constatamos simplemente, sin querer sacar de ello una conclusión precisa;
preferimos dejar disertar sobre eso, con la ilusión de que eso confirma su tesis, a los
partidarios de la «tercera mística», de esa «mística humana» que imaginó el
protestante mal convertido que era Goerres (queremos decir que su sentimentalidad
había permanecido protestante y «racionalista» por algunos lados); para nos, si
tuviéramos que plantear la cuestión sobre el terreno teológico, no se plantearía de
esta manera, desde que se trata de elementos que son propiamente «infrahumanos»,
y por tanto representativos de otros estados, incluso si están incluidos en el ser
humano; pero, todavía una vez más, ese no es de ninguna manera nuestro asunto.
Las cosas a las que acabamos de hacer alusión se encuentran sobre todo en las
«comunicaciones» que tienen un carácter especialmente moral, lo que, por lo demás,
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
242
es el caso del mayor número; muchas gentes no dejarán de indignarse de que se haga
intervenir en eso al diablo, por indirectamente que sea, y de que se piense que el
diablo puede predicar la moral; eso es incluso un argumento que los espiritistas
hacen valer frecuentemente contra aquellos de sus adversarios que sostienen la teoría
«demoniaca». He aquí, por ejemplo, en qué términos se ha expresado sobre este
punto un espiritista que es al mismo tiempo un pastor protestante, y cuyas palabras,
en razón de esta doble cualidad, merecen alguna atención: «Se dice en las iglesias:
pero esos espíritus que se manifiestan, son demonios, y es peligroso ponerse en
relación con el diablo. Al diablo, yo no he tenido el honor de conocerle (sic); pero,
en fin, supongamos que existe: lo que yo sé de él, es que tiene una reputación bien
establecida, la de ser muy inteligente, muy malo, y al mismo tiempo no ser un
personaje esencialmente bueno y caritativo. Ahora bien, si las comunicaciones nos
vienen del diablo, ¿cómo es que, muy frecuentemente, tienen un carácter tan
elevado, tan hermoso, tan sublime que podrían figurar muy ventajosamente en las
catedrales y en la predicación de los oradores religiosos más elocuentes? ¿Cómo es
que este diablo, que es tan malhechor y tan inteligente, se aplica en tantas
circunstancias a proporcionar a aquellos que comunican con él las directrices más
consoladoras y más moralizantes? Así pues, yo no puedo creer que estoy en
comunicación con el diablo»1. Este argumento no nos hace ninguna impresión,
primero porque, si el diablo puede ser teólogo cuando encuentra ventaja en ello,
también puede, y «a fortiori», ser moralista, lo que no requiere tanta inteligencia; se
podría admitir incluso, con alguna apariencia de razón, que eso es un disfraz que
toma para engañar a los hombres y hacerles aceptar doctrinas falsas. Después, esas
cosas «consoladoras» y «moralizantes» son precisamente, a nuestros ojos, del orden
más inferior, y es menester estar ciego por algunos prejuicios para encontrarlas
«elevadas» y «sublimes»; poner la moral por encima de todo, como lo hacen los
protestantes y los espiritistas, es todavía invertir el orden normal de las cosas; eso
mismo es pues «diabólico», lo que no quiere decir que todos los que piensan así
estén por eso en comunicación efectiva con el diablo.
A este propósito, hay que hacer todavía otra precisión: es que los medios donde
se siente la necesidad de predicar la moral en toda circunstancia son frecuentemente
los más inmorales en la práctica; explíquese eso como se quiera, pero es un hecho;
para nos, la simple explicación, es que todo lo que toca a ese dominio pone en juego
1 Discurso del pastor Alfred Bénézech en el Congreso espiritista de Ginebra, en 1913.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
243
inevitablemente lo que hay de más bajo en la naturaleza humana; no es por nada que
las nociones morales del bien y del mal son inseparables una de la otra y no pueden
existir sino por su oposición. Pero que los admiradores de la moral, si no tienen los
ojos cerrados por una toma de partido demasiado incurable, quieran mirar bien al
menos si no habría, en los medios espiritistas, muchas de las cosas que podrían
alimentar esa indignación que manifiestan tan fácilmente; al decir de las gentes que
han frecuentado esos medios, hay ahí fondos muy indecorosos. Respondiendo a
ataques aparecidos en diversos órganos espiritistas1, F. K. Gaboriau, entonces
director del Lotus (y que debía abandonar la Sociedad Teosófica un poco más tarde),
escribía esto: «Las obras espiritistas enseñan y provocan fatalmente la pasividad, es
decir, la ceguera, el debilitamiento moral y físico de los pobres seres cuyo sistema
nervioso y psíquico se manosea y se muele en sesiones donde todas las pasiones
malas y groseras toman cuerpo… Habríamos podido por venganza, si la venganza
fuera admitida en teosofía, publicar una serie de artículos sobre el espiritismo,
haciendo desfilar en el Lotus todas las historias grotescas u horribles que conocemos
(y que no se olvide que nosotros, los fenomenalistas, hemos sido casi todos de la
casa), mostrar a todos los médiums célebres cogidos con las manos en la masa (lo
que no les quita más que la santidad y no la autenticidad), analizar cruelmente las
publicaciones de los Bérels2, que son legión, decir, explicándolo, todo lo que hay en
el libro de Hucher, La Spirite, volver sobre la historia de los fondos del espiritismo,
copiar de las revistas espiritistas americanas anuncios espiritistas de casas de
prostitución, contar en detalle los horrores de todo género que han pasado y que
pasan todavía en las sesiones obscuras con materializaciones, en América, en
Inglaterra, en la India y en Francia, en una palabra, hacer quizás una obra de
saneamiento útil. Pero preferimos callarnos y no llevar la turbación a espíritus ya
suficientemente perturbados»3. He aquí, a pesar de esa reserva, un testimonio muy
claro y que no se puede dudar: es el de un «neoespiritualista», y que, al haber pasado
1 Concretamente en la Revue Spirite del 17 de septiembre de 1887.
2 Se trata de un médium llamado Jules-Edouard Bérel, que se titulaba modestamente «el secretario
de Dios», y que acababa de hacer aparecer un enorme volumen lleno de las peores extravagancias. —
Otro caso patológico análogo, aunque fuera del espiritismo propiamente dicho, es el de un cierto M.
Paul Auvard, que ha escrito, «bajo el dictado de Dios», un libro titulado Le Saint Dictamen, en el que
hay de todo excepto cosas sensatas.
3 Le Lotus, octubre de 1887.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
244
por el espiritismo, estaba bien informado. Tenemos otros del mismo género, y más
recientes, como el de M. Jolliver-Castelot, un ocultista que se ha ocupado sobre todo
de alquimia, pero también de psiquismo, y que por lo demás se ha separado hace
mucho tiempo de la escuela papusiana a la que había pertenecido primeramente. Era
en el momento en que se hacía un cierto ruido, en la prensa, alrededor de los fraudes
incontestables que habían sido descubiertos en las experiencias de materialización
que Mme Juliette Alexandre-Bisson, la viuda del célebre vaudevillista, y el Dr. von
Schrenck-Notzing proseguían con un médium a quien no se designaba más que por
la denominación misteriosa de Eva C…; M. Jollivet-Castelot levantó contra él la
cólera de los espiritistas al hacer conocer, en una carta que fue publicada por La
Mañana, que esta Eva C… o Carriere, que también se había hecho llamar Rosa
Dupont, no era en definitiva sino Marthe Béraud, a quien había ya mistificado el Dr.
Richet en la villa Carmen de Argel (y es también con la misma persona con quien
otros sabios oficiales quieren hoy experimentar en un laboratorio de la Sorbonne)1.
M. Chevreuil, en particular, cubrió de injurias a M. Jollivet-Castelot2, que, llevado al
extremo, develó bastante brutalmente las costumbres inconfesables de algunos
medios espiritistas, «el sadismo que se mezcla al fraude, a la credulidad, a la
necedad insondable, en muchos médiums… y experimentadores»; empleó incluso
términos demasiado crudos para que los reproduzcamos, y citaremos solamente estas
líneas: «Es cierto que la fuente es frecuentemente impura. Esos médiums desnudos,
esos exámenes de pequeños “escondrijos”, esos palpamientos minuciosos de los
fantasmas materializados, traducen más bien el erotismo que un milagro del
espiritismo y del psiquismo. ¡Tengo la idea de que si los espíritus volvieran, se
mostrarían de una manera diferente!»3. Sobre esto, M. Chevreuil exclamaba: «No
quiero pronunciar ya el nombre del autor que, Psiquizado por el Odio (sic), acaba de
ahogarse en la basura; su nombre ya no existe para nosotros»4. Pero esta
indignación, más bien cómica, no podía ocupar el lugar de una refutación; las
acusaciones permanecen enteras, y hay lugar a creer que son fundadas. Durante este
tiempo, se discutía, entre los espiritistas, sobre la cuestión de saber si los niños deben
ser admitidos a las sesiones: parece que, en el «Fraternista», son excluidos de las
1 Estas experiencias, terminadas después de que se escribió esto, han dado un resultado
enteramente negativo; es menester creer que esta vez se habían tomado precauciones más eficaces.
2 Le Fraterniste, 9 de enero, 1 y 6 de febrero de 1914.
3 Les Nouveaux Horizons de la Science et de la Pensée, febrero de 1914, p. 87.
4 Le Fraterniste, 13 de febrero de 1914.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
245
reuniones donde se hacen experiencias, pero que, en revancha, se han instituido
«cursos de bondad» (sic) a su intención1; por otra parte, en una conferencia hecha
ante la «Sociedad francesa de estudios de los fenómenos psíquicos», M. Paul Bodier
declaraba claramente que «nada sería quizás más dañino que hacer asistir a los niños
a las sesiones experimentales que se hacen un poco por todas partes», y que «el
espiritismo experimental no debe ser abordado sino en la adolescencia»2. Los
espiritistas un poco razonables temen pues la influencia nefasta que sus prácticas no
podrían dejar de ejercer sobre el espíritu de los niños; ¿pero no constituye esta
confesión una verdadera condena de esas prácticas, cuyo efecto sobre los adultos
apenas es menos deplorable? Los espiritistas, en efecto, insisten siempre para que el
estudio de los fenómenos, así como también la teoría por la que los explican, se
ponga al alcance de todos indistintamente; nada es más contrario a su pensamiento
que considerarlo como reservado a una cierta élite, que podría estar mejor preparada
contra sus peligros. Por otro lado, la exclusión de los niños, que puede sorprender a
aquellos que conocen las tendencias propagandistas del espiritismo, se explica bien
cuando se piensa en todas esas cosas más que dudosas que pasan en algunas
sesiones, y sobre las cuales acabamos de aportar testimonios innegables.
Otra cuestión que arrojaría una luz extraña sobre las costumbres de algunos
medios espiritistas y ocultistas, y que por lo demás se relaciona más directamente
con la del satanismo, es la cuestión del incubato y sucubato, a la que hemos hecho
alusión al hablar de un encuesta donde se la había hecho intervenir, de una manera
más bien inesperada, a propósito del «sexo de los espíritus». Al publicar la respuesta
de M. Ernests Bosc sobre este punto, la redacción del Fraternista agregaba en nota:
«M. Legrand, del Instituto nº 4 de Amiens (es la designación de una agrupación
«fraternista»), nos citaba, a comienzos de este marzo corriente (1914), el caso de una
joven virgen de dieciocho años que, desde la edad de doce años, sufrió todas las
noches la pasión de un íncubo. Se le han hecho confidencias circunstanciadas y
detalladas, que llenan de estupor»3. Desafortunadamente, no se nos dice si,
contrariamente a la regla, esta joven había frecuentado las sesiones espiritistas; en
todo caso, se encontraba evidentemente en un medio favorable a tales
manifestaciones; en cuanto a nos, no decidiremos si eso no es más que trastorno y
1 Le Fraterniste, 12 de diciembre de 1913.
2 Revue Spirite, marzo de 1914, p. 178.
3 Le Fraterniste, 13 de marzo de 1914.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
246
alucinación, o si es menester ver en ello otra cosa. Pero este caso no es aislado: M.
Ernest Bosc, aunque afirma con razón que en eso no se trata de «desencarnados»,
aseguraba que «algunas viudas, así como muchachas jóvenes, le habían hecho
confidencias absolutamente perturbadoras», a él también; solamente, agregaba con
prudencia: «Pero no podríamos hablar de ello aquí, ya que esto constituye un
verdadero secreto esotérico no comunicable». Esta última aserción es simplemente
monstruosa: los secretos verdaderamente incomunicables, aquellos que merecen
llamarse «misterios» en el sentido propio de esta palabra, son de una naturaleza
completamente diferente, y no son tales sino porque toda palabra es impotente para
expresarlos; y el verdadero esoterismo no tiene absolutamente nada que ver con esas
cosas indecorosas1. Hay otros ocultistas que, a este respecto, están lejos de ser tan
reservados como M. Bosc, puesto que conocemos a uno de ellos que ha llegado hasta
publicar, bajo forma de folleto, un «método práctico para el incubato y el sucubato»,
donde no se trata, es verdad, más que de autosugestión pura y simple; no insistimos
más, pero, si hubiera contradictores posibles que pretendieran reclamarnos
precisiones, les prevenimos caritativamente que podrían tener que arrepentirse de
ello; sabemos mucho sobre algunos personajes que se las dan de «grandes maestros»
de tales o cuales organizaciones pseudoiniciáticas, y que harían mucho mejor
permaneciendo en la sombra. Los temas de este orden no son de aquellos sobre los
que uno se extiende de buena gana, pero no podemos dispensarnos de constatar que
hay gentes que sienten la necesidad enfermiza de mezclar esas cosas a estudios
ocultistas y supuestos místicos; es bueno decirlo, aunque no sea más que para hacer
conocer la mentalidad de esas gentes. Naturalmente, es menester no generalizar, pero
estos casos son muy numerosos en los medios «neoespiritualistas» para que eso sea
puramente accidental; se trata pues de un peligro que hay que señalar, y parece
verdaderamente que esos medios sean aptos para producir todos los géneros de
trastorno; y, aunque no hubiera ahí más que eso, ¿se encontrará que el epíteto de
«satánico», tomado en un sentido figurado si se quiere, sea demasiado fuerte para
caracterizar algo tan malsano?
Hay todavía otro asunto, particularmente grave, del que es necesario decir
algunas palabras: en 1912, el caballero Le Clément de Saint-Marcq, entonces
presidente de la «Federation Spirite Belge» y del «Bureau international du
1 Sería menester hablar también de algunos casos de «vampirismo», que dependen de la brujería
más baja; incluso si en todo eso no interviene ninguna fuerza extrahumana, apenas vale más por ello.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
247
Spiritisme», publicó, bajo pretexto de «estudio histórico», un innoble folleto titulado
L’Eucharistie, que dedicó a Emmanuel Vauchez, antiguo colaborador de Jean Macé
en la «Ligue française de L’Enseignement». En una carta que fue insertada en la
portada de este folleto, Emmanuel Vauchez afirmaba, «de parte de espíritus
superiores», que «Jesús no está del todo orgulloso del papel que los clérigos le hacen
jugar»; se puede juzgar por esto la mentalidad especial de estas gentes que, al mismo
tiempo que espiritistas eminentes, son dirigentes de asociaciones de libre
pensamiento. El panfleto fue distribuido gratuitamente, a título de propaganda, en
miles de ejemplares; el autor atribuía al clero católico, e incluso a todos los cleros,
prácticas cuya naturaleza es imposible precisar, y que no pretendía censurar, pero en
las que veía un secreto de la más alta importancia bajo el punto de vista religioso e
incluso político; eso puede parecer completamente inverosímil, pero es así. El
escándalo fue enorme en Bélgica1; muchos espiritistas se indignaron, y numerosos
grupos abandonaron la Federación; se reclamó la dimisión del presidente, pero el
comité declaró que se solidarizaba con él. En 1913, M. Le Clément de Saint-Marcq
emprendió en los diferentes centros una gira de conferencias en el curso de las cuales
debía explicar todo su pensamiento, pero que no hicieron más que envenenar las
cosas; la cuestión fue sometida al Congreso espiritista internacional de Ginebra, que
condenó formalmente el folleto y a su autor2. Así pues, éste debió dimitir, y, con los
que le siguieron en su retirada, formó una nueva secta llamada «Sincerismo», cuyo
programa formuló en estos términos: «La verdadera moral es el arte de apaciguar los
conflictos: paz religiosa, por la divulgación de los misterios y la atenuación del
carácter dogmático de la enseñanza de las iglesias; paz internacional, por la unión
federal de todas las naciones civilizadas del mundo en una monarquía electiva; paz
industrial, por la participación en la dirección de las empresas entre el capital, el
trabajo y los poderes públicos; paz social, por la renuncia al lujo y la aplicación del
excedente de las rentas a las obras de beneficencia; paz individual, por la protección
de la maternidad y la represión de toda manifestación de un sentimiento de
envidia»3. El folleto sobre La Eucaristía ya había hecho ver suficientemente en qué
1 Ha habido en ese país otras cosas verdaderamente extraordinarias en este género, como las
historias del Black Flag por ejemplo; esas no se refieren al espiritismo, pero hay entre todas estas
sectas más ramificaciones de las que se piensa.
2 Discurso pronunciado en el Congreso nacional espiritista belga de Namur por M. Fraikin,
presidente, el 23 de noviembre de 1913.
3 Le Fraterniste, 28 de noviembre de 1913.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
248
sentido era menester entender la «divulgación de los misterios»; en cuanto al último
artículo del programa, estaba concebido en términos voluntariamente equívocos,
pero que se pueden comprender sin esfuerzo pensando en las teorías de los
partidarios de la «unión libre». Es en el «fraternismo» donde M. Le Clément de
Saint-Marcq encontró sus más ardientes defensores; sin atreverse no obstante a
llegar hasta aprobar sus ideas, uno de los jefes de esta secta, M. Paul Pillault,
defendió la irresponsabilidad y encontró esta excusa: «Debo declarar que siendo
psicosista, yo no creo en la responsabilidad de M. Le Clément de Saint-Marcq,
instrumento muy accesible a las diversas psicosas como todo otro ser humano.
Influenciado, debió escribir ese folleto y publicarle; es en otra parte que en la zona
tangible y visible donde es menester buscar la causa, donde es menester encontrar la
acción productiva del contenido del folleto incriminado»1. Es menester decir que el
«fraternismo», que no es en el fondo más que un espiritismo de tendencias muy
fuertemente protestantes, da a su doctrina especial el nombre de «psicosía» o
«filosofía psicósica»: Las «psicosas» son las «influencias invisibles» (se emplea
también la palabra bárbara de «influencismo»), las hay buenas y malas, y todas las
sesiones comienzan por una invocación a la «Buena Psicosa»2; esta teoría se lleva
tan lejos que llega, de hecho, a suprimir casi completamente el libre albedrío del
hombre. Es cierto que la libertad de un ser individual es algo relativo y limitado,
como lo es este ser mismo, pero, no obstante, es menester no exagerar; admitimos de
muy buena gana, en una cierta medida, y especialmente en casos como éste del que
se trata, la acción de influencias que pueden ser de muchos tipos, y que, por lo
demás, no son lo que piensan los espiritistas; pero, en fin, M. Le Clément de Saint-
Marcq no es médium, que sepamos, para no haber jugado ahí más que un papel de
instrumento puramente pasivo e inconsciente. Por lo demás, lo hemos visto, no todo
el mundo, incluso entre los espiritistas, le excusó tan fácilmente; por su lado, los
teosofistas belgas, es menester decirlo en honor suyo, estuvieron entre los primeros
en hacer oír vehementes protestas; desafortunadamente, esta actitud no era
completamente desinteresada, ya que eso pasaba en la época de los escandalosos
procesos de Madras3, y M. Le Clément de Saint-Marcq había juzgado bueno invocar,
como viniendo en apoyo de su tesis, las teorías que se le reprochaban a M.
1 Le Fraterniste, 12 de diciembre de 1913.
2 Reseña del primer Congreso de los Fraternales, tenido en Lille el 25 de diciembre de 1913: Le
Fraterniste, 9 de enero de 1914. —Cf. ibid., 21 de noviembre de 1913.
3 Ver El Teosofismo, pp. 207-211, ed. francesa.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
249
Leadbeater; así pues, era urgente repudiar una solidaridad tan comprometedora. Por
el contrario, otro teosofista, M. Theodor Reuss, Gran Maestre de la «Orden de los
Templarios Orientales», escribió a M. Le Clément de Saint-Marcq estas líneas
significativas (reproducimos escrupulosamente su jerga): «Le envío dos folletos:
Oriflammes1, en los cuales encontrará que la Orden de los Templarios Orientales
tiene el mismo conocimiento como se encuentra en el folleto Eucharistie». En la
Oriflamme, encontramos efectivamente esto, que fue publicado en 1912, y que aclara
la cuestión: «Nuestra orden posee la clave que abre todos los misterios masónicos y
herméticos: es la doctrina de la magia sexual, y esta doctrina explica, sin dejar nada
obscuro, todos los enigmas de la naturaleza, toda la simbólica masónica, todos los
misterios religiosos». Debemos decir, a este propósito, que M. Le Clément de Saint-
Marcq es un alto dignatario de la masonería belga; y uno de sus compatriotas, M.
Herman Bouleuger, escribía en un órgano católico: «¿Se ha conmovido la masonería
hasta el presente de poseer en su seno a un exegeta tan extraordinario? Yo no sé.
Pero como declara que su doctrina es también el secreto de la secta (y a fe mía, si yo
no conociera sus procedimientos de documentación, podría creer que está muy bien
colocado para saberlo), su presencia en ella es terriblemente comprometedora, sobre
todo para aquellos de sus miembros que se han elevado públicamente en contra de
tales aberraciones»2. Apenas es útil decir que no hay absolutamente nada de fundado
en las pretensiones de M. Le Clément de Saint-Marcq y Theodor Reuss; es
verdaderamente lamentable que algunos escritores católicos hayan creído deber
admitir una tesis análoga a la suya, ya sea en lo que concierne a la masonería, ya sea
al respecto de los misterios antiguos, sin apercibirse de que así no podían más que
debilitar su posición (del mismo modo que cuando aceptan la identificación
fantasiosa de la magia y del espiritismo); era menester no ver en eso más que las
divagaciones de algunos espíritus enfermos, y quizás más o menos «psicosados»,
como dicen los «fraternistas» u «obsesos», como nos diríamos más simplemente.
Acaba de hacerse alusión a los «procedimientos de documentación» de M. Le
Clément de Saint-Marcq; esos procedimientos, donde brilla la más insigne mala fe,
le valieron un cierto número de desmentidos por parte de aquellos a quienes había
puesto en causa imprudentemente. Es así como se había prevalido de la adhesión de
1 La Oriflamme, pequeña revista redactada en alemán, es el órgano oficial de los diversos
agrupamientos de masonería «irregular» dirigidos por M. Theodor Reuss, y de los cuales hemos
hablado al hacer la historia del teosofismo (pp. 39 y 243-244, ed. francesa).
2 Le Catholique, diciembre de 1913.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
250
«un sacerdote católico todavía en ejercicio», citando una frase que entresacaba de su
contexto para darle una acepción completamente diferente de la que implicaba, y
llamaba a eso «una confirmación formidable»1; el sacerdote en cuestión, que era el
abad J. A. Petit, del que hemos hablado precedentemente, se apresuró a rectificar, y
lo hizo en estos términos: «La frase es ésta: “Vuestra tesis reposa sobre una verdad
primordial que habéis sido el primero, a mi conocimiento, en señalar al gran
público”. Así presentada, la frase parecía aprobar la tesis sostenida por M. le
chevalier de Saint-Marcq. Importa esencialmente que desaparezca todo equívoco.
¿Cuál es esa verdad primordial? Los católicos pretenden que, en la Eucaristía, está el
cuerpo mismo de Cristo, nacido de la Virgen María y crucificado, que está presente
bajo las apariencias del pan y del vino. M. le chevalier de Saint-Marcq dice: No, y en
mi opinión tiene razón. Cristo no podía pretender poner ahí su cuerpo, crucificado
sobre todo, puesto que la institución del sacramento ha precedido a la crucifixión.
Cristo está presente en la Eucaristía por el principio vital que se ha encarnado en la
Virgen: es lo que M. le chevalier de Saint-Marcq ha sido el primero, a mi
conocimiento, en señalar al gran público, y lo que yo llamo “una verdad primordial”.
Sobre este punto, estamos de acuerdo; pero ahí se limita la coincidencia de nuestras
ideas. M. le chevalier de Saint-Marcq hace intervenir un elemento humano, y yo un
elemento espiritual con todo el alcance que San Pablo atribuye a esta palabra2, de
suerte que estamos en los antípodas uno del otro… Yo soy su adversario declarado,
así como lo testimonia la refutación que he hecho de su pequeño folleto»3. Las
interpretaciones personales del abad Petit, en la ocurrencia, no nos parecen apenas
menos heterodoxas que cuando pretende que la «resurrección de la carne» significa
la reencarnación; ¿y puede ser enteramente de buena fe, él también, al introducir el
término «crucificado», como lo hace, a propósito del cuerpo de Cristo presente en la
Eucaristía? En todo caso, pone mucha buena voluntad en declararse de acuerdo,
siquiera sobre un punto particular, con M. Le Clément de Saint-Marcq, para quien
Jesús no es más que un hombre; pero su respuesta por eso no constituye menos un
desmentido formal. Por otra parte, Mgr. Ladeuze, rector de la universidad de
Lovaina, dirigió a la Revue Spirite Belge, el 19 de abril de 1913, la carta siguiente:
«Se me comunica su número del 1º de marzo de 1913, donde se hace alusión a un
1 Le Catholique, octubre de 1913.
2 I Corintios, XV, 44.
3 Le Catholique, diciembre de 1913. —La refutación en cuestión había aparecido en La Vie
Nouvelle, de Beauvais.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
251
pasaje del folleto L’Eucharistie lanzado por M. Le Clément de Saint-Marcq, en el
que éste cita una de mis obras para probar la existencia de las prácticas inmundas
que constituirían el sacramento eucarístico. Yo no me rebajaría hasta entrar en
discusión con M. Le Clement de Saint-Marcq sobre un tema tan innoble; le ruego
solamente que señale a sus lectores… que, para interpretar mi texto como él lo hace,
es menester, o bien ser de mala fe, o bien ignorar la lengua latina hasta el punto de
no conocer nada de ella. El autor me hace decir, por ejemplo (escojo este ejemplo
porque es posible hablar de él sin mancharse, puesto que el autor no introduce aquí
en mis palabras la teoría nauseabunda en cuestión): “La mentira jamás puede estar
permitida, si no es para evitar los mayores males temporales”. Yo he dicho, en
realidad, en el pasaje apuntado: “La mentira jamás puede estar permitida, ni siquiera
para evitar los mayores males temporales”. He aquí el texto latín: “Dicendum est
illud nunquam, ne ad maxima quidem temporalia mala vitanda, fieri posse licitum”.
Un alumno de cuarto de latín no podría equivocarse sobre el sentido de este texto».
Después de eso, la denominación de «sincerismo» aparece como más bien irónica, y
podemos terminar aquí lo que M. Herman Boulenger ha llamado «una historia
escabrosa donde el lector un poco al corriente de los datos de la teología mística ha
podido reconocer, en las cosas que se le han revelado, los caracteres tradicionales de
la acción diabólica»1. Agregaremos solo que la desavenencia sobrevenida en el
espiritismo belga con ocasión de este asunto no fue de larga duración: el 26 de abril
de 1914 tuvo lugar, en Bruselas, la inauguración de la «Casa de los espiritistas»; la
«Liga Kardecista» y la «Federación Sincerista» habían sido invitadas las dos; dos
discursos fueron pronunciados, el primero por M. Fraikin, el nuevo presidente de la
«Federación Espiritista», y el segundo por M. Le Clément de Saint-Marcq; así pues,
la reconciliación estaba operada2.
Hemos querido aportar aquí algunos hechos, que cada uno será libre de apreciar
como quiera; los teólogos verán en ellos probablemente algo más que lo que podrían
encontrar los simples «moralistas». En lo que nos concierne, no queremos llevar las
cosas al extremo, y no es a nos a quien pertenece plantear la cuestión de una acción
directa y «personal» de Satán; pero poco nos importa, ya que, cuando hablamos de
«satanismo», no es necesariamente así como lo entendemos. En el fondo, las
1 Le Catholique, diciembre de 1913.
2 M. Le Clément de Saint-Marcq jamás ha renunciado por eso a sus ideas especiales; incluso ha
publicado recientemente un nuevo folleto, en el que sostiene todavía las mismas teorías.
LA CUESTIÓN DEL SATANISMO
252
cuestiones de «personificación», si se puede expresar así, son perfectamente
indiferentes bajo nuestro punto de vista; lo que queremos decir en realidad es
completamente independiente de esta interpretación particular así como de toda otra,
y no entendemos excluir ninguna, bajo la única condición de que corresponda a una
posibilidad. En todo caso, lo que vemos en todo eso, y más generalmente en el
espiritismo y los demás movimientos análogos, son influencias que provienen
incontestablemente de lo que algunos llaman la «esfera del Anticristo»; esta
designación puede tomarse también simbólicamente, pero eso no cambia nada la
realidad y no hace menos nefastas estas influencias. Ciertamente, aquellos que
participan en tales movimientos, e inclusive aquellos que creen dirigirlos, pueden no
saber nada de estas cosas; y eso es en efecto el mayor peligro, ya que muchos de
entre ellos, muy ciertamente, se apartarían con horror si pudieran darse cuenta de
que se hacen los servidores de las «potencias de las tinieblas»; pero su ceguera es
frecuentemente irremediable, y su buena fe misma contribuye a atraer a otras
víctimas; ¿no autoriza eso a decir que la suprema habilidad del diablo, de cualquier
manera que se le conciba, es hacer negar su existencia?
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CAPÍTULO XI
VIDENTES Y CURANDEROS
Se sabe que los espiritistas reconocen diferentes tipos de médiums, que clasifican
y designan según la naturaleza especial de sus facultades y de las manifestaciones
que producen; naturalmente, la enumeraciones que dan son bastante variables, ya
que se pueden dividir y subdividir casi indefinidamente. He aquí una de estas
enumeraciones, que es bastante completa: «Hay los médiums de efectos físicos que
provocan fenómenos materiales, tales como ruidos o golpes en la paredes,
apariciones1, desplazamientos de objetos sin contacto, aportes, etc.2; los médiums
sensitivos, que sienten, por una vaga impresión, la presencia de los espíritus; los
médiums auditivos, que oyen las voces de los “desencarnados”, ora claras, distintas,
como las de las personas vivas, ora como susurros íntimos en su fuero interior; los
médiums habladores3 y los médiums escritores, que transmiten, por la palabra o la
escritura, y siempre con una pasividad completa, absoluta, las comunicaciones de
ultratumba; los médiums videntes, que en el estado de vigilia, ven a los espíritus; los
médiums músicos, los médiums dibujantes, los médiums poetas, los médiums
curanderos, etc., cuyos nombres designan suficientemente la facultad dominante»4.
Es menester agregar que varios géneros de mediumnidad pueden encontrarse
reunidos en un mismo individuo, y también que la mediumnidad tipo es la que se
llama «de efectos físicos», con las diversas variedades que implica; casi todo el resto
es asimilable a simples estados hipnóticos, así como ya lo hemos explicado, pero no
obstante hay algunas categorías de las cuales conviene hablar y poco más
especialmente, tanto más cuanto que algunos les atribuyen una gran importancia.
1 Este caso, que es el de los «médiums de materializaciones», se separa frecuentemente de los
otros, que se consideran como más comunes y como no exigiendo facultades tan desarrolladas.
2 Sería menester unir a esta lista los fenómenos de levitación.
3 Es lo que se llama más frecuentemente «médiums de encarnaciones».
4 Félix Fabart, Histoire philosophique et politique de l’Occulte, p. 133.
VIDENTES Y CURANDEROS
254
Los médiums sensitivos, videntes y auditivos, que se pueden reunir en un solo
grupo, no son llamados médiums por los espiritistas más que en virtud de sus ideas
preconcebidas: son individuos que se supone dotados de algunos “sentidos
hiperfísicos”, para tomar una expresión que ha sido empleada por algunos; hay
quienes llaman a eso el «sexto sentido», sin hacer más distinciones, mientras que
otros enumeran, como otros tantos sentidos diferentes, la «clarividencia», la
«clariaudiencia», y así sucesivamente. Hay escuelas que pretenden que el hombre,
además de sus cinco sentidos externos, posee siete sentidos internos1; a decir verdad,
son extensiones un poco abusivas de la palabra «sentido», y no vemos que se pueda
considerar otro «sentido interno» que lo que se llamaba antaño sensorium commune,
es decir, en suma, la «mente» en su función centralizadora y coordinadora de los
datos sensibles. Admitimos de buena gana que la individualidad humana posee
algunas facultades extracorporales, que están en todos en el estado latente, y que
pueden estar más o menos desarrolladas en algunos; pero estas facultades no
constituyen verdaderamente sentidos, y, si se habla de ellas por analogía con los
sentidos corpóreos, es porque sería difícil hablar de ellas de otro modo; esta
asimilación, cuando se toma al pie de la letra, implica una amplia parte de ilusión,
que proviene de que aquellos que están dotados de estas facultades, para expresar lo
que perciben así, están forzados a servirse de términos que están hechos para
designar normalmente las cosas del orden corporal. Pero hay todavía otra causa de
ilusión más completa y más grave: es que, en los medios espiritistas y en otras
escuelas «neoespiritualistas», se ejercitan de buena gana para adquirir o desarrollar
facultades de este género; sin hablar de los peligros que son inherentes a esos
«entrenamientos psíquicos», muy propios para desequilibrar a aquellos que se libran
a ellos, es evidente que, en estas condiciones, se está expuesto a tomar muy
frecuentemente por una «clarividencia» real lo que no es más que el efecto de una
sugestión pura y simple. En algunas escuelas, como el teosofismo, la adquisición de
la «clarividencia» parece ser considerada en cierto modo como la meta suprema; la
1 Hacemos alusión aquí a algunas organizaciones que se pretenden «rosicrucianas», pero que no
tienen la menor relación histórica o doctrinal con el rosicrucianismo auténtico; como hemos tenido la
ocasión de hacerlo destacar en otra parte (El Teosofismo, pp. 40 y 222, ed. francesa), esta
denominación es una de esas de las que más se abusa en nuestra época; los ocultistas de toda escuela
no tienen absolutamente ningún derecho a reclamarse del rosicrucianismo, como tampoco de todo lo
que presenta, bajo cualquier relación que sea, un carácter verdaderamente tradicional, esotérico o
iniciático.
VIDENTES Y CURANDEROS
255
importancia acordada a estas cosas prueba todavía que las escuelas en cuestión no
tienen absolutamente nada de «iniciático», a pesar de sus pretensiones, ya que en eso
no se trata más que de contingencias que aparecen como muy desdeñables a todos
aquellos que tienen conocimientos de un orden más profundo; todo lo más es un
«resultado colateral» que se guardan bien de buscar especialmente, y que, en la
mayor parte de los casos, representa más bien un obstáculo que una ventaja. Los
espiritistas que cultivan estas facultades se imaginan que lo que ven y oyen, son los
«espíritus», y es por eso por lo que consideran eso como una mediumnidad; en las
demás escuelas, se piensa lo más frecuentemente en ver y oír cosas completamente
diferentes, pero cuyo carácter no es apenas menos fantasioso; en suma, es siempre
una representación de las teorías de la escuela donde se producen estos hechos, y esa
es una razón suficiente para que se pueda afirmar, sin temor a equivocarse, que la
sugestión juega ahí un papel preponderante, cuando no exclusivo. Se puede tener
más confianza en lo que cuentan los «videntes» aislados y espontáneos, los que no
pertenecen a ninguna escuela y que jamás se han sometido a ningún entrenamiento;
pero, aquí todavía, hay muchas causas de error: está primeramente la imperfección
inevitable del modo de expresión que emplean; están también las interpretaciones
que mezclan a sus visiones, involuntariamente y sin darse cuenta de ello, ya que eso
no ocurre jamás sin tener al menos algunas vagas ideas preconcebidas; y es menester
agregar que estos «videntes» no tienen generalmente ninguno de los datos de orden
teórico y doctrinal que les permitirían reconocerse a sí mismos y que les impedirían
deformar las cosas al dejar intervenir en ellas la imaginación, que,
desafortunadamente tienen frecuentemente muy desarrollada. Cuando los «videntes»
son místicos ortodoxos, sus tendencias naturales a la divagación se encuentran en
cierto modo comprimidas y reducidas al mínimo; a excepción de éstos, se dan libre
curso, y el resultado de ello es frecuentemente un revoltijo casi inextricable; los
«videntes» más incontestables y más célebres como Swedenborg por ejemplo, están
lejos de estar exentos de este defecto, y no se podrían tomar demasiadas
precauciones si se quiere desprender lo que sus obras pueden contener de realmente
interesante; así pues, vale más recurrir a fuentes más puras, ya que, después de todo,
no hay nada en ellos que no pueda encontrarse en otra parte, en un estado menos
caótico y bajo formas más inteligibles.
Los defectos que acabamos de indicar alcanzan su grado más alto en los
«videntes» iletrados y librados a sí mismos, sin la menor dirección, como ese
VIDENTES Y CURANDEROS
256
campesino del Var, Louis Michel de Figanières, cuyos escritos1 causan la
admiración de los ocultistas franceses. Éstos ven en ellos las «revelaciones» más
extraordinarias, y es en eso donde es menester buscar, en una buena parte, el origen
de la «ciencia viva», una de sus principales ideas fijas; ahora bien, esas pretendidas
«revelaciones» expresan, en una jerga tremebunda, las concepciones o más bien las
representaciones más groseramente antropomórficas y materializadas que jamás se
haya hecho nadie de Dios, a quien se llama el «gran hombre infinito» y el
«presidente de la vida» (sic), y del Universo, que se ha juzgado bueno denominar
«omniverso»2; en todo eso no se trata más que de «vertederos», de «talleres», de
«digestiones», de «aromas», de «fluidos», y así sucesivamente. He ahí lo que los
ocultistas nos alaban como una cosmogonía sublime; entre otras cosas maravillosas,
hay una historia de la formación de la tierra que Papus ha adoptado y difundido lo
mejor que ha sabido; puesto que no queremos entretenernos en este tema, pero
teniendo que dar no obstante una idea de esas elucubraciones, citaremos solo el
resumen que ha hecho de ello el espiritista belga Jobard3, donde el lenguaje especial
del original ha sido conservado cuidadosamente: «Nuestro globo es relativamente
nuevo; está construido con viejos materiales reamasados en el gran vertedero del
omniverso, de viejos restos de planetas reunidos por la atracción, la incrustación, la
anexión en un solo todo de cuatro satélites de un planeta anterior, que, al haber
llegado al estado de madurez, fue cortado por el gran Jardinero para ser conservado
en sus graneros y servir para su alimentación material. Ya que, así como el hombre
cosecha los frutos maduros de su jardín terrestre, el gran hombre infinito cosecha los
frutos maduros de su jardín omniversal, que sirven igualmente a su alimentación. Es
lo que explica la desaparición de un cierto número de astros del gran parterre de los
cielos, observado desde hace dos siglos. ¿Qué es la digestión de un fruto maduro en
el estómago del deículo terrestre4, sino el despertar y la partida de las poblaciones
hominiculares caídas en catalepsia o éxtasis de felicidad sobre los mondículos que
1 Clé de la Vie; Vie universelle; Réveil des peuples.
2 Las diferentes parte del «omniverso» son llamadas «universo, biniverso, triniverso,
cuadriverso», etc.
3 Este resumen se encuentra en uno de los artículos que han sido reproducidos en cabeza de la Clé
de la Vie.
4 Es decir, del hombre: si Dios es un «gran hombre, el hombre es un «deículo»; si se encuentran
expresiones del mismo género en otras partes, en Swedenborg por ejemplo, al menos pueden
entenderse simbólicamente, mientras que aquí todo debe tomarse al pie de la letra.
VIDENTES Y CURANDEROS
257
ellos (sic) han formado y conducido en armonía por sus trabajos inteligentes?…
Volvamos de nuevo a la formación de nuestro planeta incrustativo por la anexión
simultánea de los cuatro antiguos satélites: Asia, África, Europa y América, puestos
en catalepsia magnética por el alma colectiva celeste de nuestra tierra encargada de
esta operación, tan difícil como la unión de varios pequeños reinos en uno solo, de
pequeñas explotaciones en una grande. No fue sin largas conversaciones con las
almas colectivas espirituales caídas de los cuatro satélites en cuestión como la fusión
pudo cumplirse. Únicamente la luna, quinto satélite y el más fuerte tanto como el
más malo, resistió a todas las solicitaciones, e hizo así al mismo tiempo su desdicha
y la de la aglomeración terrestre, donde su sitio permaneció reservado en el centro
del Océano Pacífico1. Pero las almas de astros, buenas o malas, tienen como la
unidad humana su libre albedrío y disponen de su destino en bien o en mal… Para
hacer esta sublime y sensible operación de la incrustación menos penosa, el alma
celeste de la tierra, o buen germen fluídico del injerto incrustativo, comenzó,
digamos, por cataleptizar magnéticamente el mobiliario (sic) de los cuatro antiguos
satélites de buena voluntad. De este injerto, el Asia era la buena planta material
mucho más avanzada que los otros tres, puesto que había vivido ya buen número de
siglos con su mobiliario todo despertado, cuando los otros dormían todavía en parte.
Los hombres, los animales y todos los gérmenes vivos fueron puestos en estado de
anestesia completa durante esta sublime operación de cuatro globos confundidos
bajo la presión de las manos de Dios, de sus grandes Mensajeros, sus entrañas, su
corteza, sus caras, sus aguas, sus atmósferas, sus almas colectivas». Podemos
detenernos aquí; pero esta cita no era inútil para mostrar dónde van a beber los
ocultistas su pseudotradición y su esoterismo de pacotilla. Agregamos que a Louis
Miguel no debe hacérsele el único responsable de las divagaciones que se han
publicado bajo su nombre: él no escribía, sino que dictaba lo que le inspiraba un
«espíritu superior», y sus «revelaciones» eran recogidas y arregladas por sus
discípulos, el principal de los cuales era un cierto Charles Sardou; naturalmente, el
medio donde todo eso fue elaborado estaba fuertemente imbuido de espiritismo2.
1 ¡Otros han insistido todavía sobre esta historia pretendiendo que la luna, después de haber
ocupado primeramente su sitio como los demás satélites, se había escapado un poco más tarde, pero
no había podido huir completamente de la atracción de la tierra, a cuyo alrededor fue condenada a
girar en castigo de su rebelión!
2 Los delirios de Louis Michel han sido desarrollados abundantemente también, en numerosas
obras, por Arthur de Anglemont.
VIDENTES Y CURANDEROS
258
Los «videntes» tienen tendencia frecuentemente a formar escuelas, o inclusive
las mismas se forman a veces alrededor suyo sin que su voluntad intervenga en ello
para nada; en este último caso, ocurre que sean verdaderas víctimas de su entorno,
que les explota consciente o inconscientemente, como lo hacen los espiritistas con
todos aquellos en quienes descubren algunas facultades mediúmnicas; cuando
hablamos aquí de explotación, eso debe entenderse sobre todo en el sentido psíquico,
pero las consecuencias no son por ello menos desastrosas. Para que el «vidente»
pueda instituirse como «jefe de escuela» en realidad, y no solo en apariencia, no
basta con que tenga el deseo de ello; es menester también que tenga, sobre sus
«discípulos», alguna otra superioridad que la que le confieren sus facultades
anormales; no era ese el caso de Louis Miguel, pero eso se ha visto algunas veces en
el espiritismo. Así, hubo antaño en Francia una escuela espiritista de un carácter
bastante especial, que fue fundada y dirigida por una «vidente», Mlle Lucie Grange,
que se designaba bajo el nombre «místico» de Habimélah, o Hab por abreviación;
este nombre le había sido dado, parece, por Moisés en persona. En esta escuela, se
tenía una veneración particular por el famoso Vintras, que era calificado allí de
«profeta»1; y el órgano del grupo, La Luz, que comenzó a aparecer en 1882, contó
entre sus colaboradores, en su mayor parte ocultos bajo seudónimos, con más de un
personaje sospechoso. Mlle Grange se ocupaba mucho de «profecías», y consideraba
como tales las «comunicaciones» que recibía; reunió en un volumen2 un gran
número de esas «producciones psicográficas, psicofónicas y de clarividencia
natural», así como las nombra para indicar los diversos géneros de mediumnidad que
ella poseía (escritura, audición y visión). Esas «comunicaciones» están firmadas por
Cristo, por la Virgen María, por los arcángeles Miguel y Gabriel3, por los principales
santos del Antiguo y del Nuevo Testamento, por hombres ilustres de la historia
antigua y moderna; algunas firmas son más curiosas todavía, como la de «la sibila
Pasipea, de la Gruta del Creciente», o la de «Rafana, alma del planeta Júpiter». En
una «comunicación», San Luis nos enseña que él fue el rey David reencarnado, y
1 Ver un folleto titulado Le Prophète de Tilly.
2 Prophètes et Prophéties.
3 Mlle Couédon, la «vidente» de la calle de Paradis, que tuvo su hora de celebridad, se creía
inspirada por el arcángel Gabriel; su facultad había tenido como origen la frecuentación de sesiones
espiritistas habidas en casa de una cierta Mme Orsat; naturalmente, los puros espiritistas consideraban
al supuesto arcángel Gabriel como un simple «desencarnado», y a su intérprete como un «médium de
encarnaciones».
VIDENTES Y CURANDEROS
259
que Juana de Arco fue Thamar, hija de David; y Hab agrega esta nota: «Una
aproximación significativa: David ha sido la cepa de una familia predestinada, y fue
la de nuestros últimos reyes. San Luis ha presidido en las primeras enseñanzas
espiritistas y se ha hecho, en nombre de Dios, Padre del cristianismo regenerado, por
su protección especial sobre Allan Kardec». Tales aproximaciones son sobre todo
«significativas» en cuanto a la mentalidad de los que las hacen, pero tienen un
sentido bastante claro para quien conoce los fondos político religiosos de algunos
medios: en ellos se preocupaban mucho de la cuestión de la «supervivencia» de Luis
XVII; por otra parte, también se anunciaba, como más o menos inminente, una
segunda venida de Cristo; ¿se quería pues insinuar que éste se reencarnaría en la
nueva «raza de David», y que sería quizás el «Gran Monarca» anunciado por la
«profecía de Orval» y algunas otras predicciones más o menos auténticas? No
queremos decir, por lo demás, que esas predicciones estén, en sí mimas, totalmente
desprovistas de valor; pero, como están formuladas en términos poco
comprehensibles, cada uno las interpreta a su manera, y hay cosas muy extrañas en
el partido que algunos pretenden sacar de ellas. Más tarde, Mme Grange fue «guiada»
por un supuesto «espíritu» egipcio, que se presentaba bajo el nombre compuesto de
Salem-Hermès, y que le dictó todo un volumen de «revelaciones»; pero eso es
mucho menos interesante que las manifestaciones que tienen un lazo más o menos
directo con el asunto de Luis XVII, y cuya lista, que comienza desde los primeros
años del siglo XIX, sería demasiado larga, pero también muy instructiva para
aquellos que tienen la curiosidad bien legítima de investigar las realidades
disimuladas bajo ciertas fantasmagorías.
Después de haber hablado de los «videntes», debemos decir también algunas
palabras de los «médiums curanderos»: si es menester creer a los espiritistas, ésta es
una de las formas más altas de la mediumnidad; he aquí, por ejemplo, lo que escribe
M. Léon Denis, después de haber afirmado que los grandes escritores y los grandes
artistas han sido casi todos «inspirados» y «médiums auditivos»: «El poder de curar
por la mirada, el tacto, la imposición de las manos, es también una de las formas por
las que la acción espiritual se ejerce sobre el mundo. Dios, fuente de vida, es el
principio de la salud física, como es el de la perfección moral y la suprema belleza.
Algunos hombres, por la plegaria y el impulso magnético, atraen a ellos este influjo,
esta irradiación de la fuerza divina que arroja los fluidos impuros, causas de tantos
sufrimientos. El espíritu de caridad, la devoción llevada hasta el sacrificio, el olvido
de sí mismo, son las condiciones necesarias para adquirir y conservar este poder, uno
VIDENTES Y CURANDEROS
260
de los más maravillosos que Dios haya acordado al hombre… Hoy día todavía,
numerosos curanderos, más o menos afortunados, cuidan con la ayuda de los
espíritus… Por encima de todas las iglesias humanas, al margen de todos los ritos, de
todas las sectas, de todas las fórmulas, hay un foco supremo que el alma puede
alcanzar por los impulsos de la fe… En realidad, la curación magnética no exige ni
pasos ni fórmulas especiales, sino solo el deseo ardiente de aliviar a otro, la llamada
sincera y profunda del alma a Dios, principio y fuente de todas las fuerzas»1. Este
entusiasmo se explica fácilmente si se piensa en las tendencias humanitarias de los
espiritistas; y el mismo autor dice todavía: «Como Cristo y los Apóstoles, como los
santos, los profetas y los magos, cada uno de nosotros puede imponer las manos y
curar si tiene amor por sus semejantes y la ardiente voluntad de aliviarlos…
Recogeos en silencio, solo con el paciente; haced llamada a los espíritus
benefactores que planean sobre los dolores humanos. Entonces, desde arriba,
sentiréis descender los influjos en vosotros y desde ahí ganar al sujeto. Una onda
regeneradora penetrará por sí misma hasta la causa del mal, y, prolongando,
renovando vuestra acción, habréis contribuido a aligerar el fardo de las miserias
terrestres»2. Aquí se parece asimilar la acción de los «médiums curanderos» al
magnetismo propiamente dicho; hay no obstante una diferencia que es menester
tener en cuenta: es que el magnetizador ordinario actúa por su propia voluntad, y sin
solicitar la intervención de un «espíritu» cualquiera; pero los espiritistas dirán que es
médium sin saberlo, y que la intención de curar equivale en él a una suerte de
evocación implícita, incluso si no cree en los «espíritus». De hecho, es exactamente
la inversa la que es verdad: es el «curandero» espiritista el que es un magnetizador
inconsciente; ya sea que sus facultades le hayan venido espontáneamente o ya sea
que hayan sido desarrolladas por el ejercicio, no son nada más que facultades
magnéticas; pero, en virtud de sus concepciones especiales, él se imagina que debe
hacer llamada a los «espíritus» y que son éstos quienes actúan por él, mientras que,
en realidad, es únicamente de él mismo de donde provienen todos los efectos
producidos. Este género de pretendida mediumnidad es menos dañino que los otros
para aquellos que están dotados de él, porque, al no implicar el mismo grado de
pasividad (e incluso la pasividad es ahí más bien ilusoria), tampoco entraña un
desequilibrio parecido; no obstante, sería excesivo creer que la práctica del
1 Dans l’Invisible, pp. 453-455.
2 Dans l’Invisible, p. 199.
VIDENTES Y CURANDEROS
261
magnetismo, en estas condiciones o en las condiciones ordinarias (la diferencia está
más bien en la interpretación que en los hechos), esté exenta de todo peligro para el
que se libra a ella, sobre todo si lo hace de una manera habitual, «profesional» en
cierto modo. En lo que concierne a los efectos del magnetismo, son muy reales en
algunos casos, pero es menester no exagerar su eficacia: nos no pensamos que pueda
curar y ni siquiera aliviar todas las enfermedades indistintamente, y hay
temperamentos que le son completamente refractarios; además, algunas curaciones
deben ponerse en la cuenta de la sugestión, o incluso de la autosugestión, mucho más
que en la del magnetismo. En cuanto al valor relativo de tal o cual manera de operar,
eso puede discutirse (y las diferentes escuelas magnéticas no se privan de ello, sin
hablar de los hipnotizadores que apenas están más de acuerdo)1, pero no es quizás
tan totalmente indiferente como lo pretende M. Léon Denis, a menos de que no sea
el caso de un magnetizador que posea facultades particularmente poderosas y que
constituyan una especie de don natural; este caso, que da precisamente la ilusión de
la mediumnidad (suponiendo que se conozcan y que se acepten las teorías
espiritistas) porque no da lugar a ningún esfuerzo voluntario, es probablemente el de
los «curanderos» más célebres, salvo, bien entendido, cuando su reputación es
usurpada y cuando a ello se mezcla el charlatanismo, ya que eso se ha visto algunas
veces. En fin, en cuanto a la explicación de los fenómenos magnéticos, no vamos a
ocuparnos aquí de ella; pero no hay que decir que la teoría «fluídica», que es la de la
mayor parte de los magnetizadores, es inadmisible; hemos hecho destacar ya que es
de ahí de donde ha venido, en el espiritismo, la concepción de los «fluidos» de todo
tipo: no es más que una imagen muy grosera, y la intervención de los «espíritus»,
que agregan a eso los espiritistas, es una absurdidad.
Relativamente a los «médiums curanderos», la concepción espiritista está
particularmente clara en el «fraternismo», donde los médiums de esta categoría
1 No queremos abordar la cuestión controvertida de las relaciones del hipnotismo y del
magnetismo: históricamente, el primero ha derivado del segundo, pero los médicos, que habían
negado el magnetismo, no podían adoptarle decentemente sin imponerle un nombre nuevo; por otra
parte, el magnetismo es más extenso que el hipnotismo, en el sentido de que opera frecuentemente
sobre sujetos en el estado de vigilia, y usa menos la sugestión. Como ejemplos de las discusiones a las
que hacemos alusión, podemos citar, en los magnetizadores, las disputas entre partidarios y
adversarios de la «polaridad»; en los hipnotizadores, la querella de las escuelas de la Salpêtrière y de
Nancy; por una y otra parte, los resultados obtenidos por los experimentadores sobre sus sujetos
concuerdan siempre con las teorías de cada uno, lo que prueba que la sugestión juega ahí un papel
capital, aunque frecuentemente involuntario.
VIDENTES Y CURANDEROS
262
ocupan el primer lugar; parece incluso que esta secta les deba su origen, si se cree lo
que escribía al respecto en 1913 M. Paul Pillault: «Apenas hace cinco años,
ensayaba en casa, en Auby, en mi pequeña oficina y a veces en mi domicilio, sobre
las cualidades de curador que nuestro buen hermano del espacio (sic), Jules Meudon,
me había descubierto, y que me comprometió a practicar. Logré numerosísimas
curas de las más variadas, desde la ceguera al simple dolor de dientes. Feliz de los
resultados obtenidos, resolví hacer aprovechar de ello al mayor número posible de
mis semejantes. Es entonces cuando nuestro director Jean Béziat se asoció a mí para
fundar en Sin-le-Noble (cerca de Douai) el Instituto general psicósico, del cual salió
el Instituto de las Fuerzas psicósicas nº 1, y del cual nació (en 1910) nuestro órgano
El Fraternista»1. Sin dejar de ocuparse de curaciones, pronto se llegó a tener
preocupaciones más extensas (no decimos más elevadas, puesto que no se trata más
que de «moralismo» humanitario), como lo muestra esta declaración de M. Béziat:
«Incitamos a la ciencia a intentar investigaciones en el orden espiritista, y, si
determinamos finalmente a la ciencia a ocuparse de este orden, ella encontrará. Y
cuando haya encontrado y probado, es la humanidad toda entera la que habrá
encontrado la felicidad. Así, el Fraternista no solo es el diario más interesante, sino
el más útil del mundo. Es de él de quien es menester esperar la quietud y la alegría
de la humanidad. Cuando se haya demostrado el buen fundamento del espiritismo, la
cuestión social estará casi resuelta»2. Si es sincero, es de una inconsciencia
verdaderamente desconcertante; pero volvamos de nuevo a la teoría de las
«curaciones fluídicas psicósicas»: fue expuesta en el tribunal de Béthune, el 17 de
enero de 1914, en ocasión de un proceso por ejercicio ilegal de la medicina incoado
a dos «curanderos» de esta escuela, MM. Lesage y Lecomte, que fueron absueltos
porque no prescribían medicamentos; he aquí lo esencial de sus declaraciones:
«Cuidan a los enfermos por imposición de las manos, pasos, e invocación mental
simultánea a las fuerzas buenas de lo astral3. No dan ningún remedio, ni
prescripción: no hay tratamiento en el sentido médico del término, ni masaje, sino
cuidados por medio de una fuerza fluídica que no es el empleo del magnetismo
ordinario, sino de lo que se podría llamar magnetismo espiritista (psicosismo), es
1 Le Fraterniste, 26 de diciembre de 1913.
2 Ibid., 19 de diciembre de 1913. —Señalamos que el pacifismo y el feminismo están
especialmente inscritos en el programa de este diario.
3 Se destacará que los «fraternistas», que son bastante «eclécticos», a veces hacen apropiaciones a
la terminología ocultista.
VIDENTES Y CURANDEROS
263
decir, captación por el curandero de fuerzas aportadas por los buenos espíritus, y
transmisión de estas fuerzas al enfermo que siente una gran mejoría, u obtiene su
curación completa, según el caso, y en un lapso de tiempo igualmente muy
variable… En el curso de los interrogatorios, el Sr. Presidente pidió explicaciones
sobre el punto del laboratorio, donde se encuentran las cubetas de agua magnetizada,
preparada por los curanderos… El agua magnetizada no tiene, bajo el punto de vista
de la curación, más que un valor relativo: no es ella la que cura; ayuda a la
evacuación de los fluidos malos, pero son los cuidados espiritistas los que arrojan el
mal»1. Por lo demás, se busca persuadir a los médicos mismos de que, si les ocurre
curar a sus enfermos, ello se debe sin duda también a las «psicosas»; la cosa se les
declara solemnemente en estos términos: «Es la psicosa la que cura, señores; el
curandero es simplemente su instrumento. Ustedes también, son el objeto de las
psicosas; solamente, hay utilidad para ustedes en que las buenas vayan por el lado de
ustedes, como han venido por el nuestro»2. Notemos todavía esta curiosa explicación
de M. Béziat: «Podemos afirmar que una enfermedad, cualquiera que sea, es una de
las numerosas variedades del Mal, con una M mayúscula. Ahora bien, el curandero,
por su fluido, que infunde al paciente, por sus buenas intenciones, mata o ahoga al
Mal en general. Así pues, resulta de ello que, por la misma ocasión, ahoga la
variedad, es decir, la enfermedad. He ahí todo el secreto»3. Es muy simple en efecto,
al menos en apariencia, o más bien muy «simplista»; pero hay otros «curanderos»
que encuentran más simple todavía negar el mal: es el caso de las sectas americanas
tales como los «Mental Scientists» y los «Christian Scientists», y esta opinión es
también la de los antonistas, de quienes hablaremos más adelante. Los «fraternistas»
llegan hasta hacer intervenir la «fuerza divina» en sus curaciones, y es todavía M.
Béziat quien proclama «la posibilidad de curar las enfermedades por el empleo de las
energías astrales invisibles, por la llamada a la Gran Fuerza Dispensadora Universal
que es Dios»4; si la cosa fuera así, se les podría preguntar por qué sienten la
necesidad de hacer llamada a los «espíritus» y a las «fuerzas de lo astral», en lugar
de dirigirse a Dios directa y exclusivamente. Pero ya se ha visto lo que es el Dios en
evolución en el que creen los «fraternistas»; hay todavía, a este propósito, una cosa
muy significativa que tenemos que contar: el 9 de febrero de 1914, Sebastián Faure
1 Le Fraterniste, 23 de enero de 1914.
2 Ibid., 19 de diciembre de 1913.
3 Ibid., 19 de diciembre de 1913.
4 Ibid., 10 de abril de 1914.
VIDENTES Y CURANDEROS
264
dio en Arras la conferencia sobre «las doce pruebas de la inexistencia de Dios» que
repetía un poco por todas parte; M. Béziat tomó la palabra después de él, declarando
«perseguir la misma meta en cuanto al fondo», dirigiéndole «sus más sinceras
felicitaciones», y comprometiendo a todos los asistentes a «asociarse sinceramente a
él en la realización de su programa tan humanitario». A continuación de la reseña
que su diario dio de esta reunión, M. Béziat agregó estas reflexiones: «Aquellos que,
como Sebastián Faure, niegan el Dios Creador de la Iglesia, se aproximan tanto más,
según nosotros, al verdadero Dios que es la Fuerza Universal impulsiva de los
mundos… Así, no tememos avanzar esta paradoja de que si los Sebastián Faure no
creen ya en el Dios de los clérigos, es porque creen más que los demás en el Dios
real. Decimos que en el estado actual de la evolución social, estas negaciones son
más divinas que otras, puesto que quieren más justicia y felicidad para todos…
Concluyo pues que si Sebastián Faure ya no cree en Dios, es únicamente porque ha
llegado a conocerle más, o en todo caso a sentirle más, puesto que quiere practicar
sus virtudes»1. Desde entonces, le han ocurrido a Sebastián Faure desventuras que
muestran muy bien cómo entendía «practicar sus virtudes»; los «fraternistas»,
defensores de M. le Clément de Saint-Marcq, tienen decididamente amistades
singulares.
Hubo muchas otras escuelas espiritistas más o menos independientes, que fueron
fundadas o dirigidas por «médiums curanderos»: Citaremos por ejemplo a M. A.
Bouvier, de Lyon, que unía en sus teorías el magnetismo y el kardecismo, y que
tenía un órgano titulado La Paz Universal, donde fue lanzado ese extravagante
proyecto del «Congreso de la Humanidad» del que hemos hablado en otra parte2. A
la cabeza de esta revista figuraban las dos máximas siguientes: «El conocimiento
exacto de sí mismo engendra el amor de su semejante. No hay en el mundo culto
más elevado que el de la verdad». No carece de interés destacar que la segunda no es
más que la transcripción casi textual (salvo que la palabra «religión» está
reemplazado ahí por «culto») de la divisa de la Sociedad Teosófica. Por otra parte,
M. Bouvier, que acabó por ligarse al «fraternismo», estaba, contrariamente a lo que
tiene lugar más ordinariamente, en muy buenos términos con los ocultistas; es
verdad que éstos tienen hacia los «curanderos» una veneración al menos tan excesiva
como la de los espiritistas. El famoso «Maestro desconocido» de la escuela
1 Le Fraterniste, 20 de febrero de 1914.
2 El Teosofismo, pp. 171-173, ed. francesa.
VIDENTES Y CURANDEROS
265
papusiana, al que ya hemos hecho alusión, no era en suma nada más que un
«curandero», y no tenía ningún conocimiento de orden doctrinal; pero ese aparecía
sobre todo como una víctima del papel que se le impuso: la verdad es que Papus
tenía necesidad de un «Maestro», no para él, ya que él no le quería, sino de alguno
que pudiera presentar como tal para dar a sus organizaciones la apariencia de una
base seria, para hacer creer que tenía detrás de él «potencias superiores» cuyo
representante autorizado era él; toda esa fantástica historia de los «enviados del
Padre» y de los «espíritus del apartamento de Cristo» no ha tenido jamás, en el
fondo, otra razón de ser que esa. En estas condiciones, nada hay de sorprendente en
que los ingenuos, que son muy numerosos en el ocultismo, hayan creído poder
contar, en el número de los «doce Grandes Maestros desconocidos de la Rosa-Cruz»,
a otros «curanderos» tan completamente desprovistos de intelectualidad como el
«Padre Antonio» y el Alsaciano Francis Schlatter; ya hemos hablado de ellos en otra
ocasión1. Hay otros todavía que, sin colocarlos tan alto, se les alaba mucho en la
misma escuela; tal es ese a propósito del cual Papus ha deslizado esta nota en una de
sus obras: «Al lado del espiritismo, debemos señalar a los adeptos de la teurgia y
sobre todo a Saltzman como propagadores de la idea de reencarnación. En su
hermoso libro, Magnetismo espiritual, Saltzman abre a todo espíritu buscador
magníficos horizontes»2. Saltzman no es en realidad más que un espiritista
cualquiera un poco disidente, que no tiene nada de un «adepto» en el verdadero
sentido de esta palabra; y lo que llama «teurgia» no tiene el menor punto común con
lo que los antiguos entendían por el mismo término, y que él ignora totalmente. Eso
nos hace pensar en un personaje más bien ridículo que fue antaño una celebridad
parisiense, ese a quien se llamaba el zuavo Jacob: él también había creído bueno dar
este nombre de «teurgia» a una vulgar mezcla de magnetismo y de espiritismo. En
1888, publicó una suerte de revista cuyo título, a pesar de su longitud inusitada,
merece ser transcrito integralmente: «Revista teúrgica, científica, psicológica y
1 El Teosofismo, p. 260, ed. francesa.
2 La Réincarnation, p. 173. —Podríamos hablar también de un agrupamiento instituido bastante
recientemente por un ocultista que pretende encerrarse en un misticismo «crístico», como él dice, y
donde el supuesto tratamiento «teúrgico» de los enfermos parece ser igualmente una de las
preocupaciones dominantes. Hay todavía, en el mismo orden de ideas, una organización auxiliar del
martinismo, creada en Alemania por el Dr. Theodor Krauss (Saturnus), bajo la denominación de
«Orden terapéutica, alquímica y filantrópica de los Samaritanos Desconocidos»; y recordaremos, en
fin, que existe una «Orden de los Curanderos» entre las numerosas filiales de la Sociedad Teosófica.
VIDENTES Y CURANDEROS
266
filosófica, que trata especialmente de la higiene y de la curación por los fluidos y de
los peligros de las prácticas médicas, clericales, magnéticas, hipnóticas, etc., bajo la
dirección del zuavo Jacob»; eso da ya una idea bastante clara de su mentalidad.
Además, nos limitaremos a reproducir, sobre este personaje, la apreciación de un
autor enteramente favorable al espiritismo: «El zuavo curandero estaba en boga.
Entré en relación con él, pero no tuve que felicitarme de ello por mucho tiempo.
Pretendía operar por la influencia de los espíritus, y, cuando yo arriesgaba alguna
objeción, se precipitaba en insultos y en groserías dignas de un batelero de pro;
pobres argumentos en la boca de un apóstol. ¡Escribo “apóstol”, ya que se decía el
enviado de Dios para “curar a los hombres físicamente, como Cristo había sido
enviado para curarlos moralmente”! Muchas personas se acordarán de esta frase
típica. Yo fui, es verdad, testigo de mejorías sorprendentes sobrevenidas
instantáneamente en algunos enfermos desahuciados por los médicos. He visto, entre
otros casos, un paralítico que se trajo a hombros de un comisionario porque ya no
podía mover ni los brazos ni las piernas, ponerse a caminar solo, sin sostén ni
muletas,… justo el tiempo de abandonar la sala del curandero, es decir, mientras
permaneció en su presencia. Franqueada la puerta, el desdichado recayó inerte y
debió ser vuelto a llevar como había venido. A oír decir, tanto como a ver, las curas
del famoso zuavo no eran más que pseudocuraciones, y sus clientes recobraban
invariablemente, al volver a su casa, todas las enfermedades de las cuales les había
desembarazado en la suya, con una más: el desaliento. En todo caso, no llegó a
curarme de lo que él llamaba mi “ceguera moral”, y, en la hora presente, persisto en
creer que el secreto de su influencia sobre las enfermedades residía, no en la
asistencia de los espíritus, como lo pretendía, sino en la educación deplorable de la
que hacía muestra. Espantaba a sus clientes con miradas furibundas, a las cuales
agregaba, en ocasiones, epítetos salaces. Era domador, quizás, pero no taumaturgo»1.
En suma, había en todo eso, con un cierto poder de sugestión, una fuerte dosis de
charlatanería; encontraremos algo bastante análogo en la historia del antonismo, a la
que pensamos que es bueno consagrar un capítulo especial, en razón de la llamativa
expansión de esta secta, y también porque es ese un caso verdaderamente típico, muy
propio para hacer juzgar sobre el estado mental de algunos de nuestros
contemporáneos. No queremos decir que todos los «curanderos» estén en eso: los
hay, muy ciertamente, cuya sinceridad es muy respetable, y cuyas facultades reales
1 Félix Fabart, Histoire philosophique et politique de l’Occulte, pp. 173-174.
VIDENTES Y CURANDEROS
267
no contestamos, aunque sí deploramos que casi todos busquen explicarlas por teorías
más que sospechosas; es bastante curioso constatar también que estas facultades se
encuentran desarrolladas sobre todo en gentes poco inteligentes. En fin, aquellos que
no son más que «sugestionadores» pueden obtener, en algunos casos, resultados más
durables que las curas del zuavo Jacob, y no hay puesta en escena apropiada que no
sea susceptible de actuar efectivamente sobre algunos enfermos; uno puede inclusive
preguntarse si los charlatanes más manifiestamente tales no acaban por sugestionarse
ellos a sí mismos y por creer más o menos en los poderes extraordinarios que se
atribuyen. Sea como sea, tenemos que repetir todavía una vez más que todo lo que es
«fenómeno» no prueba absolutamente nada bajo el punto de vista teórico: es
perfectamente vano invocar, en favor de una doctrina, curaciones obtenidas por
gentes que la profesan, y, por lo demás, se podrían apoyar así las opiniones más
contradictorias, lo que muestra suficientemente que esos argumentos carecen de
valor; cuando se trata de la verdad o de la falsedad de las ideas, toda consideración
extraintelectual debe ser tenida por nula y sin valor.
Biblioteca Esoterica Esonet.ORG
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CAPÍTULO XII
EL ANTONISMO
Louis Antoine nació en 1846 en la provincia de Lieja, de una familia de mineros;
fue primero minero él mismo, después se hizo obrero metalúrgico; después de una
estancia de algunos años en Alemania y en Polonia, volvió de nuevo a Bélgica y se
instaló en Jemeppe-sur-Meuse. Al perder a su único hijo, Antonio y su mujer se
pusieron a hacer espiritismo; pronto, el antiguo minero, aunque casi iletrado, se
encontró a la cabeza de un agrupamiento llamado de los «Viñadores del Señor», en
el que funcionaba una verdadera oficina de comunicación con los muertos (veremos
que esta institución no es única en su género); editó también una suerte de catecismo
espiritista, hecho por lo demás enteramente de apropiaciones tomadas a las obras de
Allan Kardec. Un poco más tarde, Antonio agregaba a su empresa, cuyo carácter no
parece haber sido absolutamente desinteresado, un gabinete de consultas «para el
alivio de todas las enfermedades y aflicciones morales y físicas», colocado bajo la
dirección de un «espíritu» que se hacía llamar el Dr. Carita. Al cabo de algún tiempo
después, se descubrió facultades de «curandero» que le permitían suprimir toda
evocación y «operar» directamente por sí mismo; este cambio fue seguido de cerca
por una desavenencia con los espiritistas, cuyos motivos no están muy claros. Es de
este cisma de donde iba a salir el antonismo; en el Congreso de Namur, en
noviembre de 1913, M. Fraikin, presidente de la «Federación Espiritista Belga»,
declaró textualmente: «El antonismo, por razones poco confesables, se niega a
marchar ya con nosotros»; está permitido suponer que esas «razones poco
confesables» eran sobre todo de orden comercial, si se puede decir, y que Antonio
encontraba más ventajoso actuar enteramente a su guisa, fuera de todo control más o
menos molesto. Para los enfermos que no podían venir a visitarle a Jemeppe,
Antonio fabricaba un medicamento que designaba bajo el nombre de «licor Coune»
y al cual atribuía el poder de curar indistintamente todas las afecciones; eso le valió
un proceso por ejercicio ilegal de la medicina, y fue condenado a una ligera multa;
reemplazó entonces su licor por el agua magnetizada, que no podía ser calificada de
medicamento, y después por el papel magnetizado, más fácil de transportar. Sin
EL ANTONISMO
269
embargo, los pacientes que acudían a Jemeppe devinieron tan numerosos que fue
menester renunciar a tratarlos individualmente por pases o inclusive por una simple
imposición de las manos, e instituir la práctica de las «operaciones» colectivas. Es en
este momento cuando Antonio, que no había hablado hasta entonces más que de
«fluidos», hizo intervenir la «fe», como un factor esencial, en las curaciones que
cumplía, y cuando comenzó a enseñar que la imaginación es la única causa de todos
los males físicos; como consecuencia, prohibió a sus discípulos (ya que se presentó
desde entonces como fundador de secta) recurrir a los cuidados de un médico. En el
libro que ha titulado Revelación, supone que un discípulo le dirige esta pregunta:
«Alguien que había tenido el pensamiento de consultar a un médico viene a su casa
diciendo: “Si no mejoro después de esta visita, iré a casa de tal médico”. Usted
constata sus intenciones y le aconseja que siga su pensamiento. ¿Por qué actúa usted
así? Yo he visto enfermos que, después de haber ejecutado este consejo, han debido
volver a usted». Antonio responde en estos términos: «Algunos enfermos, en efecto,
pueden haber tenido el pensamiento de ir a casa del médico antes de consultarme. Si
yo siento que tienen más confianza en el médico, es mi deber enviarles a él. Si no
encuentran allí la curación, es porque su pensamiento de venir a mi casa, ha puesto
un obstáculo en el trabajo del médico, como el de ir a casa del médico ha podido
oponer un obstáculo en el mío. Otros enfermos preguntan también si tal remedio no
podría ayudarles. Este pensamiento falsifica en un abrir y cerrar de ojos toda mi
operación: es la prueba de que no tienen la fe suficiente, la certeza de que, sin
medicamentos, yo puedo darlos lo que reclaman… El médico no puede dar más que
el resultado de sus estudios, y éstos tienen como base la materia. Así pues, la causa
permanece, y el mal reaparecerá, porque todo lo que es materia no podría curar sino
temporalmente». En otros pasajes, se lee todavía: «Es por la fe en el curandero como
el enfermo encuentra su curación. El doctor puede creer en la eficacia de las drogas,
mientras que éstas no sirven de nada para el que tiene la fe… La fe es el único y
universal remedio, penetra a quien se quiere proteger, aunque esté alejado a miles de
leguas». Todas las «operaciones» (es el término consagrado) se terminan por esta
fórmula: «Las personas que tienen la fe son curadas o aliviadas». Todo eso recuerda
mucho las teorías de la «Christian Science», fundada en América, desde 1866, por
Mme Baker Eddy; los antonistas, como los «Christian Scientists», han tenido a veces
problemas con la justicia por haber dejado morir enfermos sin hacer nada para
cuidarlos; en Jemeppe mismo, la municipalidad negó en varias ocasiones permisos
para enterrar. Los fracasos no descorazonaron a los antonistas y no impidieron a la
EL ANTONISMO
270
secta prosperar y extenderse, no solo en Bélgica, sino también en el Norte de
Francia. El «Padre Antonio» murió en 1912, dejando su sucesión a su viuda, que se
llamaba la «Madre», y a uno de sus discípulos, el «Hermano» Deregnaucourt (que ya
ha muerto también); ambos vinieron a París, hacia el final de 1913, para inaugurar
un templo antonista, y después fueron a inaugurar otro en Mónaco. En el momento
de estallar la guerra, el «culto antonista» estaba a punto de ser reconocido legalmente
en Bélgica, lo que debía tener por efecto poner los tratamientos de sus ministros a
cargo del estado; la petición que había sido depositada a este efecto estaba apoyada
muy especialmente por el partido socialista y por dos de los jefes de la masonería
belga, los senadores Charles Magnette y Goblet de Alviella. Es curioso notar los
apoyos que, motivados sobre todo por razones políticas, ha encontrado el antonismo,
cuyos adherentes se reclutan casi exclusivamente en los medios obreros; por lo
demás, hemos citado en otra parte1 una prueba de la simpatía que le testimonian los
teosofistas, mientras que los espiritistas «ortodoxos» parecen encontrar ahí más bien
un elemento de perturbación y de división. Agregamos todavía que, durante la
guerra, se contaron cosas singulares sobre la manera en que los alemanes respetaron
los templos antonistas; naturalmente, los miembros de la secta atribuyeron estos
hechos a la protección póstuma del «Padre», tanto más cuanto que éste había
declarado solemnemente: «La muerte, es la vida; no puede alejarme de vosotros, no
me impedirá aproximarme a todos aquellos que tienen confianza en mí, al
contrario».
Lo que es destacable en el caso de Antonio, no es su carrera de «curandero», que
presenta más de una semejanza con la del zuavo Jacob: hubo casi tanta charlatanería
en uno como en el otro, y, si obtuvieron algunas curas reales, se debieron muy
probablemente a la sugestión, más bien que a facultades especiales; sin duda es por
eso por lo que era tan necesario tener la «fe». Lo que es más digno de atención, es
que Antonio se haya presentado como fundador de religión, y que haya triunfado a
este respecto de una manera verdaderamente extraordinaria, a pesar de la nulidad de
sus «enseñanzas», que no son más que una vaga mezcla de teorías espiritistas y de
«moralismo» protestante, y que, además, están redactadas frecuentemente en una
jerga casi ininteligible. Uno de los trozos más característicos, es una suerte de
decálogo que se titula «diez fragmentos en prosa de la enseñanza revelada por
Antonio el Curandero»; aunque se pone cuidado en advertirnos que este texto está
1 El Teosofismo, pp. 259-260, ed. francesa.
EL ANTONISMO
271
«en prosa», está dispuesto como los «versos libres» de algunos poetas «decadentes»,
y se pueden descubrir incluso algunas rimas; vale la pena que sea reproducido1:
«Dios habla: — Primer principio: Si me amáis, — no lo enseñaréis a nadie, —
puesto que sabéis que yo no resido — más que en el seno del hombre. — Vosotros
no podéis testimoniar que existe — una suprema bondad — mientras que me aisláis
del prójimo. — Segundo principio: No creáis en el que os habla de mí, — cuya
intención sería convertiros. — Si respetáis toda creencia — y al que no tiene
ninguna, — sabéis, a pesar de vuestra ignorancia, — más de lo que podría deciros.
— Tercer principio: Vosotros no podéis hacer moral a nadie, — sería probar — que
no hacéis bien, — porque ella no se enseña por la palabra, — sino por el ejemplo, —
y no ver el mal en nada. — Cuarto principio: No digáis jamás que hacéis caridad —
a alguien que os parece en la miseria, — sería hacer entender — que yo carezco de
miras, que no soy bueno, — que soy un mal padre, — un avaro, que deja tener
hambre a su retoño. — Si actuáis hacia vuestro semejante — como un verdadero
hermano, — no hacéis caridad más que a vosotros mismos, — debéis saberlo. —
Puesto que nada está bien si no es solidario, — no habéis hecho hacia él — más que
desempeñar vuestro deber. — Quinto principio: Tratad siempre de amar al que decís
— «vuestro enemigo»: — es para enseñaros a conoceros — que yo le coloco en
vuestro camino. — Pero ved el mal más bien en vosotros que en él: — será su
remedio soberano. — Sexto principio: Cuando queráis conocer la causa — de
vuestros sufrimientos, — que padecéis siempre con razón, — la encontraréis en la
incompatibilidad de — la inteligencia con la conciencia, — que establece entre ellas
los términos de comparación. Vosotros no podéis sentir el menor sufrimiento — que
no sea para haceros observar — que la inteligencia es opuesta a la conciencia; — es
lo que es menester no ignorar. — Séptimo principio: Tratad de penetraros, — ya que
el menor sufrimiento es debido a vuestra — inteligencia que quiere siempre poseer
más; — se hace un pedestal de la clemencia, — al querer que todo le esté
subordinado. — Octavo principio: No os dejéis dominar por vuestra inteligencia —
que no busca más que elevarse siempre — cada vez más; — ella pisotea a la
conciencia, — sosteniendo que es la materia la que da las virtudes, — mientras que
ella no encierra más que la miseria — de las almas que vosotros decís —
«abandonadas», — que han actuado solo para satisfacer — su inteligencia que les ha
extraviado. — Noveno principio: Todo lo que os es útil, para el presente — como
1 Para evitar los cortes de párrafos, indicamos los cortes del texto por simples trazos.
EL ANTONISMO
272
para el porvenir, — si no dudáis nada, — os será dado por añadidura. — Cultivaos,
vosotros os recordaréis el pasado, — tendréis el recuerdo — de que se os ha dicho:
“Llamad, yo os abriré. — Yo estoy en el conócete”… — Décimo principio: No
penséis hacer siempre un bien — cuando llevéis asistencia a un hermano; — podríais
hacer lo contrario, — poner trabas a su progreso. — Sabed que una gran prueba —
será vuestra recompensa, — si le humilláis y le imponéis el respeto. — Cuando
queráis actuar, — no os apoyéis jamás sobre vuestra creencia, — porque ella puede
extraviaros también; — basaos siempre sobre la conciencia — que quiere dirigiros,
ella no puede engañaros». Estas pretendidas «revelaciones» se parecen
completamente a las «comunicaciones» espiritistas, tanto por el estilo como por el
contenido; es ciertamente inútil buscar darles un comentario seguido o una
explicación detallada; no es siquiera muy seguro que el «Padre Antonio» se haya
comprendido siempre a sí mismo, y su obscuridad es quizás una de las razones de su
éxito. Lo que conviene destacar sobre todo, es la oposición que quiere establecer
entre la inteligencia y la conciencia (este último término debe tomarse
verosímilmente en el sentido moral), y la manera en la que pretende asociar la
inteligencia a la materia; en esto habría con qué regocijar a los partidarios de M.
Bergson, aunque una tal aproximación sea bastante poco halagadora en el fondo. Sea
como sea, se comprende bastante bien que el antonismo haga profesión de despreciar
la inteligencia, y que la denuncie incluso como la causa de todos los males: ella
representa el demonio en el hombre, como la conciencia representa a Dios; pero,
gracias a la evolución, todo acabará por arreglarse: «Por nuestro progreso,
encontraremos en el demonio el verdadero Dios, y en la inteligencia la lucidez de la
conciencia». En efecto, el mal no existe realmente; lo que existe, es solo la «visión
del mal», es decir que es la inteligencia la que crea el mal allí donde lo ve; el único
símbolo del culto antonista es una suerte de árbol que se llama «el árbol de la ciencia
de la visión del mal». He aquí por qué es menester «no ver el mal en nada», puesto
que desde entonces cesa de existir; en particular, uno no debe verle en la conducta de
su prójimo, y es así cómo es menester entender la prohibición de «hacer moral a
nadie», tomando esta expresión en su sentido completamente popular; es evidente
que Antonio no podía impedir predicar la moral, puesto que él mismo apenas hizo
otra cosa. Le agregaba preceptos de higiene, lo que estaba por lo demás en su papel
de «curandero»; recordamos a este propósito que los antonistas son vegetarianos,
como los teosofistas y los miembros de otras diversas sectas de tendencias
humanitarias; sin embargo, no pueden ser considerados como «zoófilos», ya que les
EL ANTONISMO
273
está severamente prohibido tener animales en sus casas: «Debemos saber que el
animal no existe más que en apariencia; no es más que el excremento de nuestra
imperfección (sic)… Cuán inmersos en el error estamos apegándonos al animal; es
un gran pecado (en el dialecto walon que hablaba habitualmente, Antonio decía «una
duda»), porque el animal no es digno de tener su casa donde residen los humanos».
La materia misma no existe más que en apariencia, no es más que una ilusión
producida por la inteligencia: «Decimos que la materia no existe porque hemos
rebasado su imaginación»; ella se identifica así al mal: «Un átomo de materia nos es
un sufrimiento»; y Antonio llega hasta declarar: «Si la materia existe, Dios no puede
existir». He aquí cómo explica la creación de la tierra: «Ningún otro que la
individualidad de Adán ha creado este mundo (sic). Adán ha sido llevado a
constituirse una atmósfera y a construir su habitación, el globo, tal como quería
tenerle». Citamos todavía algunos aforismos relativos a la inteligencia: «Los
conocimientos no son saber, no razonan más que la materia… La inteligencia,
considerada por la humanidad como la facultad más envidiable bajo todos los puntos
de vista, no es más que la sede de nuestra imperfección… Yo os he revelado que hay
en nosotros dos individualidades, el yo conciencia y el yo inteligencia; uno real, el
otro aparente… La inteligencia no es otra que el haz de moléculas que llamamos
cerebro… A medida que progresamos, demolemos del yo inteligencia para
reconstruir sobre el yo conciencia». Todo eso es pasablemente incoherente; la única
idea que se desprende de ello, si se puede llamar a eso una idea, podría formularse
así: es menester eliminar la inteligencia en provecho de la «conciencia», es decir, de
la sentimentalidad. Los ocultistas franceses, en su último periodo, han llegado a una
actitud casi semejante; todavía no tenían, en su mayor parte, la excusa de ser
iletrados, pero conviene notar que la influencia de otro «curandero» estuvo sin duda
ahí para algo.
Para ser consecuente consigo mismo, Antonio habría debido atenerse al
enunciado de preceptos morales del género de éstos, que están inscritos en sus
templos: «Un solo remedio puede curar a la humanidad: la fe. Es de la fe de donde
nace el amor: es el amor el que nos muestra en nuestros enemigos a Dios mismo. No
amar a los enemigos, es no amar a Dios, ya que es el amor que tenemos por nuestros
enemigos el que nos hace dignos de servirle; es solo el amor el que nos hace amar
verdaderamente, porque es puro y de verdad». Está aquí, parece, lo esencial de la
moral antonista; para lo demás, parece más bien elástica: «Sois libres, actuad como
bien os parezca, el que hace bien encontrará bien. En efecto, juzgamos desde un tal
EL ANTONISMO
274
punto de nuestro libre albedrio, que Dios nos deja hacer de él lo que queramos».
Pero Antonio ha creído deber formular también algunas teorías de un orden
diferente, y es ahí sobre todo donde alcanza el colmo del ridículo; he aquí un
ejemplo de ello, sacado de un folleto titulado La Aureola de la Conciencia: «Os voy
a decir cómo debemos comprender las leyes divinas y de qué manera ellas pueden
actuar sobre nosotros. Vosotros sabéis que se reconoce que la vida está por todas
partes; si el vacío existiera, la nada tendría también su razón de ser. Una cosa que
puedo afirmar también, es que el amor existe también por todas partes, y del mismo
modo que hay amor, hay inteligencia y conciencia. Amor, inteligencia y conciencia
reunidos constituyen una unidad, el gran misterio, Dios. Para haceros comprender lo
que son las leyes, debo volver de nuevo a lo que ya os he repetido concerniente a los
fluidos: existen tantos como pensamientos; tenemos la facultad de manejarlos y de
establecer sus leyes, por el pensamiento, según nuestro deseo de actuar. Aquellas
que imponemos a nuestros semejantes nos imponen del mismo modo. Tales son las
leyes de interior, llamadas ordinariamente leyes de Dios. En cuanto a las leyes de
exterior, dichas leyes de la naturaleza, son el instinto de la vida que se manifiesta en
la materia, se reviste de todos los matices, toma formas numerosas, incalculables,
según la naturaleza del germen de los fluidos ambientes. Es así para todas las cosas,
todas tienen su instinto, los astros mismos que planean en el espacio infinito se
dirigen por el contacto de los fluidos y describen instintivamente su órbita. Si Dios
hubiera establecido leyes para ir a él, ellas serían una traba a nuestro libre albedrio;
ya fuesen relativas o ya fuesen absolutas, serían obligatorias, puesto que no
podríamos dispensarnos de ellas para llegar a la meta. Pero Dios deja a cada uno la
facultad de establecer sus leyes, según la necesidad; es todavía una prueba de su
amor. Toda ley no debe tener más que la conciencia por base. Así pues, no decimos
“leyes de Dios”, sino más bien “leyes de la consciencia”. Esta revelación brota de los
principios mismos del amor, de ese amor que desborda por todas partes, que se
encuentra tanto en el centro de los astros como en el fondo de los océanos, de ese
amor cuyo perfume se manifiesta por todas partes, que alimenta a todos los reinos de
la naturaleza y que mantienen el equilibrio y la armonía en todo el Universo». A esta
cuestión: «¿De dónde viene la vida?», Antonio responde a continuación: «La vida es
eterna, está por todas partes. Los fluidos existen también en el infinito y por toda
eternidad. Nos bañamos en la vida y en los fluidos como el pez en el agua. Los
fluidos se encadenan y son cada vez más etéreos; se distinguen por el amor; por
todas partes donde éste existe, hay vida, ya que sin la vida el amor ya no tiene su
EL ANTONISMO
275
razón de ser. Basta que dos fluidos estén en contacto por un cierto grado de calor
solar, para que sus dos gérmenes de vida se dispongan a entrar en relación. Es así
cómo la vida se crea una individualidad y deviene actuante». Si se hubiera pedido al
autor de estas elucubraciones se explicara de una manera un poco más inteligible, sin
duda habría respondido con esta frase que repetía a todo propósito: «Vosotros no
veis más que el efecto, buscad la causa». No olvidamos agregar que Antonio había
conservado cuidadosamente, del espiritismo kardecista por el que había comenzado,
no solo esta teoría de los «fluidos» que acabamos verle expresar a su manera, sino
también, la idea del progreso, y la de la reencarnación: «El alma imperfecta
permanece encarnada hasta que haya rebasado su imperfección… Antes de
abandonar el cuerpo que se muere, el alma se ha preparado otro para reencarnarse…
Nuestros seres queridos supuestamente desaparecidos no lo están más que en
apariencia, no dejamos un instante de verlos y de hablar con ellos. La vida corporal
no es más que una ilusión».
A los ojos de los antonistas, lo que más importa en la «enseñanza» de su
«Padre», es el lado «moralista»; todo lo demás no es más que accesorio. Tenemos la
prueba de ello en una hoja de propaganda que lleva este título: «Revelación por el
Padre Antonio, el gran curandero de la Humanidad, para el que tiene la fe», y que
transcribimos textualmente: «La Enseñanza del Padre tiene por base el amor, revela
la ley moral, la conciencia de la humanidad; recuerda al hombre los deberes que
tienen que desempeñar hacia sus semejantes; aunque esté atrasado incluso hasta no
poder comprenderla, podrá, al contacto de aquellos que la extienden, penetrarse del
amor que se desprende de ellos; éste le inspirará mejores intenciones y hará germinar
en él sentimientos más nobles. La religión, dice el Padre, es la expresión del amor
bebido en el seno de Dios, que nos hace amar a todo el mundo indistintamente. No
perdemos jamás de vista la ley moral, ya que es por ella como presentimos la
necesidad de mejorarnos. Nosotros no hemos llegado todos al mismo grado de
desarrollo intelectual y moral, y Dios coloca siempre a los débiles en nuestro camino
para darnos la ocasión de aproximarnos a Él. Se encuentran entre nosotros seres que
están desprovistos de toda facultad y que tienen necesidad de nuestro apoyo; el deber
nos impone venir en su ayuda en la medida en que creemos en un Dios bueno y
misericordioso. Su desarrollo no les permite practicar una religión cuya enseñanza
está por encima del alcance de su comprehensión, pero nuestra manera de actuar a su
respecto les recordará el respeto que le es debido y les conducirá a buscar el medio
más ventajoso para su progreso. Si queremos atraerlos a nosotros por una moral que
EL ANTONISMO
276
reposa sobre leyes inaccesibles a su entendimiento, los perturbaremos, los
desmoralizaremos, y la menor instrucción sobre ésta les será insoportable; acabarán
por no comprender ya nada; dudando así de la religión, entonces recurrirán al
materialismo. He aquí la razón por la cual nuestra humanidad pierde todos los días la
verdadera creencia en Dios en favor de la materia. El Padre ha revelado que antaño
era tan raro encontrar un materialista como hoy día un verdadero creyente1. Mientras
ignoremos la ley moral, por la cual nos dirigimos, la transgrediremos. La Enseñanza
del Padre razona esta ley moral, inspiradora de todos los corazones dedicados a
regenerar a la Humanidad; no interesa solo a aquellos que tienen fe en Dios, sino a
todos los hombres indistintamente, creyentes y no creyentes, en cualquier escalón al
cual se pertenezca. No creáis que el Padre pide el establecimiento de una religión
que restringe a sus adeptos en un círculo, los obliga a practicar su doctrina, a
observar un cierto rito, a respetar cierta forma, a seguir una opinión cualquiera, a
dejar su religión para venir a Él. No, la cosa no es así: nosotros instruimos a quienes
se dirigen a nosotros en lo que hemos comprendido de la Enseñanza del Padre y los
exhortamos a la práctica sincera de la religión en la que tienen fe, a fin de que
puedan adquirir los elementos morales en relación con su comprehensión. Sabemos
que la creencia no puede estar basada sino en el amor; pero debemos esforzarnos
siempre en amar y no en hacernos amar, ya que esto es la mayor de las plagas.
Cuando estemos penetrados de la Enseñanza del Padre, ya no habrá disensión entre
las religiones porque no habrá más indiferencia, nos amaremos todos porque
habremos comprendido al fin la ley del progreso, tendremos las mismas
consideraciones para todas las religiones e incluso para la increencia, persuadidos de
que nadie podría hacernos el menor mal y de que, si queremos ser útiles a nuestros
semejantes, debemos demostrarles que nosotros profesamos una buena religión que
respeta la suya y que quiere su bien. Entonces estaremos convencidos de que el amor
nace de la fe que es la verdad; pero no la poseeremos sino cuando no pretendamos
tenerla». Y este documento se termina por esta frase impresa en gruesos caracteres:
«La Enseñanza del Padre, es la Enseñanza de Cristo revelado a esta época por la fe».
Es también por esta asimilación increíble como acababa el artículo, sacado de un
órgano teosofista, que hemos citado en otra parte: «El Padre no pretende más que
renovar la enseñanza de Jesús de Nazaret, demasiado materializada en nuestra época
1 No había verdaderamente necesidad de una «revelación» para eso; pero los antonistas ignoran
naturalmente que el materialismo no data más que del siglo XVIII.
EL ANTONISMO
277
por las religiones que se reclaman a este gran Ser»1. Esta pretensión es de una
audacia que únicamente la inconsciencia puede excusar; dado el estado de espíritu
que pone de manifiesto en los antonistas, no hay lugar a extrañarse de que hayan
llegado a una verdadera deificación de su fundador, y eso incluso en vida; no
exageramos nada, y tenemos el testimonio de ello en este extracto de una de sus
publicaciones: «¿Hacer de M. Antonio un gran señor, no sería más bien rebajarle?
Admitiréis, supongo, que nosotros, sus adeptos, que estamos al corriente de su
trabajo, tengamos a su respecto otros pensamientos. Vosotros interpretáis demasiado
intelectualmente, es decir, demasiado materialmente, nuestra manera de ver, y, al
juzgar así sin conocimiento de causa, no podéis comprender el sentimiento que nos
anima. Pero quienquiera que tiene fe en nuestro buen Padre aprecia lo que Él es en
su justo valor porque le considera moralmente. Nosotros podemos pedir-Le todo lo
que queremos, Él nos lo da con desinterés. No obstante, nos es lícito actuar a nuestra
guisa, sin recurrir en modo alguno a Él, ya que Él tiene el mayor respeto por el libre
albedrio; jamás nos impone nada. Si tenemos que pedir-Le consejo, es porque
estamos convencidos de que Él sabe todo aquello de lo que tenemos necesidad, y que
nosotros lo ignoramos. ¿No sería pues infinitamente preferible darse cuenta de su
poder antes de querer desacreditar nuestra manera de actuar a su respecto? Como un
buen padre, Él vigila sobre nosotros. Cuando debilitados por la enfermedad, vamos a
Él, llenos de confianza, Él nos alivia, nos cura. Que caemos aniquilados bajo el
golpe de las más terribles penas morales, Él nos levanta y nos conduce a la esperanza
en nuestros corazones doloridos. Que la pérdida de un ser querido deja en nuestras
almas un vacío inmenso, su amor lo llena y nos llama de nuevo al deber. Él posee el
bálsamo por excelencia, el amor verdadero que allana toda diferencia, que rebasa
todo obstáculo, que cura toda llaga, y Él le prodiga a toda la humanidad, ya que es
más bien médico del alma que del cuerpo. No, nosotros no queremos hacer de
Antonio el Curandero un gran señor, hacemos de Él nuestro salvador. Él es más bien
nuestro Dios, porque Él no quiere ser más que nuestro servidor».
He aquí suficiente sobre un tema tan totalmente desprovisto de interés en sí
mismo; pero lo que es terrible, es la facilidad con la cual estas insensateces se
extienden en nuestra época: en algunos años, el antonismo ha juntado adherentes por
millares. En el fondo, la razón de este éxito, como el de todas las cosas similares, es
que corresponden a algunas de las tendencias que son lo propio del espíritu
1 Le Théosophe, 1º de diciembre de 1913.
EL ANTONISMO
278
moderno; pero son precisamente estas tendencias las que son inquietantes, porque
son la negación misma de toda intelectualidad, y nadie puede disimularse que ganan
terreno actualmente. El caso del antonismo, lo hemos dicho, es enteramente típico;
entre las múltiples sectas pseudoreligiosas que se han formado desde hace alrededor
de medio siglo, las hay análogas, pero ésta presenta la particularidad de haber
tomado nacimiento en Europa, mientras que la mayoría de las demás, de aquellas al
menos que han triunfado, son originarias de América. Por lo demás, las hay que,
como la «Christian Science», han llegado a implantarse en Europa, e incluso en
Francia en estos últimos años1; se trata todavía de un síntoma de la agravación del
desequilibrio mental cuyo punto de partida marca en cierto modo la aparición del
espiritismo; y, aunque estas sectas no se derivan directamente del espiritismo como
el antonismo, las tendencias que se manifiestan en ellas son ciertamente las mismas
en una amplia medida.
1 El Teosofismo, p. 259, ed. francesa.
Biblioteca Esoterica Esonet.ORG
http://www.esonet.ORG
CAPÍTULO XIII
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
Ya hemos señalado las tendencias propagandistas de los espiritistas; es inútil
aportar pruebas, ya que estas tendencias, siempre íntimamente ligadas a las
preocupaciones «moralistas», se despliegan en todas sus publicaciones. Por lo
demás, lo hemos dicho, esta actitud se comprende mucho mejor en los espiritistas
que en las demás escuelas «neoespiritualistas» que tienen pretensiones al esoterismo:
proselitismo y esoterismo son evidentemente contradictorios; pero los espiritistas,
que están imbuidos del más puro espíritu democrático, son mucho más lógicos en
eso. No queremos volver más sobre este tema; pero es bueno notar algunos
caracteres especiales de la propaganda espiritista, y mostrar como esta propaganda
sabe, en la ocasión, hacerse tan insinuante como la de las sectas de inspiración
protestante más o menos directa: en el fondo, todo eso procede de una misma
mentalidad.
Los espiritistas creen poder invocar la expansión de su doctrina como una prueba
de su verdad; Allan Kardec escribía ya: «Aquellos que dicen que las creencias
espiritistas amenazan invadir el mundo, proclaman por eso mismo su fuerza, ya que
una idea sin fundamento y desprovista de lógica no podría devenir universal; así
pues, si el espiritismo se implanta por todas partes, si se recluta sobre todo en las
clases ilustradas, así como cada quien lo reconoce, es porque tiene un fondo de
verdad»1. La llamada a un pretendido «consentimiento universal» para probar la
verdad de una idea, es un argumento querido por algunos filósofos modernos; nada
podría ser más insignificante: primero, la unanimidad sin duda no se realiza jamás, y,
si lo fuera, no se tendría ningún medio de constatarla; así pues, de hecho, eso
equivale simplemente a pretender que la mayoría debe tener razón; ahora bien, en el
orden intelectual, hay muchas probabilidades para que sea precisamente lo contrario
lo que tenga lugar lo más frecuentemente, ya que los hombres de inteligencia
1 Le Livre des Esprits, p. 454.
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
280
mediocre son ciertamente los más numerosos, y por lo demás, sobre no importa cuál
cuestión, los incompetentes forman la inmensa mayoría. Así pues, temer la invasión
del espiritismo, no es reconocerle otra fuerza que la de la multitud, es decir, una
fuerza ciega y brutal; para que algunas ideas se extiendan tan fácilmente, es menester
que sean de una cualidad muy inferior, y, si se hacen aceptar, no es porque tengan la
menor fuerza lógica, es únicamente porque se pone en ellas algún interés
sentimental. En cuanto a pretender que el espiritismo «se recluta sobre todo en las
clases ilustradas», eso es ciertamente falso; es verdad que sería menester saber
justamente lo que se entiende por eso, y que las gentes llamadas «ilustradas» pueden
serlo de una manera completamente relativa; nada es más lamentable que los
resultados de una instrucción a medias. Por lo demás, ya hemos dicho que la
adhesión misma de algunos sabios más o menos «especialistas» no prueba tampoco
mucho a nuestros ojos, porque, en las cosas donde les falta competencia, pueden
encontrarse exactamente sobre el mismo plano que el vulgo; y todavía, esos no son
más que casos excepcionales, puesto que la gran mayoría de la clientela espiritista es
incontestablemente de un nivel mental extremadamente bajo. Ciertamente, las teorías
del espiritismo están al alcance de todo el mundo, y hay quienes quieren ver en este
carácter una marca de superioridad; he aquí, por ejemplo, lo que leemos en un
artículo al que hemos hecho alusión precedentemente: «Poned ante un obrero que no
ha tenido la fortuna de hacer estudios profundos un capítulo de un tratado metafísico
sobre la existencia de Dios, con todo el cortejo de las pruebas ontológicas, físicas,
morales y estéticas1. ¿Qué comprenderá de ello? Nada de nada. Con semejantes
reseñas, estará condenado sin remisión a permanecer en la ignorancia más
completa… Por el contrario, si se le hace asistir a una sesión de espiritismo, incluso
si se le cuenta, si lee en una revista lo que pasa en ella, captará en seguida, sin
ninguna dificultad, sin necesidad de explicación… Gracias a su simplicidad que le
permite extenderse por todas partes, el espiritismo cosechará admiradores
numerosos… El bien progresará siempre, si todo el mundo comprende la veracidad
de la doctrina espiritista»2. A esta «simplicidad» que se nos alaba y que se encuentra
admirable, la llamamos, por nuestra parte, mediocridad e indigencia intelectual; en
1 Todo eso, naturalmente, no tiene la menor relación con la metafísica verdadera; lo que el autor
llama por este nombre, no son más que las banalidades de la filosofía universitaria, y es fácil ver hasta
dónde llegan para él algunos «estudios profundos»: ¡un manual de bachillerato representa a sus ojos
la más alta intelectualidad concebible!
2 Spiritisme et Métaphysique, por J. Rapicault: Le Monde Psychique, enero de 1912.
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
281
cuanto al obrero que se juzga bueno poner en escena, a falta de una instrucción
religiosa elemental cuya posibilidad se guarda prudentemente de considerar,
pensamos incluso que «la ignorancia más completa» valdría para él mucho más que
las ilusiones y las locuras del espiritismo: el que no sabe nada de una cuestión y el
que no tiene de ella más que ideas falsas son igualmente ignorantes, pero la situación
del primero es muy preferible a la del segundo, sin hablar siquiera de los peligros
especiales en el caso de que se trata.
Los espiritistas, en su delirio de proselitismo, emiten a veces pretensiones
absolutamente estuporizantes: «La revelación nueva, proclama M. Léon Denis, se
manifiesta fuera y por encima de las Iglesias. Su enseñanza se dirige a todas las razas
de la tierra. Por todas partes, los espíritus proclaman los principios sobre los que se
apoya. Sobre todas las regiones del globo pasa la gran voz que recuerda al hombre el
pensamiento de Dios y de la vida futura»1. ¡Que los espiritistas vayan pues a
predicar sus teorías a los orientales: verán cómo son acogidos! La verdad es que el
espiritismo se dirige exclusivamente a los occidentales modernos, y que no es sino
entre ellos únicamente donde puede hacerse aceptar, porque es un producto de su
mentalidad, y porque las tendencias que traduce son precisamente aquellas por las
que esta mentalidad se diferencia de toda otra: búsqueda del «fenómeno», creencia
en el progreso, sentimentalismo y «moralismo» humanitario, ausencia de toda
intelectualidad verdadera; esa es toda la razón de su éxito, y es su necedad misma la
que constituye su mayor fuerza (en el sentido de esa fuerza brutal de la que hemos
hablado hace un momento) y la que le granjea un número tan grande de adherentes.
Por lo demás, los apóstoles de la «revelación nueva» insisten sobre todo sobre su
carácter sentimental, «consolador» y «moralizador»: «Esta enseñanza puede dar
satisfacción a todos, dice M. Léon Denis, tanto a los espíritus más refinados como a
los más modestos, pero se dirige sobre todo a aquellos que sufren, a aquellos que se
inclinan bajo una pesada tarea o penosas pruebas, a todos aquellos que tienen
necesidad de una fe viril que les sostenga en su marcha, en sus trabajos, en sus
dolores. Se dirige a la muchedumbre de los humanos. La muchedumbre ha devenido
incrédula y desconfiada hacia todo dogma y toda creencia religiosa, ya que siente
que se ha abusado de ella durante siglos. No obstante, subsisten siempre en ella
aspiraciones confusas hacia el bien, una necesidad innata de progreso, de libertad y
1 Christianisme et Spiritisme, pp. 277-278.
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
282
de luz, que facilitará la eclosión de la idea nueva y su acción regeneradora»1. Los
espíritus supuestamente «refinados» que puede satisfacer el espiritismo no son
verdaderamente muy difíciles; pero retengamos que es sobre todo a la muchedumbre
a quien entiende dirigirse, y notemos también de paso esta fraseología pomposa:
«progreso, libertad, luz», que es común a todas las sectas del mismo género, y que es
en cierto modo una de esas «firmas» sospechosas de las que hemos hablado. Citamos
todavía este otro pasaje del mismo autor: «El espiritismo nos revela la ley moral,
traza nuestra línea de conducta y tiende a aproximar a los hombres por la fraternidad,
la solidaridad y la comunidad de pareceres. Indica a todos una meta más digna y más
elevada que la que se perseguía hasta entonces. Aporta con él un sentimiento nuevo
de la plegaria, una necesidad de amar, de trabajar para los demás, de enriquecer
nuestra inteligencia y nuestro corazón… Venid a saciaros a esta fuente celeste, todos
vosotros que sufrís, todos vosotros que tenéis sed de la verdad. Ella hará correr en
vuestras almas una onda refrescante y regeneradora. Vivificados por ella, sostendréis
más alegremente los combates de la existencia; sabréis vivir y morir dignamente»2.
No, no es de la verdad de lo que tienen sed las gentes a quienes se dirigen llamadas
como ésta, es sed de «consolaciones»; si encuentran que algo es «consolador», o si
se les persuade de ello, se apresuran a creerlo así, y su inteligencia no tiene en ello la
menor parte; el espiritismo explota la debilidad humana, se aprovecha de que, en
nuestra época, se encuentra muy frecuentemente privada de toda dirección superior,
y funda sus conquistas sobre la peor de todas las decadencias. En estas condiciones,
no vemos muy bien lo que autoriza a los espiritistas a declamar, como lo hacen de
tan buena gana, contra cosas tales como el alcoholismo por ejemplo: hay también
gentes que encuentran en la ebriedad el alivio y el olvido de sus sufrimientos; si los
«moralistas», con sus grandes frases huecas sobre la «dignidad humana», se indignan
por una tal comparación, les emplazamos a hacer el censo de los casos de locura
debidos al alcoholismo por una parte y al espiritismo por la otra; teniendo en cuenta
el número total respectivo de los alcohólicos y de los espiritistas y estableciendo la
proporción, no sabemos muy bien de qué lado estará la ventaja.
El carácter democrático del espiritismo se afirma por su propaganda en los
medios obreros, a quienes su «simplicidad» le hace particularmente accesible: es ahí
donde sectas tales como el «fraternismo» reclutan casi todos sus adherentes, y el
1 Ibid., pp. 319-320.
2 Après la mort, pp. 417-420.
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
283
caso del antonismo es muy destacable también bajo este aspecto. Es menester creer,
por lo demás, que los mineros de Bélgica y del Norte de Francia constituyen un
terreno más favorable que ningún otro; reproducimos todavía, a este propósito, el
relato siguiente que encontramos en una obra de M. Léon Denis: «Es un espectáculo
reconfortante ver todos los domingos afluir a Jumet (Bélgica), de todos los puntos de
la cuenca de Charleroi, numerosas familias de mineros espiritistas. Se agrupan en
una vasta sala donde, después de los preliminares de uso, escuchan con recogimiento
las instrucciones que sus guías invisibles les hacen oír por la boca de los médiums
dormidos. Es por uno de ellos, simple obrero minero, poco letrado, y que se expresa
habitualmente en dialecto walon, como se manifiesta el espíritu del canónigo Xavier
Mouls, sacerdote de gran valor y de alta virtud, a quien se debe la vulgarización del
magnetismo y del espiritismo en los «caseríos mineros» de la cuenca. Mouls,
después de crueles pruebas y de duras persecuciones, ha dejado la tierra, pero su
espíritu vigila siempre sobre sus queridos mineros. Todos los domingos, toma
posesión de los órganos de su médium favorito y, después de una cita de los textos
sagrados, con una elocuencia completamente sacerdotal, desarrolla ante ellos, en
puro francés, durante una hora, el tema escogido, hablando al corazón y a la
inteligencia de sus auditores, exhortándoles al deber, a la sumisión a las leyes
divinas. La impresión producida sobre estas bravas gentes es muy grande; es la
misma cosa en todos los medios donde se practica el espiritismo de una manera seria
por los humildes de este mundo»1. Carecería de interés proseguir esta cita, a
propósito de la cual no haremos más que una simple precisión: se sabe cuan violento
es el anticlericalismo de los espiritistas; pero basta que un sacerdote esté en rebelión
más o menos abierta contra la autoridad eclesiástica para que se apresuren a celebrar
su «gran valor», su «alta virtud», y así sucesivamente. Es así como M. Jean Beziat
tomó antaño la defensa del abad Lemire2; y habría que hacer curiosas
investigaciones sobre las relaciones más que cordiales que todos los emprendedores
de cismas contemporáneos han mantenido con los «neoespiritualistas» de diversas
escuelas.
Por otro lado, los espiritistas, como los teosofistas buscan extender su
propaganda hasta la infancia; sin duda, como lo hemos visto, muchos de entre ellos
no se atreven a admitir a los niños en las sesiones experimentales, pero por eso no se
1 Christianisme et Spiritisme, pp. 329-330.
2 Le Fraterniste, 8 de mayo de 1914.
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
284
esfuerzan menos en inculcarles sus teorías, que, en suma, son lo que constituye el
espiritismo mismo. Ya hemos señalado los «cursos de bondad» instituidos por los
«fraternistas»; este título huele incontestablemente a humanitarismo protestante1; en
el órgano de la misma secta, leemos todavía lo que sigue: «Sabemos que la idea de
las secciones infantiles hace camino, y no hemos descuidado la educación fraternista
de los niños. Educar al niño, como tan frecuentemente se ha dicho y escrito, es
preparar el fraternismo de mañana. El niño mismo se muestra un excelente
propagandista en la escuela y en su medio, puede hacer mucho por nuestra obra. Así
pues, sepamos dirigirle en esta buena vía y animemos sus buenas disposiciones»2.
Comparemos estas palabras con las que han sido pronunciadas en otra circunstancia
por el director del mismo periódico, M. Jean Béziat: «¿No es intolerable ver en
nuestros días inculcar a los niños concepciones religiosas, y sobre todo, lo que es
mucho más grave, imponerles el cumplimiento de actos religiosos antes de que
tengan entera consciencia de lo que hacen, actos que lamentarán profundamente más
tarde?»3. Así, es menester no dar instrucción religiosa a los niños, pero es menester
darles una instrucción espiritista: el espíritu de concurrencia que anima a estas sectas
pseudoreligiosas no podría manifestarse de una manera más evidente. Además,
sabemos que hay espiritistas que, a pesar de los avisos que se les han dado, hacen
participar a los niños en sus experiencias, y que, no contentos con eso, llegan incluso
hasta desarrollar en ellos la mediumnidad y sobre todo la «videncia»; se adivina sin
esfuerzo cuáles pueden ser los efectos de semejantes prácticas. Por lo demás, las
«escuelas de médiums», incluso para los adultos, constituyen un verdadero peligro
público; esas instituciones, que funcionan frecuentemente bajo la cubierta de
«sociedades de estudios», no son tan raras como podría creerse, y, si el espiritismo
continúa extendiendo sus estragos, se nos hacen entrever a este respecto perspectivas
poco tranquilizadoras: «Una organización práctica del espiritismo, dice M. Léon
Denis, conllevará en el porvenir la creación de asilos especiales, donde los médiums
encontrarán reunidos, con los medios materiales de existencia, las satisfacciones del
espíritu y del corazón, las inspiraciones del arte y de la naturaleza, todo lo que puede
imprimir a sus facultades un carácter de pureza, de elevación, haciendo reinar
1 Hemos mencionado en otra parte (El Teosofismo, p. 230, ed. francesa) las «Ligas de Bondad»,
que son de inspiración claramente protestante, y que los teosofistas apoyan calurosamente.
2 Le Fraterniste, 19 de junio de 1914 (discurso del delegado del grupo de Anzin a la Asamblea
general de los fraternales, el 21 de mayo de 1914).
3 Le Fraterniste, 27 de marzo de 1914 (conferencia dada en Sallaumines, el 15 de marzo de 1914).
LA PROPAGANDA ESPIRITISTA
285
alrededor de ellos una atmósfera de paz y de confianza»1. Sabemos muy bien lo que
los espiritistas entienden por «pureza» y por «elevación», y esos «asilos especiales»
corren un gran riesgo de parecerse a asilos de alienados; desafortunadamente, sus
pensionarios no estarán en ellos indefinidamente encerrados, y, pronto o tarde, se
irán extendiendo al exterior con su locura eminentemente contagiosa. Tales
empresas de trastorno colectivo ya se han realizado en América2, y existen desde
hace poco en Alemania; en Francia, no hay todavía más que dos ensayos de
proporciones más modestas, pero eso llegará también si no se vigila al respecto
cuidadosamente.
Hemos dicho que el espiritismo explota todos los sufrimientos y saca provecho
de ellos para ganar adherentes a sus doctrinas; eso es verdad incluso para el
sufrimiento físico, gracias a las hazañas de los «curanderos»: Los «fraternistas»,
concretamente, estiman que «las curaciones son un poderoso medio de
propaganda»3. Se ve como puede producirse eso: un enfermo, que ya no sabe a quien
dirigirse, va al encuentro de un «curandero» espiritista; el estado de espíritu en el
que está entonces le predispone naturalmente a recibir sin resistencia las
«enseñanzas» con las que no dejarán de gratificarle, y que se le presentarán, según
necesidad, como propias para facilitar su curación. En efecto, en el proceso de
Béthune, del que ya hemos hablado, se declaró esto: «Aunque facilita
considerablemente las curaciones, porque eso les hace comprender su mecanismo,
los enfermos no están obligados a abonarse al periódico El Fraternista»4; pero, si no
se les obliga a ello, se puede al menos aconsejarles que lo hagan, y por lo demás la
propaganda oral es todavía más eficaz. Si no se produce ninguna mejoría, se le dirá
al enfermo que vuelva, y se llegará a persuadirle de que, si la cosa es así, es porque
no tiene «fe»; quizás llegará a «convertirse» por simple deseo de curarse, y llegará a
ello más seguramente todavía si siente el menor alivio que, con razón o sin ella, le
parecerá que debe ser atribuido a la acción del «curandero». Publicando las
curaciones obtenidas (y se encuentran siempre algunas, tanto más cuanto que se es
poco exigente en hechos de control), se atraen otros enfermos, e incluso, entre las
gentes que tienen buena salud, hay quienes son impresionadas por semejantes
1 Dans l’Invisible, p. 59.
2 No hablamos solo de los Estados Unidos, sino también de Brasil, donde en 1902 se ha fundado
una «escuela de médiums».
3 Le Fraterniste, 22 de mayo de 1914.
4 Ibid., 23 de enero de 1914.
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relatos, y que, por poca simpatía que tengan ya por el espiritismo, creen encontrar en
eso una prueba de su verdad. Eso es el efecto de una extraña confusión: suponiendo
un hombre que posee facultades de «curandero» tan incontestables y tan poderosas
como se quiera, eso no tiene ninguna relación con las ideas que profesa ese hombre,
y la explicación que da él mismo de sus propias facultades puede ser completamente
errónea; para que uno esté obligado a insistir sobre cosas tan evidentes, es menester
la singular mentalidad de nuestra época, que, llevada únicamente hacia el exterior,
querría encontrar en las manifestaciones sensibles el criterio de toda verdad.
Pero lo que atrae a más gentes al espiritismo, y de una manera más directa, es el
dolor causado por la pérdida de un familiar o de un amigo: ¿cuántos se dejan seducir
así por la idea de que podrán comunicar con los desaparecidos? Recordaremos los
casos, ya citados, de dos individualidades tan diferentes como es posible bajo toda
otra relación, Sir Oliver Lodge y el «Padre Antonio»: fue después de haber perdido a
un hijo como uno y el otro devinieron espiritistas; a pesar de las apariencias, la
sentimentalidad era pues predominante tanto en el sabio como en el ignorante, como
lo es en la gran mayoría de los occidentales actuales. Por lo demás, la incapacidad de
darse cuenta de la absurdidad de la teoría espiritista prueba suficientemente que la
intelectualidad del sabio no es más que una pseudointelectualidad; nos excusamos de
volver tan frecuentemente sobre esto, pero esta insistencia es necesaria para
reaccionar contra la superstición de la ciencia. Ahora bien, que nadie venga a
alabarnos los beneficios de la pretendida comunicación con los muertos: primero,
nos negamos a admitir que una ilusión cualquiera sea, en sí misma, es preferible a la
verdad; después, si esta ilusión viene a ser destruida, lo que es siempre posible, se
corre el riesgo de que no deje lugar en algunos sino a una verdadera desesperación;
en fin, antes de que el espiritismo existiera, las aspiraciones sentimentales
encontraban con qué satisfacerse en una esperanza derivada de las concepciones
religiosas, y, a este respecto, no había ninguna necesidad de imaginar otra cosa. La
idea de entrar en relación con los difuntos, sobre todo por procedimientos como los
que emplean los espiritistas, no es de ninguna manera natural al hombre; ella no
puede venir más que a aquellos que sufren la influencia del espiritismo, cuyos
adherentes no dejan de ejercer en este sentido, por escrito y de palabra, la
propaganda más indiscreta. El ejemplo más típico de la ingeniosidad especial que
despliegan los espiritistas, es la institución de esas oficinas de comunicación donde
cada quien puede dirigirse para obtener noticias de los muertos en los que se
interesa; ya hemos hablado de la de los «Viñadores del Señor», que fue el punto de
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partida del movimiento antonista, pero hay otra mucho más conocida, que funcionó
en Londres, durante tres años, bajo el nombre de «Oficina Julia». El fundador de esta
última fue el periodista inglés W. T. Stead, antiguo director de la Pall Mall Gazette y
de la Review of Reviews, que debía morir en 1912 en el naufragio del Titanic; pero,
según él, la idea de esta creación venía de un «espíritu» llamado Julia. He aquí los
informes que encontramos en un órgano que se pretende «psíquico», pero que es
sobre todo espiritista en el fondo: «Julia era el nombre de Miss Julia A. Ames; ella
había formado parte de la redacción de la Unión Signal de Chicago, órgano de la
Women’s Christian Temperance Union, Sociedad de temple cristiano (es decir,
protestante) y femenina. Nacida en Illinois en 1861, era de pura cepa
angloamericana. En 1890, en el curso de un viaje en Europa, fue a ver a M. Stead;
devinieron excelentes amigos. El otoño del año siguiente, retornó a América, cayó
enferma en Boston y murió en el hospital de esta ciudad. Como muchas otras almas
piadosas, Miss Ames había hecho un pacto con su mejor amiga, que fue para ella una
hermana durante años. Fue convenido que volvería del más allá y se haría ver para
dar una prueba de la sobrevida del alma después de la muerte, y de la posibilidad
para los difuntos de comunicar con los supervivientes. Muchos han hecho este
compromiso, muy pocos lo han mantenido; Miss Ames, en opinión de M. Stead, fue
una de éstas últimas1. Fue poco tiempo después de la muerte de Miss Ames cuando
la personalidad de “Julia” propuso abrir una Oficina de comunicación entre este
mundo donde estamos y el otro… Durante doce años o más, M. Stead se encontró
completamente incapaz de poner en ejecución esta sugestión»2. Parece que son sobre
todo los «mensajes» de su hijo muerto los que le determinaron a abrir finalmente la
«Oficina Julia», en abril de 1909, con la ayuda de algunas personas entre las cuales
citaremos solamente al teosofista Robert King, que está hoy día a la cabeza de la
rama escocesa de la «Iglesia vieja católica»3. Tomamos a otro órgano espiritista
estos pocos detalles, que muestran el carácter puramente protestante del ceremonial
del que estaban rodeadas las sesiones: «Según las disposiciones que Julia misma
había hecho, cada uno tomaba por turno el “servicio”, que consistía en plegarias
primero, seguidas de la lectura del proceso verbal de la vigilia, después por las
1 Recordamos a este propósito la promesa análoga hecha por William James; en cuanto a Stead
mismo, apenas hubo muerto cuando diversos médiums comenzaron a recibir sus «comunicaciones»
(Le Monde Psychique, junio de 1912).
2 Le Monde Psychique, febrero de 1912.
3 Ver El Teosofismo, pp. 237-238, ed. francesa.
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peticiones dirigidas a la Oficina, que afluían de todos los puntos del globo. Después
de una semana o dos de funcionamiento, Julia pidió que la plegaria, al comienzo de
las sesiones, fuera seguida por una corta lectura bíblica. M. Stead leía algunos
párrafos del Antiguo o del Nuevo Testamento. Otros se inspiraban de las
comunicaciones de Julia o de Stainton Moses1, otros todavía de Fenelón o de otros
autores… Las sesiones de la mañana estaban reservadas exclusivamente al pequeño
círculo que formaba la Oficina. Los extraños no eran admitidos en ellas, excepto en
casos muy raros. La meta era formar un cenáculo que, así como lo explicaba Julia, al
estar compuesto por un grupo de personas simpatizantes las unas con las otras,
escogidas por ella misma, debía producir un foco cuya fuerza psíquica iría siempre
aumentando. Debía, decía ella, formar un cáliz o una copa de inspiración (sic), una
pura luz, vibrante entre los siete rayos (haciendo alusión a las siete personas que le
componían) que formaban las reuniones místicas»2. Y he aquí todavía otra cosa que
es muy significativa en cuanto al carácter pseudoreligioso de estas manifestaciones:
«En sus cartas, Julia recomienda el uso del Rosario, pero del Rosario modernizado.
He aquí cómo lo entiende ella. Notad los nombres de todos aquellos, muertos o
vivos, con los cuales habéis estado en relación. Cada uno de estos nombres
representa un grano del Rosario. Recorredle todos los días, enviando a cada uno de
los nombres un pensamiento afectuoso. Esta irradiación extendería una corriente
considerable de simpatía y de amor, que son como la esencia divina de la
humanidad, como las pulsaciones de la vida, y un pensamiento de amor es como un
ángel de Dios aportando a las almas una bendición»3. Retomamos ahora la
continuación de nuestra primera cita: «M. Stead declara que Julia misma ha
emprendido dirigir las operaciones del día a día: es ella quien tendrá la invisible
dirección de la Oficina… Quienquiera que haya perdido un amigo, un familiar
amado, podrá recurrir a la Oficina, que le hará saber en qué condiciones únicamente
podrá hacerse la tentativa de comunicación. En caso de adhesión, deberá obtenerse el
consentimiento de la dirección (Julia). Este consentimiento les será negado a todos
aquellos que no vengan para oír a los seres amados y perdidos. Sobre este punto,
Julia se explica muy positivamente… La Oficina de Julia, como ella misma jamás
1 Ya hemos hablado en otra parte del Rev. Stainton Moses, conocido también bajo el seudónimo
de M. A. Oxon, y de sus relaciones con los fundadores de la Sociedad Teosófica.
2 Echo de la Doctrine spirite (órgano de la Asociación de los Estudios espiritistas), noviembre de
1916.
3 Ibid., enero-febrero de 1917.
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deja de repetirlo, debe atenerse a su objeto propio, que es poner en comunicación a
personas queridas después de que han sido separadas por el cambio llamado
muerte». Y se reproducen las explicaciones dadas por Julia sobre la meta de su
fundación: «El objeto de la Oficina, dice ella, es venir en ayuda de aquellos que
quieren encontrarse después del cambio que se llama la muerte. Es una suerte de
oficina postal de cartas de sufrimiento, donde se seleccionan, con un nuevo examen,
las correspondencias, para hacer su redistribución. Allí donde no hay mensajes de
amistad, ni de deseo, por una u otra parte, para mantener una correspondencia, no
hay lugar a dirigirse a la Oficina. El empleado encargado del trabajo puede
compararse a un bravo sargento de ciudad que pone todo en acción para recuperar a
un niño perdido en la muchedumbre y le devuelve a su madre en llanto. Una vez que
los ha reunido, su tarea ha terminado. Se estará, es verdad, constantemente tentado
de ir más lejos y hacer de la Oficina un centro de exploración del más allá. Pero
ceder a esta tentación no podría ser sino prematuro. No es que yo tenga alguna
objeción que oponer a esta exploración. Es una consecuencia completamente natural,
necesaria y de las más importantes, de vuestro trabajo. Pero la Oficina, mi Oficina,
no debe encargarse de eso. Debe limitarse a su primer deber, que es tender el puente,
renovar los lazos rotos, restablecer la comunicación e